VIERNES 22 DE JUNIO

Al ver que Gunilla no contestaba al teléfono el jueves por la tarde, ni el día de midsommarafton por la mañana, Cecilia se preocupó. Si bien Gunilla parecía en ocasiones más atolondrada de la cuenta y como si estuviera en las nubes, la verdad era que las veces que habían quedado con anterioridad siempre fue puntual. Además, era madrugadora y había dicho que saldría a las ocho de su casa. Incluso bromeó con despertar a Cecilia llevándole el desayuno a la cama. Y acababa ahora de desayunar.

«¿Por qué no me llamará esta mujer?»

Gunilla había quedado en llamarla el jueves por la tarde. Quizá hubiese estado trabajando y se le hubiera hecho tarde. Cecilia sabía lo que pasaba. Pues ella también era artista.

Cecilia ya se encontraba en la casa de Katthammarsvik, adonde llegó la tarde anterior, cargada con la comida y el vino. Comerían arenques con patatas nuevas a mediodía, y después, por la noche, iban a asar unas rodajas de salmón a la parrilla. Nada de pistas de baile, ni fiestas y, lo más importante, sin más gente. Sólo ellas dos. Beberían vino y hablarían de arte, de la vida y del amor. Por ese orden.

Cecilia había preparado un arreglo floral con una decoración sencilla, con flores y algunas ramas de abedul. Iban a comer fuera, disfrutando de la tranquilidad y el silencio. El parte meteorológico de la radio anunciaba anticiclón todo el fin de semana.

¿Dónde estaría Gunilla? Ya eran más de las once, y había llamado varias veces, tanto a su casa como al taller y al móvil.

¿Por qué no contestaba? Tal vez hubiera enfermado de repente, o quizá se había lesionado. Podía haber ocurrido cualquier cosa. Los pensamientos se le agolpaban en la cabeza, mientras preparaba las cosas. Cuando dieron las doce, decidió subir al coche y acercarse a casa de su amiga.

Gunilla vivía algo alejada de Katthammarsviken. Su casa estaba fuera, en el campo, en la parroquia de När. Había más de 20 kiló-metros.

Cecilia se sentó en el coche con un desasosiego que aumentaba por momentos.


Cuando entró en el patio, los gansos corrían como enloquecidos de un lado para otro. Graznaban histéricos. La puerta del taller de cerámica estaba entornada. La empujó y entró.

Lo primero que vio fue la sangre. En el suelo, en las paredes, en el torno. Gunilla yacía boca arriba en medio del taller, tendida en el suelo cubriéndose la cabeza con los brazos. El grito de Cecilia se ahogó en su garganta.


Knutas contempló a su mujer con ternura. Le acarició la mejilla, pecosa y bronceada. Era la persona más pecosa que había visto en su vida, y amaba cada uno de sus lunares. El sol calentaba el suelo, de manera que los niños podrían correr descalzos. La mesa alargada estaba dispuesta con la fina vajilla de porcelana de Rörstrand, con sus diminutas flores azules, las servilletas estaban alineadas con los vasos y los cubiertos relucían. Los jarrones de porcelana estallaban de flores de los prados: margaritas, geranios silvestres, saxífragas y amapolas. Los arenques ya estaban dispuestos en sus platos: arenques con salsa de mostaza, arenques con aguardiente, arenques en escabeche y su propia especialidad doméstica, arenques al jerez, que quemaba suavemente en la lengua. Las patatas nuevas, que acababan de ser llevadas a la mesa, aún despedían vapor en sus cuencos. Suaves y blancas, y con ramitas de eneldo que realzaban su grato sabor a verano.

El canastillo del pan estaba lleno de piezas crujientes, redondas y cuadradas, y del admirado pan plano de su madre. Había gente que viajaba a Gotland sólo para comprar ese pan, que sólo se vendía en la panadería de sus padres en Kappelshamn.

Contempló el jardín, en donde los invitados estaban decorando el arreglo floral que se erguía, alto y magnífico, en medio del césped. Los niños ayudaban con entusiasmo.

Habían venido su hermana y su hermano con sus respectivas familias. Sus padres y sus suegros se encontraban también allí, lo mismo que algunos vecinos y buenos amigos. Su mujer y él habían convertido en una tradición el convite para celebrar midsommarafton en su casa de veraneo.

Sintió un cosquilleo en la mano. Una mariquita ascendía hacia su muñeca. Se la quitó de encima. La celebración de la fiesta del solsticio de verano significaba un paréntesis agradable en la investigación de los asesinatos. Sobre todo, porque tenía la impresión de que estaban empantanados. Era frustrante ver que no avanzaban, mientras el asesino quizá estuviese planeando su siguiente crimen. Knutas pensaba que debieran remontarse a un tiempo anterior en la investigación. Lo había discutido con Kihlgárd. Su colega lo tenía claro: estaba convencido de que el asesino era alguien a quien las mujeres habían conocido recientemente. Por supuesto, no era capaz de aportar ninguna prueba concreta que avalara su tesis. Algo consistente. En cambio, el comisario de la policía nacional no se quedaba atrás a la hora de criticar el trabajo de sus compañeros policías de Visby. Kihlgárd tenía ideas propias acerca de todo, desde las pequeñas rutinas diarias hasta cómo desarrollaban la investigación y los métodos que utilizaban en los interrogatorios. Incluso se había llegado a quejar de que el café de las máquinas de la comisaría era demasiado flojo. Tonterías. Ahora lo que debían hacer era concentrarse en la persecución del asesino. Pero hoy no. Necesitaba este paréntesis. Pasar unas horas agradables con la familia y los amigos. Incluso había pensado emborracharse. La investigación tendría que esperar hasta el día siguiente. Entonces iba a apremiar a los investigadores para que indagaran más atrás en el pasado de las víctimas.

Volvió a asaltarle la inquietud, pero desapareció cuando su esposa sacó las botellas empañadas de snaps bien frío y las colocó en la mesa. Se le hizo la boca agua. Cortó un poco de queso de Västerbottenost curado y se lo metió en la boca y luego hizo sonar el viejo cencerro que usaban siempre para llamar a la mesa.

– ¡A comer! -gritó.

Cuando los invitados se hubieron servido, alzaron sus copitas de snaps y Knutas dio la bienvenida a todos brindando por el verano.

Justo en el momento en que se llevaba el chupito a la boca, sonó el móvil en el bolsillo interior de su chaqueta. Alargó la mano algo indeciso.

«¿Quién cojones puede llamar ahora, en mitad de la celebración de midsommarafton? -pensó enfadado-. Sólo puede ser del trabajo.»


La casa de veraneo del comisario estaba en la parte más alta de Lickershamn, al noroeste de Gotland. Gunilla Olsson, la nueva víctima, vivía en När, en el sudeste. Knutas tardaría por lo menos una hora y media en llegar en el coche hasta allí.

Era algo más de la una del día del solsticio de verano más caluroso en muchos años. El termómetro marcaba casi treinta grados. Por el camino recogió a Karin Jacobsson y a Martin Kihlgárd en Tingstäde, donde vivían los padres de Karin. Ella había invitado a Kihlgárd a su fiesta.

El resto de los compañeros del grupo de la policía nacional se había ido a Estocolmo, para pasar el fin de semana con sus familias. Kihlgárd insistió en quedarse en la isla. Por si pasaba algo.

– Esto es precisamente lo que necesitábamos -observó en el coche, mientras el paisaje cuajado de flores propio del verano pasaba a toda velocidad ante la ventanilla-. Tenía que ocurrir algo nuevo para que pudiéramos avanzar. Estábamos bloqueados.

A Kihlgárd le había dado tiempo a tomarse unos trozos de arenque y unas copitas de aguardiente, y expelía sus vapores al hablar. Knutas se puso blanco como el papel. Se desvió junto a unos contenedores que había al lado de la carretera y frenó en seco. Salió a toda prisa del coche, abrió la portezuela de atrás y sacó a Kihlgárd del vehículo.

– ¿Qué coño de estupideces estás diciendo? ¿Es que te has vuelto loco? -le gritó.

Kihlgárd se quedó tan pasmado que no supo cómo reaccionar. Lo hizo defendiéndose.

– ¿Qué demonios haces? Tengo razón, y lo sabes. Tenía que pasar algo por cojones. Está claro que no íbamos a ninguna parte.

– ¿Qué quieres decir, cabrón? -aulló Knutas-. ¿Cómo cono puedes decir que está bien que una mujer joven haya sido asesinada por un psicópata? ¿Estás mal de la cabeza tú también?

Karin, que se había quedado dentro del coche, salió y los separó. Agarró a Knutas que tenía asido a Kihlgárd por el cuello de la camisa. Dos botones habían saltado por los aires.

– ¿Es que os habéis vuelto locos los dos? -gritó-. ¿Cómo podéis comportaros así? ¿No os dais cuenta de que hay gente mirando?

Los dos hombres, muy cortados, miraron con sorpresa hacia la carretera. Al otro lado había una granja desde donde un grupo de personas vestidas de fiesta y con coronas de flores en la cabeza miraba hacia el coche policial y los dos hombres enfurecidos.

– ¡Uy! ¡Joder! -exclamó Knutas recuperando la compostura.

Kihlgárd se ajustó la ropa, hizo una leve inclinación dirigida al público y se volvió a sentar en su sitio.

Continuaron el viaje en silencio. Knutas estaba furioso, l'ensó que mejor sería dejar la discusión para otro momento. La frustración por no haber logrado encontrar al asesino debía de haberles afectado a todos ellos.

Karin se sentó en el asiento del copiloto. No dijo nada. Knutas comprendió que estaba disgustada.

Para evitar oír los juramentos de Kihlgárd, Knutas puso la radio. Bajó el cristal de la ventanilla. Un asesinato más. La locura. Otra mujer. Hachazos y las bragas en la boca. ¿Cuándo iba a acabar aquello? No habían avanzado nada en la investigación. En ese punto, Kihlgárd tenía razón. Se iba preparando mentalmente para el espectáculo que presenciarían en unos momentos. Lanzó una mirada al lado. A Karin. Permanecía callada y mirando al frente.

– ¿En qué piensas? -le preguntó.

– Tenemos que echar el guante al asesino. ¡Ya! -dijo con determinación-. Esto va a asustar mucho a la gente.


La policía ya había acordonado el lugar cuando llegaron a la casa. Sohlman y sus colegas estaban trabajando para proteger las posibles huellas.

Aparcaron el coche en el patio cubierto de guijarros y se apresuraron a subir por la empinada escalera de piedra. Cuando entraron en el taller, los tres retrocedieron instintivamente. Había salpicaduras de sangre en las paredes, el suelo y las estanterías. El olor dulzón y pesado a cadáver hizo que se cubrieran la boca con la mano. Karin se volvió y vomitó en la escalera.

– ¡Joder! -exclamó Kihlgárd-. Es lo peor que he visto.

El cuerpo desnudo de la mujer estaba en el suelo, bañado en sangre, con profundas heridas en el cuello, el vientre y los muslos. Knutas se obligó a sí mismo a hacer un esfuerzo para acercarse al cadáver. Exacto: en la boca tenía unas bragas blancas de algodón. Karin apareció en el vano de la puerta y se apoyó en el marco. Los policías miraban a su alrededor impotentes.

Sólo había una entrada y era la puerta por la que ellos mismos habían llegado. En el suelo se veía un espejo roto. Los trozos brillaban a la luz del sol. Un montón de arcilla estaba tirado un poco más lejos.

– Debía de estar sentada trabajando -concluyó Knutas-. ¿Veis la pieza de arcilla que hay allí?

– Sí -contestó Karin y se volvió hacia Sohlman, agachado al lado del cuerpo-. ¿Cuánto tiempo crees que llevará muerta?

– Está totalmente rígida. Teniendo en cuenta eso y las manchas del cadáver, yo diría que lleva muerta por lo menos doce horas. Pero no mucho más. El cuerpo está aún caliente.

– ¿Quién dio el aviso?

– Una amiga. Cecilia Ángström. Está en la casa.

– Voy allí -dijo Knutas levantándose.

Vista desde fuera, la casa de Gunilla Olsson se antojaba demasiado grande para estar habitada por una sola persona. Era una casa de piedra caliza de dos pisos y parecía muy antigua.

El comisario entró en la casa tratando de no pensar en la imagen violenta que se había visto obligado a contemplar poco antes.

A la mesa de la cocina estaba sentada una mujer joven con la barbilla hundida en el pecho. La melena larga y oscura le ocultaba el rostro. Llevaba un vestido de verano de color claro y con hombreras. Una mujer policía de uniforme estaba sentada a su lado, con una mano entre las suyas. Knutas saludó; conocía a su colega sólo de vista. La mujer del vestido tendría unos veinticinco años, supuso. Lo observó con la mirada perdida. Tenía la cara arrasada de lágrimas.

Knutas se presentó y se sentó enfrente.

– ¿Puedes contarme lo que ha ocurrido?

– Sí. Gunilla iba a ir hoy a mi casa. Habíamos planeado celebrar juntas el solsticio de verano, en mi casa de veraneo en Katthammarsvik. Debía presentarse nada más desayunar. Como no llamaba y seguía sin aparecer a las doce, me empecé a preocupar. No contestaba ninguno de sus números de teléfono. Entonces decidí venir aquí en el coche.

– ¿Cuándo viniste?

– Debía de ser casi la una.

– ¿Qué pasó entonces?

– La puerta del taller estaba abierta, así que entré. La vi inmediatamente. Tendida en el suelo. Había sangre por todas partes.

– ¿Qué hiciste?

– Salí, me metí en el coche y cerré las puertas. Después llamé a la policía. Tenía miedo y quería irme de aquí, pero me dijeron que me quedara. La policía llegó al cabo de media hora, más o menos.

– ¿Viste a alguien?

– No.

– ¿Notaste alguna otra cosa extraña?

– No.

– ¿Conocías bien a Gunilla?

– Bastante bien. Nos conocimos hace un par de meses.

– ¿Ibais a celebrar la fiesta las dos solas?

– Gunilla trabajaba en un pedido importante. Trabajó muchísimo las últimas semanas y sólo quería un poco de tranquilidad. A mí me ocurría lo mismo. Por eso decidimos celebrar el solsticio juntas.

– ¿Cuándo hablaste con ella por última vez?

– Anteayer. Tenía que haberme llamado ayer por la tarde, pero no lo hizo.

– ¿Sabes si pensaba hacer algo especial ayer o si iba a encontrarse con alguien?

– No. Tenía previsto trabajar todo el día.


– ¿Sabes dónde vive su familia? ¿Sus padres? ¿Sus hermanos?

– Sus padres murieron. Tiene un hermano, pero no sé dónde vive. Desde luego, aquí en Gotland, no.

– ¿Tenía novio?

– No, al menos que yo sepa. No llevaba aquí mucho tiempo. Había vivido en el extranjero un montón de años. Creo que volvió a Suecia en enero.

– Ya entiendo. Bien, basta por ahora -concluyó Knutas, antes de dar una palmada a Cecilia Ángström en el brazo y pedir a su colega que la llevara al hospital-. Ya hablaremos más después. Yo te llamaré.

Salió de la cocina y dio una vuelta por la casa. Sintió desánimo al mirar por la ventana. Ni un solo vecino a la vista. El cuarto de estar era amplio y luminoso. Algunos cuadros de colores alegres colgaban de las paredes. Obras de pintores para él desconocidos. Subió la escalera y entró en el dormitorio. Una cama de matrimonio. Al lado había una habitación para los invitados; parecía vacía. Un estudio, un cuarto de baño amplio y una salita de estar.

No descubrió nada que le llamase la atención. Al menos, no a primera vista. Ningún desperfecto o destrozo que pudiera observar. Sohlman se ocuparía más tarde de la casa, por eso tuvo buen cuidado de no tocar nada.

El piso inferior era igual de amplio y luminoso. Al lado de la cocina había un comedor grande con chimenea. Otro dormitorio y un cuarto lleno de libros y con un buen sillón de lectura. «Pues la verdad es que para vivir sola andaba sobrada de espacio», se dijo.

La presencia de Karin Jacobsson en la puerta interrumpió sus reflexiones.

– Anders, ven -le gritó con el resuello en la boca-. Hemos encontrado algo.


Quedaban menos de cinco minutos para que terminara la jornada escolar. Después de la escuela, solía irse directamente a casa. Deprisa. Deprisa. Con la llave colgando de una cinta alrededor del cuello. Puesto que la única manera de evitar a sus torturadores era sacarles una ventaja lo bastante grande para que no pudiesen alcanzarlo, empezó con sus preparativos varios minutos antes de que finalizara la última clase. Empezó a guardar sus cosas con cuidado. Cerró el libro sin hacer ruido. Luego, metió el lápiz en su pequeño compartimento dentro del estuche, la goma en el suyo. En todo momento mantuvo la mirada fija en la maestra, que no tenía que notar nada. Cerró con sigilo la cremallera del estuche. Le pareció que hacía tal ruido que se habría oído en toda el aula. La señorita tampoco notó nada esta vez. Por lo común, el silencio en clase era absoluto, la señorita era severa y no toleraba que se hablara ni que se hiciesen travesuras. Entonces se volvió de espaldas. Bien. Aprovechó para abrir la tapa del pupitre. Sólo una pequeña abertura, lo suficiente como para poder deslizar los libros dentro. Después, el estuche. Ya está. Notaba los latidos del corazón rápidos y nerviosos. Pronto sonaría el timbre. Sobre todo, que la maestra no notara nada antes. Lisa, que se sentaba a su lado, vio lo que estaba haciendo; le daba igual. Ella hacía como los demás, que pasaban de él, lo ignoraban. Exactamente igual que los otros cobardes. Nadie se atrevía a ser amigo suyo, por miedo a ser víctimas ellos mismos de la banda de los odiosos.


Johan colgó el auricular después de hablar con su confidente en Nynäshamn. ¿Cómo podía el tío enterarse de todo tan rápido? Se preguntaba con quién tendría tan buenos contactos su confidente. Recogió a toda prisa su bloc, el móvil y los bolígrafos, y salió a la carrera de la habitación. Se había cometido otro asesinato más. Tres en menos de tres semanas. Era aterrador, increíble. Los redactores en Estocolmo querían que fuera directamente a la casa de När y que informara desde allí, por teléfono, en directo, para los informativos Aktuellt y Rapport. Tendría que tratar de conseguir el mayor número posible de datos antes de las emisiones. Según su fuente, todo era como en los dos asesinatos anteriores: una treintañera asesinada a hachazos y con las bragas metidas en la boca.


Llamó a Knutas mientras esperaba que Peter pasara por el hotel a recogerlo. El fotógrafo había salido a probar uno de los muchos campos de golf que había en Gotland y lo interrumpió en mitad del recorrido. El comisario no contestaba. Karin Jacobsson, tampoco. El oficial de guardia, nada; lo remitió al jefe de la investigación, es decir, a Knutas. Mierda. El oficial de guardia sólo estaba autorizado a decirle que había ocurrido algo en una casa en När. Pero se negaba a precisar qué. La policía estaba ya en el lugar y tenía que poder trabajar con tranquilidad. Johan, impaciente, encendió un cigarrillo, mientras miraba a la calle. Cuánto tardaba Peter…

Un reportero de la redacción central llegaría a bordo del próximo avión. Los días siguientes, él cubriría la noticia para los informativos nacionales de la cadena pública de Televisión Sueca, mientras que Johan seguiría trabajando para la programación regional. De esa manera, razonaban los jefes, podrían ofrecer distintos puntos de vista sobre las novedades que se produjeran en torno al caso. Los reporteros de los informativos nacionales sólo aparecían cuando la noticia era candente. Como ahora, cuando, de manera tan incomprensible como inesperada, se había producido el tercer asesinato. En condiciones normales, Johan se habría sentido ofendido si a los de noticiarios nacionales no les hubieran parecido bastante buenos sus reportajes para sus programas. Pero en aquellos momentos se alegraba. Si trabajaba para todos los informativos, se quedaba sin tiempo para ver a Emma.


– Ven, Anders, date prisa.

Karin parecía alterada. La siguió hasta el patio. Al lado de unos arbustos, un poco más allá, vio a Sohlman y Kihlgárd inclinados sobre algo. Corrió hacia ellos.

Sohlman recogía un objeto del suelo con unas tenacillas. Era alargado y de plástico. Lo observó de uno y otro lado. El sudor le corría por la espalda.

– ¿Qué demonios es eso? -gruñó Kihlgárd.

– Un inhalador para asmáticos.

– ¿Tenía asma Gunilla Olsson? -preguntó Knutas.

Sus colegas se encogieron de hombros.

Se apresuró a entrar en la casa de nuevo. Cecilia Ángström y la policía uniformada estaban a punto de salir.

– ¿Sabes si Gunilla padecía asma?

– No, no lo creo -respondió Cecilia Ángström dubitativa-. No -añadió después, más segura-. No podía ser asmática. Estuvimos en una fiesta hace unas semanas en casa de unos amigos que tenían un perro y un gato. Gunilla no dijo nada acerca de que eso le supusiera ninguna molestia.

– Y tú, ¿padeces asma?

– No.

Knutas regresó donde estaban sus colegas, vueltos hacia él en actitud expectante.

– Sí -anunció-. Parece que sabemos algo nuevo acerca de nuestro asesino. Es asmático.


Johan no sabía mucho de När, aparte de que era el lugar de procedencia del grupo musical Ainbusk Singers. Tratando de dar con la casa de Gunilla Olsson, Peter y él acabaron en la carretera que conducía al puerto de Närhamn, constantemente azotado por los vientos. El pequeño pueblo pesquero recordaba Noruega o Islandia. Un muelle que penetraba directamente en el mar. En él, una hilera de barracas con las casetas de los pescadores. Redes de arrastre, cajas de pescado de porexpan blanco y montones de redes. Los barcos que no habían salido a faenar se mecían amarrados al muelle. Divisaron a lo lejos a un par de turistas que pedaleaban con fuerza en sus bicicletas en dirección al faro de Närsholmen. Las olas se sucedían a un ritmo que parecía preestablecido. Johan bajó la ventanilla del coche. El olor a algas le evocó recuerdos. Sintió deseos de ir derecho hasta la punta del muelle y dejar que el viento lo llenara de energía. La idea de Emma le rondaba y hacía presa en su corazón, su cabeza, su sexo y su estómago. Pero ahora era otro tipo de realidad la que requería su atención. Peter dio la vuelta.

– Hay que joderse, nos hemos equivocado.

Después de confundirse un par de veces más, por fin llegaron a la casa. Si en el puerto el aire era violento, fuera de la casa de la mujer asesinada no se movía ni una hoja. La policía había acordonado una zona amplia y algunos curiosos, tras interrumpir su celebración, se concentraban al lado del cordón policial.

Desde el pueblo llegaban las notas suaves de un acordeón. Los festejos del solsticio de verano estaban en su punto culminante, a escasa distancia del lugar del crimen.

Después de mucho preguntar, Johan averiguó que Knutas había abandonado la casa hacía sólo un cuarto de hora, al igual que Karin Jacobsson.

De los policías de Visby, eran los únicos con quienes tenía buena relación.

Llamó a Knutas. Le confirmó que una mujer de treinta y cinco años había sido asesinada en su casa. La hora exacta a la que se cometió el crimen no se sabía con precisión. El policía no quiso revelarle ningún detalle sobre cómo la habían asesinado.

Knutas sabía que los periodistas se informarían de la identidad de la víctima, y pidió a Johan que no la hicieran pública, ni reprodujesen imágenes de ella. La policía aún no había conseguido ponerse en contacto con los familiares.


Johan tuvo tiempo de hablar con un chaval del montón de gente que se había reunido fuera del cordón policial antes de la hora de emisión.

Se trataba de una chica que vivía allí sola. Tendría unos treinta años, pudo saber. Se dedicaba a la cerámica.

Faltaban unos minutos para las seis cuando llamó a la redacción de Aktuellt en Estocolmo. Lo pusieron en conexión con el estudio y contó en directo a los espectadores lo que sabía.

Cuando finalizó la conexión, se dijo que debía tratar de buscar material para la siguiente emisión. Habían prometido que habría una rueda de prensa en las dependencias de la policía a las 21.00 horas.

Para entonces ya habría llegado el reportero de noticias nacionales y podrían colaborar. Magnífico.


Peter iba dando vueltas y filmando fuera de la zona acordonada. La policía no soltaba prenda. Johan decidió entonces hablar con la gente que se encontraba en el caminito de guijarros que había fuera de la casa. Algunos habían llegado allí en bicicleta, un par de jóvenes en una motocicleta y se veía algún que otro coche aparcado en el camino. La mayoría eran vecinos que habían visto los coches de la policía alrededor de la casa.

Johan se acercó a una mujer de mediana edad, de formas redondeadas, vestida con unos pantalones cortos y una camiseta de tenis. Llevaba un perro y estaba sola, algo apartada del resto de curiosos.

Se presentó.

– ¿Conocías a la mujer que vivía aquí? -le preguntó.

– No -contestó la mujer-. Personalmente, no. He oído que ha sido asesinada. ¿Es verdad? ¿Es el mismo tipo que ha asesinado a las otras mujeres? -La mujer siguió hablando sin esperar respuesta-. Esto es de locos, es como en las películas. No me puedo creer que sea cierto.

– ¿Cómo se llamaba?

– Gunilla Olsson.

– ¿Tenía familia?

– No, vivía sola. Era ceramista. Trabajaba en el taller, ahí al lado.

La señora le mostró una construcción baja con grandes ventanas dentro de la zona acordonada.

– ¿Cuántos años tenía?

– Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco.

– ¿Vives por aquí cerca?

– Sí, vivo más allá, siguiendo el camino.

– ¿Había buena relación?

– Bueno, yo conocí a su madre cuando vivía, porque íbamos al mismo grupo de costura, pero con la hija no tenía mucho trato. Nos saludábamos cuando nos veíamos, pero parecía que no quería hablar. Se mantenía bastante alejada. Se mudó aquí hace relativamente poco. Puede hacer como medio año. Vivió en el extranjero mucho tiempo. Muy lejos, en Hawai. Sus padres vivían en Ljugarn, así que ella se crió allí. Murieron hace varios años, en un accidente de coche, cuando Gunilla estaba en el extranjero. Y figúrate, ¡ni siquiera vino al entierro! Habían perdido el contacto casi del todo, cuando ella se hizo adulta. No quería llevar el apellido de ellos. En cuanto fue mayor de edad, se cambió el apellido por el de Olsson, aunque sus padres se apellidaban Broström. Sé que su madre lo pasó mal entonces. Tiene también un hermano, que vive en la Península. Me parece que ha mantenido el apellido Broström. Creo que fue la chica quien les dio más problemas a los padres.

– ¿Qué tipo de problemas?

– Faltaba mucho a la escuela, se vestía de forma extraña y cada vez que te la encontrabas llevaba un color de pelo diferente. El padre era pastor protestante. Supongo que debió de ser especialmente duro para él. Gunilla era, cómo diría yo…, rebelde, eso es. Entonces, cuando era joven, quiero decir. Luego se fue a Estocolmo y asistió a la Escuela de Arte, y luego sólo sé que se largó al extranjero.

Johan se quedó atónito con su interlocutora, que parecía una agencia de información. Peter se había unido a ellos, con la cámara en marcha mientras la otra hablaba.

– El caso es que presentó un par de exposiciones la primavera pasada -prosiguió la mujer-. Y creo que le fue bastante bien. Bueno, la verdad es que hacía cosas muy bonitas.

La locuaz señora acarició al perro, que empezaba a impacientarse.

– ¡Uf!, esto es espantoso. Ya no se va a atrever una ni a salir de casa. Yo estuve en una de sus exposiciones e intenté hablar un poco con ella, pero no lo conseguí. Apenas me contestó.

– ¿Sabes si tenía alguna relación?

– No. Bueno, ahora que lo dices, últimamente he visto por aquí a un tipo al que no conozco. Salgo mucho de paseo con el perro y lo he visto varias veces.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

– La primera vez hace ya unas semanas. Pasaba por aquí una tarde, y vi que salía de la casa.

– ¿Hablaste con él?

– No. Creo que no me vio.

– ¿Puedes describirlo?

– Era alto y de pelo muy rubio.

– ¿Qué edad tenía?

– Era bastante joven. Unos treinta, quizá. Luego, he visto a un hombre un par de veces, y estoy casi segura de que era el mismo.

– ¿Cuándo?

– Volví a ver a ese hombre una semana después de la primera vez. Venía andando desde la casa de ella y bajaba por el camino hacia la parada del autobús. Parecía que tenía prisa, porque caminaba con rapidez. Me lo encontré en el camino y me fijé bien en él. Parecía elegante, bien vestido. Desde luego, no se trataba de ningún desastrado.

– ¿Y dices que tenía unos treinta años?

– Sí, más o menos. No lo sé con seguridad.

Johan sintió que se le aceleraba el pulso. Era posible que aquella mujer hubiera visto al asesino.

– ¿Sabes si tenía coche?

– Sí, un coche desconocido ha aparcado aquí un par de veces. Un Saab, bastante viejo. No sé de qué modelo, pero me pareció que tenía más de diez años.


Johan terminó la entrevista y volvió al coche para dirigirse a la comisaría, donde tendría lugar la rueda de prensa. Allí se encontró con el reportero de las noticias nacionales, Robert Wiklander, que ya había llegado. Aktuellt iba a emitir en directo. En Gotland no había ningún equipo móvil con el equipo técnico necesario para emitir en directo, pero ya había salido uno desde Estocolmo, que llegaría a tiempo para la emisión de las nueve. Lo cual significaba que Johan y Peter se podían ir a los locales de la antigua redacción a editar su material para las últimas emisiones de la noche.

Después estarían libres, Noticias Regionales no se emitía en los días festivos. Robert y su fotógrafo se encargarían de cubrir la información el resto de la tarde. A Johan le prometieron darle libre el día que se celebraba el solsticio de verano. Robert ya había trabajado antes en Gotland y conocía las condiciones. Prometió no llamar a Johan al día siguiente, salvo que fuera absolutamente necesario.


Mamá, ven. Está oscuro. Mamá, ayúdame. La almohada está negra. Lloraba con la boca apretada contra la suave almohada. Repetía las mismas palabras una y otra vez. Lloraba a lágrima viva. Cerraba los ojos con tanta fuerza que veía figuras macabras retorciéndose en medio de la negrura. Detrás de sus párpados se movían gusanos claros, serpientes de cabezas enormes y monstruos que se agitaban por todas partes. Estaba tumbado de lado, con las rodillas dobladas y abrazado a la almohada. Le dolía el estómago como si tuviera dentro de él un balón duro como una piedra. Se mecía de un lado a otro. El almohadón estaba mojado de lágrimas y de mocos.

Eran las cuatro de la tarde. Su hermana estaba en la cuadra y sus padres no volverían a casa hasta las seis.

El día le había ido mal de verdad. Lo pillaron en el camino desde la escuela hasta su casa. Había sido demasiado confiado. Hacía tanto tiempo que casi había olvidado cómo era. Un cosquilleo en la boca del estómago, mezclado con una pizca de esperanza de que tal vez su situación estuviera cambiando. Le habían dejado en paz, no se habían metido con él en todo el día y, en el recreo, un chico de otra clase incluso habló con él. Habían quedado en que cambiarían cromos de hockey al día siguiente. Cuando cruzó corriendo el patio, después de haberse dado prisa, como siempre, tras la última clase, los odiosos ya estaban allí.

Le cerraron el paso. Intentó escapar. Eran más rápidos. Lo agarraron y lo arrastraron escaleras abajo fuera del gimnasio. Entre la entrada del gimnasio y el hueco de la escalera había un cuartucho que no se utilizaba, y allí lo metieron. El pánico lo sumió en las tinieblas. Unas manos fuertes, secas e implacables le tapaban la boca. Notó el sabor salado de sus propias lágrimas que resbalaban entre aquellos dedos y llegaban a su boca. Dos de ellos le sujetaban los brazos y le tapaban la boca, mientras los otros lo empujaban. Le pellizcaron por todo el cuerpo, le arañaron y mordieron. La cosa se ponía cada vez más fea. Cuando uno de ellos empezó a desabrocharle los pantalones, pensó que iba a morir. Lo agarraron unos brazos fuertes y le obligaron a ponerse a cuatro patas.

Le golpearon en el culo con una cuerda de saltar a la comba. Azotes fuertes y decididos. Se turnaban, de uno en uno. Todos querían darle. Cerró los ojos y trató de pensar en otra cosa. El sol, el mar, los helados italianos. Los días de pesca con el abuelo. Los maltratadores seguían incansables, mientras le escupían insultos. Voces llenas de desprecio. Asqueroso, gordinflón, bola de grasa, cerdo…

Al cabo de un rato no podía respirar. La presión sobre la boca era tan fuerte que le faltaba el aire. Gritaba sin que se le oyera. Aquel grito se le iba a quedar dentro del cuerpo para el resto de su vida.

Sintió algo caliente que le resbalaba por los muslos.

– Joder, qué guarro, se ha meado -oyó que decía uno.

– Nos largamos -decidió otro.

Lo soltaron y desaparecieron del hueco de la escalera. Se derrumbó sobre el suelo de cemento. No sabía cuánto tiempo había permanecido allí. Al fin consiguió ponerse de pie, recoger su ropa y salir. Ya en casa, subió a su habitación. Cerró la puerta. Lloró y gritó alternativamente. Se metió en cama. Le escocía el culo y había empezado a sangrar. Nunca le pegaban en la cara. Suponía que era porque no querían que se notara. En medio de su desesperación, se avergonzaba. Debía de ser un engendro para que lo sometieran a todo aquello. No se atrevía a contárselo a nadie.

¡Mamá! -gritaba contra la almohada-. ¡Mamá!

Al mismo tiempo era consciente de que, cuando ella volviera a casa, él se comportaría como siempre. Para entonces ya se habría secado las lágrimas y lavado la cara. Además de beber varios vasos de agua para tranquilizarse. Como en tantas otras ocasiones anteriores, su madre no notaría nada. La odiaba por ello.


Para la conferencia de prensa, la policía local había elegido la sala más grande de que disponían en las dependencias. La sala estaba abarrotada. Ahora, hasta la prensa de los otros países escandinavos se interesaba por el caso del misterioso asesino que tenía en jaque a la policía sueca.


El jefe de la investigación pidió a la prensa que no desvelara la identidad de la víctima. No todos los familiares estaban informados. La policía no había conseguido ponerse en contacto con el hermano, que se encontraba fuera navegando por la costa oeste.

No revelaron nada acerca del inhalador.

Knutas no se había sentido nunca tan agobiado. Estaba muerto de cansancio. Cabreado por haberse quedado sin celebración. Cabreado porque se hubiera producido un nuevo asesinato. Cabreado porque no habían avanzado nada en la investigación. Varias veces tuvo que pedir ayuda a sus compañeros, para que respondieran a las preguntas de los periodistas. Sobre todo, a Karin Jacobsson, pero también a Martin Kihlgárd, quien demostró ser firme como una roca en aquellas situaciones. El comisario se sentía obligado a defender el enorme trabajo que había hecho la policía, a pesar de su absoluto fracaso a la hora de detener al asesino. Las palabras sonaban huecas, incluso en sus oídos. La imagen de Gunilla Olsson muerta se le había quedado grabada en la retina y allí la tuvo fija durante toda la rueda de prensa.

El grupo de periodistas allí reunido hizo todo lo posible por pulverizar los argumentos policiales y criticar el trabajo hecho. Knutas se preguntaba a veces cómo podían soportar los periodistas su profesión; esa actitud siempre crítica; esa búsqueda constante de enfrentamiento; ese concentrarse siempre en lo negativo. ¿Cómo podían soportarse ellos mismos? ¿De qué hablaban durante la comida en sus casas? ¿De la guerra en Oriente Medio? ¿De la situación en Irlanda del Norte? ¿De la unión monetaria? ¿De la política tributaria de Persson?

De repente, sintió un enorme cansancio. Las preguntas zumbaban en el aire como avispones irritados. Perdió la concentración. Se bebió un vaso de agua y logró tranquilizarse.

Por último, los reporteros le solicitaron entrevistas individuales.

Al cabo de dos horas, por fin, había acabado todo. Les dijo a sus colegas que no quería ser molestado y se encerró en su despacho. Cuando se sentó ante su escritorio se sentía casi al borde del llanto. Dios Santo, una persona adulta. Estaba muerto de cansancio y hambriento y se dio cuenta de que sólo había comido un bocadillo entre el desayuno y la comida, interrumpida de aquella forma tan brutal. No era de extrañar que le doliera el estómago de hambre. Telefoneó a su mujer a la casa de veraneo en Lickershamn.

– Ven a casa, cariño. Ya hace un buen rato que se han ido los invitados. La fiesta se nos aguó un poco. Ha sobrado mucha comida. Te prepararé un buen plato de fiesta, y hay cerveza fría. ¿Qué te parece? Vente ya.

La voz suave de su mujer le hacía sentirse pequeño.


Johan respetó el ruego de la policía de no hacer públicos el nombre ni la fotografía de la mujer asesinada, Gunilla Olsson. Ni siquiera expuso que era ceramista. Cuando terminaron su trabajo, Johan y Peter decidieron salir a dar una vuelta, pese a que ya eran más de las doce y estaban rendidos.

Después de todo, era la noche del solsticio de verano, como señaló Peter.

Johan estaba de acuerdo: Había estado varios días llamando a Emma y enviándole SMS, sin recibir respuesta. Seguro que estaba fuera, en alguna pradera estival celebrando la fiesta del verano con la familia al completo. No valía la pena insistir y echarla de menos. Aquello no podía funcionar de ninguna manera. La ausencia le dolía y sólo se podía curar con alcohol. Quería olvidar a Emma, los asesinatos, a su madre deprimida… Sí, al carajo con todo.

Se dirigieron a un bar de la parte baja, en el puerto. Allí la gente estaba de fiesta, sin tener ni idea del último asesinato, o al menos eso parecía. «La mayor parte de la gente tiene cosas mejores que hacer la noche de midsommarafton que ver las noticias», pensó Johan. Por el momento, eran felizmente ignorantes.

Pidieron una cerveza cada uno.

– ¿Qué tal con Emma? -preguntó Peter.

– Ah, creo que no hay nada que hacer. No funcionará nunca.

– ¿Y tú estás colgado?

– Demasiado, probablemente. No lo sé. Nos hemos visto muy poco, pero no he conocido a nadie como ella. Es increíble -explicó, y sonrió burlón.

– ¿Qué vas a hacer?

– No sé; lo único sensato que puedo hacer es mandarla al cuerno, sencillamente. Pero no tengo ganas de hablar ahora de esto. Hoy ya hemos tenido más que suficiente.

– Vale. Feliz fiesta -brindó Peter y trasegó de un trago la cerveza que le quedaba.

Un par de chicas jóvenes, con tops muy ceñidos, la tripa al aire y el cabello largo, se abrían paso a codazos, sonriéndoles para intentar llegar a la barra. Labios pintados y ojos chispeantes. Peter aprovechó la ocasión al vuelo.

– Hola, chicas, ¿qué queréis?

Ellas cruzaron una mirada de complicidad. Observaron a Johan y a Peter, coqueteando con sus pestañas espesas y rizadas.

– Una copa de vino, gracias -respondieron a coro.

Para Peter la noche resultó más divertida de lo que había imaginado. Johan se esforzó por meterse en el ambiente festivo, sin conseguirlo. Bebió una barbaridad. Cuando el día despuntaba, estaba inclinado sobre el inodoro de su habitación vomitando a chorro.

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