MIÉRCOLES 20 DE JUNIO

Johan estaba en la habitación, tumbado en la cama, y miraba fijamente al techo. Acababa de mantener una larga conversación con su madre. Ésta había consistido en gran medida en los lloros de ella, que le contaba lo difícil que era todo, mientras él hacía lo posible por consolarla.

Además de la pena y el vacío tras el fallecimiento de su marido, su madre había empezado a tomar conciencia de otras consecuencias de su muerte. Las puramente prácticas. Cuando se fundía un fusible o el desagüe se atascaba, no sabía qué hacer. La economía era ahora más precaria, ya no se podía permitir, de modo alguno, las mismas cosas que antes, sino que debía planificar para que le cuadrasen las cuentas. Las visitas de consuelo de familiares y amigos en los primeros días, tras lo de su marido, se habían ido espaciando con el tiempo hasta desaparecer casi del todo. Los conocidos que vivían en pareja, ya no la invitaban tan a menudo como antes. Bueno, en realidad, apenas la invitaban. Le apenaba, pero no sabía de qué manera podría ayudarla a organizar su vida. Era frustrante. Él sólo quería que su madre estuviese bien. Aún no había tenido tiempo siquiera de enfrentarse a su propio dolor tras la muerte de su padre. El tiempo inmediato después estuvo absorbido por todas las cuestiones prácticas: entierro, inventario de bienes, todo el papeleo que había que hacer. Su madre se mostró apática, y como era el hijo mayor, sus hermanos se dirigían a él en busca de consuelo. Cada uno a su manera. Estuvo totalmente dedicado a cuidar de los demás, luego el trabajo le tuvo muy ocupado, y no se había tomado el tiempo necesario para su propio duelo.

Quiso mucho a su padre, con quien podía h;ihlar de todo. Le habría necesitado ahora, cuando se sentía tan confuso, para hablar de Emma. Los remordimientos lo consumían. ¿Quién era él en realidad? ¿Estaba tan frustrado que no era capaz de encontrar a alguien que estuviese libre, disponible? ¿Qué derecho tenía a inmiscuirse en la vida de Emma? Ninguno en absoluto. Allí existía un hombre que vivía con Emma, que compartía el día a día con ella. Un hombre, de su misma edad, que cuidaba de su familia. ¿Qué habría hecho él mismo si alguien hubiera seducido a su esposa y madre de sus hijos? Matarlo, casi seguro. O, al menos, dejarlo malherido. Con secuelas de por vida.

Se levantó y encendió un cigarrillo, mientras paseaba de un lado a otro de la habitación. «Piensa si Emma, en el fondo, tiene una buena relación familiar, ¿y si ella y su marido sólo están pasando una mala racha? No sería de extrañar después de todo lo que ha ocurrido.»

Abrió el minibar y sacó una cerveza. Aquellos pensamientos lo atormentaban a toda hora.

Ahora bien, ¿y si Emma, realmente, no se sentía a gusto en su matrimonio? ¿Y si estuviera metida en una relación que estaba muerta? Muerta y bien muerta, ¿de modo que nunca pudiera llegar a ser feliz con su marido? Quizá los niños sufriesen las consecuencias de que sus padres estuvieran continuamente peleándose. Malas caras e irritación. Voces furiosas. Broncas por menudencias. Ambiente tenso en torno a la mesa. ¿Qué sabía él de su situación? Emma no le había explicado nada. ¡Si ni siquiera se conocían! Sólo se habían visto unas pocas veces. ¿Por qué le absorbía ella el pensamiento de aquella manera? Se asustaba de sí mismo.

La inquietud le agitaba. Necesitaba aire. Se abrochó los cordones de las deportivas y salió. En la calle, la gente, ya con ropa de verano, daba vueltas de un lado a otro y comía helados, como si no hubiera preocupaciones en el mundo. Se encaminó hacia el puerto dando un paseo. Pasó al lado de los barcos, cada día más numerosos. Se sentó al borde del muelle y contempló el mar, brillante bajo el sol. Aspiró profundamente la brisa fresca del mar. Qué bien le hacía la proximidad del mar.

En el fondo, ¿qué sentido tenía su vida? No hacía más que trabajar. Los días eran muy parecidos unos a otros. Entregaba reportaje tras reportaje. Una confiscación de drogas por aquí, un asesinato por allá, robos y malos tratos por acullá. Y así año tras año. Vivía en su pequeño apartamento, veía a sus amigos, salía de marcha los fines de semana.

Por primera vez había encontrado a una mujer que lo hacía vibrar de verdad. Que se deslizaba por debajo de su piel. Que le hacía pensar. Las gaviotas chillaban. Vio entrar en puerto un barco procedente de la Península. Más turistas alegres de camino a la maravillosa isla de Gotland. ¿Por qué no se trasladaba a vivir aquí, sin más? Podría empezar a trabajar en el diario Gotlands Allehanda o en el Gotlands Tidningar. Siempre quiso escribir, pero no había tenido oportunidad. Aquí podría informar acerca de otras cosas. Estar en contacto con la gente.

«Fíjate en todo lo que se ahorran quienes viven en Gotland y en lo que tienen que soportar los residentes en Estocolmo: el tráfico, las colas, el estrés, el metro… Todo tiene que ir a toda pastilla.» Sin ir más lejos, la última vez que estuvo en casa después del primer viaje a la isla, percibió la diferencia con toda claridad. Desde el mismo momento en que se bajó del barco en el puerto de Nynäshamn, aceleró el paso sin darse cuenta. Se sentía molesto en los comercios en cuanto tenía que esperar un poco. El estrés formaba parte de las grandes ciudades. Las personas no se miraban de la misma manera que en Gotland, donde había tiempo para charlar y para mirar a los demás. La vida era más pausada y más agradable. Más reposada. Además, siempre le había gustado mucho Gotland, con su maravillosa naturaleza y el mar cerca. Y estaba Emma. Sería capaz de mudarse por ella. ¿Querría Emma? No lo sabía. Tendría que esperar a ver lo que pasaba. Sobre todo, tenían que verse más.

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