MARTES 5 DE JUNIO

Cuando Helena abrió los ojos al día siguiente a las seis y media de la mañana, sintió como si la cabeza le fuese a estallar. Se despertaba siempre muy temprano, cuando tenía resaca. Estaba tumbada de espaldas cuan larga era, con los brazos rígidos a lo largo del cuerpo, en posición de firmes. Como si durante la noche hubiese evitado moverse por miedo a rozar a Per, que estaba sólo a un decímetro de ella en la cama. Lo miró. Dormía tranquilo, completamente envuelto en su edredón. Sólo sobresalía su cabello negro y rizado.

La casa estaba en silencio, salvo por los suaves ronquidos de Spencer, que dormía en el suelo. El perro aún no había notado que Helena se había despertado. Tenía el cuerpo tenso y se sentía mal. Se quedó mirando fijamente el techo blanco y pasaron unos segundos antes de que recordara lo que había ocurrido la noche anterior.

«No -pensó-, no, no, no. Otra vez, no.» Per ya le había montado algún escándalo con sus celos muchas veces, aunque mejoró durante el último año, eso tenía que reconocerlo. Y ahora, este revés. Como un fiasco. El dolor se adueñó de ella cuando comprendió la magnitud de lo que había pasado. No sólo entre ella y Per, sino también con los amigos. La fiesta. Había empezado tan bien…

Después de la cena estuvieron bailando. Cierto que Kristian había deslizado la mano más abajo de lo conveniente cuando sus cuerpos se abrazaron en una canción lenta. Pensó en retirarle la mano, pero estaba demasiado bebida para molestarse en ello.

Sin previo aviso, fue sacada de la modorra. Per la agarró con fuerza del brazo y se la llevó bruscamente hasta el porche. Se quedó tan sorprendida que no acertó a reaccionar. Allí fuera, le gritó un montón de acusaciones, y ella se enfadó. Le gritó. Sapos y culebras.

Per la zarandeaba, ella le pegaba, le arañó y le mordió. Todo terminó cuando él le dio una sonora bofetada. Helena corrió hacia el baño.

Se quedó de pie delante del espejo conmocionada, mirándose fijamente la cara, paralizada en una mueca silenciosa. Se cubría la boca entreabierta con una mano, las yemas de los dedos le temblaban sobre la hinchazón del labio superior. Per no le había pegado nunca antes.

Oía a los demás hablar al otro lado de la puerta. Voces contenidas, a la vez que indignadas. Escuchó cómo calmaban y se llevaban Per, tranquilizaban a Kristian, llamaban pidiendo taxis.

Emma y Olle se quedaron. No se fueron hasta que Per se quedó dormido y Helena iba camino de ello.

A pesar de todo, durmieron en la misma cama.

Ahora, Per estaba allí, dormido a su lado, y ella no podía comprender aquella locura. Pensaba en cómo iba a transcurrir el día. ¿Cómo iban a arreglar aquello? Una bronca por celos, una pelea en toda regla… Se comportaron como crios inmaduros, que no eran capaces de beber un poco de vino y divertirse con unos amigos. Eran unos mierdas, unos absolutos inútiles. La vergüenza le oprimía el estómago como una piedra. Se levantó con sigilo de la cama, temerosa de que Per se fuera a despertar. Se deslizó hasta el cuarto de baño, vació la vejiga y contempló su cara pálida en el espejo. Buscaba signos visibles del maltrato de la noche anterior, pero no se notaba nada. La hinchazón ya había desaparecido. «Tal vez el golpe no fue tan fuerte en realidad», pensó. Como si eso fuera algún consuelo. Fue hasta la cocina y bebió medio vaso de coca-cola. Volvió al baño y se cepilló los dientes.

Sintió la frescura de las baldosas bajo sus pies descalzos mientras se movía entre las habitaciones. Spencer la acompañaba como una sombra. Se vistió y, para alegría incontrolable del perro, fue hacia la entrada y se calzó las zapatillas deportivas.

El aire de la mañana, frío y liberador, la golpeó al abrir la puerta.


Tomó el camino que bajaba hacia el mar. Spencer saltaba a su lado con el rabo tieso y correteaba por la hierba que crecía al lado del camino de guijarros, meando por todas partes. A intervalos regulares, el animal se volvía y la miraba. El labrador, de un negro brillante, era un buen perro guardián y asiduo acompañante de Helena. Helena respiraba profundamente y el frío de la mañana le hacía llorar los ojos.

En cuanto pisó la arena de la playa, se vio envuelta en una niebla gris. Flotaba a su alrededor como una alfombra de algodón de azúcar. El perro desapareció pronto en el silencio, en la suavidad. No se veía ningún horizonte. Lo poco que se podía entrever del agua era de un color gris plomizo y casi del todo en calma. La playa estaba sorprendentemente silenciosa. Sólo una gaviota solitaria graznaba sobre el mar, a lo lejos. Aunque la visibilidad era mala, decidió caminar por la playa hasta llegar al otro extremo y dar la vuelta. «Si sigo la línea del agua no habrá ningún problema», pensó.

La jaqueca empezó a remitir y trató de ordenar sus pensa-mientos.

La primavera había sido agotadora y muy movida, tanto para ella como para Per, y necesitaban salir y tener un poco de tiempo para ellos solos.

Tras el fracaso de la tarde anterior, no sabía qué pensar.

Creía, pese a todo, que era con Per con quien quería vivir. Estaba segura de que la quería. Ella iba a cumplir los treinta y cinco el mes siguiente y sabía que Per estaba esperando una respuesta. Una decisión. Llevaba mucho tiempo deseando que fijaran la fecha de la boda, que dejara la pildora y tuvieran un hijo. Las veces que habían hecho el amor últimamente solía decirle que deseaba haberla dejado embarazada. Se sentía incómoda cada vez que lo decía.

Al mismo tiempo, nunca se había sentido tan segura en una relación, tan querida. Tal vez una no podía desear mucho más, tal vez había llegado el momento de decidirse. Antes de conocer a Per no le había ido muy bien en sus relaciones amorosas. Nunca había estado enamorada de verdad y tampoco sabía si ahora lo estaba. A lo mejor no era capaz de enamorarse.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos porque el perro lanzó un ladrido. Sonó como un ladrido de caza. Como si hubiera descubierto el rastro de un gazapo, uno de los conejillos que tanto abundaban en Gotland.

¡Spencer! ¡Ven aquí! -ordenó.

Acudió obediente, corriendo, con el hocico en el suelo. Ella se puso en cuclillas y lo acarició. Intentó ver algo por encima del mar, pero apenas podía distinguirlo ya. En los días despejados se veían desde allí las siluetas de los acantilados de las islas Stora y Lilla Karlsö. Era difícil imaginárselos ahora.

Tembló de frío. Cierto que las primaveras eran frías en Gotland, pero que siguiera haciendo tanto frío ya en junio no era normal. El aire húmedo y helado penetraba a través de las capas de ropa. Llevaba camiseta, sudadera y chaqueta, pero no era suficiente. Se levantó y se apretó con fuerza la chaqueta al cuerpo. Se dio la vuelta y empezó a desandar el camino por el que había ido. «Espero que Per ya se haya despertado y podamos hablar», pensó.

Se sentía mejor después del paseo. Dentro de ella empezaba a abrirse paso la sensación de que aún no estaba todo perdido. Podría llamar hoy a los amigos, pronto todo se habría olvidado y podrían continuar de nuevo como de costumbre. El ataque de celos de Per había pasado. Y la verdad es que fue ella la que empezó a arañarle y pegarle.

Cuando llegó de vuelta hasta el extremo de la playa, la niebla era aún más espesa. Blanco, blanco, blanco. Volviese hacia donde volviese. Reparó en que llevaba un rato sin ver a Spencer. Lo único que podía distinguir con nitidez eran sus zapatillas deportivas medio hundidas en la arena. Lo llamó varias veces. Esperó. No llegó. Era extraño.

Dio unos pasos hacia atrás y se esforzó por ver en medio de la niebla.

¡Spencer! ¡Ven aquí!

No hubo respuesta. Maldito perro… No solía comportarse así.

Algo no iba bien. Se detuvo y escuchó. Todo lo que oyó fue el chapoteo de las olas. Un estremecimiento de desagrado le recorrió la espalda.

De pronto se rompió el silencio. Un ladrido corto, seguido de un gruñido que se extinguió. Era Spencer.

¿Qué estaba ocurriendo?

Permaneció inmóvil tratando de contener el miedo que crecía en su pecho. Estaba cercada por la niebla. Era como encontrarse en medio de un vacío silencioso. Gritó en la niebla.

– ¡Spencer, aquí!

Entonces adivinó un movimiento detrás de ella y presintió que alguien se encontraba muy cerca. Se volvió.

– ¿Hay alguien ahí? -preguntó en voz baja.


Dentro de la redacción regional de informativos, en el gran edificio de la televisión pública, reinaba un ambiente distendido. La reunión de la mañana había terminado.

Por todas partes había reporteros sentados con su taza de café al lado. Alguno con el auricular en la oreja, otro mirando fijamente la pantalla de su ordenador, un par de ellos con las cabezas juntas hablando en voz baja. Algún que otro fotógrafo hojeaba sin interés los periódicos de la tarde anterior, convertidos ahora en periódicos de la mañana.

Por todas partes papeles apilados, periódicos esparcidos alrededor, tazas de café a medio beber, teléfonos, ordenadores, faxes, archivadores y carpetas.

En la mesa central, punto neurálgico de la redacción, a aquella hora temprana de la mañana sólo se encontraba el redactor jefe, Max Grenfors.

«La gente aquí no se da cuenta de lo bien que lo tienen -pensaba, mientras tecleaba el orden de emisión del día en el ordenador-. Uno debería poder contar con algo más de entusiasmo y de energía después del puente, en lugar de esta desgana. Los reporteros no sólo no han aportado ideas en la reunión de la mañana de este martes triste, sino que, además, se han quejado del trabajo que tienen que hacer.»

Max Grenfors acababa de superar los cincuenta, pero hacía lo que podía. Se teñía con regularidad el cabello, ahora canoso, en una de las mejores peluquerías de la ciudad. Se mantenía en forma con largas y solitarias sesiones en el gimnasio de la empresa. Para el almuerzo, prefería tomar requesón y yogur sentado ante el ordenador, en vez de platos grasientos en el bullicioso comedor del edifició junto a sus compañeros, igual de bulliciosos. Max Grenfors opinaba que a la mayoría de los reporteros les faltaba el entusiasmo y el espíritu emprendedor que él mismo tuvo como reportero, antes de llegar al sillón de redactor.

Como jefe de redacción tenía que decidir el contenido de las emisiones, los reportajes que debían hacerse y su duración. Se entrometía de buena gana en cómo se debían elaborar los reportajes, lo cual provocaba con frecuencia la irritación de los reporteros. Pero eso no le preocupaba, con tal de decir la última palabra.

Puede que fuera el largo y frío invierno, seguido de aquella primavera húmeda y ventosa con un frío que parecía no querer terminar nunca, lo que hacía que el cansancio cayera como una manta mohosa sobre la redacción. El añorado calor del verano parecía aún lejano.

Redactó los titulares de los reportajes que se iban a emitir y los dispuso en el orden de emisión. El trabajo más destacado del día trataba de la catastrófica situación económica que atravesaba el Hospital Universitario de Uppsala, luego la huelga en la cárcel de Österáker, a continuación el tiroteo de la noche anterior en Södertälje y lo de la gata Elsa a la que dos chicos de doce años habían salvado de una muerte segura en un contenedor de basuras, en Alby. «Un toque verdaderamente humano -pensó satisfecho, olvidando por un momento su descontento-. Con niños como héroes y animales, algo que siempre gusta al público.»

Por el rabillo del ojo advirtió que el presentador del programa acababa de entrar en la redacción. Era la hora de hacer un repaso y de mantener la habitual discusión acerca de qué invitado había que traer al estudio por la tarde. Una discusión que podía acabar en disputa, o en bronca, si uno quería llamarla así.


Erik Andersson descubrió primero al perro. Erik Andersson, de sesenta y tres años, jubilado por enfermedad y residente en la parroquia de Eksta, en el interior de la isla, se encontraba de visita en casa de su hermana, en Fröjel. Él y su hermana solían dar largos paseos a la orilla del mar, hiciese el tiempo que hiciera, incluso en días de niebla como aquél.

Hoy su hermana había rehusado. Estaba resfriada y tenía una tos bastante molesta, por lo que prefirió quedarse en casa.

Erik estaba decidido a salir de paseo. Después de almorzar juntos, sopa de pescado y pan con arándanos, que él mismo había horneado, se calzó las botas de goma, se puso el anorak y salió.

Sobre los campos y prados que se extendían a ambos lados del estrecho camino de guijarros, el día estaba bastante claro. La niebla de la mañana se había disipado. El aire era cortante y húmedo. Se caló bien la gorra y decidió bajar hasta la playa. El sonido de los guijarros bajo sus pies le era familiar. Las ovejas negras, que pastaban cerca de donde él pasaba levantaban la cabeza del pasto y lo miraban. Abajo, sobre la vieja verja medio podrida del último cantero de bosque, antes de llegar a la playa, había tres cornejas posadas en línea. Alzaron el vuelo al unísono con un ofendido graznido cuando estuvo cerca.

Justo cuando iba a cerrar la herrumbrosa aldabilla tras de sí, su mirada captó algo extraño al borde de la cuneta. Parecían restos de un animal. Se acercó a la cuneta y se inclinó hacia delante para mirar. Era una pata y estaba llena de sangre. Era demasiado grande para que fuese de un conejo. ¿Podría ser de un zorro? No, el pelaje bajo la sangre era negro.

Siguió el rastro de la sangre con la mirada. Un poco más allá vio un perro grande y negro. Yacía de lado y con los ojos abiertos. La cabeza aparecía girada en un ángulo extraño y la piel estaba empapada de sangre. Destacaba el rabo extrañamente peludo y brillante en medio de la carnicería. Cuando se acercó más, vio que había sido degollado; la cabeza estaba casi separada del resto del cuerpo.

Se sintió tan mal que tuvo que sentarse en una piedra. Respiraba con dificultad, tapándose la boca con la mano. El corazón le palpitaba con fuerza. El silencio era espantoso. Al cabo de un rato se incorporó con esfuerzo y echó un vistazo a su alrededor. ¿Qué había ocurrido allí? Erik Andersson se lo preguntaba, cuando la vio. El cuerpo muerto de la mujer yacía medio cubierto de ramas. Estaba desnuda. El cuerpo aparecía lleno de grandes heridas sanguinolentas, como si fueran cortes. Los rizos negros le caían sobre la frente y los labios habían perdido el color. Tenía la boca entreabierta, y cuando tuvo ánimo para acercarse descubrió que se la habían llenado con un trozo de tela.


La alarma llegó a la policía de Visby a las 13.02. Treinta y cinco minutos después, dos coches de la policía entraban con las sirenas ululando en el patio de la casa de Svea Johansson, en Fröjel. Pasaron otros cinco minutos antes de que llegaran los de la ambulancia y se hicieran cargo del hombre de edad, que, sentado en una silla en la cocina, se balanceaba adelante y atrás. La dueña de la casa señaló la zona del bosque donde su hermano había hecho el hallazgo.

El comisario de policía judicial, Anders Knutas, y su colega, la inspectora Karin Jacobsson, se dirigieron a paso vivo hacia aquella parte del bosque, seguidos de cerca por el técnico criminalista Erik Sohlman y otros cuatro policías más con perros.

Al lado del camino, antes de llegar a la playa, se encontraba el perro muerto, en la cuneta. Había sido degollado y le faltaba una de las patas delanteras. El suelo alrededor estaba empapado en sangre. Sohlman se agachó sobre el perro.

– Degollado -observó-. Las heridas parecen haber sido causadas por un arma de filo. Probablemente un hacha.

Karin Jacobsson se estremeció. Le gustaban mucho los animales.

Un poco más allá encontraron el cuerpo ultrajado de la mujer. Contemplaron el cadáver en silencio. Todo lo que se oía era el sonido de las olas rompiendo en la playa.

Yacía allí, desnuda, bajo un árbol del bosquecillo. El cuerpo estaba cubierto de sangre; por algunos sitios asomaba la piel, increíblemente blanca. Se podían observar profundas heridas de cortes en el cuello, el pecho y el abdomen. Tenía los ojos abiertos de par en par. Los labios, secos y agrietados. Parecía como si estuviera gritando. Un profundo malestar se apoderó de Knutas, que se agachó para mirar de cerca.

El autor del crimen le había metido entre los labios un trozo de tela a rayas. Parecían unas bragas.

Sin pronunciar palabra, Knutas sacó el teléfono móvil del bolsillo interior y llamó a la Unidad de Medicina Legal del Hospital de Solna. Un forense tenía que volar hasta allí lo antes posible.


El primer telegrama de TT, la Agencia Central de Noticias Sueca, salió a las 16.07.

La información era escasa.

VISBY (TT)


«Una mujer ha sido hallada muerta en una playa de la costa oeste de Gotland. Según informaciones de la policía, ha sido asesinada. La policía aún no quiere pronunciarse acerca de cómo murió la víctima. Las carreteras de la zona se encuentran cerradas. Un hombre está siendo interrogado por la policía.»


Pasaron dos minutos antes de que Max Grenfors descubriera el telegrama en su pantalla.

Levantó el auricular del teléfono y llamó al oficial de guardia de la policía de Gotland.

No consiguió enterarse de mucho más. El policía le confirmó que una mujer, nacida en 1966, había sido encontrada muerta en la playa de Gustavs perteneciente a la parroquia de Fröjel, en la costa oeste de Gotland. Se había identificado a la mujer, que residía en Estocolmo. El novio estaba siendo interrogado por la policía. Los perros rastreaban la zona. La policía llamaba de puerta en puerta a los vecinos del área en busca de posibles testigos.

Al mismo tiempo sonó el teléfono del reportero Johan Berg. Era uno de los más antiguos de la redacción. Habían pasado ya diez años desde que empezó a trabajar en TV. La casualidad hizo que se convirtiera en reportero de sucesos desde el principio. Su primer día de trabajo se cometió el brutal asesinato de una prostituta en el puerto de Hammarby. Johan era el único reportero que se encontraba en la redacción en aquel momento, así que le asignaron ese trabajo. Su reportaje encabezó la emisión del día, lo cual dio lugar a que luego continuara con los reportajes de sucesos. Seguía pensando que era la sección más apasionante dentro del periodismo.

Cuando sonó el teléfono estaba concentrado en su reportaje sobre la huelga en Österáker, corrigiendo la redacción en la pantalla. El reportaje se iba a editar enseguida y todo debía estar preparado antes de que él y el editor pudieran empezar el trabajo de montar las imágenes, el texto hablado y las entrevistas. Levantó distraído el auricular.

– Johan Berg, Noticias Regionales.

– Han encontrado a una mujer asesinada en Gotland -chirrió una voz al teléfono-. La han matado, probablemente, con un hacha y tenía las bragas metidas en la boca. Anda suelto un auténtico loco.

El que llamaba era uno de los mejores informadores de Johan. Un policía jubilado que vivía en la ciudad portuaria de Nynäshamn. Tras una operación de cáncer de laringe, respiraba a través de un tubo que terminaba en la parte anterior del cuello.

– ¿Qué demonios dices?

– La han encontrado hoy en una playa de Fröjel, en la costa oeste.

– ¿Estás seguro? -preguntó Johan, sintiendo que se le aceleraba el pulso.

– Totalmente.

– ¿Qué más sabes?

– Ella es de Gotland, pero se trasladó a la Península hace mucho tiempo. A Estocolmo. Sólo estaba pasando unos días en la isla con su novio. A él lo han llevado a las dependencias policiales y está siendo interrogado en estos momentos.

– ¿Cómo la han encontrado?

– Un tío que pasaba por allí. Un viejo al que han tenido que llevar al hospital. Sufrió una conmoción. Puedes comprobarlo tú mismo.

– Muchas gracias. Ya sé que te debo unas cervezas en el pub -dijo Johan al tiempo que se levantaba de la silla y colgaba el teléfono.

El ambiente distendido de la redacción se transformó en febril actividad. Johan le contó lo que sabía al redactor, quien al momento decidió que Johan y un fotógrafo debían tomar el primer vuelo que saliera hacia Gotland. Otro montaría el trabajo de Österáker. Ahora se trataba de ir y de llegar los primeros.

En realidad, Max Grenfors tenía la obligación de informar al redactor jefe, quien tenía el control sobre todas las redacciones de noticias de la TV, pero eso podía esperar. «Será bueno si podemos sacar un poco de ventaja», pensó mientras daba instrucciones. Abajo el trabajo más destacado del día; ¿a quién diablos le importaba ahora la economía del hospital universitario? Johan le tuvo que contar lo que sabía a una colega, quien al momento puso texto a la información disponible. Además, preparó una entrevista con el oficial de guardia de la policía de Visby, quien confirmó el hallazgo del cadáver de una mujer y que la policía sospechaba que se trataba de un asesinato.


A los pocos minutos, todos los redactores de los grandes programas de noticias de TV estaban zumbando alrededor de la mesa del redactor de Regionalnytt, Noticias Regionales.

– ¿Por qué mandáis un reportero a Gotland? ¿Tiene ese asesinato tanto interés? -preguntó el redactor jefe.

Él, como los demás, sólo había leído el telegrama de la Agencia Central de Noticias Sueca, pero ya se había enterado de que el programa regional iba a enviar un equipo a Gotland. Cuatro pares de ojos miraban fijamente a Grenfors, quien comprendió que debía contar que la mujer había sido víctima de una violencia brutal, probablemente con un hacha, y que encontraron sus bragas en su boca.

Como el panorama de las noticias internacionales ese día estaba bastante tranquilo, la reacción de los redactores fue positiva. ¡Por fin una noticia que podía salvar la emisión! Vieron claro que no se trataba de un asesinato corriente, y empezaron a hablar acalorados, todos a la vez. El redactor jefe decidió, después de discutirlo un rato, que era suficiente con enviar un reportero a Gotland.

La confianza que tenían en Johan Berg era tan grande que estuvieron de acuerdo en que bastaría con él, hasta que se supiera algo más.

Johan supo que le acompañaría Peter Bylund, el fotógrafo con quien más le gustaba trabajar. Tendrían tiempo de embarcar en el avión que salía hacia Visby a las 20.15.

En el taxi que lo llevó a casa, sintió la excitación ya conocida de encontrarse en el centro de un acontecimiento. Que una mujer había sido brutalmente asesinada y que la aversión que sentía por ello tenía que dejar paso a las ganas de enterarse de lo ocurrido e informar de ello. «Es raro cómo funciona uno -se dijo, mientras el coche cruzaba sobre el puente de Västerbron y él contemplaba Riddarfjärden, con el Ayuntamiento y el casco antiguo de la ciudad al fondo-. Es como si uno echara todos los sentimientos humanos a un lado y dejase que la profesión mandara.»

Pensó en la noche en que naufragó el barco de pasajeros Estonia. Septiembre de 1994. Días después de aquella terrible catástrofe en la que más de ochocientas personas perdieron la vida, él había ido y venido, con la lengua fuera, entre los familiares que se encontraban en la terminal del puerto de Värtan, los empleados de la compañía naviera Estline, los pasajeros supervivientes, políticos y comités de crisis. Durante aquellos días paraba en casa sólo para dormir unas pocas horas y vuelta al trabajo de nuevo. Mientras estuvo en medio de todo ello, participó de todas las historias que le contaron, pero como a distancia. Encerró los sentimientos. La reacción vino mucho después. Cuando los primeros cuerpos rescatados del interior del barco llegaron a Suecia y fueron conducidos, en medio de un cortejo fúnebre, desde el aeropuerto de Arlanda hasta la iglesia de Riddarholmskyrkan, en el casco antiguo de la ciudad, donde se celebró un acto en memoria de los muertos, antes de ser trasladados a sus lugares de residencia. Cuando oyó a un reportero de Radio Estocolmo transmitiendo, con voz profunda y seria, desde allí directamente, se derrumbó. Cayó al suelo en casa y lloró a mares. Fue como si hubiera revivido al mismo tiempo todas las impresiones que había ido acumulando. Vio ante sí los cuerpos moviéndose dentro del barco, personas que gritaban, gente que quedaba atrapada bajo las mesas y las estanterías que salían despedidas. El pánico que tuvo que desatarse a bordo. Sintió como si fuera a reventar. Temblaba sólo de pensarlo.


Una vez arriba, en el apartamento, se dio cuenta de lo desordenado que estaba todo. No le había dado tiempo a arreglar las cosas últimamente. Su apartamento, de salón y dormitorio, en la calle Heleneborgsgatan, en el barrio de Södermalm, estaba en el primer piso del edificio.

Que el agua de la bahía de Riddarfjärden estuviera al lado, era algo que no se notaba dentro de la casa. Su apartamento daba al patio. Estaba encantado con el lugar: en el centro, con toda la oferta de tiendas y bares a un paso y, además, la isla de Lángholmen al lado, con sus sendas para pasear y sus rocas suaves para tomar el sol y bañarse. No se podía vivir mejor.

En aquel momento el apartamento no se encontraba en su mejor estado. Los platos se apilaban en el fregadero, el cesto de la ropa sucia estaba a rebosar y se veían cartones de pizzas esparcidos por el suelo del cuarto de estar. El típico piso de soltero. Olía a cerrado. Johan era consciente de que tenía media hora para preparar la maleta. Tenía que ordenar lo más perentorio. El teléfono sonó dos veces mientras se afanaba en el apartamento: fregó, aireó la casa, limpió la mesa, tiró la basura, regó las flores e hizo la maleta. No descolgó el teléfono.

El contestador automático se puso en marcha y oyó la voz de su madre y la de Vanja. Aunque la relación entre ellos había terminado hacía más de un mes, ella se negaba a aceptarlo.

Estaría bien salir de allí.


Lejos de allí, un hombre solo se apresura dentro del bosque. Con la mirada violenta fija en el suelo. Lleva un saco a la espalda. Un saco de basura negro. El pelo húmedo le cae sobre la frente. Ya no hay vuelta atrás. Absolutamente ninguna. Está alterado, pero al mismo tiempo su cuerpo se va llenando de una paz interior. Se dirige a un punto concreto. Hacia un objetivo fijado. Ahora se ve el mar. Bien. Le falta poco para llegar. Allí está el cobertizo de los botes. Gris y podrido. Mordido por el mal tiempo. Tormentas y lluvias. Al lado hay una barca de remos agrietada. Tiene un agujero en el fondo. Lo arreglará en otro momento. Primero tiene que deshacerse de su equipaje. Lucha un rato con la cerradura oxidada. La llave no se ha usado en años. Al final cede y con un «clic» está abierto. Primero piensa en enterrar el contenido del saco. Pero la verdad es que, ¿para qué? Nadie aparece nunca por allí. Además, no está totalmente dispuesto a deshacerse de las cosas. Quiere tenerlas aquí. Disponibles, de manera que pueda venir aquí. Mirarlas. Olerías. En el cobertizo hay un banco viejo de cocina con tapa. Abre la tapa. Dentro hay algunos periódicos viejos. Una guía de teléfonos. Vacía el contenido del saco. Cierra la tapa. Ahora está satisfecho.


La comisaría de policía de Visby está al otro lado de la muralla. Es un edificio francamente feo. Una construcción alargada, con placas de color azul claro, que parece más una fábrica de pescados en algún lugar de Siberia que la comisaría de policía en esta bella ciudad medieval. La gente la llama Bläkulla, por el color azul.

Dentro, en una sala de interrogatorios, Per Bergdal estaba inclinado sobre la mesa con la cara entre las manos. Tenía el cabello revuelto, estaba sin afeitar y olía a vino agrio. No pareció especialmente sorprendido cuando la policía llamó a su puerta, pues su novia había desaparecido. Decidieron llevarlo a la comisaría para interrogarlo.

Ahora estaba allí con un cigarrillo entre los dedos temblorosos. Con resaca y abatido. Al parecer, también conmocionado.

«Aunque, en verdad, es imposible saber si en realidad lo está», pensó el comisario Knutas cuando se sentó al otro lado de la mesa. En cualquier caso, habían hallado asesinada a su novia, él no tenía coartada y mostraba arañazos visibles, tanto en el cuello como en los brazos y el rostro.

El cenicero que había delante de Bergdal estaba repleto de colillas, aunque él habitualmente no fumaba. Karin Jacobsson se sentó en una silla al lado de Knutas. Pasiva, pero presente.

Per Bergdal levantó la cabeza y miró a través de la única ventana que había en la sala. Una lluvia intensa golpeaba los cristales. Se había levantado viento y, al otro lado de la calle Norra Hansegatan, más allá del aparcamiento, se veían partes de la muralla cercanas a la puerta Österport. Un Volvo rojo pasó por allí. A Per Bergdal le pareció tan lejano como si se tratara de la luna.

Anders Knutas colocó la grabadora sobre la mesa, se aclaró la garganta y apretó el botón de grabación.

– Interrogatorio con Per Bergdal, novio de la mujer asesinada, Helena Hillerström -dijo algo solemne-. Son las 16.10 del día 5 de junio. Interrogatorio realizado por el comisario Anders Knutas junto con la inspectora Karin Jacobsson como testigo. -Miró con gravedad a Per Bergdal que estaba sentado con los hombros caídos mirando a la mesa-. ¿Cuándo descubriste que Helena no estaba?

– Me desperté poco antes de las diez. No estaba en la cama. Me levanté; no estaba en casa. Entonces pensé que habría salido con el perro. A ella le gusta madrugar y se despierta siempre antes que yo. Casi siempre da la primera vuelta con Spencer por la mañana. Yo tengo el sueño pesado, no la oí cuando salió.

– ¿Qué hiciste?

– Encendí fuego en la cocina de leña y preparé el desayuno. Después me senté a tomar un café y leí el periódico de la tarde de ayer.

– ¿No te preguntaste dónde estaría?

– Cuando dieron las noticias de las once en la radio, pensé que era raro que no hubiera vuelto a casa todavía. Salí al porche. Desde nuestra casa se puede ver hasta el mar, pero hoy había una niebla espesa y no pude ver más que unos metros más allá. Entonces me vestí y salí a buscarla. Bajé a la playa y la llamé, pero no la encontré, ni a ella, ni a Spencer.

– ¿Cuánto tiempo estuviste buscándolos?

– He debido de estar fuera por lo menos una hora. Luego pensé que ella quizá había vuelto a casa mientras tanto, así que me apresuré a volver. La casa estaba aún vacía -explicó; se le quebró la voz y ocultó la cara entre las manos.

Anders Knutas y Karin Jacobsson aguardaron en silencio.

– ¿Estás preparado para continuar? -preguntó Knutas.

– Es que no puedo entender que esté muerta -balbució.

– ¿Qué sucedió cuando volviste a casa?

– Aún estaba vacía, así que pensé que a lo mejor había ido a casa de unos amigos que viven cerca. Llamé allí, pero tampoco estaba.

– ¿Quiénes son?

– Los Larsson. Ella se llama Eva y su marido, Rikard. Eva es una amiga de la infancia de Helena. Viven todo el año en esa casa, que está muy cerca de la nuestra.

– ¿Y no sabían dónde podía haber ido Helena?

– No.

– ¿Quién contestó?

– Eva.

– ¿Su marido también estaba en casa?

– No, tienen un campo de labranza, así que él estaba fuera trabajando.

Per Bergdal encendió otro cigarrillo, tosió y dio una calada.

– ¿Qué hiciste después?

– Me tumbé en la cama y pensé en los sitios donde podría haber ido. Entonces se me ocurrió que podía haberse caído y golpeado y que no pudiera levantarse, de modo que salí a buscar de nuevo.

– ¿Dónde?

– Abajo, a la playa. La niebla ya se había disipado un poco. Vi sus huellas en la arena. Busqué también en el bosque y no la encontré. Entonces volví a casa.

Contrajo el rostro y empezó a llorar, un llanto ahogado y silencioso. Las lágrimas le caían y se mezclaban con los mocos sin que pareciera notar nada. Karin no sabía muy bien qué hacer. Decidió no intervenir. Per bebió un par de tragos de agua y recuperó la calma. Knutas siguió con el interrogatorio.

– ¿Cómo te has hecho las señales que tienes en el cuello?

– ¿Cuáles? ¿Éstas? -preguntó mientras se llevaba, molesto, las manos al cuello.

– Sí, ésas. Parecen arañazos -precisó Knutas.

– Es que dimos una fiesta ayer por la tarde. Invitamos a unos amigos, bueno, en realidad, amigos de Helena. Cenamos y nos divertimos. Todos bebimos probablemente algo más de la cuenta. Yo soy muy celoso. Sí, a veces me muestro demasiado celoso, y eso pasó ayer. Uno de los chicos se propasó con Helena mientras bailaban.

– ¿De qué manera?

– La sobaba, la sobaba mucho… Varias veces. Yo estaba bebido y se me cruzaron los cables. Agarré a Helena, la saqué fuera por la parte de atrás y le dije lo que pensaba. Se puso hecha una fiera. También había bebido demasiado, claro. Gritó y se lanzó sobre mí y fue entonces cuando me hizo estas señales…

– ¿Qué pasó después?

– Le aticé. Le di un bofetón; entonces, ella se fue corriendo al cuarto de baño y se encerró allí. Nunca antes le había pegado -aseguró mientras miraba suplicante a Knutas-. Luego, salió Kristian. El que había estado bailando con ella, y le sacudí otro golpe a él también. No tuvo tiempo de devolvérmelo, porque los otros nos separaron. Luego nos tranquilizamos y los demás se fueron a casa.

– ¿Qué hiciste entonces?

– Emma, la mejor amiga de Helena, y su marido, Olle, se quedaron en casa. Olle me llevó a la cama y debió de quedarse conmigo hasta que me dormí. Luego, no recuerdo nada más, hasta que me he despertado esta mañana.

– ¿Por qué no has empezado contando esto?

– No sé.

– ¿Quiénes estuvieron en la fiesta?

– Eran, sobre todo, amigos de la infancia de Helena. Emma y Olle, como he dicho, nuestros vecinos: Eva y Rikard, a los que Helena también conoce desde hace mucho tiempo, y otra amiga que se llama Beata y su marido, John. Han vivido en Estados Unidos, así que era la primera vez que los veía. Y ese tal Kristian, con el que me enfadé tanto. Es soltero y también conoce a Helena desde hace mucho tiempo. Creo que estuvieron liados en algún momento.

– ¿Cómo liados?

– Sí, creo que han estado juntos alguna vez. Helena lo negaba, pero yo creo que es así.

– ¿Y no serán tus celos los que te llevan a pensar eso?

– No, no lo creo.

– ¿Cuánto tiempo habéis estado juntos, Helena y tú?

– Seis años.

– Es bastante tiempo. ¿Cuántos años tienes?

– Treinta y ocho.

– ¿Cómo es que no os habéis casado, ni habéis tenido hijos?

– Yo lo he deseado durante mucho tiempo. Helena estaba más indecisa. Empezó a estudiar bastante tarde y quería trabajar más antes de formar una familia. Aunque existía el proyecto de casarnos. Habíamos hablado de ello.

– ¿Te sentías inseguro en la relación? Ya que te pusiste tan celoso…

– No, no sé. Había mejorado mucho. Hacía mucho tiempo que no me enfadaba de esa manera. Ayer, sin más, metí la pata.

– ¿Sabes si se llevaba mal con alguien de aquí, de la isla? ¿Alguien a quien le cayera mal?

– No, era de ese tipo de personas que caen bien a todo el mundo.

– ¿Sabes si la han amenazado alguna vez?

– No.

– ¿Os relacionabais con otras personas aquí, en Gotland, además de las que asistieron a la fiesta?

– Sólo con algunos familiares de Helena. Su tía, que vive en Alva y algunos primos, en Hemse… Pero, por lo general, solíamos ir a nuestro aire. Vinimos aquí, precisamente, para relajarnos… y huir del estrés que teníamos en casa… y va y pasa esto.

Apenas podía seguir hablando.

Knutas pensó que de momento no había motivo para seguir con el interrogatorio y lo interrumpió.


Cuando Anders Knutas, comisario y jefe de la policía judicial de Visby, terminó el interrogatorio con Per Bergdal, se encerró en su despacho para concentrarse y reflexionar unos minutos. Se dejó caer pesadamente sobre la vieja silla de su escritorio, desgastada por el uso. Aquella silla de roble le había acompañado durante todos aquellos años. Tenía el respaldo alto y el asiento de piel suave. Se volvió despacio y la silla se columpió un poco cuando se apoyó en el respaldo. Era como si con los años se hubiera adaptado a él. En su vieja silla era donde mejor pensaba.

Anders Knutas era muy meticuloso con estos momentos. Eran especialmente importantes cuando había mucho dramatismo a su alrededor. Como ahora. Su larga experiencia dentro de la policía le había enseñado a aprovechar cualquier indicio al comienzo de una investigación. De lo contrario, era fácil que, con las prisas, se pasaran por alto cosas que podían llegar a revelarse importantes o, incluso, decisivas para la solución del caso. Empezó por cargar la pipa.

Con el pensamiento retrocedió a las impresiones que había tenido en el lugar del crimen. El cuerpo ensangrentado. Las bragas en la boca. El perro degollado. ¿Qué le decía esa escena macabra? Era difícil juzgar si se trataba de una muerte planeada o no. De que se había producido como fruto de un terrible ataque de cólera, no cabía duda.

El forense llegó en avión desde Estocolmo por la tarde. Ya se encontraba en el lugar de los hechos. Knutas decidió visitar el lugar del crimen al día siguiente, cuando todo estuviera bastante más tranquilo.

Le interrumpió una llamada en la puerta. Karin Jacobsson asomó la cabeza.

– Ya están todos aquí. ¿Vienes?

– Claro -respondió levantándose.

Había doce agentes de la policía judicial en Visby. En aquel momento, la mayor parte de ellos se encontraba fuera, en la zona de Fröjel, recabando información de los testigos y asegurando las huellas en el lugar del suceso. Knutas y sus colaboradores más cercanos se reunían con el fiscal, Birger Smittenberg, para repasar lo que revelarían a la prensa y lo que debían mantener todavía en secreto. Se sentaron alrededor de la envejecida mesa de pino en la sala de reuniones, que quedaba enfrente del despacho de Knutas. La sala tenía unas paredes de cristal que daban al pasillo, de manera que se podía ver quién pasaba por él. No obstante, ahora las ligeras cortinas de algodón estaban corridas.

Knutas se sentó en uno de los extremos de la mesa y miró con atención a sus colegas. Le gustaba aquel grupo. Karin Jacobsson, su colaboradora más cercana y con quien mejor debatía, vivaz y menuda, una morena de treinta y siete años que vivía sola. A su lado, Thomas Wittberg, diez años más joven, un policía muy capaz. Especialmente por su técnica para interrogar. De alguna manera, sacaba siempre más de aquellos a quienes interrogaba que ningún otro. Lars Norrby, separado, vivía con sus dos hijos en casa. Casi dos metros de estatura, de trato agradable, perfil correcto. Perfecto para tratar con la prensa. Erik Sohlman, el técnico del grupo. Fuerte y temperamental, casi colérico. Y, además, Birger Smittenberg, curtido fiscal jefe del juzgado de primera instancia de Gotland, nacido en Estocolmo y casado con una cantante de Gotland, de quien se enamoró tanto como de la isla. Ya llevaba viviendo allí veinticinco años. La colaboración con él funcionaba estupendamente, eso había pensado siempre Knutas.

– Sólo una charla corta ahora -precisó el comisario cuando abrió la reunión convocada de urgencia-. Estamos trabajando a tope con el asesinato y, al mismo tiempo, desgraciadamente, tenemos que hablar con la prensa. Ya han empezado a llamar. Tanto de aquí, los medios locales, como de la Península. Es increíble la rapidez con la que se extiende una noticia así -masculló meneando la cabeza-. Me pregunto cómo es posible. Pues bien, no vamos a revelar la identidad de la víctima. La prensa, de todos modos, se va a enterar, más temprano que tarde. Vamos a contar que todo apunta a un asesinato, pero no facilitaremos ningún detalle. No diremos nada del perro, las bragas o los cortes. No diremos nada de la probable arma del crimen, no desvelaremos nada de ninguna pista. Con toda seguridad van a llamar periodistas a todo el personal de la comisaría para intentar obtener información. Remitidlos a todos a que hablen conmigo o con Lars. Nadie dirá nada. Absolutamente nada. ¿De acuerdo?

Se escuchó un murmullo aprobatorio.

– Enviaré un comunicado interno con las instrucciones precisas después de la reunión -dijo Norrby-. La regla básica sigue vigente: mantener a los periodistas a distancia. Os van a caer encima tanto fuera, en la ciudad, como aquí. No digáis ni mu.

– Además, quiero que nos reunamos directamente después de la rueda de prensa en mi despacho, para ver cómo va el trabajo -añadió Knutas-. Aprovechad y comed algo ahora, para que podáis seguir en pie. Vamos a tener que trabajar toda la noche. Me he puesto en contacto con la Policía Nacional. Mañana nos enviarán algún refuerzo. Esto va a ser largo y exigirá muchos recursos si no detenemos al asesino enseguida.

Desde luego, era terrible que ocurriera un asesinato tan brutal, pero al propio tiempo sentía un cosquilleo de excitación en la boca del estómago.

Sabía lo que significaba aquel cosquilleo. Estar ante la expectativa de enfrentarse a un caso complicado. ¿Cómo podría uno llamarlo? ¿Amor al trabajo? Una paradoja que no podía explicarse ni siquiera a sí mismo.

Y quizá fuera ésa la fuerza que lo impulsaba.


Aún era de día cuando el avión tomó tierra en el aeropuerto, poco después de las nueve. El trayecto en taxi hasta la ciudad fue rápido (el aeropuerto está sólo a tres kilómetros al norte de Visby).

– ¡Qué impresionante es la muralla!

Peter no había estado nunca en Gotland.

– Fue construida en el siglo XIII -le explicó Johan-. Mide más de tres kilómetros y medio de longitud y es una de las murallas mejor conservadas de Europa. Ya ves la cantidad de torres que tiene. Enseguida pasaremos por la Puerta Norte para llegar al hotel. Tiene también varios arcos de entrada, y los grandes llevan el nombre de tres de los puntos cardinales: Österport, Söderport y Norderport. Nunca ha existido ningún Västerport. Al oeste se encuentra el mar con el puerto de Visby. Y ésa -añadió, señalando por la ventana- es la catedral de Sankta Maria, también del siglo XIII.

Sus tres altas torres se alzaban hacia el cielo.

Por suerte, les habían dado un piscolabis en el avión. Pasaron por el hotel sólo para dejar las maletas y siguieron directamente hasta la comisaría de policía, donde iba a tener lugar una rueda de prensa a las diez.

En el taxi, Johan escribió a vuelapluma la información que tenía hasta el momento. Podrían editar el reportaje en las instalaciones que aún tenían en Gotland, después de que el Centro Territorial de Sveriges Televisión, la cadena pública de Televisión Sueca, hubiera cerrado hacía sólo medio año. El viejo material estaba todavía a su disposición.

Dentro de las dependencias policiales, la gente corría por los pasillos. La tensión flotaba en el aire. Allí se encontraban unos cuantos periodistas y fotógrafos de los medios locales: Radio Gotland, Gotlands Tidningar y Gotlands Allehanda.

Johan y Peter saludaron fugazmente a sus colegas, pues ya era la hora de entrar en la sala donde iba a tener lugar la rueda de prensa. Anders Knutas y la inspectora Karin Jacobsson se sentaron a uno de los extremos de la mesa.

– Bienvenidos -dijo Knutas y se aclaró la garganta-. Hemos encontrado a una mujer, nacida en 1966, muerta en la playa conocida como de Gustavs, en la zona de Fröjel. Para los que no son de aquí, les diré que está en la costa oeste de Gotland, unos cuarenta kilómetros al sur de Visby El cuerpo ha sido descubierto hoy al mediodía, concretamente entre las 12.30 y las 12.45, por una persona que paseaba por allí. La víctima es natural de Gotland, pero la familia se fue de la isla y se instaló en Estocolmo hace quince años. -Bebió un trago de agua y echó una ojeada a sus papeles-. La mujer se encontraba en Gotland junto con su novio pasando unos días en la casa de veraneo que la familia de ella aún conserva en la isla -añadió-. Salió por la mañana temprano a dar un paseo con el perro y en algún momento durante ese paseo fue asesinada.

– ¿Cómo fue asesinada? -preguntó la reportera de Radio Gotland.

– Eso no puedo explicárselo -contestó el comisario.

– ¿Qué arma se ha usado?

– No lo puedo precisar para no entorpecer la investigación.

– ¿Por qué están tan seguros de que realmente ha sido asesinada? -quiso saber un reportero de Gotlands Allehanda.

– Las heridas que presenta el cuerpo sólo pueden haber sido causadas por otra persona. La causa de la muerte no se ha determinado aún, pero partimos de la base de que ha sido asesinada.

– ¿Ha sufrido abusos sexuales? -preguntó Johan.

– Es demasiado pronto para pronunciarse a ese respecto.

– ¿Hay algún testigo? -preguntó el enviado de Gotlands Tid-ningar.

– Estamos interrogando a gran número de personas que viven por los alrededores, o que de alguna manera estuvieron en contacto con la víctima durante sus últimos días de vida. Estamos muy interesados en recibir información de Jos ciudadanos. Si alguien ha visto o ha oído algo extraño en ese lugar o en los alrededores durante el último día, debe ponerse en contacto con la policía cuanto antes. Y lo mismo rige para quien crea tener otro tipo de información que pueda ser de ayuda para localizar al asesino.

– ¿Cómo sabéis que se trata de una sola persona, y de un hombre? -requirió el reportero de la radio local.

– Evidentemente, no lo sabemos -respondió Knutas algo irritado.

– Estaba en la casa de verano con su novio. ¿Es sospechoso? -preguntó Johan.

– El novio ha sido interrogado por la policía. Está conmocionado y ahora mismo se encuentra en el hospital de Visby. Por el momento no está bajo sospecha. El interrogatorio con él continuará mañana por la mañana. Durante toda la tarde, la policía ha rastreado la zona con perros y ha llamado a las puertas en busca de posibles testigos. El trabajo aún continúa. Es todo lo que podemos decir de momento. ¿Alguna otra cosa que quieran preguntar antes de terminar?

El comisario respondió a los periodistas lo mejor que pudo. No había mucho más que decir.

Johan optó por no preguntar nada acerca de los hachazos en el cuerpo de la mujer, ni sobre las bragas en la boca. Estaba claro que era el único periodista que conocía aquellos detalles.

Cuando terminó la rueda de prensa, se acercó a Anders Knutas para hacerle una entrevista individual.

Primero hizo las preguntas de rigor: ¿qué había pasado?, ¿qué hacía la policía en aquellos momentos?, ¿qué pistas había? Luego, directamente:

– ¿Qué conclusiones sacáis de que la mujer presentara numerosos cortes, probablemente producidos con un hacha?

Anders Knutas se sobresaltó.

– ¿A qué te refieres?

– El asesino la mató con un hacha, o algo parecido, y le asestó un gran número de golpes. Además, le ha metido las bragas en la boca. ¿Qué puede indicar eso?

Knutas, molesto, miró a su alrededor, a ambos lados, como buscando ayuda de alguno de sus colegas.

La luz intensa de la cámara, que le daba en la cara, lo deslumbraba.

– Sé de fuente fidedigna que estos datos son ciertos -insistió Johan.

– No es nada que yo pueda confirmar -replicó Knutas, mientras apartaba el micrófono que tenía delante.

– Desconecta la cámara -le dijo Johan a Peter agarrando del brazo al comisario-. Oye, sé que es cierto. ¿Por qué no lo confirmas?

Anders Knutas miró a Johan con dureza.

– No puedo confirmar ni desmentir lo que dices, y te aconsejo que de momento no hagas públicas esas especulaciones. Nos las tenemos que ver con un asesino, y en lo que hemos de concentrarnos ahora es en detenerlo y nada más. ¡Respétalo! – gritó.

Su voz era como una caña afilada y quedó patente lo que pensaba de los periodistas, cuando se dio media vuelta y se fue a toda prisa por el pasillo.

Para Johan y Peter, la reacción de Knutas bastó como confirmación de que sus datos eran correctos. La cuestión era de qué debían informar.

Johan llamó a Max Grenfors desde el taxi, de camino hacia el local de la redacción donde podrían editar el reportaje. Aunque opinaba que Grenfors era un negrero, como redactor Johan confiaba en su juicio periodístico. Tras una corta conversación, decidieron no hacer pública la información acerca de que a la víctima le habían metido las bragas en la boca, por respeto a la familia. Sin embargo, decidieron dar a conocer que, probablemente, el arma homicida fue un hacha.

En la última emisión de la noche, Televisión Sueca fue la primera cadena en contar cómo se había producido el asesinato. El reportaje comenzaba con imágenes de las dependencias policiales, luego un mapa que mostraba el lugar del crimen y la imagen de Johan:

«Aquí, en las dependencias policiales de Visby, acaba de finalizar una rueda de prensa hace escasos momentos. La policía ha confirmado que una mujer ha sido asesinada, pero se muestra muy reservada en cuanto se refiere a las circunstancias que han rodeado este crimen, y aún no quiere revelar cómo fue asesinada la mujer. Según la información que Noticias Regionales ha podido recabar esta tarde de una fuente de toda solvencia, se cree que la víctima fue atacada con un hacha, y el cadáver presenta varios hachazos que afectan a distintas partes del cuerpo. Aún no se ha determinado si fue sometida a abusos sexuales, pero la mujer se hallaba desnuda cuando la encontraron. Sus ropas aún no han aparecido. El cuerpo será trasladado a la Unidad de Medicina Legal del hospital de Solna. A pesar del rastreo intensivo de la zona con perros de la policía durante toda la tarde y parte de la noche, la policía aún no tiene ninguna pista del asesino.»

Seguía a continuación una breve entrevista con un Knutas pálido y sereno, antes de cerrar el reportaje con lo poco que se sabía acerca de la mujer asesinada.


La jornada laboral fue larga para la policía de Visby. La clara noche de junio hacía más fácil el trabajo allí abajo, en la zona de la playa. Las visitas a los vecinos se prolongaron hasta tarde. Todos los asistentes a la cena en casa de Helena Hillerström la tarde anterior fueron llamados a declarar, menos Kristian, que había volado a Copenhague para visitar a sus padres. La policía se había puesto en contacto con él y no estaría de vuelta en Visby hasta el jueves.

Cuando finalizaron los interrogatorios más importantes, ya era casi la una. A primera hora de la tarde, Knutas había llamado a su mujer para decirle que llegaría tarde. Ella, como siempre, se mostró comprensiva y le preguntó si quería que lo esperase levantada con un té. De mala gana, declinó su ofrecimiento. No sabía a qué hora podría llegar. Ahora, mientras iba paseando por las calles de Visby hasta casa, se arrepentía. Habría sido reparador sentarse un poco y hablar de los hechos del día. Le sentaba bien cambiar impresiones con su esposa. A menudo, ella solía sugerirle puntos de vista nuevos, puesto que ella estaba fuera del trabajo de la investigación. Muchas veces le había hecho cambiar el enfoque o el modo de pensar, y eso le ayudó a resolver el caso. Knutas sintió una punzada de calor en el corazón. La quería más que a nadie. A excepción de los hijos, claro. Sus mellizos, la parejita. Petra y Nils. En verano cumplirían los doce. Cuando llegó a casa, miró en su dormitorio. Todavía compartían dormitorio. En otoño, por fin, tendrían cada uno el suyo. Estaba trabajando para convertir su cuarto de trabajo en un dormitorio. Tendría que mudar su despacho al sótano. De todas formas, apenas lo utilizaba.

Los niños dormían con la respiración tranquila y profunda. Entreabrió la puerta de su dormitorio. Su mujer, Line, dormía a pierna suelta, ocupando toda la cama con los brazos encima de la cabeza. Siempre ocupaba todo el sitio. Lo hacía todo a lo grande: dormía a lo grande, comía a lo grande, trabajaba a lo grande, se reía y hacía el amor a lo grande. Se volcaba realmente en vivir. Si hacía algo, lo hacía en condiciones. Si hacía bollos, no se conformaba con una docena; no, tenía que hacer doscientos bollos de canela. Cuando hacía la compra, uno tenía la impresión de que se aproximaba una guerra, y siempre preparaba demasiada comida, así que el congelador estaba lleno de raciones de comida que había sobrado. Ésa era una de las cosas que hacían que él la quisiera. Su entrega voluptuosa. Ahora dormía profundamente, con una camiseta larga de color amarillo con una flor grande en el centro. El pelo revuelto, las mejillas sonrosadas. Los brazos pecosos. Era lo más hermoso que conocía. Su profesión encajaba con su persona. Comadrona. ¿A cuántos niños no habría ayudado a nacer? Line trabajaba media jornada en la maternidad del hospital de Visby y le gustaba su trabajo. Estaba acostumbrada a que ocurrieran hechos imprevistos, a que las cosas no salieran como uno se las había imaginado. Y eso hacía que no fuera tan estricta.

Muchas veces se quedaba para acompañar a una futura mamá, porque no tenía corazón para dejarla, aunque su turno ya hubiese acabado. O también, por simple curiosidad. Si había estado trabajando muchas horas en un parto, no quería abandonarlo hasta que todo estuviera listo. Eso, a veces, llegaba a molestar a sus colegas, lo cual no preocupaba a Line. Era la mujer más fuerte y encantadora que había conocido.

Salió con cuidado del dormitorio y bajó la escalera; ya en la cocina, se sirvió un vaso de leche y metió la mano en un paquete de galletas. Sacó un puñado y se sentó en la mesa de la cocina. Siempre le costaba dormirse después de un día movido. Acarició a la gata que saltó encima de la mesa y se estiraba mimosa hacia él. «Parece más un perro», pensó. Necesitada de compañía y leal. Además, le gustaba ir a buscar las cosas. Knutas tiró varias veces una pelota de espuma. La gata salía corriendo a buscarla y la depositaba a sus pies. «Eres una gata divertida», se dijo Knutas y fue a acostarse. Al contrario de lo habitual, se quedó dormido inmediatamente.

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