LUNES 25 DE JUNIO

Gamla Stan, el barrio antiguo de Estocolmo, tenía un gran parecido con Visby. Este pensamiento siempre asaltaba a Knutas cuando visitaba la capital. Disfrutó del ambiente. Muchos de los bellos edificios con adornos de hierro en las fachadas y esculturas sobre los pórticos eran del siglo XVII, cuando Suecia era una gran potencia en Europa y Estocolmo conoció un gran desarrollo. Las casas estaban muy juntas unas a otras y recordaban lo poblada que estuvo la capital en aquellos tiempos.

Las estrechas calles adoquinadas se bifurcaban desde el centro histórico de la ciudad, la plaza de Stortorget, como los brazos de un calamar. Ahora, Gamla Stan estaba lleno de restaurantes, cafés y tiendas pequeñas que vendían antigüedades, objetos de artesanía y, naturalmente, infinidad de baratijas.

El barrio de Gamla Stan y Visby tenían muchas cosas en común. La influencia alemana fue muy grande en las dos ciudades durante la Edad Media. Los comerciantes germanos habían dominado en ambas por igual y dejaron su impronta en los edificios y los nombres de las calles. También Gamla Stan había estado rodeada por una muralla defensiva, demolida en el siglo XVII para dejar sitio a los muchos grandes edificios que se construyeron entonces. Al otro lado de las vallas que daban a la calle empedrada se podían entrever pequeños oasis verdes y jardines en flor, igual que en Visby.

Anders Knutas y Karin Jacobsson bajaron hasta la calle Österlánggatan. A él le gustaba más que la calle Västerlánggatan, más comercial. A lo largo de Österlánggatan había más galerías de arte, tiendas de artesanía y restaurantes.

Allí estaba también la tienda que vendía la cerámica de Gunilla Olsson. En el escaparate estaban expuestos algunos objetos de cerámica. Una campanilla tintineó cuando abrieron la puerta.

No había clientes. La dueña era una mujer elegante de unos sesenta años.

Knutas se presentó, presentó a su colega y explicó el motivo de su visita.

La señora mostró un gesto de preocupación.

– Es horrible lo del asesinato. Absolutamente incomprensible.

– Sí -asintió Knutas- y en estos momentos lo más importante es cazar al asesino. Estamos siguiendo varias pistas, una de ellas aquí, en Estocolmo. Según tengo entendido, tú vendías la cerámica de Gunilla. ¿Cuánto tiempo llevas vendiéndola?

– Sólo unos meses. Tenía buena salida. Vi sus piezas en una exposición en Gotland este invierno y me gustaron apenas verlas. Tenía talento. Los clientes pensaban lo mismo. Vendía sus piezas casi en cuanto las recibía. Estos cuencos son especialmente apreciados -explicó señalando un cuenco alto y amplio con numerosos agujeritos, que destacaba en su propia estantería.

– ¿Te contó Gunilla algo de su vida privada? -preguntó Knutas.

– No. Era bastante reservada. No tuvimos mucho contacto personal. Por lo general hablábamos por teléfono; de la entrega de los pedidos se encargaban otras personas. Gunilla estuvo aquí y vino a saludarme en primavera, y yo visité Gotland y fui a verla hace apenas dos semanas.

– ¿Qué hicisteis en esa ocasión?

– Yo me alojaba en un hotel de Visby. Iba a visitar a varios artistas. Me desplacé un día hasta su casa y fue todo muy agradable. Almorzamos juntas y estuvimos viendo su taller.

– ¿No notaste entonces nada que te pareciese raro?

– No. Nada en absoluto.

– ¿Te comentó algo relativo a amistades nuevas que hubiera hecho, algún novio, quizá?

– No, aunque, bueno, sí pasó un chico por allí. Estábamos comiendo en aquel momento, y se marchó porque no quería molestar cuando ella tenía visita. De todos modos, me saludó amablemente y charlamos un momento, antes de que se fuera.

– ¿Recuerdas su nombre?

– Se llamaba Henrik. Lo recuerdo muy bien porque mi hermano se llama así.

– ¿Y el apellido?

– Eso no lo dijo.

– ¿Parecían amigos íntimos?

– No sé, resultaba difícil saberlo. Apenas entró un momento. Me dio la impresión de que vivía cerca, quizá fuera un vecino.

– ¿Cómo lo describirías? -preguntó Knutas.

– Era de la misma edad que Gunilla. Alto y bien parecido. Cabello oscuro y fuerte, con unos ojos especialmente bonitos. Verdes, creo que eran.

«Da gusto con los artistas; qué capacidad de observación tienen», reflexionó Knutas.

– ¿Observaste algo más?

– Bien, sí, me pareció que se trataba de un vecino, pero desde luego no era de När, porque hablaba con acento de Estocolmo. Ni el más mínimo acento de Gotland.

Sonó el móvil de Knutas. Al otro extremo, con voz alterada, Kihlgárd informaba que unos jóvenes habían encontrado la ropa de las mujeres asesinadas en una caseta de pescadores en Nissevikken.

Knutas concluyó enseguida la conversación y dio las gracias a la mujer. Ya en la calle, comunicó a Karin lo de la ropa.

– Lo mejor será que volvamos cuanto antes -dispuso Knutas-. De todas formas, ya hemos hecho casi todo lo que veníamos a hacer aquí. Se encuentra en Gotland, eso está claro.

Un par de horas más tarde, se hallaban sentados en un avión de vuelta a Visby.


Había dormido mal. Emma tuvo la sensación de haberse despertado muy temprano. Echó un vistazo al reloj. Eran las cinco y media.

A su lado estaba Olle, que parecía dormir profundamente. Tenía la boca abierta y cada vez que respiraba lanzaba una bocanada de mal aliento. Se levantó y fue al cuarto de baño. Sentada en la taza mientras orinaba, la imagen de Johan cruzó por su cabeza, pero la desechó al instante. En adelante todo iba a ir bien entre Olle y ella. Abrió el grifo de la ducha y disfrutó del agua que resbalaba sobre su cuerpo. Se envolvió en una toalla de baño y fue a acostarse al lado de Olle. Con la cabeza junto a la de él. «Claro que le quiero -pensó, al tiempo que la sombra de la duda no la dejaba en paz-. Pero si es mi Olle…»

¡Qué harta estaba de sí misma! Tantos titubeos, tanta inseguridad… ¿Por qué no podía decidir de una vez por todas lo que sentía?

Se sentó para contemplarlo. Allí estaba, ignorante de que lo estaba observando. Desnudo e indefenso como un niño. A lo mejor ya no estaba enamorada de él.

Tal vez se hubiese acabado. Sólo pensarlo le daba vértigo. El padre de sus hijos. Pero ¿acaso estar enamorado no era lo más importante de todo? Ella había hecho una promesa de por vida. Amarlo en las penas y en las alegrías. En las alegrías y en las penas. ¿Y si ya no había alegrías?

Recorrió con la mirada la frente y los párpados de Olle. Se preguntaba qué se escondería allí dentro. Qué pensaría él.

Y los niños. Sus dos maravillosos hijos. Como padres, tenían una responsabilidad infinita.

¿Y ella misma? ¿Quién era ella para estar dispuesta a sacrificarlo todo de una manera tan irreflexiva? Que implicaba riesgos de por vida. Era una temeridad. ¿Cómo era capaz? No se trataba sólo de Olle y Emma. Se trataba del futuro de toda la familia. Del futuro de los niños.

Al mismo tiempo, su enamoramiento de Johan hacía que se elevara y descendiese como un barco en alta mar.

Se levantó, fue a la cocina y encendió un cigarrillo, aunque sólo eran las seis y cuarto. Al cuerno lo de no fumar en casa. Ya tendría tiempo de ventilarla antes de que llegasen los niños.

Las cavilaciones se filtraban con cada calada. A lo mejor sólo tenía que esperar. Aceptar su confusión interior. No tenía por qué tomar ninguna decisión ahora. Mejor dejarlo correr por un tiempo. Dejar pasar el tiempo.

Ya no tenía fuerzas para seguir pensando en su caótica vida sentimental.

De pronto sonó su móvil. Lo sacó del bolso y pulsó la tecla de los SMS:

«No puedo dormir. ¿Y tú?/Johan.»

Salió fuera, a la escalera, y lo llamó. Contestó inmediatamente.

– ¿SÍ-?

Una llamarada roja de pasión le recorrió el cuerpo, desde la cabeza hasta el estómago, pasando por los brazos, hasta la punta de los dedos.

– Hola, soy yo.

– Hola. Te echo de menos.

– Yo también a ti.

– ¿Cuándo nos podemos ver?

– No lo sé. Él está aquí. Hemos hablado. Hoy va a volver con los niños. Están en casa del hermano de Olle, en Burgsvik. Los abuelos también están allí.

– Entonces podremos vernos…

– No sé. ¿Qué quieres decir?

– Si tu marido se va, te quedarás sola. Puedo ir ahí.

– ¿Aquí? No, eso no puede ser, como tú comprenderás. No podemos vernos aquí, en nuestra casa.

– Entonces, ¿podrás venir tú aquí?

– No me apetece andar por ahí dando vueltas y con el temor de que alguien me vea.

– Te echo tanto de menos que me muero. Tengo que verte.

A Emma se le ocurrió una idea. Insensata, claro, pero qué demonios.

– Bien, mira, tengo que ir a casa de mis padres en la isla de Farö un día de éstos. No hay nadie. Mis padres están fuera, se han tomado unas largas vacaciones, y les he prometido darme una vuelta por allí. Había pensado llevarme a mi amiga Viveka y quedarnos allí unos días. Me gustaría mucho ir contigo. Me voy a volver loca si sigo en casa. Realmente tengo que largarme. La casa se encuentra justo al lado del mar. Es un lugar precioso.

– ¿Y tu amiga?

– No hay ningún problema. Seguro que puede ir más tarde. Hablaré con ella. Bueno, lo cierto es que ya sabe algo de ti.

– ¿De verdad? -Sintió calor en las mejillas. No pudo evitar sentirse halagado-. Me parece estupendo, pero no puedo quedarme más de un día. Ahora tengo mucho trabajo, con el último asesinato y demás, pero una noche seguro que puedo ir. Y podré volver al trabajo un poco más tarde mañana. Pero esta tarde no estaré listo antes de las seis.

– No importa. Puedo ir antes.

Emma entró de nuevo en casa. Tenía en el cuerpo la sensación de encontrarse al borde del abismo, mezclada con la expectación y una dosis de mala conciencia.


Cuando Olle se despertó, le sirvió el desayuno en la cama.

– He tomado una decisión -le dijo-. Necesito pensar. Necesito distanciarme. Han pasado tantas cosas últimamente, que estoy bastante confusa. Ya no sé ni lo que quiero.

– Pero si anoche dijiste… -comenzó a decir desilusionado.

– Lo sé, lo sé, pero todavía tengo dudas -se justificó-. De lo nuestro. No sé lo que nos queda. También puede que sólo sea lo de Helena y todas esas muertes. Necesito salir de aquí.

– Lo entiendo -admitió comprensivo-. Sé que ha sido muy duro para ti. ¿Qué piensas hacer?

– Lo primero que haré es irme a la casa de mis padres. De todas formas tenía que ir a dar una vuelta por allí. Me marcho hoy.

– ¿Sola?

– No, Viveka ha prometido acompañarme. Ya he hablado con ella -mintió.

Sintió un aguijonazo en el pecho. Otra mentira. Se avergonzaba de la facilidad con que lo hacía.

– Yo había esperado que te vinieras hoy conmigo, claro. ¿Qué voy a decirles a los niños?

– Diles la verdad. Que por unos días me ocuparé de la casa de los abuelos.

– Está bien. Seguro que lo entienden. De todas formas, tendréis mucho tiempo para estar juntos el resto del verano.

Sintió remordimientos al ver lo comprensivo que era.

«Habría sido casi más fácil si se hubiera enfadado», pensó Emma, cuya irritación iba en aumento.

– Gracias, querido -le dijo escuetamente, y le dio un ligero abrazo.


Knutas había pedido a Kihlgárd que convocara a todos para una reunión en las dependencias policiales por la tarde, cuando Karin y él hubieran llegado de vuelta a Gotland. Abrió la reunión:

– Os comunico que hemos encontrado lo que creemos que es la ropa de las víctimas en una caseta en Nisseviken. Los técnicos la están analizando en estos momentos, antes de enviarla al Laboratorio Nacional de Ciencias Forenses. La caseta está acordonada y estamos tratando de averiguar quién es el dueño. Parece ser que estaba abandonada y que no se usó en muchos años. Los familiares de las víctimas están de camino hacia aquí, para identificar las prendas. El hallazgo demuestra que lo más probable es que el asesino esté aquí, en Gotland. Desde este momento vamos a concentrar nuestros esfuerzos de búsqueda aquí. Hasta nueva orden. ¿Tenemos alguna novedad?

– Nos han llegado hoy los resultados de las huellas dactilares que aparecían en el inhalador encontrado fuera de la casa de Gunilla Olsson -dijo Kihlgárd-. No hay ninguna huella en el archivo de delincuentes que coincida con ellas. Hemos comprobado qué personas en el círculo de amistades de las víctimas padecen asma o molestias similares agudas de tipo alérgico. El resultado es que tanto Jan Hagman como Kristian Nordström son asmáticos. Sus inhaladores se compararán hoy con el que apareció en casa de Gunilla Olsson.

– Bien -dijo Knutas-. ¿Qué les habéis sacado en los interrogatorios?

– Por lo que se refiere al interrogatorio de Hagman, le preguntamos que por qué no comentó nada del aborto cuando estuvimos en su casa. Nos dio una explicación bastante razonable: no pensó que el aborto tuviese importancia para nosotros, y sus hijos no saben nada de su relación con Helena Hillerström, por eso no quería profundizar demasiado en ello. Cuando estuvimos allí, parecía sentir pánico de que el hijo pudiera escuchar lo que decíamos.

– Lo comprendo -dijo Knutas-. Deberíamos haberle pedido que viniese aquí, en vez de interrogarle en su casa. ¿Y con Nordström?

– Pues salta a la vista que es incomprensible que todo el tiempo haya negado haber mantenido una relación con Helena y lo volvió a negar. Cuando le dijimos que teníamos las cartas, se vino abajo y lo reconoció inmediatamente. Sin embargo, no pudo explicar por quó lo había negado antes. Sólo dijo que no quería parecer sospechoso.

– ¿Qué más?

– Los testigos han declarado que habían visto a un hombre desconocido en casa de Gunilla Olsson las últimas semanas. Se le vio entrar en la casa o salir de ella tanto por la mañana como por la tarde, por lo que no parece inverosímil que se tratase de un amigo -continuó Kihlgárd-. Los testigos lo han descrito como un tipo alto, de aspecto agradable y de la misma edad que ella.

– ¿Les habéis mostrado a los testigos alguna fotografía? ¿Por ejemplo, de Kristian Nordström o dejan Hagman?

– No, no lo hemos hecho -admitió Kihlgárd algo azorado.

– ¿Cómo es posible?

– Pues la verdad es que no lo sé. ¿Alguien lo sabe?

Kihlgárd dirigió la pregunta a sus colegas.

– Hemos de reconocer que se nos ha pasado. Se nos ha ido el santo al cielo, sencillamente -admitió Wittberg.

– Pues ya podéis encargaros de enseñárselas. Inmediatamente después de la reunión -ordenó Knutas resuelto-. Bien, ¿qué hay de las coartadas de Nordström y de Hagman? -continuó-. ¿Se han comprobado otra vez?

– Sí -respondió Sohlman-, y parecen sólidas.

– ¿Parecen?

– Hagman tiene a su hijo y un vecino de testigos. El vecino ha declarado que salieron juntos a vaciar las redes, cuando ocurrió el primer asesinato. Regresaron a las ocho de la mañana. Cuando mataron a Frida Lindh, Hagman tenía en casa a su hijo, que estaba de visita. Los dos aseguran que estaban durmiendo a la hora del crimen, puesto que fue por la noche. Y el día del último asesinato, se encontraba fuera pescando con el mismo vecino con el que vació las redes. Eso fue la víspera del solsticio. Luego estuvieron celebrándolo en casa del vecino y Hagman se quedó frito en el sofá.

– ¿Y Nordström?

– Lo cierto es que no tiene coartada para el primer asesinato -continuó Sohlman-. Estuvo en la fiesta en casa de Helena Hillerström casi hasta las tres de la madrugada. Luego compartió un taxi hasta Visby con Beata y John Dunmar, y después continuó hasta su casa, adonde llegó poco antes de las cuatro. Vive en Brissund. El taxista ha declarado que se apeó del taxi al llegar a su casa y que estaba bastante borracho. Que luego recorriese los sesenta kilómetros que hay de vuelta hasta la casa de los Hillerström, esperara en la playa y se cargase a Helena, parece como mínimo inverosímil. Además, viajó a Copenhague ese mismo día. Tomó un avión de Visby a Estocolmo por la tarde. Y cuando se cometieron los otros dos asesinatos, ni siquiera se encontraba en Gotland. Cuando el de Frida Lindh estaba en París y en el de Gunilla Olsson, en Estocolmo. Ninguna de las personas que estuvieron en Munkkällaren la noche en que Frida fue asesinada vio a Kristian Nordström allí. Si le hubiesen visto, le habrían reconocido. Pudo haberla esperado en el camino de vuelta a casa, es una posibilidad. Por otro lado, el hombre que estuvo hablando con Frida Lindh en el bar todavía no se ha dado a conocer. Y eso lo convierte en sumamente sospechoso. Es sueco, con lo que tiene que haberse enterado de nuestras peticiones para que se ponga en contacto con la policía.

– Bueno, puede haber otras razones para que no se ponga en contacto con nosotros. Es posible que tenga algún otro asunto que ocultar-opinó Karin Jacobsson.

– Sí, claro, también puede ser eso -admitió Sohlman.

– La señora que vendía la cerámica de Gunilla dice que vio a un hombre de unos treinta y cinco años en su casa, que era un tipo alto y bien parecido -explicó el comisario-. Se presentó como Henrik. No tenía acento de Gotland, sino que sonaba como si fuera de Estocolmo. Según las amigas de Frida Lindh, el hombre con quien estuvo en Munkkällaren se llamaba Henrik. El camarero ha afirmado que el hombre con el que ella estaba en el bar hablaba con el acento de Estocolmo. Claro que eso no quiere decir que no sea de aquí. Puede tratarse de una persona de Gotland que se fue a vivir a Estocolmo hace mucho tiempo. O tal vez uno de sus padres sea peninsular y eso haga que no hable con el acento de Gotland, o que evite hacerlo con este acento para no ser reconocido. Por supuesto, cabe también la posibilidad de que sea un peninsular que conozca bien la isla y se encuentre aquí en estos momentos. Yo me inclino más a pensar que a quien buscamos es alguien de aquí. Sí, empezaremos por este supuesto. ¿Qué sabemos del asesino? Que puede que se llame Henrik. Que es alto, que calza un 45. Que tiene entre treinta y treinta y cinco años y padece asma. Somos menos de sesenta mil habitantes en la isla. No puede haber tantas personas que coincidan con esa descripción. Además, ahora tenemos tal número de descripciones de los testigos acerca de ese hombre que debe ser factible hacer un retrato robot. Tal vez sea el momento de hacerlo.

– No lo creo oportuno -rechazó Kihlgárd-. Eso no hará sino crear pánico.

Varios de los presentes asintieron con un murmullo.

– ¿Alguien tiene alguna propuesta mejor? -preguntó Knutas abriendo los brazos-. Todo apunta a que el culpable está en la isla. Un asesino en serie, que puede volver a actuar en cualquier momento. Hemos localizado la ropa, pero ¿qué más tenemos? No hemos encontrado ninguna conexión entre las víctimas que parezca relevante para la investigación. No hay testigos de ningún asesinato. Ha actuado cuando las víctimas estaban solas y no había nadie cerca. En todas las ocasiones se ha esfumado como un fantasma. Nadie ha oído nada, nadie ha visto nada. Al mismo tiempo, un montón de personas tiene que haberlo visto. Joder, que se ha movido por toda la isla: Fröjel, Visby, När, Nisseviken. Ha estado en bares, en playas, dando vueltas por la ciudad y por När. Un retrato robot puede ofrecernos la posibilidad de detenerlo enseguida.

– Parece la única solución -dijo Sohlman dándole la razón-. Tenemos que hacer algo radical. Puede volver a matar en cualquier momento. Además, no ha pasado más que una semana entre los dos últimos asesinatos. Ahora, a lo mejor, no deja pasar más que unos días antes de actuar de nuevo. El tiempo se nos escapa.

– Eso es una absoluta gilipollez -tronó Kihlgárd-. ¿Qué pensáis que sucederá cuando la gente vea el retrato? Relacionarlo con cualquier persona que conozcan. Nos van a bloquear la centralita dando pistas. Se va a desatar la histeria, os lo aseguro. Y entonces, nosotros seremos los responsables. ¿Y de dónde vamos a sacar tiempo para hacer frente a eso? Estamos totalmente ocupados tratando de detener a ese loco.

– ¿Qué datos tenemos para hacer un retrato robot? -objetó Karin-. Tenemos dos testigos que han visto a la persona que podría ser el asesino. La vendedora de la cerámica de Gunilla Olsson y la vecina que observó a un hombre cerca de su casa. Además, claro está, de las amigas de Frida Lindh, que vieron al hombre del bar. Aún no sabemos si es el asesino. No es más que una sospecha. ¿Coinciden las descripciones de los testigos? ¿Y qué pasa si se equivocan? Hay dos grandes riesgos con un retrato robot. Por un lado, cabe que los testigos no lo recuerden bien y que publiquemos un retrato que no tenga nada que ver con la realidad. Por otro, es posible que en realidad no hayan visto al asesino, sino a cualquier otra persona. A mí me parece un gran riesgo publicar un retrato robot. Me parece una tontería adoptar una medida tan drástica precisamente ahora.

– ¡Drástica! -repitió Knutas con sarcasmo-. ¿Te parece extraño que se tomen medidas drásticas en esta situación? Tenemos tres asesinatos sobre la mesa y una isla entera paralizada por el miedo, mujeres que no se atreven a poner el pie en la calle en pleno verano y, en general, a toda Suecia pendiente de nosotros. ¡Pronto llamará hasta el primer ministro! Tenemos que resolver este caso, ya. Quiero detener al asesino en una semana. Cueste lo que cueste. Vamos a llamar a un dibujante inmediatamente, que empiece a hacer un retrato robot. Lo daremos a conocer tan pronto como sea posible. Además, quiero que Hagman y Nordström sean traídos aquí inmediatamente, para interrogarlos de nuevo. Y quiero interrogar personalmente a todos los que asistieron a la fiesta en casa de los Hillerström. A todos y cada unos de ellos, lo mismo que a las amigas de Frida Lindh. ¿Qué hay de la investigación del pasado de las víctimas? ¿Hay algo interesante?

Björn Hansson, de la policía nacional, contestó.

– Estamos trabajando a marchas forzadas en ello. Helena Hillerström se fue a vivir a Estocolmo cuando tenía veinte años y todo parece indicar que no conoció a Frida Lindh. Helena Hillerström y Gunilla Olsson estudiaron el último ciclo de la escuela básica y el bachillerato en centros distintos y parece que no tenían las mismas aficiones. Entre Gunilla y Frida no hemos conseguido encontrar ninguna conexión. Frida Lindh vivía, como sabéis, en Estocolmo. Su verdadero nombre era Anni-Frid y el apellido de soltera, Persson. Estas cosas llevan mucho tiempo. Y no es nada fácil, ahora que estamos en verano. Todo el mundo está de vacaciones.

– Sí, sí -dijo Knutas impaciente-. Sigue con ello y aumenta el ritmo al máximo. No hay tiempo que perder.


Tras la reunión, Knutas se encerró en su despacho. Estaba cabreado. Con todo y con todos. Se sentó ante el escritorio. Tenía la camisa pegada al cuerpo. En ella se extendían grandes manchas de sudor. Le asqueaba sentirse sucio. El calor, tan esperado, ya estaba empezando a hacérsele difícil de soportar. No podía pensar. Era casi imposible concentrarse. Lo que más le apetecía era irse a casa, darse una larga ducha refrescante y beberse un par de litros de agua con hielo. Se levantó y bajó las persianas. En la comisaría no tenían aire acondicionado. Consideraban que costaba demasiado caro instalarlo, dado que lo necesitaban tan pocos días al año. Tenía sus esperanzas puestas en las obras de reforma que iban a realizarse en otoño; era de suponer que tendrían el sentido común de instalar entonces el aire. «Joder, para resolver estos asesinatos tan complicados, tendré que poder concentrarme», pensó Knutas irritado. El hallazgo de la ropa era de todos modos un paso adelante. Iría a inspeccionar la caseta más tarde. En aquel momento, lo mejor era dejar trabajar tranquilos a los técnicos en aquel lugar. Empezó a ojear las carpetas que contenían las transcripciones de los interrogatorios. Tres carpetas: una para Helena Hillerström, otra para Frida Lindh y otra más reciente para Gunilla Olsson. Tenía la desagradable impresión de que las cosas se le habían ido de las manos en aquella investigación. Al menos, eso le había demostrado su viaje a Estocolmo, con el interrogatorio de los padres de Helena Hillerström y el aborto al que nadie se había referido antes. ¿Cómo se habían realizado los otros interrogatorios? Decidió repasar todas las actas de los interrogatorios una vez más. Las de los padres de las víctimas, en primer lugar.

Gunilla Olsson era huérfana, y a su hermano aún no lo habían localizado. Abrió la carpeta de Frida Lindh. Gösta y Majvor Persson. Calle Gullvivegränd 38, en Jakobsberg. Tenía pensado ir a verlos durante su visita a Estocolmo, pero el hallazgo de la ropa se lo impidió. Empezó a leer. El interrogatorio parecía en regla, pero Knutas quería de todas formas hablar con los padres.

Descolgaron el auricular al cuarto tono. Se oyó una voz femenina débil al otro lado del auricular.

– Persson.

Knutas se presentó.

– Será mejor que hables con mi marido -dijo la mujer con voz aún más débil, casi inaudible-. Está fuera en el jardín. Espera un momento.

Enseguida oyó al marido:

– Sí, diga.

– Soy el comisario de la policía judicial de Visby, Anders Knutas. Me encargo de la investigación del asesinato de vuestra hija. Sé que la policía ya os ha interrogado, pero me gustaría haceros algunas preguntas más.

– Bien…

– ¿Cuándo visteis a vuestra hija por última vez?

Una pequeña pausa. El hombre respondió con la voz apagada.

– Fue hace ya mucho tiempo. No nos veíamos muy a menudo, por desgracia. La relación pudo haber sido mejor. Nos vimos cuando se mudaron. Los niños querían despedirse. Ésa fue la última vez.

Hubo otra pausa, un poco más larga. Luego volvió a oír su voz.

– Pero yo hablé con ella por teléfono la semana pasada, cuando Linnea cumplió cinco años. Bueno, al menos quería hablar con los nietos el día de su cumpleaños.

– ¿Cómo te pareció que estaba Frida entonces?

– Parecía contenta por una vez. Me contó que empezaba a sentirse a gusto en Gotland. Fue duro para ella al principio. En realidad no quería irse a vivir allí. Lo hizo porque Stefan quería. Fue el colmo, que fuera a encontrarse precisamente con un chico de Gotland. Ella detestaba Gotland, nunca quiso hablar del tiempo en que vivimos allí.

Knutas se quedó estupefacto. Le costaba asimilar lo que acababa de decir aquel hombre al otro lado del teléfono.

– ¡Oiga! -se oyó la voz del padre al cabo de unos segundos.

– ¿Qué ha dicho, vivieron en Gotland antes? -resopló Knutas.

– Sí, nos mudamos para probar, pero sólo estuvimos unos meses.

– ¿Y qué hicieron aquí?

– Yo estaba en el ejército y fui trasladado al regimiento P18. Pero eso fue hace mucho tiempo. En los años setenta. Pusimos en alquiler nuestra casa aquí, en Jakobsberg. Pero no nos sentíamos a gusto. Sobre todo, a Frida le pareció terrible. Faltaba a clase y en casa estaba como cambiada. Era imposible tratar con ella.

– ¿Cómo no contó nada de esto en el primer interrogatorio que le hizo la policía? -preguntó Knutas indignado.

No podía controlar su enojo.

– No sé. Estuvimos tan poco tiempo… Y hace tantos años de aquello…

– ¿En qué año vivieron en Visby?

– Vamos a ver… Sí, tuvo que ser en la primavera del 78. Llegó en muy mal momento para Frida. Tuvo que cambiar de clase a mitad del último semestre, en sexto. Hicimos la mudanza durante la Semana Santa.

– ¿Cuánto tiempo residieron aquí?

– Habíamos pensado quedarnos por lo menos un año, pero mi mujer enfermó de cáncer y quiso volver a casa, a Estocolmo, para estar cerca de sus familiares. Regresamos a Estocolmo a comienzos de verano.

– ¿Dónde vivían?

– Esto… ¿Cómo se llamaba la calle? De todos modos, estaba algo alejada de la muralla. Iris… algo. Irisdalsgatan, eso es.

– Entonces, Frida iría a la escuela de Norrbackaskolan, ¿no?

– En efecto, así se llamaba.


Terminada la conversación, el comisario llamó inmediatamente a Kihlgárd a su teléfono móvil. Su colega le hizo saber que en aquel momento estaba disfrutando de unas chuletas de cordero en el restaurante Lindgárden.

– Frida Lindh vivió en Visby en su niñez.

– ¿Qué me dices?

– Sí, aunque sólo unos meses, cuando estaba en sexto curso. Su padre es militar y estuvo destinado en Visby.

– ¿Cuándo fue eso?

– En 1978. En la primavera. Fue a la escuela de Norrbackaskolan y vivían en la calle Irisdalsgatan. Está en la misma zona que la calle Rutegatan, donde vivía Helena Hülerström. Ésta puede ser la pista que necesitamos.

– Casi seguro. Voy para allá.

– Bien.


La policía no tardó mucho en averiguar que también Gunilla Olsson había asistido a la misma escuela. Frida Lindh era un año menor que las otras, pero entró en la escuela con seis años. La policía supo enseguida cuál era el común denominador: las tres víctimas del asesino habían ido a la misma clase en sexto.


El tiempo parecía que iba a ser como los meteorólogos habían pronosticado. El cielo estaba de un amenazador gris oscuro y por el oeste se acercaba una masa de nubes negras, que parecían presagiar lluvias abundantes. Emma, en la proa del transbordador, contemplaba la isla de Farö, cada vez más cerca. La travesía del estrecho sólo duraba unos minutos, pero quería aspirar la brisa marina y disfrutar de la vista. Farö era uno de sus lugares favoritos. La isla, agreste y solitaria, con sus originales formaciones calcáreas, raukas, y sus largas playas de arena, no atraía sólo a Emma. En verano, aquello era un hervidero de turistas. Sus padres tuvieron una suerte enorme al comprar hacía diez años aquella casa de piedra, situada al norte, al lado de la playa de Norsta Auren, que se extendía a lo largo de varios kilómetros. Un pariente de la familia conocía a la dueña, interesada en vender. Pero sólo a alguien de Gotland. Por lo general era gente adinerada de Estocolmo la que adquiría las pocas casas que se ponían a la venta. Muchas personas conocidas se refugiaban en la isla, para tener tranquilidad: actores, artistas y políticos, por no hablar de Ingmar Bergrnan, que vivía allí todo el año.

Sus padres se mudaron desde Visby, sin dudarlo. No se habían arrepentido ni por un segundo.

Se detuvo de camino en el Konsum, para comprar las últimas provisiones. Echó un vistazo a las portadas de los periódicos de la tarde al entrar en el local. En las dos aparecía una fotografía grande de la última asesinada: una mujer de su edad, con el cabello largo y moreno recogido en trenzas. Ahora publicaban también su nombre y una fotografía de ella. Compró los dos periódicos. En el coche les echó un vistazo. Una mujer brutalmente asesinada, igual que las otras. El malestar le revolvió las tripas. Cuando llegase a casa leería los diarios con calma. De camino hacia el norte de Farö condujo a gran velocidad. En el cruce, antes de llegar a Sudersand, giró a la izquierda. Se detuvo al lado de la tahona, donde siempre paraba cuando iba a ver a sus padres. Charló un poco con las chicas que la atendieron. Allí conocía a todo el mundo.

El cielo estaba cada vez más oscuro.

Cuando salió de la carretera, para recorrer el último trecho del camino, muy bacheado, en dirección a la playa, donde se encontraba la casa, descubrió un Saab rojo detrás de ella, con un solo ocupante, el conductor. Vio que había unos prismáticos en el salpicadero. «Seguro que es un ornitólogo», dedujo. El estrecho al lado de la casa de sus padres era un lugar muy frecuentado por los ornitólogos. Cuando aparcó el coche fuera de la casa, vio que el automóvil daba la vuelta y se iba por el mismo camino por donde había llegado. «Bueno, un observador de pájaros sin sentido de la orientación.»


Acababa de cerrar la puerta tras ella cuando empezó a llover. Al dejar las bolsas en el suelo de la entrada, vio el primer relámpago al otro lado de la ventana, luego retumbó el trueno y la lluvia comenzó a repiquetear en el tejado de chapa. Con la tormenta, el interior de la casa estaba casi totalmente a oscuras.

Olía a cerrado; sus padres ya llevaban fuera una semana. Fue a la cocina e intentó con cuidado abrir una ventana, pero con el aire que soplaba le resultó imposible. Depositó las bolsas en la encimera y empezó a llenar los armarios. Hacía falta, porque estaban vacíos. Sus padres habían planeado pasar una larga temporada fuera. Durante tres semanas más viajarían por China e India. Desde que se jubilaron los dos unos años antes, hacían un viaje largo cada año.

Sacó las cosas. Primero iba a colocar toda la comida en la cocina, después pondría sábanas limpias en la cama doble de sus padres. Estaba deseando que llegara Johan, para pasar toda una tarde y una noche con él. Cenar y desayunar juntos.

Los últimos días, su vida sentimental había sido una verdadera montaña rusa. En un momento quería seguir con su vida tranquila al lado de Olle, al siguiente estaba dispuesta a dejarlo todo por Johan. Sin duda estaba enamorada de Johan, pero ¿qué sabía de él en realidad?

Era fácil enamorarse ahora, en verano, y lo de verse a escondidas habría funcionado como un acicate especial. Él no tenía responsabilidades. Vivía solo y no tenía hijos, no debía pensar más que en sí mismo. Para él era fácil, claro. Pero en su caso había una familia en la cual pensar, sobre todo los niños. ¿Estaba dispuesta realmente a desbaratar sus vidas sólo porque se había enamorado de otro? ¿Y cuánto duraría ese amor?

Dejó de pensar. Encendió la radio; oyó un poco de música y luego subió al piso de arriba a poner sábanas limpias. Se sofocó al pensar a lo que iban a entregarse más tarde en la cama. La lluvia golpeaba en las ventanas, pero no pudo evitar abrir una para que entrara algo de aire fresco. Allí arriba era más fácil. La ventana del dormitorio daba al bosque.

Cuando ya estuvo todo en condiciones, preparó café, se sentó a la mesa de la cocina con un cigarrillo y miró afuera.

Había un muro bajo de piedra alrededor de la casa. Por encima de él podía ver directamente la superficie del mar, que se agitaba con el viento. Allí la playa era estrecha, para ensancharse más y más conforme uno se alejaba. En el extremo, donde más ancha era, mucha gente se bañaba desnuda. ¿Cuántas veces no se habría metido ella desnuda en el mar, tras correr directamente hasta al agua gritando de felicidad? Acallando el estruendo de las olas.

«Mañana por la mañana, quiza podarnos bañarnos desnudos -pensó-. Antes de que Johan se vaya al trabajo. Si ya no hay tormenta.»

Viveka le había prometido ir a comer al día siguiente. Emma no quería quedarse sola.

Se levantó y dio una vuelta a la casa. Hacía tiempo que no visitaba a sus padres. La relación no era muy buena. Siempre había habido una distancia entre ellos, desde pequeña. Siempre había sentido que debía hacer algo para que estuviesen contentos con ella. Y lo estuvieron muchas veces. Cuando hacía un dibujo bonito, había sacado buena nota en un examen o lo había hecho bien en alguna actuación de gimnasia. Pero la distancia no se acortó con los años y ya era imposible superarla. Era difícil relacionarse de manera natural. Con frecuencia sentía remordimientos porque no los llamaba ni los visitaba lo suficiente. Al mismo tiempo, pensaba que ellos, que estaban jubilados y, en su opinión, disponían de mucho tiempo, deberían mostrar más interés en visitar a su hija. Echarle una mano con los niños. Llevárselos de excursión alguna vez, o a Pippiland, que a los peques les encantaba. En definitiva, el tipo de cosas para las que su marido y ella apenas tenían tiempo. Cuando por fin iban a visitarlos, se sentaban en el sofá como si se hubieran quedado pegados, esperando a que les sirvieran. Por otra parte, comentaban a menudo el desorden que Olle y ella tenían o que a los niños había que cortarles el pelo. Era agotador, pero no veía el modo de cambiar las cosas. Sus padres encajaban mal las críticas, y cuando en alguna ocasión se había atrevido a reprocharles algo, se habían defendido. Sus observaciones siempre terminaban con su padre enfadado.


El cuarto de estar tenía el aspecto de siempre. El sofá de flores y la mesa antigua, comprada en alguna de las innumerables subastas a las que sus padres acudían. La chimenea parecía no haberse usado desde hacía tiempo. Estaba admirablemente limpia. Observó con satisfacción que había leña en el cesto al lado de la chimenea.

La escalera de madera que conducía al piso superior crujía. Entró en la habitación de los invitados, que tanto ella como su hermana Julia tenían por suya. Allí dormían siempre cuando iban a visitar a sus padres, en medio de las cosas que habían dejado cuando se fueron de casa.

Se sentó en la cama. En el cuarto olía aún más a cerrado y las pelusas de polvo se arremolinaban en los rincones.

La estantería que cubría una de las paredes estaba repleta de libros. Pasó la mirada por los lomos: Nancy Drew, Los Cinco, Barn 312, los libros de caballos de Bruta y Silver, Kulla-Gulla y los viejos libros de mamá cuando era niña. Tomó uno de la estantería y sonrió al ver el estilo y la cubierta. Decorada con el dibujo de una mujer joven y esbelta, con los labios rojos y un pañuelo, dispuesta a subirse a un coche deportivo con un hombre moreno, tipo Ken, al volante. Kärlek med förhinder (Amor con impedimentos) era el apasionante título.

Aquel título encajaba con ella, se dijo con amargura.

Encontró un montón de revistas muy manoseadas de Starlet och Mitt Livs Novell. Sonrió para sus adentros al recordar con qué pasión su hermana y ella las leían, para luego debatir acerca del destino conmovedor al cual se enfrentaban aquellas chicas jóvenes. En otro estante había un montón de antiguos álbumes de fotos. Estuvo largo rato mirando absorta las fotos de su infancia y adolescencia. Fiestas de cumpleaños, campamentos de equitación, fiestas de fin de curso. Con sus amigos en la playa, una fiesta con barbacoa una tarde de verano, y con su padre, su madre y Julia en el parque de atracciones de Grona Lund, en Estocolmo. En muchas de las fotografías aparecía también Helena.

Allí estaban ellas: dos niñas escuálidas de once años en la playa; con trece, en una fiesta de la clase con los ojos demasiado pintados, y en el coro, colocadas con mucho esmero. Chicas alegres a quienes gustaban los caballos, en la escuela de equitación; vestidas de blanco el día de la confirmación, y como resplandecientes señoritas, con sus vestidos largos, en el baile de graduación.

Se fijó en un montón de viejas revistas escolares, con las fotos de las clases. Sacó una de ellas y buscó su clase y la de Helena.

Clase 6 A, se leía en la parte superior. Después de la foto de la escuela, la del director y la de la maestra, aparecían las fotografías de sus compañeros de clase, cada una de ellas con el nombre debajo. «¡Qué pequeños éramos!», pensó. Algunos con mejillas infantiles, redondas y sonrosadas. Otros, pálidos y con cara de aburrimiento. En algunos ya se apreciaban las huellas de un incipiente rostro adolescente; de las chicas, las había maquilladas, y en el labio superior de algún chico ya asomaba el bozo. Se vio a sí misma, a un lado en la fila de abajo, puesto que de soltera se apellidaba Östberg. Y allí estaba Helena. Guapa, con el pelo oscuro y largo que le tapaba la mitad de la cara. Miraba muy seria a la cámara.

Siguió con el índice las fotografías, una tras otra. Ewa Ahlberg, Fredrik Andersson, Gunilla Broström. Detuvo el dedo ante la fotografía de aquella chica rubia, con un pañuelo al cuello y que miraba de reojo al fotógrafo por debajo del flequillo.

Gunilla Broström. Acababa de ver aquella cara en una persona adulta. Era ella, la del periódico. La misma Gunilla asesinada. Emma bajó corriendo a la cocina en busca de los periódicos. Claro que era ella. Entonces tenía el cabello rubio, pero la cara era la misma. No se había vuelto a acordar de Gunilla; la verdad es que no fueron muy buenas amigas.

Así que tanto Gunilla como Helena se habían topado con el mismo asesino.

Al instante tuvo claro lo que había en común entre ellas, y fue como si alguien le hubiera asestado un mazazo en la cabeza.

«Anni… ¿Dónde está Anni-Frid? Claro, tiene que ser Frida…» No podía ser verdad. Recorrió las fotografías con la vista… ¿Por qué no estaba Anni? «Ah, sí, claro, no llegó hasta la primavera. Desde Estocolmo. Después volvieron allí de nuevo. La llamábamos Anni, aunque se llamaba Anni-Frid -recordó-. Ha de ser la misma persona, sin duda.»

Las tres iban a la misma clase. Asesinadas. Ya sólo quedaba ella.


El cuarteto de la pandilla de acosadoras, en realidad no eran amigas. Helena y ella sí lo eran, mientras que la rara de Gunilla se hizo inseparable de Anni, la recién llegada. Pero algo hizo que precisamente las cuatro se juntasen y lo maltrataran. Aquello no duró mucho, quizá unos meses. Empezó medio en broma, pinchándole un poco y dándole algunos empujones. Luego fue cada vez peor. Se jaleaban unas a otras. Todas participaban, pero Helena llevaba la voz cantante. En realidad, era el único nexo existente entre ellas, el hostigamiento. Para Gunilla y Anni, aquello tal vez fuera una manera de hacerse amigas de Helena y de ella, que tenían fama de ser las más chulas de la escuela. Quizá fuese un modo de entrar en el grupo.

Pero no fue así. Llegaron las vacaciones de verano y todas se dispersaron. A Anni no la volvió a ver, su familia regresó a Estocolmo. Sólo Helena y ella coincidieron en la misma clase en el ciclo superior. Para ellas, los abusos no significaron nada. Después del verano, seguro que las cuatro los habían olvidado.

Pero, evidentemente, él no; él no los había olvidado.


Le temblaban las manos mientras pasaba las hojas de la revista. Un par de hojas adelante. Clase 6 C. Buscó entre las caras. Allí estaba. La quinta foto contando desde la izquierda.

Tenía la cara redonda, pálida y seria, con un esbozo de doble papada. El pelo cortado al rape. Era él. El común denominador de las cuatro.

Sintió un malestar profundo. Apenas tuvo tiempo de reaccionar: vomitó con violencia en el suelo.

Entonces sonó el teléfono. Los pitidos retumbaban por toda la casa.

En lugar de contestar, fue al cuarto de baño a lavarse. El mareo hacía que le temblaran las piernas. Había matado a las tres, una tras otra. Ahora sólo quedaba ella.

Volvió a sonar el teléfono. Bajó la escalera dando tropezones.

Era Johan.

– Hola, soy yo. He terminado antes. Voy a salir ahora.

Emma no podía articular las palabras.

– ¿Qué pasa? ¿Te ocurre algo?

Se dejó caer en el suelo con el auricular pegado a la mejilla. Susurró las palabras.

– He descubierto la relación que hay entre las víctimas. Las tres iban a la misma clase en sexto. A mi clase… Eramos un grupo de chicas que nos burlábamos de un chico que iba a una clase paralela. Tiene que ser el asesino. Una vez le metimos los calzoncillos en la boca. Exactamente lo que ha hecho con ellas. Las ha asesinado a todas menos a mí. ¿Entiendes? Soy la siguiente. Imagínate si está aquí. Tal vez esté demasiado alterada, pero me ha seguido un coche durante el último trecho hasta aquí, hasta la casa. Después, ha dado la vuelta. Lo conducía un hombre.

– ¿Qué coche era?

– Un Saab viejo. Creo que era rojo y…

No alcanzó a decir más. La línea se cortó.


La ducha había empezado a lanzar chorros de agua fría sobre su cabeza enjabonada, cuando sonó el móvil. Knutas se había tomado un respiro para ir a casa a comer. Se dio una ducha de agua fría, para ver si se le aclaraban las ideas. Oyó que contestaba su esposa.

No pasaron más de veinte segundos cuando comenzó a aporrear la puerta del cuarto de baño.

– ¡Anders, Anders, sal! Tienes que ponerte al teléfono. ¡Es urgente!

Cerró el grifo, abrió la puerta y empuñó el auricular. Su mujer echó mano a una toalla de baño y le ayudó a secarse, mientras él escuchaba. La voz que sonaba al otro lado estaba muy alterada.

– Soy Johan Berg de Noticias Regionales. Envía coches y gente a la isla de Farö. ¡Enseguida! Emma Winarve se encuentra allí sola en la casa de sus padres, y cree que el asesino va tras de ella. Piensa que está allí en estos momentos. Ha encontrado la relación. Todas las víctimas iban a la misma clase en sexto y eran un grupo que se burlaba de un chico de otra clase. Las ha matado a todas excepto a ella.

– ¿Qué demonios me estás diciendo?

– Emma está segura de que el chico del que se reían es el asesino. Ellas le metieron los calzoncillos en la boca una vez.

– ¿Cómo se llama?

– No lo sé. No ha tenido tiempo de decírmelo. La conversación se ha cortado. Pero cree que el tipo está allí ahora. Un coche la siguió hasta la casa. Luego desapareció. Era un viejo Saab. Rojo. Tenéis que ir allí. Yo ya estoy en camino.

– ¿Dónde, en Farö?

Johan leyó en voz alta la descripción del camino que Emma le había hecho.

– Hay que cruzar Ekeviken y pasar el indicador de Skär. Luego se llega a un kiosco de helados que está cerrado. Tuerce a la izquierda y entra en un camino a través del bosque que va hasta el mar. Conduce hasta el final del camino. Allí está la casa.

– Espéranos -le dijo Knutas tranquilo-. No te adelantes.

– ¡Una mierda! Ocúpate de llegar allí y rápido.

Johan colgó el teléfono y Knutas marcó el número del oficial de guardia.

– Envía tres coches patrulla a Farö. ¡Ahora mismo! El asesino de las mujeres al que andamos buscando es probable que se encuentre allí. Ordena a la policía local de Farö que se dirija a Norsta Auren. Que vayan todos armados y con los chalecos antibala. El sospechoso parece que viaja en un Saab rojo de modelo antiguo. Diles que ahora se pongan en marcha, ya daré más instrucciones luego. Bloquea el transbordador, al menos el que sale de Farö, hasta que lleguemos nosotros. Nadie puede salir de la isla. ¿Comprendido? Yo llamaré a Jacobsson, localiza a Wittberg y a Norrby. Diles que se pongan en contacto conmigo. Tienen que dirigirse también a Farö. Además, alguien tiene que localizar a Olle Winarve. Pedidle que se ponga en contacto conmigo.

Knutas cortó la comunicación y marcó el número del móvil de Karin.

– Soy Anders. ¿Dónde estás?

– Haciendo la compra en Hemköp.

– Déjalo todo y sal a toda prisa. Espérame en la calle Norra Hansegatan, en el lado de la comisaría. Paso a buscarte.

– ¿Qué pasa?

– Luego te lo contaré.

Se puso los calzoncillos y los pantalones. Su mujer no preguntó; se limitó a alcanzarle el chaleco antibalas y el arma reglamentaria. Él no tuvo que explicarle nada, y se lo agradecía.

Un minuto después se encontraba en el coche policial con las luces azules y las sirenas ululando; y con champú en el pelo.


Se lavó las manos minuciosamente. Frotando con el jabón una y otra vez. Quería sentirse totalmente limpio cuando llegara el momento. Se había dado una ducha larga y cálida, lavado la cabeza y afeitado. Hizo un derroche de agua caliente, algo en lo que sus padres siempre habían economizado. Después sacó la camisa, los pantalones y la corbata, y se vistió con esmero.

La corbata se la había regalado su madre las Navidades pasadas. Ahora le venia bien. Estaba solo en casa. Su padre había salido de pesca con el vecino. Su madre estaba haciendo la compra, pero volvería enseguida.

Oyó rechinar la grava cuando el coche entró en el patio. Estaba absolutamente tranquilo. Lo había preparado muy bien. Todo lo que necesitaba estaba en el granero. Limpio y arreglado.

Se contempló en el espejo, y se sintió satisfecho con lo que vio. «Un hombre en sus mejores años, que por fin se va a poner al frente de su propia vida», pensó antes de cerrar la puerta del cuarto de baño y bajar la escalera para encontrarse con su madre.

Ella iba cargada de bolsas.

– ¿Por qué no has venido a ayudarme? -le espetó en tono de reproche-. ¿No me has oído llegar? Podías imaginarte que tenía muchas cosas que descargar.

Ni siquiera lo miraba mientras le hablaba. Tampoco advirtió que se había arreglado. No hizo más que quitarse los zapatos, dejar su abrigo viejo y feo en un colgador de la entrada y empezar a meter las bolsas. Como siempre, aquel tono de reproche con voz de mártir, cargado de autocompasión. Se quedó inmóvil mirándola fijamente en silencio. Siempre la decepcionaba. Nunca fue de otra manera. Sus esperanzas no se correspondían con la realidad. Siempre exigía algo más de él. Algo excepcional. Nunca tuvo la sensación de que su madre estuviera del todo satisfecha con algo que hubiera hecho. En cambio, favoreció a su hermana. Su hermana menor, a quien le iba tan bien. Que nunca discutía, nunca creaba ningún problema, que era aplicada en la escuela, tenía muchas amigas y jamás se quejaba ni protestaba. Durante años y años anheló un cálido abrazo, un amor sin exigencias, una madre que no esperase nada, que sólo estuviese allí. No lo consiguió. En vez de eso, lo había excluido, y constantemente estuvo buscándole fallos. Se esforzó, vaya si se esforzó, pero nunca era lo bastante bueno. Su madre no supo que había sido atormentado y humillado. Se lo tuvo que tragar todo él solo, vergüenza incluida. Nunca sintió que pudiese contárselo.


Sus propios fracasos se los había achacado a él. Por su culpa, no pudo ver realizado su sueño: estudiar enfermería.

Él tenía que sufrir porque su madre estaba insatisfecha con su vida. Porque no obtenía un buen trabajo. Porque no quería a su marido. Se había convertido en una mujer amargada, arrugada, que sólo sentía compasión de sí misma.

¿De qué se había responsabilizado su madre? ¿De su propia vida? ¿De la de sus hijos? ¿De él?

Sintió tal oleada de odio que le impedía pensar, mientras ella, rezongando, iba sacando las cosas.

Qué persona más deplorable. Ya no podía esperar más. En tres zancadas llegó donde ella estaba y la agarró por detrás.

– ¿Qué haces? -gritó, mientras la tenía bien sujeta.

Sacó un trozo de cuerda que se había guardado en el bolsillo y le ató las manos atrás. Luego, la empujó hasta la entrada, abrió la puerta con el codo y la arrastró a través del patio hasta el granero. Ella gritaba y pataleaba. Le mordió la mano con tal fuerza que empezó a sangrar. El dolor no le hizo perder la calma. No dijo nada. Ahora tenía la sartén por el mango. La sujetó con más fuerza aún, mientras asía la gruesa soga que había dejado preparada aquella mañana. Ya tenía preparado el lazo y la soga amarrada a una de las vigas del techo. Le sujetó bien las muñecas y la obligó a abrir los dedos y acercarse a la silla, antes de empujarla para que se subiera a ella. El subió por una escalera que había al lado y la obligó a tocar la viga y la soga con el nudo y todo.

Cuando tuvo todo listo, vio que lo miraba con expresión de asombro. Se había callado; le temblaba el labio inferior. «Qué fea es», constató con frialdad. Comprobó el lazo por última vez.

Se colocó frente a ella y la miró a su vez, con una mirada llena de odio. Sintió una paz interior que no había sentido nunca. Una tranquilidad absoluta que lo llenó como si fuera leche caliente.

Sin dudarlo, dio una patada a la silla.


El auricular no funcionaba.

¿Por qué se había cortado la línea? Ya había ocurrido otras veces que el teléfono dejara de funcionar cuando había tormenta. ¿O quizá habían cortado el cable? El pensamiento aterró a Emma. Tenía que usar el teléfono móvil. Estaba en la cocina. Corrió hasta allí y marcó el número de Johan. No logró comunicar con él. Ah, sí, la cobertura allí era muy mala. Mierda. ¿Y si el asesino andaba cerca? No podía haber entrado en la casa, lo habría oído. Johan tardaría una hora larga en llegar. Quizá hora y media.

Recordó que había dejado abierta una ventana en el dormitorio, y subió corriendo para cerrarla. Cuando se puso de puntillas para empuñar el pasador de la ventana, lo vio. Estaba al otro lado del muro, justo al lado del jardín. Supo que era él, aun sin reconocerlo. La miró. Alcanzó a ver que vestía ropa oscura, antes de esconderse detrás de las cortinas.

No tendría ninguna posibilidad de defenderse contra él. Salió a toda prisa del dormitorio y buscó algo que pudiera servirle de arma.

«Johan habrá llamado a la policía -pensó-. Tengo que arreglármelas hasta que lleguen. Pero ¿cómo demonios lo hago?»

Estaría tratando de entrar, ahora que la había visto. Donde más posibilidades tenía de encontrar un arma era en la cocina. Allí, al menos, había cuchillos. Cuando tomó la decisión de atreverse a bajar la escalera, oyó que se abría la puerta de la calle.

Cayó en la cuenta de que no la había cerrado. ¿Cómo podía habérsele olvidado eso? Se maldijo a sí misma.

Se fijó en el bate de béisbol de su hermana, apoyado contra la pared en uno de los rincones de la habitación. Julia había llegado a casa con él, después de un año en Estados Unidos, con ocasión de un intercambio. No lo habían usado nunca, pero ahora podía ser de utilidad.


Tingstäde, Lärbro y luego, a toda velocidad, hacia el estrecho de Fárösund. Knutas volvió a consultar el reloj del salpicadero. Los minutos volaban. Había hablado con los dos policías locales de Fárösund, él opinaba que actuaron con excesiva lentitud, pero ya se encontraban en el cruce de Sudersand y acababan de tomar el desvío hacia Ekeviken y Skär. La lluvia, que caía como una cortina delante del coche y dificultaba la visibilidad, no contribuía a hacer el trayecto más fácil. Eran las seis y cuarto de la tarde, y por suerte el tráfico no era intenso. Karin iba sentada a su lado con el móvil pegado al oído, ocupada en informar a Kihlgárd.

Intentó en repetidas ocasiones ponerse en contacto con Emma a través de su teléfono móvil. Una obstinada voz metálica repetía que el número marcado no estaba disponible en aquellos momentos y que lo intentara pasados unos minutos. El teléfono de la casa no daba ni señal de llamada.

Knutas conducía deprisa, concentrado en la carretera principal que conducía hacia Fárösund. Tenían que llegar donde estaba Emma Winarve a tiempo. Pisó el acelerador a fondo mirando fijamente a la carretera a través de la cortina de agua que caía sobre el parabrisas. Trazaba las curvas lo mejor que podía.

Karin acabó la conversación.

– Kihlgárd está de camino con algunos de su grupo. Viene detrás de nosotros. ¡Joder! -exclamó mirándolo.

– ¿Cuántos nos dirigimos hacia la casa?

– Pues los dos policías locales, que pronto estarán allí, nosotros y tres coches patrulla más. En total seremos diez. Todos con chaleco antibalas, menos yo.

– Tú te quedarás fuera vigilando -dijo Knutas-. Lo esencial es que no llegue antes que nosotros. Pero vamos a necesitar refuerzos, puede que tengamos que acordonar la zona. Llama y pide más coches, diles que traigan también los perros. Además, tenemos a ese periodista loco de la tele que está de camino él solo. He intentado disuadirle, y ahora tampoco contesta al móvil. Ojalá no complique las cosas.

El museo al aire libre de Bunge apareció a la derecha de la carretera y poco después estaban ya en Fárösund.

En la dársena de los transbordadores se encontraron con el cordón policial y con varios bomberos que vivían en Fárösund, que habían recibido órdenes de la policía local para que vigilaran el cordón de los transbordadores hasta que llegara la policía. Knutas los saludó agradecido e inmediatamente el transbordador que había estado esperándolos se puso en marcha sobre las aguas del estrecho.


La tormenta y la lluvia habían cesado. Emma estaba detrás de la puerta del cuarto de invitados. No se le ocurrió otro sitio donde esconderse. Oía débilmente el sonido de la radio en el piso de abajo. Sólo deseaba poder atravesar la pared y desaparecer. Tenía los músculos tensos y se concentraba en intentar contener la respiración. Las caras de sus niños pasaron ante sus ojos. Tenía ganas de llorar, pero se reprimió.

De pronto oyó el conocido crujido de la escalera. Con sigilo, atisbo el pasillo a través de la abertura que había detrás de la puerta. Su corazón latía con tanta fuerza que pensó que se oiría. Le vio la mano; empuñaba un mango. Era un hacha. Se le escapó un sollozo tembloroso. Se mordió la mano para evitar que la oyera. El hombre entró en el dormitorio de sus padres. Tomó una decisión instantánea. Salió al pasillo y dio dos saltos escaleras abajo, antes de que él fuera tras ella. Dio un traspié y cayó de cabeza en el suelo del cuarto de estar. La agarró del tobillo cuando trataba de levantarse del suelo. Se volvió con un alarido y consiguió golpearle de lleno la mano con el bate de béisbol. El intruso gritó y aflojó la presa lo suficiente como para que pudiera ponerse en pie.

Sollozando, llegó a tropezones hasta la entrada, con la vista puesta en la puerta de la calle. Agarró el tirador, pero la puerta estaba cerrada y no tuvo tiempo de abrirla antes de que se abalanzara sobre ella. La agarró del pelo y la arrastró hacia atrás, hasta la cocina.

– Desgraciada, jodida guarra -chilló-. Zorra, hija de puta. Ahora te vas a callar. Maldita puta asquerosa.

La empujó hasta tenerla sentada, sujetándola por el cuello con una mano.

– Ahora te toca a ti, jodida zorra. Ha llegado tu maldito turno.

Su cara, a tan sólo unos centímetros de la suya, reflejaba una cólera infinita. El aliento le olía a menta, y eso le recordó a alguien. El abuelo. Era el mismo olor. Pastillas para la garganta. Grandes, blancas y transparentes, que se podían chupar una eternidad. Venían en una bolsa marrón de papel. El abuelo siempre la invitaba.

Cuando alzaba el hacha y calculaba el golpe, aflojó algo la presión alrededor del cuello de Emma. De algún sitio sacó ella una fuerza salvaje. Con un grito gutural, levantó las dos manos y consiguió zafarse de la que le oprimía el cuello, y al mismo tiempo lo tiró al suelo. Cayó sobre él y lo mordió en la mejilla, con tanta fuerza que sintió el sabor de la sangre en la boca. Esta vez tuvo tiempo de alcanzar la puerta y salir.

Corrió hasta el muro de piedra y saltó por encima de él hasta el otro lado. Se encontraba abajo, en la playa. Maldijo la luz y siguió alejándose. La arena estaba muy firme y se podía correr con facilidad. Además, estaba acostumbrada. Allí había corrido para mantenerse en forma centenares de veces. Cuando había avanzado un trecho no pudo evitar volverse, para ver a qué distancia estaba él. Para su asombro descubrió que no la perseguía. Se detuvo y miró desesperada a su alrededor. No se veía a nadie por ninguna parte.

«Ha debido de quedar más malherido de lo que yo creía», pensó. Aliviada, siguió corriendo hacia el faro. Allí solía haber gente. Si conseguía llegar hasta él, estaría a salvo. Aún no podía verlo, antes tenía que rodear el cabo, y hasta allí quedaba todavía un buen trecho. Ahora corría más despacio. La playa parecía casi fantasmal. No se veía ni un alma. Sólo oía su respiración jadeante y el suave sonido sordo de sus propios pies.

El último tramo estaba cubierto de piedras en lugar de arena. Estuvo a punto de caerse, pero logró mantener el equilibrio. Cuando llegó hasta el otro extremo de la playa, estaba extenuada. El sudor le resbalaba espalda abajo. Seguía sin verse ni un alma, pero pronto llegaría arriba, a la carretera, y entonces la salvación no estaría tan lejos.

De camino hacia el faro se permitió tomar aliento un momento. El pequeño conjunto de casas que había en el lugar parecía desierto. Siguió corriendo en dirección al aparcamiento y vio un coche aparcado algo más lejos, en el lindero del bosque.

Cuando estuvo algo más cerca, advirtió que era un Saab rojo.

Así pues, toda la carrera había sido en vano.

Sólo tuvo tiempo de pensar que debía de haber subido al coche y conducido hacia el faro, antes de que el golpe la alcanzara en la parte posterior de la cabeza.


Había dos policías fuera de la casa, cuando Johan, por fin, llegó. No se veía a Emma. Aparcó el coche al lado del muro y entró en el jardín.

– Me llamo Johan Berg, soy periodista -dijo mostrando su carné de periodista-. Soy amigo de Emma Winarve. ¿Dónde está?

– No lo sabemos. La casa está vacía y estamos esperando refuerzos. Tienes que largarte de aquí ahora mismo.

– ¿Dónde está Emma?

– Ya te hemos dicho que no lo sabemos -contestó uno de los policías con brusquedad.

Johan se volvió, corrió alrededor del muro que rodeaba la casa y bajó hasta la playa.

Ignoró a los policías que lo llamaban. En cuanto llegó a la playa descubrió las huellas en la arena. Pisadas muy claras.

Corrió tras las huellas de Emma, dio la vuelta al cabo y divisó el faro. Las pisadas seguían. Comprobó aliviado que sólo eran las huellas de una persona. Probablemente se había dirigido al faro en busca de ayuda. Pero ¿dónde estaba el asesino?

Miró hacia arriba, al reborde elevado y cubierto de hierba que discurría paralelo a la playa antes de que empezara el bosque. La podía haber perseguido desde allí. Desde allí habría tenido también una buena vista.

Cansado y jadeante, llegó hasta el faro y se metió por un camino que conducía al aparcamiento.

– ¡Emma! -gritó.

No hubo respuesta. No había ningún coche en el aparcamiento y tampoco vio a nadie. ¿Qué habría sido de ella?

Intentó buscar huellas entre los guijarros, pero no encontró ninguna y decidió continuar por arriba, por la carretera asfaltada. Estaba completamente vacía, silenciosa y desierta, con el bosque a uno y otro lado. Miró en dirección a las casas más cercanas. Parecían vacías. De pronto oyó el ruido de un motor que se acercaba y se dio media vuelta.

Un coche de policía se detuvo con un frenazo y de él salieron Knutas y Jacobsson.

– ¿Has visto o has oído algo?

– No. Sólo lo que creo que son las pisadas de Emma en la arena. Conducían hasta aquí.

Sonó el móvil de Knutas. La conversación fue corta.

El comisario se dirigió a Karin.

– Es probable que el asesino sea Jens Hagman. El hijo de Jan. Lo han encontrado en el registro escolar. Tiene la misma edad que las víctimas, e iba a una clase paralela a la de ellas en sexto. Además, su padre, Jan Hagman, tiene un Saab rojo, un modelo del 87. El coche ha desaparecido.

Karin se lo quedó mirando estupefacta.

– ¿Ha sido el hijo? ¡Y nosotros en la inopia! -exclamó.

– No sigas -cortó Knutas-. La autocrítica la dejaremos para más tarde. Ahora tenemos que dar con él.

En la carretera principal que bajaba hasta el muelle de los transbordadores dispusieron controles en varios puntos. La policía montó una base provisional junto al camping de Sudersand. Un grupo de policías y perros formaron una cadena para dar una batida a la zona del bosque entre Skärsände y el faro. Olle Winarve llegó al lugar.

Después de hablar con Grenfors en Estocolmo, Johan llamó a Peter. Desde luego, tenían que informar de lo que estaba ocurriendo. Al mismo tiempo, la inquietud que sentía por Emma estaba a punto de consumirle.


Cuando encontró la carta, tomó la decisión de matar a Helena. Estaba en el dormitorio de su madre. Sus padres ocupaban dormitorios separados desde hacía muchos años. A él no le parecía extraño. Nunca los vio abrazarse, ni dedicarse ninguna muestra de cariño. Su madre estaba ahorcada en el granero. Su padre tardaría en volver a casa. Disponía de unas cuantas horas para registrar su habitación antes de verse obligado a llamar a la policía y avisarles de que había encontrado a su madre colgada en el granero. Abrió los cajones de su cómoda y los revisó afondo. Papeles viejos con anotaciones casi ilegibles, recibos, fotografías del maldito gato al que su madre quería tanto. «Lo quería más que a nosotros», pensó con amargura. Algunas joyas feas, un dedal, bolígrafos que en su mayor parte habían perdido la tinta. «¿Cuánto tiempo hará que no miraba sus cajones?», se preguntó irritado. Entonces encontró algo que le llamó la atención. En el fondo de uno de los cajones había un sobre amarillento y arrugado. Leyó lo que ponía delante. «Para Gunvor.»

Era la letra de su padre. Frunció la frente y abrió el sobre. La carta sólo estaba escrita por un lado. No llevaba fecha.

«Gunvor:

»He estado despierto toda la noche pensando y ahora estoy preparado para contarte lo que me ha pasado últimamente. Sé que te lo habrás preguntado, pero no has dicho nada, como de costumbre.

»El caso es que he conocido a otra mujer. Creo que por primera vez en mi vida he experimentado lo que es el amor de verdad. No lo he planeado; sólo ha ocurrido sin que pudiera resistirme.

»Llevamos viéndonos medio año. Pensé que tal vez se tratase de algo accidental, que se me pasaría, pero ha sido todo lo contrario. La amo con todo mi corazón y he decidido que quiero compartir mi vida con ella. Además, está embarazada. Y ahora quiero hacerme cargo de ella y de nuestro hijo.

»Los dos sabemos que nunca me has querido. Muchas veces me ha sorprendido, incluso me ha asustado tu frialdad. Tanto para conmigo como para con los niños. Ahora se acabó. He encontrado a alguien que me ama. Es una alumna mía y se llama Helena Hillerström. Cuando encuentres esta carta, yo ya me habré mudado a un apartamento en la ciudad. Te llamaré más tarde.

Jan.»

Estrujó la carta, mientras las lágrimas le abrasaban los párpados por dentro. No había otra Helena Hillerström, tenía que ser precisamente ella. La decisión fue fácil de tomar.


Emma se despertó porque tenía frío. Estaba a oscuras y el aire, cargado de humedad. Se hallaba tumbada sobre una superficie dura y fría. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad. La luz se filtraba por la rendija de un ventanuco que había en la parte superior de una de las paredes. Se encontraba en algo que parecía un refugio subterráneo. El suelo y las paredes eran de hormigón y el habitáculo estaba vacío, salvo dos bancos fijos, uno a cada lado. Ella estaba tumbada en uno de ellos. Calculó que el habitáculo tendría unos seis o siete metros cuadrados. El techo inclinado era bajo y hacía que el espacio pareciese aún más estrecho. En el centro, donde el techo era más alto, tendría dos metros como máximo. No había ninguna puerta, sólo una trampilla de hierro en el techo, hasta la cual llegaba una escalera de hierro oxidada fija en la pared. Comprendió que debía de estar encerrada en un bunker del ejército. Había bastantes en Gotland y en Farö. Ella y sus amigas solían jugar en ellos cuando niñas.

Tenía la garganta seca y un sabor ácido de nausea en la boca. Y además sentía un dolor punzante en la nuca. Quiso palparse para comprobar si sangraba, pero le resultó imposible. Tenía las manos y los pies atados con cuerdas. Observó las paredes grises, rezumantes de humedad. La trampilla del techo era la única salida al exterior, y estaba cerrada. Seguro que tenía un candado por fuera. ¿Qué hacía allí? ¿Dónde estaba Hagrnan y por qué no la había matado cuando la alcanzó? En cualquier caso, puesto que estaba viva, aún había esperanza. La cuerda le rozaba. No tenía noción del tiempo, ni sabía cuánto llevaba allí. Tenía el cuerpo dolorido y congelado. Con no pocos esfuerzos, logró sentarse. Se puso de pie y trató de mirar afuera a través del ventanuco, pero no lo consiguió. Intentó girar las manos. La cuerda lo hacía casi imposible. Los pies podía moverlos sólo unos centímetros.

Se esforzó para escuchar algún ruido, pero no oyó nada. El habitáculo estaba aislado y parecía como si ningún ruido del exterior llegase hasta allí. Oyó un crujir de hojas en el suelo. Una rana con manchas marrones se había metido en el bunker. Más allá vio otras, así como algunas polillas dormidas en el techo. El aire era húmedo y olía a cerrado.

Se tumbó de nuevo y cerró los ojos, esperando que se le pasara el dolor. Necesitaba poder pensar con claridad.


De pronto oyó ruido. Se abrió la trampilla del techo. Aparecieron un par de piernas y un hombre bajó hasta el bunker. Era Jens Hagman.

La miró fríamente y le acercó una botella de agua a la boca. Con su ayuda, bebió con ansiedad, a grandes tragos, sin atreverse a alzar la mirada. Cuando terminó de beber, se quedó sentada en silencio. No sabía qué hacer y prefirió aguardar. Ver qué hacía él.

Jens se sentó en el banco de enfrente. Había cerrado la trampilla y el habitáculo estaba de nuevo casi a oscuras. Emma podía oír su respiración en la oscuridad. Finalmente rompió el silencio.

– ¿Qué piensas hacer?

– ¡Cállate! No tienes derecho a hablar.

Dicho esto, se recostó contra la pared y cerró los ojos.

– Tengo que hacer pis -susurró Emma.

– Eso a mí me importa un huevo.

– Por favor. Que me lo hago encima.

De mala gana, se levantó y le desató las cuerdas. Tuvo que agacharse y orinar mientras él la contemplaba. Cuando terminó, la volvió a atar. La miró con expresión maligna, después subió la escalera y desapareció.

Las horas pasaban. Estaba tumbada de lado en el banco, a ratos dormida y a ratos despierta. Los sueños se mezclaban con los pensamientos. No podía distinguir unos de otros. A ratos se cernía sobre ella una pesada losa de apatía. Estaba en sus manos. No podía hacer nada. Podría tumbarse y morir allí. Terminar sus días en un bunker en la isla de Farö. Entonces centelleaban como cristales los recuerdos de sus hijos, Sara y Filip. La última vez que se vieron fue en casa del hermano de Olle, en Burgsvik. La imagen de los niños diciéndole adiós con la mano, cuando se iba en el coche. ¿Iba a ser la última vez que se vieran?

Le dolían las articulaciones y sentía hormigueo en las manos. Se le estaban quedando dormidas. Las levantó hacia el estrecho rayo de luz. Las cuerdas, muy apretadas, le habían puesto las muñecas rojas. Decidió empezar a pensar de manera positiva y volvió a sentarse. ¿Qué posibilidades tenía? ¿Podía intentar reducirlo cuando abriese la trampilla la próxima vez? Difícilmente. Era mucho más grande que ella y, por otra parte, no tenía nada que pudiese utilizar como arma. Pensó dónde podría encontrarse el bunker. Probablemente lejos de las casas más cercanas. Aunque ahora, en verano, siempre había gente cerca. La gente se movía y paseaba por el bosque y por los campos, aprovechando al máximo la cercanía de la naturaleza. Miró la pequeña rendija del ventanuco. ¿Se atrevería a gritar? Hagman quizá estuviese allí fuera. Supuso que estaría en su coche. Y si la oía, ¿qué tenía que perder? Lo más probable era que estuviese aún viva porque la necesitaba para salir de allí. Lo cual significaba que había policía buscándola. De modo que mientras la policía permaneciese en Farö, no la mataría.

No tenía las piernas tan fuertemente atadas como la primera vez. Era difícil moverse, pero podía hacerlo. Consiguió llegar hasta la pared de enfrente. Se acercó al ventanuco cuanto pudo y gritó con todas sus fuerzas pidiendo auxilio. Gritó una y otra vez, hasta que ya no pudo más. Se sentó en el banco a esperar, con la mirada clavada en el ventanuco. Los minutos pasaban. Ni la menor señal, ni de Hagman ni de nadie. Repitió el procedimiento hasta quedar extenuada.

Se acostó de nuevo. Tal vez fuera mejor tratar de ser sutil. Hablar con él. Pedirle perdón. Convencerlo de que estaba arrepentida.

Sí, eso haría.

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