11. «Llámeme Harry»

El zumbido del radiodespertador se introdujo en lo más hondo de su sueño como el cuchillo de un criminal. James Bond abrió los ojos súbitamente con todos sus sentidos aguzados al iniciarse el nuevo día. Podía oír la voz de su ama de llaves May, que se afanaba en la cocina. Sintió la tentación de permanecer tendido unos minutos más, si no por otra cosa, para compulsar datos y una vez combinados con su intuición, establecer un orden en su mente. Pero podía hacerlo igualmente mientras llevaba a cabo sus ocupaciones matinales. En aquel momento eran las siete y media.

Como siempre que se hallaba en su piso, el ritual de Bond por las mañanas no cambiaba casi nunca. Una vez hubo saltado de la cama, practicó veinte lentas flexiones de brazos y luego, rodando sobre sí mismo para ponerse de espaldas, empezó una serie de levantamientos de piernas que continuaron hasta que, como alguien anotó cierta vez en un archivo confidencial, «su estómago empezó a lanzar gritos». Una vez de nuevo en pie, se tocó las puntas de los dedos veinte veces antes de encaminarse hacia una ducha todo lo caliente que podía soportar, seguida de un giro del grifo para ponerla al máximo de frío hasta que el chorro helado le cortó la respiración.

May conocía sus costumbres y comprendió en seguida que aquél no era un día para mucha charla. Le sirvió su café De Bry y un huevo que había hervido exactamente tres minutos y un tercio, puesto en su huevera azul oscuro con el borde dorado. Junto a la tostadora se encontraban la acostumbrada mantequilla Jersey, de un amarillo oscuro, y los tarros de mermelada Tiptree Little Scarlet Cooper's Vintage Oxford, así como la miel de helecho noruego. Como de costumbre, el desayuno era su comida favorita, que convertía en un verdadero placer siempre que estaba en casa. Aparte de dar alguna que otra señal de su presencia, Bond hizo caso omiso de May, que volvió a su cocina riéndose interiormente de la mala costumbre de su pupilo de volver a altas horas de la madrugada para levantarse a la mañana siguiente con un horroroso dolor de cabeza. Porque la noche anterior Bond había llegado muy tarde. Después de haber visto el impresionante vídeo con el asesinato de lord Mills, se había trazado el primer esquema de lo que haría para localizar a los Humildes y a su guru. Luego asistió a la entrevista con Wolkovsky, ya que M había insistido en que también estuviera presente, lo que producía siempre una situación difícil. Porque Bond estaba en muy buenas relaciones con David Wolkovsky, mientras que el miembro de la CIA era insoportable para M.

La reunión fue muy fría y M presentó una queja formal concerniente a la señorita Horner, agente encubierto de la Oficina de Impuestos de Estados Unidos, al tomar parte en una operación no autorizada dentro de territorio británico. M adoptó un aire de gran rigidez, mientras Wolkovsky intentaba mostrarse relajado y natural.

– Señor, permítame decirle que nada tengo que ver con una operación montada por la Oficina en este país. Está usted dando palos de ciego. Si existe alguna queja formal, deberá presentarla a través de nuestro embajador en la Corte de St. James, y no de mí.

– Creo que vale más ahorrarse esa gestión -indicó M sin dejarse convencer.

– Magnífico, señor. Se evitará un enorme papeleo.

– ¡Al diablo con los papeles, Wolkovsky! Los conozco a ustedes bien y sé que puede contactar con la Oficina en Estados Unidos en sólo dos minutos si considera que el asunto vale la pena.

Wolkovsky extendió las manos.

– ¿Es eso lo que quiere que haga?

Luego de una larga pausa, M respondió:

– Sí. -Otro silencio-. En cuanto a ese canallesco ataque terrorista…

– ¿El asesinato de Sam Mills? He oído los comentarios. Canallesco es la expresión más acertada.

– Existen algunas pruebas de que hay un norteamericano involucrado en ello.

– ¡No es posible!

– Sí, un norteamericano. -M miró fijamente al funcionario de la CIA. Su cara estaba tan pétrea como las talladas en el monte Rushmore-. Tengo pruebas de esa conexión que pienso presentar en la reunión del COBRA convocada para esta medianoche. Y también voy a pedir que usted, como jefe de sección de la CIA en este país, colabore con el COBRA.

– Bien…

– ¿Está dispuesto a ello? Tengo que preguntárselo, porque nadie tiene derecho a obligarle. Añadiré que en nuestra opinión, el suceso de Glastonbury es sólo el comienzo de un ataque a la desesperada.

Con voz tranquila, Wolkovsky afirmó que ayudaría en cuanto le fuera posible. Le permitieron utilizar un teléfono privado y de entera confianza para que pudiese hablar largo y tendido con Washington y obtener el permiso de, primero servir en el COBRA y, segundo, de permitir que Harriett Horner formara parte en una operación secreta llevada a cabo por los ingleses. M no iba a dar detalles precisos pero Wolkovsky, no abrigaría ninguna duda de que la operación sería llevada conjuntamente por la Sección Especial, la Policía Metropolitana, el SAS, el M15, la muchacha de la Oficina de Impuestos y la propia organización de M.

Mientras el norteamericano hacía su llamada, M explicó a Bond con cierto aire satisfecho:

– Me he abstenido de decir a Wolkovsky que usted se encontrará en el punto de partida por delante de todos los demás. Como conozco el modo de trabajar del COBRA le aseguro que pasarán toda la noche en vela y que no alcanzarán ninguna decisión hasta mañana ya tarde. Para entonces espero que usted haya ya conseguido resultados positivos.

Bond no dijo que él también necesitaría dormir un poco aunque empezó a poner manos a la obra en cuanto Wolkovsky estuvo de regreso con la noticia de que todo había sido aceptado por Washington.

– Ya están enviando un télex en clave confirmando su aprobación para que la joven Horner trabaje con ustedes -anunció Wolkovsky. Y volviéndose hacia Bond añadió-: Tiene suerte: esa chica es un bombón.

– Cuando dije que usted ya sabía lo que pasaba tuve razón -manifestó M con una cara que hacia evocar la inmensidad de Siberia o, mejor aún, el campamento número diecinueve de Lesnoy en el llamado Dubrovlag.

¡Okey! -exclamó Wolkovsky hundiéndose en un sillón y estirando sus largas piernas. Bond se dijo que aquel hombre debía resultar muy atractivo para las mujeres, con su alta estatura, sus modales engañosamente tranquilos, su rostro bronceado, su pelo decolorado por el sol, sus asombrosos ojos azules muy parecidos a los de Bond y sus labios casi siempre entreabiertos en una permanente sonrisa. Nada parecía afectar a David Wolkovsky.

– Usted gana -reconoció levantando ambas manos-. Pero yo no tomé parte en el asunto, si bien toda esta condenada cuestión pasó por mi despacho. Si quiere que le diga la verdad, advertí a la Oficina de Impuestos que se procurase el permiso de ustedes. Pero es evidente que no lo hicieron. Vi el expediente de la Horner cuando 11egó al país. ¿Quiere que hable con el embajador?

– Dejémoslo por el momento. -M dirigió a Bond la más autoritaria de sus miradas-. Lo que importa no es que Wolkovsky esté presente, sino que el santo y seña para su operación es «Harvester», y que espero que la «cosecha» sea buena. Y ahora llévese abajo al señor Wolkovsky para que vea a la señorita Horner. -Su mirada relampagueó al fijarla en David-. En cuanto a usted, más vale que vuelva enseguida. Iremos al COBRA y esperemos que acepten sin más problemas su asimilación a nuestras tareas.

Se levantaron y Wolkovsky hizo una breve y burlona reverencia. Conforme se marchaban, M llamó de nuevo a Bond.

– No se olvide James de que tendrá todo cuanto necesite. Estoy haciendo circular la clave «Harvester» a todas las secciones. Sabrán que usted es quien manda. ¡Por el amor de Dios, póngalos en movimiento si es posible antes de que ocurra algo más!

La entrevista entre Harriett Horner y Wolkovsky fue breve. Bond se excusó a los cinco minutos diciendo que «tenía que ir a ver a alguien sobre asuntos de seguridad». Luego de haber dicho todo cuanto consideraban necesario, Harriett podía marcharse, así es que a su regreso junto a ellos Bond sugirió que Wolkovsky volviera arriba.

– La veré en su casa, Harriett -dijo a ésta-. Y ahora quiero que descanse todo lo posible. Ya he preparado una buena vigilancia para su piso. Nadie se va a acercar por allí durante la noche. Se lo aseguro.

– ¡0h! -exclamó ella haciendo un leve mohín de fingido disgusto-. Esperaba que al menos usted lo intentara, James.

Él sonrió a la vez que ponía una mano sobre su hombro izquierdo.

– Gracias por su confianza, Harriett, pero necesito descansar.

La llevó otra vez en el coche al atractivo bloque residencial cercano a Abingdon Road en Kensington y subió con ella, deseoso de asegurarse de que no había nadie rondando por el edificio o por el piso.

Todo estaba tranquilo; nadie a la vista. El piso era pequeño y agradable. Aunque lo tenía en alquiler, Harriett había logrado conferirle el sello de su propio buen gusto y personalidad. Había muchas cosas graciosas, como un juego de jarritos con el escudo de la KGB y un cartel que proclamaba: «Sea precavido. No hable con nadie de cuestiones navales, militares o aéreas.» Junto a aquellas divertidas menudencias, la mayor parte de las cuales se encontraban en la zona de la cocina, vio también dos hermosos grabados que debían de pertenecer a la joven porque ningún arrendador hubiera dejado en un piso de alquiler El sombrero de paja de Hockney o El hombre giróvago VII, de Frink.

Fue pasando de una habitación a otra -el piso tenía cuatro- con el pretexto de comprobar si había alguna señal sospechosa, pero en realidad pensando que se puede averiguar mucho acerca del carácter de una mujer por el modo en que vive. Al parecer, Harriett Horner era limpia, original, de buen gusto y, casi seguro, muy eficiente en su trabajo como agente encubierto de la Oficina de Impuestos. En el dormitorio todo expresaba femineidad, desde las sábanas bien alisadas y las almohadas rosa, al camisón de dormir de broderie anglaise, puesto a los pies de la cama, el montoncito de ropas interiores Reger recién lavadas y plegadas sobre una silla, dispuestas para ser guardadas, los productos de cosmética Clinique y varios perfumes sobre el tocador. Una de las puertas del armario estaba abierta y Bond, apartando las ropas hacia un 1ado, se aseguró de que no hubiera nadie escondido allí dentro. Se dijo que el salario de la joven, o mejor dicho, los gastos que ocasionaba su misión, debían de ser excepcionales a juzgar por la calidad y los nombres de las firmas de donde procedían aquellas ropas. Anteriormente aquel mismo día no había podido menos de admirar el severo y atractivo vestido negro que la joven llevaba, así como el reloj Kutchinsky en su muñeca izquierda.

Al salir del dormitorio percibió un ejemplar de Doctor Frigo, de Eric Ambler, puesto encima del triste y poco atractivo Spycatcher, y se dijo que Harriett los había colocado en el orden debido. Miró también el teléfono y pudo ver que su número estaba cubierto cuidadosamente con un trocito de papel engomado.

– Me parece que todo está en orden -declaró finalmente.

– ¿Le apetece una copa? ¿Un café? -preguntó ella en un tono indicador de que pensaba ponerse ropas más cómodas mientras Bond preparaba las bebidas.

Pero él movió la cabeza negativamente.

– Nos espera un día muy duro, Harriett. Y quiero que los dos estemos frescos y dispuestos para la acción.

– ¿A dónde vamos a ir, James? -Se acercó tanto a Bond que éste pudo percibir otra vez el olor de su pelo. Pero ahora toda traza de cordita había desaparecido, quedando reemplazada por algo mucho más fragante. Se preguntó en silencio de dónde habría sacado aquel perfume.

– En primer lugar, lo mejor será que el hombre que va a trabajar con nosotros nos lleve a efectuar un recorrido turístico por el último lugar que los Humildes utilizaron como domicilio. Está en Berkshire, cerca de Pangbourne.

– De acuerdo.

Su voz sonaba entrecortada y de repente la al parecer imperturbable señorita Horner apretó la cara contra el hombro de él y empezó a llorar, estrechándolo con fuerza.

Casi sin darse cuenta, Bond la atrajo hacia él y enseguida notó cómo su cuerpo reaccionaba ante la presión de aquellos senos y de aquellos muslos. Le dio unos golpecitos cariñosos en la espalda al tiempo que murmuraba en su oído:

– ¡Vamos, vamos, Harriett! ¿Qué le pasa? ¡Harriett!, ¿a qué viene todo esto?

Sin dejar de sollozar, ella lo arrastró hacia el sofá de color granate. Seguía pegada a Bond mientras él se sentía como un imbécil emitiendo susurros distantes.

Finalmente, a los diez o quince minutos, Harriett pareció recobrar la calma y, apartándose de Bond, tragó saliva varias veces al tiempo que se secaba los ojos con el dorso de la mano.

– Lo siento, James -lamentó con un hilo de voz.

Bond se dijo que aquella joven estaba profundamente trastornada o era una buena actriz. Tenía la cara enrojecida y el maquillaje de los ojos le corría por las mejillas en negros y sinuosos manchurrones. Su nariz estaba también húmeda y encarnada. Se levantó y entró en el dormitorio para volver de allí provista de una caja de pañuelos de papel con los que empezó a limpiarse la cara.

Bond se sentía perplejo. Por regla general no le gustaban las mujeres llorando, pero sin saber por qué aquel caso parecía distinto. Una vez más se preguntó el motivo.

En las mejillas de Harriett aparecieron dos círculos brillantes y sus pupilas relampaguearon coléricas a través de las lágrimas.

– ¿A qué cree que viene todo esto, James? -Sus palabras fueron acompañadas de otro sollozo-. ¿Cuál le parece el motivo?

– Ha sido un día muy duro realmente…

Ella dejó escapar una leve risita burlona que se desintegró en un sollozo.

– Lo dice usted muy finamente. En realidad soy una espía muy bien adiestrada. He tardado semanas, y aun meses, para entrar en contacto con los Humildes. Pero ahora, de pronto, por vez primera en mi vida me he enfrentado a la violencia y a la muerte… y no sólo una vez, sino dos. ¿Se da cuenta de lo que eso significa…?

– No quiero ser duro con usted, Harriett, pero se trata de algo que…

– ¡De algo con lo que tendré que aprender a vivir! Eso es lo que nos dicen durante el adiestramiento, pero honradamente no sé si lo voy a conseguir. -Aspiró el aire con fuerza, estremeciéndose-. Ese hombre…, Hathaway… ¿Lo… lo maté, James?

– La han adiestrado muy bien, Harriett. Se trataba de usted o de él…, o de mí, para el caso. E hizo exactamente lo que cualquier otra persona en su caso habría hecho.

– ¿Lo maté? -Ahora sus lágrimas quedaban reemplazadas por algo distinto: ¿Cólera? ¿Remordimiento? Bond había visto ya aquella expresión en otras ocasiones, pero siempre en hombres, no en mujeres.

– Sí -le contestó con firmeza, dando a su voz un leve tono de crueldad-. Lo mató, Harriett, igual que hubiera hecho cualquiera que se dedique a lo mismo que usted. Lo mató, y si quiere continuar viviendo en este ambiente tendrá que olvidar ese episodio; borrarlo de su mente, ya que de lo contrario la próxima vez será usted la que quede tendida en una losa del depósito de cadáveres. Olvídelo -repitió.

– ¿Cómo? -casi gritó ella.

Bond estuvo pensando unos segundos. Luego le contestó:

– Antes mencionó usted el modo en que la Oficina de Impuestos apresó cierta vez a Al Capone. Pues bien, se cuenta algo de aquella época que quizá ayude a hacerla comprender. Aquella gente, los de la vieja banda, eran unos asesinos despiadados. En nuestro asunto, esa actitud es también la que cuenta. El famoso Bugsy Malone asesino, dueño de varias casas de juego y de todo lo que usted quiera, cierta vez se volvió hacia alguien que le molestaba en público y pronunció las palabras más estremecedoras que pueda imaginar. Le dijo: «Dese por muerto.» Y en efecto, a aquel hombre no se le volvió a ver jamas. Harriett, en episodios como los de hoy tiene que mostrar esa misma frialdad. Decir a Hathaway «Dese por muerto.» Y mátelo también en su recuerdo.

Ella lo miró. Su cara estaba enrojecida y poco atractiva después de su llanto. Los minutos discurrían lentamente. De pronto volvió a aspirar el aire con fuerza.

– Tiene razón, James. Sí que la tiene. Se trata sólo…, bueno, de que al ser la primera vez me ha afectado mucho.

– Pues recupere la calma, Harriett, porque de lo contrario voy a hacer que la tengan encerrada en la oficina o que la devuelvan a Washington. Hemos de trabajar juntos y no puedo permitirme incertidumbres ni sentimentalismos.

Ella hizo una breve señal de asentimiento.

– Todo irá bien. Gracias, James.

Se aproximó a él y lo besó en plena boca pasándole la fina y húmeda lengua por los labios y las encías. Una vez más, James se hizo atrás. Pensó que sería muy fácil caer en brazos de aquella mujer, pero hasta que estuviera seguro de su comportamiento, el riesgo a correr era demasiado grande.

– Harriett, lo siento pero tengo que marcharme.

Ella hizo una señal de asentimiento mientras le dirigía una sonrisa llorosa.

– Todo irá bien -repitió-. Lo siento. ¡Ah! Mis amigos me llaman Harry.

Él la miró como si quisiera infundirle confianza, seguridad y calor.

– El sol, la luna y Harry, ¿eh? Muy tentador.

– Quédate, James, por favor.

– No; tengo trabajo. Tú necesitas descansar. Veamos lo que pasa cuando hayamos profundizado un poco más en este asunto, Harry. ¿No te parece?

Ella hizo un ligero mohín y luego le sonrió.

Convinieron en que la recogería por la mañana diez minutos después de la hora en que había quedado para encontrarse con Pearlman. Luego la tomó en sus brazos, la apretó con fuerza contra sí como para consolarla y la besó en ambas mejillas.

¡Okey, Harry! Buenas noches. Que duermas bien y no tengas pesadillas.

– Lo intentaré.

– Entonces, hasta mañana.

– Sí, mañana será otro día. El recorrido hasta Pangbourne nos parecerá un paseo agradable después de estas últimas veinticuatro horas. Hasta luego, James.

Al salir del edificio, Bond distinguió la furgoneta solitaria que se hallaba al final de la calle, y también pudo ver cómo uno de los miembros de la patrulla salía del portal de una casa para hacer acto de presencia. Todo el estaba en su sitio.

Cuando ponía el coche en marcha, Bond se dijo que su confianza en Harriett Horner era equivalente a la que sentía por Pearly Pearlman. Es decir: no representaba gran cosa. Sonrió al pensar que su primera visita al día siguiente no iba a ser a Manderson Hall, Pangbourne. Porque se había elaborado unos planes mucho más complejos y sería interesante averiguar si alguien soplaba la noticia de su proyectada visita a Pangbourne.

Ahora, conforme se preparaba para la jornada, seguro dentro del pequeño castillo que era su morada, empezó a ponderar los pros y los contras de la situación.

Al llegar al piso después de la una de la madrugada, se dijo que lo mejor era dejar la mente en blanco y permitir que la compleja computadora de su subconsciente actuara mientras él dormía. Con frecuencia aquello le parecía el procedimiento ideal para resolver un problema o aclarar cualquier pequeña inconsistencia que se hubiera despertado en su cerebro durante la jornada. Pero en esta ocasión el sueño no le había aportado ninguna respuesta satisfactoria.

Mientras iba completando su rutina matinal, empezó a componer las piezas de la manera más lógica posible con la esperanza de que le condujeran a la verdad y le revelaran algunas claves o respuestas.

Emma Dupré había muerto ahogada. El único número de teléfono que figuraba en su libreta de apuntes era el de él. ¿Y si hubiera alguna intención en aquello? Alguien debió haberse puesto a actuar en contra suya en el momento en que M había dado instrucciones para que regresara a Londres. Sopesó la posibilidad de que la muerte de la Dupré constituyera parte de una trama elaborada. Nunca hubiera podido saber si el número le había sido apuntado allí con alguna intención. Pero ¿y si…? Las dudas se sucedían interminables.

¿Y si hubieran soltado a Trilby Shrivenham en un estado de semiinconsciencia con la mente llena de oscuras frases proféticas? Pero ¿por qué motivo? ¿Por qué un individuo como el padre Valentine… o Vladimir Scorpius, su verdadero nombre, habría querido poner un cebo a Bond o al servicio en el que trabajaba? ¿Estaría alardeando de algo? «Le estoy dando un aviso. Mire lo que soy capaz de hacer. Matar después de haberle hablado en acertijos. Escuche bien. Escuche más enigmas.»

Podía muy bien ocurrir así, especialmente si Scorpius era el criminal complejo y desalmado que constaba en su ficha. Sin embargo, fuese como fuese, alguien debió de saber que Bond sería llamado a Londres del mismo modo que alguien había sabido que iría a visitar las oficinas de Avante Carte.

Aparte eso, se habían enterado también de que Harriett, o Harry, se encontraba en el refugio secreto de Kilburn. ¿Habían ido allí para eliminarla o para rescatarla? Después de todo, la vida no parecía ser muy sagrada para ellos. ¿Un sacrificio? Se preguntó aquello del mismo modo que había estado ponderando quién había sido el chivato. ¿Pearlman? ¿Harry? ¿Alguna otra persona? ¿Wolkovsky? La mente de Bond era un caos.

Reflexionó sobre la situación del refugio de Kilburn Priory. Todd Sweeney había insistido, con toda firmeza, en que Harry no había hecho llamadas desde allí. Pero ¿podía estar seguro de ello? En realidad había existido un breve período de tiempo en el que Danny estuvo fuera mientras Todd seguía en la sala de control. Bond sabia que era posible utilizar una línea de comunicación externa que los monitores no registraran ni fuera recogida por los detectores de sonido. Empezó entonces a pensar en Todd y tomó nota mental de revisar su expediente. De una cosa estaba seguro: no se podía fiar de nadie. Ni siquiera de sí mismo, se dijo al pensar en la noche anterior mientras sentía el perfume y el contacto del cuerpo de Harry entre sus brazos. Una mujer muy deseable. Sería fácil perder el dominio de la situación si no tomaba precauciones.

Una vez se hubo terminado el desayuno, Bond volvió a su dormitorio, se quitó el albornoz y se puso unos pantalones cómodos, una camisa y una chaqueta ligera, no sin antes haberse colocado la sobaquera para su pistola ASP 9 mm y la funda para la pequeña y eficaz porra telescópica, instrumento práctico y seguro capaz de dejar inconsciente a cualquier agresor, romperle los huesos o matarle si era usado por una mano diestra.

Antes de bajar al aparcamiento subterráneo, hizo una llamada telefónica. Estuvo hablando con Bill Tanner durante tres minutos. Sí, el terrorista herido en el atentado a la casa Kilburn había sido trasladado con todas las precauciones posibles a la clínica de Surrey, donde la tarde anterior él estuvo visitando a sir James Molony y a Trilby Shrivenham. Además, según le aseguró Tanner, un equipo vigilaba a Manderson Hall. Las palabras clave eran conocidas y estaban bien guardadas dentro de un comité secreto del servicio. Como sospechaban, M seguía en el COBRA.

– Puedes estar seguro de que no se alcanzará ningún acuerdo sobre las operaciones hasta última hora de hoy -le aseguró Bill Tanner riendo, tras de lo cual la comunicación quedó cortada.

Bond dijo a May que no sabía a qué hora iba a volver a casa, si es que volvía, a lo que la señora contestó dándole una conferencia sobre la necesidad que tiene el cuerpo de descansar y de dormir así como de hacer ejercicio.

– Sé perfectamente, señor James, la clase de ejercicio que hizo usted anoche. Tenía pintura de labios en el cuello de la camisa. No es preciso que me diga nada. Es usted un pervertido.

Bond recogió a Pearlman a la hora convenida y el sargento del SAS se acomodó a su lado. Se había afeitado e iba muy pulcro vestido con un pantalón de sarga de los que se usan en la caballería, un jersey de algodón de cuello alto y un blazer.

– ¿Le parece que le gustará al jefe, señor? -preguntó sonriendo.

– ¡Admirable! -respondió Bond sonriendo a su vez y apreciando el aspecto cuidado del sargento mientras intentaba detectar alguna señal de malicia en su expresión.

La furgoneta de seguridad seguía en el mismo sitio junto al bloque de edificios en el que habitaba Harry. Esta salió con un aspecto radiante, luciendo un atavío negro consistente en pantalones vaqueros y una chaqueta que a juicio de Bond debían ser de Calvin Klein, así como una camisa blanca de alguna otra firma lujosa.

Volvía a ser la misma de siempre y recibió a Bond con una deslumbradora sonrisa y esa clase de mirada que se suele intercambiar entre amantes. Harry y Pearlman fueron presentados, y Bond se metió por entre el tráfico, siguiendo la carretera que llevaba a la plaza circular de Hoggarth, encaminándose después hacia Guildford. Cuando pasaban por Hampton Court, cuyos muros de ladrillo albergan tantos recuerdos felices y trágicos, Pearlman se extrañó por parecerle que no seguían la dirección adecuada.

– Por regla general, siempre paso por aquí cuando tengo que ir a Surrey. Bushy Park y Hampton Court son lugares tan buenos como otro cualquiera. Un bonito trayecto.

– Yo pensé que íbamos a Pangbourne -expresó Harry desde la trasera del coche con una voz en la que se notaba cierto tono de alarma.

– Yo también creí que había dicho Pangbourne, jefe -afirmó Pearly en un tono parecido.

– Hay un pequeño cambio de planes -contestó Bond, manteniendo la mirada fija en la carretera-. No iremos a Pangbourne. Nuestros dueños y señores decidieron que era mejor proceder a un pequeño interrogatorio.

– ¿Interrogatorio? -preguntó Harry elevando un poco el tono de su voz.

– ¿Y a quién se va a interrogar, jefe? -preguntó Pearlman con acento casi amenazador.

– Al individuo que fue herido cuando intentaba matar o secuestrar a Harry en Kilburn -contestó Bond con voz tranquila. Y casi en el momento de terminar la frase la radio empezó a funcionar.

– Harvester Uno. Oddball a Harvester Uno.

Bond alargó una mano negligentemente hacia el micrófono.

– Oddball. Aquí Harvester Uno. Le oigo bien. Hable, Oddball.

– Oddball a Harvester Uno. Terremoto. Repito. Terremoto.

– Harvester Uno. Enterado Oddball. Seguiremos en contacto. Recibido y fuera.

– Gracias, Harvester Uno. Corto.

Bond lo había entendido todo perfectamente bien. «Terremoto» era la palabra clave convenida en caso de que hubiera surgido algún incidente durante la mañana, en Manderson Hall, Pangbourne, donde un equipo había estado de vigilancia desde las primeras horas del día. Era, pues, evidente que algo extraño había pasado. Lo que significaba que alguien había dado el soplo a los Humildes o a Scorpius sobre la propuesta visita de Bond y de sus acompañantes.

Dentro del Bentley reinaba ahora una repentina y desagradable tensión.

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