12. Nombre de muerte

– ¿Se trata de un juego privado, jefe, o podemos participar también en él? -preguntó Pearlman unos quince minutos después de haberse recibido la llamada de atención.

– Lo siento. -Bond conducía relajado, concentrándose en la carretera, pero al propio tiempo dispuesto a enfrentarse a lo que pudiera venir tanto de Pearly como de Harry Horner-. Lo siento. Debí haberles dado alguna información suplementaria. Saben que realizamos una operación secreta y los dos están de acuerdo en trabajar conmigo. El nombre de la operación es «Harvester». Y ese apelativo me corresponde a mí.

– ¿Y «Terremoto»? -preguntó Harry desde la trasera.

Por el espejo retrovisor, Bond pudo ver que la joven se había hechado hacia adelante, con lo que su cara quedaba encuadrada entre los hombros de Pearlman y los suyos.

– En principio íbamos a esa casa de Pangbourne donde los Humildes solían tener su cuartel general… Pregunte a Pearly sobre ello. Porque ya ha realizado algunas pesquisas en ese lugar. Pero mis instrucciones han sido cambiadas en el último instante. «Terremoto» suena a algo siniestro, pero no lo es. Tan sólo significa que nos esperan en la clínica que tenemos cerca de Putthenham, ¿de acuerdo?

Era lo que se dice un lioso magistral.

– ¿Es ese el lugar donde vamos a interrogar al individuo que fue herido en Kilburn?

Bond se rió brevemente.

– Bueno, en realidad se hirió a sí mismo. Es una lección para todos nosotros… No disparéis nunca una metralleta a poca distancia y en especial si el proyectil va dirigido contra una puerta o un blindaje de acero.

– No parecía de acero -comentó Harriett con expresión un tanto melancólica, como si lo sintiera por aquel hombre.

– ¿Te hubiera gustado más que hubiese sido de madera? -preguntó Bond sonriendo esta vez con naturalidad.

Tanto Pearly como Harriett estaban un poco nerviosos. Bond se preguntó si no serían un par de espías pertenecientes a la Sociedad de los Humildes. Agentes encubiertos encargados de informar sobre la actuación de las autoridades con relación a aquella sociedad seudorreligiosa. Pero ¿no estaría exagerando respecto a la tensión que podía reinar allí?

Continuaron en silencio, pasando por las afueras de Guildford y ascendiendo la larga carretera doble que llevaba a Hog's Back. A su izquierda, la catedral de Guildford destacaba contra el cielo. Un cuarto de hora después Bond tomó la curva de Hog's Back y minutos después sus documentos eran comprobados por los agentes de seguridad apostados a la puerta de la clínica. Como de costumbre, había dos hombres de servicio en la caseta mientras, según sabía muy bien Bond, otra pareja operaba la red de cámaras de circuito cerrado que asestaban sus miradas escudriñadoras por todo el ámbito de la clínica, tanto dentro como fuera.

Una ambulancia y tres o cuatro coches estaban aparcados junto a la reja, justo a la derecha del edificio principal de estructura baja y color blanco. Notó que el Lancia de sir James Molony se encontraba también allí, muy limpio y reluciente bajo el débil sol que luchaba con las nubes en un esfuerzo para crear un día de primavera aceptable.

El mostrador de recepción estaba atendido por un antiguo miembro del Comando 42 de los reales marinos; un hombre que, según sabía Bond, había sido dado de baja del servicio después de sufrir una herida en la guerra de las Malvinas. Sin haber recibido ninguna indicación, el ex marino levantó el auricular del teléfono interno y empezó a hablar con voz tranquila, comunicando que el grupo procedente de Londres acababa de hacer su entrada para ver a sir James Molony. Todos esperaron en silencio, sentados en la zona de la recepción. Bond se dio cuenta de que Harriett y Pearly parecían nerviosos, con lo que su primera intuición lo siguió atormentando tan dolorosamente como un dolor de muelas.

Pasaron diez minutos antes de que apareciera sir James, muy pulcro y sonriente como si se lavara las manos de todo aquel asunto. Por entonces Bond estaba ya extremadamente tenso y lo primero que se le ocurrió fue pensar en el significado que algunos psiquiatras dan a ciertos extraños movimientos de los dedos: síndrome de Poncio Pilato, señal de culpabilidad que atenaza el subconsciente.

Presentó a la pareja como «sus colegas», sin dar nombre alguno, y Molony estrechó la mano a los dos, llamando «querida» a Harriett y excusándose por haberles hecho esperar.

– Hemos estado con la joven Shrivenham -explicó, dirigiendo una amplia sonrisa a Bond.

– ¿Qué tal se encuentra?

– Mucho mejor de lo que esperábamos. Esta mañana estuvo despierta y perfectamente normal durante varias horas. Luego empeoró un poco y ahora se encuentra de nuevo sumida en el mundo de los sueños. Habrán de transcurrir algunos días, ¿comprenden? Afortunadamente su padre ha regresado a la ciudad. Pero hoy nos visitan dos tíos y su hermano.

Bond levantó rápidamente la mirada.

– No sabía que tuviera un hermano.

– ¡Oh, sí! Tiene un hermano y una hermana. Pero aquí, entre nosotros, ese joven no me gusta nada. Pregunta demasiado. El poseer ciertos conocimientos médicos es un peligro, James. Ese tipo ha estudiado medicina en Oxford, pero le expulsaron y lo dejó.

– Me gustaría cambiar unas palabras con él, cuando hayamos terminado -expresó Bond.

Además de su preocupación por Pearly y Harriett, cierta vaga pero molesta noción empezó a perturbar la mente de Bond, al pensar en el hijo de Shrivenham, es decir, el hermano de Trilby. ¿Quizá algo que había oído o leído acerca de él? Trató de apartar de sí aquella idea para poder concentrarse mejor en la vital operación que llevaban a cabo.

– ¿Y nuestro paciente? -preguntó a sir James Molony.

El especialista sonrió con aire conspiratorio, casi secreto.

– Dispuesto para recibirle. Me figuro que sus colegas tienen ya experiencia en estas cosas, ¿no es así?

– No estoy muy seguro -respondió Bond volviéndose hacia Pearly y Harriett, a quienes preguntó-: ¿Alguno de ustedes ha hecho algún curso sobre interrogatorios ayudándose con drogas?

– Sí -respondió Harriett.

– No -repuso Pearly.

– Bien -aprobó Molony, sonriéndoles. Y añadió dirigiéndose a Bond-: Esto es mucho más complicado que en los antiguos tiempos, cuando nos limitábamos a aplicar pentatol de sodio a los sospechosos. Ahora tenemos sistemas mejores. Hay hipnóticos que dejan despejada la mente y el subconsciente, y el cerebro lúcido. -Se volvió de nuevo hacia Bond -. Supongo que es usted quien 11evará a cabo la tarea, ¿verdad?

– Sí, siempre y cuando usted realice la suya como médico.

– Eso está hecho, muchacho. No hay problema. Se encuentra profundamente dormido. Sólo un rápido pinchazo con el «suero de la verdad», como se le llama en las novelas de espionaje, y quedará a su disposición. -Molony miró a Harriett y a Pearly alternativamente-. En realidad no es tal suero de la verdad. Pero se consiguen resultados muy buenos siempre y cuando se formulen las preguntas adecuadas. -Volvió sus pupilas hacia Bond-. Me figuro que tendrá usted preparadas sus preguntas.

– Así lo espero. ¿Alguien obtuvo de él algún detalle más a su llegada? Como, por ejemplo, su nombre y cosas por el estilo.

– Lo intentaron, pero es como si se hubiera vuelto ciego, sordo y mudo. M está de acuerdo en que éste es el único sistema. Me sentí muy contento cuando me dijo anoche que usted iba a venir.

Bond pensó que aquello lo estropeaba todo y no miró a Pearly ni a Harry, aunque la pareja no habría podido menos de escuchar el comentario. Fueran culpables o no, ahora sabían que les había mentido acerca del repentino cambio de planes. De ser culpables, se sentirían más alerta y de ser inocentes más enfadados. Se produjo una breve pausa y luego Molony indicó que bajaran con él.

Avanzaron a lo largo del pasillo, pasando por delante de la puerta metálica deslizante que daba acceso a la habitación donde se encontraban los miembros del equipo de vigilancia, quienes en aquel momento estarían operando sus cámaras y barriendo con sus objetivos los terrenos circundantes, el patio y las zonas interiores, así como los pasillos y las salidas de la clínica. Probablemente tenían ahora enfocadas sus pantallas en Molony y a sus tres visitantes, y, desde luego, debieron de haberlos seguido desde el Bentley, vigilado en la recepción, e incluso grabado todo cuanto dijeron hasta entonces.

Molony seguía hablando. Le habían impresionado las medidas de seguridad adoptadas al traer al terrorista de Kilburn desde la London Clinic. Describió la operación como «tan fácil como un trasplante de riñón». Sir James era famoso por su uso de términos médicos cuando hablaba con la gente y se decía que en cierta ocasión había escandalizado a los asistentes a una cena al comentar que el budín parecía una vesícula biliar.

Se habían quitado muchos vendajes de la cara del paciente, reemplazándolos por tiritas de esparadrapo. Las cortinas de la ventana estaban corridas y dos lámparas ajustables habían quedado colocadas de tal modo que su luz fuera a dar sobre la cabecera de la cama. Molony señaló una silla junto al paciente.

– Parece como si lo hubiera afeitado un barbero loco, ¿verdad? -preguntó sonriendo de nuevo, conforme Bond se sentaba en la silla.

– Me parece que sobramos aquí -comentó Harriett con un tono ligeramente amoscado, muy cerca de convertirse en colérico.

– Jefe, usted confía en nosotros, ¿verdad? -preguntó Pearlman.

– Desde luego -respondió Bond rápidamente-. Y no sobran aquí. Nada más lejos de la verdad. Harry, usted ha tratado ya a esa gente. En cuanto a Pearly ya se le tomó declaración. Si surge algo que consideren interesante, quiero que me lo digan. Pueden ayudar en nuestro interrogatorio. -Torció un poco el cuerpo para mirar a Harriett-. Fíjese en ese hombre. ¿Lo ha visto alguna vez con anterioridad?

Ella se acercó un poco y miró por encima del hombro de Bond. Se produjo una larga pausa antes de que contestara.

– Su cara me parece conocida. Dos hombres me interrogaron cuando aspiraba al puesto en el Avante Carte: Hathaway y otro más alto y de una complexión mucho más amplia. Cuando llegué para la entrevista no vi ninguna mujer. Había otras personas por allí. Me parecieron ejecutivos, y éste era uno de ellos. Me acuerdo que estaba muy elegante, con su traje gris a rayas y su voz suave. Parecía uno de esos hombres de negocios cuando han terminado su tarea diaria en una poderosa entidad de crédito. Y, ahora que me acuerdo, lo vi otra vez. Yo entraba en un taxi frente a las oficinas y lo distinguí cuando subía en otro coche tras de mí.

– ¿Lo vigilaste? Me refiero al coche. ¿Te siguió?

– Podría ser. Pero era una hora punta y me resultaba difícil comprobarlo.

Bond se preguntó si aquello sería cierto o si se trataba sólo de una tentativa de Harriett para reforzar su posición.

– Debía de ser una tarea de seguimiento general -dijo casi para sí mismo. Y añadió-: De acuerdo, sir James. Empecemos si es que está usted dispuesto.

La inyección tardó un par de minutos en surtir efecto. El paciente estaba tendido, inmóvil, con la cabeza sobre la almohada, cuando de pronto se observó un ligero temblor en sus párpados. Un minuto después parecía haberse despertado por completo y miraba al techo con los ojos muy abiertos, sin parpadear. Bond respiró profundamente y luego dijo:

– «Los humildes heredarán la tierra.»

– «La sangre de los padres caerá sobre los hijos. Y la sangre de las madres se derramará también.»

La voz sonaba natural y tranquila con su ligero acento extranjero que Bond ya había notado en la London Clinic.

– Dime tu nombre -le pidió.

– ¿Mi nombre en el mundo o mi nombre en la muerte?

Bond sintió cómo un leve estremecimiento le recorría el cuerpo. El horror latente que habían puesto al descubierto empezaba a insinuarse en su mente. «¡Dios mío!» -exclamó una voz en lo más profundo de su ser-. «Si esto es lo pienso, nos acercamos a tiempos de verdadera aflicción.»

– Los dos -contestó por fin-. Primero tu nombre el mundo.

– Mi verdadero nombre es Ahmed. Ahmed el Kadar.

– ¿De dónde eres?

– Mi país se llama Libia. Pero, corno es natural, he renegado de él. Soy un ciudadano del mundo de los Humildes; es decir, del mundo en su estremecimiento final.

– ¿Y tu nombre en la muerte?

– Mi nombre en la muerte es Joseph.

– ¿Tiene algún significado? -Al ver que no recibía respuesta repitió-: «Los humildes heredarán la tierra.»

– Si sabe usted eso, también sabrá que los nombres de muerte son escogidos al azar. La muerte es lo único que tiene un sentido concreto.

Pensando que todo aquello procedía quizá de alguna forma de catecismo básico, Bond preguntó:

– ¿Por qué la muerte es lo único que tiene un sentido concreto?

– La muerte en si no tiene significado alguno. Sólo lo posee el modo en que un Humilde muere; el valor que demuestra como verdadero creyente, en su camino hacia el paraíso. Los Humildes sólo heredarán si nosotros, los escogidos para marchar en cabeza, cambiamos la situación del mundo.

– Bien -aprobó Bond como si celebrara las respuestas de un estudiante aventajado-. ¿Y cómo van a cambiar el mundo los Humildes?

– Por la muerte. Provocando la revolución final que liberará a hombres, mujeres y niños de los yugos que les imponen los ideales políticos humanos. El mundo sólo florecerá cuando quienes gobiernan justa e injustamente queden eliminados y todos sigan el camino verdadero.

– ¿Sólo entonces?

– Cuando esos ideales corruptos que los hombres llaman política queden aplastados y deshechos como los huevos de una araña mortal. Sólo entonces el mundo florecerá y la gente será libre. Hasta llegar ese momento, todas las revoluciones habrán sido falsas, del mismo modo que lo son el poder y la ambición para obtenerlo, en nuestro mundo imperfecto. Los Humildes heredarán, pero sólo cuando la interminable rueda de la venganza haya completado un círculo entero.

– ¿Están dispuestos a eso los Humildes?

– Quienes han sido escogidos y han visto la verdad están dispuestos y esperan.

– ¿Dónde esperan?

– En los lugares señalados. Los solteros y los que no tienen hijos realizarán las tareas más sencillas. Los casados, con hijos que marchen tras ellos, realizarán los grandes hechos. Todos tienen sus órdenes o las recibirán cuando llegue el momento. Ahora están desparramados por los cuatro puntos cardinales. Pero serán instruidos y morirán para que sus hijos puedan morir también por la verdad hasta que la rueda haya descrito un circulo completo.

– ¿Qué órdenes tienes?

– Yo ya he realizado mi primera misión y he fracasado en ella.

– Joseph, ¿cuál era esa primera misión?

– Destruir a la serpiente hembra que vino a matar a nuestro padre. Nuestro padre Valentine está con frecuencia expuesto al ataque de sus enemigos. Pero todos serán aniquilados. Yo fracasé, pero la próxima vez no voy a fallar.

– ¿Tienes una nueva tarea asignada, Joseph?

– Sí. Me darán otra.

– ¿A la manera usual?

– Desde luego.

– Es decir, ¿por conducto de nuestro padre Valentine?

– Directamente de él y sólo de su boca o de una que pueda pronunciar su nombre de muerte.

– ¿Y cuál es el nombre de muerte del padre Valentine?

Se produjo un largo silencio.

– El padre Valentine, Joseph -insistió Bond -¿cuál es su nombre de muerte?

– El nombre de muerte de nuestro padre Valentine es el único que cambia con el sol y con la luna. Es una palabra que no podemos repetir ni siquiera entre nosotros.

– Pero ¿vendrá aquí?

El hombre tendido en la cama sonrió como sumido en un éxtasis.

– Vendrá o mandará a alguien para llevarme con él. Sé que lo hará pronto.

– ¿Y cuando venga te encargarán una tarea que le conduzca a la muerte?

– Soy padre de un hijo, de modo que figuro entre los escogidos. Se me ha confiado una tarea de muerte y la gloria será para mí, mi mujer y nuestro hijo. Sí; la próxima tarea será una misión de muerte.

– ¿Sabes dónde está ahora el padre Valentine?

– Andamos todos desparramados, pero como el Dios de los cristianos, nuestro padre Valentine sabe cuál es el paradero de cada uno en cualquier momento. Puede alargar la mano y arrancarnos de donde estemos para ordenarnos una nueva labor.

Bond notó cómo se le erizaba el pelo de la nuca y una vez más sintió una enojosa y fría sensación de horror recorriéndole la piel. Si su razonamiento era correcto, aquello era peor de lo que había imaginado.

– Dejemos que nuestro padre Valentine venga a por ti o mande a alguien para que te lleve consigo. Eso está bien, Joseph. Y ahora descansa.

Hizo una seña a sir James para que volviera al paciente aun pacífico sueño y borrase de su memoria todo rastro de la conversación que acababan de sostener.

Una vez en el pasillo, Harriett jadeó al tiempo que preguntaba:

– ¿Qué ha significado todo eso?

– Ese tipo es un chiflado, jefe -comentó Pearly riendo-. ¡Vaya cuento con eso de los nombres de muerte y las tareas de muerte y lo de nuestro padre Valentine sabiendo dónde se encuentra todo el mundo!

– Piense un poco, Pearly -le reprochó Bond con aspecto ceñudo-. Piensen los dos sobre las implicaciones de lo que ese hombre ha dicho. Piensen en lo que ocurrió en Glastonbury la tarde pasada y traten de relacionarlo. Seguro que dejan de sonreír.

Molony se unió a ellos en el corredor.

– He enviado a buscar a una enfermera, James. Me figuro que después de esto habrá que doblar la vigilancia.

Su cara tenía un aspecto tan grave como la de Bond.

– Pero ¿qué…? -empezó Harriett.

– Es posible que tengamos que mudarlo de sitio una vez más -comentó Bond interrumpiendo a la muchacha. Y luego se concentró en los dos para preguntarles-: ¿No empiezan a comprender? El hombre que acabamos de ver realmente cree que el padre Valentine es una especie de Dios omnisciente. Pero nosotros sabemos bien de quien se trata. Valentine es Vladimir Scorpius, un individuo sumamente peligroso cuando traficaba con armas para más de la mitad de las organizaciones terroristas del mundo. Ese hombre -señaló con el pulgar hacia la puerta- y cientos como él miembros de la Sociedad de los Humildes se han tragado todas las patrañas que han querido contarles. Tanto él como los otros lo creen todo a pie juntillas.

– ¿En qué creen? ¿En nombres de muerte? ¿En misiones? ¿En qué creen, jefe?

– Es raro que no lo comprenda, Pearly. ¿O es hace el tonto conmigo? -Se encogió de hombros al tiempo que exhalaba una especie de irritado suspiro-. Bueno. Tengo que volver arriba. Quiero echar una mirada al otro paciente de sir James y a sus visitantes. Espérenme en el coche. Estaré ahí en un momento.

Arrojó las llaves del vehículo a Pearly, consciente del azar que estaba corriendo, pero dispuesto a arriesgarse a que Harry o Pearly o quizá los dos a la vez decidieran darle esquinazo. Seguía pareciéndole en extremo difícil de entender que ninguno de los dos se hubiera hecho cargo de la malvada lógica de aquel hombre que se hacía 11amar Ahmed el Kadar, pero cuyo nombre de muerte era Joseph. En cambio, él había demostrado frente a Harriett y a Pearly su conocimiento absoluto de la terrible y malvada base sobre la que se asentaba la Sociedad de los Humildes.

Pearly atrapó las llaves en el aire.

– Me es imposible entenderlo, jefe -sonrió-. A menos de que, según usted, esa gente se sienta motivada por algún fervor religioso que los hace actuar como asesinos de alquiler.

– Eso es exactamente lo que digo, Pearly, y usted lo sabe bien. Lo mismo que sabe que esa gente no son sólo eso; simples asesinos a sueldo. Los Humildes anhelan morir por las creencias que Scorpius les ha inculcado. Cualquiera sabe cómo se las compuso…, pero no creo que se limitara a escoger prosélitos tontos. Estaré con ustedes en un minuto.

Harriett seguía mostrando un aire irritado, mientras que Pearly era la verdadera imagen de la incredulidad. Los dos hicieron una señal de asentimiento y siguieron pasillo adelante para subir la escalera que los llevaría a la zona de recepción de la clínica.

– Una imagen terrible -comentó sir James Molony casi en un suspiro-. Dígame si lo enfoco bien. Ese hombre es un miembro de la Sociedad de los Humildes. Cree todo cuanto le ha contado de Valentine. Está convencido de que el mundo ha de cambiar gracias a una revolución. De que aquellos que han sido elegidos para ello darán su vida alegremente por la causa porque así alcanzarán una especie de paraíso.

Bond hizo una señal de asentimiento. De pronto se sentía muy cansado.

– Sí. Así es como yo lo veo. Creen eso y mucho más. Como usted sabe bien, sir James, lo mismo ocurre en algunas religiones. Si lo miramos de un modo realista, Valentine, o mejor dicho Scorpius, ha logrado convertir a esa gente en un pequeño ejército de kamikazes. Personas dispuestas a morir con sólo que él se lo ordene. Es algo así como una máquina de matar que se autorreproduce. Al considerar la actividad anterior de ese hombre, me pregunto si todo esto no será más que una horrible extensión de la misma. Desencadenar el terror. Perpetrar asesinatos en masa. No sólo proporciona las armas, sino todo lo demás. Tanto si se desea un determinado tipo de campaña terrorista o un acto de violencia aislado, Scorpius se lo servirá completo, envuelto como para un regalo, siempre y cuando se le pague la cantidad adecuada.

Molony puso una mano sobre el hombro de Bond.

– Esa idea es horrible. Se la pasaré a M. Habrá que doblar el servicio de seguridad.

– Voy a decirle otra cosa -añadió Bond bajando la voz-. Hay algo impreciso que me ronda por el cerebro y que se refiere al hermano de Trilby Shrivenham. Me gustaría verle y también a sus tíos.

Estuvo a punto de expresar así mismo la preocupación que le originaban Harriett y Pearly; pero aquello era ya suficiente para provocar la ansiedad del especialista.

Con el fin de proporcionar el máximo de seguridad a aquel hombre que se llamaba a sí mismo Ahmed el Kadar, le habían puesto en una habitación situada en el sector más profundo de la clínica. Luego de pasar ante los ascensores, recorrieron dos tramos de escalera hasta llegar al segundo piso bajo el nivel del suelo, donde se encontraba Trilby Shrivenham.

No había nadie de servicio ante su puerta, ni guardianes en el pasillo. Bond notó cómo se le revolvía el estómago y empezó a caminar con paso más rápido, que convirtió casi en un trote, obligando al ya maduro y preocupado Molony a seguirle resoplando para no perder contacto.

Bond abrió la puerta y se detuvo unos segundos mirando ante sí horrorizado. La enfermera que había estado de guardia se hallaba tendida en el suelo con la cabeza torcida en un ángulo muy poco natural. La habitación estaba revuelta y Trilby Shrivenham permanecía medio fuera de la cama, terriblemente inmóvil, con el largo pelo colgándole como una cascada cuyo borde rozaba el suelo. Le habían arrancado el gota a gota y lo habían roto.

– ¡Maldita sea! Ha sido culpa mía -jadeó Bond al tiempo que Molony le empujaba para entrar también-. No debí permitir que nadie entrara aquí.

Se metió rápidamente la mano en la chaqueta y, empuñando su pistola, se volvió dispuesto a subir la escalera a toda prisa.

Oyó cómo Molony, que se había acercado a la chica, le decía que estaba todavía viva, al tiempo que oprimía el timbre para pedir auxilio.

– Haré que venga alguien -afirmó Bond, subiendo los escalones de dos en dos. En aquel preciso instante una enfermera uniformada apareció en el rellano superior-. ¡Baje enseguida! -le gritó Bond-. ¡Vaya al cuarto de la señorita Shrivenham! ¡Sir James la necesita!

Pero conforme la enfermera bajaba a toda prisa, Bond pudo ver que tenía la cara gris y los ojos vidriosos, como si sufriera los efectos de una impresión terrible.

– ¡Arriba!… -exclamó, deteniéndose cuando los dos se cruzaban. Y con una voz que era la imagen viva del terror añadió-: ¡Arriba! ¡Los agentes de seguridad! Creo que todos están…, que todos están muertos. Por favor, actúe con rapidez. ¡Uno de ellos es mi marido!

– Baje hasta donde está sir James -le ordenó Bond-. Yo me ocuparé de lo demás.

y se lanzó de nuevo hacia arriba.

Con la pistola dispuesta, Bond alcanzó el pasillo donde se encontraba el recinto ocupado por los agentes de seguridad. La puerta de acero deslizante había sido abierta. Se detuvo un momento para abarcar la escena de una ojeada. Los dos guardianes estaban muertos. Era una pequeña habitación y su primera idea fue la de que no había visto tanta sangre en un espacio tan reducido.

Nada podía hacer por los dos hombres, así que continuó hasta la planta baja, apoyó la espalda contra la pared y miró hacia el departamento de recepción. La carnicería era allí impresionante. Se preguntó cómo se las habrían compuesto para no hacer ruido.

Siguió hacia adelante con la pistola empuñada. De repente recordó el dato que le rondaba por el cerebro. Trilby Shrivenham tenía un hermano. O mejor dicho, lo tuvo. Porque el honorable Marcus Shrivenham había muerto cinco años atrás en un accidente de alpinismo en Suiza. En el Mont Blanc puntualizó como si aquello importara mucho.

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