– ¿Cree usted en la evidencia que aportan los norteamericanos? -preguntó Bond estudiando la cara de M como si intentara leer el futuro de aquel hombre en las líneas de su correosa piel.
– Por completo. Al ciento por ciento. A mi modo de ver, no existe duda alguna de que el padre Valentine y Vladimir Scorpius son la misma persona. Lo que hace nuestra tarea más urgente que nunca.
Bond enarcó las cejas.
– Nadie ha demostrado nada en absoluto contra Scorpius…, por lo menos nada que tenga algún valor. -M dijo aquello como si Bond fuera el culpable del fracaso-. Sin embargo sabemos que ese hombre es responsable de millares de muertes…, la mayoría víctimas inocentes. Cuando el terror hace acto de presencia…, una bomba en el Ulster…, otra en un club nocturno volado en Alemania; una terminal de aeropuerto o una estación de ferrocarril hechas pedazos; una ráfaga de ametralladora en una calle de París; un muchacho que montado en una motocicleta lanza una docena de disparos contra el coche de un político o de un jefe de policía, todo guarda alguna relación con Scorpius por ser éste quien les proporcionó el material. -Empezó a dar golpes sobre su pupitre al mismo ritmo de los latidos de un corazón-. El leopardo nunca cambia sus manchas. Scorpius sabe todo cuanto hay que saber acerca de comerciar con el terror y no dejarse atrapar. probablemente alivia su conciencia diciéndose que no es el responsable del modo en que se usen dichas armas o explosivos. Pero sí lo es. Y ahora se nos ha transformado en el padre Valentine, jefe de una secta que en su aspecto exterior aparece como defensora de la pureza y de la santidad del matrimonio, así como de la exclusión del cuerpo humano de toda sustancia nociva como la nicotina, el alcohol o cualquier otra forma de droga más siniestra aún. Pero debe existir algún punto de unión entre esto y las fuerzas terroristas y el material que utilizan. Porque ese hombre sólo conoce dos cosas: las armas y las mujeres.
– ¿No existe alguna clave relativa a la elección de objetivos específicos? -preguntó Bond-. Estoy de acuerdo en que luego de saber lo que sabemos de Scorpius, la Sociedad de los Humildes debe tener algún objetivo primordial… y no muy agradable, por cierto.
– Confío en que sea usted quien lo descubra -expresó M, mirándole sin el más leve rastro de humor ni en la boca ni en los ojos.
– ¿Quizá en las oficinas de la tarjeta de crédito?
M hizo una señal de asentimiento al tiempo que empujaba una ficha con el dedo. Con la clara letra de M y escrito en tinta verde figuraban allí las señas de uno de los muchos edificios de oficinas que se habían levantado en las calles que desembocan a Oxford Street cuando se pasa al norte de Oxford Circus. El número de teléfono ostentaba el prefijo adecuado: 437.
– ¡Todo esto es legal! -exclamó M-. ¡Garantizado por el Banco de Inglaterra! Aunque no parece hacer publicidad ni tiene todavía una lista de servicios, la Avante Carte es una compañía de crédito en pleno funcionamiento y legal al ciento por ciento, con un activo de diez millones de libras esterlinas.
– Supongo que estos datos proceden de sus contactos en la City.
– No -repuso M, permitiéndose la sombra de una leve sonrisa-. Proceden de mis contactos con la sección Q. La ayudanta del armero sigue trabajando con las dos tarjetas de plástico que le entregamos. Al parecer son tarjetas inteligentes, como las que aquí utilizamos para entrar y salir de zonas reservadas y para seguir el rastro a ciertas fichas. Incrustados en el plástico hay minúsculos cerebros electrónicos que están tratando de analizar, aunque tardarán todavía algún tiempo. De momento han revelado el número de teléfono, cosa al parecer, bastante sencilla. Yo he seguido esa pista, y ya puede ver a dónde me ha llevado.
– Supongo que esperan de mí que vaya a visitarlos y que pida que me admitan como miembro.
– En efecto. -M había adoptado un aire terriblemente serio. De nada serviría llamarlos por teléfono, Bond. No hay más remedio que entrar allí y enfrentarse a la fiera. Quizá averigüemos algo.
– A lo mejor me administra una fuerte dosis de lo que ellos llaman «veneno de plomo».
– Son gajes del oficio -manifestó M haciendo una señal hacia la puerta-. Vaya enseguida y haga lo que pueda.
– ¿No tendré protección, señor?
M sacudió la cabeza:
– Me parece que no. Acepte el juego tal como es. Entre sencillamente y diga que quiere ingresar. No puedo imaginar un sistema mejor.
Media hora después Bond se detenía en un punto situado enfrente mismo de la fachada de un enorme bloque de oficinas en el que no figuraba nombre alguno y que se proyectaba como un enorme dedo enhiesto junto a las casas con terrazas y las tiendas entre las calles Oxford y Great Malborough.
Había tomado un taxi hasta Broadcasting House y luego retrocedió, caminando hasta Oxford Circus, desde donde, dando un rodeo, llegó a donde ahora se encontraba. Durante todo el tiempo no dejó de practicar los ya conocidos aunque necesarios procedimientos rutinarios para asegurarse de que nadie «se metiera con él», como decían en el servicio.
Y, en efecto, nadie se metió con él durante el trayecto. Sin embargo, ahora que se encontraba delante del edificio, Bond notó cómo aquel sexto sentido, aquella intuición fruto de una larga experiencia, le decía que no estaba solo allí. Así que no se entretuvo demasiado. Sólo una breve pausa para dar una ojeada al edificio con su frente de cristal curvado, a través del cual podían verse un mostrador de recepción y varias sillas y sillones esparcidos por todo el recinto. Continuó su marcha tratando de encontrar alguna superficie reflectante o algún cruce de calles que le permitieran mirar hacia atrás y examinar por completo la fachada. Estaba seguro de que alguien no lo perdía de vista.
Unos treinta metros calle arriba podría cruzar y tomar otra calle curva que creyó le llevaría de nuevo a Oxford Street. Lo mejor sería regresar por allí y acercarse otra vez al objetivo.
Hizo una pausa como si estuviera pendiente del tráfico, al tiempo que su mirada se posaba, por un tiempo ligeramente prolongado, en la calle más próxima al edificio. Casi frente a éste había una pequeña furgoneta mal aparcada. No se veía a nadie en el asiento del conductor, pero aquello no significaba nada, tratándose de semejante vehículo. Lo único que le consoló fue observar que carecía de antena o al menos ésta no era visible. Las antenas son peligrosas porque pueden ocultar complicadas instalaciones, incluyendo lentes de fibra ópticas capaces de transmitir una imagen de trescientos sesenta grados a una pantalla interior.
En su rápida ojeada también pudo ver a un hombre que un poco más allá paseaba arriba y abajo mirando de vez en cuando a su reloj como si estuviera esperando a alguien que no acababa de aparecer. Desde luego, había otros automóviles y peatones, pero los afinados sentidos de Bond sólo reaccionaban ante aquellos dos pormenores. Porque, evidentemente, tanto la furgoneta como el paseante eran sospechosos en potencia.
Atravesó la calzada y se dirigió hacia la calle curvada, pero se encontró con que no tenía salida. No había más solución que simular estar buscando algunas señas. Se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un cuaderno de notas negro, y al hacerlo notó el tranquilizador contacto de la dura culata de la ASP automática de 9 mm en que llevaba la pistolera.
Regresó lentamente a la calle principal y se detuvo para consultar las páginas de su cuadernillo. Era la imagen perfecta de un hombre que anda perdido. Incluso se dirigió a una mujer joven de aspecto apresurado que empujaba un cochecillo de bebé y le preguntó dónde se encontraba el edificio que tenía precisamente frente a él. La mujer se echó a reír al tiempo que se lo señalaba.
Consultando otra vez su cuaderno, Bond caminó con aire confiado hacia las grandes puertas de cristal. Por el rabillo del ojo pudo ver que el hombre seguía esperando a su cita y que la furgoneta permanecía en la misma posición, al parecer vacía y aparcada poco ortodoxamente.
El vestíbulo semicircular tenía un aspecto ligero y airoso, y una vez dentro, Bond pudo observar gran cantidad de plantas puestas en macetas, así como el mobiliario que ya había visto desde fuera. El lugar tenía estilo y elegancia. Había también un mostrador de recepción atendido por un viejo portero que lucía dos hileras de condecoraciones de la segunda guerra mundial en la parte izquierda de su uniforme azul marino.
– ¿En qué puedo ayudarle, señor? -preguntó el portero con una breve sonrisa de bienvenida.
– Avante Carte -repuso Bond sonriendo a su vez.
– Es en el cuarto piso, señor.
Le indicó una doble batería de ascensores situados en un breve pasillo, a la derecha del mostrador.
Bond le dio las gracias con un movimiento de cabeza y apretó el botón de llamada que se encontraba junto a los ascensores. Luego se puso a examinar el tablero en el que aparecían los nombres de numerosas empresas y negocios. «Actiondata Services Ltd., 1er piso. The Burgho Press (Editorial), 2º piso, Adams Services Ltd., 3er piso.» Había siete plantas en total. Una empresa de abogados ocupaba la totalidad de la quinta. Lo que debía ser una empresa de publicidad, la AdShout Ltd.; estaba en el sexto, mientras que en el último figuraba instalada una de esas firmas ambiguas que funcionaban con el nombre Nightout Companions. En el recuadro correspondiente al cuarto piso descubrió lo que andaba buscando: Avante Carte Inc., y debajo en letras más pequeñas, las palabras: «La Avante Carte forma parte de la Institución Benéfica de la Sociedad de los Humildes.» Las puertas del ascensor se abrieron con un leve siseo y Bond entró en la cabina y apretó el botón del cuarto piso.
Al menos allí la música era distinta, sin los usuales y enfermizos violines interpretando las tonadas románticas y populares de siempre. Aquello cuadraba mucho más con el estilo de Bond. E incluso pudo identificar la grabación: era Gertrude Ma Rainey acompañada por un grupo de jazz muy tosco y sin nombre específico interpretando en 1927 el New Bo-Weavil Blues, que ya había grabado en 1924. En la colección de Bond aquella pieza figuraba en un viejo disco de 78 revoluciones. La versión actual era bastante mejor. Ma Rainey seguía demostrando ser la primera con su humor retorcido teñido de sufrimiento. Parecía como si hubieran sabido que Bond se encontraba allí en camino hacia el piso cuarto, y desearan obsequiarle con aquella música.
No quiero que ningún hombre ponga azúcar en mi té;
tengo miedo de que pueda envenenarme.
Mientras Ma Rainey cantaba parecía como si las palabras dieran de lleno en él como un toque de atención. Recordó los coches que los habían seguido durante su regreso desde Hereford. Por unos segundos, aquella vieja y buena pieza de jazz tradicional lo había encandilado. Pero ahora estaba otra vez tan alerta como siempre. El indicador marcó la cifra 4 y conforme las puertas se deslizaban hacia los lados, el hilo musical se interrumpió. Salió al exterior para encontrarse en otra amplia y atractiva zona de recepción semicircular. Pero aquí no había nadie tras el mostrador situado ante una pared que parecía hecha de vidrio endurecido, a través del cual pudo distinguir otra estancia, desprovista de todo interés, que se extendía hacia lo que parecía el infinito, aunque estaba seguro de que todo aquello no era más que un truco a base de cristales y de espejos.
La habitación estaba provista de una larga hilera de compartimentos con computadoras, y a derecha e izquierda, tras de ellos, había otras cristaleras brillantes, dividiendo espacios en los que se veían los enormes bancos de datos de una unidad central. Nadie estaba al cuidado de aquellos aparatos. ¿Dónde se encontrarían los hombres y mujeres encargados de contestar las preguntas sobre las tarjetas de crédito, manipular la voluminosa base de datos, intercambiar información, llevar las cuentas, autorizar los créditos y realizar todo el trabajo relacionado con una empresa semejante?
Cuidadosamente se aproximó a la recepción, con los pies casi hundiéndose en la espesa alfombra de color burdeos. Una vez ante el mostrador, tosió fuertemente. Al ver un pequeño timbre incrustado en una suave superficie acrílica lo pulsó breve y enérgicamente por dos veces.
Segundos después se produjo un movimiento en el extremo más alejado de la larga estancia. Una joven avanzaba por entre las hileras de mostradores vacíos. Tardó casi un minuto en llegar a la puerta que comunicaba la zona de trabajo con la recepción, por lo que Bond tuvo tiempo para realizar un examen completo de su aspecto. Llevaba una severa falda negra y una camisa blanca con una cintita también negra en el cuello, y avanzaba con paso elegante, moviendo sus largas piernas con aire decidido. La esbelta figura era atractiva, aunque quizá sus pechos resultaran un tanto voluminosos. Su cara no era hermosa ni siquiera guapa, en el sentido que se suele dar a estas palabras; pero exhalaba humor por la expresión de su boca y de sus ojos. El pelo negro, muy corto y a la moda, no parecía muy apropiado para ella. Durante unos segundos, mientras abría la puerta para entrar en la zona de recepción, Bond se preguntó si llevaría peluca o si se habría teñido recientemente el pelo, porque lo oscuro de su color le dio la sensación de ser postizo.
– Buenos días, señor, ¿en qué puedo servirle? -preguntó con un acento norteamericano más de Boston que de dialectos más duros. Las comisuras de su boca se arrugaron y pudo ver que había estado en lo cierto al definirla como una mujer alegre, ya que aparte de la boca también mostraba unas rayitas alrededor de los ojos. Estos eran de un gris claro, lo que una vez más le obligó a pensar que el pelo no podía ser natural.
– No sé si es posible… Desearía pedir una tarjeta Avante Carte.
– ¡Ah! -exclamó ella sonriendo-. Lo siento, pero no creo que pueda complacerle.
– ¿Por qué? -preguntó Bond, mirando a través del cristal hacia la desierta zona de trabajo.
La joven siguió la dirección de su mirada.
– Sí, sí, es verdad. No tenemos personal. Yo soy la única empleada y hasta ahora no he recibido instrucciones concretas. ¿Le mandaron alguna invitación para solicitar la tarjeta?
– No. No me han mandado nada.
– Bien, pues entonces, aunque yo poseyera la autoridad necesaria no podría acceder a su demanda. Las solicitudes son por invitación y, según me han dicho, solo las personas que pertenecen a la Sociedad de los Humildes o son miembros acreditados de su institución benéfica pueden acceder a nuestro servicio…, al menos por ahora. -Había añadido estas últimas palabras rápidamente, como si deseara asegurarse de no rechazar a un futuro cliente en potencia-. ¿Dónde ha oído hablar de nuestra tarjeta, señor?
Bond se encogió de hombros.
– Una antigua amiga mía tiene una. -Se detuvo, preguntándose qué efecto podría causar aquello si la noticia había sido ya dada a la prensa-. Una tal Emma Dupré.
– Pero… -la joven lo miró fijamente y sus pupilas se ampliaron durante una fracción de segundo. Enseguida recobró la compostura-. Bueno, debe de ser una de las personas privilegiadas. ¿No podría darme sus datos de modo a estar en contacto con usted en caso de que se admitan nuevos miembros?
Bond le sonrió como si deseara besarla y le agradó comprobar que ella se sonrojaba leve y nerviosamente.
– Boldman -repuso-, James Boldman. -Y añadió unas señas que cubrirían aquella información caso de que alguien decidiera comprobarla.
– Lo único que puedo hacer es tomar nota de ello, señor Boldman. Verá… -Se detuvo una vez más como si sopesara sus palabras-. En realidad, estoy tan a oscuras como usted.
Dio un paso hacia la puerta como si esperase que él la siguiera y así fue.
Entraron en la zona de trabajo mientras ella seguía hablando:
– A decir verdad, es usted la primera persona que entra en este despacho. Sólo llevo aquí un par de semanas y, a juzgar por lo que he visto, soy la única empleada.
– ¿Está usted al cargo de todo? -preguntó Bond con aire desenvuelto.
Ella hizo una señal de asentimiento.
– ¿Es la reina del territorio completo? ¿La responsable de la organización?
Con la mano trazó un semicírculo que abarcaba los pequeños y agradables compartimentos de trabajo con sus pantallas de representación visual, los teléfonos y los bancos de datos de la unidad principal tras de los cristales.
– En efecto -dijo ella volviendo a asentir con la cabeza-. Impresionante, ¿verdad? Debe de haber aquí un millón de libras en componentes electrónicos.
– ¿No celebró una entrevista con los directivos?
– ¡0h, sí! Dos jóvenes muy simpáticos me preguntaron una serie de cosas.
– ¿Cuándo?
– Hace cosa de un mes. La reunión fue muy larga… Había varias aspirantes. Luego me escribieron para comunicarme que había obtenido el empleo y que empezaría el lunes. De esto hace dos semanas. Salario por anticipado. Un par de llamadas telefónicas para comunicarme que estuviera dispuesta para atender a otros aspirantes. Se necesitaba un buen conocimiento de lenguajes y programas de ordenador avanzados para IBM, por lo menos un año de experiencia y buenas referencias personales. Ya sabe…, todo eso.
Bond hizo una señal de asentimiento.
– ¿Dónde vio el anuncio?
Ella mencionó un par de revistas de negocios: Fortune, Business Life, y tres periódicos: The Times, The Guardian y The Financial Times.
– ¿La entrevista con usted se celebró aquí?
– Sí. -Le miró y él creyó detectar cierto aire de preocupación en sus moteadas pupilas grises. Cual si quisiera justificar la expresión de su mirada añadió-: A decir verdad me siento un poco inquieta. Todo este formidable despliegue y el dinero que representa, y no hacen nada con todo ello. Es una locura.
– ¿Cómo se llama usted?
La pregunta había sido formulada con aire distraído, pero Bond sentía deseos de comprobar los datos de aquella joven en los aparatos mágicos de que disponían en el Cuartel General de Regent's Park.
– Horner. Harriett Horner.
Parecía un nombre fingido, pero Bond tenía la experiencia necesaria como para saber que a veces los nombres verdaderos son los que menos reales parecen.
– Harriett Irene Horner, para ser más exacta -añadió ella como si leyera sus pensamientos.
– Pues bien, Harriett, yo en su lugar también estaría preocupado. Todo esto tiene un aspecto un tanto fantasmal.
– ¡Los dos tienen motivos para estar preocupados! -exclamó una voz desagradable y amenazadora procedente de la puerta.
Se volvieron hacia allá. El que había hablado era un joven musculoso que vestía un traje azul oscuro a rayas, posiblemente a prueba de agua.
Tras él se encontraban otros dos hombres, aun más altos, musculosos y corpulentos, que parecían como vestidos por cortesía de la revista Soldier of Fortune. Ambos tenían esos rostros malvados y brutales que se suelen relacionar con los torturadores de las SS que aparecen en las películas de guerra más tremebundas.
– ¡Oh! ¿Es usted, señor Hathaway? -preguntó Harriett exhalando una pequeña exclamación de sorpresa.
– ¿Le conoce? -le preguntó Bond en un susurro.
– El señor Hathaway es mi superior inmediato. Fue el que me concedió el empleo.
El elegante joven sonrió, aunque estaba bien claro que el sonreír no era una de sus costumbres habituales.
– En efecto. Yo le concedí el empleo, señorita Horner. Pues bien, el señor Hathaway se lo dio y el señor Hathaway se lo quita. Sabemos muchas cosas de usted. Y también sabemos bastante de su amigo, señor Bond aquí presente.
– No se llama Bond, sino Boldman. James Boldman. Eso es lo que me ha dicho.
– Pues he mentido -intervino Bond rápidamente-. El señor Hathaway tiene razón.
– Pero… – la joven se interrumpió, evidentemente nerviosa.
Bond captó la tensión que la estaba invadiendo a oleadas. Miró a Hathaway cara a cara.
– ¿Es que no nos va a presentar a sus amigos, señor Hathaway? ¿Quiénes son? ¿El señor Shakespeare y el señor Marlowe?
Hathaway hizo una señal a los matones parecida a la que un propietario de perros haría dirigiéndose a sus animales, y enseguida los dos empezaron a avanzar hacia Bond. Pero no habían dado tres pasos cuando éste saltó hacia la derecha a la vez que levantaba su automática con ambas manos.
No había visto el movimiento que hizo Hathaway. Aquel hombre era muy rápido y se recriminó por haberse concentrado en sus dos compinches más que en su amo. Un minuto antes, Hathaway estaba de pie en el umbral de la puerta, muy elegante, con su traje de quinientas libras y ahora permanecía agachado, con una arma que parecía haber surgido de la nada. Inmediatamente se produjo una repentina y muy fuerte explosión que hizo saltar por los aires unas diez instalaciones de computadoras IBM convertidas en un montón de chatarra de plástico, cristales y chips de silicio.
– Deje caer la catapulta al suelo, Bond, o la próxima será para usted.
El humo se aclaró y Bond pudo ver que Hathaway sostenía en sus manos un corto fusil de combate de aspecto poco tranquilizador. No se fijó en el modelo, aunque cruzó por su mente el SPAS 12, un arma de terrible potencia por ser semiautomática y poder disparar sus siete cartuchos del 12 en menos de dieciséis segundos. Según fuera la carga y se operase el selector de alcance, el impacto podía ocasionar daños considerables. Bond sólo tuvo que echar una mirada a las devastadas instalaciones para darse cuenta de lo que estaba sucediendo allí. Dejó caer su pistola con disgusto y se colocó las manos sobre la cabeza.
Uno de los matones retenía a la chica presionándole el cuello y empujándola ante él en dirección a Bond.
– Eso está mejor -declaró Hathaway, que ya no sonreía.
Hizo un gesto al otro individuo indicándole que sujetara a Bond de la misma manera. El aludido le hizo dar una vuelta igual que un instructor de combate que efectúa una prueba con un muñeco. En un segundo, su antebrazo estaba alrededor del cuello de Bond y una mano enorme se situaba en su nuca. Sabia que una rápida y vigorosa presión podía, como mínimo, romperle las cervicales y ocasionarle una muerte instantánea.
Aquel hombre olía a algo que Bond no había percibido en muchos años…, a una loción prodigada por los peluqueros de otros tiempos.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó.
Pero le era difícil hablar, ya que su captor estaba demostrando cierta tendencia a incrementar la su garganta.
– Iremos a visitar a unos amigos y lo haremos sin armar ruido y con cuidado.
Hathaway se había acercado a ellos. Bond quedaba a su izquierda y la muchacha a su derecha con los dos matones tras ellos.
– Bajaremos al foyer y saldremos caminando como si fuéramos buenos amigos. Si alguien trata de hacerse el listo… -esgrimía aquella arma letal en su mano. Tenía una empuñadura de pistola y no mediría más de setenta centímetros de longitud. Hathaway podía esconderla fácilmente bajo su bien cortada chaqueta-. Se portarán bien, ¿verdad? – preguntó mirándolos alternativamente.
Bond intentó hacer una señal de asentimiento. Finalmente consiguió murmurar:
– Sí.
Pudo oír un sonido similar exhalado por la chica.
Hathaway hizo una señal a los hombres. La presión se aflojó, pero los matones permanecieron en la misma posición tras sus cautivos.
– Ustedes saldrán primero, señorita Horner y señor Bond. Mis compañeros irán tras de mí, pero yo estaré directamente tras de ustedes. Les advierto que esto que llevo en la mano puede hacerles mucha pupa. Y ahora…
No terminó la frase porque algo muy curioso sucedió en aquel momento. Por segunda vez durante el día, Bond no apreció plenamente los movimientos, aunque supo quién los estaba haciendo.
El hombre que se hallaba tras de Harriett profirió un aullido de dolor. Bond observó como Harriett se agachaba y cómo el matón era catapultado por encima de su espalda en dirección a Hathaway.
En un acto reflejo, Hathaway disparó otro cartucho, pero en aquel preciso instante su compinche se le vino encima, recibiendo el impacto. Un reguero de sangre y de ropa destrozada pareció cruzar el aire, mientras Harriett se colocaba de un salto detrás de otro facineroso.
Bond la vio agarrar la muñeca de aquel individuo que, no obstante su corpulencia, rodó por el aire como si Harriett estuviera jugando a voltear a un niño. Finalmente le soltó y con un chillido el hombre fue a estrellarse de cabeza contra la otra batería de aparatos de IBM. Se produjo un estrépito espantoso de cristales partidos mezclados al estallar resistencias y al fulgor de los pequeños incendios provocados en los terminales. Pero para entonces Bond se lanzaba a recuperar su automática.
Hathaway estaba caído en el suelo intentando librarse del cuerpo de su compinche y de agarrar su arma.
– ¡Ni lo piense siquiera! -le advirtió Bond, que había recuperado su pistola y apuntaba al llamado Hathaway. Pero éste no hizo el menor caso y finalmente logró librarse del cuerpo y recuperar el fusil. Lo estaba levantando cuando Harriett pareció materializarse tras él. Moviendo sus manos como cortadoras de césped, descargó unos golpes secos a ambos lados del cuello de su enemigo.
Hathaway soltó un gruñido y cayó desplomado, con la cabeza pendiéndole como si fuera un muñeco de trapo.
– ¿Cuándo ha aprendido a hacer eso? -le preguntó Bond sin poder ocultar su admiración.
– En algún lugar parecido al de usted. Aunque yo disfrutaba de una posición más ventajosa.
Se estaba arreglando la falda y la blusa y comprobando que las costuras de sus medias estuvieran en el lugar adecuado.
– Harriett, creo que debería hacer una llamada telefónica antes de salir de aquí. No abrigo la menor duda de que el señor Hathaway tiene amigos.
Ella asintió con un movimiento a la vez que miraba aquella destrucción de millares de libras en equipo. Un peligroso aunque pequeño incendio se había iniciado en la alfombra.
– ¡Diantre! -exclamó Harriett-. Va a costar mucho explicar todo esto. ¿Se llama usted realmente Bond?
– Sí, Bond -afirmó él-. James Bond. ¿Y usted?
– Le dije la verdad, pero no ha servido de mucho. Si es usted lo que pienso, sus superiores se van a enfadar mucho conmigo.
– No tanto como lo que se enfadarán los superiores de Hathaway.
Ella asintió y Bond tomó el teléfono más próximo. Una rápida llamada a Regent's Park y la Unidad de Despeje se presentaría a los pocos minutos para limpiar todo aquel estropicio y llevarse a los muertos y heridos. Pero el teléfono no contestó y Bond se dijo que probablemente casi toda la instalación eléctrica del edificio se habría averiado.
– Creo que deberemos salir de aquí lo antes posible -afirmó mientras veía como ella tomaba su bolso y su chaqueta, que hacían juego con su falda negra.
– Creo que tiene razón -asintió la muchacha.
Una vez en la puerta se detuvieron y Bond miró hacia atrás.
– Es una lástima -se lamentó-. ¡Vaya montón de chatarra de ordenadores que dejamos ahí!
Se acercaron al ascensor, que milagrosamente seguía funcionando.
– Nunca me gustó ese Hathaway -comentó Harriett cuando llegaban al vestíbulo principal y salían adoptando la misma actitud de quien abandona el edificio para ir a comer.
– Tampoco sus colegas me hacían muy feliz -le respondió Bond sonriendo-. Recuerde que le dé las gracias en algún momento, señorita Horner.
– Así lo haré, no se preocupe -respondió ella, devolviéndole la sonrisa.
Los detectores de humo situados en el cuarto piso estaban activando las alarmas contra incendios en el momento en que salían del edificio. La furgoneta blanca seguía en el mismo lugar, pero el hombre que esperaba a alguien había desparecido. Bond empujó a la muchacha hacia la izquierda y luego en dirección a Oxford Street, mientras volvía la cabeza de un lado a otro buscando un taxi. Con una mano sujetaba a Harriett por el codo. No podía permitir que se apartara de él.
– James, ¿a qué se dedica usted? -preguntó Harriett mientras se acercaba un taxi con el letrero de «libre» encendido.
– Estoy como si dijéramos en el servicio civil. -Bond dio al chófer una señas en Kilburn.
– ¿Un funcionario civil armado?
– En efecto.
– ¿Servicio de seguridad?
– ¡Caliente, caliente, Harriett! Pero me gustaría saber también cuál es su profesión. Y dígame la verdad, por favor. Nada de embustes.
La joven tenía los ojos de un gris cálido, no del tipo frío de paisaje marítimo.
– Bueno -empezó. Y enseguida respiró hondamente-. La verdad es que soy investigadora secreta para el Ministerio de Hacienda de Estados Unidos.
– No me gustaría hacer trampas con mis impuestos teniendo a alguien como usted husmeando por los alrededores.
– ¿No? Verá usted, James; tengo un pequeño problema.
– ¿Qué problema?
– Estoy trabajando en Inglaterra clandestinamente, sin que nadie haya pedido permiso a sus autoridades. Me ha atrapado usted con las manos en la masa.
Bond enarcó una ceja.
– Pues maneja usted la masa con gran habilidad y talento -reconoció él con una cálida sonrisa.