Pasaron con Bond, al interior de la casa, atravesando los diversos pasillos y se detuvieron junto a una puerta abierta que daba a lo que de manera evidente había sido el dormitorio principal de Scorpius y que, según comentó Bond, parecía decorado al estilo «prisionero de Zenda». Rebuscaron por diversos armarios llenos de ropas, muchas de las cuales estaba claro que no habían sido compradas para Scorpius, hasta que finalmente encontraron una camisa, ropa interior, calcetines, corbata y un traje gris de corte clásico que le quedaba bastante bien a Bond. Pearlman regresó a las habitaciones de los huéspedes para recoger los zapatos de piel suave.
Le concedieron tiempo para darse una rápida ducha y cambiarse antes de reanudar su actividad. De vuelta al comedor de Scorpius, de tan sorprendente mal gusto, conectaron teléfonos de campaña similares al C500s utilizado por Bond en el servicio.
Uno de los hombres de Wolkovsky estaba sosteniendo una animada conversación con alguien de Washington, y pudo oír que mencionaba varias veces el nombre del presidente. En el otro aparato, uno de los colegas de Bond hablaba también con rapidez leyendo una larga lista anotada en el libro que antes había visto puesto sobre el mostrador del bar.
Atisbando por encima de su hombro, Bond pudo ver que el agente transmitía sus datos a Londres sin perder la calma, mencionando horarios, objetivos, nombres y, cuando le era posible, las últimas señas de los Humildes involucrados en misiones mortales. Había una lista separada que contenía un centenar de nombres y que estaba encabezada bajo el titulo Avante Carte.
– Tenemos que esperar un poco hasta que Charlie haya terminado de hablar con Washington -le advirtió Wolkovsky.
– ¿Se trata del asunto del Avante Carte? -preguntó Bond-. Por lo que me dijo Scorpius, creo que era algo más que una artimaña con fines monetarios engañosos.
– Afortunadamente, los de la Sección Q ya hablan fijado su atención en ello. -Wolkovsky conocía a la Bella Q desde una perspectiva profesional, y afirmaba que había logrado averiguar los más siniestros secretos relativos a la tarjeta-. Al parecer podían operar con ella en algo mas que en circular dinero por diferentes cuentas. La tarjeta estaba dotada de un micro-chip que le daba acceso al mercado de valores. Habrían podido provocar el pánico en los mercados mundiales. La Avante Carte podía realmente comprar y vender valores. Según se ha averiguado, se trataba de causar una demanda general de libras esterlinas en medio de la campaña electoral. -Al disponer ahora de los nombres y las señas de los propietarios de las tarjetas, la policía pondría todo su esfuerzo en localizar a cuantas de ellas existieran en Inglaterra-. Me parece que lograrán evitar el desastre -afirmó Wolkovsky, encogiéndose de hombros-. Ahora tengo una preocupación más acuciante. Pero hay que esperar hasta que Charlie conozca la reacción de Washington.
Bond hizo una señal de asentimiento y empezó a pasear por el estudio vacío de muebles pero dotado de numerosas estanterías con libros. Pearly le acompañaba.
– ¿Por qué cree usted que Scorpius puso mi vida en peligro ya anteriormente, Pearly? ¿Qué piensa de aquellos coches? ¿Lo de Hereford?
– A mí me parece que fue accidental, jefe. Se mostraron muy listos al mantenerle bajo vigilancia; al asegurarse de que era usted la persona designada para la tarea. No se imaginaron que se descubriría. -Adoptó un aire un poco compungido-. Lo lamento. Debí haber sido más avispado y no dejarme meter en esto. Fue solo por causa de Ruth y no tenía idea… -Parecía no encontrar las palabras adecuadas-, no tenía idea que la cosa iba a terminar así, con la gente saltando por los aires como bombas humanas. ¡Da asco! Ya fue demasiado cuando hace un par de años ese individuo metió a su amiguita en un avión comercial cargada de explosivos hasta las orejas. Pero esa gente se ha dejado engañar hasta el punto de creer que servían a las generaciones futuras inmolándose a si mismos junto con personas inocentes.
– No fue culpa suya, Pearly. Cualquiera hubiera hecho lo mismo si un hijo o hija suyo estuvieran involucrados en semejante asunto.
Pearlman permaneció silencioso unos momentos moviendo los pies con aire inquieto.
– Creo que debí haber informado de ello a alguien. Me parece que me voy al Salón de los Rezos para ver a Ruth y decirle algunas cosas.
– Hágalo -le animó Bond.
Observó que otras dos personas se habían sentado al escritorio de Scorpius. Se trataba de un colega, John Parkinson, hombre de corta estatura, carácter bullicioso y buen interrogador «creativo». Frente a él vio a Trilby Shrivenham, muy nerviosa y con los ojos enrojecidos.
– Me amenazó con echarme viva al pantano si no me iba con él -estaba explicando-. Le aseguro que cuando me di cuenta de lo que se fraguaba…, lo de las misiones de muerte y todo lo demás, intenté apartarme lo mismo que hizo la pobre Emma Dupré. Pero no puedo recordar gran cosa de ello. Scorpius me había atiborrado ya de droga. Tenía una vaga idea de que pensaba utilizarme en una misión muy especial…, aun cuando no me había casado ni tenía ningún hijo. Porque éste era el único modo de conseguir un nombre y una misión mortales. – Levantó la mirada y al ver a Bond añadió-: Usted me cree, señor Bond, ¿verdad? Nunca pude haberme casado con ese… con ese Satanás de forma humana.
– La creo, Trilby -respondió Bond, posando en ella una mirada firme como de advertencia-. No me dejé convencer porque Vladi la hiciera participar en aquella extraña cena. Nada parecía auténtico. Pero tendrá que convencer a este caballero. -Se volvió hacia Parkinson-. Lo siento, John. Es su tarea. No quiero meterme en lo que no me importa.
– De acuerdo -convino el interrogador, apartando fríamente su atención de Bond.
– James. -Wolkovsky le hacía señas desde la puerta del comedor.
El hombre de la CIA llamado Charlie se encontraba detrás de él. Y los dos parecían como si hubieran recibido malas noticias.
– ¿Es que les ha dicho alguien que el mundo se termina hoy? -preguntó Bond tratando de aliviar un poco la tensión.
– Casi, casi -respondió Wolkovsky con los nervios tensos como cuerdas de piano-. Ahí va la primera muestra.
Entregó un ejemplar del New York Times, sosteniéndolo por la primera página. Los titulares muy destacados proclamaban: «El primer ministro inglés abandona repentinamente la campaña electoral. Se proyecta la visita de un día para conversaciones con el presidente.»
– ¡Cielos! -exclamó Bond por lo bajo. Enseguida les contó lo que Scorpius le había dicho cuando comentó que el nombre del primer ministro no estaba incluido en la lista de los condenados a muerte-. Me explicó que tenía planes especiales para él. -El estómago se le revolvió al comprender el significado verdadero de aquellas palabras-. Lo que dijo exactamente fue: «¡Oh, no, James Bond! No me he olvidado del primer ministro. Desde luego que no. Pero a ese señor le reservo un tratamiento muy especial que no aparece mencionado en este mapa.» -Bond volvió la cabeza hacia el mapa de las islas británicas que titilaban en la pared con todas sus luces encendidas. Uno de sus colegas estaba volviendo a comprobar los objetivos señalados con los puntos de luz y asegurándose de que nada quedaba al azar-. Luego -prosiguió Bond- Scorpius dejó de dar detalles. Me parece que tienen razón. Estaba pensando en el primer ministro y en el presidente…, los dos a la vez.
– Tiene mas razón que un santo -concedió Wolkovsky con los dientes apretados-. Existen indicios de que una campaña aquí, en este país se encontraba en las primeras etapas de su planteamiento.
– Entonces no existe ninguna duda de que hay un propósito letal contra el primer ministro durante su visita. ¿Cuál es el programa de la misma?
– Por el momento eso importa poco.
Charlie, el hombre de Wolkovsky, parecía tan desilusionado como un clérigo que hubiera perdido la fe.
– ¿Por qué? Claro que importa el programa. Debía estar preparado para el primer ministro y para el presidente de ustedes…, los dos a la vez. ¡Dos grandes jefes de gobierno muertos de una sola explosión!
– Eso es exactamente lo que creemos. -Wolkovsky parecía dispuesto a escupir con violencia-. Mas por desgracia nuestro Servicio Secreto, que como saben lleva a cabo la misión de proteger a los personajes importantes, opina de manera distinta. Ni tampoco es así como lo ve su primer ministro.
– ¿Cómo? -preguntó Bond con genuina expresión de incredulidad.
Wolkovsky se encogió de hombros a su manera característica.
– El Servicio Secreto asegura que posee los mejores guardaespaldas del mundo. -Levantó la mirada hacia el techo-. Sí, aunque se los puede detectar desde un kilómetro de distancia por sus insignias en la solapa, el tono oscuro de sus trajes, los walkies-talkies que parlotean desde fundas ocultas o porque muchos de ellos llevan largos impermeables, aun cuando haga treinta grados de calor a la sombra. -Hizo una mueca burlona-. «Muy bien, señor presidente. En cuanto traspongamos esa puerta seremos los amos de la calle.» O al menos eso es lo que oí decir a uno de ellos.
– Supongo que les habrá dejado bien patente cuál es el peligro real -indicó Bond, cuya voz seguía teniendo un tono perplejo e incrédulo-. Si se ha señalado una misión mortal contra el primer ministro, y posiblemente también contra el presidente, me parece que es poco lo que ambos puedan hacer para evitarlo.
– Les he indicado todos los sistemas. -Charlie imitó el encogimiento de hombros de Wolkovsky-. Al parecer, el primer ministro de ustedes también ignora el verdadero peligro. Según parece lleva tras de sí a un número extra de agentes del servicio especial, y en cuanto al Servicio Secreto advirtió que nadie se acercara a menos de quince o veinte metros de ambos personajes.
– ¡Veinte metros! -exclamó Bond, haciendo un gesto de desesperación, cerrando los puños y agitándolos a la altura de los hombros-. Lo mismo podían haber dicho veinte centímetros.
– Lo sabemos, James. Por eso he llamado al jefe de seguridad de la Casa Blanca. Es un viejo amigo Y quizá pueda conseguir que me escuche. Incluso es posible que nos deje ir a echar una mano.
Tras ellos, el teléfono empezó a sonar y uno de los hombres del FBI levantó el auricular. Enseguida dijo, dirigiéndose a Wolkovsky:
– Me parece que es él.
Casi en el mismo instante en que el hombre de la CIA se acercaba al teléfono, Pearlman reapareció por la puerta del despacho de Scorpius. Su cara mostraba la textura de un viejo pergamino Y tenía los ojos exageradamente abiertos con expresión preocupada.
– ¿Pasa algo Pearly?… -preguntó Bond.
– Ella se ha ido -repuso Pearlman agachando la cabeza y mirando a su alrededor como atontado-. Se ha ido. No está aquí. Y el imbécil de su marido permanece arrodillado como sumido en un trance.
Bond le sacudió suavemente por un hombro.
– ¿Sabe cuándo se ha ido?
– He hablado con los que se ocupan de las notas y de los informes de los discípulos de Scorpius. Esto no me gusta nada, jefe. -Hablaba como un niño que acaba de ver en la televisión algo que le ha afectado profundamente-. Me han dicho que se marchó ayer y que Rudolf, es decir, mi condenado yerno… -porque se llama así… Rudolf. ¿Me quiere decir, jefe, quién es capaz de poner Rudolf a un niño?
– Nos iba usted a enterar de lo que esa gente le ha dicho de Rudolf.
– ¡Ah, sí! Me han dicho que se comporta como el marido de alguien a quien se ha encomendado una tarea mortal. Al parecer Scorpius les ha enseñado ese tipo de autohipnosis. Se arrodillan y quedan absolutamente inmóviles hasta que todo ha pasado. Es como concentrarse para que su compañero realice la tarea con éxito.
Bond conservó la calma hasta donde le era posible.
– Pearly, quizá sea ya demasiado tarde para Ruth. Pero ¿nos quiere hacer un favor?
– Haré lo que deseen.
– Vuelva allá e intente hablar con los expertos: la gente que maneja los explosivos o las personas que han sido adiestradas para ello. Quiero detalles de cómo fabrican las bombas, quién las hace estallar y con qué factores de seguridad cuentan. Averigüe todo lo posible. ¿Me ha entendido?
– Perfecto, jefe. Ahora están separando el trigo de la paja en el Salón de los Rezos, buscando quiénes tienen asignadas tareas mortíferas para el futuro y todo lo demás.
– No se deje ni un detalle, Pearl.
Bond no se había dado cuenta de que había llamado Pearl al sargento en vez de Pearly. Acercándose a donde Wolkovsky estaba todavía hablando, tomó su libreta de notas y escribió: «Sabemos quién actuará como bomba. Una muchacha. Dígales que hay aquí alguien capaz de identificarla.»
Sin dejar de hablar, Wolkovsky tomó el papel, lo leyó e hizo una señal de asentimiento a Bond, al tiempo que decía por el teléfono:
– Escuche, Walter: disponemos de una prueba positiva. El atentado se va a producir. Lo que hacen los Humildes en Inglaterra lo van a sufrir ustedes también en Washington hoy mismo. Sabemos ya quién lo va a hacer y aquí tenemos a alguien capaz de identificar a esa persona. -Escuchó en silencio mientras iba murmurando-: Sí…, de acuerdo, Walter, ya lo sé… Sí, desde luego; es auténtico. ¿Qué se habían creído? ¿Que se trataba de un juego de video?… Sí, Walter… Bien…, bien. De acuerdo. Llámeme otra vez cuando todo esté dispuesto. -Colgó el auricular y, volviéndose a Bond, le preguntó-: ¿Quiere explicarme eso?
Bond le facilitó un breve resumen de la parte que Pearlman había desempeñado en todo el asunto y terminó con la última información sobre su hija Ruth:
– Ahora le he mandado a enterarse de cómo manipulan las bombas.
– Bien: mi colega parece haber comprendido la idea. ¿Están seguros de lo de esa muchacha?
– Seguros en un ciento cincuenta por ciento.
– Van a poner en práctica lo que ellos llaman un «reajuste manual» en el Servicio Secreto. Me 1lamará cuando todo esté preparado. Por lo que he podido entender, se nos otorgará un poco de protección armada: tres agentes como máximo. Están preparando un reactor militar para que vaya a Savannah y nos recoja allí. Luego el jet nos llevará a la base de las fuerzas aéreas de Andrews. El primer ministro de ustedes llega a mediodía.
De manera automática Bond miró su Rolex de acero inoxidable. Sólo eran las ocho y media. Preguntó si podía tomar un café. Pero esta vez no insistió en que fuera de una determinada marca. Un miembro del FBI se apresuró a ir en busca del café. Wolkovsky le siguió.
– Habrá una guardia militar de honor en Andrews y un helicóptero llevará al primer ministro y a sus acompañantes hasta el helipuerto de la Casa Blanca. -Bajó la mirada a las notas que había ido tomando-. Hasta ahí no hay problema para nosotros. La prensa no estará en Andrews, pero si los de la televisión. Habrá tres helicópteros: el número uno, o sea, el presidencial, para el primer ministro y algunos miembros de su séquito; los números dos y tres, para el Servicio Secreto y para tres de nosotros. El horario estimado de llegada a la Casa Blanca serán las doce cincuenta y cinco. El presidente saluda al primer ministro. Seis equipos de televisión como es usual. Ningún otro miembro de los servicios de información. Se espera que la comida y la reunión duren tres horas. Habrá prensa con fotógrafos durante diez minutos…, al parecer ni uno más, a las dos en el Rose Garden. Así los periódicos podrán obtener buenas fotos para sus ediciones de última hora de la noche y de mañana por la mañana.
»Se espera que el primer ministro parta del helipuerto entre las cinco y las seis de la tarde, yendo directamente a Andrews. Tiene que apresurarse para enfrentarse otra vez a los problemas de las elecciones. La prensa de ustedes clama que el primer ministro está aprovechando esta reunión para sus asuntos electorales. Pero el primer ministro ha anunciado fríamente que ya había sido planeada mucho antes de que se convocaran las elecciones, y ustedes ya le conocen. Cuando se trata de celebrar una entrevista con el presidente no permite que nada, ni unas elecciones generales, obstaculice su camino.
Bond miró por encima del hombro de Wolkovsky.
– Este será el momento más peligroso. -Indicó poniendo su índice sobre la nota relativa a la reunión de fotógrafos de prensa convocada para las dos.
Wolkovsky hizo una señal de asentimiento, al tiempo que Pearlman volvía a entrar en el recinto.
– ¿Qué hay? -le preguntó Bond.
– No gran cosa -respondió Pearlman, que parecía algo confuso-. Pero al menos he conseguido hacerme con algunos detalles.
– Explíquenoslos.
– Han venido utilizando un material muy difícil de detectar. Los perros policías no han sido todavía adiestrados para ello y pasará inadvertido en cualquier rastreo. -Hizo una pausa y se limpió la frente con la mano-. Si quiere ver cómo manipulan eso, hay abajo, en el sótano, todo un equipo de destrucción realizado manualmente junto con kilos y más kilos de explosivos. El conjunto se coloca en una especie de amplio chaleco, una capa sobre otra, aplicándose un detonador principal que está en la parte de atrás. Se activa por medio de un botón situado a la altura del pecho. Todo funciona pues, manualmente y con gran precisión. Scorpius lo ha planeado bien. Primero hay que dar un giro y luego un tirón. Se tarda menos de dos segundos y es de una seguridad total. Gracias a ese mecanismo el explosivo no se puede disparar accidentalmente, aunque la persona caiga al suelo o tropiece con alguien. La acción tiene que ser completa. Ni siquiera una bala podría hacer estallar el detonador. -Imitó los movimientos metiéndose una mano en la chaqueta, volviéndola Y haciendo como si tirase con fuerza-. Así es como hay que operar.
– ¿Y eso es lo que usted cree que Ruth lleva encima?
– Eso es lo que sé que lleva encima.
Bond le comunicó las últimas noticias y, mientras lo hacía, el teléfono volvió a sonar. Wolkovsky se apresuró a responder y volvió para enterarles de que el Servicio Secreto había dado su aprobación, aunque a regañadientes.
– Seremos tres -declaró-. Y tenemos permiso para llevar cada uno un arma. Nos identificarán en Savannah. El reactor parte dentro de media hora. Llegaremos con tiempo para esperar allí la llegada del primer ministro. ¿Quiénes iremos?
Bond miró fijamente a Pearlman.
– Usted, yo y Pearly, aquí presente. Al fin y al cabo es su hija la que lleva la carga. Si las cosas se ponen mal, tendrá que ser Pearly quien se encargue de ella.
Wolkovsky hizo una señal de asentimiento con expresión de tristeza.
– Nos han dado una calificación en clave -añadió-. La operación se llamará «El último enemigo».
– ¿El último enemigo? -preguntó Bond.
– Suena a bíblico -comentó Pearlman, resignado ante lo que se le venia encima-. Una cita del Nuevo Testamento. «El último enemigo a destruir será la muerte.»
Una vez en Savannah les tomaron las fotografías en una estancia privada para agentes oficiales. A los quince minutos cada uno de ellos lucía una tarjeta de identificación plastificada indicando que estaban adheridos al Servicio de Seguridad de la Casa Blanca y que se les podía permitir la circulación sin hacerles preguntas. Había también una provisión según la cual se les autorizaba a llevar armas. El oficial de seguridad de quien Bond sospechaba que era un hombre de la CIA había venido desde Andrews Field en un pequeño y anónimo reactor Lear. Fue éste quien les entregó unos revólveres Police Positive estandard de cañón corto que se colocaron en las sobaqueras, tras de lo cual firmaron el recibo de las armas y de la munición que las acompañaba.
Eran las doce y unos minutos cuando aterrizaron en Andrews Field, con lo que apenas si tuvieron tiempo para presentarse antes de que el VC 10 de la Royal Air Force que llevaba al primer ministro tomara tierra en la 19 Right, la pista más larga de las dos existentes.
Bond contempló la escena panorámicamente desde un jeep que avanzaba sin hacer ruido por detrás de la banda y de la guardia de honor. Se acercó una escalerilla rodante y la puerta se abrió para dejar ver la conocida figura del primer ministro, rodeado muy estrechamente por el Servicio de Protección Diplomática y por agentes del Servicio Especial. Los secretarios y consejeros se quedaron atrás conforme el primer ministro se ponía firme en la escalerilla cuando la banda empezó a tocar el himno nacional inglés seguido por el de Barras y estrellas. Una vez la ceremonia hubo terminado, los recién llegados empezaron a bajar.
– Por lo menos esta vez llevan una protección muy fuerte -murmuró Bond, agarrándose a la barra de metal conforme el equipo del primer ministro se dirigía hacia los tres helicópteros SH-3D que los estaban esperando-. Los gorilas casi no me dejan ver al primer ministro.
Los grupos se acercaron en silencio a los tres enormes helicópteros, que enseguida despegaron, lanzándose a campo través hacia la Casa Blanca para posarse, una vez allí, y desembarcar a sus pasajeros y volver a partir, en busca del resto. Los árboles ya no estaban en flor y desde el aire la ciudad tenía un aspecto espectacular con su monumento a Washington, su Reflecting Pool y el Lincoln Memorial puestos como espléndidas joyas en el ahora rosado y blanco paisaje del Mall. No por primera vez, Bond se admiró ante la semejanza que aquella ciudad ofrece con París.
Cuando el trío hubo desembarcado, el primer ministro ya se había encontrado con el presidente y ambos habían desaparecido en el interior del relativamente modesto edificio de la Pennsylvania Avenue 1600.
Wolkovsky se puso en contacto con el jefe de la seguridad de la Casa Blanca, que de manera bastante comprensible se mostraba un tanto perplejo, respecto al conjunto del programa. Había dado su aprobación al mismo, pero con cierto recelo, según manifestó:
– Por fortuna, en los momentos actuales nuestro Servicio de Seguridad es el mejor del mundo -afirmó. Y al pronunciar aquellas palabras miraba fijamente a Pearlman y a Bond.
– Sabemos muy bien lo que se está tramando -le explicó Bond tranquilamente-. A lo mejor no lo cree, pero le aseguro que se intenta un asesinato. -Hizo una pausa y enseguida pareció como si tomara el control de todo el asunto-. Dígame, ¿cuándo se va a dejar entrar a los muchachos de la prensa?
– Los de televisión están ya aquí. Los otros llegarán en cualquier momento entre ahora y alrededor de la una cuarenta y cinco.
– ¿Qué precauciones hay?
– Tendrán que enseñar sus pases especiales para la Casa Blanca.
– Esa persona tendrá también su pase, puede usted estar seguro.
– Hagan lo que crean más oportuno -les contestó el jefe de la seguridad dirigiéndoles una mirada escueta como si pensara que se estaban tomando demasiadas molestias por nada-. Entrarán por la puerta Este.
Acordaron que Wolkovsky se quedaría en el Rose Garden, donde todos estaban ahora reunidos, para echar una ojeada a la gente de la televisión, mientras que Pearlman y Bond se irían a la puerta Este, desde donde podrían ver a cada uno de los fotógrafos conforme fueran entrando.
– Si logra introducirse aquí…, si realmente intenta llevar a cabo su propósito… -empezó Bond conforme caminaban hacia la entrada dotada de su propia cabina de piedra y cristal donde se identificaba a cada visitante-. ¿Tendrá usted…?
– ¿Quiere decir si tendré el valor para matarla? -preguntó Pearlman.
– Sí; eso quiero decir.
Se produjo una larga pausa en el curso de la cual llegaron a la puerta.
– Jefe, la verdad es que no lo sé. Ya be aceptado que, a menos de que se produzca un milagro, ella tendrá que morir. Si no logro decidirme a impedirlo, usted se dará cuenta enseguida y le aseguro que nunca se lo voy a recriminar.
Permanecieron en silencio mirando a los hombres y mujeres de la prensa conforme iban trasponiendo la puerta, siendo cada uno de ellos identificado por los guardianes que conocían a la mayoría de antemano.
Los relojes continuaban su marcha. Era la una y media. No había señal de nadie que ni remotamente se pareciera a Ruth.
La una cuarenta y cinco. La primera oleada de fotógrafos había ido disminuyendo y ya sólo llegaban algunos rezagados.
A la una y cincuenta un joven vestido de oscuro y provisto de varias cámaras mostró su pase y le fue franqueada la entrada. Era más bien rollizo y llevaba tres aparatos colgados del cuello. Su pelo rubio y corto sobresalía bajo las amplias alas de un vistoso sombrero, y un bigote caído le prestaba cierto aire levemente bohemio.
– Los hay de todas clases -comentó el agente de vigilancia-. Por hoy la función se acabó, como dicen los dibujos animados. Ya no va a entrar nadie más.
– Quizá nos hayamos equivocado -comentó Bond, aunque poco convencido. Notaba la tensión proveniente de Pearlman como una carga eléctrica.
– Tal vez -convino el hombre del SAS como si estuviera a punto de derrumbarse por el agotamiento.
Cuando llegaron al Rose Garden la manada de operadores de televisión y de fotógrafos de prensa estaba preparando sus equipos y disponiéndose para el acontecimiento.
Bond y Pearlman se acercaron a Wolkovsky y movieron la cabeza con aire dubitativo. Luego Pearlman dijo:
– Ella está aquí; en algún lugar. Estoy seguro. Lo siento en mi interior.
– ¿Cancelarán el acto? -preguntó Bond.
– No, señor. En absoluto. -Wolkovsky aspiró el aire fuertemente-. Me voy a colocar en la parte de atrás. Y ustedes dos ¿quieren situarse a cada uno de los lados de esa gente? Hay que vigilar a los fotógrafos; no al presidente ni al primer ministro.
Bond hizo una señal de asentimiento y los dos se alejaron: Pearlman hacia el extremo izquierdo, mientras Bond lo hacía hacia la derecha.
Flotaba en el aire un ambiente de excitación. Y eso que los miembros de la prensa no tienen fama de impresionables.
James Bond podía sentir la tensión cada vez mayor. Los latidos de su corazón semejaban el segundero de un reloj que estuviera aproximando sus manecillas hacia la hora en que se iba a producir algún horrible desastre. Miró a los agitados fotógrafos. No había entre ellos nadie que se pareciera a Ruth, al menos tal como la había visto durante la boda. Una nube, una neblina fría, parecía trastornarle el cerebro.
Observó a Pearlman, cuya mirada se posaba inquieta en cada uno de los hombres y mujeres de la prensa. El murmullo se acalló cuando el presidente y su esposa escoltaron al primer ministro de Inglaterra hacia el jardín. Fue una llegada festiva, con el presidente bromeando con periodistas a los que conocía y haciendo comentarios espontáneos al primer ministro, quien aparecía muy compuesto, saludable y feliz, como si no estuviera sometido a presión alguna.
Bond volvió a fijarse en los fotógrafos. Tal vez se hubieran equivocado de medio a medio. Se preguntó si a lo mejor Ruth no planearía atacar al primer ministro cuando éste regresara al aeropuerto de Heathrow en un avión de la RAF. Volvió a mirar hacia el lugar de la celebración donde el presidente y el primer ministro ocupaban sus puestos y luego volvió los ojos, una vez más, a los fotógrafos, muy atareados con sus enfoques y sus emplazamientos.
De pronto se sintió totalmente seguro de que acababa de producirse una variación anormal. En los escasos segundos en que sus ojos se habían apartado del grupo algo, en éste había cambiado. Al principio no pudo saber de que se trataba. Pero luego, de pronto, lo vio todo claro, perfectamente definido en su mente. El joven de aspecto bohemio se había abierto paso a codazos hasta la primera fila. Había en él algo extraño. Pasó otro segundo antes de que Bond observara que en realidad el fotógrafo no se estaba preocupando por las cámaras que llevaba colgadas al cuello ni tomaba foto alguna. Dio un paso hacia adelante frente al grupo más nutrido de los reporteros, al tiempo que su mano derecha empezaba a desplazarse hacia arriba para alcanzar la parte interior de su chaqueta.
– ¡Pearly! -gritó Bond.
El fotógrafo del traje oscuro parecía estar a punto de saltar hacia adelante. Pearlman sacó su pistola, pero sin decidirse a disparar. El hombre del SAS permanecía indeciso.
Bond actuó casi sin pensarlo. Impulsado por un reflejo automático, levantó la pistola y disparó rápidamente dos tiros que produjeron una barahúnda de gritos, mientras una oleada de pánico conmocionaba a los reunidos.
La primera bala dio al joven en un brazo, justamente cuando su mano tocaba ya el interior de la chaqueta. La apartó bruscamente cuando la segunda bala le dio de lleno en el pecho. Levantó los pies y cayó de espaldas, mientras Pearlman se abalanzaba hacia él esgrimiendo su arma dispuesto a descargarle el tiro de gracia en el caso de que fuera necesario.
El sombrero de amplias alas había saltado de la cabeza del joven y también su pelo rubio, que no era más que una peluca. El pelo rojizo de Ruth surgió de improviso como un grotesco truco de magia. La joven se retorció una sola vez, pero Bond no la miró siquiera. Había experimentado de pronto una extraña y acuciante sensación.
Volviéndose en redondo, atravesó el grupo de grandes personajes, sumido ahora en la más completa confusión, mientras los hombres del Servicio Secreto y los guardaespaldas se adelantaban para protegerlos. Pero uno de ellos no obró del mismo modo. Un miembro del Servicio de Vigilancia del primer ministro se había separado del grupo. Horrorizado, Bond reconoció a aquel hombre y al momento todos los detalles empezaron a encajar.
El superintendente Bailey había sacado su pistola y se situaba en posición de hacer fuego. Tenía las piernas separadas en perfecto equilibrio y los ojos fijos en su objetivo. El arma, como una extensión de sus brazos, estaba encañonada hacia el primer ministro.
Bond efectuó un movimiento de giro. En aquel instante, y por un momento infinitesimal, lo vio todo claramente, lo supo todo, comprendió por qué Scorpius siempre les había tomado la delantera. Bailey era el traidor. Se encontraba allí en el lugar que normalmente hubiera ocupado el jefe de la sección. Había estado presente en toda aquella operación. Bailey era el secuaz de Vladimir Scorpius.
Mientras las ideas se agolpaban en su mente durante una fracción de segundo, Bond apretó el gatillo dos veces más. El hombre de la Sección Especial no se dio cuenta de que iba a morir y no pudo prever de dónde provenían los tiros. Su cuerpo se estremeció ligeramente y fue a caer sobre unos rosales.
«El último enemigo» quedaba abatido. Bond se guardó la pistola y se reunió con los otros funcionarios del Servicio de Seguridad que intentaban restablecer la calma. De una cosa estaba seguro y era de que los desactivadores de bombas tendrían que enfrentarse a una tarea muy distinta a la suya normal. Porque no era frecuente que tuvieran que librar a un cadáver del peligro de volar por los aires.
– Un trabajo bien hecho, 007. Triste pero…, la verdad, es que no deberíamos tener que insistir en estas cosas.
M no miraba a Bond a los ojos. Habían transcurrido dos días desde el incidente. La prensa estuvo pendiente del caso durante toda la jornada, pero el Servicio Secreto de Inteligencia no fue mencionado en ninguno de sus comentarios. En cambio el Servicio Secreto norteamericano había recibido un trato bastante duro e incluso tuvo dificultades en el Congreso.
Los acontecimientos de la isla de Hilton Head no habían merecido ni una sola línea.
– No. -M parecía inquieto-. De nada serviría seguir comentándolo.
– No, señor -respondió Bond, que parecía desprovisto de su calma habitual.
– Yo en su lugar me tomaría unas vacaciones.
– Sólo tres o cuatro días, si me lo permite.
– Tres o cuatro semanas, si así lo desea.
– Tendré que volver al trabajo lo antes posible, señor.
– Haga lo que mejor le parezca, comandante Bond. Firme la hoja y le daré curso.
– Gracias, señor.
Se levantó y empezó a caminar hacia la puerta.
– James…
– Diga, señor.
– Esa chica, la Shrivenham. La joven Trilby…
– Sí.
– La han traído aquí y Molony le está dando una ojeada. Según él, en pocos días estará fresca como una rosa.
– Me parece estupendo.
– Ha pedido verle… Es decir, si usted lo cree oportuno.
– Mejor dentro de una semana o cosa así. Primero tengo que asistir a un par de funerales en Estados Unidos. Luego, bueno, ya veremos.
– Es una chica adecuada para usted, James. Excelente familia y todo lo demás…
– Sí, sí. Ya lo veo, señor. Pero ahora si quiere perdonarme…
Cuando se marchaba ni siquiera dijo adiós a Moneypenny. Se sentiría mejor cuando hubieran terminado aquellos funerales. Quizá M tenía razón. Tal vez fuera oportuno llevar a Trilby a cenar o algo por el estilo. Estaba seguro de que Harry lo aprobaría.