4. Avante Carte

– Me alegro de que haya venido tan rápidamente -el sarcasmo de M pareció no ser notado por el superintendente jefe Bailey conforme se efectuaban las presentaciones.

– Ha sido el tráfico, señor. Algo espantoso en la autopista.

Bond se sentía más que medianamente desconcertado. Había creído que se encontraría con M a solas. Moneypenny no le había advertido de la presencia del funcionario de la policía, y ésta le resultaba decididamente perturbadora.

M gruñó algo al tiempo que hacía una señal a Bond para que se sentara.

– Creo que será mejor que Bailey le ponga a usted al corriente de los hechos -miró de frente a los dos hombres antes de añadir-: En especial teniendo en cuenta que nos vemos envueltos en este asunto por su culpa, Bond.

Bailey informó escuetamente al comandante sobre el suceso de la muchacha sacada del Támesis a primeras horas de la mañana. Pero no mencionó el nombre de la víctima hasta el final.

– La fallecida tenía veintitrés años y llevaba el número de teléfono de usted escrito en su agenda -hizo una pausa antes de añadir-: En realidad era el único que figuraba allí.

A Bond le dolía el cuerpo, tanto por la dura marcha por los Brecon Beacons como por el agitado trayecto hasta Londres. Tenía la sensación de que a menos de ser enterado rápidamente de lo más fundamental, su mente divagaría haciéndole perder la noción del caso. Además, una parte considerable de su fatigado cerebro seguía debatiendo la cuestión de por qué habían sido seguidos y atacados. Iba a necesitar algún tiempo para presentar su informe a M. Finalmente empezó a comprender la gravedad de lo que el funcionario de policía estaba explicando.

– ¿Mi número de teléfono? -preguntó-. ¿Quién es esa persona? Es decir, la víctima.

– No la hemos clasificado todavía como víctima -le respondió Bailey-. Pero el nombre de la joven es Emma Dupré -tanto el funcionario de la Sección Especial como M miraron a Bond y esperaron detectar alguna señal de alarma; pero él se limitó a mover la cabeza como si no creyera lo que estaba oyendo.

– ¿De modo que Emma? -preguntó con expresión tranquila-. ¡Emma Dupré! ¡Pobre, muchacha! Pero ¿por qué diantres…?

– Entonces, ¿usted la conocía? -quiso saber Bailey.

– Sí, pero sólo un poco -Bond permanecía tranquilo, sentado muy erecto en el sillón-. No la había visto desde hace un par de años. Aunque el pasado noviembre me hizo una extraña llamada telefónica.

– ¿Qué quiere decir con lo de conocerla sólo un poco? -preguntó Bailey, quien como muchos funcionarios de la policía empleaba un tono retorcido y suspicaz incluso al formular preguntas de aspecto inocente.

– En realidad, la conocía muy poco -respondió Bond con firmeza, dando a su voz cierta expresión acerada y cortante-. Hace dos años me invitaron a la fiesta de su vigésimo primer aniversario. Yo conocía a Peter y a Liz Dupré desde mucho tiempo antes. Y creo que me invitaron a la fiesta como una especie de relleno, ya que al parecer alguien anunció su no participación en el último instante.

– ¿Y qué tal le fue con esa chica?

Bond respiró hondamente, retuvo el aire y lo exhaló al tiempo que contestaba:

– Era un poco joven para mí. No quisiera parecer…, bueno… Creo que se encaprichó de mí. Al final la cosa se hizo molesta. La llevé a cenar un par de veces.

– ¿Y no…? -el miembro de la Sección Especial dejó el resto de la pregunta en el aire.

– No, señor Bailey. Desde luego que no. En realidad no hice tampoco nada para animarla. Realmente era una situación difícil. No hacía más que telefonear y telefonear y escribirme notas.

Se quedó en silencio unos momentos recordando a Emma, una joven morena y atractiva de ojos grises. Recordaba aquellos ojos casi demasiado bien, tan grandes y tan claros.

En su mente empezó a insinuarse el recuerdo de su última cena con ella, al principio de manera fragmentaria y luego en su totalidad. Pero en vez de guardárselo para sí, lo narró a sus interlocutores, aunque ateniéndose sólo a los puntos principales.

– La cosa se había puesto realmente difícil, así que la llevé al Caprice y, luego de haber cenado, recurrí al viejo sistema de contarle con franqueza que ya estaba finalmente comprometido con otra mujer.

– ¿Lo estaba de veras? -preguntó M con expresión suave-. Aunque pasados dos años, quizá lo haya olvidado.

– Sí. Por aquel entonces había otra mujer en mi vida -se las compuso Bond para responder sin perder la calma-. Le ofrecí ser su amigo… Me refiero a Emma. Y le dije que siempre que se encontrara en un apuro me llamase.

M exhaló un largo suspiro.

– Nunca he entendido a las mujeres, Bond; pero, a mi modo de ver, semejante propuesta debió animarla mucho.

– Todo depende de cómo se haga. Por mi parte utilicé cierta finura. Por aquel entonces tuve que salir de Londres por algún tiempo… Asuntos del Servicio, señor. El caso Rahani [1], ¿se acuerda? -inquirió, pronunciando la frase en un tono marcadamente sarcástico.

– Sí, sí, sí -M hizo un movimiento amplio con la mano derecha, como si quisiera apartar algún insecto volador inoportuno.

– ¿Y no volvió a saber de ella? -preguntó Bailey.

– Sólo la llamada telefónica del pasado noviembre.

– Dijo usted que le pareció extraña.

– Sí.

– ¿Por qué motivo?

– Porque casi me había olvidado de ella… Bueno, no olvidado del todo, pero sí la tenía apartada de mi mente. Pero aún veo a Peter y Liz Dupré de vez en cuando.

– Se mueve usted en círculos elevados -murmuró M.

– No tanto. Hace años fui a la escuela con el hermano de Peter. Luego se mató en un estúpido accidente de moto. Conocí a Peter durante el funeral y de vez en cuando me daba algún consejo…

– Ninguna indiscreción, supongo -expresó M con aspereza.

Bond frunció el ceño y repuso mirándole de frente:

– Si se refiere a «cuestiones internas» y cosas por el estilo, nada de eso, señor. Sólo consejos sensatos. Fue por entonces cuando me cayó aquel regalo [2].

– Perfecto -M pareció sumirse en un estado de semiinconsciencia.

Bond se dijo que cuando practicaba su viejo truco era cuando más peligroso se volvía.

– ¿Qué hay de la llamada telefónica? – le apremió Bailey.

– Emma estuvo divagando bastante. Me contó que se encontraba en un hospital y acabó preguntándome si me sentía salvado. Cuestiones religiosas, ¿comprenden?

– ¿Y usted qué contestó?

– ¿A qué se refiere?

A si se sentía salvado.

– Creo que me comporté de un modo un tanto frívolo. Repuse que me consideraba salvado, pero sólo por muy poco.

– ¿Cómo se lo tomó?

– De ningún modo. No pareció ni darse cuenta. Dijo algunas otras nimiedades y, de pronto, colgó el teléfono.

– ¿Le preocupó su brusquedad?

– En efecto. Recuerdo que sí. Me pareció como si la hubieran interrumpido, como si alguien le hubiera arrebatado el teléfono de la mano.

Frunció el ceño preguntándose por qué en aquel entonces no había actuado de acuerdo con su instinto.

– Cuándo la conoció hace un par de años, ¿hubiera creído que era de las que se meten en asunto de drogas?

Bond miró fríamente al funcionario de la Sección Especial.

– ¿Por qué me dice eso? ¿Acaso estaba enganchada?

– Pues sí. Y mucho. Heroína. Sabemos todo lo que le ocurrió. La familia se ha mostrado muy cooperadora. Emma nunca quiso aceptar ayuda de sus padres. Estos sentían una preocupación terrible. Luego la pobre chica empezó a interesarse por la religión. Aunque una religión muy especial. El grupo de los Humildes. ¿Ha oído hablar de ellos?

Bond hizo una señal de asentimiento.

– ¿Y quién no? Hacen el bien, pero parecen ser muy malos. Se muestran contrarios a la promiscuidad y a las drogas, y tratan de implantar un nuevo orden. Su lema es «un mundo de igualdad», ¿no es cierto?

– Veo que está usted bien enterado -concedió el funcionario de la Sección haciendo una señal de asentimiento-. En apariencia esa gente parecen mansos corderos: pureza, santidad en el matrimonio, prohibición de todo exceso… e incluso dirigen con éxito una unidad de desintoxicación para drogadictos y alcohólicos. Magnífico, pero si se rasca un poco en la superficie, se detecta algo que adopta un aire más siniestro.

– ¿Cómo por ejemplo? -quiso saber Bond.

– Por ejemplo, basan sus prácticas en los puntos más relevantes de cierto número de religiones: creen en la Biblia, aunque sólo en el Antiguo Testamento, no en el Nuevo, y muy especialmente en la Torah. Además, también utilizan el Corán.

Bond hizo una señal de asentimiento. Sabia lo suficiente de religiones comparadas como para comprender que la Torah contiene los cinco primeros libros del Antiguo Testamento que compendian la estricta ley judía.

– Arman un gran tinglado con sus ceremonias religiosas -continuó Bailey-. Todo muy teatral y tomado de sólo Dios sabe cuántas tradiciones litúrgicas distintas, ¿va comprendiendo?

Bond volvió a asentir.

– Esto significa -comentó- que han incorporado rituales de ceremonias religiosas procedentes de diversos períodos de la historia y de numerosas creencias.

M miró a Bond con evidente aire de incredulidad. El jefe supremo siempre se quedaba sorprendido cuando su agente revelaba tener interés o poseer información sobre temas al margen de su tarea profesional o de sus excelentes conocimientos en gastronomía, vinos, mujeres o automóviles rápidos, actitud que resultaba francamente ofensiva para la capacidad intelectual de Bond.

– En efecto -aprobó Bailey, que parecía haberse relajado y que se había echado un poco hacia adelante, con los codos sobre las rodillas y las manos cruzadas-. Pero todo esto combinado con la política. Porque su religión se basa realmente en un ideal revolucionario. Muy poco maduro, pero capaz de captar a mentalidades jóvenes e impresionables. Los humildes heredarán la tierra. Ya conoce la frase. Todos los hombres deben ser iguales y esa igualdad ha conseguirse aun cuando para ello sea preciso desencadenar la más sangrienta de las revoluciones. Entre sus miembros figura un numeroso grupo de jóvenes ricos que han donado sus fortunas a la organización. El título concreto de ésta es Sociedad de los Humildes.

– ¿Pretende decirme que Emma Dupré también entregaba su dinero a la misma? -preguntó Bond frunciendo el ceño.

– Exactamente. Heredó un par de millones al cumplir veintiún años. Parte de esa suma la gastó viviendo de un modo extravagante, con el pequeño vicio que había adquirido. El resto pasó a la sociedad cuando la hubieron sacado de la droga. Cuando el padre Valentine la desenganchó -intervino M bruscamente-. Intentemos ver las cosas a través de su verdadera luz, Bailey. Especialmente ahora, cuando ya sabemos que las relaciones de Bond con la muchacha muerta fueron muy superficiales y correctas. Verá usted, Bond: tenemos un pequeño problema. Esa joven, que ingresó como miembro de los Humildes, era hija de un banquero comercial, el director de la Gomme-Keogh. Ahora bien, nosotros tenemos un contacto. Se trata de Basil Shrivenham. Porque lord Shrivenham forma parte del grupo de auditores de la Sección Especial del ministro de Asuntos Exteriores, que está encargado de los libros del Servicio. Y ese señor tiene también una hija: la honorable Trilby Shrivenham, que fue una buena amiga de la fallecida, y que figura también como miembro de los Humildes. Trilby ya ha entregado a la sociedad nada menos que cinco millones de libras de su patrimonio. ¿A quién ha pasado tanta riqueza? Pues al Gran Guru de los Humildes, el que se hace llamar padre Valentine.

– Se debe parecer a esos evangelistas norteamericanos que salen en la televisión -comentó Bond, haciendo una mueca, aunque sin humor-. Comprendo que existe esa conexión con lord Shrivenham porque éste echa una mirada a nuestra contabilidad cada equis años, pero en cuanto a la investigación del caso, me parece que más bien corresponde a la policía de Impuestos.

– Sí, en circunstancias normales. Pero hay en él algunas cosas que no lo son. Nuestros colegas de la Cinco parece que también han estado sometiendo a vigilancia a los Humildes, a causa de posibles actividades revolucionarias, pero ahora hemos sido invitados a compartir el problema sobre todo por lo que respecta al padre Valentine. Hasta este momento la prensa sensacionalista popular ha tenido que limitar sus comentarios al líder de la secta, es decir, a Valentine, pero los Humildes en sí mismos parece que quedan al margen de todo reproche a causa de sus dogmas sobre moralidad, pureza y otros. Valentine disfruta de cierta reputación por ser el responsable de conseguir que un número importante de personas abandonen las drogas, como la heroína y algunos derivados, como el crack. Por los Dupré hemos sabido que sin duda alguna volvió a Emma al buen camino cuando estaba a punto de morir. Así que la prensa sólo puede atacarle en lo que se refiere a las finanzas. ¿Adónde va a parar todo ese dinero? Según un periódico, Valentine posee varios cientos de millones. Y la impresión general es la de que una gran parte de las rentas que obtienen los Humildes pasa a la cuenta personal de Valentine, permitiéndole un estilo de vida extravagante que hasta ahora ha sido cuidadosamente ocultado.

M hizo una señal a Bailey antes de continuar:

– Nuestro amigo de la Sección Especial aquí presente ha venido a verme porque el número del teléfono de usted fue encontrado en el bolso de esa pobre muchacha. También me ha dicho que la hija de Basil Shrivenham está mezclada en todo esto. Mientras esperábamos que usted llegara ha ocurrido algo poco corriente.

– ¿De veras? -preguntó Bond, cuya mente se había agudizado hasta el máximo aun cuando su cuerpo pareciera estar preparándolo para un largo período de inconsciencia.

M continuó hablando durante algún tiempo. Entre el momento de avisar a Bond y la llegada de éste habían ocurrido dos cosas: la primera fue la petición de una entrevista privada por parte de lord Shrivenham.

– Bailey tuvo la amabilidad de retirarse unos momentos. Conozco al viejo Basil desde hace años, pero aun así al pobre le hizo falta un gran acopio de valor para venir aquí y poner su alma al descubierto, por así decirlo.

Según M, lord Shrivenham se hallaba en un estado de terrible abatimiento, luego de saber por conducto de las oficinas Gomme-Keogh lo sucedido a Emma Dupré.

– Entró casi gimoteando -el rostro de granito de pareció suavizarse-. Nunca lo había visto así. Luego todo adquirió un aspecto penoso. El pobre casi nos imploró que le ayudáramos. Volvió a repetir todo lo que ya sabíamos sobre la joven Trilby… Por cierto, un nombre bien tonto. Debió ser idea de Dorothea, o sea, de lady Shrivenham. El viejo Basil se casó con ella sabiendo que era de menor rango que él. En realidad, fue una especie de trato comercial. El padre de su esposa estaba metido en un asunto de medicinas patentadas que se vendían con la marca Porter. Hizo una fortuna con las píldoras Porter; las mejores para ponerse a tono. Al parecer, daban vitalidad y le mantenían a uno en buen estado de ánimo. Cosas de ésas. Un ambiente no muy adecuado para él.

»Basil admite que Trilby pudo apartarse de su condenada adicción, pero ha entregado su herencia y hace más de un mes que no sabe nada de ella. Me preguntó, o mejor dicho, me rogó que utilizara mi influencia en el servicio para hacerla volver a casa. Sugirió incluso que puede estar como secuestrada. Todo muy emocionante, pero debo admitir que me puso nervioso por ser un buen amigo y todo lo demás.

– ¿Le prometió usted algo? -preguntó Bond.

Se produjo una larga pausa antes de que M contestara:

– Nada en particular. Sólo le dije que llevaríamos a cabo algunas investigaciones. Posiblemente de manera extraoficial.

Dirigió a Bond una mirada de soslayo.

– ¿Como cambiar impresiones con nuestros amigos del Cinco? -preguntó Bond.

– No, no eso exactamente -repuso M sin mirar a su agente a los ojos.

– ¿No es una gestión interesante?

– Bueno, lo que pasa es que pense…

– Que es uno de esos casos que dan mala fama al servicio. Una operación de las que años más tarde aparecen en las memorias de algún funcionario retirado que no se siente satisfecho con la pensión que cobra -Bond miró a su jefe con ese aire de inocencia que sólo se puede aprender en la dura escuela de la simulación y del secreto.

– Quizá sí me lo pareció, aunque sólo por un momento. A continuación sucedió la otra cosa.

Apenas se había marchado Shrivenham, David Wolkovsky se había presentado en la recepción. Wolkovsky era el oficial de enlace de la CIA en Grosvenor Square…, es decir, de la embajada norteamericana.

– Demasiado meloso para mi gusto -explicó M mordiendo las palabras como un predador arrancando la carne de la carroña. Bond sabia la existencia de un prolongado antagonismo personal entre M y Wolkovsky.

– ¿Lo recibió usted?

M hizo una señal de asentimiento.

– Sí, en seguida. Me dijo que el asunto estaba clasificado como especial y que tuvo que ser planteado la semana pasada -de pronto el aspecto de M cambió y tanto Bailey como Bond creyeron recibir el impacto de un rayo de luz que pareció partir de su rostro-. Nuestros primos de Grosvenor Square y de Langley, Virginia, están también interesados en el padre Valentine. Tan interesados que han convertido el asunto en una operación anglo-norteamericana de carácter prioritario. EL DGSS comunicó por teléfono poco después de que saliera Wolkovsky -otro rayo de luz. Para M el DGSS significaba el director general del Servicio de Seguridad o, dicho en otras palabras, el director del MI5, o Military Intelligence-. Las fichas llegarán por la mañana, pero básicamente lo que ocurre es que la Oficina de Impuestos de Estados Unidos quiere tener una conversación con Valentine, del que sospecha que es un lobo con piel de cordero -hizo una nueva pausa, esta vez buscando lograr un aspecto especial-. Un lobo 1lamado Vladimir Scorpius. ¿Qué les parece?

Bond se oyó a si mismo aspirando el aire fuertemente aunque sin abrir la boca.

– ¿El famoso Vladimir Scorpius? -preguntó.

– En efecto, Scorpius. El traficante que arma a casi todas las organizaciones terroristas conocidas y a unas cuantas que aún quedan por descubrir.

A Bond le pareció estar viendo el expediente de Scorpius. Era tan grueso como el listín telefónico de Londres, pero aun así todo el mundo sabía que quedaba incompleto.

– Sugiero -continuó M- que usted, 007, se ponga al día con respecto a los datos que tenemos de Scorpius. Esto es lo que estarán haciendo también en Grosvenor Square y en la zona donde se halle la Cinco, sin mencionar la Oficina de Impuestos en Buch House, los subordinados del superintendente jefe y la Oficina de Impuestos de Estados Unidos, que a mi modo de ver posee un poderío insuperable.

Bailey tosió.

– Unas palabras, señor, antes de que quedemos profundamente involucrados en una posible operación contra Scorpius, que ya es conocido en la Sección Especial como traficante internacional de armas, de un carácter casi único por su maldad.

– ¿Ah, sí? -preguntó M ásperamente. Estaba claro que deseaba seguir debatiendo lo que le parecía un contacto de importancia capital.

– Hay otra cosa de la que quería hablar con usted y a ser posible también con lord Shrivenham.

– Adelante.

Bailey metió la mano en su cartera.

– Miss Dupré llevaba encima muy poco dinero y, si es verdad que había entregado todo su capital a la Sociedad de los Humildes, ninguno de nosotros puede comprender por qué llevaba también tarjetas de crédito.

Hizo una pausa con la mano todavía dentro de la cartera.

– Sus padres afirman no haber pagado ni un céntimo a cuenta de dichas tarjetas. Sin embargo las hemos encontrado en su bolso.

Sacó una carterita de piel de la que extrajo una tarjeta American Express Oro, una Visa del Barclays Premier, una Master Charge y una Carte Blanche, que colocó formando una pulcra hilera sobre la mesa frente a M.

– Hay una más -anunció Bailey como un mago que se dispone a hacer un juego de prestidigitación-. ¡Esta! -exclamó poniendo otra tarjeta junto a las demás, como si estuviera colocando un as después de un rey.

La tarjeta era de la misma calidad y textura que las otras: blanca y dorada con el nombre Emma Dupré en el ángulo inferior izquierdo seguido por las fechas de inicio y de expiración. El número estaba grabado en relieve a lo largo del centro, y a la derecha se veja un cuadrito plateado con un signo en holograma representando las letras griegas Α y Ω entrelazadas.

– Alfa y omega -comentó Bailey tocando el holograma-. El principio y el fin -luego su dedo se trasladó a la parte superior. Allí, con letras repujadas en oro, se leían las palabras «Avante Carte»-. Es una tarjeta de crédito que yo no había visto nunca -declaró el agente de la Sección Especial-. La hemos pasado por los ordenadores, desde luego; pero se trata de una rareza. Pensé que lord Shrivenham podría ayudarnos a averiguar algo.

Sin apartar la vista del pequeño rectángulo de plástico, M tomó su intercomunicador y rogó a miss Moneypenny que tratara de localizar a lord Shrivenham y le pidiera que acudiese a su despacho.

– No me importa que esté cenando con el primer ministro, o incluso que se encuentre en Buch House. Se trata de un asunto urgente. Tiene que venir. Eso es todo -levantó la mirada hacia Bailey y Bond-. Ya verán cómo Basil Shrivenham tiene algo que decir a todo esto.

Sus ojos estaban tan fríos como el mar del Norte en invierno.

Mientras esperaban, Bond, decidiendo que Bailey era de confianza, contó todo lo que le había ocurrido durante su viaje desde Hereford a Londres sin dejarse ni un detalle.

Los tres parecían muy preocupados cuando llegó lord Shrivenham.

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