– ¡Qué amable ha sido usted al aceptar cenar con nosotros, señor Bond!
La voz de Scorpius parecía dotada de cierta entonación siniestra. Una voz todo dulzura pero mezclada a una evidente dosis de veneno. Iba vestido de manera informal, pero aun así daba la impresión de llevar un traje de etiqueta, con sus pantalones oscuros y la camisa blanca de cuello abierto. Bajo la camisa, Bond percibió la silueta de un medallón -naturalmente de oro- que le colgaba del cuello sujeto a una gruesa cadena. En la muñeca izquierda lucía el famoso cronómetro Scorpius, con sus doce diamantes para la minutería normal y las ventanitas para las funciones digitales.
– ¿Es que me quedaba alguna otra alternativa aparte de la de cenar con usted? -preguntó Bond.
Conforme le miraba a la cara, Bond se formó conscientemente una imagen muy viva, representándose a Scorpius atado a una mesa y por completo a su merced. Él sostenía un enorme hierro de marcar, al rojo vivo, que acercaba al pecho de su enemigo. Si era capaz de conjurar a su capricho semejantes imágenes no tenía por qué temer a aquel hombre. Sólo si permitía que el otro lo dominara con la vista, se haría vulnerable.
Vio que Scorpius ponía mala cara.
– Es usted muy listo, señor Bond -comentó. Aquello era cuanto podía permitirse, sin expresar un sentimiento de debilidad-. Ya me lo advirtieron, pero yo imaginé que sólo era un hombre fuerte, acostumbrado a la violencia, y un luchador temible. Nunca pensé que también poseía una voluntad firme, ni que fuera inteligente. Alguien le llamó en cierta ocasión una arma sin filo, pero ahora compruebo que no es usted tan tosco como una simple maza, ni mucho menos.
Cuando el guardaespaldas Bob había hecho acto de presencia en el departamento de los huéspedes, Harriett se separó rápidamente de Bond y avanzó hacia la puerta con mucha dignidad diciéndole que esperase.
– El señor Bond estará con usted en un momento -le anunció, pronunciando aquellas palabras con su marcado acento norteamericano.
Bond se vistió en unos minutos y ella le dio las buenas noches en un susurro, al tiempo que le besaba levemente en la mejilla y le advertía:
– Ojo con la comida. Así es como empezaron conmigo.
Habían conducido de nuevo a Bond por unos largos pasillos hasta entrar en el desnudo y austero estudio de Scorpius. Bob se dirigió en línea recta a la librería que se encontraba junto a la ventana, y sacó un libro colocado en el tercer estante. Se oyó un clic y una parte de la librería se abrió, revelando la existencia de una puerta. Bond no tardó en darse cuenta de que el falso libro era una gruesa imitación de Guerra y paz de Tolstói, cuyo titulo constaba en el lomo. Por lo visto había una chispa de humor en el carácter de Vladimir Scorpius.
Bond no sabía qué le esperaba al otro lado de la puerta. Pero enseguida pudo ver que el comedor al que le hicieron pasar mostraba una heterogénea mezcolanza de estilos. Era evidente que el dueño de aquella extraña mansión se había visto influido por cierto número de restaurantes que sin duda frecuentó en su vida anterior. Bond creyó detectar algunos paneles copiados del Connaught en Londres; un bar del Fouquet de París y, por lo menos, dos reproducciones de portadas de libros que había visto entre la vulgar decoración de la Langan's Brasserie. Aquel hombre parecía obsesionado por las reproducciones. Una extraña actitud por parte de quien hubiera podido hacerse con un montón de originales.
– He planeado una comida sencilla -explicó Scorpius sonriendo. Y Bond creyó detectar en aquella sonrisa el gesto astuto de un Borgia-. Muy sencilla. Especialmente para usted. Los menús de las líneas aéreas no suelen ser gran cosa, pero siempre me encuentro desganado durante las primeras veinticuatro horas después de cruzar el Atlántico.
Bond levantó una mano.
– Sólo una cosa…, padre Valentine…
– Tú dirás, hijo mío.
Cogido por sorpresa durante unos segundos, Bond levantó la mirada notando la potencia de las pupilas del otro. Y como desde muy remota distancia, oyó cómo Scorpius repetía: «Tú dirás, hijo mío.» Apartó la mirada para concentrarse en la visión imaginaria de un Scorpius acribillado a balazos.
– Dicen que cuando se cena con el diablo hay que usar una cuchara muy larga -comentó Bond-. Lamento abusar de lo que llama su hospitalidad, pero prefiero que pruebe usted cada uno de los platos antes de que me los sirvan a mí.
Scorpius se echo a reír.
– Haré otra cosa mejor. Será mi esposa la que efectúe la prueba. No tiene por qué temer nada de mí, señor Bond.
– No le temo.
– ¡Qué divertido! Yo pensaba que sí. De lo contrario, ¿por qué iba a necesitar un catador cuando está sentado a mi mesa?
– Porque es usted un experto en el uso de determinadas drogas y en manipular a la gente para hacerle creer esas zarandajas religiosas que intenta inculcarles. Es usted… (dejemos aparte las formalidades) un experto también en mandar a la muerte a jóvenes impresionables y en ocasionar víctimas inocentes. Lo hace por dinero, ¿verdad, Vladimir Scorpius?
Se produjo un silencio que no duraría ni un segundo.
– ¡Vaya! -exclamó Scorpius, aunque sin parecer haberse sorprendido demasiado. Su voz se mantuvo firme al proseguir-: Cuando me lo dijeron no pude creerlo. Pense que se trataba de una exageración. Pero debí comprender que mi informador no iba a contarme mentiras. Debí caer en la cuenta de que tarde o temprano alguien acabaría por identificarme, no obstante mis elaboradas precauciones. -Aspiró el aire con fuerza-. ¿Quién más lo sabe, señor Bond? ¿Quién más lo sabe aparte de usted, de su jefe de servicio, del MI5 y del Departamento Especial? ¿Lo saben aquí en Norteamérica?
Bond le miró fijamente y, al tiempo que hablaba, mantuvo en su mente una fantasía extraordinariamente realista.
– Ahora ya lo sabe un gran número de personas. Y me parece que el servicio norteamericano conoce bien su expediente…, a menos de que haya podido usted evitarlo.
– Quizá lo logre. Ya lo veremos. Bien, de todos modos es bueno tener la seguridad de que podré retirarme tranquilamente cuando este asunto haya acabado.
– Yo no estaría tan seguro. La gente de que hablo sabe perfectamente lo que está haciendo y cómo lo hace.
– Sin embargo no podrán detenerme. Carecen de medios para ello, a menos de que adopten medidas draconianas de seguridad, prohiban las reuniones públicas cierren los cines, las óperas, las salas de conciertos, los teatros y los restaurantes. Pero allí donde vayan mis Humildes, nunca habrá una seguridad total.
– Sus Humildes serán muy pronto obligados a rendir cuentas.
– ¿Cómo? Dígamelo. No existe modo, Bond. Están por encima de la ley y del orden. Pueden ir donde quieran sin que nadie los detecte. Y son capaces de operar, aunque yo no me encuentre entre ellos. Ahí está lo bueno. Sólo los matrimonios que han tenido por lo menos un hijo pueden llevar a cabo las misiones de muerte. Y a su vez, cuando el hijo tenga edad suficiente, o él o ella se casen, el proceso continuará. Yo puedo marcharme, desaparecer para siempre, una vez la operación actual quede completa. Mis fieles me llorarán, pero la tarea proseguirá. -Se detuvo para cobrar aliento-. Señor Bond, esos jóvenes, esa Sociedad de los Humildes, nunca cederá, aunque yo muera o desaparezca mañana mismo. La campaña actual terminará dentro de breves días y ahora no me puedo detener. Porque una vez puesta en marcha, los escogidos para las misiones de muerte las llevarán a cabo de todos modos. Yo no conservo mi contacto con ellos. Son como robots bien programados, que poseen sus mecanismos propios y reciben sus órdenes. Morirán llevándose por delante a los jefes de Inglaterra, junto con los que puedan seguirlos y al jefe de… -Sonrió-. No. Eso se lo dejo para que lo adivine. Pero lo harán. Y si gano esta mano, cuento con multitud de recursos en los que apoyarme. Una fortuna, sólo por la tarea en cuestión y millones de lugares en los que ocultarme.
»Los Humildes continuarán actuando simplemente porque creen. Porque creen realmente. Nadie tendrá que pagarles sus servicios porque lo hacen a impulso simplemente de su fe. ¡Ja, ja! -Terminó su frase con una breve risa-. ¡Y pensar que una idea tan brillante como ésta jamás volverá a utilizarse ni nadie se aprovechará de ella!
Su voz se fue haciendo más débil hasta convertirse casi en un murmullo, pero dotado todavía de un gran poder de persuasión.
– ¿Cómo puede usted hablar de eso con tanta sangre fría? -preguntó Bond, a quien le era difícil comprender que un ser humano fuera capaz de semejante depravación-. Una verdadera guerra santa, según veo. Pero una guerra santa basada en las mentiras y en el materialismo.
– Por favor, no sea hipócrita, Bond. Todas Las guerras santas han sido libradas para sacar algún provecho. Esta es su base. Durante años me he estado haciendo rico con las guerras santas. Luego pensé: ¿por qué no ganar todavía más dinero? ¿Por qué no aportar potencial humano del mismo modo que hago con las armas? ¿Qué hay de malo en ello? Hasta cierto punto estoy salvando vidas cuando sacrifico a jóvenes emotivos e ingenuos que desean sacrificarse por un ideal.
Bond sintió tal repulsión al oír aquellas exaltadas manifestaciones que retrocedió hacia la puerta.
– No se vaya, señor Bond. No se vaya. Porque si lo deseo, puede proporcionarle los medios para poner fin a la actividad de los Humildes.
Bond movió la cabeza.
– Pero no lo hará, Scorpius. Pensé haberme enfrentado a los seres más diabólicos del mundo; creí conocerlos a todos antes de venir aquí; pero ahora ya no tengo duda alguna de que estaba equivocado. Usted es la maldad personificada. Causante de muertes y creador de pesadillas. El peor que ha existido desde…
– ¿Desde Hitler? ¿Desde Stalin? ¡0h, no lo creo! Si cuando este negocio haya acabado le doy a usted una lista completa de los fieles incluyendo su localización, ¿qué me dirá? Puedo hacerlo y usted lo sabe. ¿O acaso no me cree?
– Creo que lo haría por un precio; pero no tengo dinero suficiente para pagarle.
– Puede tenerlo. Nadie sabe de lo que es capaz de conseguir. Amigo mío, he recorrido los caminos más perversos de este mundo, durante muchos más años que usted. Le puedo dar detalles a su debido tiempo, si me da algo a cambio.
Su mirada estaba ahora desprovista de toda expresión de amenaza. Era como si realmente estuviera dispuesto a hacer una oferta, aunque para Bond no existía duda de que aquellas palabras eran falsas y carentes de sentido y que cualquier promesa que se hiciera equivaldría a una impostura.
– ¿Por qué cree que ordené a John Pearlman traerle aquí? -preguntó Scorpius casi en un murmullo. Su voz baja y modulada parecía adquirir un tono cada vez más siniestro cuando se llevaba algún tiempo en su compañía.
– No lo sé. ¿Por qué tuve precisamente que ser yo? ¿Por qué me ha metido en este lío?
– La respuesta es muy simple. ¿Por qué no? Es la que da el Hado a todos cuantos formulan la misma pregunta; cuando los desastres, la muerte, la tragedia y las penalidades los abruman, se interrogan, ¿por qué yo?, ¿por qué yo? ¿por qué yo? -Se golpeó el pecho con el puño cerrado conforme iba repitiendo la frase-. Pero el Hado contesta a esos imbéciles: «¿Por qué no?» En su caso, señor Bond, ha sido porque se encontraba usted en el lugar preciso y en el momento adecuado. Yo disponía de un informador que podía situar convenientemente. Usted no era el único de quien podía servirme, pero, como estoy seguro que ya ha comprendido, su situación permitiría a mi agente transmitir una información muy valiosa. Con esta persona cercana a usted yo quedaría en situación privilegiada, como así ocurrió. Pero nunca creí que los suyos descubrieran mi verdadera identidad. Señor Bond, también ahora se encuentra en el lugar adecuado y en el momento preciso.
– ¿Por qué motivo?
– Sólo le voy a pedir un pequeño favor. Y a cambio del mismo le revelaré los nombres y las señas de todos Humildes…, incluyendo los que se han quedado aquí.
– Pero eso será después de haber ocasionado un daño horrible. -Bond se dijo que era preciso simular, actuar como si realmente creyera sus palabras. Probablemente se trataba de «un pequeño favor» que sería conveniente para Scorpius y para nadie más.
– Naturalmente, luego de que esta campaña especial haya acabado.
– ¿A qué favor se refiere? -preguntó Bond, convencido de que sólo podía tratarse de alguna garantía para conservar la vida.
– Se lo diré en su momento. Antes déjeme aportar algún aval.
Se dirigió hacia la pared más larga del aposento. El bar se encontraba precisamente frente a ella, y sobre el mismo colgaban dos horribles reproducciones encuadradas por un gran marco. Scorpius tanteó bajo el bar y segundos después el cuadro se elevó, a la vez que descendía un amplio mapa de Inglaterra cual si resbalara por la pared. Scorpius tiró de un cajón del bar y tocó un interruptor. Inmediatamente se encendió una luz parpadeante que Bond observó correspondía a la exacta posición de Glastonbury.
– ¿Lo ve? -preguntó Scorpius, que parecía haber prescindido por completo de su fuerza personal y de su mirada aniquiladora-. Puedo permitirme enseñarle esto porque usted se quedará aquí hasta que todo haya terminado, y de eso no tenga la menor duda. Nadie puede escapar de la plantación «Ten Pines». La muerte acecha tras estos muros…, una muerte terrible como sólo puede ocasionaría lo que se escurre y se desliza ahí fuera. Así pues, me puedo permitir esto. Primero fue la pequeña y, bonita población de Glastonbury… Ya sabe lo que paso allí. Luego Chichester. -Otra luz parpadeó en el mapa-. También lo conoce usted. Pero ¿sabe lo que ha ocurrido hace tan sólo unas horas en Newcastle-upon-Tyne? -Otra minúscula luz se encendió conforme Scorpius pronunciaba lentamente el nombre del jefe sindical y el del candidato laborista-. ¿Y después? ¿Qué otra cosa va a ocurrir? ¿Qué otras misiones están en marcha, que yo no puedo detener? Veamos. -Su mano tocó algo en el panel que sobresalía del bar. Se encendió una luz en Manchester, y Scorpius mencionó el nombre de un antiguo ministro del gobierno que «se había ido al campo»-. Esto será mañana. -Hablaba como quien está planeando unas vacaciones, no como quien decreta la pena de muerte de personas inocentes con el fin de quitar la vida a una sola. Otro botón… Birmingham. Un miembro del Parlamento con fama de agitador, y unos candidatos, laborista y conservador. «Dos el mismo día.» La noticia aparecerá en titulares.
Continuó citando otras operaciones. La campaña parecía carecer de un plan concreto. Figuraban en ella candidatos de todos los partidos: antiguos ministros, dos ex jefes whips, el lord canciller. Londres, Ealing, Edimburgo, Glasgow, otra vez Londres, Kensington, no muy lejos de donde Bond había permanecido la noche anterior, Cambridge, Canterbury, Leeds, York. Prácticamente todas las grandes ciudades de Inglaterra, Escocia y Gales, además de Belfast. Las fechas constaban de un modo concreto. Los objetivos habían sido bien seleccionados. Junto a cada lucecita parpadeante Bond podía leer los nombres de las víctimas, en color escarlata, y debajo otros nombres demasiado pequeños como para poderlos distinguir desde aquella distancia, pero casi con toda seguridad los de quienes deberían actuar de asesinos.
– Pero ¿y si se efectuaran cambios en los días y las horas previstos? -preguntó Bond con el estómago revuelto ante el horror que le causaba imaginar semejante carnicería.
– Ya lo han hecho -respondió Scorpius mirando a Bond a la cara. Sus pupilas perforaron de nuevo la mente de 007. Éste había bajado la guardia ladeando la cabeza, reemplazó sus ideas normales por la imagen de Scorpius cayendo víctima de una de aquellas bombas humanas-. Ya han cambiado fechas e itinerarios, pero poseo los nuevos datos.
– ¿Y cómo sabe si son correctos?
Pero en realidad la respuesta importaba poco. Aquel hombre estaba practicando un insensato despliegue de poder. Era como un niño cuando se jacta de algo, un niño loco, malvado y asesino.
– Sé que son correctas -respondió Scorpius sonriendo con una expresión que parecía aún más malvada y pérfida a causa de querer ser natural-. Porque tengo confianza en la persona que me informa.
– Pues no confió en los informes sobre usted mismo.
– ¡No! Y evidentemente he sido tonto. Porque se trata de una de las primeras reglas a seguir, ¿no cree? Usted, como agente con muchos años de experiencia, debe saberlo. Una de las primeras reglas es la de no desechar aquellos informes que no digan lo que uno desea creer. No confiar sólo en aquello que a uno le interesa. ¿Es cierto o no?
– Sí, es cierto -afirmó Bond-. Sin embargo observo la ausencia de una víctima importante.
– ¡0h! ¿Quién puede ser?
– El primer ministro. A menos de que tenga usted algún motivo para mantenerle vivo.
Scorpius se echó a reír en un tono profundo y resonante.
– ¡0h, no, James Bond! No me he olvidado del primer ministro. Desde luego que no. Pero a ese señor le reservo un tratamiento muy especial que no aparece mencionado en este mapa.
El cerebro de Bond trabajaba a plena actividad, tanteando, considerando cada posible objetivo y cada lugar, anotándolos en su memoria y reteniéndolos allí con la esperanza de salir del trance en que se hallaba y advertir del peligro.
– Usted dijo que no le era posible detener la marcha de la operación.
– Correcto.
– Sin embargo puede conseguir que quienes han de efectuar tareas mortales sepan que las fechas y los horarios han sido cambiados. ¿Cómo lo logra?
– Es relativamente fácil. Sé dónde se encuentra cada uno de ellos y puedo contactarlos y cambiar el momento y el lugar. La única cosa que no puedo variar son los objetivos. -Explicó a continuación cómo los hombres y las mujeres eran atraídos a las redes de los Humildes, cómo eran escogidos y manipulados de modo que no sintieran temor a la muerte porque, cuando les llegara, alcanzarían el paraíso-. Todo esto es relativamente fácil. -Afirmó en el mismo tono de un vetusto profesor de universidad dando su lección sobre algún aburrido episodio de la historia-. Sin embargo, la motivación final y el método utilizado para definir el objetivo deben ser exactos. Y quedar tan profundamente fijados en el subconsciente de mis misiles humanos que lleguen incluso a olvidarlo. Si por azar uno de los nuestros es detenido, no lograrán que revele cual es su misión incluso luego de largas horas de interrogatorios. Quizá los interrogadores consigan adivinar en algunos casos de quién se trata, pero nunca lo sabrán con certeza absoluta.
– ¿Y usted no puede o no quiere poner fin a esta… esta… matanza?
– Ni puedo ni quiero. No; no puedo, a no ser que le revele a usted o a alguien como usted los momentos, lugares y personas de cada operación y añada los nombres de quienes realizarán la tarea final.
– ¿Y si el objetivo no aparece en el momento previsto? ¿Qué sucede entonces?
– El misil que he enviado contra él lo buscará. A él y a ningún otro. El personaje marcado puede considerarse muerto porque hay una persona encargada de la misión de acabar con la vida de quien se le ha indicado. Del objetivo concreto. Puede pasar una semana, un mes, incluso un año. Pero al final, y sin necesidad de mi ayuda, el que tiene a su cargo una tarea mortal, encontrará su objetivo y… ¡boom! -Hizo chasquear los dedos con lo que la alusión se hizo todavía más horrible.
James Bond estuvo evocando mentalmente toda la información que había podido recoger hasta entonces. Su memoria retendría horas, lugares y muy especialmente objetivos. Su concentración era tal que durante un segundo no se dio cuenta de que Scorpius continuaba hablando.
– ¡Ahí! -exclamó señalando en el mapa el objetivo número doce, el conjunto del cual parpadeaba ahora como un árbol de Navidad-. Cuando lleguemos ahí algo completamente distinto va a suceder. Habrá un problema.
– ¿Qué clase de problema?
– ¡Oh, una pequeña cuestión financiera!
– Si se refiere a la Avante Carte y al supuesto dinero utilizado con fines deshonestos en la cuenta de lord Shrivenham… -Bond se detuvo en mitad de la frase porque la puerta se había abierto y una tercera persona acababa de entrar sin hacer ruido en la habitación.
– ¿Shrivenham? ¡Ja, ja! Tenemos algo mucho mejor que eso en reserva. Lord Shrivenham no ha sido más que un… ¿Cómo le llaman las escritoras de novelas detectivescas? Un medio para desviar la atención. La Avante Carte de la cual usted ha visto dos, lleva en su seno una bomba financiera de carácter mucho más sutil. Vamos a olvidarnos del viejo amigo Basil Shrivenham, ¿no le parece, querido? -miraba más allá de Bond en dirección a la puerta-. Me parece que ya conoce usted a mi esposa, señor Bond. Pero si no es así, le presento a la señora Scorpius.
– Sí, nos hemos conocido en circunstancias de lo más curiosas. Vladi tiene razón. Podemos olvidarnos del viejo y pobre papá -intervino Trilby Shrivenham, que parecía gozar de un perfecto estado de salud-. Y ahora ¿por qué no cenamos? Tengo entendido que Vladi quiere hacerle una propuesta.