Bond intentó establecer alguna relación entre el ambiente de horror que había envuelto la estancia y aquella voz descompuesta, como del otro mundo, que surgía de la joven increíblemente atractiva tendida en la cama. Mientras procedía a manipular el sistema de archivos que llevaba en el cerebro, tratando de averiguar las múltiples causas del fenómeno, la fatiga mortal que sentía pareció abandonarle.
Dio dos rápidos pasos hacia el médico y, poniéndole firmemente una mano en la espalda, le dijo:
– Quiero hablar en privado con usted.
El doctor le dirigió una rápida y perpleja mirada y, haciendo una señal de asentimiento, le siguió, saliendo ambos de la habitación hasta un pequeño rellano.
– Se trata del especialista que ha mandado a buscar -empezó Bond.
– Usted dirá.
– ¿Quién es?
– Un médico que he utilizado muchas veces -respondió el doctor Roberts, que parecía sentirse más tranquilo al hablar con Bond. Al principio había mostrado una expresión temerosa, pero ahora ésta quedaba sustituida por otra de mayor confianza-. De Harley Street, naturalmente. Se llama Baker-Smith.
– ¿Y en qué se especializa?
– En drogas y en la adicción al alcohol.
– ¿Cree usted realmente que es lo que la chica necesita?
– Señor Bond – respondió el doctor con aire de paciente cansancio-, Trilby Shrivenham tiene tras de sí todo un largo historial. Creo que puede usted dejar tranquilamente ese asunto a nosotros, los médicos.
– ¿Después de lo que hemos visto ahí? -Señaló con la cabeza en dirección al dormitorio-. ¿Cree usted realmente que lo que esa chica necesita no es más que un especialista en desintoxicación? ¿De veras lo cree?
– ¿Tiene alguna idea mejor? -preguntó a su vez Roberts, ahora en un tono de evidente condescendencia.
– Pues, la verdad, sí la tengo.
– ¿También es usted médico?
– No; pero me muevo en un mundo en el que estamos muy en contacto con los médicos. ¿No le parece que esa chica va a quedar hecha polvo mentalmente por culpa de los alucinógenos y de los hipnóticos?
– Posiblemente -respondió Roberts, aunque sin comprometerse demasiado-. Pero aun así es un problema de drogas, y hay que sacarla de ello. Y luego hacer que poco a poco recobre el equilibrio.
– ¿No se da cuenta de que se trata de algo mucho más complicado, doctor? La base mental de esa chica ha sido manipulada bajo la influencia de productos como el Sulphonal, LSD y otros parecidos. Le han quitado el alma del cuerpo. Y necesita algo más que una simple cura de desintoxicación.
– Ya veremos. Hay que esperar a que llegue el señor Baker-Smith.
– No, doctor. Lo siento, pero las autoridades para las que trabajamos el señor Bailey y yo probablemente no lo van a permitir -Bond cerró la boca convirtiéndola en una línea dura y firme-. Debo esperar las instrucciones de mis superiores, pero entretanto usted tendrá la amabilidad de dejar aquí a su paciente. No quiero que ninguna ambulancia se la lleve a la clínica del señor Baker-Smith, dondequiera que ésta se encuentre.
– Pero usted no puede… -empezó Roberts.
– ¿Que no puedo hacer esto con su paciente, doctor? Ya verá como sí.
Bond se volvió en redondo y, bajando rápidamente la escalera, abrió la puerta de entrada y dio instrucciones al Policía de uniforme para que nadie, ni siquiera un médico, entrara hasta recibir nuevas órdenes. El policía hizo una señal de asentimiento, dispuesto a cumplir la orden. Había visto llegar a Bond acompañado de lord Shrivenham y de Bailey. Había examinado también el carnet de identidad de Bailey y, en consecuencia, dedujo que aquellas instrucciones venían de elementos superiores.
Bond cerró la puerta y cruzó el vestíbulo hasta el teléfono que se encontraba sobre una pesada mesa de roble justamente debajo de la escalera. Marcó el código de la línea privada para hablar con M.
M respondió inmediatamente lanzando un gruñido al reconocer la voz de Bond.
– No tengo la total seguridad de lo que pasa, señor, pero creo que hemos de actuar rápidamente. ¿Dispone todavía el servicio de ese médico un poco ido?
M exhaló un suspiro de irritación.
– No me gusta que use esas expresiones, 007. Se trata de un eminente neurólogo y la respuesta es sí. Todavía tenemos acceso a él y a la clínica…, pero sólo en casos de extrema necesidad. El que no le hayamos mandado a usted para que le eche una mirada no indica que hayamos cesado de emplearle. Pero ¿por qué me lo pregunta?
Bond le puso al corriente de todo en siete rápidas frases. Cuando hubo terminado, M volvió a gruñir:
– Comprendo su punto de vista, 007. Pero antes tendrá que hablar con Shrivenham. En modo alguno podemos molestar al doctor que se encarga del caso. Asegúrese de que es Shrivenham quien lo echa de su casa. Ahora hablaré con nuestro hombre y luego haré que una de nuestras unidades se haga cargo de la paciente. Una operación normal. Dentro de media hora como máximo tendrá usted ahí una ambulancia. Asegúrese de que le den la consigna del día. Desde luego creo que éste es un caso para nuestro amigo, y cuanto antes lo empleemos, mejor.
Bond le dio las gracias. El servicio había utilizado con frecuencia en otros tiempos a sir James Molony. Probablemente se trataba del mejor neurólogo del mundo y había ganado el Premio Nobel con su libro Efectos secundarios psicosomáticos de la inferioridad orgánica. En varias ocasiones, años atrás, había tratado al propio Bond cuando éste padeció un grave agotamiento.
Trilby Shrivenham era precisamente un caso en el que Molony podía estar interesado. Dejando el teléfono, Bond subió rápidamente la escalera y logró apartar a Basil Shrivenham del lado de su hija. Esta estaba tranquila otra vez, como si las alucinaciones sufridas durante su sopor no hubieran tenido lugar nunca. Permanecía tendida, tranquila, plácida y silenciosa, sumida en un profundo sueño. Resultaba increíble que sólo unos minutos antes, una voz horrible y demoniaca hubiera brotado de sus labios. Bond se dijo que la joven debía causar un gran impacto cuando se encontrara en su sano juicio.
Una vez en el rellano, se encontró de nuevo con lord Shrivenham, al que dio una versión brevemente expurgada de su conversación con M.
– Me temo que tendrá usted que transmitírselo a su médico, señor – terminó-. M se muestra inflexible en que Trilby sea trasladada a esta clínica lo antes posible y puesta bajo la supervisión de sir James Molony. Todos sabemos lo que le pasó a Emma Dupré y ninguno de nosotros desea que Trilby pueda ser objeto de algún nuevo daño. Una vez bajo la custodia de sir James disfrutará del mejor cuidado médico posible…, y me parece que a usted le gustará. Debe sentirse terriblemente preocupado por su salud mental, ¿verdad?
Shrivenham asintió repetidas veces.
– Lo haré. Si el viejo M lo dice es porque hay que hacerlo. ¿Y quién soy yo para discutir con él? Lo haré ahora mismo.
Roberts salió de la casa minutos después, lanzando una mirada asesina a Bond con el rostro contraído por la cólera.
De acuerdo con lo prometido, al cabo de media hora un equipo del servicio llegaba con una ambulancia, algunos enfermeros, un coche de seguimiento y un par de hombres no identificables montados en poderosas motos. Tardaron unos quince minutos en transferir a Trilby Shrivenham a la ambulancia, pero en seguida el pequeño convoy se alejó en dirección a la clínica protegida con que contaba el servicio, cerca de Guildford, en Surrey.
A las tres de la madrugada, Bond volvía a Regent's Park, donde M le aconsejó tomar algún reposo en el camastro de campaña que normalmente usaba el funcionario de servicio y que aquella noche estaba destinado a alguna complicada tarea.
– Por la mañana -le advirtió M- quiero que lea el expediente de Scorpius y que eche una mirada a las oficinas de la Avante Carte. – Al ver la expresión de sorpresa que se pintaba en la cara de Bond, permitió que sus labios se curvaran en una breve sonrisa de placer-. ¡Oh, sí, 007! No dejamos que la hierba crezca bajo nuestros pies. Hemos localizado el centro operativo de esa tarjeta de crédito y he hablado con su amigo el sargento Pearlman. Un tipo duro. Partirá hacia Pangbourne a primera hora de la mañana y allí tendrá mucho que hacer. Hemos revelado a la prensa la muerte de la joven Dupré y también hemos dicho que era miembro de la Sociedad de los Humildes, añadiendo detalles acerca de los considerables fondos que esa joven aportó a la organización. Esto armará un revuelo considerable. -Hizo una brusca señal hacia la puerta-. Que descanse, Bond. Ordenaré que le llamen a las seis. Siempre es mejor empezar temprano. Buenas noches y procure dormir bien.
Bond soñó en un gran templo que no sabia dónde se hallaba lleno de una congregación vestida con túnicas blancas, cantando un mantra incomprensible. El se encontraba en mitad del templo y miraba hacia arriba para ver cómo una joven era transportada en dirección a un bloque de granito que servía como altar. No le era posible distinguir su cara, pero ella gritaba con voz ronca, conforme la ataban a la piedra y se hacían atrás para dejar paso a un insecto gigantesco. El animal se arrastró hacia delante y pudo observar que se trataba de un enorme escorpión. El bicho levantó la cola con un aguijón largo como un estoque, dispuesto a clavarlo sobre la muchacha tendida sobre el altar. Los cánticos se hicieron cada vez más ruidosos. Pero conforme Bond miraba, la chica se convirtió en un hombre, que volvió su rostro aterrorizado hacia la congregación. Bond pudo ver entonces que se trataba de sí mismo. La larga aguja de acero que era el aguijón de la bestia empezó a descender.
– Las seis, comandante Bond.
Harper, uno de los mensajeros veteranos, ex comando de los marines reales, lo estaba sacudiendo por el hombro.
Al despertar, Bond notó que estaba cubierto de sudor y que la pesadilla seguía fresca y real en su mente.
– Le he preparado una buena taza de café, señor. Tal como a usted le gusta.
Bond dio las gracias a Harper, que conocía perfectamente su carácter desde muchos años atrás. La caliente infusión tenía buen sabor, y a Bond le pareció como si le hiciera recuperar las fuerzas. Lentamente fue saliendo de la cama y empezó su rutina: la ducha caliente y fría, los ejercicios físicos y algunos nuevos sistemas de control de la respiración aprendidos de uno de los instructores del SAS. Acababan de dar las seis y media cuando se presentó en la antesala de M. La ayudante de Moneypenny, un marimacho autocrático e imposible de tratar, a la que todo el servicio conocía simplemente como la señora Boyd, estaba sentada a la mesa de Moneypenny, que con sus dos pantallas computadoras y su compleja unidad de teléfono intercomunicador era conocida con el nombre de «supervisora de recepción».
– ¿Le está esperando M? -preguntó la señora Boyd y con su rostro de dragón dirigió a Bond una mirada indicadora de que para ella no era más que un cualquiera.
– Desde luego -Bond raras veces se molestaba en entablar conversación con la suplente de Moneypenny y, desde luego, jamás bromeaba con ella. Sólo en muy raras ocasiones ocupaba la codiciada antesala, y se decía que Moneypenny la había tomado a su servicio a causa de su desafortunada falta de carisma. Porque Moneypenny no quería que nadie la sobrepasara en sus dominios.
La luz situada sobre la puerta de M se encendió en cuanto la señora Boyd dio el nombre de Bond por el intercomunicador.
Era evidente que M había permanecido en su despacho toda la noche porque había en él una pequeña cama de campaña recientemente hecha y puesta contra la pared. M estaba en mangas de camisa e iba sin afeitar, cosa poco normal en un viejo funcionario como él. Hizo una seña a Bond para que entrara y le indicó que esperase de pie frente a su mesa escritorio. M tardó un par de minutos en revisar sus papeles.
– Bien 007 -pronunció finalmente-. He dicho a los del registro que tengan la carpeta en la habitación 41. Como está calificada de especial, luego de intervenir ayer Wolkovsky, habrá un guardián ante la puerta. Dejará usted, a dicho guardián, todos sus materiales de escritura: pluma, libreta de notas y diario y cualquier otra cosa que lleve. Confío en usted, pero debemos ceñirnos a las reglas, ¿no le parece?
Bond hizo una señal de asentimiento y preguntó cómo le había ido a su jefe con el sargento Pearlman del Special Air Service.
– Parece una buena persona -contestó M mirando su reloj-. Ahora se encuentra en camino hacia Berkshire… y no me extrañaría que le acompañase media Fleet Street.
– ¿Y Trilby Shrivenham?
– ¿Qué quiere saber de ella?
– Sólo me preguntaba si se ha recibido alguna noticia sobre su estado. Eso es todo, señor.
– Hum. Yo diría que se encuentra muy mal. Según me aseguró sir James logrará salir del paso por lo que respecta a la droga, de la que alguien le inyectó una dosis letal. Pero lo que a él más le preocupa es el estado de su mente.
– ¿Han manipulado su mente cuando se encontraba bajo la influencia de ese mejunje infernal? -preguntó Bond ansioso por comprobar si su teoría era cierta.
– Sí, algo así. Y ahora váyase a la habitación 41 y, cuando haya terminado con ese expediente, vuelva aquí enseguida. Tenemos mucho que hacer.
Bond hizo una señal de asentimiento, al tiempo que decía:
– A la orden, señor.
Aquello provocó una nostálgica mirada de M, quien añadió:
– He hecho que las dos tarjetas de Avante Carte sean enviadas a la sección Q. La ayudanta del armero les está dando una mirada.
Se refería a la inefable señora Ann Reilly, experta tanto en armas como en electrónica y conocida por casi todos miembros del servicio como «la bella Q» a causa de su papel como ayudanta del mayor Boothroyd, armero y jefe de la sección Q.
Cuando tomaba el ascensor para bajar al segundo piso donde estaba localizada la habitación 41, Bond se preguntó qué habría inducido a M a permitir que la «bella Q» pasara sus experimentadas pupilas por el plástico de la Avante Carte.
Igual que ocurre en el famoso cuartel general de la CIA en Langley, Virginia, las puertas a derecha e izquierda del pasillo del segundo piso estaban pintadas de diferentes colores. No había nada de secreto o de especial en aquello. Lo que ocurría era que cuando se trataba de pintura, la sección de mantenimiento trabajaba de acuerdo con una estricta carta de colores. Y cuando se terminaba el rojo, pasaban al azul, etc. A los pasillos del cuartel general de servicio se le solía llamar según el color predominante.
La habitación 41 tenía una puerta rosada. Un chicarrón del servicio estaba allí de vigilancia, al parecer dispuesto a matar a alguien antes que dejarle entrar. Aunque conocía muy bien a Bond, insistió en ver su documento de identidad y le despojó luego de todo su material de escritura con un entusiasmo fuera de lo común. En la habitación había una silla y una mesa sobre la que se encontraba una voluminosa carpeta. Bond se sentó y miró el criptograma pegado con papel adhesivo a la cubierta. Se dijo que Bonk era un seudónimo muy adecuado para un hombre como Vladimir Scorpius. Abrió la carpeta y empezó a leer.
El grueso del expediente consistía en material antiguo que Bond había visto ya anteriormente muchas veces y que revelaban los detalles esenciales de una vida nebulosa. Se decía allí que Vladimir Scorpius había nacido en Chipre, siendo sus padres un rico hombre de negocios griego y una princesa rusa renegada, posiblemente Evdokia, hija del misterioso príncipe y de la princesa Talanov, quienes junto con su hija habían escapado de la revolución bolchevique en circunstancias casi increíbles.
El Servicio Secreto de Inteligencia inglés había fijado por primera vez su atención en Vladimir Scorpius a finales de la década de los cincuenta, durante la campaña de guerrillas que se llevó a cabo contra las fuerzas británicas por parte de los independentistas chipriotas y en la que tomaron parte el gobierno griego, el partido comunista y las fuerzas guerrilleras de la EOKA. Se sospechaba que Scorpius facilitaba armas a la EOKA, es decir, a los considerados como terroristas. A partir de entonces su nombre había vuelto a figurar una y otra vez siempre como proveedor de armamentos y material militar, por regla general a grupos terroristas en todo el mundo.
Pero si bien el nombre de Scorpius enlazaba como un hilo rojo en los embarques de armas y explosivos a cada lugar conflictivo del mundo, no existían indicios firmes que pudieran llegar hasta él de un modo directo. Se llenaron páginas y páginas con listas de rifles, armas cortas, munición, granadas, explosivos, plásticos, detonadores, lanzamisiles e incluso máquinas de guerra más sofisticadas, pero nunca fue posible demostrar de manera completa y convincente que todo aquello procediera de Scorpius. Sin embargo era evidente para cualquiera, incluso con escasos conocimientos de ese mundo a media 1uz en el que se desenvuelve el tráfico ilegal de armas, que Scorpius se encontrara detrás de tantos centenares de envíos ilegales. Pero la posible evidencia contra aquel hombre se convertía en una complicada tela de araña que parecía deshacerse cuando las investigaciones estaban a punto de dar un resultado positivo.
Bond se concentró en la realidad; es decir, en los hechos conocidos. En primer lugar, aquel hombre era implacable. Durante los pasados veinte años no menos de dieciséis personas conocidas por hallarse en situación de traicionarle habían muerto en circunstancias extrañas: cuatro en inverosímiles accidentes de carretera, tres abatidos a disparos; cuatro envenenados; dos apaleados hasta morir por supuestos atracadores; dos por posibles suicidios y uno extrañamente ahogado en la ducha de un motel. La relación mostraba también que otras veinte personas sospechosas de haber sido empleadas por Scorpius habían fallecido asimismo, unas veces asesinadas de manera directa y otras en forma de sospechosos suicidios. Evidentemente no resultaba saludable mantener relaciones con aquel hombre.
En segundo lugar actuaba como un perfecto hipócrita. Durante gran parte de los años sesenta y setenta había vivido con su extravagante y bella esposa Emerald en un magnífico yate, el Vladem I, de ochenta metros de eslora, impulsado por motores diesel de tres mil caballos. Bond hizo una mueca de disgusto al pensar en el nombre tan burgués de aquel barco. Scorpius se las había compuesto para librarse de la prensa y en especial de los paparazzi. Sólo concedió algunas entrevistas por teléfono tanto a periódicos como a revistas, todas las cuales figuraban en el grueso expediente y en las que se jactaba de alejarse del mundo y de optar por vivir en su barco, junto al amor de su esposa. Pero si bien resaltaba constantemente su fidelidad marital, existían copias de informes sobre amplias operaciones de vigilancia, con datos relativos a una multitud de amantes, y nauseabundos detalles sobre su insaciable apetito sexual que sólo se apaciguaba con procedimientos estrafalarios.
Así pues, había vivido como un ermitaño millonario viajando por todo el mundo en el Vladem I, donde la gente le visitaba. Había centenares de fotografías de hombres y mujeres en el momento de cruzar la pasarela del yate: políticos dudosos, embajadores, terroristas conocidos, figuras del bajo mundo fáciles de identificar y paradójicamente famosos nombres del teatro y de la ópera, así como esas inevitables sanguijuelas que son algunos intelectuales ostentosos y ricos.
Por regla general, Scorpius daba sus recepciones en el yate, y en aquellas ocasiones en que se decidía a bajar a tierra para pisar el mundo real, iba siempre acompañado por una cohorte de guardaespaldas y de matones a cuyo cargo corría el que nadie se agazapara en las sombras para vigilar o fotografiar a aquel enigma viviente. Pero si bien la prensa había fallado en sus intentos de aproximación a Scorpius, varias agencias de seguridad habían obtenido un acceso limitado a su persona. Sin embargo, aunque pudieron constatar la evidencia de sus gustos hedonistas tanto en cintas grabadas como en textos, nunca fueron capaces de obtener ni un fragmento de evidencia concerniente a sus negocios de armamento y a las organizaciones terroristas con las que evidentemente estaba relacionado.
La carpeta contenía docenas de fotografías obtenidas por medios subrepticios, todas ellas muy malas, desprovistas de detalles y de claridad, excepto una tomada por una unidad de vigilancia de la CIA que tuvo la suerte de conseguirla en 1969 mediante una cámara de rayos infrarrojos, frente a una casa de Portofino. La foto, debidamente ampliada, ocupaba toda una página y Bond la estuvo contemplando durante varios minutos.
Mostraba a Scorpius como a un hombre esbelto, ligeramente lleno, con unas mandíbulas que tendían a la robustez, lo que estropeaba sus antes bellas facciones de corte un tanto italiano, con labios gruesos, una melena de pelo grisáceo, nariz patricia y la cabeza echada hacia atrás en actitud arrogante. Iba vestido para la noche con un esmoquin blanco. En la muñeca izquierda llevaba lo que parecía un pesado y carísimo reloj y en la derecha una cadena de oro. En la rápida exposición con que se tomó la foto, los ojos de aquel hombre parecían expresar un avasallador sentido del poder, aunque Bond sabía por experiencia que las cámaras a veces pueden mentir.
Bajo la foto había una lista de pequeñas notas: el momento y el lugar exactos en que se tomó; el coste estimado de aquellas joyas; detalles de la cadena de oro o brazalete de identidad con la inscripción «Vladimir Scorpius» seguida de unos números que no había podido captar la cámara. El reloj era de oro macizo y estaba fabricado al modo artesanal, con sistema de dígitos y manecillas normales que marcaban los minutos y las horas, pasando por encima de doce purísimos diamantes. Bond se dijo que el buen gusto no era precisamente la cualidad más fuerte de Vladimir Scorpius. Sin embargo, aquel reloj de pulsera debía de costar una fortuna. Sus variadas funciones de tipo digital no sólo habían sido incorporadas mucho antes de que dicho sistema empezara a ofrecerse en el mercado internacional, sino que el objeto tenía además un valor extraordinario por haber sido realizado por un artesano japonés cuyo nombre se convertiría más tarde en una leyenda. Tratábase, pues, de una pieza única, de intrincada labor conocida como el cronómetro de Scorpius.
Bond continuó leyendo. En 1972 Emerald Scorpius había muerto trágicamente en un accidente marítimo. Casi enseguida Vladimir se apartó de su modo de vida usual. Había noticias de sus actividades, la mayor parte en conexión con suministros de armas cada vez mayores a grupos terroristas en todas las partes del mundo; pero el gran yate permanecía abandonado en un dique seco cerca de Cannes, en el sur de Francia. A veces se veía a Scorpius de un modo esporádico en actividades carentes de interés. Tan pronto parecía estar en Berlín como en Teherán, Tel Aviv, Beirut, Belfast, París o Londres. O de pronto se esfumaba como una sombra o un espectro. En 1982 desapareció por completo. Sus observadores secretos y quienes estaban en contacto con los servicios de inteligencia occidentales conocidos y con las agencias de seguridad dejaron de detectar su presencia, perdieron el rastro por completo y cesaron de tener la menor noticia de quien en otros tiempos había sido un rey indiscutible entre los comerciantes de armas.
Bond volvió la página para examinar el material aportado la noche anterior por David Wolkovsky, el agente de la CIA, en Londres. Apenas podía creer lo que estaba viendo. Había allí varias páginas mecanografiadas que aportaban datos, pero las fotografías que llenaban aquella sección eran más explícitas que cualquier palabra.
El padre Valentine, jefe de la Sociedad de los Humildes, nunca se había opuesto a que lo fotografiaran. En realidad, era muy vanidoso, y Bond comprendió inmediatamente que aquello podía significar su ruina. Los norteamericanos, con su dominio de la alta tecnología, se habían encontrado de pronto con un lingote de oro en forma de la furtiva fotografía de Scorpius y de las muchas del padre Valentine. Porque mediante pruebas efectuadas con equipos nuevos y sofisticados, habían puesto en contacto las dos imágenes y pasado muchos días examinando, midiendo y efectuando detallados análisis mediante computadoras. Como resultado de aquellos experimentos se habían descubierto varios datos concernientes a la estructura ósea facial del padre Valentine.
Incluso mirado de cerca, Valentine no se parecía en nada a Scorpius porque tenía un rostro flaco, una nariz casi respingona y el pelo escaso, negro, cuidado y peinado hacia atrás. Sin embargo, los analistas, tras haber colocado una foto al lado de otra, demostraron con toda claridad que ambos hombres podían ser el mismo, ya que la estructura ósea de los dos cráneos encajaba perfectamente. Utilizando imágenes ampliadas tomadas por ordenador se las habían compuesto incluso para demostrar hasta qué punto el rostro de Vladimir Scorpius pudo haber sido modificado hábilmente por un cirujano plástico experto.
Existían además dos detalles concluyentes que confirmaban con claridad la teoría de los expertos. La primera prueba importante, aunque no definitiva, llenaba dos páginas y consistía en fotos ampliadas de la muñeca izquierda, una procedente de la vieja instantánea de Scorpius y la otra de una de las numerosas fotos del padre Valentine. Según los expertos, no existía en el mundo entero un duplicado del fabuloso cronómetro. Con todo, allí se veía llevado por Scorpius a las siete treinta de la noche cuando subía apresuradamente a un automóvil en Portofino en el año 1969, y también en la muñeca del padre Valentine en Londres en el mes de agosto de 1986.
De todos modos, la prueba más convincente residía en los oídos. Llevado de su vanidad, Scorpius habría insistido, probablemente con gran ahínco, en que los cirujanos no le retocaran los pabellones auditivos. Estaba convencido en un noventa y nueve por ciento de que nadie tenía una foto del viejo Scorpius. Ahora bien; los oídos de Valentine y de Scorpius eran idénticos y la prueba se demostraba en ocho páginas de notas médicas con diagramas, fotografías y medidas. Era una prueba positiva.
– Vanidad de vanidades -repitió Bond en voz baja-. Y todo es vanidad.
En aquellos momentos comprendió que tenía ante su vista las imágenes del mismo hombre: del responsable de la muerte de Emma Dupré y de la voz demoniaca que había surgido de la garganta de Trilby Shrivenham. Sólo Dios sabía qué métodos de terror se fraguaban en la mente de Scorpius-Valentine.
Bond cerró la carpeta lentamente y se puso en pie. M tenía más trabajo para él. En lo más profundo de su ser confiaba en que dicha tarea no le llevara a enfrentarse con aquel hombre de doble identidad: Scorpius-Valentine o Valentine-Scorpius.