16. Música nocturna adecuada

A las once de aquella misma noche, un pintoresco y controvertido jefe sindical y un político salían de un bonito club para trabajadores situado en uno de los barrios dominados por el Partido Laborista en New Castle-upon-Tyne. El jefe sindical había estado hablando con el candidato local del partido, al que apoyaba. Los dos se sentían felices. La entrevista se había desarrollado satisfactoriamente. Tanto el candidato laborista como su colega habían logrado acallar a quienes los interrumpían haciendo preguntas molestas, y al final se produjo una ovación clamorosa.

A causa de las recientes órdenes por causa del estado de emergencia, la policía había considerado prudente acompañar a ambos hombres hasta sus coches, que esperaban en la parte posterior del edificio. Quince robustos agentes apartaron a la muchedumbre reunida allí y formaron un pasillo hasta el primer coche, luego de que los dos oradores salieran juntos y se estrecharan la mano llenos de mutua complacencia.

Apenas se habían acercado al coche del jefe sindical cuando un fotógrafo de prensa rogó a uno de los policías:

– Denos una oportunidad, amigo. ¿Nos deja hacerles una foto?

El policía asintió con un movimiento de cabeza y desatendió la fila durante un segundo. Fue su último segundo en la tierra.

El fotógrafo, una vez traspuesto el cordón, se arrojó contra el coche. Se oyó un estampido, como el de un potente trueno y una gran llamarada surgió conforme el fotógrafo saltaba por los aires. Los quince policías, los choferes de los dos coches oficiales, el jefe sindical y su secretario, el candidato laborista y su ayudante, más doce personas situadas en las proximidades, resultaron muertas instantáneamente. Otros dieciséis curiosos sufrieron heridas graves y uno de ellos murió en el hospital al día siguiente.

Todo ello ocurría a las seis de la tarde para James Bond, que viajaba a bordo de un aparato Dash 7 STOL de las Piedmont Airlines, salido de Charlotte, Carolina del Norte, y que ahora iniciaba su descenso sobre la pista del pequeño aeropuerto de la isla Hilton Head.

Hilton Head forma el extremo más meridional de Carolina del Sur y es la más amplia de la cadena de islas que se extiende durante doscientas cincuenta millas a lo largo de la costa desde las Carolinas a Florida. Con forma de zapatilla de entrenador, se puede llegar a ella por tierra, mar y aire. Por tierra, cruzando el puente Byrnes en la carretera 278, y por aire desde Savannah, Atlanta, que está a sólo cuarenta millas al oeste, Georgia, o Charlotte, en Carolina del Norte.

La vista desde el aire hizo recordar a Bond aquellos días felices pasados en el Caribe, con su espesa hierba, los árboles tropicales y las sorprendentes playas extendiéndose cual largas franjas doradas; los amplios y lujosos hoteles y las casas particulares situadas en parajes de gran belleza. Pasaron sobre tres pistas de golf, de las que la isla poseía un total de catorce.

En Scatter habían tomado la decisión de que Bond actuara como prisionero de Pearlman, con el fin de poder realizar lo que el hombre del SAS denominaba una «operación caballo de Troya» contra Scorpius. Sin embargo aún quedaban muchas cosas por discutir. Bond no estaba dispuesto a meterse a ciegas en la boca del lobo. Así que siguió una larga sesión de preguntas y respuestas durante la cual Pearlman aportó una prolija información sobre los Humildes en general y sobre su hija Ruth en particular. Incluso mostró a Bond una fotografía de pasaporte de la chica, que era pelirroja, pecosa y reía ante la cámara.

– Siempre estaba riendo -comentó el hombre del SAS con una nota de pesar en la voz- Pero ahora tiene un aire mucho más serio.

Se prepararon café y tostadas sentados en el cuarto principal de la casita, hablando y discutiendo cuestiones de estrategia. Fuera empezó a amanecer con el cielo nublado, aunque no tormentoso y una fresca brisa. No tardó mucho en ser completamente de día.

– Tendremos que apresurarnos -indicó Pearlman, que se sentía cada vez más nervioso conforme pasaba el tiempo. Se fueron arriba y la conversación se centro en temas específicos.

– No iremos armados -advirtió Pearlman mientras Bond rebuscaba en los armarios del dormitorio principal hasta encontrar una de las magníficas carteras de viaje de las que usaba la Bella Q. En Scatter siempre había por lo menos dos de ellas dispuestas para su uso. Eran grandes carteras negras a las que se podía añadir una sección extra, sujeta a uno de sus lados y dotada de una tercera cerradura con combinación.

– De acuerdo -concedió Bond dirigiendo al hombre del SAS una mirada inexpresiva.

Las carteras de la Bella Q eran realmente muy especiales. No sólo estaban dotadas de un sistema infalible que las hacía inmunes a los aparatos de detección de los aeropuertos, sino que además contenían un compartimento oculto imposible de detectar y lo suficientemente grande como para guardar varios de los ingeniosos adminículos de la Sección Q, aparte una arma.

– Tengo que incluir mi equipo de afeitado -indicó Bond encaminándose hacia el cuarto de baño y dejando a Pearlman sentado en el dormitorio hojeando la última edición del Intelligence Quarterly. En cuanto estuvo a cubierto de la visión del sargento, Bond activó los mandos que ponían al descubierto el compartimento en forma de caja fuerte que en cierta ocasión habían intentado localizar no menos de veinte funcionarios de seguridad sin que ninguno pudiera detectar aquella zona secreta, protegida interiormente por unas capas de espuma de goma. Actuando con rapidez, comprobó que el arma estaba en su lugar: una pulcra Browning Compact perfeccionada a partir de la FN ALTA-Potencia con el fin de lograr una pistola de bolsillo capaz de disparar balas de nueve milímetros y de gran penetración. Las demás partes del equipo se encontraban también allí.

Cerró el compartimento y con todo cuidado se fue preparando una afeitadora y un estuche de viaje con crema de afeitar Dunhill Edition y colonia, otra de las previsiones habituales de la señora Findlay, quien como ama de llaves se preocupaba por tener siempre lo mejor para sus pupilos. Por desgracia, a juicio de Bond, no era tan perfecta por lo que se refería a las prendas de vestir.

La casa había soportado muchas idas y venidas, y sus paredes guardaban secretos de muchos años. Hombres y mujeres se habían alojado allí durante variados períodos de tiempo, y los armarios roperos del dormitorio estaban divididos en secciones para faldas, vestidos de varios tamaños, trajes y vaqueros todo colgado de sus perchas y distribuido en tallas grandes, medianas y pequeñas.

En cuanto a los accesorios parecían proceder de Marks and Spencer y eran también de las medidas adecuadas. En el dormitorio, Bond estuvo removiendo diversos cajones hasta que se proveyó de un par de mudas, calcetines, camisas y, con ciertas reservas, también pijamas. No le gustaban ni la textura ni los colores chillones de la ropa interior y casi se enfadó al ver los calcetines. Se había jurado que nunca llevaría nilón, pero ahora no le quedaba más remedio. Al menos un par de aquellas camisas le sentarían bien. Hizo un gesto de contrariedad y gruñó ante la falta de gusto en el vestir que demostraba el ama de llaves.

Con cierto aire ostentoso, guardó la ASP y la porra de policía junto con alguna munición, en una caja fuerte de acero, oculta y atornillada al suelo en la parte de atrás del armario guarda ropa.

– Es mejor así, jefe -comentó Pearlman levantando la mirada de lo que estaba leyendo-. No quisiera que nuestros propios colegas de la seguridad nos detuvieran al salir.

Bond estuvo de acuerdo con él, aunque pensando, no sin cierta sensación de alivio, que al menos él tendría un poco de «artillería» a su disposición. En el cuarto de baño habla adoptado además otra cautela. Entre los objetos que los de la Sección Q habían dejado en la caja fuerte se encontraban unos bolígrafos de aspecto inocente. Había tomado uno de ellos, que inmediatamente activó hasta convertirlo en un pequeño misil. Su radio de acción era de sólo quince millas y podía ser desconectado para pasar los aparatos detectores de los aeropuertos. Pensó que podría proporcionar cierto margen de seguridad durante la primera fase de la operación.

Salieron juntos de la casa. Pearlman llevaba una bolsa azul; Bond, la cartera de viaje especialidad de la sección Q.

Bond había dejado parcialmente corrida una cortina del dormitorio principal situado arriba, colocando en el alféizar de la ventana lo que le pareció un jarrón chino especialmente feo. Más tarde, aquella misma mañana, el vaso sería visto por la señora Findlay cuando 11evara a cabo su recorrido habitual, lo que la haría saber que podía dar su informe por teléfono sin problema alguno.

En la calle principal de Kensington, Bond buscó un taxi mientras Pearlman utilizaba un teléfono público, el único entre un grupo de tres que afortunadamente no había sido destrozado por los vándalos de siempre.

– Bien, todo dispuesto -dijo cuando se acomodaban en el asiento del taxi.

Bond indicó al taxista que los llevara a una sucursal del Banco Barclays en Oxford Street.

– Aun falta un poco -previno a Pearlman-. Si al llegar al banco quiere pagar el taxi y esperarme, estaré de vuelta en unos minutos.

– No me irá a dar esquinazo ¿eh, jefe? -preguntó Pearlman bajando la voz.

– No se preocupe. Usted pague el taxi, disimúlese un poco y espere.

Una vez en Oxford Street, Bond se alegró al ver como un agente del servicio que iba en un coche pasaba al taxi al detenerse éste. Dejando que Pearlman pagara, entró en el banco y puso una tarjeta sobre el mostrador de la taquilla más próxima. La empleada lo miró y dijo:

– Si quiere acompañarme hasta el extremo del mostrador, podrá pasar.

Descorrió el cerrojo de una puerta que daba paso a un corredor que discurría por delante de la oficina del director y le condujo por una escalera hacia el recinto subterráneo que contenía las cajas de los clientes. Luego de haber comprobado el número de la tarjeta, la empleada sacó una llave y los dos se dirigieron hacia la caja 700. Bond tomó asimismo su llavero, seleccionó la llave adecuada y la insertó en la cerradura de la derecha mientras que la empleada ponía la suya en la de la izquierda. Las hicieron girar y la portezuela de doce por siete pulgadas se abrió.

– Tardaré sólo un minuto -anunció Bond sacando la caja del interior, que trasladó a la habitacioncita privada que se encontraba cerca de allí.

Con sumo cuidado fue colocando todo cuanto llevaba en los bolsillos, excepto el dinero, en un sobre de papel grueso de unos cuantos que había en el fondo de la caja. Luego tomó otro sobre que estaba lleno a rebosar y lo abrió, extrayendo de él el pasaporte a nombre de Boldman, un talonario de cheques, una cartera que contenía tarjetas de crédito, una libretita con tapas de piel con su nombre, «James Boldman», impreso en la parte inferior de cada página y dos sobres arrugados, abiertos, que contenían algunas cartas. Estos sobres iban dirigidos a James Boldman Esq., y llevaban unas señas que podían ser localizadas si alguien se tomaba la molestia de buscarlas. «El señor Boldman está ausente en estos momentos», sería la respuesta que darían a quien se presentara preguntando por él.

Distribuyó los diversos objetos entre sus bolsillos y añadió un par de otras cosas: un volante de la tarjeta Visa rellenado por la casa discográfica HMV por la suma de libras 24,70, y la mitad correspondiente a la vuelta de un billete de primera hacia Wembley, que correspondía a una parte de las señas que indicaban los sobres.

La caja fue puesta de nuevo en su lugar y cerrada. Todos los agentes en activo vivían «existencias» distintas en la mayor parte de las ciudades de su territorio. Bond disponía de cajas similares en París, Roma, Viena, Madrid, Berlín y Copenhague. Y sabía además cómo hacerse con material parecido con sólo una hora de tiempo en Washington, Nueva York, Miami y Los Angeles.

A todos los efectos, era ahora el señor James Boldman. Fuera, Pearlman paseaba, confundiéndose con el ambiente del lugar. El recién creado Boldman vio cómo un chofer de taxi hablaba con su pasajero al otro lado de la calle. Los conocía a ambos y se sintió tranquilo al saber que había un equipo de vigilancia allí cerca.

– A partir de ahora todo es cosa suya, Pearly -indicó a su compañero.

– De acuerdo. Iremos al aeropuerto de Heathrow. Como tenemos tiempo suficiente, no hay por qué darse prisa.

Llamaron a un taxi.

Una vez en Heathrow, Pearlman se dirigió al mostrador del puente aéreo de helicópteros Heathrow-Gatwick.

– Salimos en el vuelo de mediodía hacia Charlotte, Carolina del Norte. – Sonrió, a juicio de Bond, con un aire demasiado satisfecho. Pearlman tenía ya 1os billetes de la Piedmont Airlines PI 161-. Disponemos de asientos en el puente aéreo. Pero podemos pasar el control aquí. Hay que hacerlo con tiempo.

Eran exactamente las once. Si Pearlman quería zafarse de la vigilancia, obraba adecuadamente, aunque Bond sabía que el equipo formularía sus preguntas. Tendrían el tiempo justo antes de que una segunda unidad fuera tras ellos. Después se hallaría «fuera de límites» y sólo personal autorizado del Servicio Secreto de Inteligencia combinado con la CIA podría encargarse de vigilarlos.

Llegaron a Gatwick con tiempo de sobra, y conforme subían al PI 161, Bond se sintió bastante alarmado al ver allí nada menos que a David Wolkovsky, el miembro de la CIA en Londres, junto con otro agente, situados tras ellos en la cola de pasajeros para subir al aparato. Si los Humildes sabían lo que, según él, debían saber, Wolkovsky carecía por completo de protección. A menos que -aquella idea le vino a la cabeza con la violencia de un dardo envenenado- Wolkovsky fuese el agente de penetración de los Humildes encargado de comunicar a Scorpius o a sus ayudantes los movimientos que observara.

Cuanto más pensaba en aquello menos le gustaba a Bond tener a Wolkovsky a su espalda. El jefe de la CIA en Londres debía tener acceso a la mayor parte de los movimientos que efectuara su propia gente, el departamento, el M15, y el propio servicio de Bond. No había pensado antes en dicha posibilidad. Pero ahora el esquema empezaba a cobrar mucho significado.

Ya en el departamento de primera clase, luego de haber despegado, se inclinó hacia adelante para advertir a Pearlman:

– Es como tener a una tortuga pisándonos los talones.

– Habrá que actuar con rapidez, una vez en Charlotte. Nada de entretenerse. Deme el número de ese hombre en cuanto pueda.

– Me alegra decir que parece viajar en tercera, pero ya veremos.

Pearlman le dirigió una rápida sonrisa.

– Hay cosas que debe usted saber. Primero, descansaremos hasta llegar a Charlotte. -Continuó explicando todo lo demás. Una vez en Charlotte conectarían con el vuelo a Hilton Head, que era donde iba a empezar la diversión-. Scorpius tendrá allí a alguien durante todo el día para vigilar a quien llega. En cuanto nos detecten llamará a la isla. Y una vez en ésta terminará la libertad de usted. Saldrán a nuestro encuentro con una limusina. Yo no he estado nunca allí, desde luego, pero creo que ese hombre es dueño de una gran extensión en el sector del noroeste. Antes era una plantación y está protegida por árboles en tres de sus lados, mientras que en el cuarto tiene el Océano Atlántico. La isla está dotada de controles de seguridad, pero los residentes con fincas como la «Ten Pines», es decir, la de Scorpius, poseen además sus propios controles, con personal de servicio las veinticuatro horas del día para evitar a los muchos turistas que van a la isla. Me han dicho que el tiempo que hace allí es impresionante, fabuloso, y que todo se paga a muy alto precio. Pero es mucha la gente que vive en la isla y también acuden los que van de vacaciones y los que asisten a los torneos de golf y las convenciones. Todos afirman que es un paraíso.

La limusina los llevaría directamente a «Ten Pines», y una vez allí contarían la historia de que Bond había accedido a acompañar a Pearly cuando éste le contó que retenían cautiva a Harriett.

– Supongo que la chica estará allí, ¿verdad?

– Eso es lo que me han asegurado. Usted adquiere ahora la reputación de un caballero vestido de brillante armadura -comentó Pearlman mirándolo de soslayo-. Se me han dado instrucciones para decirle que todo esto no sólo será bueno para usted, sino también para Harriett. A ella no se le hará ningún daño. Afirmaron que usted no lo resistiría. ¿Es así?

– Depende. Estoy haciendo esto por usted y por su hija, Pearly. Si vengo es también porque no parece existir otro medio de acercarse a ese diablo, y yo siempre he dicho que si uno se acerca al diablo tiene más posibilidades de poder vencerlo…, como es propio de mi oficio. Sigo interesado en saber por qué me eligieron a mí en particular.

– Han estado pendientes de usted, desde que salió de Hereford. -Frunció el ceño como si intentara deducir por pura lógica por qué tenía que ser precisamente Bond.

Un poco más tarde, después de haber comido, manifestó que a lo mejor Bond sería retenido como prisionero.

– Pero no se preocupe. En cuanto haya averiguado dónde se encuentra Ruth, ya encontraré la manera de soltarle… y también a esa Horner.

– No sabe cuánto se lo agradecería, Pearly. No me alegra la perspectiva de verme encarcelado por Scorpius, aunque sea por breve tiempo. Porque incluso los invitados de ese hombre pueden sufrir un lamentable accidente cuando menos lo piensen. -Luego, como si hablara consigo mismo, añadió-: Me pregunto si también tendrán ahí a la joven Shrivenham.

– No me sorprendería -respondió Pearlman acomodándose mejor para ver la película que estaban proyectando. Aunque Bond ya la conocía, la vio de nuevo de cabo a rabo. Tratábase de El Intocable [3], en el que uno de sus actores favoritos interpretaba el papel de un policía de Chicago.

Aterrizaron en Charlotte poco después de las cuatro y cuarto, hora local. Pearly se mantenía muy cerca de Bond, yendo detrás de él con su hombro izquierdo casi tocándole la espalda. Tuvieron el tiempo justo para el control del vuelo hasta Hilton Head y pasar luego brevemente por la sala de espera antes de ser trasladados al cómodo y silencioso Dash-7, que pareció remontarse por el aire casi antes de haber empezado a correr por la pista. En cuanto a Wolkovsky, no vieron ni rastro de él.

Ahora estaban aproximándose al pequeño aeropuerto, mientras el sol se transformaba lentamente en una bola roja que dentro de una hora quedaría oculta para dar paso a la noche. Abajo, el aeropuerto aparecía ordenado y limpio con sus pulcras hileras de aviones privados amarrados y protegidos para pasar la noche.

Los pasajeros que esperaban para trasladarse a Charlotte permanecían sentados en el jardín, fuera del cobertizo que servia como sala de espera para las llegadas y partidas. Conforme bajaban la escalerilla del avión, Bond distinguió enseguida al comité de recepción. Había un chófer de uniforme junto a una larga limusina que parecía capaz de albergar a todo un equipo de fútbol, y más cerca, tres jóvenes con trajes ligeros de color gris, camisa blanca y corbatas idénticas. Conforme se aproximaron a ellos, Bond pudo ver que sus corbatas eran de seda azul marino y que cada una llevaba un dibujo idéntico: La Α y la Ω entrelazadas, es decir, el mismo que figuraba en las tarjetas de crédito Avante Carte.

– ¡Hola, John! -saludó uno de los jóvenes a Pearlman.

Su aspecto hizo recordar a Bond el comentario oído con frecuencia a ciertas jóvenes, y algunas no tan jóvenes, damas norteamericanas cuando los llamaban «cachas». Es decir, un hombre de buena presencia, considerable estatura, musculoso, de pelo rubio y con unos dientes que parecían haber sido pulimentados de manera especial para emitir señales de semáforo o como para doblar barras de hierro. Los otros dos parecían sacados de idéntico molde.

– ¡Hola, Bob! -respondió Pearlman.

– Bien venidos «desde el principio hasta el fin» -declamaron los tres a coro, y Pearlman respondió con las mismas palabras. Era evidentemente una fórmula de saludo propia de los Humildes.

– Este… -el llamado Bob observó a Bond con dureza-. Este debe de ser el famoso señor Bond.

– Boldman, si no le importa -respondió el aludido, dirigiendo al joven una fría mirada como si quisiera advertirle que no iba a permitir ninguna broma-. James Boldman.

– Como prefiera -respondió Bob en el mismo tono. Su aspecto sugería ahora que en vez de carne y huesos, bajo el traje se ocultaba un armazón de acero-. Se llame como se llame, estoy seguro de que nuestro jefe, nuestro padre Valentine, estará encantado de verle. -Se volvió hacia Pearlman-: ¿Le ha dado alguna molestia?

– No; ha venido como un corderito. Se ha portado exactamente como nuestro padre Valentine previó.

– Bueno. Nos está esperando.

Los tres se situaron a su alrededor y Bond notó cómo la cartera le era arrebatada hábilmente de la mano. Quienquiera que lo hubiese hecho conocía muy a fondo aquel arte porque, si bien no le causó daño alguno, sí noto una presión muy especial en el dorso de la mano.

Rápidamente entraron en el coche. El motor se puso en marcha con toda suavidad, y la limusina se alejó como si se deslizara por el suelo.

Bond guardaba silencio. A su alrededor podía notarse hasta qué punto aquel lugar era exclusivo de unos cuantos, con sus anchas carreteras controladas y vigiladas, las espléndidas extensiones de hierba verde, palmeras, pinos y otros muchos árboles; los líquenes caían en algunos lugares hasta tocar el margen de la ruta, mientras que en otros se veían grupitos de tiendas y carreteras secundarias con barreras de protección. De vez en cuando surgía el edificio de un hotel. Había jugadores de golf terminando la partida del día en algún green distante y el tono general de la isla era el de una gran riqueza. Un lugar para gente soñadora y para fabricantes de dinero. Conforme continuaban hacia «Ten Pines», Bond observó otra faceta. Todo en aquella isla era irreal. El residente o el que pasaba sus vacaciones perdían posiblemente toda noción del tiempo y todo sentimiento de la realidad. Un lugar ideal para que el padre Valentine pudiera proseguir su labor de corromper a los Humildes.

Torcieron hacia la izquierda y luego de atravesar lo que parecía un amplio colector para aguas fluviales, llegaron al lado contrario, flanqueado por parajes cubiertos de un césped perfectamente cortado, a los que sucedieron más árboles. Por unos momentos, aunque en realidad no había similitud alguna, Bond recordó los cinturones de bien cuidados bosques que flanquean la carretera luego de haber pasado por el puesto de control de Helmstedt para continuar por la autopista de la Alemania Oriental hasta alcanzar esa isla dividida y rodeada de tierra que es Berlín. En el interior de aquellos bosques había soldados agazapados y camuflados en escondrijos o en torres de vigilancia. Le pareció como si una raza diferente de vigilantes estuviera también oculta allí entre la espesa vegetación que evidentemente rodeaba «Ten Pines».

Salieron de la arboleda para atravesar unos prados perfectos en dirección a una sólida estructura de dos pisos que parecía mas un hotel que una vivienda. Tenía la forma circular y estaba construida en piedra, y reforzada por grandes vigas. La coronaba una torre octogonal. El lugar resplandec1a bañado de luz porque el día estaba a punto de perecer y la noche se acercaba.

La limusina se detuvo ante un gran pórtico en el que se abrían un par de altas y maltrechas puertas. El grupo de los tres hombres que formaban el comité de recepción saltó del coche y se colocó en posición cubriendo todos los ángulos posibles casi antes de que el vehículo parase.

– Haga los honores, por favor, John -indicó Bob y Pearlman cacheó rápidamente a Bond.

– Está limpio.

Bob hizo una señal de asentimiento.

– Lo siento mucho, señor Bond. No podíamos hacerlo en público en el aeropuerto y, una vez en el coche, estaba perfectamente seguro. Ahora podemos entrar.

Las puertas se abrieron dando paso a un vestíbulo semicircular de techo alto, pero en el que no se veía señal alguna de escalera. Había otras muchas puertas y dos grandes candelabros colgaban uno más alto que el otro del techo de madera abovedado. A derecha e izquierda de los candelabros, enormes ventiladores giraban enviando una corriente de aire fresco. No había cuadros; todo era madera y el techo estaba asimismo cubierto de tablones barnizados y pulidos.

Pearlman volvió a situarse en su posición habitual, es decir, tras del hombro derecho de Bond. Durante unos segundos, todos permanecieron inmóviles como si esperasen alguna señal. El trío de guardianes parecía como conectado a una corriente eléctrica.

De pronto, a su izquierda se abrió una de las puertas y un hombrecillo pequeño, delgado y bronceado avanzó dos largos pasos que parecieron bastar para colocarle en medio de los otros. A juzgar por las fotografías, Bond se lo había imaginado como un tipo alto. Pero apenas si alcanzaba un metro sesenta. Sin embargo, los ojos y la voz poseían mucha fuerza. Esta última era baja y suave, sonando casi como un murmullo.

– Señor Bond, ¡qué amable ha sido usted al realizar tan largo viaje! -dirigió una fugaz mirada a Pearlman-. Bien hecho, John. Estaba seguro de que no me fallaría.

– Y dirigiéndose de nuevo a Bond añadió-: Bien venido a «Ten Pines». Como sabe, mi nombre es Valentine. Y mis fieles me llaman padre Valentine. Bien venido «desde el principio hasta el fin».

Conforme pronunciaba estas últimas palabras, un sonido terrible llenó el ámbito del vestíbulo. Procedía de algún lugar interno de aquel extraño edificio y era el grito angustioso de un ser humano sometido a gran sufrimiento. Bond se estremeció al reconocer aquel alarido que parecía elevarse y disminuir, aunque sin perder nunca su intensidad.

Era muy probable que procediese de Harriett Horner.

Valentine torció la cabeza.

– ¡Ah! -exclamó con una voz tan suave como antes, casi acariciadora-. Un poco de música nocturna para darle a usted la bienvenida.

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