Vigilado por el ojo implacable de su automática ASP, Bond se vistió, muy disgustado por no poder darse una ducha ni afeitarse. Pearlman, que iba vestido como para una operación nocturna, es decir, con pantalón negro, jersey de cuello alto, capucha y zapatillas de entrenador, dijo que disponían de poco tiempo.
– Tengo que sacarle de aquí antes de que alguno de sus amiguetes haga acto de presencia. Es usted escurridizo como una anguila, señor Bond…, si es que me perdona la comparación, y no tengo la intención de darle facilidades. Sólo Dios sabe lo que pasaría si le dejara tomar una ducha. Conozco lo suficiente este lugar, pero quizá me olvide de algo. Podría verme metido en una trampa. Seguro que comprende mi deseo de no correr ningún riesgo. Esto es algo más que un sencillo trabajo, por decirlo así.
Conforme Bond se iba poniendo las ropas que había dejado pulcramente dobladas o colgadas en el armario antes de acostarse, su mente empezó a buscar una manera de salir de aquel atolladero. Por toda la casa había timbres de alarma que, de ser oprimidos, pondrían en alerta al oficial de servicio en Regent's Park. Pero aun cuando consiguiera pulsarlos, iba a pasar bastante tiempo antes de que alguien pudiera presentarse en la casa. En el cuartel general, la señal aparecería en una pantalla de ordenador haciendo destellar la palabra «Scatter». Y el oficial de servicio tendría que contactar con una de las pocas personas conocedoras de la localización de aquel refugio secreto clasificado como de primer orden.
Pearlman se enfrentaba a aquella situación con las precauciones naturales de un hombre bien adiestrado. Luego de haber dado a Bond la orden de vestirse, se hizo atrás rápidamente, poniendo cierta distancia entre los dos. «Nunca permanezcan cercanos a una persona a la que encañonan con una arma», les habían enseñado. Y era verdad, porque existen docenas de modos para desarmar a quien esgrime una pistola si es tan tonto como para permanecer junto a la persona amenazada.
– Cruce los dedos y póngase las manos sobre la cabeza -ordenó Pearlman, que no se olvidaba ningún detalle del procedimiento-. Y ahora apriete hacia abajo y cierre los codos. Conoce bien estas medidas, jefe. Baje la escalera sin hacer ruido. Y si se cae o simula caer, es usted hombre muerto. Y no hablo porque sí. Le aseguro que no me gustaría por que es usted la mejor garantía de que dispongo en mucho tiempo. ¡Bueno, en marcha!
No había alternativa. Las palabras de Pearlman sonaban como una auténtica amenaza. Bond no abrigaba duda alguna de que un resbalón accidental o calculado significaría ir a parar al cementerio, y con mucha suerte quizá también algunas líneas en la sección necrológica de The Times.
Avanzó por el pasillo y bajó la estrecha escalera como si pisara huevos. Una vez abajo, Pearlman volvió a ordenar:
– Quédese ahí, jefe. Bien. Ahora, cuando yo diga ¡adelante!, avance usted muy lentamente hasta ese bonito saloncito. -Estaba procurando que su presa no se apartara de su línea de visión. Un par de segundos después, Bond oyó la orden.
– En marcha. Mantenga las manos sobre la cabeza con los dedos entrelazados… Ahora camine lentamente hasta el sillón que hay junto a la biblioteca… Bien… Vuélvase y siéntese. Por favor, no haga ninguna tontería. De todos modos, de poco le iba a servir porque las alarmas están desactivadas.
Permanecían sentados el uno frente al otro en lados opuestos de la habitación: Bond, inmóvil, con las manos sobre la cabeza y los dedos entrelazados; Pearlman, con la pistola firmemente sujeta y el índice sobre el gatillo.
– ¿Cómo ha podido entrar, Pearly? -preguntó Bond-. Y no hablemos de cómo ha logrado desactivar el sistema de alarma.
– ¡Preguntas, preguntas! No, jefe; no va a conseguir que me las dé de listo. ¿Cómo lo hubiera hecho usted?
– No entiendo cómo ha dado conmigo. Y me parece un milagro que haya podido entrar aquí. Porque esta casa está tan protegida como una caja fuerte.
– Todo a su tiempo. En primer lugar tengo algo que contarle. Cierta vez leí un libro en el que alguien que estaba trabajando para el Servicio de Inteligencia dijo justamente esas palabras. Y cuando hubo terminado, las vidas de quienes le escucharon cambiaron dramáticamente. Ya verá usted cómo le pasa lo mismo luego de que me haya oído.
– ¡Adelante!
– Los dos conocemos muchas cosas de La vida y también de la muerte, ¿verdad?
Bond hizo una señal de asentimiento y Pearlman continuó:
– Hemos presenciado muertes violentas, horribles. Esta es una época sangrienta. Como dice la Biblia: «…hay un tiempo para vivir y otro para morir.» Pues bien, vivimos en el tiempo de morir. De morir de repente la mayor parte de las veces por culpa de una guerra o a manos de terroristas que actúen en las calles. Es como si hubiéramos nacido para morir de ese modo.
Bond hizo una señal de asentimiento.
– Me parece espantoso, horrible. Y a usted también, ¿verdad?
Una vez más, Bond asintió.
– De acuerdo. Mi madre solía cantar una canción. Murió cuando yo tenía doce años y el viejo nunca pudo recuperarse. Compró su billete para el viaje de ida un par de años después. La canción me la enseñó mi abuela. Más tarde supe que se trataba de un poema titulado Paseando por los jardines Salley. Parte de él sirve para contar mi historia. Dice así:
Me pidió que tomara el amor sencillamente, como las hojas crecen en los árboles.
Pero como yo era joven e insensato no quise aceptar su consejo.
Mi amor y yo estábamos en un campo a las orillas del río.
Y ella puso sobre mi hombro su mano blanca como la nieve.
Me pidió que tomara la vida tal como es, igual que la hierba crece en el prado.
Pero yo era joven e insensato y ahora las lágrimas corren por mi cara.
Vaciló como si el poema de Yeats lo conmoviera.
– Sentimental, ¿verdad, jefe? Tal vez. Pero yo era joven e insensato cuando aquella chica surgió en mi vida. Siempre he sido disciplinado, jefe. Fui niño-soldado a los quince años y pasaba mis permisos con los abuelos. El ejército fue mi padre, mi madre, mis hermanos y mis hermanas. Luego conocí a aquella chica. De ello ahora veinte años. Pensábamos casarnos; pero me destinaron a un país lejano… Una de esas cosas que ocurren, ¿comprende? Llegó un telegrama en que me ordenaban que me incorporara. Fue como si la radio quedara en silencio, por así decirlo. Por aquel entonces seguíamos cediendo pedazos del imperio y había que realizar una gran labor policíaca. Ya sabe a lo que me refiero. -Dirigió una sonrisa burlona a Bond y le guiñó un ojo-. El caso es que no volví a recibir noticias de la chica. Le escribí y también a sus padres. Pero no supe nada de ella hasta volver a mi casa y enterarme de que había muerto al dar a luz a mi hija. Un episodio muy sentimental, ¿verdad, señor Bond? Parece una historia de amor para mujeres. Pero le aseguro que esas cosas duelen más que un
– Lo sé -respondió Bond sinceramente, porque conocía mejor que nadie aquellas situaciones.
– Me juré que cuidaría siempre de la pequeña. Y lo hice. Era mía. Nunca me casé, pero ella estuvo bien cuidada. Pagué sus gastos y pasé mis permisos a su lado. La pobrecita vivía con sus abuelos, con Mum y Dad. Luego aprobé el curso selectivo e ingresé en el SAS. A partir de aquel momento, cada vez que arriesgaba la vida era por ella. Por Ruth. Incluso le di mi apellido. Ruth Pearlman. Una buena muchacha judía, jefe. Y así ha continuado siendo hasta hace más de un año, cuando al regresar a casa supe que se había marchado. Sus abuelos estaban deshechos, pero lo que más les dolía era que Ruth hubiera vuelto la espalda a su fe religiosa para pasarse a otra de nuevo cuño. Lo consideraban todavía peor que si se hubiera hecho goyim o cristiana, que si se hubiera vuelto shiksa.
»Logré enterarme de dónde se encontraba y fui a verla a aquel condenado y enorme mausoleo que se llama Manderson Hall. Intenté hacerla entrar en razón, como es natural en todo padre. Pero ella no sabía hablar más que de su nueva religión. Ese Valentine o Scorpius, o como quieran llamarle, realmente se apodera de ellos por completo. Los inculca una especie de locura, un fervor especial. «Hay mucho aquí de nuestra propia fe, papá -me explicó-. Incluso recitamos el Kaddish por los muertos.» ¡Vaya! Como si el Kaddish fuera lo único que importaba. Le aseguro, señor Bond, que sé bastante sobre religiones comparadas. He leído un montón acerca de ello. Pero mi hija pensaba que todo estaba bien porque en aquel revoltijo insensato seguían recitando el Kaddish.
Guardó silencio con las pupilas brillantes. En aquellos momentos Bond no hubiera sido capaz de atacarle, aun cuando hubiera podido.
– Yisgaddal,
»Veyiskaddash,
»Shemay rabbah…
»Con aquello tenía bastante. Era una de las Humildes. ¿Cree que recitaron el Kaddish por los pobres desgraciados de Glastonbury? ¿O por los de Chichester? ¿O por los que morirán, Dios sabe dónde hoy mismo? ¿Lo harán?
– Pearly, ¿sabe usted dónde va a ocurrir algo hoy?
Pearlman se echo a reír.
– Usted siempre ha creído que soy uno de ellos, ¿verdad? Me di cuenta desde el momento en que nos vimos envueltos en aquel incidente con los coches cuando veníamos de Hereford. Sospechó de mí en seguida. Hizo bien al obrar así. Aunque sólo hasta cierto punto. Porque se equivocó. Se equivocó tanto que no quise decir nada.
– ¿Y por eso ahora en plena noche me amenaza con mi propia pistola?
– Lo hago porque es la única forma de que me escuche. De que alguien como usted me preste atención. Sí, estuve involucrado con los Humildes y con ese criminal padre Valentine, que actúa como el Hijo de Dios hecho hombre. O por lo menos eso es lo que ellos creen. El Mesías de los Humildes. Lo que dice no admite discusión. «Id para haceros matar entre una muchedumbre con el fin de que caiga un político o un personaje importante.» Y lo hacen. «No miréis hacia atrás o quedaréis convertidos en estatua de sal.» Mi pequeña Ruth, que aún no ha cumplido veinte años, es la preferida de ese bastardo. Porque ya ha tenido un hijo… aunque desde luego en estado matrimonial. La ceremonia fue seguida por una visita al registro civil para que todo quedase legalmente formalizado. Ella está puesta a ir al paraíso de los Humildes, aunque caiga hecha pedazos. Soy listo, pero, en el caso presente nada más puedo hacer. Si no te es posible derrotarlos, únete a ellos, ¿eh, jefe?
– Así suele decirse.
– Cuando fui a verla la primera vez, me presentaron a su dios, nuestro padre Valentine. Le parecí agradable y yo le hice el juego. Visité Pangbourne un par de veces. También asistí a la boda. No pude evitarlo, aunque el tonto de su marido es en el fondo un marxista acabado. Se cree todas esas burradas de los Humildes porque en su subconsciente lo considera como parte de la gran revolución mundial. De todo eso hace ya once meses, y entre tanto ella ha tenido un hijo. Soy abuelo a los treinta y siete años, jefe. Un niñito que se llama Joshua. Por lo menos Ruth tuvo la decencia de ponerle un nombre adecuado. Después de la boda Valentine me tendió su anzuelo. «No quiero que vivas con nosotros, John -me dijo-. Comprendo que te sientas reconfortado porque tu hija sea de los nuestros y veo que tú también crees.» Había jugado bien mis cartas. Logré hacerles suponer que me había convertido. «Te necesito en el mundo -continuó Valentine-. Quiero que vigiles, escuches y me informes. Serás como uno de los espías que el bendito Moisés envió para que le informaran sobre la tierra de Canaán.» Está muy enterado. Cita pasajes de la Biblia, del Corán y de cien libros más que ni siquiera conozco.
– ¿Qué más? -preguntó Bond, cuyos brazos empezaban a cansarse, aunque no se atrevía a moverlos.
La narración de Pearlman le parecía más interesante de lo que había supuesto. Había en ella puntos débiles que podía aprovechar, palancas de las que valerse en beneficio propio.
Pearlman siguió hablando:
– Valentine…, o si lo prefiere Scorpius, me contó que cuando llegara el momento, reservaría para mí misiones específicas. Deseaba obtener información. Al cabo de un mes me entregó una lista de personas. Yo no conocía a ninguna. Mi misión consistía en enterarle de si alguno de aquellos nombres era importante en Bradbury Lines. El de usted figuraba en la relación. Informé, pues, sobre ello y por poco nos matan a los dos. Se sintió complacido y yo continué mi tarea del mejor modo posible. En mi estupidez deseaba atraerle hacia una trampa. Lo mantuve bien informado hasta el suceso de Glastonbury y aún después. Sólo entonces fue cuando comprendí lo que Valentine se traía entre manos. Aquello me puso enfermo. La última vez que hablé con él, poco después de que naciera el pequeño Joshua, me contó que nos aguardaba una gran misión. Y que cuando todo hubiera terminado, Inglaterra se convertiría en una tierra de héroes. El mundo entero seria arrastrado tras lo que iba a suceder. Me dijo también que mi pequeña Ruth iba a desempeñar probablemente la parte más importante en aquella gran empresa, en el amanecer de una nueva era. Y que debería mostrarme orgulloso de ella.
Bond estaba seguro de que las palabras de Pearlman eran sinceras. Nadie hubiera sido capaz de contar semejante historia de no ser verídica.
– ¿Qué ocurrió en la clínica, Pearly?
– ¿Cuándo? ¿Ayer? Querrá decir qué diablos no ocurrió. Esa pájara norteamericana, Harriett, se tropezó con los tres hombres en el cuarto de Trilby. Había oído mucho ruido dentro, lo que no es sorprendente, ya que intentaban matarla. Abrió la puerta y ellos se quedaron como estatuas. Yo los conocía a todos. El trío forma parte de la guardia personal de Valentine. Son sus gorilas, si quiere una definición exacta. Me reconocieron y uno de ellos gritó: «¿Qué pasa aquí?» Hice como si los hubieran descubierto y empezaron a retirarse. De pronto vi cómo la joven Harriett se levantaba la falda. Llevaba un Colt de cañón corto en una estrecha pistolera. Y fue entonces cuando empezó el tiroteo. Obraron como maníacos dispuestos a matar a todo aquel que se moviera, incluyendo a uno de los suyos que se interpuso en la línea de fuego. Tuve que andar listo: Pero me excedí. Agarré a Harriett y le ordené estarse quieta. Los otros pensaron que les iba a hacer un pequeño regalo, lo que hasta cierto punto fue así. En realidad, ya habían intentado apoderarse de ella en Kilburn. Me ordenaron que saliera y se la llevaron. Supongo que tendrían el coche un poco más allá en la calle, porque se llevaron la ambulancia. Lo siento, jefe. Es una buena chica, pero se la llevaron y ha sido culpa mía.
– ¿Qué pasó después? ¿Y por qué está usted aquí, Pearly?
– Valentine me dio un número para utilizarlo si se presentaban problemas. Salí de la clínica a toda prisa y luego, ocultándome, telefoneé al número en cuestión. Me dijeron dónde estaba usted… Esto fue anoche a las diez. Sabían exactamente su paradero, lo mismo que sabían también cómo es el sistema de alarma y el de seguridad. Me aseguraron que me sería fácil porque nadie vigilaba. El lugar es tan seguro que el servicio no tiene por qué ponerle guardias. Lo han averiguado todo. Pero usted lo previó, ¿verdad? Tienen a alguien aquí, en el mismo corazón del servicio que debe llevar trabajando para ellos bastante tiempo. Quienquiera que sea es de confianza, y él o ella informan de todo cuanto se haga.
– Sí, ya había pensado en eso. Y es preocupante porque ha de ser alguien a quien yo conozco desde tiempo. Pearly, ¿qué va a hacer usted ahora?
– Mis órdenes son de llevarle a presencia de nuestro padre Valentine.
– ¿Y las va a cumplir? ¿O prefiere convertirme en su rehén por su hija Ruth?
– No, no. Yo no lo veo así. Pensé que unidos quizá tengamos más posibilidades de acabar con ese loco. Quiero formar una asociación, jefe. Hagámosles creer que he logrado su colaboración. Sospecho que el gran padre Valentine se ha trazado ya sus planes para usted y para esa chica Harriett, que continúa en su poder.
– Quizá volvamos a los tiempos de los sacrificios humanos.
– No me sorprendería. ¿Quiere actuar… sin armar escándalo, como mi colaborador y no como mi rehén? -Hizo una pausa y dejó que la pistola reposara sobre sus piernas-. Si no logro sacar a mi hija de esto y volverla a la normalidad, quizá abandone el asunto. Todo depende de usted, jefe. Lo dejo a su elección.
Asió la ASP por el cañón y la tendió hacia Bond para que la tomara. Este se quitó las manos de la cabeza y, alargando la diestra, cogió la pistola por la culata.
– ¿Dónde tenemos que ir, Pearly? ¿Dónde se oculta ese hombre?
Comprobó la pistola, notando que Pearlman le había quitado el seguro. Por lo visto estaba dispuesto a utilizarla. Lo hubiera matado en caso necesario, aunque en realidad le hubiera llevado allí otro propósito: el de rogar a Bond que le ayudase, pero no a salvar a su país sino a su hija.
– A mucha distancia de aquí. Ha preparado todos los resortes. Ha organizado su acción de terror para dejar a Inglaterra hecha pedazos, sin elecciones generales y sin gobierno. Todo está dispuesto como el detonador de una bomba de relojería o, mejor dicho, de varias. Pero él no estará por aquí cuando suceda. Hace tiempo que se ha marchado junto con los fieles que aún no han sido designados para morir por su paraíso y por sus cuentas bancarias.
– Pero ¿dónde está? -preguntó Bond. En aquel momento el teléfono empezó a sonar-. Creí que había anulado toda la instalación eléctrica -añadió mirando a Pearlman.
– Toda menos el teléfono. Si no contesta, los suyos acudirán como hurones cuando persiguen a un conejo. Así que coja el aparato.
El que llamaba era M.
– Otra vez la clínica -anunció casi enigmáticamente.
– ¿Qué pasa con la clínica?
– No hay ningún muerto hasta el momento, que sepamos. Pero se llevaron a Trilby y su hombre escapó.
– ¿El Kadar? ¿Ese que en la muerte se llama Joseph?
– El mismo. Tampoco hay rastro de Scorpius.
– Quizá yo pueda decir algo.
– ¿Cómo?
Un poco más allá Pearly murmuró que debían darse prisa.
– No se preocupe si no sabe de mí en algún tiempo.
– Le necesitamos -repuso M, que había captado la clave, y ofrecía a Bond la posibilidad de transmitirle más información.
– Ha surgido una posibilidad aprovechable. Algo que puede ayudarnos en gran manera. Existe un elemento ultrasensible.
– He comprendido. -M había captado la pala «ultra», que significaba el ruego de que un equipo le vigilara dondequiera que fuese.
– ¿Muy lejos? -preguntó M.
– Espere y verá. Volveré a llamarle. -En lenguaje corriente ello significaba: «Probablemente. Compruebe que el equipo esté preparado.»
– ¿Qué identidades? -preguntó M refiriéndose a los documentos que Bond debía tener guardados en algún lugar seguro.
– Una y seis.
– Use la número Uno.
– De acuerdo. Estaremos en contacto -afirmó Bond, cortando la comunicación, seguro de que un pequeño equipo estaría en condiciones de seguirle los pasos con tal de que lograra retener todavía un poco más a Pearlman.
Mirando a éste le pidió:
– Ayúdeme a preparar mi equipaje… Sólo pienso llevarme lo estrictamente necesario.
– Tendrá que ser así, porque suponen que voy a obligarle a seguirme con lo que lleve puesto.
– ¿Dónde está Valentine? -preguntó Bond conforme subían la escalera.
– Se encuentra fuera de aquí con unos sesenta de sus secuaces.
– Pero, ¿dónde, Pearly? Si no me lo dice, no abandono esta casa ni con usted ni sin usted.
– De acuerdo. Saldremos en un vuelo de la Piedmont Airlines hasta Charlotte, Carolina del Norte. Luego, desde allí, hasta un auténtico paraíso de millonarios, situado frente a la costa de Carolina del Sur. Un escondrijo perfecto al que ni siquiera pueden acceder los turistas de categoría. El lugar se llama la isla Hilton Head y tiene hoteles, viviendas particulares, amplias playas, aves marinas, pistas de golf a docenas, serpientes de cascabel, caimanes y mocasines venenosos. Una bonita mezcla.
– El lugar adecuado para nuestro amigo Valentine/Scorpius. Debe de encontrarse muy a gusto con esos reptiles venenosos. Son casi tan mortales como él mismo.
Como Bond sabía bien, los mocasines acuáticos son serpientes muy agresivas de mordedura letal. Y son también unas de las pocas serpientes que comen carroña.
– Tal vez piense que usted puede ser un buen manjar para ellas.
Bond se dijo que le era preciso hacerse con la identidad que tenía preparada para casos de emergencia. Siguiendo instrucciones de M, debía utilizar la número Uno. En ella figuraba con el nombre de Boldman, o sea «Atrevido». Cuando llegara el momento de encontrarse con Scorpius esperaba poder hacer honor a dicho sobrenombre.