19. «¿Por qué no esta noche?»

– ¿De modo que lo de Londres fue pura comedia? El estado de coma, las frases en clave: «La sangre de los padres caerá sobre los hijos», y todas las demás tonterías, así como la voz satánica. -Bond miró primero a Vladimir Scorpius y luego a la honorable Trilby Shrivenham, ahora supuesta esposa suya.

– No exactamente -respondió Trilby, tendiendo una mano para apretar el brazo de Scorpius-. No soy tan buena actriz como usted cree.

– Bond se dio cuenta de que la mano le temblaba un poco al tocar a su marido…, si es que en realidad lo era.

Tal como había adivinado al verla inconsciente en su casa, y luego en la clínica de Puttenham junto a Molony, Trilby era una joven alta y esbelta, de proporciones tan armoniosas como las de una modelo de las que aparecen en las revistas de modas. Vestía un atuendo deslumbrante de una seda roja espectacular. De habérselo preguntado, Bond habría dicho que, a su modo de ver, procedía de la tienda de Azzedine Alaia. Se había cortado el largo pelo y lo llevaba peinado de un modo distinto. Pero en su aspecto general se observaba una nota discordante. Se había excedido en el maquillaje.

Aquello sonaba a falso. La cara de Trilby Shrivenham, con sus pómulos salientes, su boca bien proporcionada y sus ojos de un castaño profundo, no necesitaban de lo que parecía un maquillaje de teatro. Además había que ser muy idiota para no darse cuenta de que estaba sometida a un estado de fuerte tensión. Cuando hablaba, tocaba o miraba a Scorpius como si buscase apoyo en él.

– No fue una comedia, ¿verdad, cariño mío? -preguntó al tiempo que hundía los dedos en el brazo de Scorpius hasta el punto de que éste se apartó al tiempo que le rehuía la mano como si fuera un insecto molesto.

– Ella actuó voluntariamente -explicó Scorpius en un tono de voz frío, tranquilo y estremecedor, pronunciando la frase con suma rapidez. Al aparecer Trilby de un modo tan repentino, Bond se puso más en alerta que nunca. Scorpius continuó hablando-: Necesitábamos algún apoyo para la pobre Emma Dupré… Nunca creímos que hubiese de morir, ¿comprende? Fue un golpe terrible para todos nosotros.

– ¡Oh, sí! Me figuro que debió de serlo. Es usted muy sensible por lo que a la muerte se refiere, ¿verdad?

Scorpius ignoró el irónico comentario de Bond.

– Sí, somos muy sensibles. Me puede creer, señor Bond. Emma pensó que debíamos dejarla escapar. Sentía ciertos escrúpulos acerca de lo que estamos haciendo. Pero me dije que ello podría redundar en nuestro beneficio. Que podía utilizarla de varias maneras. Me aseguré de que cuando partió llevara consigo algunas claves…, en especial el número de teléfono de usted. Cuando supe a través de nuestro contacto que había muerto ahogada, me alarmé al pensar que las claves pudieran haber desaparecido con ella.

– ¿Mi número de teléfono?

– Eso y lo que usted llama acertijo al referirse a la sangre de los padres cayendo sobre los hijos y que yo había implantado en el subconsciente de la pobre Emma. Por aquel entonces, señor Bond, yo deseaba dar una advertencia a las autoridades inglesas. Esperaba que una vez realizada la primera tarea mortífera, se dieran cuenta de que estaban combatiendo contra una fuerza invencible. Se trataba de causar pánico, o posiblemente incluso algo más: de provocar una paralización de los servicios de seguridad que hiciera imposible, por ejemplo, la celebración de elecciones generales. De todos modos eso es lo que va a suceder finalmente. -Levantó una mano con el mismo ademán principesco que Bond ya había notado en él después de su llegada, manteniéndola imperiosamente alzada, con el índice hacia arriba, mientras los demás dedos permanecían curvados y la mano entera se movía a impulsos de un temblor de la muñeca.

Bond no pudo tragarse aquella historia. Por vez primera había detectado una nota de incertidumbre en las explicaciones de Scorpius, como si todo no fuera más que un rompecabezas mal ensamblado. Hubiera sido una locura desafiarle en aquellos momentos. Scorpius había demostrado ya el gran poder que podía ejercer con simple movimiento de sus dedos. Lo había dejado bien patente en los ataques por medio de sus diabólicas bombas humanas y en el trazado de sus planes futuros. Bond se dijo una vez más que había que fingir; hacerle creer que admitía sus explicaciones sin el menor género de duda.

– Por aquel entonces yo estaba procurándome nuevos contratos para que los Humildes extendieran su palabra y su terror por todo el mundo. -Scorpius parecía hablar al aire con una nota de profundo pesar en la voz.

Bond no quiso dejar aquello sin contestación.

– Contratos que provocarían aún más catástrofes y causarían la muerte de muchos seres inocentes. Pero que le llenarían a usted los bolsillos.

– Por desgracia, ése resulta ahora un enfoque poco realista. -Los ojos de Scorpius se habían quedado sin vida y hablaba muy lentamente.

– Yo diría que afortunadamente poco realista -expresó Bond, repitiéndose que había que continuar atacándolo. «¿Quién sabe?», se dijo. «Incluso con una mente tan tortuosa y cruel quizá sea posible hacerle perder el equilibrio.»

– ¿Qué quiere decir «poco realista», querido? -preguntó Trilby con una expresión casi asustada, como si el terror empezara a hacer acto de presencia bajo su maquillaje y su elegancia externa.

– No es nada que te importe, querida -le respondió él dándole unos golpecitos en la mano que aún seguía temblando un poco.

– Yo sólo me preocupo por ti, ángel mío -afirmó la joven, mirándole, pero apartando luego los ojos bruscamente.

Bond no sólo se sentía asqueado por las expresiones amorosas que intercambiaban Scorpius y la joven, sino también desasosegado por la superficialidad de la conversación. Todo aquello olía a manipulación y a fantasía propia de un relato imaginario.

– ¿De modo que permitió a Trilby actuar como…?

– Ya le ha dicho que me ofrecí voluntaria intervino la joven, quizá con un aire demasiado impetuoso-. Debe usted comprender, señor Bond, que debo mi vida a Vladi. Él me llevó de nuevo a la luz, me sacó de la heroína cuando era ya un caso perdido. La primera vez que le dije que lo amaba se sintió preocupado; pensó que era la típica reacción de lo que los psiquiatras llaman transferencia; es decir, la de una paciente enamorándose de su médico, que ocupa así el lugar su dolencia; en mi caso la adicción a las drogas.

Era aquélla la primera vez que Scorpius la dejaba hablar durante tanto rato. Ella se había expresado como si se hubiera aprendido de memoria los puntos principales.

– Sí; sé muy bien lo que significa eso. Ha obtenido usted éxitos notables con drogadictos, Scorpius. ¿A qué lo atribuye?

– A lo mismo que muchas clínicas. No hay nada de mágico en hacer que la gente abandone las drogas si es que realmente desea vivir. -Empezó a ponerse pomposo como si se sintiera inmerso en su tópico favorito-. Inyecciones de vitaminas, disciplina, ingredientes que supriman el síndrome de abstinencia…, metadona en el caso de la heroína y una hipnosis muy profunda para paliar los efectos secundarios más desagradables.

Hizo una pausa como si esperara que Bond se pusiera a aplaudir. El silencio se prolongó unos veinte segundos antes de que volviese a tomar la palabra:

– Creo que es ahí donde doy en el clavo…, si es que me perdona la expresión. Mi uso particular de una hipnosis muy profunda es sumamente eficaz. En las clínicas la gente pasa por un verdadero infierno para desengancharse. Conmigo es más fácil. Pero hay casos en los que mi ayuda sirve de poco… Me refiero a quienes han llegado a ese punto en que no les importa vivir o morir. Es decir, los adictos que desean la muerte. A veces se recuperan durante un tiempo. Un gran número de quienes cumplen tareas mortíferas para mí son de esa clase. Pero basta: vamos a comer.

El mapa había vuelto a su lugar oculto por los mecanismos electrónicos, y los grandes cuadros enmarcados ocupaban de nuevo su espacio sobre el bar. Bond había tenido mucho cuidado en observar con toda exactitud dónde se encontraban los conmutadores. Había decidido volver allí solo y hacer una lista de los nombres relacionados con las tareas mortíferas. También estaba decidido a salir con vida y lo antes posible de la plantación «Ten Pines».

Scorpius apretó un timbre situado en un extremo del bar.

Los guardaespaldas vestidos de gris actuaban como camareros. Había seis de ellos y ni siquiera el corte estilizado de sus trajes podía ocultar los bultos indicadores de que iban armados. Los únicos detalles de verdadero gusto en la estancia consistían en una hermosa mesa de estilo carolino conservada con gran primor y acompañada de sus sillas originales. Había espacio para doce personas; pero aquella noche estaba dispuesta sólo para tres. Los cubiertos parecían ser de auténtica planta georgiana y los cristales de cristal Waterford. El guardaespaldas Bob anunció que la cena estaba servida, al tiempo que depositaba un gran cuenco de plata en el centro de la mesa. De éste Trilby sirvió la mejor sopa de verano de cuantas existen: un gazpacho frío con su acompañamiento de diversos platos conteniendo torreznos, cebolla picada, tomate y pimiento.

– Espero que le guste, señor Bond… ¿O puedo llamarle James? -preguntó Trilby.

– Desde luego, no faltaría más. ¿Por qué no? Pronto tendrá necesidad de amigos a los que tratar por su nombre de pila.

Ella levantó la mirada con expresión de alarma, casi derramando el cazo con la sopa.

– ¿Qué quiere decir con eso?

El pánico se pintaba claramente en sus pupilas y su voz se elevó hasta un registro bastante más alto que lo normal. De pronto se había vuelto muy desmañada en servir el gazpacho.

– No es nada, querida -intervino Scorpius, calmándola-. Lo que ocurre es que nuestro amigo no está de acuerdo conmigo ni con los Humildes. Y en consecuencia tampoco lo está contigo. Pero la cosa carece de importancia. No es posible hacerse amar por todo el mundo, ¿comprendes?

El plato de la bien sazonada sopa fue colocado ante Bond, pero éste volviéndose hacia Scorpius le preguntó:

– ¿Quiere ser mi catador?

– ¿Necesita un catador para algo que ha salido de la misma sopera para todos?

Bond le recordó lo de cenar con el diablo y Scorpius se encogió ligeramente de hombros, al tiempo que hundía su cuchara en el plato de Bond e ingería su contenido.

– ¿Satisfecho? -preguntó.

– Sí.

– No me ha parecido muy bonito -comentó Trilby. Pretendía mostrar enfado, pero hablaba sin convencimiento alguno-. Es usted el invitado de Vladi. No es manera de comportarse. -A juzgar por su voz, parecía al borde de la histeria.

– Mi querida Trilby, si Vladi cesa en su sangrienta campaña terrorista y me hace entrega de todos los Humildes, posiblemente me comportare de un modo más correcto, en especial cuando vaya a veros a los dos en la cárcel.

– La cárcel es un lugar que no va a ser visitado por ninguno de nosotros -se apresuró a comentar Scorpius volviendo la mirada hacia Trilby.

Al acabar su rápida frase, se echó a reír y, hasta cierto punto, Bond se vio precisado a creerlo. Aquel hombre estaba tan imbuido en su actitud hacia la muerte y el terror, que se había convertido en un psicópata posiblemente dispuesto a quitarse su propia vida y también la de Trilby antes de permitir que Le atraparan. Pero ello sólo como recurso extremo.

Estuvieron hablando de cosas sin importancia hasta que llegó el plato principal: unas suculentas y finas costillas de cordero sazonadas con romero y otras hierbas y servidas sobre una enorme bandeja rodeadas de patatas asadas y de guisantes.

– ¿Qué le parece? -preguntó Scorpius sonriendo-. ¿No cree estar en uno de esos clubs ingleses para caballeros? Pedí que esta noche el plato principal fuera muy inglés, especialmente por tenerle a usted aquí, James Bond. Sírvase, por favor. También puedo probarlo antes y no tengo inconveniente en catar su vino con antelación, no fuera que contuviese algún veneno mortal.

Se echó a reír de nuevo, esta vez en un tono desagradable y dirigióse al bar donde se había puesto a refrescar dos botellas de Chablis Grand Cru, procedentes de Les Preuses, uno de los pequeños siete viñedos que salpican las laderas meridionales del propio Chablis. Scorpius probó el contenido de ambas botellas de un modo extravagante y ostentoso.

Bond tuvo que admitir que desde hacía muchos años no había probado un cordero tan tierno y tan sabroso ni bebido un Chablis clásico de tan excelsa calidad.

Conforme comían y bebían, continuó presionando a Scorpius, recordando la vuelta de Trilby a su casa.

– Cuando la vi parecía hallarse en un estado muy vulnerable e indefenso.

– Fue un pequeño riesgo a correr -respondió Scorpius-. Un riesgo que ambos aceptamos gustosos. Lo importante era que ella conociese el significado de las palabras que yo había inculcado en su mente. Trilby ha sido siempre una fiel seguidora de los Humildes. Está unida a nuestra fe y comparte nuestros objetivos. Viajé a Londres con ella desde Pangbourne y le administré las dosis finales de LSD en el automóvil, conforme nos aproximábamos a casa de sus padres. Había sido sometida a siete… (fíjese bien), siete días de hipnosis intensiva.

Sonrió mostrando en su semblante una expresión tan malvada que hubiera complacido al propio marqués de Sade. Bond creyó casi ver la sombra de este último en la habitación donde se hallaban.

Scorpius siguió sonriendo conforme añadía con deleite:

– Me alegró poder devolver a su padre algunas de las contrariedades que me ha hecho sufrir. Nuestra vida hubiera sido mucho más favorable si su banco, el terrible Gomme-Keogh, hubiera apoyado la empresa de la Avante Carte.

– ¿Los suyos intentaban sacar a Trilby de nuestra clínica cuando fueron sorprendidos? Todos imaginamos que querían matarla.

– En efecto, la estaban rescatando. ¿Por qué los míos habían de matarla? En todo este asunto ha habido mala suerte. Pearlman estaba allí, pero esa idiota de la Horner fue la que armó todo el barullo. Lo que me lleva otra vez, señor Bond, a recordarle mi oferta anterior.

– ¿Cuál era? -preguntó Bond como si hubiese olvidado la vaga promesa de Scorpius de que a cambio de un pequeño favor le entregaría a los Humildes que quedaran, una vez la campaña en curso hubiera terminado.

Bond no creía que Scorpius fuese capaz de cumplir una promesa ni de pedir algo de poca importancia. El suyo era un mundo de concesiones muy grandes, plagado de promesas sin cumplir y de intenciones tortuosas.

Scorpius repitió las mismas palabras que ya había pronunciado antes:

– Solo le pido un pequeño favor. A cambio estoy dispuesto a darle los nombres y las señas conocidas de todos los Humildes, incluyendo los que queden aquí, una vez esta campaña tan especial toque a su fin.

Bond sonrió fijando la mirada en el plato ahora vacío que tenía frente a sí.

– ¡Oh! No hablemos de negocios durante una cena tan espléndida. Puedo esperar para saber de qué favor se trata. Pero ahora dejémoslo pendiente, Scorpius.

– Como quiera. El postre está en el bar. Y una vez mas, antes comeré también de él.

– Es una tarta de melocotón -anunció Trilby-. Espero que le guste -añadió en un tono demasiado vibrante, nervioso y rápido.

– Será deliciosa.

En realidad aquel plato de melocotones pelados y macerados durante cinco minutos en un jarabe de azúcar y agua, al que a veces se añade una bolsita de pétalos de rosa, era uno de sus postres favoritos. Por regla general Bond no tomaba semejante tipo de manjares, pero aquel Meringue Chantilly realmente bien hecho era de los que rara vez dejaban de tentarle.

– Dígame -manifestó como si empezara a acomodarse a aquella compañía infernal-. Ha afirmado usted que nunca podré escapar de este lugar.

– Señor Bond, más vale que se lo quite de la cabeza.

– ¿Por qué?

– Aunque se lo diga, será igual. No hay modo de salir de la plantación «Ten Pines», excepto con mi permiso.

– Las vidrieras del cuarto para los invitados dan a unas playas y al mar. Tienen puertas correderas y están desprovistas de cerrojos. ¿Por qué no puedo salir tranquilamente y alejarme nadando? ¿Es que mantiene guardias armados en ese lugar las veinticuatro horas del día,

– Los guardias armados se encuentran en la parte delantera de la finca -respondió Scorpius en un tono como si pretendiera enfocar el asunto bajo un prisma de humor-. Hay allí un amplio semicírculo de árboles, plagados, y uso este término de un modo muy realista, de guardianes y de perros. En cambio, el camino hacia el mar no necesita de perros ni de tiradores de élite. Porque está provisto de obstáculos naturales muy desagradables…, a los cuales he añadido algunos de mi propia invención.

– ¿Cómo, por ejemplo…?

– No hay cocodrilos en esa zona, porque verdaderamente no son amigos del mar; pero existe un pequeño tramo pantanoso plagado de juncales entre la parte trasera de la casa y la playa principal y el mar.

Hemos colocado grandes letreros para que los turistas no se aproximen. Sin embargo debo admitir que se han producido algunos accidentes lamentables. Nadie…, y cuando digo nadie es nadie, ha podido pasar desde la plantación al mar y seguir vivo para contarlo. ¿Ha oído hablar alguna vez de la serpiente acuática llamada mocasín?

Bond hizo una señal de asentimiento.

– Se la conoce también usualmente como «boca de algodón».

– ¿Y no está de acuerdo conmigo en que se trata de una serpiente sumamente peligrosa?

– Sí, en efecto, a menos de que las mordeduras se traten con suma rapidez.

– El veneno de la mocasín acuática se utiliza en medicina para curar hemorragias y afecciones parecidas. Porque destruye los glóbulos rojos de la sangre y la coagula. Una sola mordedura y el peligro es gravísimo si no se la atiende con toda rapidez. Varias mordeduras significan la muerte sin remisión.

– ¿Varias?

Scorpius hizo una señal de asentimiento.

– Esos pantanos cercanos a las playas, en la parte trasera de «Ten Pines», están cercados por planchas de metal de un metro de altura colocadas en sus extremos. Porque en esos pantanos tenemos una colonia de mocasines acuáticas que llevan allí varios años y cuya existencia conocen los habitantes de la comarca.

– ¿Y no se marchan hacia el mar?

– No; por regla general son animales nocturnos que no se sienten atraídos por el mar. Pero los pantanos son distintos. Cuando se considera que la hembra produce unas quince crías cada dos años, comprenderá por qué no necesitamos guardianes armados en ese lugar.

Trilby se estremeció y Scorpius alargó una mano para calmarla.

– A mi joven esposa todo esto le produce un nerviosismo extraordinario. Durante su primera visita aquí ocurrió un accidente. Aquel hombre al que no conocíamos fue mordido cuarenta veces. Así que ya se puede imaginar lo que ocurrió, señor Bond. Las mocasines acuáticas son objeto de atención por parte del gobierno lo mismo que las serpientes de cascabel, las arañas «viudas negras», los escorpiones y otros animales igualmente peligrosos que abundan por aquí. -Esbozó una sonrisa que sólo admitía el adjetivo de terrible-. Los pelícanos, cormoranes y motacillas son agradables de mirar. De modo que el turista normal y corriente raras veces se acerca a la zona de los reptiles. Los hoteles extreman sus precauciones, pero aún así los jugadores de golf se tropiezan a veces con algún cocodrilo. En tal caso, lo mejor es no echar a correr. Pero usted ya sabe de esas cosas.

– Sé que si se los provoca, pueden avanzar velozmente, pero sólo en línea recta. De modo que si uno zigzaguea está a salvo.

– ¿Le ha gustado la cena? -preguntó Trilby, como si quisiera cambiar de tema.

Bond respondió que sí, que mucho, y declinó el café y los licores.

– Ya se lo he advertido -continuó Scorpius-. A menos de que se crea inmortal, sepa también que he añadido algunos refinamientos entre la casa y el mar. Así que quítese de la cabeza la idea de cruzar ese tramo de arena. Le aseguro que no sería prudente.

Bond pensó que si bien existía allí mucho peligro, quizá a pesar del mismo hubiera un modo de alcanzar el mar y con él la libertad. Posiblemente el método a emplear lo aguardara en su cuarto encerrado en el compartimento secreto preparado por la Bella Q y oculto dentro de su cartera de viaje.

– La cena ha terminado -indicó Scorpius bruscamente.

– ¿De veras?

– Sí, de veras. ¿No cree que deberíamos discutir mi oferta?

– Realmente no sé qué decirle -respondió Bond.

En lo más recóndito de su mente había estado relexionando sobre las implicaciones morales que podía tener el realizar un trato con aquel malvado y terrible sujeto, porque no podía considerarle un hombre en la acepción normal de la palabra. Scorpius representaba toda la duplicidad e incluso la triplicidad que cabe en un cerebro, y todo el fanatismo, el odio, la pura y simple maldad que subyace en la parte más abyecta de todo ser humano. Para él, Scorpius era un emisario del diablo en la tierra, portador de corrupción y difusor de la muerte. Hubiera sido un miembro admirable de la Inquisición; un jefe de la insensata cruzada infantil; un comisario de Stalin en un campo de exterminio; un pervertido agente de Lavrenti Beria, el más monstruoso jefe de la policía secreta soviética, o quizá un comandante de las SS de un campo de concentración nazi, disfrutando el espectáculo de la muerte por gas o la cremación de millones de judíos. Para Bond, Scorpius englobaba todo cuanto de cruel e inhumano, repulsivo e injusto se ha producido en la Historia desde Gengis Khan y Atila, el Huno, a Himmler y Klaus Barbie.

– Vamos -le apremió Scorpius-. Este favor tendrá sus compensaciones. Una vez quede revelada mi verdadera personalidad, comprendo que los Humildes deben desaparecer. Déjeme hacer algo que a usted le parezca digno; como poner el futuro de esa gente en sus manos. ¿Por qué no? Al menos, escúcheme.

Aquello no tenía visos de verosimilitud. Scorpius era un ángel negro, se dijo Bond, el ángel caído, el propio Satán pronunciando palabras melosas impregnadas de veneno. La tentación era demasiado fuerte. Quizá pudiera detener el horror antes de que pasara adelante. Pero si esto resultaba imposible, quizá aquel demonio mantuviera al menos su promesa. «Pero no -se dijo-. Esto es lo que Scorpius quiere que crea. Repite lo de antes…, simula.» Era la única solución.

– De acuerdo, dígame: ¿de qué favor se trata?

– No le voy a abrumar con una historia larga y tortuosa. Se trata de algo que concierne a la Horner.

Bond no había creído a Harriett cuando ésta, agarrándose a él, le había dicho que si aceptaba casarse, Scorpius les permitiría vivir en paz en el seno de la sociedad de los Humildes.

Ahora creía saber lo que vendría a continuación.

– Hay que retroceder un buen trecho en el tiempo -prosiguió Scorpius con una voz sonando como papel de lija, sorda, rasposa y extrañamente incierta-. Baste decir que en cierta ocasión adquirí una deuda con el padre de Harriett Horner. Hay coincidencias que parecen imposibles. -Parecía como si su cerebro se encontrara muy lejos de allí-. Comprendo que será difícil que me crea, pero tiene que hacerlo. La Horner es mi ahijada. Debo a su padre mi libertad y mi vida. En cierta ocasión, cuando era una niña pequeña, él me rogó ocuparme de que estuviese bien cuidada y atendida. Lo ocurrido después nos situó en una posición extraña. ¿Cómo iba yo a saber que acabaría por convertirse en agente de la Oficina de Impuestos? No es ningún secreto para mí que los agentes norteamericanos me persiguen. Pero jamás podrán vencer, y yo tengo a Harriett, es decir, a mi ahijada, prisionera aquí. ¿Qué voy a hacer con ella? Bueno, también le tengo a usted, señor Bond. Mi sentido común me dice que debería haberle matado de un disparo porque es usted un hombre demasiado peligroso. Sin embargo puedo mantenerle confinado todo el tiempo que quiera. Pero cuando me vaya de este lugar, que va a ser bien pronto, quiero hacerlo con una parte de mi conciencia bien tranquila. A cambio de la información que yo le dé, y una vez la actual sucesión de tareas quede acabada, quiero que usted, James Bond, se case con Harriett Horner.

La propuesta era increíble, y Bond necesitó algún tiempo para hacerse a la idea.

– ¿Sabe Harriett todo eso?

– ¿A qué se refiere? -preguntó Scorpius encogiéndose de hombros y extendiendo las manos.

– A lo de ser su ahijada y lo de la relación de usted con su padre.

– ¡No! No lo sabe y jamás se deberá enterar de ello.

Había contestado quizá con demasiada vehemencia y en un tono teñido de ansiedad. ¿Había tocado aquella cuestión algún punto sensible de Scorpius? Desde luego, semejante reacción no encajaba con su personalidad.

– ¿Por qué no?

Scorpius vaciló.

– Por el modo en que yo debo aparecer ante el mundo.

– ¿Cuándo quisiera que tuviese lugar la ceremonia? -preguntó Bond.

– Lo antes posible. Yo la presidiré, naturalmente.

Aquello confirió a Bond cierta esperanza. Una boda realizada por Scorpius no tendría validez alguna fuera de la sociedad secreta. Necesitaba tiempo. Quizá la gente de Wolkovsky estuviera ya alerta. Pero ¿por qué Scorpius, al parecer, le estaba dando aquel margen? Todo resultaba insensato.

– Cuando dice lo antes posible ¿cuánto calcula exactamente?

– ¿Por qué no esta noche?

Bond no podía creer ni una palabra de todo aquello: ni el cuento de que Harriett era ahijada de Scorpius, ni las promesas a su padre ni la coincidencia ocurrida después, ni que Scorpius se preocupase por el futuro de la joven. Adivinó que tal vez la verdadera respuesta residiera en su intención de mantenerlos tanto a Harriett como a él felices y al margen de sus actividades mientras se llevaban a cabo las ultimas etapas del programa de terror. No sabía tampoco si Harriett era o no una espía de Scorpius, aunque tenía la impresión de que ella siempre le había dicho la verdad. No se creía la historia acerca de Trilby y del estado en que había llegado a casa de sus padres. Ni sabía si aceptar lo de que era esposa de Vladimir Scorpius. Llegó a la conclusión de que evidentemente sabía muy pocas cosas con certeza. No tenía idea de quién fiarse, de quién dudar y a quién destruir, ni siquiera por lo que al propio Scorpius respectaba.

Vladimir Scorpius volvió a repetir, esta vez con una voz aún más profunda:

– ¿Por qué no esta noche?

Sin mirarle a la cara, Bond respondió:

– En efecto, ¿por qué no?

Había que ganar tiempo. Quizá lograra todavía encontrar algún medio. Aunque al aceptar la propuesta de Scorpius supo en lo más profundo de su ser que estaba simplemente aceptando su propia sentencia de muerte. Porque ninguna otra cosa tenía sentido en el mundo de pesadilla en que vivía Scorpius.

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