9

Me quedé levantado hasta muy avanzada la noche. Traté de dormir y no pude. Quise leer y no logré concentrarme, de modo que terminé por sentarme en la oscuridad frente a mi ventana, mirando caer la lluvia a la luz del alumbrado de la calle. Tenía pensamientos largos. «Los pensamientos de la juventud son largos, largos.» Una vez leí ese verso en un poema. Pero a mi edad se pueden tener también pensamientos largos, si no se puede dormir y cae una lluvia fina.

Todavía estaba en la cama cuando sonó el teléfono alrededor de las diez.

– ¿Tienes un lápiz a mano, gusano? -dijo TJ-. Si lo tienes, apunta -añadió, dictándome un par de números de siete dígitos-. Mejor anota siete-uno-ocho también porque tienes que marcar esos números primero.

– ¿Con quién voy a dar si lo hago?

– Hubieras dado conmigo si hubieras estado en casa la primera vez que te llamé. ¡Hombre, eres más difícil de encontrar que la suerte! Te llamé el viernes por la tarde, el viernes por la noche; y volví a llamarte ayer durante todo el día y toda la noche hasta medianoche. Eres un tipo difícil de localizar.

– Había salido.

– Bueno, sí, ya me enteré de eso. Tío, ¡qué paseíto me hiciste dar! El viejo Brooklyn duró varios días.

– Hay mucho que ver allí -convine.

– Más de lo que te figuras. Para llegar al primer lugar al que fui, viajé hasta el final de la línea. El metro salió a la superficie y pude ver casas muy bonitas. Parecía como un pueblo antiguo de una película, nada que ver con Nueva York. En cuanto encontré un teléfono, te llamé. No había nadie en casa. Fui en busca del siguiente teléfono, y, muchacho, ¡qué viajecito! Recorrí algunas calles en las que la gente me miraba como diciendo: «Negro, ¿qué haces por aquí?». Nadie se metió conmigo, pero no había que prestar mucha atención para oír lo que pensaban.

– Pero no tuviste ningún problema.

– Hombre, yo nunca tengo problemas. Lo que hago es preocuparme por ver los problemas antes de que ellos me vean a mí. Encontré el segundo teléfono y te llamé por segunda vez. No di contigo porque no estabas allí, de manera que pensé: ¡eh!, tal vez esté más cerca de otro metro, porque estoy a kilómetros de donde bajé la última vez. Así que entré en una tienda de golosinas y dije algo así como: «¿Podría decirme usted dónde está la estación de metro más próxima, por favor?». Se lo dije con una voz que, si me llegas a oír, seguro que habrías creído que era un presentador de televisión. El hombre me miró y preguntó: «¿El metro?». No sólo como si fuera una palabra que no conociera, sino como si en conjunto fuese una idea que no le entrara en la cabeza. Así que volví a la terminal de la línea Flatbush porque, al menos, sabía cómo ir allí.

– Creo que, de todos modos, ésa era la estación más próxima.

– Me parece que es así, porque más tarde vi un plano con las líneas de metro y no había ninguna otra que estuviera más cerca. Una razón más para quedarse en Manhattan, tío. Nunca lejos de un metro.

– Lo tendré en cuenta.

– Te juro que esperaba que estuvieras cuando llamé. Lo tenía todo listo, te conseguí el número y te decía mentalmente «llama enseguida». Tú marcabas, yo cogía el auricular y te decía «aquí estoy». Contártelo ahora no parece tan bueno, pero no podía esperar más para hacerlo.

– Deduzco que los teléfonos tenían los números pegados.

– ¡Ah, claro! Eso es lo que me guardé. El segundo, el que quedaba en el quinto infierno, pasada Veterans Avenue, donde todo el mundo te mira raro…, ése sí tenía el número pegado. El otro, el de Flatbush y Farragut, no.

– Entonces, ¿cómo lo conseguiste?

– Bueno, yo soy un tipo de recursos. Ya te lo dije, ¿no?

– Más de una vez.

– Lo que hice fue llamar a la operadora. Le digo: «¡Eh, chica, alguien anduvo jodiendo esto! En este teléfono no hay ningún número, así que ¿cómo sé desde dónde estoy llamando?». Y ella va y me dice que no tiene forma de decirme cuál es el número de teléfono en donde estoy, así que no puede ayudarme.

– Eso parece improbable.

– Yo pensé lo mismo. Pensé que si tienen todo ese equipo, si pides un número a Información te lo pueden decir casi tan rápido como tú lo pides. Así que ¿cómo puede ser que no puedan darte el número de tu propio teléfono? Y pensé: «TJ, estúpido, quitaron los números para joder a los traficantes y tú hablas como si fueras uno de ellos». Así es que vuelvo a marcar el cero, pues puedes llamar a la operadora todo el día sin gastar un solo centavo porque es una llamada gratuita y sabes que das con una persona diferente cada vez que llamas. Así que di con otra muchachita y esta vez me tragué el tono arrabalero. Le dije: «Tal vez pueda ayudarme, señorita. Estoy en un teléfono público y tengo que dejar el número en mi oficina para que puedan volver a llamarme, y alguien ha ensuciado el teléfono con inscripciones pintadas con un spray, de manera que es imposible descifrar el número. Me pregunto si usted podría verificar la línea y dármelo». Y ni siquiera había terminado de decirlo cuando ya me estaba dando el número. ¿Matt? ¡Mierda!

Una voz grabada había interrumpido la comunicación solicitando la introducción de más dinero.

– Se terminó la moneda -dijo TJ-. Tengo que poner otra.

– Dame el número y te llamo yo.

– No puedo. No estoy en Brooklyn ahora. No pude convencer a nadie de que me diera el número de este teléfono. -El aparato tintineó cuando cayó la moneda-. Bueno, ya estamos bien. Muy hábil la forma como conseguí el otro número. ¿Estás ahí? ¿Cómo es que no dices nada?

– Estoy anonadado. No sabía que supieras hablar así -dije.

– ¿Qué? ¿Quieres decir hablar bien? Claro que sé. El hecho de que sea de la calle no significa que sea ignorante. Son dos idiomas diferentes, tío, y estás hablando con un animal bilingüe.

– Pues bien, estoy impresionado.

– ¿Sí? Me imaginé que quedarías impresionado de que fuera a Brooklyn y volviera. ¿Qué tienes para mí que pueda hacer ahora?

– Nada en este momento.

– ¿Nada? ¡Eh, tiene que haber algo que yo pueda hacer! Me he portado bien con esto, ¿no?

– Estuviste genial.

– Lo que quiero decir es que no tuve que ser un científico espacial para ir a Brooklyn y volver sano y salvo. Pero fue muy inteligente la forma en que conseguí el número de esa operadora, ¿no?

– Absolutamente.

– Estuve muy ingenioso.

– Mucho.

– Pero, aun así, hoy no tienes nada para mí.

– Me temo que no -me disculpé-. Llámame dentro de un par de días.

– Llámame -repitió-. Hombre, te llamaría siempre que me lo pidieras si estuvieras ahí para hablarte. ¿Sabes que debería tener un buscapersonas? Hombre, tendría que tenerlo. Yo podría llamarte por él y tú te dirías: «Debe de ser TJ que está tratando de dar conmigo. Debe de ser importante». ¿Qué tiene de gracioso?

– Nada.

– Entonces, ¿cómo es que te estás riendo? Te llamaría todos los días, tío, porque creo que necesitas que trabaje contigo. Y esto es terminante, mi comandante.

– ¡Epa!, me gusta eso.

– Sabía que te gustaría. Lo he estado reservando para ti.


El domingo llovió todo el día y casi no salí de mi habitación. Tenía el televisor encendido e iba y venía entre el tenis en la ESPN y el golf en otra cadena. Hay días en los que puedo quedar atrapado por un partido de tenis, pero ése no era uno de ellos. Nunca me atrapa el golf, pero el paisaje es bonito y los comentaristas no son tan insoportablemente charlatanes como en casi todos los demás deportes, así que no es malo tener funcionando el televisor mientras estoy sentado pensando en otra cosa.

Jim Faber llamó a media tarde para cancelar nuestra cita para una cena informal. Había muerto un primo de su mujer y tenía que ir a dar el pésame.

– Podríamos encontrarnos en algún lado para tomar un café -me dijo-, sólo que el día está asqueroso.

En cambio, pasamos diez minutos al teléfono. Le comenté que estaba un poco preocupado por Peter Khoury, porque podía ponerse a beber o tomar alguna droga.

– La forma en que habló de la heroína -le aclaré- me dejó con las ganas a mí también.

– Ya lo había notado en los drogadictos -dijo-. Adoptan ese tono melancólico, como un viejo que habla de su juventud perdida. Sabes que no les puede faltar porque cogen el síndrome de abstinencia.

– Ya sé.

– No lo estarás apadrinando, ¿verdad?

– No. Ni yo ni nadie. Y anoche me utilizaba como a un padrino.

– Es mejor que no te pida formalmente que lo seas. Ya tienes una relación profesional con su hermano, y hasta cierto punto con él.

– Pensé en eso.

– Pero incluso si lo hiciera, eso no le convierte en algo de tu responsabilidad. ¿Sabes en qué consiste ser un buen padrino? En permanecer sereno uno mismo.

– Me parece que ya he oído eso.

– Es probable que a mí. Pero nadie puede mantener sereno a nadie. Soy tu padrino. ¿Té mantengo abstemio a ti?

– No -le dije-. Sigo abstemio a pesar de ti.

– ¿A pesar de mí o en contra de mí?

– Tal vez un poco de las dos cosas.

– De todos modos, ¿cuál es el problema de Peter? ¿Sentir lástima de sí mismo porque no puede beber ni volar?

– La bebida.

– ¿Eh?

– Huyó siempre de los pinchazos. De eso se trata, sí. Y está resentido con Dios.

– ¡Mierda!, ¿quién no lo está?

– Porque, según él, ¿qué clase de Dios permitiría que le pasara semejante cosa a una persona tan maravillosa como su cuñada?

– Dios manda siempre esa clase de mierda.

– Ya lo sé.

– Y quizás El tenga una razón. Tal vez Jesús la quiera para que sea un rayo de sol. ¿Recuerdas esa canción?

– No creo haberla oído nunca.

– Bueno, pido a Dios que nunca la escuches de mí, porque tendría que estar borracho para cantarla. ¿Supones que se acostaba con ella?

– ¿Quién debo suponer que se acostaba con quién?

– ¿Supones que Peter se acostaba con su cuñada?

– Joder -dije-, ¿por qué iba a pensar eso? Tienes una mente retorcida, ¿eh?

– Por culpa de la gente con la que ando.

– Por eso debe ser. No, no creo que lo hiciera. Creo que sólo se siente muy triste, y creo que quiere beber y drogarse, y espero que no lo haga. Eso es todo.

Llamé a Elaine y le dije que estaba libre para cenar, pero ella ya había quedado de acuerdo para que su amiga Mónica fuera a su casa. Dijo que iban a pedir comida china y que si yo quería ir, sería bien venido ya que, de ese modo, podrían pedir más platos. Le dije que pasaba.

– Tienes miedo de que sea una noche de charla de mujeres. Y tal vez estés en lo cierto -dijo.

Mick Ballou llamó mientras yo veía Sesenta minutos y charlamos durante diez o doce. Le conté de un tirón que había comprado un billete para Irlanda y que había tenido que cancelar el viaje. Lamentó que no fuera, pero se alegraba de que hubiera encontrado algo que me mantuviera ocupado.

Le referí algo sobre lo que estaba haciendo, pero nada de la clase de persona para la que trabajaba. No sentía ninguna simpatía por los traficantes de drogas y, ocasionalmente, complementaba sus ingresos invadiendo sus casas y llevándose su dinero.

Me preguntó por el tiempo y le dije que había estado lloviendo todo el día. Añadió que allí llovía siempre y que le estaba costando recordar cómo era el sol. Ah, ¿y yo me había enterado? Habían aparecido pruebas de que Nuestro Señor era irlandés.

– ¿Ah, sí?

– En efecto -dijo-. Ten en cuenta los hechos. Vivió con sus padres hasta los veintinueve años. Salió a tomar unas copas con los muchachos la última noche de su vida. Creía que su madre era virgen y, ella misma, la buena mujer, creía que él era Dios.


La semana comenzó tranquilamente. Seguí trabajando en el caso Khoury si quieren llamarlo así. Me las arreglé para conseguir el nombre de uno de los oficiales que había participado en el homicidio de Leila Álvarez, una estudiante del Brooklyn College que había sido arrojada en el cementerio de Green-Wood y el caso no le pertenecía a la comisaría setenta y dos sino a Homicidios de Brooklyn. Un tal detective John Kelly había dirigido la investigación, pero tuve dificultades para dar con él y me resistía a dejar un nombre y un teléfono.

Vi a Elaine el lunes. Estaba desilusionada porque su teléfono no se había bloqueado por las llamadas de víctimas de violaciones. Le dije que podría no tener ninguna respuesta, que a veces era así, que había que arrojar un montón de anzuelos con carnada al agua y que a veces pasaba mucho tiempo sin que nadie picara. Y era muy pronto todavía. No era probable que la gente con la que había hablado hiciera alguna llamada antes de que terminara la semana.

– Hoy termina la semana -me recordó.

Le expliqué que, en caso de que hicieran alguna llamada, les podría llevar algún tiempo hasta que dieran con la gente, y que a las víctimas les podía llevar un par de días decidirse a llamar.

– O a no llamar -corrigió.

Estaba todavía más desalentada cuando pasó el martes sin ninguna llamada. Cuando hablé con ella el miércoles por la noche, estaba excitada. La buena noticia era que tres mujeres la habían llamado. La mala, que ninguna de las llamadas parecía tener nada que ver con los hombres que habían matado a Francine Khoury. Una de ellas era una mujer que había caído en la emboscada de un asaltante solitario en el vestíbulo de su casa de apartamentos. La había violado y le había robado el bolso. Otra había aceptado que la llevase a su casa en el coche, desde la escuela, alguien a quien ella tomó por otro estudiante. Le había mostrado un cuchillo y le había ordenado que pasara al asiento trasero, pero había podido escapar.

– Era un chico flaquito y estaba solo -explicó Elaine-, de manera que pensé que creer que ése podía ser nuestro hombre era exagerado. Y la tercera llamada era una violación en una cita. O en un pase, no sé cómo llamarlo. Según la mujer, ella y su amiga habían ligado a dos tipos en un bar de Sunnyside. Fueron a dar una vuelta en el coche de ellos y su amiga se sintió mareada por el viaje, de manera que detuvieron el coche para que pudiera bajarse a vomitar. Y entonces arrancaron y la dejaron allí. ¿Puedes creerlo?

– Bueno, muy considerado no es -dije-, pero no creo que eso pueda llamarse una violación.

– Muy gracioso. De todos modos, anduvieron un rato en el coche y luego volvieron a la casa de la chica. Ellos pretendían acostarse con ella, pero les dijo que de ninguna manera, que qué clase de chica creían que era. Y así bla bla bla hasta que finalmente accedió a tener relaciones con uno de ellos, con el que más o menos había formado pareja, y el otro esperaría en la sala de estar. Sólo que no lo hizo y entró a mirar mientras lo hacían, lo que ayudó muy poco a enfriar su ardor, como puedes imaginarte.

– ¿Y?

– Y después le pidió que por favor, por favor, se acostara con él y ella le contestó que no, que no y que no, pero finalmente consintió en chupársela porque ésa era la única manera de librarse de él.

– ¿Te lo contó ella?

– En términos más delicados, pero sí, eso es lo que dice que ocurrió. Luego se cepilló los dientes y llamó a la policía.

– ¿Y lo denunció como una violación?

– Bueno, yo lo llamaría así. Lo fue desde el «por favor, por favor» hasta el «córreme o te arranco los dientes a patadas», así que yo diría que eso puede considerarse como una violación.

– ¡Ah, claro, si fue tan enérgico…!

– Pero no parecen ser nuestros muchachos.

– No, en absoluto.

– Les tomé los números del teléfono, por si acaso querías hacerles un seguimiento, y les dije que las llamaríamos si el productor decidía seguir con el proyecto, que por ahora parecía medio dudoso. ¿Estuve bien?

– Estupendamente.

– Seguro que no aporté nada útil, pero es alentador que haya recibido tres llamadas, ¿no te parece? Y es probable que se repitan mañana.

Hubo una llamada el jueves que, en principio, pareció prometedora. Se trataba de una mujer de poco más de treinta años que seguía unos cursos para graduados en la Universidad St. John's. Fue raptada a punta de cuchillo por tres hombres cuando abría la puerta de su coche, estacionado en uno de los aparcamientos del campus. La rodearon, la metieron en el coche y la llevaron al Cunningham Park, donde tuvieron sexo oral y vaginal con ella, la amenazaron todo el tiempo con uno o más cuchillos, intimidándola con distintas formas de mutilación y, de hecho, le hicieron un tajo en el brazo, aunque la herida podría haberse producido accidentalmente. Cuando terminaron con ella, la dejaron y huyeron en su coche, que todavía no ha recuperado, casi siete meses después del incidente.

– Pero no pueden ser ellos -añadió Elaine-, porque esos tipos eran negros. Los de Atlantic Avenue eran blancos, ¿no?

– Sí, eso es algo en lo que todos están de acuerdo.

– Pues bien, estos hombres eran negros. Seguí insistiendo sobre ese punto, ¿sabes?, y ella debe de haber pensado que soy racista o algo así o que sospechaba de que ella lo fuera o yo qué sé. Porque ¿por qué iba a insistir tanto en el color de los violadores? Claro que es muy importante desde mi punto de vista, porque eso significa que quedan fuera de nuestro objetivo. A menos que desde agosto pasado, hubieran pensado en cómo cambiar de color.

– Si lo consiguieron les habrá costado mucho más de cuatrocientos mil.

– Muy cierto. De todos modos, me sentí como una idiota, pero tomé su nombre y su número y le dije que la llamaríamos si nos daban luz verde para el proyecto. ¿Quieres oír algo gracioso? Dijo que tanto si se llevaba a efecto como si no, se alegraba de haber llamado, porque le hizo bien hablar de su caso. Lo comentó mucho inmediatamente después de que ocurriera y recibió algún asesoramiento, pero no había hablado del tema últimamente y hacerlo la ayudaba.

– Te alegraría saberlo.

– Sí, porque hasta entonces me había sentido culpable de hacerla recordar lo ocurrido con un pretexto falso. Dijo que era muy fácil hablar conmigo.

– Bueno, ésa no es ninguna sorpresa para este periodista.

– Pensó que yo sería una consejera. Creo que estuvo a punto de preguntarme si podía venir una vez por semana para hacer terapia. Le dije que era ayudante de un productor y que se necesitaban aptitudes muy parecidas.


Ese mismo día, finalmente, logré dar con el detective John Kelly, de Homicidios de Brooklyn. Recordaba el caso de Leila Álvarez y aseguró que fue algo terrible. Era una chica guapa y, según todos los que la conocieron, una buena chica y una estudiante seria.

Le dije que estaba escribiendo un artículo sobre cadáveres abandonados en lugares insólitos y le pregunté si hubo algo inusual en el estado del cuerpo cuando lo encontraron. Me confesó que tenía algunas mutilaciones y le pregunté si podía darme más detalles. Me contestó que prefería no hacerlo. En parte, porque eran confidenciales ciertos aspectos del caso, y en parte por no herir los sentimientos de la familia de la chica. «Estoy seguro de que lo comprende», concluyó.

Intenté un par de enfoques distintos y seguí estrellándome contra el mismo muro. Le di las gracias y estaba a punto de colgar el auricular cuando algo me hizo preguntarle si alguna vez había trabajado fuera de la Siete-Ocho. Me preguntó por qué quería saberlo.

– Porque conocí a un John Kelly que lo hacía -le dije-, sólo que no creo que sea usted porque ese John Kelly tendría que haberse jubilado hace tiempo.

– Ése era mi padre -dijo-. ¿Dice que su apellido es Scudder? ¿Qué era usted? ¿Periodista?

– No, yo también estaba en el cuerpo. Estuve en la Siete-Ocho durante un tiempo, y luego en la Sexta de Manhattan cuando llegué a detective.

– Ah, ¿llegó a detective? ¿Y ahora es escritor? Mi padre hablaba de escribir un libro, pero nunca fue más que eso, hablar. Se retiró debe de hacer ahora unos ocho años. Está en Florida, cultivando pomelos en el patio trasero. Muchos policías que conozco están trabajando en algún libro, o dicen que lo están. O dicen que están pensando en hacerlo, pero usted lo está haciendo en serio, ¿no?

Era el momento de cambiar la velocidad.

– No -aclaré.

– ¿Perdón?

– Le he contado un cuento -admití-. Estoy trabajando de forma privada. Eso es lo que he estado haciendo desde que dejé el departamento.

– Entonces ¿qué es lo que quiere saber acerca de Leila Álvarez?

– Quiero conocer la naturaleza de la mutilación.

– ¿Por qué?

– Quiero saber si hubo una amputación.

Hubo una pausa lo bastante larga para que yo me arrepintiera del interrogatorio anterior. Entonces dijo:

– ¿Sabe lo que quiero saber, señor? Quiero saber de dónde mierda viene usted.

– Hace algo más de un año hubo un caso en Queens -dije-, en el que tres hombres se llevaron a una mujer de Jamaica Avenue, en Woodhaven, y la abandonaron en un campo de golf de Forest Park. Entre otras brutalidades, le amputaron dos dedos y se los metieron en… Bueno, en… ciertos orificios del cuerpo.

– ¿Tiene algún motivo para pensar que la misma gente liquidó a ambas mujeres?

– No, pero tengo razones para pensar que cualquiera que sea el que liquidó a Gotteskind, no se detuvo ahí.

– ¿Ése era el nombre de la de Queens?

– Marie Gotteskind, sí. He estado tratando de hacer coincidir a sus asesinos con otros casos, y el de Álvarez parecía posible, pero todo lo que sé al respecto es lo que apareció en los diarios.

– Álvarez tenía un dedo metido en el culo.

– Lo mismo pasó con Gotteskind. También tenía uno delante.

– ¿En el…?

– Sí.

– Usted es como yo, no le gusta usar ciertas palabras cuando se trata de una persona muerta. No sé, uno anda alrededor de los ME, son los hijos de puta más irreverentes de la Tierra. Creo que es para dejar de sentirlo.

– Probablemente.

– Pero a mí me parece irrespetuoso. Esta pobre gente, ¿qué más puede esperar sino un poco de respeto después de muerta? No recibió ninguno de la persona que le quitó la vida.

– No.

– Le faltaba un pecho.

– ¿Perdón?

– A la chica, a Leila Álvarez. Le amputaron un pecho. Murió a consecuencia de la hemorragia, pero el informe del forense dice que estaba viva cuando ocurrió eso.

– ¡Dios mío!

– Quiero atrapar a esos hijos de puta, ¿sabe? Cuando uno trabaja en Homicidios quiere atraparlos a todos, porque no existe el asesinato menor, pero algunos de ellos te llegan más al alma y éste me llegó a mí. Realmente trabajamos duro en el caso, verificamos los movimientos de la chica, hablamos con todos los que la conocían, pero ya sabe cómo es el trabajo. Cuando no hay ninguna conexión entre la víctima y el asesino, y no demasiadas pruebas físicas, sólo se puede llegar hasta cierto punto. Hubo muy pocas pruebas en el lugar de los hechos, porque la liquidaron en otra parte y luego la arrojaron en el cementerio.

– Eso estaba en el diario.

– ¿Pasó lo mismo con Gotteskind?

– Sí.

– Si yo hubiera sabido lo de Gotteskind… ¿Dice que hace más de un año?

Le di la fecha.

– Así que el caso ha estado durmiendo en un archivo en Queens, pero ¿por qué tenía yo que saberlo? Dos cadáveres, uno con dedos amputados, y aquí estoy, con el pulgar metido en el culo… Bueno, no quería decir eso.

– Espero que mis datos le ayuden.

– Usted espera que me ayuden. ¿Qué más tiene?

– Nada.

– Si se está guardando…

– Todo lo que sé acerca de Gotteskind es lo que está en su expediente. Y todo lo que sé de Álvarez es lo que usted acaba de contarme.

– ¿Y cuál es su opinión? ¿Su opinión personal?

– Acabo de decirle que…

– No, no, no. ¿Por qué ese interés?

– Eso es confidencial.

– A la mierda con eso. No tiene ningún derecho a negarse.

– No lo estoy haciendo.

– Pues bien, ¿cómo lo llama, entonces?

Inspiré profundamente. Dije:

– Creo que he dicho todo lo que tengo que decir. No poseo ningún conocimiento especial acerca de ninguno de los dos homicidios, el de Gotteskind o el de Álvarez. Leí el expediente de una de ellas y usted me ha contado lo de la otra, y eso es todo lo que sé.

– Para empezar, ¿qué le llevó a leer el expediente?

– El relato de un diario de hace un año. A usted le llamé sobre la base de otra información periodística. Eso es todo.

– Tiene algún cliente al que está cubriendo.

– Si tengo un cliente, esté seguro de que no es el asesino, y no veo cómo puede ser algo más que asunto mío. ¿No compararía los dos casos usted mismo para ver si eso le proporciona una manera de tener más datos?

– Claro que voy a hacerlo, pero quisiera conocer su punto de vista.

– No tiene importancia.

– Podría decirle que sí la tiene. O hacerlo arrestar, si prefiere jugar la partida de ese modo.

– Podría, pero no conseguiría un ápice más de lo que ya le he contado. Usted me podría costar algo de tiempo, pero también estaría perdiendo el suyo.

– Tiene un descaro de mierda. Le admito eso.

– Eh, vamos -dije-. Ahora tiene algo que no tenía antes de que yo le llamara. Si quiere cultivar un resentimiento puede aferrarse a él, pero ¿con qué objeto?

– ¿Qué se supone que debo decir? ¿Gracias?

No vendría mal, pensé, pero me lo guardé. En vista de mi silencio, agregó:

– ¡Al diablo! Pero creo que sería mejor que me diera su dirección y su teléfono, por si necesito ponerme en contacto con usted.

El error había sido decirle mi nombre. Pude descubrir que era bastante buen detective para buscarme en la guía de Manhattan. ¿Para qué negarme, pues? Así que le di mi dirección y teléfono y le dije que sentía no poder responder a todas sus preguntas, pero que tenía cierta responsabilidad ante mi cliente.

– Eso me habría molestado cuando estaba en activo -le dije-, de manera que puedo comprender por qué le causaría el mismo efecto a usted. Pero yo tengo que hacer lo que tengo que hacer.

– Sí. Eso ya lo he oído antes. Bueno, tal vez sea la misma gente en los dos casos, y tal vez pase algo, si los ponemos juntos. Ojalá dé resultado.

Eso fue lo más cercano al «gracias» que yo podía esperar, de modo que me conformé. Le dije que ojalá sirviera de algo y le deseé suerte. Y le pedí que le diera recuerdos míos a su padre.

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