22

– Estás muy callado -dijo TJ.

Yo conducía el Buick de Kenan. En cuanto Lucía Landau llegó junto a su padre, Yuri la alzó en sus brazos, se la echó sobre su hombro y corrió de vuelta hacia su coche, con Dani y Pavel trotando detrás de él.

– Le mandé que no esperara -dijo Kenan-. La chica necesitaba un médico. Él tiene a alguien que vive en el vecindario, un tipo que irá a su casa.

De manera que eso había dejado dos coches para los cuatro y, cuando llegamos a ellos, Kenan me tiró las llaves del Buick, diciéndome que él iría con su hermano.

– Venid a Bay Ridge -pidió-. Iremos a comprar pizza o cualquier cosa. Luego os llevaré a los dos a casa.

Estábamos parados ante un semáforo en rojo cuando TJ me dijo que yo estaba callado y no pude discutírselo. Ninguno de los dos había abierto la boca desde que subimos al coche. Todavía no me había sacudido el efecto de mi conversación con Callander. Dije algo en el sentido de que nuestras actividades me habían agotado mucho.

– Aunque estuviste tranquilo -comentó-. Plantado ahí, frente a esos cretinos.

– ¿Dónde estabas tú? Creíamos que habías vuelto al coche.

Negó con la cabeza.

– Di la vuelta alrededor de ellos. Pensé que tal vez podía ver al tercer hombre, el del rifle.

– No había ningún tercer hombre.

– Seguro que estaba bien escondido. Lo que hice fue rodearlos y salir por donde ellos habían entrado. Encontré su coche.

– ¿Cómo te las arreglaste?

– No fue difícil. Lo había visto antes. Era el mismo Honda. Retrocedí contra un poste y lo vigilé y el cretino sin chaqueta salió corriendo del cementerio y tiró una de las maletas en el portaequipajes. Luego dio media vuelta y volvió a entrar corriendo en el cementerio.

– Iba en busca de la otra maleta.

– Ya lo sé, y pensé que mientras buscaba la segunda maleta, yo podía quitarle la primera. El maletero estaba cerrado con llave, pero podía abrirlo del mismo modo que él lo hizo, apretando un botón en la guantera, porque las puertas del coche no estaban cerradas con llave.

– Me alegro de que no lo intentases.

– Bueno, podría haberlo hecho, pero si volvía y la maleta no estaba allí, ¿qué iba a hacer? Volver y dispararte, con toda seguridad. Así que eso no era muy conveniente.

– Bien pensado.

– Luego razoné: si esto fuera una película, lo que haría sería meterme en la parte de atrás y agacharme entre el asiento trasero y el de delante. Pondrían el dinero en el maletero y se sentarían delante, así que nunca iban a mirar atrás. Me imaginé que volverían a su casa o dondequiera que fueran y, cuando llegáramos allí, yo me escurriría y te llamaría para decirte dónde estaba. Pero luego pensé: «TJ, esto no es ninguna película. Eres demasiado joven para morir».

– Me alegro de que pensaras eso.

– Además, tal vez no estuvieras en el mismo número, y entonces ¿qué hacía yo? Así que espero y él vuelve con la segunda maleta, la mete en el portaequipajes y sube al coche. Y el otro, el que hizo la llamada, viene y se sienta al volante. Arrancan y yo me vuelvo a meter en el cementerio y os alcanzo a todos. El cementerio es extraño, amigo. Puedo entender eso de tener una piedra que dice quién está debajo, pero no entiendo que algunos de ellos tengan esas casitas, a lo mejor más elegantes que las que tenían cuando estaban vivos. ¿Tú querrías algo así?

– No.

– Yo tampoco. Sólo una piedrecita que no diga más que TJ.

– ¿Sin fechas? ¿Sin nombre completo?

Negó con la cabeza.

– Sólo TJ y tal vez el número de mi busca.


De vuelta a Colonial Road, Kenan fue al teléfono y trató de encontrar una pizzería que estuviera abierta. No la encontró, pero no importaba. Nadie tenía hambre.

– Tendríamos que estar celebrándolo -dijo-. Tenemos con nosotros a la chica, y está viva. ¡Y mirad qué fiesta tenemos!

– No es una victoria sino un empate -comentó Peter-. No se celebra un empate. Nadie gana y nadie tira petardos. Cuando el juego termina en un empate, uno se siente peor que cuando pierde.

– Yo me sentiría mucho peor si la chica estuviera muerta -replicó Kenan.

– Eso es porque esto no es un partido de fútbol, es real. Pero aun así no se puede celebrar, niño. Los hombres malos se fueron llevándose el dinero. ¿Por eso sientes ganas de lanzar el sombrero al aire?

– Todavía no están a salvo -interrumpí-. Les llevará un día o dos disponer su marcha, pero no van a ir a ninguna parte.

Sin embargo, yo no tenía más ganas de fiesta que los demás. Como cualquier juego que termina en un empate, éste había dejado un resabio de oportunidades perdidas. TJ pensaba que tendría que haberse escondido en la parte trasera del Honda o haber descubierto alguna forma de seguir el coche hasta donde ellos vivían. Peter había tenido un par de oportunidades de tumbar a Callander de un tiro en unos momentos en los que no había ningún peligro para mí ni para la chica. Y yo podía pensar en una docena de maneras con las que hubiéramos podido intentar recuperar el dinero. Habíamos hecho lo que salimos a hacer, pero deberíamos haber encontrado la forma de hacer algo más.

– Quiero llamar a Yuri -intervino Kenan-. La nena estaba hecha una lástima. Apenas podía caminar. Creo que perdió algo más que los dedos.

– Me temo que tienes razón.

– Deben de haberla maltratado mucho -farfulló mientras pulsaba los números del teléfono-. No quiero pensar en eso porque empiezo a pensar en Francey y… ¡Hola!, ¿está Yuri? ¡Lo siento, me dieron el número equivocado! Lamento molestarla.

Cortó la comunicación y suspiró.

– Una mujer hispana. Hablaba como si la hubiera despertado de un sueño profundo. ¡Detesto molestar a la gente!

– Números equivocados -dije.

– Sí, no sé qué es peor, si dar o recibir. ¡Me siento tan idiota cuando molesto a alguien de esta forma!

– Tuviste un par de llamadas equivocadas el día en que secuestraron a tu esposa.

– Sí, es verdad. Como un augurio, sólo que en ese momento no parecieron especialmente ominosas. Sólo una molestia.

– Yuri también tuvo un par de llamadas equivocadas esta mañana.

– ¿Y? -Frunció el entrecejo y luego asintió-. ¿Crees que fueron ellos? ¿Llamar para asegurarse de que había alguien en casa? Supongo, pero entonces, ¿qué? ¿Usarías un teléfono público?

Todos me miraban, perdidos, como si yo tuviera las respuestas. Suspirando, aventuré:

– Imagina que haces una llamada y quieres que pase por ser una equivocación. No dirías nada y así nadie prestaría atención a la llamada. ¿Te molestarías en salir con el coche y gastarte veinticinco centavos en un teléfono público? ¿O usarías tu propio teléfono?

– Supongo que usaría el mío, pero…

– Yo también -aseguré.

Cogí mi libreta para buscar la hoja de papel que Jimmy Hong me había dado con la lista de llamadas a casa de Khoury. Había copiado todas las llamadas desde la medianoche, aun cuando yo sólo había necesitado las que se habían hecho desde el primer momento de la demanda de rescate. Antes tuve en mis manos el papel, para buscar el número de teléfono de la lavandería con la intención de llamar a TJ allí, pero ¿dónde mierda lo había puesto?

Lo encontré al fin. Lo desplegué.

– Aquí lo tenemos -dije-. Dos llamadas, las dos desde el mismo lugar. Una a las nueve y cuarenta y cuatro de la mañana, la otra a las dos y media de la tarde. El número del teléfono desde donde hablaban es el 243-7436.

– Es verdad -confirmó Kenan-, pero no sé a qué hora se produjeron.

– Pero ¿reconoces el número?

– Vuelve a leerlo.

Negó con la cabeza cuando lo repetí.

– No me resulta conocido. ¿Por qué no llamamos a ver qué pasa?

Tendió la mano hacia el teléfono. Cubrí su mano con la mía.

– Espera -insistí-. No les pongamos sobre aviso.

– ¿Aviso de qué?

– De que sabemos dónde están.

– ¿Lo sabemos? Todo lo que tenemos es un número.

– Los Kong podrían estar en casa ahora -dijo TJ-. ¿Quieres que los llame?

Meneé la cabeza.

– Creo que puedo arreglarme solo con esto.

Cogí el teléfono y llamé a Información. Cuando se puso la operadora, dije:

– Policía pidiendo ayuda con la guía de teléfonos. Mi nombre es oficial de policía Alton Simak, mi número de chapa es 2491-1907. Lo que tengo es un número de teléfono y lo que necesito es el nombre y dirección que le corresponde. Sí, correcto. 243-7436. Sí. Gracias.

Colgué el aparato y anoté la dirección antes de que se me olvidara. Añadí:

– El teléfono está a nombre de un tal A. H. Wallens. ¿Es amigo tuyo?

Kenan negó con un gesto de cabeza.

– Creo que la A es de Albert, así es como Callander llamaba a su socio. -Leí la dirección que había anotado-. Calle 21, número 692.

– Sunset Park -dijo Kenan.

– Sunset Park, a dos o tres manzanas de la lavandería.

– Ahí está el desempate -dijo Kenan-. Vamos.


Era una casa de madera y hasta a la luz de la luna se podía ver que estaba descuidada. La madera estaba muy necesitada de pintura y los arbustos estaban plantados sin orden ni concierto. Medio tramo de escalera en el frente llevaba a una galería con una mampara que estaba perceptiblemente hundida por la mitad. El acceso para coches, de cemento, y con parches de alquitrán aquí y allá, corría por el lado derecho de la casa hasta un garaje separado para dos coches. Había una puerta lateral a un lado y una tercera puerta al fondo de la casa.

Habíamos venido todos en el Buick. Lo dejamos aparcado en la esquina, en la Séptima Avenida. Todos íbamos armados. Tuvo que notárseme la sorpresa cuando Kenan tendió un revólver a TJ, porque me miró y susurró:

– Si se acerca, móntalo. Debes ser un tipo valiente, pero da igual. Tú déjalo venir. Ya sabes cómo funciona esto, TJ. No haces más que apuntar y disparar, como con una cámara japonesa.

La puerta central del garaje estaba cerrada con llave y la cerradura era sólida. Había una estrecha puerta de madera al lado, que también estaba cerrada con llave. Mi tarjeta de crédito no lograba aflojar la cerradura. Estaba tratando de idear la manera más silenciosa de romper un vidrio cuando Peter me alcanzó una linterna y, durante un segundo, pensé que quería que yo rompiera el cristal con ella. Entonces me di cuenta y apreté la linterna contra el vidrio y la encendí. El Honda Civic estaba allí y reconocí el número de matrícula. Al otro lado, más difícil de ver pese a que lo enfoqué con la linterna, había una furgoneta de color oscuro. La matrícula no podía verla ni podía determinar el color de la pintura con aquella luz. Pero eso era, en realidad, todo lo que teníamos que ver. Estábamos en el lugar correcto.

Había luces encendidas en toda la casa. Había señales de que la casa era una vivienda para una sola familia, un solo timbre en la puerta lateral, un solo buzón junto a la puerta de la galería. Y ellos podían estar dentro, en cualquier parte. Nos abrimos paso alrededor de la casa. En la parte de atrás, entrelacé los dedos y le di un empujón a Kenan. Él se aferró del alféizar de la ventana y levantó la cabeza sobre él. Se mantuvo allí colgado por un momento y luego se dejó caer al suelo.

– La cocina -susurró-. El rubio está ahí contando el dinero. Está abriendo todos los paquetes y contando los billetes y escribiendo números en una hoja de papel. Es una pérdida de tiempo. Es un trato hecho. ¿Por qué se tiene que preocupar por cuánto obtuvo?

– ¿Y el otro?

– No lo he visto.

Repetimos el procedimiento en otras ventanas, probamos la puerta lateral, al pasar. Estaba cerrada con llave, pero un niño podría abrirla de una patada. La puerta trasera, la que llevaba a la cocina, no parecía mucho más resistente.

Pero yo no quería irrumpir hasta que no supiera con seguridad dónde estaban los dos.

En la fachada, Peter, arriesgándose a llamar la atención de los peatones, utilizó una navaja para hacerle un corte a la cerradura de la puerta del porche. La puerta que comunicaba el porche con el vestíbulo de la casa estaba equipada con una cerradura más resistente, pero también tenía un vidrio grande que se podía romper para entrar antes. No lo rompió, pero miró por él y confirmó que Albert no estaba en la sala de estar.

Volvió para darnos cuenta de esto y entonces supuse que Albert estaría o arriba o afuera, tomando una cerveza. Estaba tratando de decidir una manera de llevarnos en silencio a Callander, y dejar la Fase Dos para más tarde, cuando TJ atrajo mi atención con un chasquido de los dedos. Miré y lo vi acurrucado en la ventana de un sótano.

Fui hasta allí, me agaché y miré hacia dentro. Tenía la linterna y barría con su haz el interior de un sótano grande. Había una pila en un rincón, con una lavadora y una secadora al lado. En la esquina opuesta había una mesa de trabajo flanqueada por un par de herramientas eléctricas. De un tablero en la pared, por encima de la mesa de trabajo, colgaban docenas de herramientas.

En la parte de delante había una mesa de pimpón con la red hundida. Una de las maletas estaba en la mesa, abierta y vacía. Albert Wallens, todavía con la misma ropa que había llevado en el cementerio, estaba sentado ante la mesa de pimpón en una silla plegable. Podría haber estado contando el dinero de la maleta, salvo que no había ningún dinero en ella y que era una actividad curiosa para llevar a cabo en la oscuridad. La única luz que había en el sótano era la de la linterna de TJ.

No podía verlo, pero podía asegurar que había un pedazo de alambre de cuerda de piano enroscado alrededor del cuello de Albert y era muy probable que fuera el mismo trozo de alambre usado para practicar la mastectomía en Pam Cassidy y, tal vez, a Leila Álvarez también. Ahora no había sido tan preciso quirúrgicamente, al haber encontrado hueso y cartílago en lugar de la carne sin resistencia que había encontrado antes. Sin embargo, había hecho su trabajo. La cabeza de Albert se había hinchado de manera grotesca, como si la sangre hubiera podido fluir por dentro, pero no hacia afuera. Su rostro era una cara de luna que había adquirido el color de una moradura y los ojos se le salían de las órbitas. Yo había visto una víctima del garrote vil con anterioridad, de manera que supe de inmediato qué estaba mirando, pero, en realidad, nada te prepara para algo así. Era el espectáculo más horrible que había visto en mi vida.

Aunque, en realidad, reducía los contrincantes.


Kenan volvió a mirar por la ventana de la cocina y no vio armas en ninguna parte. Tuve la sensación de que Callander las había guardado. No había blandido un arma en ninguno de los raptos, sólo la que había usado en el cementerio para dar apoyo al cuchillo que estaba en la garganta de Lucía, pero prefirió el garrote vil cuando disolvió su sociedad con Albert.

El problema logístico estaba en el tiempo que se tardaba en llegar desde cualquiera de las puertas hasta donde Callander estaba contando el dinero. Si se entraba por la puerta de atrás o por la del costado, había que subir corriendo medio tramo de escaleras hasta llegar a la cocina. Si se entraba por la fachada, desde la galería, había que recorrer todo el camino hasta el fondo de la casa.

Kenan sugirió que entráramos silenciosamente por la puerta principal, pues así no habría escalones chirriantes y, pese a ser la puerta más alejada de donde él estaba sentado, podíamos sorprenderle. Ensimismado como estaba en su recuento, hasta podría no darse cuenta de que el vidrio se rompía.

– Pégale cinta adhesiva -dijo Peter-. Se rompe, pero no cae al suelo. Mucho menos ruido.

– Cosas que se aprenden siendo drogadicto -aclaró Kenan.

Pero no teníamos cinta adhesiva y cualquier tienda del vecindario que tuviera había cerrado hacía rato. TJ señaló que seguro que había cinta adhesiva en las mesas de trabajo o colgada sobre ella, pero tendríamos que romper una ventana para llegar allí, de modo que eso limitaba su utilidad. Peter hizo otro viaje a la galería e informó que el piso de la sala de estar estaba alfombrado. Nos miramos los unos a los otros y nos encogimos de hombros.

– ¡Qué mierda! -dijo alguien.

Levanté a TJ para que mirara por la ventana de la cocina, mientras Peter rompía el vidrio de la puerta de delante. No lo oímos desde donde estábamos nosotros y, aparentemente, Callander tampoco. Todos dimos la vuelta hasta la parte delantera y entramos por la puerta pisando con cuidado el vidrio roto, esperando, escuchando y luego moviéndonos lenta y calladamente a través de la casa silenciosa.

Yo iba delante cuando llegamos a la puerta de la cocina, con Kenan a mi lado. Los dos llevábamos la pistola en la mano. Raymond Callander estaba sentado de manera tal que lo veíamos de perfil. Tenía un fajo de billetes en una mano y un lápiz en la otra. Armas letales en manos de un buen contador, supongo, pero mucho menos intimidatorias que los revólveres o los cuchillos.

No sé cuánto tiempo esperé. Es probable que no más de quince o veinte segundos, pero pareció mucho más. Esperé hasta que algo cambiara en el porte de sus hombros que mostrara que la sospecha de nuestra presencia le había llegado de alguna manera.

– Policía. No se mueva -dije.

No se movió, ni siquiera volvió los ojos al oír mi voz. Sólo siguió sentado allí como si una fase de su vida terminara y otra empezara. Entonces sí se volvió para mirarme y su expresión no mostraba ni temor ni enojo, sólo una profunda desilusión.

– Dijiste una semana -terció-. Lo prometiste.


Parecía que todo el dinero estaba allí. Llenamos una maleta. La otra estaba en el sótano, pero nadie tenía muchas ganas de ir a buscarla.

– Diría que fuera TJ -susurró Kenan-, pero sé cómo se puso en el cementerio, así que supongo que le daría miedo ir allá abajo con un muerto.

– Dices eso sólo para que vaya. Quieres hacerme perder la calma -replicó TJ.

– Sí -dijo Kenan-. Suponía que ibas a decir algo así.

TJ entornó los ojos y salió en busca de la maleta. Volvió con ella y dijo:

– Tío, apesta allí abajo. ¿Los muertos siempre huelen tan mal? Si alguna vez mato a alguien, recordadme que lo haga desde lejos.

Era extraño. Seguimos trabajando alrededor de Callander, como si él no estuviera allí. Nos facilitaba la tarea quedándose quieto y callado, como queriendo pasar inadvertido. Parecía más pequeño, allí sentado, débil e inútil. Yo sabía que no era ninguna de estas cosas, pero su extraña pasividad daba esa impresión.

– Todo recogido -dijo Kenan, asegurando los cierres de la segunda maleta-. Puedo volver de inmediato a casa de Yuri.

– Todo lo que Yuri quería era recuperar a su hija -dijo Peter.

– Pues bien, esta noche es su noche de suerte. Recupera el dinero también.

– Dijo que no le importaba el dinero -insistió Peter soñadoramente-. Que el dinero no importaba.

– Pete, ¿estás diciendo algo sin decirlo?

– Él no sabe que vinimos aquí.

– No.

– Sólo es una idea.

– ¿Y?

– Es mucha tela, niño. Y has estado perdiendo dinero últimamente. La transacción con el hachís se va a ir por las cloacas, ¿no?

– ¿Y?

– Si Dios te da una oportunidad para hacer las paces con Él, no le escupas en el ojo.

– ¡Ay, Pete! -exclamó Kenan-. ¿No recuerdas lo que nos decía papá?

– Nos decía muchas pijadas. Pero ¿le escuchábamos?

– Nos decía que nunca robáramos, a menos que pudiéramos robar un millón de dólares, Pete.

– Pues bien, ahora es la ocasión.

Kenan negó con la cabeza.

– No, estás equivocado. Aquí hay ochocientos mil y de ellos un cuarto de millón es falso y otros ciento treinta mil son míos. Así que echa la cuenta. Quedan cuatrocientos mil y pico. Un pico de veinte mil, quizás.

– Lo cual te resarce, niño. Cuatrocientos mil que este capullo te sacó, más diez mil que le diste a Matt, más los gastos. ¿Cuánto es? ¿Cuatrocientos veinte mil? Estás bastante cerca.

– No quiero que me resarza.

– ¿Cómo?

Miraba con dureza a su hermano.

– No quiero que me resarza -insistió-. Pagué dinero ensangrentado por Francey y quieres que le robe dinero ensangrentado a Yuri. Coño, tienes la jodida mentalidad de los yonquis, le robas la cartera y le ayudas a buscarla.

– Sí, tienes razón.

– Lo que quiero decir, Pete…

– No, tienes razón. Tienes toda la razón.

– ¿Me habéis pagado con dinero falso? -preguntó Callander.

– So capullo -dijo Kenan-. Estaba empezando a olvidarme de que estabas aquí. ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo de que te cojan tratando de gastarlo? Tengo una noticia para ti: no vas a gastarlo.

– Eres el árabe. El marido.

– ¿Y?

– Sólo me lo preguntaba.

– Ray, ¿dónde está el dinero que recibiste del señor Khoury? -pregunté-. Los cuatrocientos mil.

– Lo dividimos.

– ¿Y qué pasó con él?

– No sé qué hizo Albert con su mitad. Sé que no está en la casa.

– ¿Y la tuya?

– Caja de seguridad. Brooklyn First Mercantile, en New Utrecht y Fort Hamilton Parkway. Iré allí por la mañana, de pasada, al salir de la ciudad.

– ¿Cómo piensas irte? -le preguntó Kenan.

– No sé todavía si me llevaré el Honda o la furgoneta.

– Está medio loco, ¿verdad, Matt? Pero creo que dice la verdad respecto al dinero. Podemos olvidarnos de la mitad que tiene en el Banco. En cuanto a la mitad de Albert, no sé. Podríamos poner patas arriba toda la casa, pero no creo que lo encontremos. ¿No te parece?

– No.

– Es probable que lo haya enterrado en el patio. O en la fosa séptica o en cualquier otro lado. Mierda, me parece que no voy a recuperar ese dinero. Lo supe siempre. Hagamos lo que tenemos que hacer y vayámonos de aquí.

– Tienes que hacer una elección, Kenan -supliqué.

– ¿Cuál?

– Puedo encerrarlo. Ahora hay un montón de pruebas contundentes contra él. Tiene a su socio muerto en el sótano y la furgoneta que está en el garaje ha de estar llena de fibras y restos de sangre y Dios sabe de qué más. Pam Cassidy lo puede identificar como el hombre que la mutiló. Otras pruebas lo vincularán con Leila Álvarez y Marie Gotteskind. Le caerían tres cadenas perpetuas, además de un plus de veinte o treinta años como bonificación.

– ¿Puedes garantizar que cumplirá cadena perpetua?

– No -repliqué-. Nadie puede garantizar nada cuando se trata del sistema de justicia criminal. Mi apuesta más segura es que terminará en el Hospital Estatal para Delincuentes Locos, en Matteawan, y que nunca abandonará el lugar vivo. Pero podría pasar cualquier cosa, ya lo sabes. No puedo imaginármelo patinando, pero he dicho lo mismo acerca de otra gente y nunca cumplieron un solo día.

Lo meditó.

– Volviendo a nuestro acuerdo -dijo-. Nuestro trato no era que tú lo detendrías.

– Ya lo sé. Por eso estoy diciendo que es algo que tú debes decidir. Pero si haces la otra elección, me tengo que ir primero.

– ¿No quieres estar aquí para eso?

– No.

– ¿Por qué no lo apruebas?

– Ni lo apruebo ni lo dejo de aprobar.

– Pero no es la clase de cosa que harías.

– No -admití-. No se trata de eso para nada. Porque lo he hecho: me he nombrado a mí mismo verdugo. No es un papel que quiera convertir en un hábito.

– Claro.

– Y no hay ninguna razón para que lo haga en este caso. Podría entregarlo a Homicidios de Brooklyn e irme a dormir tranquilo.

Lo pensó.

– No creo que yo pudiera hacerlo -sugirió.

– Por eso dije que tiene que ser tu decisión.

– Sí, bueno, creo que acabo de tomarla. Tengo que hacerme cargo de eso yo mismo.

– Entonces me parece que me voy.

– Sí, tú y todos los demás -replicó-. Esto es lo que haremos. Es una lástima que no hayamos traído dos coches. Matt, tú, TJ y Pete le llevaréis el dinero a Yuri.

– Parte de él es tuyo. ¿Quieres retirar el dinero que le prestaste?

– Sepáralo en su casa, ¿quieres? No quiero terminar con nada del dinero falso.

– Está todo en los paquetes que tienen la envoltura del Chase -anunció Peter.

– Sí, salvo que se mezcló todo cuando este hijo de puta lo contó, así que verifícalo en casa de Yuri, ¿de acuerdo? Y luego pasáis a recogerme. Contando veinte minutos hasta casa de Yuri y veinte de vuelta, más veinte minutos allí, calculad una hora. Volved aquí y recogedme en la esquina dentro de una hora y cuarto.

– Está bien.

Kenan cogió una maleta.

– Vamos -insistió-. Las llevaremos al coche. Matt, vigílalo, ¿eh?

Se fueron, y TJ y yo nos quedamos mirando a Raymond Callander. Los dos teníamos pistolas, pero cualquiera de nosotros podría haberlo vigilado con un matamoscas. Apenas parecía estar consciente.

Lo miré y recordé nuestra conversación en el cementerio, en aquel par de minutos, cuando algo humano había estado hablando en él. Quería volver a hablar con él y ver qué salía esta vez.

– ¿Ibas a dejar a Albert aquí, así? -pregunté.

– ¿Albert? -Hizo una pausa, como pensando-. No -dijo, por fin-. Iba a limpiar, antes de irme.

– ¿Qué pensabas hacer con él?

– Descuartizarlo. Envolverlo. Hay un montón de bolsas Hefty en ese armario.

– Y después, ¿qué? ¿Mandárselo a alguien en el maletero de un coche?

– ¡Ah! -dijo, recordando-. No. Eso fue por el bien del árabe. Pero es fácil. Las desparramas por ahí, las pones en los contenedores de basura, en los cubos de desperdicios. Nadie se da cuenta nunca. Los mezclas con la basura del restaurante y pasan como restos de carne.

– ¿Has hecho eso en alguna otra ocasión?

– ¡Ah, sí! Hubo más mujeres de las que tú conoces.

Volvió los ojos hacia TJ.

– Recuerdo a una negra. Era más o menos de tu mismo color -suspiró-. Estoy cansado.

– No tardará.

– Me vas a dejar con él -dijo- y él me va a matar. El árabe ése.

«Fenicio», pensé.

– Tú y yo nos conocemos -afirmó-. Sé que me mentiste, que rompiste tu promesa, que eso era lo que tenías que hacer. Pero tú y yo tuvimos una conversación, ¿cómo puedes dejar que me mate?

Plañidero, quejoso. Era imposible no pensar en Eichmann en el banquillo de los acusados en Israel. ¿Cómo podíamos hacerle eso?

Y también pensé en una pregunta que le había hecho en el cementerio y le devolví su propia notable respuesta.

– Te subiste a la furgoneta -le dije.

– No entiendo.

– Una vez que subes a la furgoneta -repetí-, no eres más que pedazos de un cuerpo.


Recogimos a Kenan, como habíamos acordado, a las tres menos cuarto de la mañana frente a una joyería que vendía a crédito en la Octava Avenida, precisamente a la vuelta de la esquina de la casa de Albert Wallens. Me vio al volante y preguntó dónde estaba su hermano. Le dije que lo habíamos dejado pocos minutos antes en la casa de Colonial Road. Iba a ir a recoger el Toyota, pero cambió de opinión y dijo que se iría directamente a dormir.

– ¿Sí? Yo estoy tan espabilado que tendrías que darme un cachiporrazo para dormirme. No, quédate ahí, Matt. Tú conduces. -Dio la vuelta alrededor del coche y vio a TJ en el fondo, repantingado en el asiento trasero como una muñeca de trapo-. Se le pasó la hora de ir a dormir -observó-. Esa maleta me parece conocida, pero espero que no esté llena de billetes falsos esta vez.

– Son tus ciento treinta mil. Lo hicimos lo mejor que pudimos. No creo que haya ningún billete falso mezclado.

– Si lo hay, no importa mucho. Son casi tan buenos como los verdaderos. El mejor camino, por la Gowanus. ¿Sabes cómo volver por ahí?

– Creo que sí. Y luego, por el puente o el túnel, lo que me digas.

– ¿Mi hermano se ofreció a llevar el dinero consigo y cuidarlo por mí?

– Sentí que era parte de mi trabajo entregarlo yo personalmente.

– Sí, bueno, es una manera diplomática de decirlo. Quisiera poder retirar una cosa que le dije, que tenía la mentalidad de un drogadicto. Es una cosa terrible decirle eso a alguien.

– Estuve de acuerdo contigo.

– Eso es lo peor. Que los dos sabemos que es verdad. ¿Yuri se sorprendió al ver el dinero?

– Se quedó pasmado.

Rió.

– Apuesto que sí. ¿Cómo está la nena?

– El médico dice que se pondrá bien.

– Le hicieron mucho daño, ¿no?

– Creo que es difícil separar el daño físico del trauma emocional. La violaron repetidas veces y creo que tiene varias lesiones internas, además de haber perdido los dos dedos. Estaba sedada, por supuesto. Y creo que el médico le dio algo a Yuri.

– Creo que nos tendría que dar algo a todos nosotros.

– En realidad, Yuri negoció. Quiso darme algo de dinero.

– Espero que lo hayas aceptado.

– No.

– ¿Por qué no?

– Es una conducta muy característica por mi parte. Te lo puedo asegurar.

– ¿No es así como te enseñaron en la comisaría Setenta v ocho?

– No tiene nada que ver con lo que me enseñaron en la Siete-Ocho. Le dije que ya tenía un cliente y que me había pagado íntegramente. Tal vez lo que dijiste acerca del dinero ensangrentado hizo saltar algún resorte.

– Eso no tiene sentido, hombre. Estabas trabajando e hiciste un buen trabajo. ¿Quiere darte algo? Tendrías que aceptarlo.

– Está bien. Le dije que podía darle algo a TJ.

– ¿Qué le dio?

– No sé. Un par de dólares.

– Doscientos -corrigió TJ.

– Ah, ¿estás despierto, TJ? Pensé que dormías.

– No, cerré los ojos. Es todo.

– Sigue con Matt. Creo que es una buena influencia.

– Está perdido sin mí.

– ¿Es así, Matt? ¿Estarías perdido sin él?

– Absolutamente -dije-. Todos lo estaríamos.


Tomé la BQE y el puente y, cuando salimos del lado de Manhattan, le pregunté a TJ dónde podía dejarlo.

– El Deuce estará bien -dijo.

– Son las tres de la mañana.

– No hay portón en el Deuce, Bruce. No lo cierran.

– ¿Tienes algún lugar donde dormir?

– ¡Eh!, tengo pasta en el bolsillo -dijo-. Tal vez vea si tienen mi viejo cuarto en el Frontenac. Me daré tres o cuatro duchas, pediré el servicio de habitaciones. Tengo dónde dormir, hombre. No tienes que andar preocupándote por mí.

– De todos modos tienes recursos.

– Crees estar bromeando, pero sabes que es verdad.

– Y estás atento.

– Ambas cosas.

Lo dejamos en la esquina de la Octava Avenida y la Calle 42 y nos paramos ante un semáforo en rojo en la 44.

Miré en ambas direcciones y no había nadie alrededor, pero yo no tenía prisa. Esperé hasta que cambió.

– No pensé que podrías hacerlo -apunté.

– ¿Qué? ¿Lo de Callander?

Asentí.

– Yo tampoco creía que podría. Nunca he matado a nadie. He estado bastante furioso para matar alguna que otra vez, pero pronto se te pasa el cabreo.

– Sí.

– No fue nada, ¿sabes? Un hombre completamente insignificante. Y yo pensaba: «¿Cómo voy a matar a este gusano?». Pero sabía que tenía que hacerlo, así que pensé sólo en lo que tenía que hacer.

– ¿Qué era?

– Le hice hablar -dijo-. Le hice unas pocas preguntas y él daba respuestas de dos palabritas. Pero insistí y lo hice hablar. Me contó lo que le hicieron a la nena de Yuri.

– ¡Ah!

– Lo que le hicieron, lo asustada que estaba, todo, en fin. Una vez que se metió en eso, realmente quería hablar. Como si fuera una manera de revivir la experiencia. ¿Entiendes? No es como la caza, donde después de matar al ciervo haces disecar la cabeza y la cuelgas en la pared. Una vez que terminaba con una mujer no le quedaban más que recuerdos, de manera que recibía con beneplácito la oportunidad de sacarlas y desempolvarlas y mirar qué bonitas eran.

– ¿Habló de tu esposa?

– Sí. Le gustó contármelo también. Tanto como le gustó devolvérmela en pedazos y refregármela por la nariz. Lo quise hacer callar, no quería oírlo, pero ¡a la mierda! Entiéndeme. Quiero decir que ella ya no está. Alimenté con eso las malditas llamas de la venganza. Ya no puede hacerle más daño. Así que lo dejé hablar todo lo que quiso y luego pude hacer lo que tenía que hacer.

– Y entonces lo mataste.

– No.

Lo miré.

– Nunca he matado a nadie. No soy un asesino. Lo miraba y pensaba: «No, hijo de puta, no voy a matarte».

– ¿Y?

– ¿Cómo podría ser un asesino? Se suponía que iba a ser médico. Te hablé de eso, ¿no?

– La ilusión de tu padre.

– Iba a ser médico. Pete iba a ser arquitecto porque era un soñador, pero yo era el práctico de la familia, así que sería médico. «Lo mejor que puedes ser en el mundo», me decía mi padre. «Haces algún bien en el mundo y te ganas la vida decentemente.» Hasta decidió qué clase de médico tenía que ser. «Sé cirujano», me decía. «Ahí es donde está el dinero. Ellos son la élite, la parte más alta de la pila. Hazte cirujano.»

La evocación le sumió en un largo silencio.

– Así que, muy bien -dijo finalmente -, esta noche decidí hacerme cirujano. Lo operé.

Había empezado a llover, pero la lluvia no caía con fuerza. No puse en marcha los limpiaparabrisas.

– Lo llevé abajo -siguió contando Kenan-. Al sótano, donde estaba su amigo, y TJ tenía razón. Apestaba de una manera terrible allí abajo. Creo que las tripas se sueltan cuando mueres así. Creí que iba a devolver, pero no lo hice, creo que me acostumbré.

»No tenía ningún anestésico, pero estuvo bien porque se desmayó de inmediato. Tenía su cuchillo, una gran navaja con una hoja de quince centímetros de largo, y había toda clase de herramientas en la mesa de trabajo, cualquier cosa que pudieras necesitar.

– No tienes que contármelo, Kenan.

– Estás equivocado. Eso es exactamente lo que tengo que hacer, contártelo. Si no lo quieres escuchar, es otra cosa. Pero yo tengo que contártelo.

– Está bien.

– Le arranqué los ojos -dijo-, para que nunca volviera a mirar a una mujer. Y le cercené las manos, para que nunca volviera a tocar a ninguna. Usé torniquetes para que no se desangrara. Los hice con alambre. Le corté las manos con un hacha, maldito hijo de puta. Supongo que es lo que usaron para cortar…

Respiró profundamente, inspirando y espirando despacio.

– Para descuartizar los cuerpos -siguió-. Le abrí los pantalones, no quería tocarlo pero me obligué a hacerlo y le cercené todo el aparato, porque ya no iba a tener más donde usarlo. Y luego los pies, le arranqué los pies de un hachazo porque ¿dónde tenía que ir? Y las orejas, porque ¿qué tenía que oír? Y parte de la lengua, porque no pude sacarla toda, pero la sujeté con unas pinzas y se la arranqué de la boca y corté lo que pude. Porque ¿quién quiere oírle hablar? ¿Quién quiere escuchar esa mierda? Para el coche.

Frené y me arrimé al bordillo. Kenan abrió la portezuela y vomitó en la reja de la alcantarilla. Le di un pañuelo, se limpió la boca y lo tiró en la calle.

– Lo siento -dijo, cerrando la puerta-. Creí que había terminado con eso. Creí que el tanque estaba vacío del todo.

– ¿Estás bien, Kenan?

– Sí, me parece que sí. Creo que sí. ¿Sabes? Dije que no lo maté, pero no sé si es verdad. Estaba vivo cuando me fui, pero podría estar muerto ahora. Y si no está muerto, cojones, ¿qué le queda? Fue una maldita carnicería lo que le hice. ¿Por qué no pude simplemente pegarle un tiro en la cabeza? Pum y se terminó.

– ¿Por qué no pudiste?

– No sé. Tal vez pensaba en el ojo por ojo y diente por diente. Me la devolvió en pedazos, así que tenía que mostrarle un trabajo detallado. Algo así, fino, no sé. -Se encogió de hombros-. A la mierda, ya está hecho. Que viva o muera, ¿qué importa? Ya está.

Estacioné frente a mi hotel y los dos bajamos del coche y nos quedamos allí, incómodos, plantados en la acera. Señaló la maleta y me preguntó si quería parte del dinero. Le dije que su anticipo cubría largamente mi trabajo. ¿Estaba seguro? Sí, le dije que estaba seguro.

– Bien -dijo-. Estás seguro. Llámame alguna noche. Cenaremos juntos. ¿Lo harás?

– Claro.

– Ahora, cuídate. Ve a dormir un poco.

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