19

En cuanto dejé de hablar con Ray, Yuri cayó sobre mí y me envolvió en un abrazo de oso.

– Balalaika -dijo, invocando el nombre como si fuera un encantamiento-. Está viva, mi Luschka está viva.

Yo seguía en sus brazos cuando la puerta se abrió y entraron los Khoury, seguidos por Dani, el hombre de Landau. Kenan llevaba una mochila de cuero con un cierre automático en la parte superior, Peter una bolsa de compras de plástico blanco.

– Está viva -les dijo Yuri.

– ¿Hablaste con ella?

Negó con la cabeza.

– Me dijeron el nombre del perro. Se acordaba de Balalaika.

No sé cuánto sentido tenía esto para los Khoury, que habían estado fuera con la misión de reunir fondos para cuando se acordara el intercambio, pero captaron el significado.

– Ahora todo lo que necesitas es un millón de dólares -le dijo Kenan.

– Siempre se puede conseguir el dinero.

– Tienes razón. La gente no se da cuenta de eso, pero es absolutamente cierto. -Abrió la mochila de cuero y empezó a sacar fajos de billetes envueltos en papel, y los dispuso en hileras sobre la mesa de caoba-. Tienes algunos buenos amigos, Yuri. Es una buena cosa, también, que la mayoría de ellos no crea en los bancos. La gente no se da cuenta de que buena parte de la economía del país funciona con dinero contante y sonante. Uno oye la palabra efectivo y piensa sólo en las drogas o en el juego.

– Cuando eso es solamente la punta del iceberg -sentenció Peter.

– Lo has entendido. No cabe pensar sólo en esos dos negocios. Piensa en las lavanderías, en las peluquerías, en los salones de belleza, en las tiendas. Cualquier lugar que mueva mucho efectivo puede llevar doble contabilidad y escamotearle la mitad de sus ingresos al fisco.

– Piensa en los cafés -dijo Peter-. Yuri, tendrías que haber sido griego.

– ¿Griego? ¿Por qué tendría que ser griego?

– En todas las esquinas hay un café, ¿no? Hombre, yo trabajé para uno de ellos. Éramos diez empleados en mi turno, seis de los cuales no figurábamos en los libros, nos pagaban en efectivo. ¿Por qué? Porque tienen esas cantidades en efectivo que no declaran. Tienen que mantener una proporción en los gastos. Si declaran treinta centavos de cada dólar que pasa por caja, es mucho. ¿Y sabes cuál es la guinda del pastel? La ley dice que tienen que aplicar el ocho y cuarto por valor añadido a cada venta. Pero ten por seguro que no pueden liquidar el impuesto por el setenta por ciento de unas ventas que no declaran, ¿verdad? Así que todo lo que evaden es pura ganancia libre de impuestos.

– No sólo son los griegos -apostilló Yuri.

– No, pero ellos lo han convertido en una ciencia. Si fueras griego, todo lo que tendrías que hacer es recorrer veinte cafés. No creas que todos tienen cincuenta mil en la caja o escondidos en el colchón, o debajo de una tabla floja en el vestuario. Recorre veinte cafés y tendrás tu millón.

– Pero yo no soy griego -dijo Yuri, y sonrió.

Kenan le preguntó si conocía algún mercader de diamantes.

– Tienen mucho efectivo -masculló.

Peter aseguró que gran parte del negocio de joyería eran papeles, pagarés que pasaban de acá para allá. Kenan, a su vez, afirmó que, sin embargo, ellos tenían efectivo en alguna parte. Yuri, por su parte, dijo que no importaba porque no conocía a nadie que comerciara con diamantes.

Me fui al otro cuarto y los dejé con esa discusión.


Quería llamar a TJ y saqué el pedacito de papel con todas las llamadas que los Kong habían registrado en el teléfono de Kenan. Encontré el número del teléfono público de la lavandería automática, pero vacilé. ¿Sabría TJ que tenía que contestar? ¿No le comprometería si el lugar estaba lleno de gente? ¿Y si Ray descolgaba el auricular? Eso parecía poco probable, pero…

Luego recordé que había una forma más simple. Podía llamarle por el busca y esperar a que él me llamara. Parecía que yo estaba teniendo dificultades en adaptarme a esta nueva tecnología. Todavía pensaba automáticamente en términos más primitivos.

Encontré el número del teléfono móvil en mi agenda, pero antes de que pudiera marcar sonó el timbre. Era TJ.

– Nuestro hombre acaba de estar aquí. En este mismo teléfono -me informó.

– Debe de haber sido algún otro.

– Ninguna chance, Vance. Un tipo malvado, lo miras y sabes que estás viendo el mal. ¿No estabas hablando con él hace un instante? Tuve esta intuición. Me dije, Matt está hablando con ese cretino.

– Estaba, pero dejé de hablar por teléfono con él hace por lo menos diez minutos, quizás un cuarto de hora.

– Sí, ése sería el tiempo justo.

– Pensé que llamarías de inmediato.

– No podía, hombre. Tenía que seguir al cretino.

– ¿Lo seguiste?

– ¿Qué te parece que hago? ¿Escapar cuando lo veo venir? No ando del brazo con el hombre, pero él sale y le doy un minuto y me deslizo detrás de él.

– Eso es peligroso, TJ. El hombre es un asesino.

– Tío, ¿se supone que debo impresionarme? Estoy en el Deuce casi todos los días de mi vida. No puedo pasar por esa calle sin ir detrás de algún asesino.

– ¿Dónde fue?

– Dobló a la izquierda y fue hasta la esquina.

– La Calle 49.

– Luego cruzó a la casa de comidas de la acera de enfrente. Entró, se quedó un par de minutos y salió. No supongas que se tomó un bocadillo, pues no estuvo dentro tanto tiempo. Pudo haber comprado una caja de seis botellas. El paquete que llevaba era más o menos de esa medida.

– ¿Dónde fue después?

– Volvió por donde había venido. El bobo pasó a mi lado, volvió a cruzar la Quinta Avenida y se fue derecho hacia la lavandería. Pensé: «Mierda, no lo puedo seguir de nuevo hasta ahí dentro. Tengo que quedarme rondando fuera hasta que haga su llamada».

– No volvió a llamar aquí.

– No llamó a ningún lado, porque no entró en la lavandería. Subió a su coche y se fue. Ni siquiera sabía que tenía coche hasta que se montó en él. Estaba estacionado al otro lado de la lavandería, donde no podías verlo si estabas sentado donde yo estaba.

– ¿Un coche o una furgoneta?

– He dicho un coche. Traté de seguirlo, pero no había forma. Yo estaba media manzana más atrás por no querer seguirlo demasiado cerca mientras regresaba a la lavandería y desapareció de mi vista antes de que yo pudiera hacer nada. Cuando pude llegar a la esquina, había desaparecido.

– Pero lo viste bien.

– ¿A él? Sí, lo vi.

– ¿Podrías reconocerlo?

– Hombre, ¿podrías reconocer a tu mamá? ¿Qué clase de pregunta es ésa? El hombre mide uno setenta y cinco, pesa ochenta y cinco kilos, tiene cabello castaño claro y usa gafas de armazón de plástico marrón. Lleva zapatos abotinados de cuero negro y pantalones marineros y una parka azul con cremallera. Y la camisa deportiva más anticuada que hayas visto en tu vida, de cuadros blancos y azules. ¿Si podría reconocerlo? Tío, si supiera dibujar lo habría dibujado. Llama a ese artista del que me hablaste y verás cómo conseguimos algo que se parezca más a él que una fotografía.

– Estoy impresionado.

– ¿Sí? El coche era un Honda Civic, pintado de una especie de gris azulado, un poco descuidado. Hasta el momento en que se subió a él, pensé que podría seguirlo al volver a su casa. Secuestró a alguien, ¿no?

– Sí.

– ¿A quién?

– A una chica de catorce años.

– ¡Hijo de puta! -dijo-. De haberlo sabido, tal vez lo hubiera seguido un poco más cerca y hubiera corrido un poco más ligero.

– Hiciste muy bien.

– ¿Qué te parece que haga ahora? ¿Controlar un poco el vecindario? Tal vez localice su coche aparcado.

– Si estás seguro de que lo reconocerías…

– Bueno, tengo el número de la matrícula. Hay un montón de Hondas, pero no tienen la misma matrícula.

Me la leyó y yo la anoté y empecé a decirle lo satisfecho que estaba de su labor.

No me dejó terminar.

– Tío -me interrumpió exasperado-, ¿cuánto tiempo vamos a seguir así, deslumbrado cada vez que hago algo bien?


– Nos va a llevar algunas horas reunir el dinero -le dije a Ray cuando volvió a llamar-. Es más de lo que tiene y le resulta difícil reunirlo a esta hora.

– No estás tratando de bajar el precio, ¿no?

– No, pero si lo quieres todo tendrás que tener paciencia.

– ¿Cuánto tienes ahora?

– No lo he contado aún.

– Te llamaré dentro de una hora -dijo.


Una vez hube colgado, le dije a Yuri:

– Puedes usar este teléfono. No llamará antes de una hora. ¿Cuánto tenemos?

– Un poco más de cuatrocientos mil -anunció Kenan-. Menos de la mitad.

– No es suficiente.

– No sé -repuso-. Una manera de enfocar el asunto es que ellos no tienen a nadie más a quien recurrir. Es el o lo tomas o lo dejas. Si se plantea así, tal vez acepten lo que tenemos.

– El problema es que no sabes de lo que son capaces.

– Tienes razón. Me olvido de que es un lunático.

– Piensa que necesita un motivo para matar a la chica. -No quería acentuar esto frente a Yuri, pero había que decirlo-. Eso es lo que los puso en movimiento desde un principio. Les gusta matar. Por ahora está viva y la mantendrán viva mientras ella sea su recibo para cobrar el dinero. Pero la matarán en el momento en que piensen que no les va a salir bien o que han perdido su habilidad para conseguir el dinero. No quiero decirles que tenemos apenas medio millón. Prefiero aparecer con medio millón y decirles que ahí lo tienen todo y esperar que no lo cuenten hasta que hayamos rescatado a la chica.

Kenan lo pensó.

– El problema es -murmuró- que el hijo de puta ya sabe cuánto abultan cuatrocientos mil.

– Mira a ver si puedes reunir algo más -le dije y me fui a usar el teléfono Snoopy.


Antes había un número al que solía llamar en el Departamento de Vehículos Automotores. Dabas el número de placa y le decías qué matrícula querías rastrear. Alguien la buscaba y te lo leía. Yo ya no sabía si ese número seguía funcionando y tenía el presentimiento de que había sido eliminado hacía mucho tiempo. Efectivamente, nadie atendió a mi llamada.

Llamé a Durkin, pero no estaba en el edificio de la delegación de policía. Kelly tampoco estaba en su oficina y no tenía sentido hacerlo buscar porque no podía hacer lo que yo quería que hiciera a distancia. Recordé cuando había estado allí para recoger el expediente Gotteskind, que Durkin me entregó, y me imaginé a Bellamy en el escritorio de al lado mientras tenía una conversación unilateral con el terminal de su ordenador.

Llamé a Midtown North y lo encontré.

– Matt Scudder -dije.

– ¡Ah, hola! -contestó-. ¿Cómo te va? Me temo que Joe no anda por aquí.

– Está bien. Tal vez puedas hacerme un favor. Iba en el coche con una amiga y un hijo de puta en un Honda Civic le golpeó en el guardabarros y se largó tranquilamente. La cosa más flagrante que hayas visto nunca.

– ¡Maldita sea! ¿Y tú estabas en el coche cuando ocurrió? El hombre es un estúpido por darse a la fuga. Lo más probable es que estuviera borracho o drogado.

– No me sorprendería. La cosa es que…

– ¿Tienes la matrícula? Te lo averiguo en un momento.

– Te lo agradecería de verdad.

– Eh, no es nada. Sólo tengo que preguntar al ordenador. No cuelgues.

Esperé.

– ¡Maldita sea! -dijo.

– ¿Pasa algo?

– Pues claro, han cambiado la maldita contraseña para entrar en la base de datos del DVA. Entro como se supone que debo hacerlo y no me da acceso. Repite «contraseña nula». Si llamas mañana, estoy seguro…

– Me encantaría avanzar en esto esta noche. Antes de que se le hayan pasado los efectos del alcohol. No sé si me entiendes.

– ¡Ah, claro! Si pudiera ayudarte…

– ¿No hay nadie a quien puedas llamar?

– Sí -dijo con resentimiento-. A esa perra de Informes, pero me va a decir que no me lo puede dar. Recibo esa mierda de su parte siempre que la llamo.

– Dile que es una emergencia Código Cinco.

– ¿Lo puedes repetir?

– Sólo dile que es una emergencia Código Cinco -repetí- y que será mejor que te dé la contraseña antes de que terminéis con los circuitos quemados de aquí a Cleveland.

– Nunca he oído eso -se sorprendió-. No cuelgues, lo voy a intentar.

Me dejó esperando. Del otro lado de la habitación, Michael Jackson me miraba a través de los dedos de sus guantes blancos. Bellamy volvió a la línea para decirme:

– ¡Ya lo creo que ha funcionado! Esa fórmula mágica de «Emergencia Código Cinco» superó la mierda. Ya tengo la contraseña. Déjame entrarla. Ahí va. ¿Cuál era el número de la matrícula?

Se lo di.

– Veamos qué obtenemos. Bien, no tardó mucho. El vehículo es un Honda Civic 88 de dos puertas, color peltre… ¿Peltre? Hombre, ¿por qué no pueden decir gris? Pero eso no te importa. El dueño es… ¿Tienes un lápiz? Callander, Raymond Joseph. -Deletreó el último nombre-. La dirección es Penelope Avenue 34. Está en Queens, pero ¿en qué parte de Queens? ¿Alguna vez has oído hablar de Penelope Avenue?

– Creo que no.

– Hombre, yo vivo en Queens y es nueva para mí. Espera. Aquí está el código: 1-1-3-7-9. Pero eso es Middle Village, ¿no? Nunca oí nada de ninguna Penelope Avenue.

– La encontraré.

– Sí, bueno, creo que estás motivado, ¿no? Espero que nadie del coche se haya lastimado.

– No, sólo es un golpe en la carrocería.

– Apriétalo bien por darse a la fuga. Por otra parte, si lo denuncias, las tasas del seguro de tu amiga suben. Lo mejor sería que tú y ese tipo lo arregléis en privado, pero eso es probablemente lo que tienes pensado, ¿no? -Rió entre dientes-. Código Cinco. Hombre, realmente eso le puso un cohete en el culo a esa tía. Estoy en deuda contigo.

– Fue un placer.

– No, lo digo en serio. Tengo problemas con estas cosas cada día. Esto me va a ahorrar un montón de dolores de cabeza.

– Bueno, si de veras crees que estás en deuda conmigo…

– Dime.

– Me preguntaba si nuestro señor Callander tendrá antecedentes.

– Eso es fácil de verificar. No hay que recurrir a un Código Cinco porque ocurre que conozco ese código de entrada. No cuelgues ahora. Limpio -me dijo al cabo de un momento.

– ¿Nada?

– Por lo que respecta al estado de Nueva York, es un boy scout. Código Cinco. ¿Qué significa de todos modos?

– Digamos que es alto nivel.

– Me imagino…

– Si pasas por un momento difícil -me oí decir a mí mismo- sólo diles que se supone que deben saber que un Código Cinco invalida y revoca sus instrucciones en vigor.

– ¿Invalida y revoca?

– Eso es.

– Invalida y revoca sus instrucciones en vigor.

– Lo has entendido. Pero no lo uses en asuntos de rutina.

– No -dijo-. No querría estropearlo.


Por un momento creí que lo estaba apuntando. Ahora tenía un nombre y una dirección, pero no era la dirección que yo quería. Estaban en algún lugar de Sunset Park, en Brooklyn. La dirección era de algún lugar de Middle Village, en Queens.

Llamé a Información de Queens y marqué el número que me dieron. El teléfono hizo ese sonido que han creado, a mitad de camino entre un tono y un graznido, y una grabación me dijo que el número al que yo llamaba estaba fuera de servicio. Volví a llamar a Información, lo expliqué y la operadora, después de controlarlo, me dijo que la baja del servicio era reciente y que todavía no había sido borrado del listín. Le pregunté si había un número nuevo. Me contestó que no. Le pregunté si podía decirme cuándo había sido anulado el servicio y me dijo que no.

Llamé a Información de Brooklyn y traté de encontrar un Raymond Callander o un R o un RJ Callander en la guía. La operadora me hizo notar que había otras maneras de deletrear ese apellido y controló más posibilidades que las que se me hubieran ocurrido a mí. Escrito de una manera u otra, registraba un par de apariciones para R y una para R J, pero las direcciones estaban muy lejos, una en Meserole, en Greenpoint, y otra en Brownsville: ninguna de las dos en las cercanías de Sunset Park.

Enloquecedor, pero en realidad todo el caso era así desde el principio. Me alentaba continuamente y hacía grandes progresos, que en realidad no llevaban a ninguna parte. Hacer aparecer a Pam Cassidy había sido el mejor ejemplo. De la nada logramos hacer aparecer una testigo viviente y el resultado fundamental de eso fue que la policía tomó tres casos muertos y los metió a los tres en un solo expediente abierto.

Pam había proporcionado un primer nombre. Ahora yo tenía un apellido que lo acompañara y hasta un nombre intermedio, todo gracias a TJ, con la ayuda de Bellamy. También tenía una dirección, pero probablemente había dejado de ser válida para cuando se desconectó el teléfono.

Pero el tal Ray no sería tan difícil de encontrar. Es más fácil cuando se sabe a quién se busca. Ahora yo tenía los suficientes datos para encontrarlo, si podía esperar hasta que fuera de día, y si podía dedicar unos cuantos días a la búsqueda.

Pero eso no era suficiente. Yo quería encontrarlo ya.


En la sala de estar, Kenan estaba al teléfono y Peter en la ventana. No vi a Yuri. Me uní a Peter y me contó que Yuri había salido a buscar más dinero.

– No podía mirar el dinero -me confesó-. Me estaba dando un ataque de ansiedad. Latidos rápidos, manos frías y húmedas, todo.

– ¿Cuál era el temor?

– ¿Temor? No lo sé. Sólo me hacía desear consumir droga, eso es todo. Si me hicieras un test de asociación de ideas en este mismo momento, todas las respuestas serían heroína. En un Rorschach, cada gota de tinta me parecería como un maníaco de la droga chutándose en una vena.

– Pero no lo estás haciendo, Pete.

– ¿Cuál es la diferencia, amigo? Sé que lo voy a hacer. Sólo es cuestión de cuándo. Un tiempo precioso ahí fuera, ¿no?

– ¿El océano?

Asintió.

– Sólo que en realidad ya no se lo ve. Debe de ser bonito vivir en un lugar desde el que puedes mirar el agua. Una vez tuve una amiga que se dedicaba a la astrología que me dijo que ése es mi elemento, el agua. ¿Crees en esas cosas?

– No sé mucho al respecto.

– Tenía razón en que ése era mi elemento. No me gustan mucho los demás. ¿El aire? No sé, nunca me gustó volar. No querría arder en un incendio ni ser enterrado. Pero el mar es la madre de todos nosotros. ¿No es eso lo que dicen?

– Supongo que sí.

– El océano de ahí fuera también. No es un río ni una bahía. No es nada más que agua, ahí delante, más lejos de lo que puedes alcanzar a ver. Me hace sentir limpio con sólo mirarlo.

Le di una palmada en el hombro y lo dejé mirando al océano. Kenan había dejado el teléfono y fui a preguntarle cómo iba la recaudación.

– Tenemos un poquito menos de la mitad -dijo-. He estado pidiendo todos los favores que he podido y Yuri ha estado haciendo lo mismo. Tengo que decírtelo, no creo que vayamos a encontrar mucho más.

– La única persona en la que puedo pensar está en Irlanda. Espero que esto tenga el aspecto de un millón, eso es todo. Todo lo que tiene que hacer es un recuento rápido, al momento.

– ¿Qué te parece si le echamos un poco de aire? Si a cada fajo de cien le faltan cinco billetes, tienes un diez por ciento más de paquetes.

– Lo que está muy bien, a menos que elijan un paquete al azar y lo cuenten.

– Buena observación -insinuó-. A primera vista, esto va a parecer como mucho más de lo que yo les entregué. Los míos eran todos de cien. Esto tiene alrededor del veinticinco por ciento del total en billetes de cincuenta. Sabes que hay una manera de hacerlo parecer mucho más de lo que es.

– ¿Abultarlo con recortes de papel?

– Estaba pensando en billetes de un dólar. El papel y el color están bien, todo menos la denominación. Digamos que tienes una pila supuestamente de un total de cinco mil. Lo disfrazas con diez billetes de cien arriba y diez abajo y lo completas con treinta de un dólar. En lugar de cinco mil, tienes un poco más de dos mil que parecen cinco. Lo despliegas como un abanico, y todo lo que ves es verde.

– El mismo problema. Daría resultado, a menos que le eches una buena mirada a uno de los fajos simulados. Entonces ves que no es lo que se supone que tiene que ser, y sabes de inmediato, sin discusión, que ha sido falsificado así para engañarte. Y si eres un caso perdido, y has estado buscando una excusa para matar durante toda la noche…

– Matas a la chica, ¡pum, pum!, y se acabó.

– Ese es el problema con cualquier cosa que sea muy obvia. Si parece que estuviéramos tratando de joderlos…

– Lo tomarán como asunto personal -asintió-. Tal vez no cuenten los fajos. Tienes billetes de cincuenta y de cien mezclados, cinco mil por paquete, la mitad de eso en un fajo de billetes de cincuenta, ¿de cuántos fajos estamos hablando, si llegamos a medio millón? De cien, si son todos billetes de cien, así que digamos ciento veinte, ciento treinta, algo así.

– Suena bien.

– No sé. ¿Tú lo contarías? Se cuenta en un negocio de droga, pero tienes tiempo, te sientas tranquilo, cuentas el dinero e inspeccionas la mercadería. Es una historia diferente. Aun así, ¿sabes cómo cuentan los grandes traficantes, los tipos que ganan más de un millón en cada transacción?

– Sé que los bancos tienen máquinas que pueden contar un fajo de billetes tan rápido como uno puede peinarlos.

– A veces usan esas máquinas -dijo-, pero la mayor parte de las veces lo hacen a peso. Sabes cuánto pesa el dinero, así que sólo lo cargas en la balanza y lo ves.

– ¿Eso es lo que hacían en la empresa familiar, en Togo?

Sonrió ante la idea.

– No, eso era diferente -dijo-. Contaban cada billete. Pero nadie tenía prisa.

Sonó el teléfono. Nos miramos. Lo cogí. Era Yuri, desde el teléfono del coche. Me dijo que estaba en camino. Cuando colgué, Kenan protestó:

– Cada vez que suena el teléfono…

– Ya lo sé. Creo que es él. Cuando estuviste fuera, antes de que nos diera un número equivocado, alguien llamó dos veces porque seguía olvidándose de que tenía que marcar el dos uno dos para Manhattan.

– Una leche -dijo-. Cuando yo era un crío, teníamos un número que tenía un dígito de diferencia respecto al de una pizzería en Prospect y Flatbush. Puedes imaginarte la cantidad de llamadas equivocadas que recibíamos.

– Sería una molestia.

– Para mis padres. A mí y a Pete nos encantaba. Tomábamos el puto pedido. «¿Media de queso y media de pimientos? ¿Sin anchoas? Sí, señor, la tendremos lista para usted.» Coño, que se murieran de hambre. Éramos terribles.

– Y el pobre desgraciado de la pizzería…

– Sí, ya lo sé. Actualmente no tengo muchas llamadas equivocadas. ¿Sabes cuándo tuve dos? El día en que Francine fue secuestrada. Esa mañana, como si Dios estuviera avisándome. Joder, cuando pienso lo que debe de haber pasado. Y lo que la pobre chica debe de estar pasando ahora.

– Sé su nombre, Kenan -dije.

– ¿El nombre de quién?

– Del tipo del teléfono. No del brusco. Del otro, el que habla más.

– Me lo dijiste. Ray

– Ray Callander. Conozco su antigua dirección en Queens, sé el número de la matrícula de su Honda.

– Creía que tenía una furgoneta.

– También tiene un Civic de dos puertas. Lo vamos a atrapar, Kenan. Quizás no esta noche, pero lo vamos a coger.

– Eso está muy bien -dijo con calma-. Pero tengo que decirte algo. ¿Sabes? Me metí en esto por lo que pasó a mi esposa, ésa es la razón por la cual te contraté. La razón por la cual estoy aquí, para empezar. Pero en este momento todo eso es mierda. En este momento lo único que me importa es esta chica, Lucía, Luschka, Ludmilla. Tiene todos estos nombres distintos y no sé cómo llamarla y nunca en mi vida la he visto, pero todo lo que me importa ahora es recuperarla.

«Gracias», pensé.

Porque, como llevan escrito en las camisetas, cuando estás metido hasta el cuello, te puedes olvidar de que tu objetivo fundamental era drenar el pantano. En este momento no importaba en qué agujero de Sunset Park estaban los dos, no importaba si yo lo descubría esta noche, mañana o nunca. Por la mañana, le podía entregar todo lo que tenía a John Kelly y dejar que él siguiera desde allí. No importaba quién había traído a Callander y no importaba si cumplía quince o veinte años o cadena perpetua o si moría en algún callejón a manos de Kenan Khoury o las mías. O si salía impune, con dinero o sin él. Eso podría importar mañana. O no. Pero no importaba esta noche.

De repente, estaba claro cómo realmente tendría que haber estado todo el tiempo. La única cosa de importancia era recuperar a la chica. Nada más importaba de momento.


Yuri y Dani volvieron unos minutos antes de las ocho. Yuri llevaba una maleta en cada mano, ambas con el logotipo de unas aerolíneas que habían desaparecido en alguna fusión de empresas. Dani llevaba una bolsa de compras.

– Bueno, empezó el negocio -dijo Kenan.

Su hermano juntó las manos para aplaudir. Yo no lo hice, pero sentí la misma excitación. Se podía haber pensado que el dinero era para nosotros.

– Kenan, ven aquí un minuto -dijo Yuri-. Mira esto.

Abrió una de las bolsas y volcó su contenido: paquetes de a cien sujetos con faja, cada envoltorio con la marca del Chase Manhattan Bank.

– Hermoso -dijo-. ¿Qué hiciste, Yuri? ¿Una retirada de fondos no autorizada? ¿Cómo te las has arreglado para encontrar un banco al que asaltar a estas horas de la noche?

Yuri le tendió un fajo de billetes. Kenan le quitó la faja, miró el de arriba y dijo:

– No tengo que mirarlos, ¿verdad? No me lo preguntaría si todo fuera kosher. Esto es mercadería inferior, ¿no?

Examinó atentamente el primero del fajo, apartó el billete con el dedo pulgar y miró el siguiente.

– Mercancía inferior -confirmó-. Pero muy bien hecha. ¿Todos con el mismo número de serie? No, éste es diferente.

– Tres números diferentes -dijo Yuri.

– No pasarían por los bancos -dijo Kenan-. Tienen máquinas detectaras, descubren cualquier cosa electrónicamente. Aparte de eso, a mí me parecen buenos. -Arrugó un billete, lo alisó, lo puso a contraluz y entrecerró los ojos para mirarlo-. El papel es bueno. La tinta parece buena. Hermosos billetes usados. Los deben de haber empapado con granos de café y luego los deben de haber pasado por el suavizante. ¿Matt?

Saqué un billete legítimo -o lo que yo suponía era un billete legítimo- de mi propia cartera y lo sostuve junto al que Kenan me tendía. Me pareció que Franklin estaba un poco menos sereno en el billete falso, un poco más lascivo. Pero, de verlo tan a menudo, nunca le hubiera dedicado una segunda mirada.

– Muy bonito -dijo Kenan-. ¿Cuál es el descuento?

– El sesenta por ciento del valor nominal. Pagas cuarenta céntimos por dólar.

– Alto.

– La buena mercancía no es barata -observó Yuri.

– Es verdad, y además es un negocio más limpio que la droga. Porque si te detienes y lo piensas, ¿a quién le hace daño?

– Desvaloriza la moneda -dijo Peter.

– ¿En serio? Es una gota muy pequeña en el balde. Una empresa de ahorro y préstamo queda panza arriba y desvaloriza la moneda más que veinte años de falsificaciones.

– Esto es en préstamo -dijo Yuri-. No hay recargo si lo recuperamos y lo devuelvo. De otro modo, lo debo. A cuarenta centavos por dólar.

– Eso es muy decente.

– Me está haciendo un favor. Lo que quiero saber es: ¿se darán cuenta?

– No se darán -dije-. Estarán mirando con rapidez, con mala luz, y no creo que estén pensando en billetes falsificados. Las envolturas del banco son un toque delicado.

– ¿Las imprimió él también?

– Sí.

– Los volveremos a empaquetar un poco -dije-. Usaremos las envolturas del Chase pero sacaremos seis billetes de cada mazo y los reemplazaremos por billetes legítimos, tres arriba y tres abajo. ¿Cuánto tienes aquí, Yuri?

– Doscientos cincuenta mil de mercancía inferior. Y Dani tiene sesenta mil, o un poco más. De cuatro personas distintas.

Hice la cuenta.

– Eso nos pondría exactamente alrededor de los ochocientos mil. Es bastante aproximado. Creo que estamos en un buen punto para el negocio.

– Gracias a Dios -dijo Yuri.

Peter aflojó la envoltura de un fajo de billetes falsos, los desplegó en abanico, se quedó mirándolos y meneó la cabeza. Kenan arrimó una silla y empezó a sacar seis billetes de cada paquete.

Sonó el teléfono.

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