Los hechos habían sucedido el jueves. El lunes, al volver de almorzar, había un mensaje para mí en recepción. «Llame a Peter Curry», decía, y había un número y el código de zona 718, lo que significaba Brooklyn o Queens. Yo no creía conocer a ningún Peter Curry en Brooklyn o Queens, ni en ninguna otra parte, pero no es extraño que reciba llamadas de gente que no conozco. Subí a mi habitación y llamé al número que estaba en la tira de papel y cuando un hombre contestó, pregunté:
– ¿Señor Curry?
– ¿Sí?
– Mi nombre es Matthew Scudder. He recibido un mensaje de usted.
– ¿Usted ha recibido un mensaje mío?
– Así es. Aquí dice que usted llamó a las doce y cuarto.
– ¿Me repite el nombre?
Se lo repetí y añadió:
– Ah, espere un minuto. Usted es el detective, ¿verdad? Mi hermano le llamó, mi hermano Peter.
– Dice Peter Curry.
– No cuelgue.
No colgué y, después de un momento, otra voz, parecida a la primera pero un tono más profunda y un poco más suave, dijo:
– Matt, soy Pete.
– Pete -dije-. ¿Te conozco, Pete?
– Sí, nos conocemos, pero no creo que sepas mi nombre. Asisto con regularidad a St. Paul. Dirigí una sesión hace cinco o seis semanas.
– Peter Curry -dije.
– Khoury -rectificó-. Soy de ascendencia libanesa. Déjame describirme. Hace alrededor de año y medio que no bebo. Vivo en una pensión al oeste de la Calle 55. He estado trabajando de mensajero y recadero, pero mi especialidad es el montaje de películas, sólo que no sé si podré volver a trabajar en eso.
– Hay muchas drogas en tu historia.
– Así es, pero fue el alcohol lo que realmente me abatió al final. ¿Me sitúas?
– Claro. Estaba allí la noche que hablaste. Sólo que nunca supe tu apellido.
– Exacto.
– ¿En qué puedo serte útil, Pete?
– Me gustaría que vinieras a charlar conmigo y con mi hermano. Eres detective y creo que es lo que necesitamos.
– ¿Podrías darme alguna idea de qué se trata?
– Bueno…
– ¿Por teléfono?
– Quizá sea mejor que no, Matt. Es un trabajo para un detective; es importante y pagaremos lo que pidas.
– Bueno -admití-. No sé si estoy libre para trabajar en este preciso momento, Pete. En realidad, tengo planeado un viaje. Me voy a Europa a final de esta semana.
– ¿Dónde?
– A Irlanda.
– Eso suena muy bien -observó-. Pero, mira, Matt, ¿no podrías simplemente llegarte hasta aquí y dejar que te lo expliquemos? Nos escuchas y, si decides que no puedes hacer nada por nosotros, no habrá ningún resentimiento y te pagaremos por tu tiempo, además del taxi de ida y vuelta.
Lejos del teléfono, el hermano decía algo que yo no alcanzaba a entender. Pete añadió:
– Se lo diré. Matt, Kenan dice que podríamos pasar a recogerte con el coche, pero tendríamos que volver aquí y por lo tanto me parece que es más rápido que tú simplemente cojas un taxi y te vengas aquí.
Me parecía que estaba oyendo hablar mucho de taxis a alguien que trabajaba de mensajero y recadero. Luego el nombre de su hermano me recordó algo. Dije:
– ¿Tienes más de un hermano, Pete?
– No, sólo uno.
– Creo que lo mencionaste en tu exposición. Algo acerca de su ocupación.
Una pausa. Luego:
– Matt, sólo te estoy pidiendo que vengas a escuchar.
– ¿Dónde estás?
– ¿Conoces Brooklyn?
– Tendría que estar muerto.
– ¿Qué dices?
– Nada. Pensaba en voz alta. Un famoso cuento: «Sólo los muertos conocemos Brooklyn». Solía conocer partes del barrio razonablemente bien. ¿En qué lugar de Brooklyn estás?
– Bay Ridge. Colonial Road.
– Eso es fácil de encontrar.
Me dio la dirección y la anoté.
La línea de metro R, conocida también como metro local de Broadway, va desde la Calle 179 de Jamaica (barrio de Queens) hasta unas manzanas antes del puente Verrazano, en el ángulo sudoeste de Brooklyn. Lo abordé en el cruce de la 57 con la Séptima Avenida y bajé dos paradas antes del final de la línea.
Hay quienes sostienen que una vez que uno deja Manhattan está fuera de la ciudad. Están equivocados. Uno está sólo en otra parte de la ciudad, pero no hay duda de que la diferencia es palpable. Se podría detectar con los ojos cerrados. El nivel de energía es diferente, el aire no zumba con la misma intensidad.
Caminé una manzana por la Cuarta Avenida, pasando por un restaurante chino, una verdulería coreana, un salón de belleza y un par de bares irlandeses, luego atajé hacia Colonial Road y encontré la casa de Kenan Khoury. Formaba parte de un grupo de amplias casas familiares, estructuras cuadradas y sólidas que parecían haber sido construidas en algún momento entre las dos guerras. Un césped diminuto y medio tramo de escalones de madera que conducían a la entrada principal. Los subí y toqué el timbre.
Pete me hizo pasar y me llevó a la cocina. Me presentó a su hermano, que se puso de pie para darme la mano y luego hizo un gesto para que me sentara en una silla. Él siguió de pie, caminó hasta el fogón y se volvió a mirarme.
– Le agradezco que haya venido -dijo-. ¿Le importa que le haga un par de preguntas, señor Scudder, antes de que empecemos?
– En absoluto.
– ¿Algo para beber primero? Bebida alcohólica, no. Sé que usted conoce a Petey de Alcohólicos Anónimos, pero hay café hecho o puedo ofrecerle una gaseosa. El café es estilo libanés, que es del mismo estilo que el café turco o el armenio, muy cargado y fuerte. O hay un frasco de Yubán instantáneo, si prefiere eso.
– El café libanés suena bien.
Sabía bien, también. Tomé un sorbo y él dijo:
– Usted es detective, ¿no es verdad?
– Sin licencia.
– ¿Y eso qué significa?
– Que no tengo categoría oficial. Ocasionalmente hago trabajos per diem para una de las grandes agencias, y en esas ocasiones opero con la licencia de ellos, pero lo demás que haga es privado y no oficial.
– Pero era policía.
– Así es. Hace algunos años.
– ¡Ajá! ¿De uniforme, de civil o qué?
– Era detective.
– Tenía una chapa dorada, ¿no?
– Así es. Estuve adscrito a la comisaría Sexta del Village durante varios años y antes estuve durante una temporada en Brooklyn, en la comisaría 78D. En Park Slope, al norte, la zona que llaman Boerum Hill.
– Sí, sé dónde está. Crecí en la zona de la comisaría 78D. ¿Conoce Bergen Street, entre Bond y Nevins?
– Desde luego.
– Allí es donde crecimos Petey y yo. Encontrará mucha gente de Oriente Medio en ese barrio, en unas cuantas manzanas de Court y Atlantic: libaneses, sirios, yemeníes, palestinos. Mi esposa era palestina, su gente vivía en President Street, una travesía de Henry. Es South Brooklyn, pero creo que ahora lo llaman Carroll Gardens. ¿El café está bien?
– Está muy bueno.
– Si quiere más, dígalo. -Fue a decir algo más, pero se volvió para mirar a su hermano-: No sé, hombre. Creo que esto no va a funcionar.
– Cuéntale la situación, niño.
– Es que no sé… -Se volvió de nuevo hacia mí, dio la vuelta a una silla y se sentó a horcajadas-. Éste es el asunto, Matt. ¿Está bien si le llamo así? -Asentí con un gesto-. Ésta es la cosa. Lo que necesito saber es si puedo decirle algo sin preocuparme de que usted se lo cuente a otros. Creo que lo que estoy preguntando es hasta qué punto sigue siendo usted policía.
Era una buena pregunta y yo mismo me la hacía muchas veces.
– Fui policía durante muchos años -dije-. Lo he sido un poco menos cada año desde que abandoné el cuerpo. Lo que usted me está preguntando es si lo que me cuente será confidencial. Legalmente no tengo el rango de un procurador. Lo que me diga no será información privilegiada. Pero al mismo tiempo tampoco soy funcionario de justicia, tampoco, de manera que no estoy más obligado que cualquier ciudadano privado a informar acerca de los temas de los que me entere.
– ¿Cuál es el punto crucial?
– No sé cuál es el punto crucial. Puede cambiar considerablemente. No puedo prometerle mucho porque no sé lo que está decidido a contarme. Vine hasta aquí porque Pete no quería decir nada por teléfono y ahora parece que usted tampoco quiere decir nada cara a cara. Tal vez debería irme a casa.
– Tal vez -dijo.
– Niño…
– No -admitió, poniéndose de pie-. Fue una buena idea, hombre, pero no está resultando. Nosotros mismos los encontraremos. -Sacó un rollo de billetes del bolsillo, separó uno de cien y me lo tendió a través de la mesa-. Por sus taxis de ida y vuelta y por su tiempo, señor Scudder. Lamento que le hayamos arrastrado hasta aquí para nada.
Al ver que yo no alargaba la mano, dijo:
– Quizá su tiempo valga más de lo que he calculado. Aquí tiene, y nada de resentimientos, ¿eh? -Añadió un segundo billete al primero y yo seguí sin cogerlos.
Empujé la silla hacia atrás y me puse de pie.
– No me debe nada -observé-. No sé lo que vale mi tiempo. Digamos que, con el café, estamos en paz.
– Coja el dinero, el taxi debe de costar unos veinticinco por trayecto.
– He cogido el metro.
Me miró fijamente.
– ¿Ha venido en metro? ¿Mi hermano no le dijo que cogiera un taxi? ¿Para qué quiere ahorrar dinero, especialmente cuando lo estoy pagando yo?
– Guarde su dinero -le dije-. Cogí el metro porque es más sencillo y más rápido. Cómo voy de un lugar a otro es asunto mío, señor Khoury, y yo hago mi trabajo como quiero. Usted no me diga cómo andar por la ciudad y yo no le diré cómo venderles crack a los escolares. ¿Qué le parece?
– ¡Dios mío! -exclamó.
– Lamento que ambos hayamos perdido nuestro tiempo -le dije a Pete-. Gracias por pensar en mí.
Me preguntó si quería que me llevara a la ciudad con el coche o al menos a la estación del metro.
– No. Creo que me gustará caminar un poco por Bay Ridge. No he andado por aquí desde hace años. Tuve un caso que me trajo hasta unas pocas manzanas de aquí, justamente en Colonial Road, pero un poco hacia el norte. Justo atravesando el parque. Creo que es el Owl's Head Park.
– Eso está a ocho o diez manzanas -rectificó Kenan Khoury.
– Creo que sí. El individuo que me contrató estaba acusado de matar a su esposa y el trabajo que hice para él ayudó a que retiraran los cargos.
– ¿Y era inocente?
– No, la mató -respondí, recordando todo el asunto-. Yo no lo sabía. Lo descubrí después.
– ¿No había nada que usted pudiera hacer?
– Claro que había. Tommy Tillary era su nombre. No recuerdo el nombre de su esposa, pero su amiga era Carolyn Cheatham. Cuando ésta murió, él terminó pagando por esta muerte.
– ¿La mató a ella también?
– No, ella se suicidó. Lo arreglé de manera que pareciera asesinato y tuvo que pagar por él. Lo saqué de un aprieto del que no merecía salir, así que me parecía justo meterlo en otro.
– ¿Qué tiempo cumplió?
– Todo el que pudo. Murió en prisión. Alguien le clavó un cuchillo. -Suspiré-. Pensé en pasar por su casa para ver si me traía algún recuerdo, pero parecen haber vuelto por sí mismos.
– ¿Le molesta?
– ¿Recordar, quiere decir? No especialmente. Puedo pensar en muchas cosas que he hecho y que me molestan más. -Me puse a buscar la chaqueta, pero recordé que había llegado sin ella. Fuera, el tiempo era primaveral, tiempo de chaqueta deportiva, aunque bajaría la temperatura al atardecer.
Me encaminé hacia la puerta y dijo:
– ¿Quiere esperar un minuto, por favor, señor Scudder?
Lo miré.
– Estaba fuera de mí -se justificó-. Le pido disculpas.
– No tiene de qué disculparse.
– Sí, perdí la cabeza. Esto no es nada. Hoy he roto un teléfono. Comunicaban y me puse furioso, y estrellé el auricular contra la pared hasta que se hizo pedazos. -Meneó la cabeza-. Nunca me pongo así. He estado sometido a una gran tensión.
– Hay mucho de eso.
– Sí, supongo que sí. El otro día unos tipos secuestraron a mi esposa, la cortaron en pedacitos, la envolvieron en bolsas de plástico y me la han devuelto en el maletero de un coche. Tal vez ésa sea la tensión que todos los demás están sufriendo. No sabría decirlo.
– Tranquilo, niño -dijo Pete.
– No, estoy bien -se disculpó Kenan-. Matt, siéntese un minuto. Déjeme que se lo cuente todo, de pe a pa, y después decide si quiere hacerlo o no. Olvide lo que dije antes. No me preocupa a quién se lo va a contar o no. Sólo que no quiero decirlo en voz alta porque lo hace real. Pero ya es real, ¿no?
Me largó toda la historia, contándomela en lo esencial como yo la referí antes. Había algunos detalles que surgieron, más tarde, de mi propia investigación, pero los hermanos Khoury ya habían desenterrado cierta cantidad de información por su cuenta. El viernes habían encontrado el Toyota Camry donde ella lo había estacionado, en Atlantic Avenue, y eso les llevó a El gourmet árabe, mientras que las bolsas de comida del maletero les permitieron saber que ella había parado también en D'Agostino.
Cuando terminó de contármelo, decliné la otra taza de café y acepté un vaso de agua mineral.
– Tengo algunas preguntas que hacer -dije.
– Adelante.
– ¿Qué hizo con el cadáver?
Los hermanos intercambiaron una mirada y Pete le hizo un gesto a Kenan para que continuara. Éste respiró hondo y explicó:
– Tengo un primo que es veterinario. Tiene un hospital para animales en…, bueno, no importa dónde está, por el barrio viejo. Lo llamé y le dije que necesitaba entrar de incógnito en su lugar de trabajo.
– ¿Cuándo fue eso?
– Lo llamé el viernes por la tarde y el viernes por la noche me dio la llave y fuimos allí. Tiene una unidad, supongo que usted lo llamaría un horno, que usa para incinerar los animales que sacrifica. Cogimos el…, cogimos el…
– Tranquilo, niño.
Sacudió la cabeza con impaciencia.
– Estoy bien. Sólo que no sé cómo decirlo. ¿Cómo se dice? Cogimos los pedazos de… de Francine y los quemamos.
– ¿Desenvolvió todo el…?
– No. ¿Para qué? Las cintas y el plástico se quemaron junto con todo lo demás.
– Pero ¿está seguro de que era ella?
– Sí. Sí, desenvolvimos lo suficiente para estar seguros.
– Tengo que preguntar todo esto.
– Comprendo.
– El hecho es que no tenemos cadáver. ¿No es así?
Asintió.
– Sólo cenizas. Cenizas y astillas de huesos es todo lo que hay. Uno piensa en la cremación e imagina que no quedará nada más que cenizas, como lo que sale de una caldera, pero no es así como funciona. Tiene una unidad auxiliar para pulverizar los fragmentos de huesos, para que así lo que quede sea menos obvio. -Alzó la mirada para encontrar la mía-. Cuando yo estaba en la escuela secundaria, trabajaba por las tardes en casa de Lou. No iba a mencionar su nombre. Carajo, ¿qué diferencia hay? Mi padre quería que yo fuera médico, creía que ése sería un buen entrenamiento. No sé si lo fue o no, pero yo me familiaricé con el lugar, con el equipo.
– ¿Sabe su primo por qué quiso usar sus instalaciones?
– La gente sabe lo que quiere saber. Él no puede haber supuesto que yo quería deslizarme allí durante la noche para ponerme una inyección antirrábica. Estuvimos allí toda la noche. El tamaño de la unidad que tiene es para animales de compañía, de manera que tuvimos que cargarlo varias veces y dejar que la unidad se enfriara entre una y otra vez. Cielos, me está matando el hablar de esto.
– Lo siento.
– No es culpa suya. Si Lou supo que utilicé el horno, supongo que tenía que saberlo. Tiene que tener una idea bastante clara de la clase de negocio en que estoy. Supongo que se imagina que maté a un competidor y quise deshacerme del cuerpo del delito. La gente ve toda esa mierda por televisión y cree que así es como funciona el mundo.
– ¿Y no se opuso?
– Es de la familia. Sabía que era urgente y sabía que era algo de lo que no debíamos hablar. Y le di algo de dinero. No quería aceptarlo, pero tiene dos hijos en la universidad, así que cómo no iba a aceptarlo. No era tanto, además.
– ¿Cuánto?
– Dos mil. Es un presupuesto muy bajo para un funeral, ¿no? Se puede gastar mucho más que eso en un ataúd. -Meneó la cabeza-. Tengo las cenizas en una lata en la caja fuerte, abajo. No sé qué hacer con ellas. No tengo idea de lo que ella hubiera querido. Nunca lo tratamos. Dios mío, tenía veinticuatro años. Nueve años más joven que yo, nueve años menos un mes. Hemos estado casados dos años.
– ¿Tenían hijos?
– Íbamos a esperar un año más y luego… ¡Santo Dios, esto es terrible! ¿Le molesta si tomo un trago?
– No.
– Pete dice lo mismo. Mierda, no lo voy a tomar. Bebí algo el jueves por la tarde después de hablar por teléfono con ellos y no he tomado nada desde entonces. Me vienen ganas y simplemente las dejo a un lado. ¿Sabe por qué?
– ¿Por qué?
– Porque quiero sentir esto. ¿Cree que hice mal llevándola a casa de Lou e incinerándola? ¿Cree que estuvo mal?
– Creo que fue ilegal.
– Sí, es verdad, pero no me preocupa demasiado ese aspecto.
– Sé que no. Usted sólo estaba tratando de hacer lo que era decente. Pero al hacerlo, destruyó las pruebas. Los cadáveres tienen mucha información para quien sabe buscar. Cuando uno reduce un cuerpo a cenizas y fragmentos de huesos, toda esa información se pierde.
– ¿Importa?
– Podría ser útil saber cómo murió.
– No me importa cómo. Todo lo que quiero saber es quién la mató.
– Una cosa podría llevar a la otra.
– Así que cree que obré mal. Yo no podía llamar a la policía, entregarles un saco lleno de pedazos de carne y decirles «ésta es mi esposa, cuídenla bien». Nunca llamo a la policía, estoy en un negocio donde eso no se hace, pero si hubiera abierto el maletero del lempo y ella hubiera estado allí, en un solo pedazo, muerta pero intacta, tal vez, tal vez, lo hubiera denunciado, pero de este modo…
– Comprendo.
– Pero cree que hice mal.
– Hiciste lo que tuviste que hacer -sentenció Peter.
– ¿No es eso lo que todos hacen siempre? -pregunté-. No sé mucho acerca del bien y del mal. Es probable que yo hubiera hecho lo mismo si hubiera tenido un primo con un crematorio en la parte de atrás. Pero lo que yo hubiera hecho está fuera de la cuestión. Usted hizo lo que hizo. La cuestión es qué hacemos ahora.
– ¿Qué?
– Ése es el problema.
No era el único problema. Hice un montón de preguntas y la mayor parte de ellas más de una vez. Llevé a ambos en un viaje de ida y vuelta por su historia y tomé muchas notas. Empezaba a parecer como si los restos segmentados de Francine Khoury fueran la única prueba tangible en todo el asunto. Y se habían evaporado como humo.
Cuando finalmente cerré el bloc, los dos hermanos Khoury estaban sentados esperando una palabra mía.
– A primera vista -observé- parecen muy seguros. Hicieron su juego y lo llevaron a cabo sin dejar ninguna pista de quiénes son. Si dejaron huellas en alguna parte, todavía no han aparecido. Es posible que alguien del supermercado o de la tienda de Atlantic Avenue haya visto a alguno de ellos o recuerde el número de la matrícula. Vale la pena hacer una investigación intensiva para tratar de hacer aparecer un testigo, pero esto no es más que una hipótesis. Las probabilidades son que no habrá ningún testigo o que, si aparece alguno, lo que vio no nos lleve a ningún lado.
– ¿Está diciendo que no tenemos ninguna posibilidad?
– No -respondí-. Eso no es lo que estoy diciendo. Estoy diciendo que una investigación tiene que servir de algo, además de trabajar con las pistas que dejaron. Un punto de partida está en el hecho de que se escaparon con casi medio millón de dólares. Hay dos cosas que podrían hacer y cualquiera de las dos podría ponerlos en evidencia.
Kenan lo pensó.
– Gastarlos es una de ellas -y preguntó-: ¿Cuál es la otra?
– Comentarlo. Los pillos se van de la lengua, especialmente cuando tienen algo de qué jactarse, y a veces hablan con gente que los vendería encantada. La treta es hacer correr la voz de manera que esa gente sepa quién es el comprador.
– ¿Tiene alguna idea de cómo hacerlo?
– Tengo un montón de ideas -admití-. Antes, usted quería saber hasta qué punto yo seguía siendo un policía. No lo sé, pero todavía enfoco este tipo de problemas como lo hacía cuando llevaba una insignia, dándole vueltas de acá para allá hasta poder capturarlo. En un caso como éste, uno puede ver diferentes líneas de investigación. Todas las probabilidades indican que ninguna de ellas llevará a ninguna parte, pero siguen siendo los enfoques que habría que probar.
– ¿Así que quiere intentarlo?
Miré mi bloc. Respondí:
– Bueno, tengo dos problemas. Creo que el primero se lo mencioné a Pete por teléfono. Se supone que me voy a Irlanda el fin de semana.
– ¿Por negocios?
– Por placer. Hice los trámites esta mañana.
– Podría cancelarlo.
– Podría.
– Si pierde algún dinero al cancelar el viaje, lo que yo le pague le compensará. ¿Cuál es el otro problema?
– El otro problema es qué uso le dará a cualquier pista que pudiera surgir.
– Bueno, ya sabe la respuesta a eso.
Asentí.
– Ése es el problema.
– Porque no se puede hacer una acusación contra ellos, acusarlos de secuestro y homicidio. No hay ninguna prueba de que se haya cometido un crimen, sólo hay una mujer que ha desaparecido.
– Así es.
– Así que debe de saber lo que quiero. Cuál es la clave de todo esto. ¿Quiere que lo diga?
– Podría.
– Quiero a esos hijos de puta muertos. Quiero estar allí, quiero hacerlo, quiero verlos morir. -Lo dijo con calma, llanamente, con una voz sin emoción-. Eso es lo que quiero -añadió-. En este momento lo deseo tanto que no quiero nada más. No puedo imaginarme deseando alguna otra cosa en mi vida. ¿Eso es más o menos lo que se imaginaba?
– Más o menos.
– La gente que hace algo como esto, coger a una mujer inocente y hacerla pedacitos, ¿le importa lo que le pase?
Lo pensé, pero no mucho tiempo.
– No -repuse.
– Haremos lo que hay que hacer, mi hermano y yo. Usted no tomará parte.
– En otras palabras, sólo los estaría sentenciando a muerte.
Negó con la cabeza.
– Ellos mismos se sentenciaron con lo que hicieron. Sólo está ayudando a hacer la jugada. ¿Qué dice?
Vacilé.
– Tiene otro problema, ¿no? -dijo-. Mi profesión.
– Es un factor que hay que tener en cuenta.
– Lo de vender crack a los escolares. Yo no… yo no monto el quiosco en los patios de las escuelas.
– Ya me lo imaginaba.
– Hablando con propiedad, no soy camello. Trafico, pero no trapicheo. ¿Entiende la diferencia?
– Claro -respondí-. Eres el pez gordo que se las arregla para no caer en las redes.
Rió.
– No sé si soy especialmente gordo. En ciertos aspectos, los distribuidores de nivel medio son los más gordos, movilizan el mayor volumen. Yo comercio al peso, lo que quiere decir que o traigo la mercancía en cantidad o se la compro a la persona que la trae, y se la paso a quien la vende en cantidades menores. Mi cliente probablemente saca más beneficio que yo, porque compra y vende continuamente, mientras que yo sólo hago dos o tres operaciones por año.
– Pero le va muy bien.
– Me defiendo. Es peligroso. Tienes que preocuparte por la ley y hay gente que sólo quiere robarte. Cuando los riesgos son elevados, las ganancias también son elevadas, por lo general, y el negocio está ahí. La gente quiere la mercancía…
– Por mercancía se refiere a cocaína.
– En realidad no trabajo mucho con la cocaína. Lo mío es sobre todo la heroína. Algo de hachís, pero mayormente heroína los dos últimos años. Mire, se lo digo de entrada, no me voy a disculpar. La gente se la chuta, se engancha, le roba a la madre, entra en las casas a robar, se mete una sobredosis y muere con la jeringuilla en el brazo o comparte agujas y se contagia el sida. Conozco la historia. Hay quien fabrica armas, quien destila licores, quien cultiva tabaco. ¿Cuánta gente muere al año por culpa del alcohol y el tabaco, y cuánta por culpa de las drogas?
– El alcohol y el tabaco son legales.
– ¿Y qué importancia tiene eso?
– La tiene, pero no sé cuánta.
– Tal vez. Yo no la veo. En cualquier caso, el producto es sucio. Mata a la gente o es la sustancia que usan para matarse o matar a otros. Hay una cosa a mi favor, yo no hago publicidad de lo que vendo, no tengo cabilderos en el Congreso. No contrato gente de relaciones públicas para que digan al público que la mierda que vendo es buena para ellos. El día que la gente deje de querer drogas, ese día me buscaré otra cosa que comprar y vender, y no me lamentaré por eso ni haré que el gobierno me dé un subsidio.
– No estás vendiendo pirulís, niño -dijo Peter.
– No, no lo son. La mercancía es sucia. Nunca he dicho que no lo fuera, pero lo que yo hago, lo hago limpiamente. No jodo a nadie, no mato a nadie. Mis tratos son justos y miro con quién trato. Por eso estoy vivo y por eso no estoy en la cárcel.
– ¿Ha estado alguna vez?
– No. Afortunadamente nunca me han detenido. De manera que si ése es un problema, ¿cómo se vería si trabajara para un conocido mercader de drogas…?
– No es algo que tenga que considerar.
– Bueno, desde un punto de vista oficial no soy un comerciante conocido. No voy a decir que no haya alguien en la brigada de estupefacientes que no sepa quién Hoy, pero no tengo antecedentes. Que yo sepa, nunca he Mido objeto oficial de una investigación. Mi casa no tiene micrófonos ocultos y mi teléfono no está intervenido. Ya le dije que lo sabría si lo estuviera.
– Sí.
– Quédese sentado tranquilamente un minuto. Quiero enseñarle una cosa. -Fue a otro cuarto y volvió con una fotografía en colores de trece por dieciocho en un marco de plata-. Fue en nuestra boda. Hace dos años. Ni siquiera dos años, hará dos años en mayo.
Él iba de esmoquin y ella totalmente vestida de blanco. Él sonreía ampliamente, pero ella no, creo que ya lo he dicho antes. Estaba radiante, sin embargo, y se podía ver que era de felicidad.
No supe qué decir.
– No sé qué le hicieron -admitió-. Ésa es una de las cosas en las que no me tomaré la molestia de pensar, pero la mataron y la descuartizaron, la convirtieron en una especie de humor negro y tengo que hacer algo al respecto, porque me moriría si no lo hiciera. Lo haría todo yo solo si pudiera. En realidad, Pete y yo tratamos de hacerlo, pero no sabemos qué hacer, no tenemos los conocimientos adecuados, no conocemos las movidas. Las preguntas que hizo antes, el enfoque que le dio, me demostraron, por lo menos, que ésta es un área en la que no sé qué hacer. De manera que quiero su ayuda y puedo pagarle lo que sea. El dinero no es problema. Tengo mucho dinero y gastaré lo que tenga que gastar. Y si dice que no, encontraré a algún otro o trataré de hacerlo solo porque ¿qué mierda más voy a hacer? -Alargó la mano por encima de la mesa, me quitó la fotografía y la miró-. ¡Dios mío, qué día más feliz fue aquél! ¡Qué perfectos todos los días desde entonces! Hasta que después todo quedó convertido en mierda. -Me miró-. Sí, soy traficante, o comerciante en drogas, como quiera llamarlo. Sí, tengo la intención de matar a esos hijos de puta. Eso es lo que hay. ¿Qué dice? ¿Le interesa o no?
Mi mejor amigo, el hombre con el que había planeado reunirme en Irlanda, era un delincuente de carrera. Según la leyenda, una noche había recorrido las calles de «la Cocina del Infierno» con una bolsa de deportes en la que llevaba la cabeza de un enemigo. No podría jurar que ocurrió, pero no hace mucho había coincidido con él en un sótano de Maspeth, donde le cortó la mano a un hombre con un cuchillo de carnicero. Aquella noche tenía yo un arma en la mano y la había usado.
De manera que si todavía tenía yo mucho de policía en algunos aspectos, en otros había sufrido cambios considerables. Hacía rato que había engullido la borraja, así que ¿por qué hacer ascos ahora a la carne?
– Me interesa -dije.