Fui a la reunión de las ocho y media en St. Paul. Cuando iba hacia allí, se me ocurrió que podría encontrarme con Pete Khoury en aquel lugar, pero no apareció. Ayudé a plegar sillas y luego me reuní con un grupo de gente para tomar un café en el Flame. Pero no me quedé mucho tiempo, porque a las once ya estaba en Poogan's Pub, en la Calle 72 Oeste, uno de los dos lugares donde se podía encontrar a Danny Boy Bell entre las nueve de la noche y las cuatro de la mañana. El resto del tiempo no se podía encontrar en ninguna parte.
Su otro lugar es un club de jazz llamado Mother Goose, en Ámsterdam. Poogan estaba más cerca, así que probé allí primero. Danny Boy estaba en su mesa habitual del fondo, enfrascado en una conversación con un negro de piel muy oscura, barbilla puntiaguda y nariz como un botón. Usaba gafas de sol, con lentes espejados, y un traje de color azul polvo con más en los hombros de lo que Dios y el Gimnasio Gold podían haber puesto allí. Un pequeño sombrero de paja color marrón cacao, adornado con una cinta de color rosa vivo, estaba posado en la punta de su cabeza.
Tomé una coca-cola en el bar y esperé allí mientras él terminaba su asunto con Danny Boy. Después de unos cinco minutos, se despegó de la silla, palmeó a Danny Boy en el hombro, rió con ganas y se dirigió a la calle. Yo me volví para recibir el cambio y cuando me di la vuelta, su lugar había sido ocupado por un hombre blanco que se estaba quedando calvo y que tenía un bigote espeso y un vientre que pugnaba por salírsele de la camisa. Yo no había reconocido al primer tipo más que de forma general, pero conocía a este hombre. Su nombre era Selig Wolf. Tenía un par de zonas de estacionamiento y hacía apuestas deportivas. Lo había detenido una vez, hacía mucho tiempo, acusado de atraco, pero el querellante había decidido no forzar la cosa.
Cuando Wolf se fue, cogí otra Coca-Cola y me senté.
– Noche ocupada -dije.
– Ya lo sé -rezongó Danny Boy-. Saca un número y espera. Se está poniendo tan malo como lo de Zabar. Me alegro de verte, Matthew. Te vi antes, pero tenía que aguantar al pelma de Wolf. Debes de conocer a Selig.
– Sí, pero no conocía al otro tipo. Preside la recolección de fondos para el United Negro College Fund, ¿no es verdad?
– Es algo terrible malgastar la imaginación -dijo con solemnidad-. ¡Pensar que tú malgastas la tuya juzgando por las apariencias! El caballero usaba un temo de sastrería, Matthew, conocido como el traje del petimetre, con solapas anchas y pantalones estrechos en los tobillos. Mi padre tenía uno en su guardarropa, un recuerdo de su ardiente juventud. De tanto en tanto lo sacaba y amenazaba con ponérselo, y mi madre ponía los ojos en blanco.
– Me alegro por ella.
– Su nombre es Nicholson James -aclaró Danny Boy-. Tendría que haber sido James Nicholson, pero los nombres los invirtieron en algún documento oficial y él decidió que de esa forma tenía más estilo. Se podría decir que combina con su declaración sobre la moda retro. El señor James es un rufián.
– Me lo imagino. Pero nunca lo hubiera adivinado.
Danny Boy se sirvió un poco de vodka. Su propia idea sobre la moda era una elegancia tranquila: un traje oscuro hecho a medida y un chaleco de un diseño atrevido en rojo y negro. Es de muy baja estatura, un albino afroamericano, de físico muy esmirriado. Estaría muy lejos de la realidad llamarlo negro, puesto que es cualquier cosa menos eso. Pasa sus noches en los bares y prefiere la luz mortecina y el poco ruido. Es tan rígido como Drácula, no se aventura a la luz del día, y rara vez contesta el teléfono o abre la puerta durante esas horas. No obstante, todas las noches está en el bar de Poogan o en Mother Goose, escuchando a la gente y diciéndole cosas.
– Elaine no está contigo -dijo.
– Esta noche no.
– Dale recuerdos míos.
– Lo haré -contesté-. Te he traído algo, Danny Boy.
– ¿Sí?
Le di dos billetes de cien. Miró el dinero sin exhibirlo y luego me miró con las cejas levantadas.
– Tengo un cliente rico -le dije-. Quiere que coja taxis.
– ¿Quieres que te llame uno?
– No, pero me pareció que tenía que repartir un poco de esta pasta. Todo lo que tienes que hacer es correr la voz.
– ¿La voz de qué?
Le relaté la versión oficial del caso sin mencionar el nombre de Kenan Khoury. Danny Boy escuchaba, frunciendo el entrecejo de tanto en tanto por aquello de la concentración. Cuando terminé, sacó un cigarrillo, lo miró un momento y lo volvió a meter en el paquete.
– Surge una pregunta -sugirió.
– Dale.
– La esposa de tu cliente está fuera del país y, presumiblemente, a salvo de quienes quieren hacerle daño. De manera que él supone que trasladarán su atención a algún otro.
– Correcto.
– Pues bien. ¿Por qué tiene que preocuparse? Me encanta la idea de que hay traficantes con espíritu solidario, como todos esos plantadores de marihuana de Oregón que hacen enormes donaciones anónimas en efectivo a «Salvemos la Tierra» y a los ecosaboteadores. Pues bien, cuando yo era pequeño, me gustaba Robín Hood, precisamente por eso. Pero ¿qué puede importarle a tu hombre que los malos rapten al amorcito de otro? Cobran el rescate y eso deja a uno de sus competidores en una situación de desventaja económica, eso es todo. O se equivocan… y ése es su fin. Mientras que su propia esposa esté fuera de foco…
– ¡Era una historia perfectamente buena hasta que te la conté a ti, Danny Boy!
– Lo siento.
– Su mujer no llegó a salir del país. La secuestraron y la mataron.
– ¿Él trató de ganar tiempo? ¿No quiso pagar el rescate?
– Pagó cuatrocientos de los grandes. Pero la mataron de todos modos.
Abrió los ojos de par en par.
– Sólo para tus oídos -agregué-. Todavía no se ha denunciado la muerte, así que eso no debe saberlo nadie.
– Comprendo. Bueno, eso hace que su motivación sea más fácil de entender. Quiere vengarse. ¿Alguna idea de quiénes son?
– No.
– Pero supones que lo harán otra vez.
– ¿Por qué abandonar en una partida donde se es ganador?
– Nadie abandona jamás.
Se sirvió más vodka. En sus dos paradas habituales, le traen la botella en un recipiente con hielo y no hace más que tomar grandes cantidades sin prestarle mucha atención, como si fuera agua. No sé dónde la mete ni cómo la procesa su cuerpo.
– ¿Cuántos hombres malos? -preguntó.
– Un mínimo de tres.
– Que se reparten cuatro décimos de un millón. Ellos también podrían estar cogiendo muchos taxis, ¿no te parece?
– Tuve la misma idea.
– Así es que si alguien anda tirando mucho dinero, ésa sería una buena pista.
– Podría ser.
– Y los narcos, en especial los más importantes, tendrían que enterarse de que corren el riesgo de un secuestro. Con la misma facilidad podrían agarrar a un traficante, ¿no te parece? No tendría que ser una mujer.
– No estoy seguro de eso.
– ¿Por qué?
– Creo que disfrutaron con el asesinato. Les produjo placer. Creo que abusaron sexualmente de ella, que la torturaron y que, cuando pasó la novedad, la mataron.
– ¿El cadáver tenía signos de tortura?
– El cuerpo volvió en veinte o treinta pedazos, envueltos por separado. Y eso tampoco tiene que saberlo nadie. No tenía planeado mencionarlo.
– Hubiera preferido que no lo hicieras, para hablarte con franqueza, Matthew. ¿Es mi imaginación o el mundo se está volviendo más asqueroso?
– No parece estar iluminándose.
– No, ¿verdad? ¿Recuerdas la gravitación universal, todos los planetas que se alinean como soldados? ¿No se suponía que ésa sería la señal del amanecer de algún tipo de Nueva Era?
– No estoy conteniendo el aliento.
– Bueno, dicen que siempre está más oscuro antes del alba. Pero entiendo lo que quieres decir. Si matar forma parte de la diversión, y si se dan a la violación y la tortura, pues bien, no elegirán a ningún traficante culo sucio y culo gordo de dudosa virilidad. No hay nada de afeminado en estos tipos.
– No.
Pensó un momento.
– Tendrán que volver a hacerlo -sugirió-. No se puede esperar que abandonen habiéndoles salido bien. Aunque me pregunto…
– ¿Si ya lo hicieron antes? Yo me estaba preguntando lo mismo.
– ¿Y?
– Son muy hábiles -admití-. Tengo la sensación de que tenían cierta práctica.
Lo primero que hice a la mañana siguiente, después del desayuno, fue ir a la central de Policía de Midtown North, en la Calle 54 Oeste. Pesqué a Joe Durkin sentado a su escritorio, y me dejó boquiabierto cuando me felicitó por mi aspecto.
– Vistes mejor últimamente -dijo-. Creo que es obra de esa mujer. Elaine, ¿verdad?
– Así es.
– Bueno, creo que es una buena influencia para ti.
– Estoy seguro de que lo es -afirmé-. Pero ¿de qué mierda hablas?
– Llevas una chaqueta muy bonita, eso es todo.
– Debe de tener diez años.
– Bueno, nunca te la pones.
– La llevo siempre.
– Tal vez sea la corbata.
– ¿Qué tiene de especial la corbata?
– ¿Te dijo alguien alguna vez que eres un hijo de puta difícil? Te digo que tienes buen aspecto y al minuto siguiente estoy en el puto banquillo de los testigos. ¿Qué tal si empezamos de nuevo? «Hola, Matt. Me alegro de verte. Tienes un aspecto de mierda, siéntate.» ¿Está mejor así?
– Mucho mejor.
– Me alegro. Siéntate. ¿Qué te trae por aquí?
– Tuve la necesidad de cometer un delito.
– Conozco ese sentimiento. Apenas pasa un día sin que yo sienta la misma necesidad. ¿Tienes pensado algún delito en especial?
– Pensaba en un delito de clase D.
– Pues bien, tenemos un montón de ésos. La posesión criminal de elementos de falsificación es un delito de clase D y probablemente estés cometiendo uno en este mismo momento. ¿Tienes una pluma en el bolsillo?
– Dos plumas y un lápiz.
– Estupendo. Sería mejor que te leyera tus derechos y te hiciera una acusación y te tomara las huellas digitales. Pero supongo que ése no es el delito de clase D que tenías pensado.
Meneé la cabeza.
– Estaba pensando en violar el artículo Doscientos-Cero-Cero del Código Penal.
– Doscientos-Cero-Cero. Me lo vas a hacer buscar, ¿no?
– ¿Por qué no?
Me lanzó una mirada y luego fue en busca de una carpeta negra de hojas sueltas y la hojeó.
– Es un número conocido -dijo-. ¡Qué bien, aquí está! Doscientos-Cero-Cero. Soborno en tercer grado. «Una persona es culpable de soborno en tercer grado cuando confiere u ofrece o acuerda conferir cualquier beneficio a un servidor público, según un acuerdo o arreglo de que el voto, la opinión, el juicio, la acción, la decisión o el ejercicio de la discreción de dicho servidor público como tal se vean influidos a partir de él.» -Siguió leyendo en silencio un momento y luego preguntó-: ¿Estás seguro de que no preferirías violar el artículo Doscientos-Cero-Tres?
– ¿Y eso qué es?
– Soborno en segundo grado. Es lo mismo que el otro, sólo que es un delito de clase C. Se considera soborno en segundo grado cuando el beneficio que confieres u ofreces o acuerdas conferir… ¡Mierda!, ¿no te gusta cómo redactan estas cosas? Total que el beneficio tiene que ser de más de diez mil dólares.
– ¡Ah! -dije-. Creo que la clase D es mi límite.
– Me lo temía. ¿Puedo preguntarte algo antes de que cometas tu delito de clase D? ¿Cuántos años hace que dejaste el trabajo?
– Ha pasado bastante tiempo.
– Entonces, ¿cómo recuerdas la clase de delito, por no hablar del número del artículo?
– Tengo buena memoria.
– Tonterías. Han vuelto a numerar las secciones a lo largo de estos años, han cambiado medio libro. Sólo quiero saber cómo lo has hecho.
– ¿De verdad quieres saberlo?
– Sí.
– Lo busqué en el libro de Andreotti, viniendo hacia aquí.
– Nada más que para tocarme los huevos, ¿no?
– Nada más que para mantenerte alerta.
– En el fondo, sólo por pura curiosidad.
– Absolutamente.
Previamente me había guardado un billete en el bolsillo de la chaqueta, lo toqueteé y se lo metí en el bolsillo donde tiene siempre los cigarrillos menos durante los intervalos en que maldice y fuma los ajenos.
– Cómprate un traje -le dije.
Estábamos solos en la oficina, así que cogió el billete y lo examinó.
– Tendremos que poner al día la terminología. Un sombrero son veinticinco dólares; un traje, cien. No sé cuánto cuesta un sombrero decente en estos días, no recuerdo cuándo fue la última vez que me compré uno. Pero no sé dónde se podría conseguir un traje por cien dólares como no sea en una tienda en época de rebajas. «Aquí hay cien dólares. Lleva a tu mujer a cenar.» ¿Para qué es esto, de todos modos?
– Necesito un favor.
– ¿Ah, sí?
– He leído algo acerca de un caso -dije-. Debe de haber sido hace seis meses o tal vez un año. Un par de tipos se apoderaron de una mujer en la calle y se la llevaron en una furgoneta. Apareció pocos días después en el parque.
– Supongo que muerta.
– Muerta.
– «La policía sospecha que hay juego sucio», debió de decir la noticia. Pero me atrevo a decir que no recuerdo nada. No fue uno de nuestros casos, ¿no?
– Ni siquiera fue en Manhattan. Me parece recordar que apareció en un campo de golf en Queens, pero también podría haber sido en algún lugar de Brooklyn. No le presté atención en su momento. Era un asunto que leí mientras tomaba una segunda taza de café.
– ¿Y qué quieres ahora?
– Refrescarme la memoria.
Me miró.
– Te sobra el dinero, ¿no? ¿Por qué hacer una donación para el fondo de mi guardarropa cuando podrías ir a la biblioteca y buscarlo en el Times Index?
– ¿Bajo qué sección? No sé dónde ni cuándo ocurrió ni conozco ninguno de los nombres de las víctimas. Tendría que rastrear todos los números del año pasado. Ni siquiera sé en qué diario lo leí. Podría no haber aparecido en el Times.
– Sería más fácil si yo hiciera un par de llamadas.
– Eso es lo que yo pensaba.
– ¿Por qué no te vas a dar una caminata? Toma una taza de café y consigue una mesa en el café griego de la Octava Avenida. Es probable que me deje caer por allí dentro de una hora para tomarme un café con una pasta danesa.
Cuarenta minutos más tarde se acercó a mi mesa en el café de la confluencia de la 8 con la 53.
– Hace poco más de un año -dijo-. Una mujer llamada Marie Gotteskind. ¿Qué significa eso? ¿«Dios es bueno»?
– Creo que significa «niño de Dios».
– Eso está mejor, porque Dios no fue bueno con Marie. Se denunció que fue raptada a plena luz del día mientras compraba en Jamaica Avenue, en Woodhaven. Dos hombres se la llevaron en una furgoneta y tres días más tarde un par de jóvenes que caminaban por el campo de golf de Forest Park encontraron el cadáver. Agresión sexual, múltiples heridas de arma blanca. El Uno-Cero-Cuatro tomó el caso y se lo devolvió al Uno-Doce una vez que la identificaron, porque allí fue donde tuvo lugar el secuestro original.
– ¿Llegaron a alguna parte?
Negó con la cabeza.
– El tipo con quien hablé recordaba muy bien el caso. Tuvo a la gente del barrio bastante alterada durante un par de semanas. Una mujer respetable camina por la calle, un par de payasos se apoderan de ella, es como ser fulminado por un rayo, ¿entiendes lo que quiero decir? Si le puede pasar a ella, le puede pasar a cualquiera y no estás a salvo ni siquiera en tu casa. Temieron que se repitiera. Violación por una pandilla sobre ruedas. Todo el tema de los asesinatos en serie. ¿Cómo fue ese caso en Los Angeles del que hicieron una miniserie?
– No lo sé.
– Dos italianos, creo que eran primos. Atacaban a las prostitutas y las dejaban en las colinas. «El estrangulador de la colina» lo llamaban. Deberían haber dicho «Los estranguladores», pero creo que los medios de comunicación le pusieron ese nombre al caso antes de saber que era más de una persona.
– La mujer de Woodhaven -dije.
– Exacto. Temían que fuera la primera de una serie, pero después no pasó nada más y todo el mundo se relajó. Todavía le dedican mucha atención al caso, pero no les ha conducido a ningún lado. Todavía es un caso abierto y la idea es que la única manera de resolverlo es si atrapan a los criminales cuando lo vuelvan a hacer. Me pregunto si teníamos algo en conexión con eso. ¿Lo tenemos?
– No. ¿Qué hizo el esposo de la mujer? ¿Te enteraste?
– Creo que no estaba casada. Me parece que era una maestra de escuela. ¿Por qué?
– ¿Vivía sola?
– ¿Qué diferencia hay?
– Me encantaría ver la ficha, Joe.
– Te gustaría, ¿no? ¿Por qué no te vas hasta el Uno-Doce y dices que te la enseñen?
– No creo que funcione.
– No lo crees, ¿eh? ¿Quieres decir que hay policías en esta ciudad que no son capaces de tomarse la molestia de hacerle un favor a un detective privado? ¡Estoy consternado!
– Te lo agradecería.
– Una llamada telefónica o dos es una cosa -se disculpó-. No tuve que cometer ninguna contravención flagrante de las normas del departamento y el tipo de Queens tampoco. Pero ahora estás pidiendo la divulgación de material confidencial. Se supone que ese expediente no debe salir de la oficina.
– No tiene por qué. Todo lo que él tiene que hacer es dedicar cinco minutos a fotocopiarlo.
– ¿Quieres todo el expediente? Una investigación de homicidio en gran escala. Ese expediente debe de tener veinte o treinta páginas.
– El departamento puede costear los gastos de fotocopiado.
– No sé -titubeó-. El alcalde no deja de decirnos que la ciudad se está arruinando. ¿Qué interés tienes en eso, de todos modos?
– No lo puedo decir.
– Bueno, Matt. Quieres que todo se haga en una sola dirección, ¿no?
– Es un asunto confidencial.
– No me jodas. Es confidencial, pero los archivos del departamento son un libro abierto, ¿verdad?
Encendió un cigarrillo y tosió.
– Esto no tendrá nada que ver con un amigo tuyo, ¿verdad?
– No te sigo.
– Tu amigote Ballou. ¿Esto tiene algo que ver con él?
– Por supuesto que no.
– ¿Estás seguro?
– Está fuera del país -murmuré-. Hace más de un mes que se fue y no sé cuándo vuelve y nunca se ha dedicado a violar mujeres y dejarlas en mitad de la calle.
– Ya lo sé. Es un caballero. Repone todos los trozos de césped. Están tratando de armar un caso RICO contra él, pero supongo que ya lo sabías.
– Oí algo al respecto.
– Espero que lo puedan empapelar y lo metan en una cárcel federal durante los próximos veinte años. Pero supongo que tú opinas de otro modo.
– Es amigo mío.
– Sí, eso me han dicho.
– De todos modos, no tiene nada que ver con este asunto.
Volvió la vista hacia mí y añadí:
– Tengo un cliente cuya esposa ha desaparecido. El modus operandi parece similar al incidente de Woodhaven.
– ¿La raptaron?
– Parece.
– ¿Él lo denunció?
– No.
– ¿Por qué no?
– Creo que tiene sus razones.
– Eso no es suficiente, Matt.
– Supongo que está ilegalmente en el país.
– Media ciudad está en el país ilegalmente. ¿Crees que cogemos un caso de secuestro y lo primero que hacemos es entregarle la víctima al INS? ¿Y quién es este tipo que no puede mostrar la tarjeta verde, pero que tiene el dinero para un investigador privado? Me suena que debe de ser algo sucio.
– Lo que tú digas.
– Lo que yo diga, ¿eh? -Sacó su cigarrillo y me miró con el entrecejo fruncido-. ¿La mujer está muerta?
– Está empezando a parecer que sí. Si es la misma gente…
– Sí, pero ¿por qué tendría que ser la misma gente? ¿Cuál es la conexión? ¿El modus operandi del secuestro?
Como yo no contesté nada, cogió la nota de la cuenta, la miró y me la tiró sobre la mesa.
– Ahí tienes -dijo-. Es tu cuenta. ¿Todavía estás en el mismo número? Te llamaré esta tarde.
– Gracias, Joe.
– No, no me lo agradezcas. Tengo que ir a estudiar si hay alguna manera de que esto se vuelva contra mí. Si no la hay, haré la llamada. De lo contrario, olvídalo.
Fui a la reunión del mediodía en Fireside y luego volví a mi cuarto. No había nada de Durkin, sino un papelito con un mensaje que indicaba que había tenido una llamada de TJ. Nada más que eso, ningún número, ningún otro mensaje. Estrujé el papel y lo tiré.
TJ es un adolescente negro que conocí hace alrededor de año y medio, en Times Square. TJ es el nombre de su calle, pero si tiene otro nombre, no quiere decírmelo. Me pareció vivaz, descarado e irreverente, un soplo de aire fresco en el pantano fétido de la Calle 42, e hicimos buenas migas. Le permití hacer algunas diligencias menores para un caso, acaecido tiempo ha, en el área de Times Square, y desde entonces ha estado en contacto conmigo. Cada dos semanas recibo una o varias llamadas suyas. Nunca deja ningún número y yo no tengo forma de ponerme en contacto con él, de manera que sus mensajes sólo son un modo de hacerme saber que piensa en mí. Si realmente quiere contactar conmigo, sigue llamando hasta que me encuentra en casa.
Cuando lo hace, a veces charlamos hasta que se le terminan las monedas o a veces nos encontramos en su barrio o en el mío, y yo le invito a comer. Dos veces le he dado pequeños trabajos que hacer en conexión con casos en los que yo estaba trabajando. Parece obtener una satisfacción del trabajo que no puede explicarse por las pequeñas sumas que yo le pago.
Subí a mi cuarto y llamé a Elaine.
– Danny Boy te manda saludos -dije-. Y Joe Durkin dice que eres una buena influencia para mí.
– Por supuesto que lo soy -dijo-. Pero ¿cómo lo sabe?
– Dice que estoy mejor vestido desde que empezamos a salir juntos.
– Te dije que este traje nuevo es especial.
– Pero no lo llevaba puesto.
– Ya.
– Llevaba la chaqueta, siempre me pongo esa maldita chaqueta.
– Todavía está bien. ¿Con pantalones grises? ¿Qué camisa y qué corbata llevabas?
Se lo dije y comentó:
– Es un conjunto que te queda bien.
– Aunque bastante vulgar. Anoche vi un traje de noche único.
– ¿En serio?
– Con un drapeado y un pliegue estrecho, según palabras de Danny Boy.
– Danny Boy no usaría un traje de ésos.
– No. Era de un socio suyo llamado… Bueno, su nombre no importa. También llevaba puesto un sombrero de paja con una cinta de un rosa chillón. Si yo me hubiera puesto algo así para ir a la oficina de Durkin…
– Se hubiera impresionado. Tal vez sea algo en tu comportamiento, cariño. Tal vez sea tu postura lo que Durkin está señalando. Te estás vistiendo con más autoridad.
– Porque mi corazón es puro.
– Ésa debe de ser la causa.
Charlamos un poco más. Ella tenía una clase esa noche y hablamos de reunimos después, pero no nos pareció prudente.
– Mejor mañana -sugirió-. ¿Una película tal vez? Sólo que odio salir los fines de semana porque cualquier lugar decente está repleto. Ya sé, tal vez ir al cine por la tarde temprano y después a cenar, suponiendo que no trabajes.
Le dije que eso me parecía muy bien.
Colgué y el hombre de la recepción llamó para decir que había tenido una llamada mientras hablaba con Elaine. Han cambiado el sistema telefónico varias veces desde que estoy en el Northwestern. Al principio, todas las llamadas tenían que pasar por la centralita. Luego lo arreglaron de manera que uno podía marcar directamente, pero las llamadas de fuera todavía pasaban por el conmutador. Ahora tengo una línea directa para hacer o recibir llamadas, pero si no levanto el receptor después de cuatro timbrazos, la pasan abajo. Recibo mi propia cuenta de NYNEX, el hotel no cobra nada y yo vengo a tener un servicio de mensajería gratuito.
La llamada era de Durkin. Le llamé a mi vez.
– Te dejaste algo aquí -dijo-. ¿Quieres pasar a buscarlo o te lo mando?
Le dije que iría tan pronto como pudiera.
Estaba al teléfono cuando llegué a la oficina de la patrulla. Tenía la silla inclinada hacia atrás y fumaba un cigarrillo mientras otro se quemaba en el cenicero. En el escritorio que había junto al suyo, un detective llamado Bellamy miraba por encima de sus gafas la pantalla de su ordenador.
Joe tapó con la mano el auricular y dijo:
– Creo que ese sobre es tuyo, tiene tu nombre. Te lo olvidaste cuando estuviste aquí.
Sin esperar respuesta, volvió a su conversación. Alargué la mano por encima de su hombro y cogí un sobre marrón de 22 x 30 cm. Detrás de mí, Bellamy le decía al ordenador:
– No se entiende ni hostia.
No quise polemizar al respecto.