Ocurrieron varias cosas en el transcurso de la semana siguiente.
Hice varios viajes a Sunset Park, dos de ellos solo, y el tercero en compañía de TJ. Un» tarde que no tenía nada que hacer, lo llamé por el busca y me devolvió la llamada casi de inmediato. Nos encontramos en la estación de Times Square y viajamos juntos hasta Brooklyn. Comimos en un restaurante, tomamos café con leche en el local cubano y paseamos un poco por los alrededores. Charlamos mucho, y aunque no me enteré de muchas cosas acerca de él, él averiguó muchas cosas de mí, suponiendo que me estuviera escuchando.
Mientras esperábamos el metro para volver al centro, dijo:
– Oye, no me tienes que pagar nada por hoy. Porque no hemos hecho nada.
– Tu tiempo tiene que tener algún valor.
– Si estoy trabajando, pero todo lo que he hecho no ha sido más que andar dando vueltas. Tío, lo he estado haciendo gratis toda mi vida.
Otra noche estaba a punto de salir de casa para dirigirme a una reunión cuando una llamada de Danny Boy me mandó corriendo a un restaurante italiano en Corona, donde tres patanes se habían convertido recientemente en grandes derrochadores. Parecía improbable, ya que Corona está en la parte norte de Queens, a años luz de Sunset Park, pero fui de todos modos y tomé agua San Pelegrino en el bar, mientras esperaba que tres tipos vestidos con trajes de seda entraran y empezaran a derrochar su dinero.
El televisor estaba encendido y, a las diez, el noticiario del Canal 5 incluía una toma de tres sujetos que acababan de ser detenidos por el reciente atraco a mano armada en un comercio de diamantes de la Calle 47.
El hombre que atendía el bar dijo:
– ¡Eh, fijaos! Esos idiotas han estado aquí las tres últimas noches, gastando el dinero como si quisiesen deshacerse de él lo más rápidamente posible. Yo tengo una especie de presentimiento en cuanto a su procedencia.
– La hicieron a la antigua -dijo el hombre que estaba a mi lado-. Robándolo.
Estaba sólo a unas pocas manzanas del Shea Stadium, pero aun así a cientos de kilómetros de los Mets, que habían perdido por poco contra los Cubs, esa tarde, en Wrigley. Los Yankees jugaban en casa contra los Indians. Caminé hasta el metro y volví a casa.
Otro día me llamó Drew Kaplan. Me dijo que Kelly y sus colegas de Homicidios de Brooklyn querían que Pam bajara a Washington e hiciera una visita al Centro Nacional Forense, donde los analistas de la sección de delitos violentos del FBI en Quantico la examinarían a fondo. Le pregunté cuándo iba.
– No va -dijo.
– ¿Se ha negado?
– Siguiendo las instrucciones de su abogado.
– No entiendo nada de eso -repliqué-. El departamento de relaciones públicas siempre estuvo donde los del FBI eran más fuertes, pero lo que he oído acerca de la división que traza el perfil de los asesinos en serie es sumamente impresionante. Me parece que tendría que ir.
– Pues es una lástima que no seas tú su abogado. Yo he sido contratado para proteger sus intereses, amigo. De todos modos, la montaña viene a Mahoma. Mandan a un tipo mañana.
– Hazme saber cómo le va -dije-, siempre que eso coincida con lo que tú consideras los mejores intereses de tu cliente.
Rió.
– No me fastidies, Matt. ¿Por qué tendría que arrastrarse ella hasta Washington DC? Que él venga a Nueva York.
Después del encuentro con el funcionario que trazaba los retratos robot, Kaplan volvió a llamar para decirme que la sesión no le había fascinado.
– El hombre me pareció un poco indiferente -dijo Drew-. Como si alguien que sólo ha matado a dos mujeres y tajado a una tercera, no justificara su tiempo. Supongo que cuantas más influencias reúne un asesino, más motivos le da para trabajar.
– Eso me gusta.
– Sí, pero sirve de poco consuelo a la gente que está en la otra punta del hilo. Es muy probable que prefieran que la policía atrape pronto al sujeto en lugar de dejarle ganar puntos tan interesantes para su base de datos. Le estaba diciendo a Kelly que han reunido una serie de datos sumamente sólidos de un fulano de la Costa Oeste. Están en condiciones de afirmar que de chico coleccionaba sellos; también han determinado qué edad tenía cuando se hizo el primer tatuaje. Pero todavía no han arrestado al hijo de puta. Por el momento, y según me dijo, los candidatos que tienen actualmente son cuarenta y dos, más otros cuatro probables.
– Ahora entiendo por qué Ray y su amigo parecen poco importantes.
– Pero tampoco le volvía loco la frecuencia. Dijo que los asesinos en serie manifiestan, en general, un nivel de actividad más alto. Eso significa que no esperan meses entre una víctima y otra. Dijo que o no habían dado con su ritmo todavía o no eran visitantes frecuentes de Nueva York y cometían el grueso de sus asesinatos en otra parte.
– No -dije-. Conocen la ciudad demasiado bien para que sea así.
– ¿Por qué dices eso?
– ¿Eh?
– ¿Cómo sabes lo bien que conocen la ciudad?
Porque habían mandado a los Khoury de acá para allá por todo Brooklyn. Pero no podía mencionar eso.
– Utilizaron dos cementerios suburbanos distintos como vertederos, además de Forest Park. ¿Has oído alguna vez que un forastero secuestre a una chica en Lexington Avenue y termine con ella en un cementerio de Queens?
– Cualquiera podría hacerlo -me contradijo-, si escogían a la chica equivocada. Déjame pensar qué más dijo. Dijo que probablemente tuvieran poco más de treinta años y que lo más seguro es que sufrieron abusos sexuales en la infancia. Aportó un montón de material, en general. Pero dijo una cosa que me estremeció.
– ¿Qué fue?
– Bueno, este tipo en particular ha estado con la división veinte años, casi desde que empezaron. Se va a retirar pronto y dice que está bastante contento.
– ¿Porque está agotado?
– Más que eso. Dijo que la frecuencia con la que ocurren estos incidentes ha estado aumentando estos años de una manera alarmante. Pero por la forma que está tomando la curva en el gráfico, creen que estos casos van a incrementarse de ahora hasta el fin de siglo. Asesinatos deportivos los llamó. Dice que esperan que sea la locura del tiempo libre de los noventa.
No lo hacían cuando fui por primera vez, pero ahora invitan habitualmente a las reuniones de Alcohólicos Anónimos a recién llegados con menos de noventa días de abstinencia para que se presenten y den su informe del día. En la mayor parte de las reuniones, cada una de estas presentaciones es recibida con aplausos. Aunque no en St. Paul, debido a un antiguo socio que concurrió todas las noches durante dos meses y que decía, antes de cada reunión: «Me llamo Kevin, soy alcohólico y tengo un día de retraso. Bebí anoche, pero hoy no he probado el alcohol». La gente se volvía loca aplaudiendo estas confesiones, hasta que al fin de la siguiente reunión votamos, después de un gran debate, eliminar por completo los aplausos. «Me llamo Al -diría alguien- y llevo once días.» «Hola, Al», nos limitamos a decirle ahora.
Era un miércoles cuando fui andando desde Brooklyn Heights hasta Bay Ridge y Kenen Khoury me pagó el dinero de mis gastos, y fue el martes siguiente en la reunión de las ocho y media cuando una voz conocida desde el fondo del salón dijo: «Me llamo Peter y soy alcohólico y drogadicto y tengo dos días a mi favor». «Hola, Peter», dijeron todos.
Había planeado saludarlo durante el descanso, pero me enganché en una conversación con la mujer que estaba sentada a mi lado, y cuando me volví a buscarlo, había desaparecido. Más tarde lo llamé desde el hotel, pero no contestó. Llamé a casa de su hermano.
– Peter está sereno -le dije-. Por lo menos lo estaba hace una hora. Lo vi en una reunión.
– Hablé con él esta tarde temprano. Dijo que le quedaba la mayor parte de mi dinero y que al coche no le había pasado nada. Le dije que ni el dinero ni el coche me importaban un huevo, que sólo me importaba él. Me contestó que estaba bien. ¿Tú cómo lo viste?
– No lo vi. Sólo le oí hablar y, cuando lo fui a buscar, se había ido. Llamé sólo para que supieras que está vivo.
Me dio las gracias. Dos noches después me llamó Kenan y me dice que estaba abajo, en la recepción.
– Estoy en doble fila, delante. ¿Ya has cenado? Baja, te espero.
En el coche comentó:
– Conoces Manhattan mejor que yo. ¿Dónde quieres ir? Elige un lugar.
Fuimos a París Green, en la Novena Avenida. Bryce me recibió por mi nombre y nos dio una mesa junto a la ventana, mientras Gary me saludaba de manera teatral desde el bar. Kenan pidió un vaso de vino y yo una Perrier.
– Hermoso lugar -dijo.
Después de que encargáramos la cena, añadió:
– No sé, hombre, no tengo ningún motivo para estar en el centro. Simplemente subí al coche y empecé a dar vueltas sin poder pensar en un solo lugar donde ir. Lo habitual, ya sabes. Dar vueltas con el coche, contribuir a la escasez de combustible y la polución ambiental. ¿Alguna vez haces eso? ¡Ah, cómo podrías si no tienes coche! Supón que te quieres ir fuera el fin de semana. ¿Qué haces?
– Alquilo uno.
– Sí, claro -dijo-. No había pensado en eso. ¿Lo haces a menudo?
– Con bastante frecuencia cuando el tiempo es agradable. Mi amiga y yo nos vamos al campo o pasamos a Pennsylvania.
– Ah, tienes una amiga, ¿eh? Me lo preguntaba. ¿Hace mucho que estáis juntos?
– No mucho.
– ¿Qué hace? Si no te importa que te lo pregunte.
– Historia del arte.
– Muy bien -dijo-. Debe de ser interesante.
– Parece que ella lo encuentra interesante.
– Lo que quiero decir es que ella debe de ser interesante. Una persona interesante.
– Mucho -dije.
Se le veía mejor esta tarde, con el cabello cortado y la cara afeitada, pero todavía lo rodeaba como un aire de cansancio, como una corriente de inquietud que le salía de dentro.
– No sé qué hacer conmigo mismo -me espetó-. Ando sentándome por la casa y eso me vuelve loco. Mi esposa está muerta, mi hermano está haciendo Dios sabe qué, mis negocios se están yendo a la mierda y yo no sé qué hacer.
– ¿Qué pasa con tus negocios?
– Tal vez nada, tal vez todo. Arreglé algo en el viaje que acabo de hacer. Espero un embarque para no sé qué día de la semana que viene.
– Quizás no tendrías que contármelo.
– ¿Alguna vez has fumado hachís? Si eras estrictamente alcohólico, tal vez no.
– No.
– Eso es lo que estoy a punto de recibir. Cultivado en el este de Turquía y en camino hacia acá vía Chipre, o eso es lo que me dicen.
– ¿Cuál es el problema?
– Que yo tendría que haberme apartado del negocio. Hay gente en él en la que no tengo por qué confiar, y me metí por el peor motivo posible. Por tener algo que hacer.
– Puedo trabajar para ti en el asunto de la muerte de tu esposa -tercié-. Puedo hacerlo prescindiendo de cómo te ganas la vida y hasta puedo dejar de cumplir unas cuantas leyes en tu beneficio. Pero no puedo trabajar para ti ni contigo en el asunto de tu profesión. No puedo.
– Petey me dijo que trabajar conmigo le haría volver a consumir droga. ¿Ése es un riesgo para ti?
– No.
– Entonces es sólo algo que te niegas a tocar.
– Supongo que sí.
Lo meditó un momento y luego asintió.
– Puedo entenderlo. Puedo respetarlo. Por otra parte me gustaría tenerte conmigo porque estaría seguro cubriéndome las espaldas. Y es muy lucrativo. Ya lo sabes.
– Por supuesto.
– Pero es sucio, ¿no? Tengo conciencia de eso, ¿cómo podría no tenerla? Es un negocio sucio.
– Entonces, déjalo.
– Lo estoy pensando. Nunca pensé en convertirlo en el trabajo de mi vida. Siempre calculé un par de años más, unas cuantas operaciones más, un poco más de dinero en la cuenta del extranjero. Es una historia conocida, ¿no? Sólo quisiera que lo legalizaran, que lo simplificaran por el bien de todos.
– Un policía dijo lo mismo el otro día.
– Nunca ocurrirá. O tal vez sí. Lo recibiría con agrado.
– Y entonces ¿qué harías?
– Vender alguna otra cosa -rió-. Hay un tipo que conocí en este último viaje, libanés como yo. Anduve con él y con su esposa por París. «Kenan», me dijo, «tienes que dejar este negocio. Te mata el alma». Quiere que me junte con él. ¿Sabes lo que hace? Es un traficante de armas. ¡Vende armas! «Hombre», le repliqué, «mis clientes sólo se matan ellos mismos con el producto. Tus clientes matan a otra gente». «No es lo mismo», insistió. «Hago negocios con gente respetable.» Y va y me habla de toda esa gente importante que conoce, la CIA, los servicios secretos de otros países. De modo que tal vez deje el asunto de la droga y me convierta en un gran traficante de la muerte. ¿Te gusta más eso?
– ¿Es tu única salida?
– ¿Quieres la verdad? No, por supuesto que no. Podría comprar y vender cualquier cosa. No sé. Mi padre puede que estuviera un poco intoxicado con lo del espíritu comercial fenicio, pero no hay ninguna duda de que nuestro pueblo comercia por todo el mundo. Cuando salí de la universidad, lo primero que hice fue viajar. Fui a visitar parientes. Los libaneses están desparramados por todo el planeta, amigo. Tengo una tía y un tío en el Yucatán, tengo primos en toda América Central y en Sudamérica. Fui a África. Algunos parientes por parte de mi madre viven en un país llamado Togo. Nunca había oído hablar de él hasta que fui. Mis parientes operan en el mercado negro de divisas en Lomé, que es la capital de Togo. Tienen un conjunto de oficinas en un edificio en la zona comercial de Lomé. No hay ningún letrero en recepción y hay que subir un tramo de escaleras, pero está bastante a la vista.
»Todo el día va y viene gente con dinero para cambiar, dólares, libras, francos, cheques de viaje. Oro, también compran y venden oro. Lo pesan y calculan el precio.
»Durante todo el día el dinero va y viene por la larga mesa que tienen allí. No podía creer que movieran tanto dinero. Cuando era pequeño nunca vi mucho dinero y ahora lo veía a toneladas. Entiéndeme, sólo ganan el uno o el dos por ciento en una transacción, pero el volumen que mueven es enorme.
»Vivían en un complejo amurallado, en las afueras. Tenía que ser enorme para acomodar a todos los sirvientes. Soy un chico de Bergen Street, crecí compartiendo un cuarto con mi hermano y ahí están estos primos míos que tienen algo así como cinco criados para cada miembro de la familia. Incluyendo a los chicos. Sin exageración. Al principio me sentí incómodo. Me parecía un despilfarro, pero me lo explicaron. Si fueras rico, tendrías la obligación de emplear a mucha gente. Si crearas empleos, estarías haciendo algo por la gente. Querían que me quedara con ellos. Querían incorporarme al negocio. Si no me gustaba Togo, tenían parientes políticos con el mismo tipo de operaciones en Mali.
– ¿Todavía podrías ir?
– Ése es el tipo de cosas que haces cuando tienes veinte años, empezar una nueva vida en un nuevo país.
– ¿Cuántos años tienes ahora? ¿Treinta y dos?
– Treinta y tres. Eso es ser un poco viejo para empezar con algo nuevo.
– Podrías no tener que empezar por lo más bajo.
Se encogió de hombros.
– Lo gracioso es que Francine y yo lo discutimos. Ella tenía un problema con eso porque le tenía miedo a los negros. La idea de ser una entre un puñado de blancos en una nación negra, la asustaba. Decía, por ejemplo: «Imagínate que decidan apoderarse del país». Yo me burlaba de ella. La miraba con conmiseración y le decía: «Pero ¿para qué van a apoderarse del país? Ya es suyo». Pero Francine no acababa de asimilar el tema. -La voz de Kenan resonó estremecida-. Tenía miedo a los negros y mira con quién se encontró en una furgoneta. Mira quién la mató. Blancos. Toda tu vida temes algo y es otra cosa la que te ataca furtivamente. -Sus ojos se cruzaron con los míos-. Es como si no sólo la hubieran matado sino que la hubieran borrado del mapa. Dejó de existir. Ni siquiera vi un cadáver, vi partes, pedazos. Fui a la clínica de mi primo, de noche, y convertí los pedazos en cenizas. Ha desaparecido y queda este agujero en mi vida y no sé qué meter en él.
– Yo digo que tiempo al tiempo -respondí.
– Se puede llevar algo del mío. Tengo tiempo con el que no sé qué hacer. Estoy solo en la casa todo el día y me encuentro hablando solo. En voz alta, quiero decir.
– La gente hace eso cuando está acostumbrada a tener a alguien a su alrededor. Lo superarás.
– Y si no, ¿qué? Si hablo solo, ¿quién va a oírme? -Bebió un sorbo de su vaso de agua-. También está el sexo. No sé qué diablos hacer con el sexo. Tengo el deseo, ¿sabes? Soy un hombre joven, es natural.
– Hace un minuto eras demasiado viejo para empezar una nueva vida en África.
– Tú sabes lo que quiero decir. Siento deseo y no sé qué hacer con él. No me gusta sentirlo. Me creo un traidor por querer acostarme con una mujer, me acueste o no me acueste. ¿Y con quién me acostaría? ¿Qué voy a hacer? ¿Ligarme a una mujer en un bar? ¿Ir a una casa de masajes y pagarle a una chica coreana de ojos rasgados para que me corra? ¿Ir a citas idiotas?, ¿llevar a una mujer a un cine?, ¿tratar de conversar con ella? Trato de imaginarme a mí mismo haciendo eso y supongo que prefiero quedarme en casa y masturbarme. Sólo que tampoco estoy dispuesto a hacerlo porque hasta eso me parece que sería desleal. -Bajó de pronto la cabeza, abochornado-. Lo siento. No tenía intención de echarte encima toda esta basura. No había planeado decir nada de eso. No sé cómo lo he dicho.
Llamé a mi especialista en historia del arte cuando volví al hotel. Había tenido clase esa noche y todavía no había vuelto. Le dejé un mensaje en el contestador y me pregunté si llamaría.
Habíamos pasado un mal momento pocas noches antes. Después de la cena, habíamos alquilado una película que ella quería ver y yo no y tal vez fui duro al respecto, no lo sé. De cualquier modo, había algo que no iba bien entre nosotros. Cuando terminó la película, hizo un comentario subido de tono y le sugerí que podría hacer un esfuerzo para que sus palabras no sonaran como las de una puta. Eso podría haber sido un reproche aceptable en circunstancias normales, pero lo dije como si lo pensara verdaderamente, y ella me replicó con algo adecuadamente punzante.
Me disculpé. Ella también lo hizo y estuvimos de acuerdo en que no era nada, pero yo sentía que no era así y, cuando llegó la hora de ir a la cama, lo hicimos en lados opuestos de la ciudad. Cuando hablamos, al día siguiente, no dijimos nada de aquello. Aún no lo habíamos comentado y el incidente pendía en el aire entre nosotros cada vez que hablábamos, y hasta cuando callábamos.
Me devolvió la llamada alrededor de las once y media.
– Acabo de entrar -dijo-. Dos de nosotras fuimos a tomar una copa después de la clase. ¿Qué tal te fue a ti el día?
– Bien -dije, y hablamos sobre el día durante unos minutos. Luego le pregunté si era demasiado tarde para que fuera a su casa.
– Formidable -se sinceró-. A mí también me gustaría verte.
– Pero es demasiado tarde, ¿verdad?
– Me parece que sí, cariño. Estoy agotada y sólo quiero darme una ducha rápida y dormir. ¿No te importa?
– En absoluto.
– ¿Te llamo mañana?
– ¡Ajá! Que duermas bien.
Colgué y exclamé: «Te amo».
Le hablaba al cuarto vacío, escuchando cómo las palabras rebotaban en las paredes. Nos habíamos vuelto adeptos dispuestos a purgar la frase de nuestra conversación cuando estábamos juntos, y ahora me oía a mí mismo diciéndole que la amaba y preguntándome si era verdad.
Sentía algo, pero no lograba descubrir qué era. Me di una ducha, salí y me sequé y, plantado allí, mirándome la cara en el espejo del baño, me di cuenta de qué era lo que sentía.
Todas las noches hay dos reuniones a las doce. La más cercana era en la Calle 46 Oeste y llegué allí cuando empezaba la reunión. Me serví una taza de café y me senté, y minutos después escuchaba una voz que reconocí:
– Me llamo Peter. Soy alcohólico y drogadicto. Y tengo un día a favor.
«Muy bien», pensé. «No. No tan bien. El martes dijo que tenía dos días, y hoy tiene uno. Qué difícil debe de ser tratar de volver al bote salvavidas y no poder aferrarse a él.» Y entonces dejé de pensar en Peter Khoury, ya que estaba allí por mi propio bien y no por el de él.
Escuché atentamente la charla, aunque no podría decirles lo que oí, y cuando el orador terminó y abrió el coloquio, levanté la mano de inmediato. Me llamaron y dije:
– Me llamo Matt y soy alcohólico. He sido abstemio un par de años y he recorrido un largo camino desde que entré por la puerta de Alcohólicos Anónimos, pero a veces me olvido de que todavía estoy bastante confundido. Estoy pasando por una etapa difícil en mi relación y hasta hace muy poco ni siquiera me había dado cuenta. Antes de venir aquí me sentía incómodo y tuve que estar bajo la ducha cinco minutos para aclarar qué era lo que sentía. Y entonces vi que era miedo, que estaba asustado.
»Ni siquiera sé qué temo. Tengo la sensación de que, si me dejo ir, descubriré que les tengo miedo a todas las jodidas cosas del mundo. Tengo miedo de tener una relación y de no tenerla. Tengo miedo de despertarme uno de estos días y mirarme al espejo y ver a un anciano que me devuelve la mirada. De morirme solo en ese cuarto algún día, y que nadie me encuentre hasta que el olor empiece a atravesar las paredes.
»De modo que me vestí y vine aquí, pero no quiero beber ni tampoco quiero sentirme así, y después de todos estos años todavía no he descubierto por qué le ayuda a uno desahogarse hablando con vosotros. Pero lo hace. Gracias.
Me imaginé que tal vez diera la impresión de ser un desequilibrado emocional, pero uno aprende a que le importe un rábano dar la impresión que dé. A mí al menos no me importaba. Era especialmente fácil vomitarlo todo en ese salón porque no conocía a nadie allí más que a Peter Khoury y, si sólo llevaba un día sin beber, era probable que todavía no pudiera entender frases completas, y mucho menos recordarlas cinco minutos después.
Y tal vez mis palabras no sonaron tan mal después de todo. Al final nos pusimos de píe y dijimos la Oración de la Serenidad y después un hombre que estaba sentado dos filas delante de mí, se me acercó y me preguntó mi número de teléfono. Le di una de mis tarjetas.
– Salgo mucho -le dije-, pero puedes dejar un mensaje.
Charlamos unos minutos y luego salí a buscar a Peter Khoury, pero había desaparecido. No sabía si se había ido antes de que la reunión terminara o si se había escapado inmediatamente después, pero de cualquier modo no estaba en la sala.
Tenía la sensación de que no quería verme, y podía comprenderlo. Recordaba las dificultades que yo había tenido al principio, cuando me abstenía unos pocos días, volvía a beber y después empezaba de nuevo a estar sobrio. Él tenía la desventaja de haberse mantenido alejado de la bebida largo tiempo y la humillación de recaer perdiendo lo que había logrado. Con todo eso en contra, probablemente le costaría mucho abrirse camino hasta alcanzar una modesta autoestima.
Entretanto, estaba sobrio. Sólo tenía un día, pero en cierto sentido eso es todo lo que siempre se tiene.
El sábado por la tarde me tomé un respiro viendo los deportes de la tele y llamé a una operadora de la central de teléfonos. Le dije que había perdido la tarjeta que me explicaba cómo conectarme y desconectarme de la transferencia de llamadas. Me la imaginaba verificando los registros, dándose cuenta de que yo nunca había solicitado aquel servicio, llamando al 911 y dando la alarma para que el hotel fuera rodeado por los patrulleros. Ya me parecía oír: «¡Suelta el teléfono, Scudder, y sal con las manos en alto!».
Antes de que hubiera terminado siquiera el pensamiento, ella había puesto una grabación donde una voz generada por ordenador explicaba lo que yo tenía que hacer. No podía anotarlo con tanta rapidez como me dictaba, de manera que tuve que llamar una segunda vez y repetir el proceso.
Antes de salir para ir a casa de Elaine, seguí las instrucciones, disponiendo las cosas de manera que cualquier llamada a mi teléfono fuera transferida automáticamente a su línea. O, al menos, ésa era la teoría. Yo no tenía mucha confianza en el proceso. Ella había comprado entradas para una obra en el Manhattan Theatre Club, una obra melancólica y sombría de un cochero yugoslavo. Yo tenía la sensación de que perdía mucho en la traducción, pero que, aun así, lo que llegaba a las candilejas perdía mucha intensidad de pensamiento. Me llevaba a través de pasajes oscuros de mi ser sin molestarse en encender las luces.
La experiencia era todavía más penosa de lo que podría haber sido de otro modo, porque la interpretaban sin intermedio. Eso hizo que cayera el telón a las diez menos cuarto, que era el momento justo. Los actores salieron a saludar, las luces del teatro se encendieron y salimos arrastrando los pies como zombis.
– Remedio fuerte -dije.
– O veneno fuerte. Lo siento. He estado eligiendo un montón de triunfadores últimamente, ¿no? Esa película que odiabas y ahora esto.
– No odio esto -repliqué-. Sólo siento como si hubiera aguantado diez asaltos y recibido muchas hostias en la cara.
– ¿Cuál supones que era el mensaje?
– Probablemente llegue mucho mejor en serbocroata. ¿El mensaje? No sé. Que el mundo es un lugar podrido, supongo.
– No hace falta ir a ver una obra para saber eso -repuso-. Basta con leer el diario.
– Tal vez sea diferente en Yugoslavia.
Cenamos cerca del teatro y el espíritu de la obra nos envolvía. A mitad de la cena, dije:
– Quiero decirte algo. Quiero disculparme por lo de la otra noche.
– Eso ya pasó, querido.
– No sé si pasó. He estado de un humor extraño últimamente. En parte debe de ser por el caso que llevo entre manos. Tuvimos un par de golpes de suerte y me sentí como si estuviera progresando, y ahora todo se ha vuelto a estancar y yo mismo me siento estancado. Pero no quiero que nos afecte. Eres importante para mí. Nuestra relación es importante para mí.
– Para mí también.
Charlamos un poco y las cosas parecieron no estar tan tensas, aunque el espíritu de la obra no se podía dejar a un lado con facilidad. Luego volvimos a su casa y ella verificó sus mensajes mientras iba al baño. Cuando salí, tenía una expresión rara en la cara.
– ¿Quién es Walter? -me preguntó.
– ¿Walter?
– Sólo llamaba para saludar, nada importante, quería que supieras que está vivo y que probablemente te volverá a llamar más tarde.
– ¡Ah! -dije-. Un tipo que conocí en una reunión anteanoche. Hace bastante poco que no bebe.
– ¿Y le diste este número?
– No -dije-. ¿Por qué iba a hacerlo?
– Eso es lo que me preguntaba.
– ¡Ah! -dije cuando lo comprendí-. Bueno, parece que funciona.
– ¿Parece que funciona el qué?
– La transferencia de llamadas. Te conté que los Kong me consiguieron el traslado de llamadas cuando jugaban con la compañía telefónica. Lo puse en marcha esta tarde.
– ¿De manera que tus llamadas fueran derivadas aquí?
– Así es. No tenía mucha confianza en que funcionara, pero evidentemente funciona. ¿Qué pasa?
– Nada.
– ¿Estás segura?
– Claro. ¿Quieres oír el mensaje? Puedo volver a pasarlo.
– No, si eso es todo lo que dijo.
– ¿Puedo borrarlo entonces?
– Adelante.
Lo borró y luego añadió:
– Me pregunto qué pensó cuando marcó tu número y le salió un contestador automático con una voz de mujer.
– Bueno, es evidente que no pensó que le habían dado el número equivocado, pues de lo contrario no hubiera dejado el mensaje.
– Me pregunto quién cree que soy.
– Una mujer misteriosa con una voz sensual.
– Probablemente crea que vivimos juntos. A menos que sepa que vives solo.
– Todo lo que sabe de mí es que soy abstemio y loco.
– ¿Por qué loco?
– Porque estuve lanzando un montón de basura en la reunión en que lo conocí. Por todo lo que sabe, soy sacerdote y tú eres el ama del cura.
– Ése es un juego que no hemos probado. El cura y su ama. «Bendígame, padre, porque he sido una niña muy mala y probablemente necesite una buena zurra.»
– No me sorprendería.
Sonrió, tendí los brazos hacia ella y el teléfono eligió ese momento para sonar.
– Contesta -dijo-. Es probable que sea Walter.
Descolgué el auricular y un hombre de voz profunda dijo que quería hablar con la señorita Mardell. Le tendí el teléfono sin decir una palabra y fui a la otra habitación. Me quedé junto a la ventana y miré las luces del otro lado del río East. Un par de minutos después vino y se quedó a mi lado. No aludió a la llamada y yo tampoco lo hice. Diez minutos más tarde, el teléfono volvió a sonar, ella lo contestó y era para mí. Era Walter. Estaba usando mucho el teléfono, como se alienta a los recién llegados al club para que lo hagan. No hablé mucho tiempo y cuando me deshice de él, me sinceré con Elaine:
– Lo siento. Fue una mala idea.
– Pasas mucho tiempo aquí. La gente tiene que poder encontrarte.
Pero unos minutos después, añadió:
– Descuélgalo. Nadie nos tiene que encontrar a ninguno de los dos esta noche.
A la mañana siguiente fui a ver a Joe Durkin y terminé saliendo a almorzar con él y dos de sus amigos de la División de Delitos Graves. Volví al hotel y me detuve en la recepción a recoger mis mensajes, pero no había ninguno. Fui arriba y cogí un libro. A las tres y veinte sonó el teléfono.
– Te olvidaste de desconectar la derivación de llamadas -dijo Elaine.
– Con razón no había ningún mensaje. Acabo de llegar a casa, Elaine. Estuve fuera toda la mañana y me olvidé por completo. Iba a volver directamente a casa y arreglarlo, pero me olvidé. Te debe de haber vuelto loca todo el día.
– No, pero…
– Pero ¿cómo conseguiste la comunicación? ¿No tendría que devolverte la llamada y dar la señal de comunicar cuando llamaras aquí?
– Eso pasó la primera vez que probé. Luego llamé a recepción y ellos consiguieron pasarla.
– ¡Ah!
– Es evidente que no transfiere las llamadas a través del conmutador de recepción.
– Es evidente que no.
– TJ llamó antes, pero eso no es importante. Matt, acaba de llamar Kenan Khoury. Le tienes que llamar de inmediato. Dijo que es verdaderamente urgente.
– ¿Eso dijo?
– Dijo que era cuestión de vida o muerte, probablemente cuestión de muerte. No sé lo que significa eso, pero parecía preocupado.
Lo llamé de inmediato y Kenan dijo:
– Matt, gracias a Dios. No vayas a ninguna parte. Tengo a mi hermano en la otra línea. Estás en casa, ¿no? Bueno, quédate en la línea. Estaré contigo en un segundo. -Hubo un clic y un par de minutos después, tras otro clic, siguió hablando-. Está en camino. Va hacia tu hotel. Estará enfrente.
– ¿Qué le pasa?
– ¿A Petey? Nada, está muy bien. Te va a traer a Brighton Beach. Nadie tiene tiempo de andar jodiendo hoy con el metro.
– ¿Qué hay en Brighton Beach?
– Un montón de rusos -dijo-. ¿Cómo te lo explico? Uno de ellos acaba de llamar para decir que está pasando por dificultades comerciales similares a las que yo pasé.
Eso sólo podía significar una cosa, pero quise asegurarme.
– ¿Su esposa?
– Peor. Me tengo que ir. Nos encontramos allí.