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Me detuve en un café de Broadway que permanece abierto toda la noche. Alguien había dejado una primera edición del Times en el reservado y lo leí mientras comía unos huevos y tomaba café, pero no traía ninguna noticia importante. Yo estaba demasiado aturdido y la poca agudeza mental que tenía insistía en concentrarse en los seis teléfonos públicos de Sunset Park. No paraba de sacar la lista del bolsillo y estudiarla, como si el orden y la situación exacta de los teléfonos contuvieran un mensaje secreto e indescifrable, aunque no se tuviera la clave. Tenía que haber alguien a quien yo pudiera llamar, alegando una emergencia del Código Cinco.

– Deme su código de acceso -exigiría-. Dígame la contraseña.

El cielo brillaba al amanecer cuando volví a mi hotel. Me di una ducha y me fui a la cama y, después de una hora o algo así, desistí y encendí el televisor. Vi el noticiario de la mañana en una de las cadenas. El Secretario de Estado acababa de volver de una gira por Oriente Medio. Le siguió un portavoz palestino comentando las posibilidades de una paz duradera en la región.

Eso me recordó a mi cliente, como si alguna vez hubiera estado lejos de mis pensamientos, y cuando empezó la entrevista con un reciente ganador del premio de la Academia, apagué el televisor y llamé a Kenan Khoury.

No contestaba, pero yo seguí intentándolo, llamando aproximadamente cada media hora hasta que lo encontré alrededor de las diez y media.

– Acabo de entrar -dijo-. La parte más temible del viaje ha sido ahora, volviendo del aeropuerto Kennedy. El conductor era ese maniático de Ghana, ese que tiene un diamante en el diente y cicatrices tribales en ambas mejillas. Conduce como si morir en un accidente de tráfico te garantizara la entrada al paraíso con tarjeta verde incluida.

– Creo que yo mismo viajé con él una vez.

– ¿Tú? Creía que nunca cogías un taxi. Pensaba que preferías el metro.

– Ayer estuve cogiendo taxis toda la noche -dije-. Agoté el taxímetro.

– ¡Ah…!

– Es una manera de hablar. Conocí a un par de ilegales de la informática que encontraron la manera de extraer algunos datos de los archivos de la compañía telefónica. Unos datos que, según la misma compañía, no existían.

Le di una versión abreviada de lo que habíamos hecho y de lo que me había enterado.

– Oye, eso está muy bien.

– Como no pude localizarte para conseguir tu visto bueno, me arriesgué y seguí adelante.

– ¿Y qué hiciste? ¿Afrontar los gastos tú mismo? Tendrías que haberle pedido a Pete el dinero.

– No me importaba afrontarlos. En realidad, se lo pedí a tu hermano porque yo no podía conseguir dinero en efectivo durante el fin de semana, pero él también estaba sin blanca.

– ¡No!

– Pero me dijo que no me importara, pues tú preferirías que siguiera adelante.

– Bueno, tenía razón en eso. ¿Cuándo hablaste con él? Le acabo de llamar, pero no contesta.

– El sábado -dije-. El sábado por la tarde.

– Traté de dar con él antes de subir al avión, porque quería que me viniera a recoger, que me salvara del rayo de Ghana. No lo pude encontrar. ¿Qué hiciste? ¿Entretuviste a esos tipos con el dinero?

– Tengo un amigo que me prestó lo suficiente para atender a los gastos.

– Bueno, ¿quieres recuperar tu dinero? Estoy agotado. He estado en más aviones esta semana pasada que el Secretario de Estado, que también acaba de volver de Oriente Medio.

– Sí, lo acabo de ver en televisión.

– Entrábamos y salíamos de los mismos aeropuertos, pero no puedo decir que nos cruzáramos. Me pregunto qué hace con sus horas de «aviador gratuito» a la Luna. ¿Quieres venir? Estoy exhausto, hecho polvo por los jets, pero de todos modos no voy a poder dormir ahora.

– Creo que podría ir yo, pero, en realidad, se me antoja que sería mejor no hacerlo. No estoy acostumbrado a pasarme toda la noche en vela, como mis socios del delito decían. A ellos no les costó ningún esfuerzo, pero son unos cuantos años más jóvenes que yo.

– La edad marca la diferencia. Yo nunca creí que hubiera algo así como el hartazgo de los jets, pero ahora podría ser el chico del anuncio si hicieran una campaña nacional contra el jet. Creo que yo también trataré de dormir algo. Tal vez tome una pastilla para que me ayude. Sunset Park, ¿eh? Estoy tratando de pensar a quién conozco allí.

– No creo que sea nadie al que conozcas.

– No lo crees, ¿eh?

– Lo han hecho esto antes -dije-. Pero estrictamente como aficionados. Ahora sé de ellos unas cuantas cosas que no sabía hace una semana.

– ¿Nos estamos acercando, Matt?

– No sé cuánto nos estamos acercando -dije-. Pero estamos llegando a alguna parte.


Llamé abajo y le dije a Jacob tan pronto como descolgó el teléfono:

– No quiero que me molesten. Dile a quienquiera que llame que me puede encontrar después de las cinco.

Puse el reloj para esa hora y me metí en la cama. Cerré los ojos y traté de visualizar el plano de Brooklyn, pero antes de que pudiera ni siquiera empezar a localizar Sunset Park me había quedado dormido.

Los ruidos del tráfico me despertaron ligeramente en un momento dado y me dije que podía abrir los ojos y controlar el reloj, pero en cambio me hundí en un sueño complicado que incluía relojes, ordenadores y teléfonos, cuyo origen no era difícil adivinar. Estábamos en una habitación de hotel y alguien llamaba a la puerta. En el sueño yo iba hasta la puerta y la abría. No había nadie, pero el ruido continuaba y entonces salí del sueño, me desperté y había alguien llamando a mi puerta.

Era Jacob, para avisarme de que la señorita Mardell estaba al teléfono y decía que era urgente.

– Ya sé que quería dormir hasta las cinco y se lo dije, pero ella me dijo que lo despertara, que no importaba lo que usted hubiera dicho. Sonaba como que sabía lo que quería.

Colgué el auricular y Jacob bajó a recepción para pasar la llamada. Esperé ansioso a que sonara. La última vez que había llamado diciendo que era urgente, era porque apareció un hombre decidido a matarnos a ambos. Me apoderé del teléfono al primer timbrazo y ella dijo:

– Matt, odio despertarte, pero verdaderamente no podía esperar.

– ¿Qué pasa?

– Sucede que después de todo había una aguja en el pajar. Acabo de hablar con una mujer llamada Pam. Viene hacia acá.

– ¿Y?

– Es la que estamos buscando. Conoció a esos hombres, subió a la furgoneta con ellos.

– ¿Y vivió para contarlo?

– Ya verás cómo. Uno de los consejeros a los que les propuse la historia de la película la llamó de inmediato y ella se pasó toda la semana pasada juntando coraje para llamar. Oí lo suficiente por el teléfono para saber que no podemos dejarla escapar. Le aseguré que podíamos garantizarle mil dólares si venía y contaba su historia en persona. ¿Hice bien?

– Claro.

– Pero no tengo esa cantidad. Te lo di todo el sábado.

Miré mi reloj. Tenía tiempo de pasar por el banco si no me entretenía.

– Llevaré el dinero. Iré enseguida.

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