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El último jueves de marzo, entre las diez y media y las once de la mañana, Francine Khoury le dijo a su marido que salía un rato, que tenía que hacer unas compras.

– Llévate mi coche -le sugirió él-. No voy a salir.

– Es demasiado grande. La última vez que me lo llevé, fue como si pilotara un barco -dijo la mujer.

– Como quieras -dijo él.

Los coches, el Buick Park Avenue de él y el Toyota Camry de ella, compartían el garaje trasero de la casa, una estructura de imitación Tudor, con fachadas estucadas, sita en Colonial Road, entre las Calles 68 y 69 de Bay Ridge, en Brooklyn. Francine puso en marcha el Camry, salió del garaje en marcha atrás, pulsó el control remoto para cerrar la puerta y siguió reculando hasta la calle. En el primer semáforo en rojo puso una casete de música clásica. Beethoven, uno de los últimos cuartetos. Escuchaba jazz en casa, era la música favorita de Kenan, pero lo que ponía cuando conducía era siempre música de cámara.

Francine era una mujer atractiva, de un metro setenta de estatura, unos cincuenta y siete kilos, de hombros anchos, cintura estrecha y caderas elegantes. Su cabello oscuro era brillante y rizado, peinado hacia atrás.

Ojos oscuros, nariz aguileña. Una boca generosa, de labios carnosos.

La boca aparece siempre cerrada en las fotografías. Imagino que tenía unos incisivos superiores prominentes y dientes superiores excesivamente largos. La preocupación por este rasgo le impedía sonreír mucho. En las fotografías de su casamiento aparece radiante y resplandeciente, pero los dientes siguen sin verse.

Su tez era olivácea y la piel profunda y prematuramente tostada por el sol. Ya tenía un principio del bronceado estival; ella y Kenan habían pasado la última semana de febrero en la playa de Negril, en Jamaica. Se habría bronceado más, pero Kenan la hacía ponerse debajo del parasol y limitaba su tiempo de exposición a los rayos solares.

– No es bueno. Estar demasiado bronceada no es atractivo. Estar tirada al sol es lo que convierte una ciruela jugosa en una ciruela pasa -le decía.

Francine quería saber qué tenían de bueno las ciruelas jugosas.

– Son dulces y apetitosas -le decía Kenan.

Tras recorrer media manzana, al llegar al cruce de la Calle 78 con Colonial Road, el conductor de una furgoneta azul puso el motor en marcha. Le dio otra media manzana de ventaja, se apartó del bordillo y comenzó a seguirla.

Francine dobló a la derecha, por Bay Ridge Avenue, luego otra vez a la izquierda, por la Cuarta Avenida, y se dirigió hacia el norte. Redujo la marcha cuando llegó a D'Agostino, en el cruce con la Calle 63, y metió el Camry en un aparcamiento media manzana más adelante.

La furgoneta azul de reparto adelantó al Camry, dio la vuelta a la manzana y se detuvo ante una boca de incendios, frente al supermercado.


Cuando Francine Khoury salió de su casa, yo todavía estaba desayunando.

Me había acostado tarde la noche anterior. Elaine y yo habíamos cenado en uno de los tugurios hindúes de la Calle 6 Este y después fuimos a una reposición de Madre coraje que daban en el Public Theater de Lafayette Street. Nuestras localidades no eran de las mejores y costaba oír a algunos de los actores. Nos habríamos ido en el entreacto, pero uno de los actores era el novio de una de las vecinas de Elaine y ésta quería ir a los camerinos después del último acto para decirle que estaba fantástico. Terminamos yendo a tomar una copa con él en un bar próximo y que estaba repleto por alguna razón que no alcancé a entender.

– Qué grandioso -le dije a Elaine cuando salimos de allí-. Durante tres horas no he logrado oírle en el escenario y durante la última hora no he podido oírle desde el otro lado de la mesa. Me pregunto si tendrá voz.

– La obra no ha durado tres horas -dijo ella-. Más bien dos y media.

– Parecieron tres.

– Parecieron cinco. Vamos a casa.

Fuimos a su casa. Preparó café para mí y una taza de té para ella, vimos la televisión media hora y charlamos durante los anuncios. Luego nos fuimos a la cama y poco después de una hora me levanté y me vestí en la oscuridad. Salía ya del dormitorio cuando me preguntó adónde iba.

– Lo siento. No quería despertarte -le dije.

– No pasa nada. ¿No puedes dormir?

– Es evidente que no. Me siento excitado, no sé por qué.

– Lee en la sala de estar. O enciende la tele. No me molestará.

– No -dije-. Estoy demasiado inquieto. Un buen paseo me sentará bien.

La casa de Elaine está en la Calle 51, entre la Primera y Segunda Avenidas. Mi hotel, el Northwestern, está en la 57, entre la Octava y la Novena. Hacía bastante frío aquella noche, así que al principio pensé que podía coger un taxi, pero después de caminar una manzana entré en calor.

Mientras esperaba que cambiara el semáforo eché una ojeada a la luna, visible entre dos edificios altos. Estaba casi llena, cosa que no me extrañó. En la noche flotaba una sensación que agitaba mareas en la sangre. Me sentía como con ganas de hacer algo y no se me ocurría qué.

Si Mick Ballou hubiera estado en la ciudad, podría haber ido a su bar a buscarlo. Pero estaba fuera del país, y no me apetecía ninguna clase de bar, con lo nervioso que estaba. Me fui a casa y cogí un libro y, cerca de las cuatro, apagué la luz y me dormí.

A eso de las diez estaba a la vuelta de la esquina, en Flame. Tomé un desayuno ligero y leí un periódico, poniendo toda la atención en los sucesos locales y en las páginas de deportes. Hablando genéricamente, estábamos entre dos crisis, así que no prestaba mucha atención al conjunto. En realidad, la mierda tiene que llegar al ventilador y salpicarme antes de que me interese por los asuntos nacionales e internacionales. Si no es así, me parecen demasiado remotos y mi mente se niega a interesarse por ellos.

Dios sabe que tenía tiempo de leer todas las noticias, los anuncios de trabajo y los económicos. La semana anterior había tenido tres días de trabajo en Reliable, una importante agencia de detectives con oficinas en Flatiron Building, pero no habían tenido nada más para mí desde entonces, y el último trabajo hecho por mi cuenta había sido hacía mucho. Andaba bien de dinero, de manera que no necesitaba trabajar, y siempre he podido encontrar la manera de arreglármelas, pero me habría alegrado tener algo que hacer. La inquietud de la noche anterior no se había ido al acuitarse la luna. Todavía estaba allí, una fiebre baja en la sangre, una picazón debajo de la piel, donde no me podía rascar.


Francine Khoury pasó media hora en D'Agostino, llenando el carrito de la compra. Pagó al contado y un dependiente cargó sus tres bolsas otra vez en el carrito y salió del establecimiento siguiéndola calle abajo hasta donde estaba estacionado el coche.

La furgoneta azul de reparto estaba estacionada junto a la boca de incendios. Sus puertas traseras estaban abiertas; dos hombres habían bajado de ella y, al parecer, inspeccionaban algo que había en el portacuadernos que sostenía uno. Cuando Francine pasó junto a ellos, acompañada por el dependiente, la miraron. Pero cuando abrió el maletero del Camry, los dos estaban otra vez en el interior de la furgoneta, con las puertas cerradas.

El chico puso las bolsas en el maletero. Francine le dio dos dólares, que era el doble de lo que la mayor parte de la gente le daba, por no hablar del porcentaje increíblemente alto de compradores que no le daban propina. Kenan le había enseñado a dar buenas propinas, sin ostentación pero con generosidad.

– Siempre podemos permitirnos el lujo de ser generosos -le decía.

El empleado llevó el carrito al supermercado. Francine se sentó al volante, puso el motor en marcha y se dirigió hacia el norte por la Cuarta Avenida.

La furgoneta azul de reparto se mantenía a media manzana de distancia.

No sé exactamente qué camino tomó Francine para ir desde D'Agostino hasta la tienda de ultramarinos de Atlantic Avenue. Habría podido ir por la Cuarta Avenida hasta Atlantic; habría podido seguir la autovía Gowanus para entrar en South Brooklyn. No hay manera de saberlo y tampoco importa mucho. El caso es que condujo el Camry hasta el cruce de Atlantic con Clinton Street. Hay un restaurante sirio llamado Alepo en la esquina sudoeste y, junto a él, en Atlantic, hay una gran tienda de platos preparados que se llama El gourmet árabe. (Francine nunca la llamaba así. Como la mayoría de la gente que compraba allí, la llamaba Casa Ayoub, nombre del propietario anterior, que la había vendido y se había mudado a San Diego hacía diez años.) Francine estacionó el coche en un lugar con parquímetro en el lado norte de Atlantic, casi enfrente de El gourmet árabe. Fue hasta la esquina, esperó a que la luz del semáforo cambiara y cruzó la calle. Cuando entró en la tienda, la furgoneta azul estaba estacionada en una zona de carga frente al restaurante Alepo, que está al lado de El gourmet árabe.

No estuvo mucho tiempo en la tienda. Sólo compró unas cuantas cosas y no necesitó ayuda para llevarlas. Salió de allí aproximadamente a las 12.20. Iba vestida con un abrigo de pelo de camello, pantalones color gris pizarra y una rebeca beis encima de un jersey de cuello alto de color chocolate. El bolso le colgaba del hombro y llevaba una bolsa de plástico en una mano y las llaves del coche en la otra.

Las puertas traseras de la furgoneta azul estaban abiertas y los dos hombres que habían bajado con anterioridad estaban otra vez en la acera. Cuando Francine salió de la tienda, echaron a andar para ponerse uno a cada lado de la mujer. Al mismo tiempo, un tercer hombre, el conductor de la furgoneta, puso en marcha el motor.

Uno de los hombres preguntó:

– ¿Señora Khoury?

La mujer se volvió, y el hombre abrió y cerró con rapidez su cartera, para que ella viese una insignia, o nada en absoluto. El segundo hombre dijo:

– Tendrá que venir con nosotros.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó ella-. ¿Qué pasa, qué quieren?

La cogieron cada uno de un brazo. Antes de poder saber qué estaba ocurriendo, le habían hecho cruzar velozmente la acera y la hicieron subir a la parte trasera de la furgoneta, que estaba abierta. Un segundo después, los dos hombres estaban dentro con ella; las puertas se cerraron y la furgoneta se apartó del bordillo y se incorporó al tráfico.

Aunque era mediodía, y aunque el rapto tuvo lugar en una concurrida calle comercial, casi nadie estuvo en condiciones de ver lo que pasaba, y las pocas personas que realmente lo presenciaron no tenían una idea muy clara de cuanto estaba aconteciendo. Todo debió de ocurrir muy rápidamente.

Si Francine hubiera dado un paso atrás y hubiera gritado cuando los hombres se le aproximaron…

Pero no lo hizo. Antes de que pudiera hacer nada, estaba dentro de la furgoneta, con las puertas cerradas. Podría haber gritado en aquel momento, o forcejeado, pero ya era demasiado tarde.


Sé exactamente dónde estaba yo cuando la secuestraron. Fui a la reunión del mediodía del grupo Fireside, que se celebra todos los días hábiles, de doce y media a una y media, en los locales de las Juventudes Cristianas de la Calle 63 Oeste. Llegué temprano, de manera que casi con toda seguridad estaría yo sentado con una taza de café cuando los dos hombres empujaron a Francine y la metieron por la parte trasera de la furgoneta de reparto. No recuerdo ninguno de los detalles de la reunión. Durante años he asistido regularmente a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. No voy a tantas como cuando dejé de beber por vez primera, pero, con todo, seguro que acudo unas cinco veces por semana. Esta reunión había seguido el orden del día habitual del grupo, con un expositor que contaba su propia historia durante quince o veinte minutos, y el resto de la hora se dedicaba a la charla-coloquio. Creo que no intervine. Supongo que me acordaría si lo hubiera hecho. Estoy seguro de que se dijeron cosas interesantes y cosas graciosas. Siempre lo son, pero no puedo recordar nada al respecto.

Después de la reunión comí en alguna parte y a continuación llamé a Elaine. Respondió el contestador automático, lo que significaba que había salido o estaba acompañada. Elaine es una de esas prostitutas que contactan por teléfono y estar acompañada es lo que hace para ganarse la vida.

Conocí a Elaine años atrás, lejos, en Long Island, cuando era un policía alcohólico con una placa dorada nueva en el bolsillo y una esposa y dos hijos. Durante un par de años tuvimos una relación que nos venía muy bien a los dos. Yo era su amigo en el lugar de trabajo, que estaba allí para guiarla y sacarla de líos: fui llamado una vez para sacar a un cliente muerto de su cama y llevarlo a una calleja del distrito financiero. Y ella era la amante soñada, bella, brillante, graciosa, profesionalmente experta y, sobre todo, tan agradable y poco exigente como sólo una puta puede serlo. ¿Quién habría podido pedir más?

Después que hube dejado mi casa, mi familia y mi trabajo, Elaine y yo casi perdimos el contacto. Luego, un monstruo de nuestro pasado compartido apareció para amenazarnos a los dos y las circunstancias nos volvieron a reunir. Y, cosa notable, seguimos juntos.

Ella tenía su piso y yo mi hotel. Nos veíamos dos, tres o cuatro noches por semana. Por lo general, esas noches terminaban en su casa, y la mayoría de las veces me quedaba a pasar allí la noche. Ocasionalmente nos íbamos juntos de la ciudad por una semana o un fin de semana. Los días que no nos veíamos, casi siempre hablábamos por teléfono, con frecuencia más de una vez.

Aunque no habíamos hablado nunca de olvidarnos del resto, en lo esencial lo habíamos hecho. Yo no veía a nadie más, y ella tampoco, con la excepción, claro está, de sus clientes. Periódicamente corría hacia algún hotel o recibía a alguien en su apartamento. Esto nunca me había molestado en los primeros tiempos de nuestra relación. A decir verdad, era probable que hubiera sido parte del atractivo, de manera que no veía por qué habría de molestarme ahora.

Si en verdad me molestara, siempre podía pedirle que dejara de hacerlo. Ella se había hecho con un buen peculio a través de los años. Había ahorrado bastante y ponía la mayor parte en inversiones inmobiliarias productivas. Podía dejar la profesión sin tener que cambiar su estilo de vida.

Algo me impedía pedírselo. Supongo que era reacio a admitir delante de ella que su trabajo me molestaba. Y era igualmente renuente a hacer algo que cambiara alguno de los elementos de nuestra relación. No estaba rota y yo no quería arreglarla.

Sin embargo, las cosas cambian. No puede ser de otra manera. Aunque no sea por ninguna otra razón, se alteran por el simple hecho de no cambiar.

Evitábamos usar la palabra que empieza por A, aunque evidentemente era amor lo que yo sentía por ella y ella por mí. Evitábamos comentar la posibilidad de casarnos, o de vivir juntos, aunque sé que yo pensaba en eso y no tenía ninguna duda de que ella también lo pensaba. Pero no lo comentábamos. Era la cosa de la que no se hablaba, excepto cuando no hablábamos de amor o de lo que ella hacía para ganarse la vida.

Tarde o temprano, por supuesto, tendríamos que pensar en estas cosas y hablarlas y hasta ocuparnos de ellas. Mientras tanto, las encarábamos una a una, que es como me habían enseñado a tomar la vida desde que dejé de tomar whisky con más rapidez de la que podía destilarlo. Como alguien señaló, convendría encararlo todo de golpe. Todo de una vez. Al fin y al cabo, así es como el mundo te lo entrega.


A las cuatro menos cuarto de ese mismo jueves por la tarde, sonó el teléfono en la casa de los Khoury, en Colonial Road. Cuando Kenan Khoury contestó, una voz masculina masculló:

– Eh, Khoury. Tu mujer no ha vuelto a casa, ¿verdad?

– ¿Quién es?

– No es asunto tuyo saber quién es. Tenemos a tu mujer, árabe inmundo. ¿Quieres que te la devolvamos o no?

– ¿Dónde está? Déjeme hablar con ella.

– ¡Ja, ja!, vete a la mierda, Khoury -rezongó el hombre, y cortó la comunicación.

Khoury se quedó parado un momento, gritando «hola» a un teléfono mudo y tratando de decidir qué hacer a continuación. Corrió hacia fuera, fue al garaje, confirmó que su Buick estaba allí, pero el Camry de ella no. Corrió por el sendero hasta la calle, miró en ambas direcciones, volvió a la casa y cogió el teléfono. Se quedó escuchando la señal sin saber a quién llamar.

– ¡Mierda! -dijo en voz alta. Dejó el teléfono y aulló-: ¡Francey!

Subió corriendo las escaleras e irrumpió en el dormitorio, gritando el nombre de su mujer. Por supuesto que no estaba allí, pero no podía evitarlo, tenía que mirar todas las habitaciones. Era una casa grande y entró y salió corriendo de cada una, gritando su nombre, a la vez espectador y actor de su propio pánico. Finalmente volvió a la sala de estar y vio que había dejado el teléfono descolgado. Genial. Si estaban tratando de dar con él, no podrían comunicarse. Colgó el receptor y deseó que sonara, y casi inmediatamente lo hizo.

Era una voz masculina diferente esta vez, más tranquila, más cultivada.

– Señor Khoury, he estado tratando de hablar con usted y estaba comunicando. ¿Con quién estaba hablando?

– Con nadie. Tenía el teléfono descolgado.

– Espero que no haya llamado a la policía.

– No he llamado a nadie -replicó Khoury-. Me equivoqué. Creí que había colgado el auricular pero lo dejé junto al teléfono. ¿Dónde está mi esposa? Déjeme hablar con ella.

– No debería dejar el teléfono descolgado. Y no debería llamar a nadie.

– No lo haré.

– Y, por cierto, nada de llamar a la policía.

– ¿Qué quiere?

– Quiero ayudarle a recuperar a su esposa. Si es que quiere recuperarla. ¿Quiere recuperarla?

– Dios mío, ¿qué quiere…?

– Conteste la pregunta, señor Khoury.

– Sí, la quiero en casa. Claro que la quiero en casa.

– Y yo quiero ayudarle. Mantenga el teléfono libre, señor Khoury. Estaré en contacto.

– ¿Hola? -dijo-. ¿Hola?

Pero la línea estaba muda.

Durante diez minutos caminó por la habitación a grandes zancadas, esperando que el teléfono sonara. Luego, una calma helada descendió sobre él y se relajó. Dejó de caminar y se sentó en una silla junto al teléfono. Cuando sonó, descolgó el receptor, pero no dijo nada.

– ¿Khoury? -Esta vez era el primer hombre, el bruto.

– ¿Qué quiere?

– ¿Qué quiero? ¿Qué mierda cree que quiero?

No contestó.

– Dinero -dijo el hombre después de un momento-. Queremos dinero.

– ¿Cuánto?

– Maldito negro del arroyo, ¿desde cuándo las preguntas las hace usted? ¿Me lo quiere decir?

Esperó.

– Un millón de dólares. ¿Cómo te suena eso, idiota?

– Eso es ridículo. Mire, no puedo hablar con usted. Haga que su amigo me llame. Tal vez pueda hablar con él.

– Eh, gitano inmundo, ¿qué estás tratando de…?

Esta vez fue Khoury quien cortó la comunicación.


Le pareció que era por el control.

Tratar de controlar una situación como ésta era lo que te volvía loco. Porque no podías hacerlo. Ellos tenían todas las cartas.

Pero si uno no aflojaba la necesidad de controlarla, podía al menos dejar de bailar al ritmo de su música, arrastrando los pies como un oso amaestrado en un circo búlgaro.

Fue a la cocina y se preparó una taza de café cargado y dulce en el recipiente de cobre de mango largo. Mientras se enfriaba, sacó una botella de vodka del frigorífico y se sirvió dos medidas. La tomó de un solo trago y sintió cómo una calma helada le envolvía por completo. Se llevó el café a la otra habitación y estaba terminándolo cuando el teléfono volvió a sonar.

Era el segundo hombre, el agradable.

– Usted ha hecho enfadar a mi amigo, señor Khoury -dijo-. Es difícil de tratar cuando está alterado.

– Creo que sería mejor que usted hiciera las llamadas de ahora en adelante.

– No veo…

– Porque de ese modo podemos tratar este asunto en lugar de obsesionarnos por el drama -añadió-. Él habló de un millón de dólares. Eso está fuera de toda discusión.

– ¿No cree que ella lo vale?

– Ella vale cualquier cantidad. Pero…

– ¿Cuánto pesa ella, señor Khoury? ¿Cincuenta y cinco, sesenta, algo más o algo menos?

– Yo no…

– Podríamos decir que unos cincuenta kilos.

– Simpático.

– Cincuenta kilos a veinte el kilo… Bueno, haga la cuenta por mí, señor Khoury, ¿quiere? Resulta un millón, ¿no?

– ¿Cuál es el juego?

– El juego es que usted pagaría un millón por ella si fuera coca, señor Khoury. Pagaría eso si ella fuera polvo. ¿No vale tanto en carne y hueso?

– No puedo pagar lo que no tengo.

– Tiene mucho.

– No tengo un millón.

– ¿Qué tiene?

Había tenido tiempo para pensar la respuesta.

– Cuatrocientos.

– ¿Cuatrocientos mil?

– Sí.

– Eso es menos de la mitad.

– Son cuatrocientos mil -insistió-. Es menos que algunas cosas y más que otras. Es lo que tengo.

– Podría conseguir el resto.

– No veo cómo. Es probable que pudiera hacer algunas promesas y pedir algunos favores y juntar algo de esa manera, pero no tanto. Y me llevaría por lo menos algunos días, probablemente más de una semana.

– ¿Supone que tenemos prisa?

– Soy yo quien tiene prisa -se impacientó-. Quiero que me devuelvan a mi esposa y los quiero a ustedes fuera de mi vida, y tengo mucha prisa por las dos cosas.

– Quinientos mil.

¿Ven? Había elementos que podía controlar después de todo.

– No -aclaró-. No estoy regateando, no en lo que respecta a la vida de mi esposa. Le acabo de dar la cifra máxima. Cuatro.

Una pausa, luego un suspiro.

– Bueno. Fue tonto por mi parte pensar que podía conseguir lo máximo de uno de su clase en un trato comercial. Ustedes han estado jugando este juego durante años, ¿no? Son como los judíos.

No sabía cómo contestar a eso, de manera que lo dejó pasar.

– Entonces, son cuatro -dijo el hombre-. ¿Cuánto tardará en tenerlos listos?

«Quince minutos», pensó.

– Un par de horas.

– Podemos hacerlo esta noche.

– Está bien.

– Téngalos listos. No llame a nadie.

– ¿A quién podría llamar?


Media hora más tarde estaba sentado a la mesa de la cocina mirando cuatrocientos mil dólares. Tenía una caja fuerte en el sótano, una Mosler grande y vieja que pesaba más de una tonelada, empotrada en la pared, oculta por un panel de pino y protegida por una alarma contra robos, además de su propio sistema de combinación para la cerradura. Los billetes eran todos de cien, cincuenta en cada fajo, ochenta fajos, que tenían cinco mil dólares cada uno. Los había contado y arrojado, a razón de tres o cuatro fajos por vez, a una cesta de plástico que Francine usaba para guardar la ropa sucia.

Ella no tenía que lavar la ropa personalmente, ¡sólo faltaría eso! Podía contratar toda la ayuda que necesitara, él se lo había dicho muchas veces. Pero le gustaba, era anticuada; le gustaba cocinar, limpiar y atender la casa.

Descolgó el teléfono, sostuvo el auricular con el brazo estirado y lo dejó caer en la horquilla. «No llame a nadie», había dicho el hombre. «¿A quién podría llamar?», se había preguntado.

¿Quién le había hecho aquello? Perjudicarle, robarle a su esposa. ¿Quién era capaz de hacer algo así?

Bueno, quizás mucha gente. Tal vez cualquiera, si pensaran que podían hacerlo impunemente.

Volvió a coger el teléfono. Estaba limpio, sin pinchar. Toda la casa estaba libre de micrófonos ocultos, de eso estaba seguro. Tenía dos dispositivos, ambos supuestamente los más modernos. Tenían que serlo, a juzgar por lo que le habían costado. Uno era una alarma para la intervención del aparato, instalado en la línea telefónica. Cualquier cambio en el voltaje, resistencia o capacitancia en cualquier lugar de la línea, lo detectaba el dispositivo. El otro era una pista de rastreo que analizaba automáticamente el espectro de las longitudes de onda radiales, en busca de micrófonos ocultos. Había pagado cinco mil, no, seis mil, por las dos unidades. Y lo valían si mantenían la intimidad de sus conversaciones privadas.

Era casi una lástima que no hubiera habido policías escuchando durante las dos últimas horas. Policías que rastrearan al que hacía las llamadas, que cayeran sobre los secuestradores y que le devolvieran a Francey…

No, era lo último que necesitaba. La policía lo estropearía todo, por más arreglos que propusieran. Tenía el dinero. Pagaría y la recuperaría. Hay cosas que se pueden controlar y otras que no se pueden. Él podía controlar el pago del dinero, controlar hasta cierto punto cómo iba eso, pero no podía controlar lo que pasaría después.

«No llame a nadie.» «¿A quién podría llamar?» Descolgó el teléfono una vez más y marcó un número de memoria. Su hermano contestó al tercer timbrazo.

– Petey, te necesito aquí -le dijo-. Coge un taxi, yo te lo pago, pero ven inmediatamente. ¿Me oyes?

Una pausa y luego se oyó:

– Niño, haría cualquier cosa por ti, ya lo sabes…

– ¡Entonces, sube corriendo a un taxi!

– … pero no puedo meterme en nada que tenga que ver con tu trabajo. Sencillamente no puedo, niño.

– No es el trabajo.

– ¿Qué es?

– Se trata de Francine.

– ¿Qué pasa? No importa, me lo dices cuando llegue. Estás en casa, ¿no?

– Sí, estoy en casa.

– Voy a coger un taxi. Ya voy.


Mientras Peter Khoury buscaba un taxi que quisiera llevarle hasta la casa de su hermano en Brooklyn, yo observaba a un grupo de periodistas de la ESPN que comentaban la probabilidad de un aumento salarial de los jugadores. No me afligí cuando sonó el teléfono. Era Mick Ballou, que llamaba desde el pueblo de Castlebar, en el condado de Mayo. La voz se oía con la misma nitidez de una campana; podría estar llamando desde el salón de atrás de la casa de Grogan.

– Este lugar es grandioso -decía-. Si crees que los irlandeses de Nueva York están locos, deberías ir a Irlanda. De cada dos locales, uno es un bar. Y nadie se va antes de la hora de cerrar.

– Cierran temprano, ¿no?

– ¡Demasiado temprano, maldita sea! Pero en el hotel tienen que servir bebidas a cualquier hora a cualquier huésped que las pida. Para mí, ése es el rasgo distintivo de un país civilizado, ¿no te parece?

– Y que lo digas.

– Lo malo es que todos fuman. Siempre están encendiendo cigarrillos y pasando el paquete para invitar. Los franceses todavía son peores en ese sentido. Cuando estuve en Francia visitando a los parientes de mi padre, se cabrearon conmigo porque no fumo. Creo que los norteamericanos son los únicos en todo el mundo que han tenido la sensatez de dejar de fumar.

– Encontrarás a unos cuantos fumadores en este país, Mick.

– Buena suerte para ellos, entonces, sufriendo en los vuelos y en los cines, y con todas las prohibiciones en los lugares públicos.

Contó una larga anécdota acerca de un hombre y una mujer que había conocido noches antes. Era graciosa y ambos reímos y luego me preguntó por mí y le dije que estaba muy bien.

– ¡Así que estás bien!

– Tal vez un poco inquieto… He tenido mucho tiempo libre últimamente. Y hay luna llena.

– Así es -dijo-. Aquí también.

– Qué coincidencia.

– Pero siempre hay luna llena sobre Irlanda. Por suerte siempre llueve, de manera que no tienes que mirarla todo el tiempo. Matt, tengo una idea. Coge un avión y ven para acá.

– ¿Qué?

– Apuesto a que nunca has estado en Irlanda.

– Nunca he salido del país -refunfuñé-. Espera un minuto. Eso no es cierto. He estado un par de veces en Canadá y una en México, pero…

– ¿Nunca has estado en Europa?

– No.

– Bueno, toma un avión y ven. Tráela a ella si quieres -se refería a Elaine- o ven solo, da lo mismo. Hablé con Rosenstein. Dice que es mejor que me mantenga fuera del país por un tiempo. Dice que puede arreglarlo todo, pero que tienen a esa puta fuerza de control federal husmeando y que no me quiere en suelo norteamericano hasta que todo haya pasado. Me podría quedar atascado en este jodido y apestoso lugar otro mes o más. ¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

– Creía que te encantaba el lugar y ahora es un agujero apestoso.

– Cualquier lugar es apestoso cuando no tienes a tus amigos alrededor. Ven, hombre. ¿Qué dices?


Peter Khoury llegó a casa de su hermano después de que Kenan mantuviera una conversación más con el más amable de los secuestradores. El hombre había parecido algo menos amable esta vez, especialmente hacia el final de la conversación, cuando Khoury trató de exigir alguna prueba de que Francine estaba viva y bien. La conversación fue algo más o menos así:


Khoury: Quiero hablar con mi esposa.

Secuestrador: Eso es imposible. Está en una casa segura. Yo estoy en un teléfono público.

Khoury: ¿Cómo podré saber que está bien?

Secuestrador: Porque hemos tenido todas las razones para cuidarla bien. Vea cuánto vale para nosotros.

Khoury: ¿Y cómo puedo estar seguro de que la tienen realmente?

Secuestrador: ¿Conoce sus pechos?

Khoury: ¿Cómo?

Secuestrador: ¿Reconocería uno de ellos? Sería la forma más sencilla. Le cortaré una teta y la dejaré en el umbral de su casa, eso le tranquilizará.

Khoury: ¡Por Dios, no diga eso! ¡Ni siquiera lo diga!

Secuestrador: Entonces no hablemos de pruebas, ¿eh? Tenemos que confiar el uno en el otro, señor Khoury. Créame, la confianza lo es todo en este negocio.


Así estaban las cosas, le dijo Kenan a Peter. Tenía que confiar en ellos, pero ¿cómo podía hacerlo? Ni siquiera Había quiénes eran.

– Traté de pensar a quién podía llamar. ¿Sabes?, gente que estuviera en el negocio. Alguien que me sostuviera, que me apoyara. Por lo que sé, cualquiera en el que pensara está en el negocio. ¿Cómo puedo descartar a alguien? Alguno fraguó esto.

– ¿Cómo supieron…?

– No sé, no sé nada. Todo lo que sé es que se fue de compras y no ha vuelto. Salió, se llevó el coche y cinco horas después suena el teléfono.

– ¿Cinco horas?

– No sé; algo así. Petey, no sé qué estoy haciendo aquí. No tengo ninguna experiencia en esta mierda.

– Haces tratos cada día, niño.

– Una transacción con drogas es completamente distinta. Estructuran las cosas de manera que todos estén a salvo, que todos estén cubiertos. Este caso…

– Se mata a la gente siempre en los asuntos de droga.

– Sí, pero por lo general hay un motivo. Número uno, tratar con gente que no se conoce. Eso es lo asesino. Parece bueno y resulta ser un estafador. Número dos, o tal vez sea uno y medio, tratar con gente a la que se cree conocer pero que en realidad no se conoce. Y la otra cosa, cualquiera que sea el número que quieras asignarle, la gente se mete en líos porque trata de embaucar. Tratan de hacer el trato sin el dinero, calculando que después lo arreglarán. Se endeudan hasta el moño, generalmente salen airosos, pero a veces no lo consiguen. Sabes de dónde viene eso nueve veces de cada diez. Es gente que se mete en su propia mercancía y su criterio se les va por el inodoro.

– O lo hacen todo bien y luego seis jamaicanos de mierda echan la puerta abajo y los matan a todos a tiros.

– Bueno, eso pasa a veces -confesó Kenan-. No tienen que ser jamaicanos. Lo vi el otro día en la prensa, laosianos en San Francisco. Todas las semanas sale un nuevo grupo étnico con ganas de matarte -dijo cabeceando-. La cosa es que en una legítima transacción con drogas, uno se puede apartar de cualquier cosa que no parezca correcta. No tienes por qué cerrar el trato. Si tienes el dinero, lo puedes gastar en otra parte. Si tienes la mercancía, se la puedes vender a otro. Sólo sigues en el negocio mientras funcione y puedas retroceder, levantas burladeros por el camino, y desde el principio conoces a la gente y sabes si puedes confiar en ella o no.

– En cambio, aquí…

– En cambio, aquí no tenemos nada. Dije: nosotros llevamos el dinero y ustedes traen a mi esposa. Dijeron que no. Dijeron que así no se hace. ¿Qué les voy a decir, quédense con mi esposa? ¿Véndansela a otro si no les gusta cómo hago yo los negocios? No puedo hacer eso.

– No.

– Excepto que podría hacerlo. Él dijo un millón, yo dije cuatrocientos mil. Les mandé a la mierda, eso es todo, y él aceptó. Supón que yo dijera…

Sonó el teléfono. Kenan habló unos minutos y tomó notas en una agenda.

– No voy a ir solo -dijo en un momento dado-. Tengo a mi hermano aquí, viene conmigo. Ninguna discusión. -Escuchó un poco más y estaba por decir algo cuando el teléfono le hizo un clic en el oído.

– Tenemos que darnos prisa. Quieren el dinero en dos bolsas resistentes. Eso es bastante fácil. Me pregunto, ¿por qué dos? Tal vez no saben el bulto que hacen cuatrocientos mil dólares, cuánto espacio ocupan.

– Tal vez el médico les tiene prohibido que levanten cosas pesadas.

– Quizá. En teoría tenemos que ir al cruce de Ocean Avenue con Farragut Road.

– En Flatbush, ¿no?

– Creo que sí.

– Claro. Farragut Road está a un par de manzanas de la Universidad de Brooklyn. ¿Qué hay allí?

– Una cabina telefónica.

Cuando tuvieron el dinero repartido en dos bolsas de basura, Kenan tendió a Peter una pistola, una automática de 9 mm.

– Cógela -dijo-. No podemos meternos en esto desarmados.

– No nos metemos en esto para nada. ¿De qué me va a servir un arma?

– No sé. Llévala por si acaso.

En el camino hacia la puerta, Peter cogió el brazo de su hermano.

– Te has olvidado de poner la alarma -dijo.

– Tienen a Francey y nosotros llevamos el dinero. ¿Qué queda por robar?

– Ya que tienes la alarma, será mejor que la pongas, Kenan. No puede ser menos útil que los malditos revólveres.

– Sí, tienes razón -y entró de nuevo en la casa.

Cuando volvió a salir, dijo:

– Sistema sofisticado de seguridad. No puedes entrar en mi casa por la fuerza ni interceptar mis teléfonos ni llenar las instalaciones con micrófonos ocultos. Lo único que puedes hacer es secuestrar a mi esposa y hacerme correr por la ciudad con dos bolsas de basura llenas de billetes de cien dólares.

– ¿Cuál es el mejor camino, pichón? Pensaba en la carretera de Bay Ridge y luego la autopista Kings hasta Ocean.

– Supongo que sí. Hay una docena de caminos que se pueden tomar, pero ése es tan bueno como cualquiera. ¿Quieres conducir, Peter?

– ¿Quieres que lo haga?

– Sí, hazme el favor. Yo probablemente embestiría a un guardia de tráfico por detrás, en el estado en que estoy. O atropellaría a una monja.


Tenían que estar en el teléfono público de Farragut Road a las ocho y media. Llegaron tres minutos antes, según el reloj de Peter. Él se quedó en el coche, mientras Kenan iba hasta el teléfono y se quedaba plantado allí, esperando que sonara. Antes, al salir, Peter se había metido la pistola debajo del cinturón, en la región lumbar. Era consciente de su presión mientras conducía. Ahora la cogió y se la puso sobre las piernas. Sonó el teléfono y Kenan contestó. Las ocho y media según el reloj de Peter. ¿Estaban guiándose por la hora o estaban vigilando detalladamente toda la operación, con alguien sentado en una ventana de alguno de los edificios del otro lado de la calle, mirando lo que pasaba?

Kenan volvió al coche trotando y se apoyó en él.

– Veterans Avenue -dijo.

– No la conozco.

– Está entre Flatlands y Mili Basin, por aquella zona. El individuo me dio instrucciones. De Farragut a Flatbush y de Flatbush a Avenue N, y por aquí derecho a Veterans Avenue.

– ¿Y después qué pasa?

– Otro teléfono público en el cruce de Veterans con la Calle 66 Oeste.

– ¿Por qué tantas vueltas?

– Para volvernos locos. Para asegurarse de que no tenemos ningún apoyo. No sé, Petey. Tal vez sólo estén tratando de rompernos las pelotas.

– Y lo están logrando.

Kenan subió por el lado del pasajero. Peter repitió:

– De Farragut a Flatbush, de Flatbush a N. Habrá que doblar a la derecha en Flatbush, y luego creo que a la izquierda en N. ¿Cuánto tiempo tenemos?

– No lo dijeron. Me parece que no fijaron una hora. Dijeron que nos diéramos prisa.

– Supongo que no nos vamos a detener para tomar un café.

– No -dijo Kenan-. Supongo que no.


La rutina fue la misma en el cruce de Veterans con la 66. Peter esperó en el coche. Kenan fue al teléfono, que sonó casi inmediatamente.

– Muy bien -explicó el secuestrador-. No ha tardado mucho.

– ¿Y ahora qué?

– ¿Dónde está el dinero?

– En el asiento trasero. En dos bolsas de basura, tal como usted dijo.

– Bien. Ahora quiero que usted y su hermano vayan por la 66 hasta Avenue M.

– ¿Quiere que vayamos hasta allí?

– Sí.

– ¿Con el dinero?

– No, dejen el dinero exactamente donde está.

– En el asiento trasero del coche.

– Sí y no cierren el coche con llave.

– Dejamos el dinero en un coche que no está cerrado con llave y andamos una manzana…

– Dos manzanas.

– Y después, ¿qué?

– Esperen en la esquina de Avenue M cinco minutos. Luego suban al coche y váyanse a casa.

– ¿Y mi esposa?

– Su esposa está muy bien.

– ¿Cómo me…?

– Estará en el coche esperándole.

– Será mejor que esté.

– ¿Qué ha sido eso?

– Nada. Mire, hay una cosa que me molesta, dejar el dinero en un coche que no está cerrado con llave. Me preocupa que alguien se apodere de él antes de que usted llegue.

– No hay que preocuparse -dijo el hombre-. Es un buen barrio.


Dejaron el coche sin cerrar y con el dinero dentro, y caminaron una manzana corta y otra larga hasta llegar a Avenue M. Esperaron cinco minutos según el reloj de Peter. Luego retrocedieron hasta regresar al Buick.

Creo que no los he descrito, ¿verdad? Parecían hermanos, Kenan y Peter. Kenan medía más de un metro con setenta y cinco, lo que le hacía unos centímetros más alto que su hermano. Ambos tenían el físico de un peso medio, eran altos y esbeltos, aunque Peter estaba empezando a ensancharse un poco por la cintura. Ambos tenían la tez olivácea, el cabello oscuro y lacio, peinado con raya a la izquierda y cepillado cuidadosamente hacia atrás. A los treinta y tres años, Kenan estaba empezando a desarrollar la frente, conforme el pelo retrocedía. Peter, dos años más joven, todavía conservaba todo el pelo.

Eran hombres bien parecidos, de nariz larga y recta, y ojos oscuros y hundidos debajo de unas cejas prominentes. Peter lucía un bigote minuciosamente recortado. Kenan iba bien afeitado.

Si se fuera a juzgar por las apariencias y se estuviera en contra de ambos, se eliminaría a Kenan primero. O, por lo menos, se trataría de hacerlo. Había algo en él que sugería que era el más peligroso de los dos, que sus reacciones serían más repentinas y más certeras.

Así era como se les veía entonces, mientras caminaban con premura, pero no con demasiada rapidez, hacia la esquina donde estaba estacionado el coche de Kenan. Todavía estaba allí, y todavía sin llave. Las bolsas con el dinero ya no estaban en el asiento trasero. Francine Khoury tampoco estaba allí.

– ¡Nos han jodido! -protestó Kenan.

– ¿Y si miramos el maletero?

Abrió la guantera y tiró de la palanca del maletero. Dio la vuelta y levantó la tapa. Allí no había nada, sólo la rueda de recambio y el gato. Acababa de cerrar la portezuela, cuando el teléfono público sonó a unos diez metros de distancia.

Corrió hacia él y lo asió con vehemencia.

– Váyanse a casa -dijo el hombre-. Es probable que ella llegue antes que ustedes.


Fui a mi reunión vespertina habitual, al doblar la esquina de mi hotel, en St. Paul, pero me retiré en el descanso. Volví a mi cuarto y llamé a Elaine y le conté la conversación con Mick.

– Creo que tendrías que ir -observó-. Creo que es una gran idea.

– ¿Qué te parece si vamos los dos?

– ¡Oh, no sé, Matt! Eso significaría perder mis clases.

Estaba asistiendo a un curso los jueves por la tarde en Hunter. En realidad, acababa de regresar de allí cuando la llamé. «El arte y la arquitectura hindúes durante el dominio de los mongoles.»

– Iremos una semana o diez días -dije-. Perderías una clase.

– Una clase no es gran cosa.

– Exactamente, de manera que…

– Lo cierto es que en verdad no quiero ir. Sería un estorbo, ¿no? Tengo en mi mente tu imagen y la de Mick corriendo por la campiña y enseñándoles a los irlandeses a armar líos.

– Es toda una imagen.

– Pero lo que quiero decir es que sería como una salida de muchachos con la noche libre, ¿no? ¿Y quién quiere cargar con una chica? En serio, no tengo deseos especiales de ir y sé que estás inquieto y creo que te haría muchísimo bien. ¿Nunca has estado en ningún lugar de Europa?

– Nunca.

– ¿Cuánto hace que Mick se fue, un mes?

– Aproximadamente.

– Creo que tendrías que ir.

– Tal vez -rezongué-. Lo pensaré.


Ella no estaba allí.

En ningún lugar de la casa. Kenan iba compulsivamente de cuarto en cuarto, sabiendo que no tenía sentido, sabiendo que no habría podido atravesar el sistema de alarma sin apagarlo o anularlo. Cuando se le terminaron las habitaciones, volvió a la cocina, donde Peter estaba haciendo café.

– Petey, esto verdaderamente apesta -dijo.

– Ya lo sé, niño.

– ¿Estás haciendo café? Yo no quiero. ¿Te molesta si tomo una copa?

– Me molesta si yo la tomo, no si la tomas tú.

– Sólo pensé…, no importa. Ni siquiera la quiero.

– Ahí es donde diferimos, niño.

– Sí, me lo imagino. -Se volvió hacia su hermano-. ¿Por qué mierda me están llevando de acá para allá, Petey? Dicen que va a estar en el coche y luego no está. Dicen que va a estar aquí y no está. ¿Qué mierda está pasando?

– Tal vez se hayan quedado atascados en el tráfico.

– Hombre, ¿y ahora qué? ¿Nos quedamos aquí sentados, bien jodidos, y esperamos? Ni siquiera sé qué estamos esperando. Ellos tienen el dinero y nosotros, ¿qué tenemos? Mierda es lo que tenemos. No sé quiénes son ni dónde están, no sé un carajo, Petey, ¿qué hacemos?

– No lo sé.

– Creo que está muerta -aulló.

Peter estaba callado.

– Porque… ¿Por qué no habrían de hacerlo, los hijos de puta? Ella podría identificarlos. Es más seguro matarla que devolverla. Matarla, enterrarla, y ése es el final de lodo. Caso cerrado. Eso es lo que yo haría si fuera ellos.

– No, no lo harías.

– Dije si fuera ellos. No lo soy. En primer lugar no secuestraría a una mujer, una señora amable e inocente que nunca le hizo ningún daño a nadie, que nunca tuvo un pensamiento cruel…

– Tranquilo, niño.

Se quedaban callados y luego la conversación volvía a empezar, porque ¿qué otra cosa podían hacer? Después de media hora, el teléfono sonó y Kenan saltó hacia él.

– Señor Khoury.

– ¿Dónde está Francine?

– Le pido disculpas. Hubo un ligero cambio en los planes.

– ¿Dónde está?

– Dé la vuelta a la manzana, en… en la Calle 79. Creo que es el lado sur de la calle, a tres o cuatro casas de la esquina.

– ¿Qué?

– Hay un coche estacionado en lugar prohibido junto a una boca de incendios. Un Ford Tempo gris. Su esposa está en él.

– ¿Está en el coche?

– En el maletero.

– ¿La han metido en el maletero?

– Hay suficiente aire. Pero hace frío fuera esta noche, así que sáquela de allí lo más pronto posible.

– ¿Hay alguna llave? ¿Cómo…?

– La cerradura está rota. No necesitará llave.

– El coche está calle abajo, a la vuelta de la esquina -dijo a Peter-. ¿Qué ha querido decir con eso de que la cerradura está rota? Si el maletero no está cerrado con llave, ¿por qué Francine no puede salir? ¿De qué habla?

– No lo sé, niño.

– Tal vez esté atada. Esparadrapo, esposas, algo que le impide moverse.

– Tal vez.

– ¡Maldita sea, Petey…!

El coche estaba donde se suponía que tenía que estar. Un Tempo escacharrado, de varios años de antigüedad, con el parabrisas astillado y la puerta del copiloto abollada. La cerradura del maletero faltaba por completo. Kenan levantó la puerta de golpe.

No había nadie allí. Sólo paquetes, bultos de diversas clases envueltos en plástico negro y atados con cinta adhesiva.

– No -exclamó Kenan.

Se quedó allí diciendo «No, no, no». Después de un rato, Peter sacó uno de los paquetes del maletero; llevaba una navaja en el bolsillo, la abrió y cortó la cinta. Desenrolló a lo largo el plástico negro -no era diferente de las bolsas de basura en las que habían entregado el dinero- y extrajo un pie humano, cortado varios centímetros por encima del tobillo. Tres uñas mostraban círculos de esmalte rojo. Los otros dos dedos faltaban.

Kenan echó la cabeza hacia atrás y aulló como un perro.

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