Al volver a mi habitación, extendí sobre la cama un rollo de fotocopias pasadas por fax. Era evidente que habían fotocopiado todo el expediente: treinta y seis páginas. Algunas de ellas sólo contenían unas pocas líneas, pero otras estaban saturadas de información.
Al recorrerlas, se me ocurrió pensar cómo habría reaccionado yo si todavía fuese policía. En aquellos tiempos no teníamos fotocopiadoras, por no hablar de los fax. Para ver el expediente de Marie Gotteskind habría habido que ir hasta Queens y hojearlo donde estaba archivado, mientras algún policía nervioso miraba por encima de tu hombro y trataba de meterte prisa.
Actualmente bastaba con meter en un fax toda la información y ésta llegaba como por arte de magia a ocho kilómetros de distancia o al otro lado del mundo, según el caso. El expediente original nunca salía de la oficina donde se guardaba y ninguna persona no autorizada entraba a hurtadillas para echarle un vistazo, de manera que nadie tenía que incomodarse por abrir una brecha en la seguridad.
Y yo tenía todo el tiempo que necesitaba para estudiar el expediente Gotteskind.
Era conveniente que lo hiciera, porque no tenía ninguna idea clara de lo que estaba buscando. Una cosa que no ha cambiado desde que ingresé en la Academia de Policía es la cantidad de papeleo que el trabajo genera. Sea uno la clase de policía que sea, se pierde menos tiempo haciendo cosas que poniéndolas por escrito. Una parte de esta mecánica es la basura burocrática habitual, otra parte importante corresponde al epígrafe general de cubrirse las espaldas, que probablemente es ineludible. El trabajo policial es un esfuerzo colectivo en el que participa una gran variedad de personas incluso en la investigación más simple, y si no se consigna por escrito en alguna parte, nadie tiene una idea general del caso ni puede evaluar lo que representa.
Lo leí todo y, cuando llegué al final, volví atrás y separé unas hojas para echarles otro vistazo. Algo obvio desde el principio era la semejanza extraordinaria entre el secuestro de Gotteskind y la forma en que se habían apoderado de Francine Khoury, en Brooklyn. Anoté los siguientes puntos coincidentes:
1. Ambas mujeres fueron raptadas en calles comerciales.
2. Ambas mujeres tenían el coche estacionado en las inmediaciones y estaban haciendo las compras a pie.
3. Ambas fueron secuestradas por un par de hombres.
4. En ambos casos, se describió a los hombres como de peso y estatura parecidos, y vestidos de igual modo. Los secuestradores de Gotteskind llevaban pantalones de color caqui y anorak azul marino.
5. Se llevaron a ambas mujeres en furgonetas. La empleada en Woodhaven fue descrita por varios testigos como de color azul claro. Un testigo dijo concretamente que era una Ford y facilitó un número de matrícula parcial, pista que no había llevado a ninguna parte.
6. Varios testigos declararon que en los laterales de la furgoneta figuraba el nombre de una empresa de electrodomésticos, «Electrodomésticos PJ», «Electrodomésticos B & J» y variantes parecidas. Según otra declaración, ponía «Ventas y Servicios». No había ninguna dirección, pero los testigos aseguraron que había un número telefónico, aunque nadie supo reproducirlo. Una exhaustiva investigación no había podido vincular la furgoneta con ninguna de las innumerables compañías del municipio que vendían y reparaban electrodomésticos, y la conclusión más convincente parecía ser que tanto el nombre de la firma como el número de la matrícula eran falsos.
7. Marie Gotteskind tenía veintiocho años de edad y estaba empleada como maestra suplente en las escuelas primarias de la ciudad de Nueva York. Durante tres días, incluido el de su secuestro, había reemplazado a una maestra de cuarto curso, en Ridgewood. Tenía aproximadamente la misma estatura de Francine Khoury y unos kilos de peso de diferencia con ella. Era rubia y de tez clara, mientras que Francine tenía cabello oscuro y tez olivácea. No había ninguna fotografía en el expediente, excepto las tomadas en el lugar de los hechos, en Forest Park, pero el testimonio de quienes la conocían indicaba que se la consideraba atractiva.
Había diferencias. Marie Gotteskind era soltera. Había salido algunas veces con un profesor a quien había conocido en una suplencia, pero su relación no parecía haber significado mucho y la coartada de él para la hora de la muerte de ella era, en todo caso, irrebatible.
Marie vivía con sus padres. Su padre, un antiguo instalador de calderas de vapor, tenía una pensión por incapacidad por un accidente laboral y dirigía desde su casa una pequeña empresa de encargos por correo. Su madre le ayudaba y además era contable a tiempo parcial en varios comercios del barrio. Ni Marie ni sus padres tenían ninguna vinculación demostrable con la subcultura de la droga. No eran ni árabes ni fenicios.
El examen médico había sido meticuloso, por supuesto, y había mucho de que informar. La muerte se había producido como resultado de múltiples puñaladas en el pecho y el abdomen, varias de las cuales habrían sido mortales por sí solas. Había pruebas de agresiones sexuales repetidas y restos de semen en el ano, la vagina y la boca, así como en una de las heridas de cuchillo. Las constataciones forenses indicaban que por lo menos se habían usado dos cuchillos diferentes y sugerían que los dos podían ser cuchillos de cocina, uno de ellos con una hoja más larga y ancha que el otro. El análisis del semen indicaba la presencia de dos agresores por lo menos.
Además de las puñaladas, el cuerpo desnudo mostraba contusiones múltiples que indicaban que la víctima había sido golpeada repetidamente.
Finalmente, cosa que se me había escapado en la primera lectura, el informe del médico forense decía que el pulgar y el índice de la mano izquierda habían sido seccionados. Los dos dedos se habían recuperado: el índice en la vagina y el pulgar en el recto.
Encantador.
Leer el expediente tuvo sobre mí un efecto aislante y aletargador. Ésa es muy probablemente la razón por la cual se me escapó lo del índice y el pulgar en la primera lectura. El informe de las heridas de la mujer y la imagen que evocaban de sus últimos momentos eran más de lo que la mente estaba dispuesta a aceptar. Otros informes del expediente, entrevistas con padres y compañeros de trabajo, trazaban la imagen de una Mario Gotteskind viva. Por su parte, el informe médico partía de esa persona viva y la convertía en carne muerta y brutalmente maltratada.
Estaba allí sentado, agotado por lo que acababa de leer, cuando sonó el teléfono. Lo cogí y una voz que conocía dijo:
– ¿Qué pasa contigo, fiel amigo?
– Hola, TJ.
– ¿Cómo te va? Es difícil encontrarte. Estás siempre fuera, haciendo cosas.
– Recibí tu mensaje, pero no dejaste ningún número.
– No tengo teléfono. Si fuera camello tendría un buscapersonas.
– Si fueras camello, tendrías un teléfono móvil.
– Ahora sí que estás hablando en serio. Dame un coche largo con teléfono y me quedo sentado en él meditando ideas largas y haciendo cosas largas. Te lo repito, eres difícil de encontrar.
– ¿Has llamado más de una vez, TJ? Yo sólo he recibido un mensaje.
– Bueno, mira, no siempre tengo ganas de gastar dinero en cabinas.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, me imagino tu teléfono. Es como uno de esos contestadores que descuelgan después de tres o cuatro timbrazos, los que sean. El fulano de recepción siempre deja que tu teléfono suene cuatro veces antes de responder. Y tú tienes una sola habitación, de manera que no puedes tardar más de tres timbrazos en llegar al teléfono, a menos que estés en el cuarto de baño o algo parecido.
– Así que cuelgas después de los tres timbrazos.
– Y recupero la moneda. A menos que quiera dejar un mensaje, pero ¿por qué dejar otro mensaje si ya había dejado uno? Llegas a casa y tienes una pila de mensajes y piensas: «Este TJ debe de haber reventado un parquímetro; tiene tantas monedas que no sabe qué hacer con ellas».
Me eché a reír.
– Así que estás trabajando.
– La verdad es que sí.
– ¿Trabajo grande?
– Bastante grande.
– ¿Hay lugar para TJ en él?
– Por ahora no lo veo.
– ¡Hombre, no estás mirando bien! Debe de haber algo que yo pueda hacer, para compensar las monedas que quemo llamándote. ¿Qué clase de trabajo es, de todos modos? No te has puesto en contra de la mafia, ¿verdad?
– Me temo que no.
– Me alegro de oírlo, porque esos gatos están quemando, Fernando. ¿Ves Good Fellas? Apestan, tío. Coño, se me está acabando la moneda.
Una voz grabada interrumpió, exigiendo cinco centavos por el valor de un minuto de tiempo telefónico.
– Dame el número y te llamo -dije.
– No puedo.
– El número del teléfono desde el que estás hablando.
– No puedo -volvió a decir-. No hay ningún número en él. Los están quitando de todos los teléfonos públicos para que los jugadores no puedan recibir llamadas en ellos. Tranquilo. Tengo algo de cambio. -El teléfono tintineó cuando dejó caer la moneda-. Los camellos conocen el número de ciertos teléfonos públicos, aunque parezca que no lo tienen. O sea que son tan útiles como siempre, pero si alguien como tú quiere llamar a alguien como yo, no hay manera de hacerlo.
– Es un buen sistema.
– Es buenísimo. Todavía estamos hablando, ¿no? Nadie nos impide hacer lo que queremos. Sólo nos están obligando a ser ingeniosos.
– ¿Poniendo otra moneda?
– Lo has captado, tarado. Seguiré echando mano de mis recursos. Eso es lo que se llama ser ingenioso.
– ¿Dónde vas a estar mañana, TJ?
– ¿Dónde voy a estar? Bueno, no sé. Tal vez vuele a París en el Concorde. Todavía no me he decidido.
De golpe me pareció que podía aprovechar mi billete y mandarlo a Irlanda, pero no era probable que tuviera pasaporte. Ni parecía probable que Irlanda estuviera preparada para recibirlo, ni él para estar en Irlanda.
– ¿Dónde voy a estar? -repitió cansinamente-. Estaré en el puto Deuce, tío. ¿Dónde más voy a estar?
– Pensé que podíamos ir a comer algo.
– ¿A qué hora?
– No sé. Digamos que alrededor de las doce o doce y media.
– ¿Cuál de ellas?
– Doce y media.
– ¿Eso qué significa, las doce y media del día o de la noche?
– Del día. Iremos a almorzar.
– No hay ninguna hora del día o de la noche en que no se pueda almorzar. ¿Quieres que vaya a tu hotel?
– No -contesté-, porque hay una probabilidad de que tenga que cancelar la cita y no tendría forma de hacértelo saber. No quiero dejarte plantado. Elige un lugar en el Deuce y, si no aparezco, será para otra vez.
– Genial -dijo-. ¿Conoces las galerías del vídeo? En la parte norte de la calle, a dos…, no, a tres casas de la Octava Avenida. Allí está la tienda que tiene navajas automáticas en el escaparate. No sé cómo sajan con eso…
– Lo venden en forma de equipo.
– Sí, y lo usan para un test de inteligencia. Si no puedes montar el equipo, tienes que repetir el primer curso de primera enseñanza. ¿Sabes a qué tienda me refiero, Rugiero?
– Claro.
– Al lado hay una boca de metro y antes de bajar las escaleras hay un pasaje por el que se accede a las galerías del vídeo. ¿Sabes dónde está?
– Tengo la sensación de que la puedo encontrar.
– ¿Digamos a las doce y media?
– Es una cita, mona Chita.
– ¡Oye, tío! Estás aprendiendo.
Me sentí mejor cuando dejé de hablar por teléfono con TJ. Por lo general, él tenía ese efecto sobre mí. Tomé nota de nuestra cita para almorzar y luego retomé el material del caso Gotteskind.
Eran los mismos ejecutores. Tenían que serlo. La semejanza del modus operandi era demasiado evidente para ser una coincidencia, y la amputación y la inserción del pulgar y el índice parecían un ensayo de la carnicería mayor que habían perpetrado con Francine Khoury.
Pero ¿qué habían estado haciendo? ¿Hibernando? ¿Se habían escondido durante un año?
Parecía poco probable. La violencia vinculada con el sexo, las violaciones en serie y el asesinato lascivo parecen ser una adicción como cualquier droga dura que te libera momentáneamente de la prisión de la vida real. Los asesinos de Marie Gotteskind habían logrado un secuestro perfectamente orquestado, para repetirlo nuevamente un año después con pequeñas variaciones y, naturalmente, un motivo de beneficio sustancial. ¿Por qué esperar tanto tiempo? ¿Qué estaban haciendo, entretanto?
¿Podría haber habido otros secuestros, sin que nadie los relacionara con el caso Gotteskind? Era posible. La tasa de asesinatos en los cinco municipios es, ahora, de más de siete por día, y muchos de ellos no reciben una gran atención por parte de los medios de comunicación. Sin embargo, si te alzas con una mujer delante de un grupo de testigos, la noticia salta a los diarios. Si tienes un caso parecido esperando en un expediente abierto, probablemente te enteras. Y casi a la fuerza tienes que establecer una conexión.
Por otra parte, Francine Khoury había sido secuestrada en plena calle delante de testigos, y nadie en la piensa ni en el Uno-Doce sabía nada al respecto.
Tal vez hubieran estado escondidos durante un año. Quizás alguno de ellos hubiera estado en la cárcel durante todo ese tiempo. Tal vez la preferencia por la violación y el asesinato hubiera llevado a delitos peores todavía, tales como pagar con cheques sin fondos.
O quizás hubieran estado activos, pero sin llamar la atención.
En cualquier caso, yo sabía ahora algo que con anterioridad sólo había sospechado. Habían hecho esto antes, por placer, además de por lucro. Eso reducía las probabilidades de no encontrarlos y, al mismo tiempo, aumentaba los riesgos.
Porque lo volverían a hacer.