En el coche, Kenan rompió el silencio:
– Calculo que cogiendo por Shore Parkway y Gowanus iremos bien. ¿Te parece?
Le repliqué que él sabía más acerca de eso que yo, y añadió:
– Ese chico que vamos a recoger… ¿cómo encaja en la historia?
– Es un chico del gueto que para en Times Square. Dios sabe dónde vive. Se hace llamar por sus iniciales, suponiendo que sean sus iniciales y que no las haya encontrado en un plato de sopa de letras. Ha sido de gran ayuda, lo creas o no. Me conectó con los brujos de la informática, vio a Callander esta noche y consiguió el número de la matrícula de su coche.
– ¿Te parece que va a hacer algo por nosotros en el cementerio?
– Espero que no lo intente -repliqué-. Lo vamos a recoger porque no quiero que ande vagando por Sunset Park con sus recursos cuando Callander y sus amigos estén otra vez en casa. Quiero mantenerlo al margen de todo esto.
– ¿Dices que es un chico?
Asentí.
– Quince, dieciséis años… No sé.
– ¿Qué quiere ser cuando sea mayor? ¿Un detective como tú?
– Eso es lo que quiere ser ahora. No tiene intención de esperar hasta crecer. No puedo decir que lo culpo. Tantos de ellos no lo logran…
– ¿No logran qué?
– Crecer. Un adolescente negro que vive en las calles tiene una expectativa de vida similar a la de una mosca de la fruta. TJ es un buen chico. Espero que lo consiga.
– ¿De verdad no sabes su apellido?
– ¿Sabes lo que es extraño? Entre la asociación Alcohólicos Anónimos y las calles conoces a un montón de gente sin apellidos.
Un poco más tarde, me dijo:
– ¿Tienes alguna idea sobre Dani? ¿Es un pariente de Yuri o qué?
– Ni idea. ¿Por qué?
– Sólo pensaba. Van los dos viajando en ese Lincoln con un millón de dólares en el asiento trasero. Sabemos que Dani tiene un arma. Imagina que mate de un tiro a Yuri y desaparezca. Ni siquiera sabríamos a quién buscar. Sólo un ruso, con una chaqueta que no le queda bien. Otro tipo sin apellido. Debe de ser amigo suyo, ¿no?
– Me parece que Yuri confía en él.
– Probablemente sea de la familia. ¿En quién más vas a confiar así?
– De todos modos, no es un millón.
– Ochocientos mil. ¿Me vas a hacer pasar por mentiroso por unos piojosos doscientos mil?
– Y casi un tercio es falso.
– Tienes razón. Casi ni vale la pena robarlos. Tendremos suerte si estos dos tipos que vamos a conocer están dispuestos a llevárselos. De lo contrario, se van al sótano, guardados para la próxima campaña de recolección de papel de los Boy Scouts. ¿Me harías un favor? Cuando estés allí arriba con una maleta en cada mano, ¿quieres hacerles una pregunta a tus amigos?
– ¿Cuál?
– Pregúntales cómo diablos me eligieron a mí, ¿quieres? Porque eso todavía me está volviendo loco.
– ¡Ah! -dije-. Creo que lo sé.
– ¿En serio?
– ¡Ajá! Mi primera idea fue creer que él estaba en el negocio de la droga, no sé en qué nivel.
– Tiene sentido, pero…
– Pero no lo está. Estoy casi seguro, porque hice que alguien lo investigara y no tiene antecedentes delictivos.
– Yo tampoco los tengo.
– Eres una excepción.
– Es cierto. ¿Y Yuri?
– Varios arrestos en la Unión Soviética. Ninguna condena seria. Un arresto aquí por recibir mercancías robadas, pero se le retiraron todos los cargos.
– ¿Pero nada que tuviera que ver con narcóticos?
– Nada.
– Muy bien. Callander no tiene antecedentes. Así que no está en el tráfico de drogas.
– La DEA estuvo tratando de inculparte hace un tiempo.
– Sí, pero no llegó a nada.
– Estuve hablando con Yuri antes. Dice que se retiró de un trato el año pasado porque sintió que cierta agencia estaba tratando de atraparlo con un señuelo. Tuvo el presentimiento de que era federal.
Se volvió para mirarme y luego dirigió la mirada hacia delante y maniobró para dejar pasar un coche.
– ¡Dios mío! -dijo-. ¿Ésta es la nueva política nacional del cumplimiento de la ley? ¿Como no pueden inculparnos matan a nuestras esposas e hijas?
– Creo que Callander trabajaba para el Departamento de Narcóticos -aseguré-. Probablemente no por mucho tiempo y ciertamente no como agente acreditado. Tal vez lo hayan usado una vez o dos como confidente, o tal vez no fuera más que un ayudante de oficina. El caso es que no llegó lejos ni duró mucho.
– ¿Por qué no?
– Porque está loco. Es probable que le contrataran por su obsesión por los traficantes de droga. Ésa es una ventaja en ese tipo de trabajo, pero no cuando es desproporcionada. Mira, sólo estoy siguiendo un presentimiento. Hubo algo que dijo por teléfono cuando yo le sugerí que era el socio de Yuri. Fue como si hubiera empezado a decir que eso explicaba por qué todavía no habían podido atrapar a Yuri.
– ¡Joder!
– Es algo que puedo descubrir mañana o pasado si puedo engancharme en la DEA y ver si su nombre les suena. O meterme sin autorización en sus archivos. Sólo necesito la colaboración de mis genios informáticos.
Kenan parecía pensativo.
– Por su voz uno diría que fuera un policía.
– No.
– Pero el tipo que me has descrito no puede ser un policía de verdad, ¿no?
– Más bien un entusiasta de los federales y un obseso por el tema de los narcóticos.
– Conocía el precio al por mayor de un kilo de cocaína -rezongó Kenan-. Pero no sé qué prueba eso. Tu amigo TJ probablemente conozca al mayorista más importante para comprar un kilo de marihuana.
– No me sorprendería.
– Las amigas de Lucía en esa escuela femenina probablemente también lo sepan. Es la clase de mundo en el que vivimos.
– Tendrías que haber sido médico.
– Como quería mi padre. No, no lo creo. Pero tal vez tendría que haber sido falsificador. Se conoce una clase más agradable de gente. Por lo menos, no tendría a la puta DEA tras mis talones.
– Si te dedicaras a la falsificación tendrías al Servicio Secreto.
– ¡Dios bendito! -dijo-. Si no es una maldita cosa es otra.
– ¿Ésa es la lavandería? ¿Allí, a la derecha?
Le dije que sí y Kenan frenó enfrente, pero dejó el motor en marcha. Preguntó:
– ¿Cómo andamos de tiempo? -Consultó su reloj y el reloj del salpicadero y respondió a su propia pregunta-. Andamos muy bien. Incluso nos sobra tiempo.
Yo observaba la entrada de la lavandería, pero en cambio TJ salió de un portal al otro lado de la avenida y cruzó y subió a la parte de atrás. Los presenté y ambos adujeron estar muy contentos de conocerse. TJ se encogió contra el asiento y Kenan puso el coche en marcha y resumió así nuestro plan:
– Llegan allí a las diez y media, ¿no? Y esperan que nosotros lo hagamos diez minutos después, y luego que nos abramos camino hasta donde ellos están esperando. ¿Es más o menos así?
Le contesté que sí.
– Por lo tanto, estaremos cara a cara a través de la tierra de nadie alrededor de las once menos diez. ¿Es así como lo calculas?
– Algo así.
– ¿Y cuánto tiempo para hacer el cambio y salir? ¿Media hora?
– Probablemente mucho menos que eso, si todo va bien. Si la mierda llega al ventilador, bueno, entonces será otra historia.
– Pues será mejor que crucemos los dedos para que no ocurra. Me preguntaba cómo volver a salir, pero supongo que no cierran las puertas con llave hasta la medianoche.
– ¿Cerrar las puertas con llave?
– Sí. Habría supuesto que lo harían más temprano, pero supongo que no, o habrías elegido algún otro lugar.
– ¡Dios mío! -exclamé.
– ¿Qué pasa?
– Ni siquiera se me ocurrió. ¿Por qué no lo dijiste antes?
– Entonces ¿qué habrías hecho?, ¿volverlo a llamar?
– No, supongo que no. Nunca se me ocurrió que podrían cerrar con llave. ¿No quedan abiertos durante toda la noche los cementerios? ¿Por qué habrían de cerrarlos con llave?
– Para que la gente no pueda entrar.
– ¿Es que todos se mueren por entrar? Joder, debo de haber oído eso en cuarto grado. ¿Por qué tienen que tener una tapia alrededor del cementerio?
– Supongo que hay vándalos -explicó Kenan-. Chicos que se mean sobre las lápidas, que cagan en las coronas, yo qué sé.
– ¿Crees que los chicos no pueden trepar por las tapias?
– Vamos, hombre. No soy yo el que decide la política aquí -insistió Kenan-. Si fuera por mí, todos los cementerios de la ciudad tendrían entrada libre. ¿Qué te parece?
– Sólo espero no haber metido la pata. Si llegan allí y las puertas están cerradas…
– ¿Qué van a hacer? ¿Venderla a los tratantes de blancas de Argentina? Saltarán la tapia, tal como haremos nosotros. En realidad, es probable que no la cierren hasta la medianoche. La gente podría querer ir a la salida del trabajo, hacerle una visita tardía al querido difunto.
– ¿A las once de la noche?
Se encogió de hombros.
– Hay gente que trabaja hasta tarde. Tienen empleos en las oficinas de Manhattan, se reúnen para tomar un par de tragos a la salida del trabajo, cenan y luego tienen que esperar media hora el metro porque son, como algunas personas que conozco, demasiado roñicas para coger un taxi…
– ¡Dios santo! -repetí.
– … y es tarde para cuando vuelven a Brooklyn y entonces dicen: «Eh, creo que voy a ir a Green-Wood, a ver si puedo descubrir dónde está plantado el tío Vic. Nunca me gustó, así que voy a ir a mear encima de su tumba».
– ¿Estás nervioso, Kenan?
– Sí, estoy nervioso. ¿Qué mierda te crees? Tú eres el que va caminando hacia un par de asesinos, sin más armas que dos bolsas con dinero. Supongo que ya empiezas a sudar.
– Tal vez un poquito. Reduce la velocidad. Ahí tenemos la entrada. Me parece que está abierta.
– Sí, parece que sí. Oye, aunque se suponga que tienen que cerrarla, es probable que no lo hagan.
– Tal vez no. Demos primero una vuelta alrededor del cementerio, luego buscaremos un lugar donde aparcar, cerca de nuestra entrada.
Circundamos el cementerio en silencio. Había muy poco tránsito, había quietud en la noche, como si el profundo silencio del cementerio pudiera salir y absorber todos los ruidos de la vecindad.
Cuando estábamos otra vez cerca del punto de partida, TJ preguntó:
– ¿Vamos a entrar en un cementerio?
Kenan se volvió para ocultar una sonrisa. Le dije:
– Te puedes quedar en el coche si lo prefieres.
– ¿Para qué?
– Para que te sientas más cómodo.
– Hombre -dijo-, no le tengo miedo a ningún muerto. ¿Es eso lo que crees, que estoy asustado?
– Perdona, chico.
– Tranquilo, Cirilo. Los muertos no me molestan.
Los muertos no me molestaban mucho a mí tampoco. Eran algunos vivos los que me preocupaban.
Nos encontramos en la puerta de la Calle 36 y entramos de inmediato, pues no queríamos llamar la atención en la calle. Por lo pronto Yuri y Dani llevaban el dinero. Teníamos dos linternas entre los seis. Kenan cogió una. Yo tenía la otra e indicaba el camino.
No usaba mucho la luz, sólo la encendía y apagaba con rapidez cuando necesitaba ver por dónde iba. Esto no era necesario casi nunca. Arriba había una luna refulgente y un poco de luz de las farolas de la avenida. Las lápidas eran mayormente de mármol blanco y destacaban bien, una vez que nos habituamos a la penumbra. Me abrí paso entre ellas y me pregunté de quién serían los huesos sobre los que estaba caminando. Uno de los diarios había publicado una historia, el año pasado, acerca de dónde se sepultaban los cuerpos y hacía un inventario de tumbas de ricos y famosos, distrito por distrito. No le había prestado demasiada atención, pero me parecía recordar que un buen número de neoyorquinos prominentes estaban enterrados en Green-Wood.
Había leído que había muchos entusiastas que convertían en afición las visitas a las tumbas. Algunos sacaban fotografías, otros borraban las inscripciones de las lápidas. No podía imaginarme qué sacaban de aquello, pero no era mucho más insensato que algunas de las cosas que hago yo. Su manía sólo se manifestaba a la luz del día. No andaban en la oscuridad dando tumbos entre las losas, intentando no tropezar con un pedazo de granito.
Yo avanzaba como un soldado. Me mantenía bastante cerca de la tapia para ver las farolas callejeras. Sólo reduje la marcha cuando llegué a la altura de la Calle 27.
Los otros se acercaron y les hice un gesto para que se desplegaran en abanico, sin avanzar más hacia el norte. Luego me volví hacia donde se suponía que debía estar Ray Callander y apunté mi linterna frente a mí, disparando el trío de destellos que habíamos acordado.
Durante un largo rato, la única respuesta fueron la oscuridad y el silencio. Luego tres destellos de luz me lanzaron un guiño por respuesta, desde la derecha y un poco más adelante. Calculé que estarían a algo así como a cien metros de nosotros, quizá más. No parecía tan lejos cuando alguien corría con una pelota de rugby bajo el brazo. Sin embargo, ahora parecía demasiado distante.
– Di dónde estás -grité-. Nos vamos a acercar un poco más.
– ¡No demasiado cerca!
– Unos cincuenta metros -dije-. Como acordamos.
Flanqueado por Kenan y uno de los hombres de Yuri, con el resto de nuestro grupo no muy lejos, detrás de nosotros, cubrí la mitad de la distancia que nos separaba.
– Ya está bien -gritó Callander en un momento dado. Pero no era suficiente, así que no le hice caso y seguí caminando. Teníamos que estar bastante cerca para que alguien pudiera llevar a cabo el intercambio. Teníamos un rifle, que le confiamos a Peter, pues había probado ser un buen tirador durante un voluntariado de seis meses en la Guardia Nacional, hacía un tiempo. Por supuesto que eso fue antes de un largo aprendizaje como borracho y drogadicto, pero todavía se imaginaba que era el mejor tirador del grupo. Tenía un buen rifle con dispositivo telescópico, pero la mira no era infrarroja, de manera que estaría apuntando a la luz de la luna. Yo quería mantener la distancia mínima para que pudiera contar sus tiros, si fuera necesario.
Aunque me preguntaba cuál sería la diferencia para mí. La única razón para que empezara a tirar sería que los jugadores del otro lado trataran de tendernos una emboscada. Si lo intentaban, yo me quitaría del medio al instante. Cuando Peter empezara a devolverles los disparos, yo ya no estaría allí para saber por dónde iban las balas.
Unos pensamientos alentadores, vaya.
Cuando habíamos reducido la distancia a la mitad, le hice una seña a Peter y él se corrió a un lado y eligió un puesto de tiro donde apostarse. Se decidió por una tumba baja y apoyó el cañón del rifle sobre la lápida de mármol. Busqué a Ray y a su socio, pero sólo podía ver sombras. Habían retrocedido en la oscuridad.
– Salid donde podamos veros -les grité-, y dejad ver a la chica.
Se movieron hasta ser vistos. Dos siluetas primero y, luego, a medida que la luz mejoró, se pudo ver que una de las siluetas la formaban dos personas: Uno de los hombres llevaba a Lucía delante de él. Escuché cómo Yuri inhalaba con fuerza y confié en que mantuviera la calma.
– Tiene un cuchillo en la garganta -gritó Callander-. Si se me va la mano…
– Va a ser mejor que no.
– Entonces será mejor que traigas la guita. Y que no intentes ninguna gracia.
Me volví, alcé las maletas y controlé nuestras tropas. No vi a TJ y le pregunté a Kenan qué había pasado con él. Me dijo que debía de haber vuelto al coche.
– Ya sabes, ¡pies para que os quiero! No creo que le vuelvan loco los cementerios de noche.
– A mí tampoco me vuelven loco, te lo aseguro.
– Escucha. ¿Por qué no les dices que vamos a cambiar las reglas, que el dinero es demasiado pesado para una sola persona y que yo iré hasta allí contigo?
– No.
– ¿Tienes que hacerte el héroe, coño?
No puedo decir que me sintiera muy heroico. El peso de las maletas me impedía sentirme especialmente gallardo. Parecía como si uno de los hombres tuviera una pistola, no el que sujetaba a la chica, y me daba la impresión de que el arma me apuntaba. Sin embargo, no me sentía en peligro de que me disparara. A menos que a alguno de nuestro bando le entrara el pánico y se liara a tiros. Si iban a matarme, por lo menos esperarían hasta que les hubiera entregado el dinero. Podrían estar locos, pero no eran idiotas.
– No intentes nada -gritó Ray-. No sé si puedes verlo, pero tiene el cuchillo en la garganta.
– Puedo verlo.
– Eso ya es bastante cerca. Suelta las maletas.
Era Ray quien tenía el cuchillo y sujetaba a la chica. Reconocí su voz, pero al mismo tiempo me di cuenta de que era tal cual me lo había descrito TJ. Una descripción absolutamente exacta. Llevaba la cazadora con la cremallera subida, de forma que no podía verle la camisa, pero estaba dispuesto a confiar en la palabra de TJ.
El otro hombre era más alto, de cabello oscuro y ralo. Sus ojos, en la penumbra del cementerio, parecían un par de quemaduras de cigarrillo en una sábana. No llevaba chaqueta, sólo una camisa de franela y vaqueros. No podía verle bien los ojos, pero podía sentir el furor de su mirada y me preguntaba qué diablos pensaba que había hecho yo para provocarle. Le traía un millón de dólares y él se consumía por matarme.
– Abre las maletas.
– Suelta a la chica primero.
– No, muestra el dinero primero.
Llevaba la pistola que Kenan había insistido en darme metida en la región lumbar, con el cañón bajo el cinturón. El bulto más o menos se disimulaba bajo mi chaqueta. No hay forma de sacarla con suficiente rapidez, si la llevas en ese lugar. Pero al menos ahora tenía las manos libres y, de hacer falta, podía recurrir a ella.
Dejé la pistola tranquila y lo que hice fue arrodillarme y soltar los cierres de una de las maletas, levantando bien la tapa para mostrar el dinero. Me levanté. El hombre que tenía el arma avanzó y yo alcé la mano.
– Dejadla ir primero. Después contaréis el dinero. No trates ahora de cambiar las reglas del juego, Ray.
– ¡Ah dulce, Lucy! Odio tener que verte marchar, criatura.
La soltó. Yo casi no había tenido oportunidad de mirarla, pues estaba medio escondida por el cuerpo de Ray. Aun en la oscuridad, se la veía pálida y ojerosa. Tenía las manos cogidas en la cintura, con los brazos rígidos contra los costados y los hombros hundidos. Se la veía como si estuviera tratando de presentar el blanco más pequeño posible.
– Ven aquí, Lucía -dije viendo que vacilaba-. Tu padre está allí, cariño. Ve hacia él, corre.
Dio un paso y luego se detuvo. Parecía muy insegura sobre sus pies y se cogía con fuerza una mano con la otra.
– Ve -le dijo Callander-. ¡Corre!
Lo miró a él y luego a mí. Era difícil decir qué veía porque su mirada no enfocaba nada. Estaba vacía. No supe si cogerla en brazos, cargarla sobre el hombro y correr hacia donde su padre esperaba.
O apartar la chaqueta con una mano, sacar el arma con la otra y tumbar de un tiro a aquellos dos hijos de puta. Pero el arma del hombre moreno me apuntaba y Callander también tenía ahora un arma en la mano, complemento del largo cuchillo que todavía empuñaba en la otra.
Me volví hacia Yuri y le pedí que la llamara.
– ¡Luschka! -gritó-. Luschka, ven con papá.
Reconoció la voz. Contrajo la frente para concentrarse, como si estuviera luchando por hacer que las sílabas tuvieran sentido.
– ¡En ruso, Yuri! -dije.
El replicó con algo que por cierto yo no podía entender, pero que evidentemente le llegó a Lucía. Separó las manos y dio un paso y luego otro.
– ¿Qué le pasa en la mano? -pregunté.
– Nada.
Cuando se me acercó le cogí la mano y ella la retiró.
Faltaban dos dedos.
Miré fijamente a Callander. Parecía que se disculpaba.
– Antes de que nos pusiéramos de acuerdo -dijo como explicación.
Hubo otra explosión en ruso por parte de Yuri y la chica se movió con más rapidez, pero sin llegar a correr. Parecía que no podía hacer mucho más que arrastrar los pies torpemente. Y yo no estaba seguro de por cuánto tiempo la niña podría seguir haciendo siquiera eso.
Pero se mantuvo sobre sus pies y siguió andando y yo me mantuve sobre los míos mirando los cañones de las dos pistolas. El hombre moreno me miraba fijamente y en silencio, todavía furioso, mientras que Callander observaba a la chica. Seguía apuntándome con la pistola, pero no podía evitar que sus ojos se volvieran hacia ella. Podía sentir cuánto le hubiese gustado volver el arma también en su dirección.
– Me gustaba -dijo-. Es guapa.
El resto fue fácil. Abrí la segunda maleta y retrocedí unos pasos. Ray se adelantó para examinar el contenido de las dos mientras su socio me cubría. Los billetes pasaron sólo un examen superficial. Peinó media docena de paquetes, pero no contó ninguno ni hizo un recuento grosero del número de ellos. Ni descubrió los billetes falsos, aunque creo que nadie en el mundo podría haberlo hecho en aquel momento. Cerró las maletas, volvió a sacar el arma y se mantuvo a un lado, mientras el hombre moreno venía a hacerse cargo de ellas. Las alzó gruñendo por el esfuerzo. El primer sonido que había producido en mi presencia.
– Lleva una cada vez -le dijo Callander.
– No son pesadas.
– Lleva una y vuelve por la otra.
– No me digas qué debo hacer, Ray -se enfadó, pero soltó una de las maletas y se fue con la otra.
No estuvo ausente mucho tiempo y ni yo ni Ray hablamos en su ausencia. Cuando volvió alzó la segunda maleta y manifestó que era más liviana que la otra, como si eso significara que le habíamos engañado en la cuenta.
– Entonces tendría que ser más fácil de llevar -dijo Callander con paciencia-. Vete ahora.
– Tendríamos que liquidar a este hijo de puta, Ray.
– En otra oportunidad.
– ¡Maldito policía traficante! Le volaría la cabeza.
Cuando se hubo ido, Callander apuntó:
– Nos prometiste una semana. ¿Mantienes tu palabra al respecto?
– Más, si puedo.
– Lamento lo del dedo.
– Dedos.
– Como prefieras. Él es difícil de controlar.
Pensé: «Pero tú fuiste el que usó el alambre con Pam».
– Te agradezco la semana de ventaja -continuó-. Creo que es hora de probar un cambio de clima. No creo que Albert quiera venir conmigo.
– ¿Lo vas a dejar aquí en Nueva York?
– Digamos que sí.
– ¿Cómo lo encontraste?
Sonrió levemente ante la pregunta.
– ¡Ah! -dijo-. Nos encontramos el uno al otro. La gente que tiene gustos especiales, a menudo el azar les facilita las cosas.
Era un momento raro. Tenía la sensación de estar hablando con la persona que estaba detrás de la máscara, que nuestras respectivas circunstancias habían abierto una extraña ventana de oportunidades.
– ¿Puedo preguntarte algo? -le dije.
– Adelante.
– ¿Por qué las mujeres?
– ¡Joder! Haría falta un psiquiatra para contestar a eso, ¿no? Algo enterrado en mi infancia, supongo. ¿No es eso lo que siempre resulta ser? ¿Destetado demasiado pronto o demasiado tarde?
– No es eso lo que quise decir.
– ¿Cómo?
– No me interesa cómo te volviste así. Sólo me interesa saber por qué lo haces.
– ¿Crees que tengo alguna opción?
– No sé. ¿La tienes?
– ¡Hum…! No es tan fácil contestar a eso. La excitación, el poder, la pura intensidad. Me faltan las palabras. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– No.
– ¿Alguna vez has subido a la montaña rusa? Odio la montaña rusa, no me he subido a ninguna desde hace años. Me mareo. Pero si no odiara la montaña rusa, si me encantara, así es como me sentiría. -Se encogió de hombros-. Ya te lo dije, me faltan las palabras.
– Tal como lo dices, no parece monstruoso.
– ¿Por qué debería parecerlo?
– Lo que haces es monstruoso. Pero tus palabras suenan como las de cualquier otro ser humano. ¿Cómo puedes…?
– ¿Sí?
– ¿Cómo puedes hacerlo?
– ¡Ah! -dijo-. No son verdaderas.
– ¿Qué?
– No son verdaderas. Las mujeres, quiero decir. No son verdaderas. Son juguetes, eso es todo. Cuando comes una hamburguesa, ¿te estás comiendo una vaca? Claro que no, estás comiendo una hamburguesa.
Compuso una leve sonrisa y siguió:
– Caminando por la calle, es una mujer. Pero una vez que sube a la furgoneta, eso se termina. Sólo es parte de un cuerpo.
Me corrió un escalofrío por toda la espina dorsal. Cuando aquello ocurría, mi difunta tía Peg solía decir que una gallina se había paseado sobre mi tumba. Una expresión rara. Me pregunto de dónde procedería.
– ¿Si tengo una opción? Creo que sí. No es como si me viera forzado a actuar siempre que hay luna llena. Siempre tengo una opción, claro, y puedo elegir no hacer algo, y en realidad elijo no hacerlo y luego otro día elijo el otro camino. O sea, ¿qué clase de opción es en realidad? Puedo postergarlo, pero luego llega el momento en que no quiero postergarlo más. Y, de todos modos, postergarlo lo hace más dulce. Tal vez ésa sea la razón por la que lo hago. Leo que la madurez consiste en la habilidad de diferir la gratificación, pero no sé si eso es lo que yo pienso.
Parecía estar a punto de hacer otra revelación, pero, de pronto, algo cambió dentro de él y la ventana de la oportunidad se cerró de golpe. Cualquiera que fuera el ser real con el que yo había estado conversando, se volvió a ocultar detrás de su coraza protectora.
– ¿Por qué no estás asustado? -preguntó con mal humor-. Tengo un arma que te apunta y te comportas como si fuera una pistola de agua.
– Hay un rifle de precisión apuntándote. No darías un paso.
– No. Pero ¿de qué te serviría? Cualquiera pensaría que estarías asustado. ¿Eres valiente?
– No.
– Pues bien, no voy a disparar. ¿Y dejar que Albert se quede con todo? No, no lo creo, pero pienso que es hora de que desaparezca entre las sombras. Vuélvete, empieza a volver hacia tus amigos.
– Bueno.
– No hay ningún tercer hombre con un rifle. ¿Creíste que lo había?
– No estaba seguro.
– Sabías que no lo había. Está bien. Tú recibiste a la chica y nosotros el dinero. Todo resuelto.
– Sí.
– No trates de seguirme.
– No lo haré.
– No, sé que no lo harás.
No volvió a abrir la boca y pensé que se había ido. Seguí caminando y, cuando había dado una docena de pasos, gritó a mis espaldas:
– Lamento lo de los dedos. Fue un accidente.