XI

EL SINDICATO

Desde sextilis (agosto) hasta diciembre del 43 a.C.

1

A Marco Vipsanio Agripa le había tocado en suerte el papel del seguidor más leal, un papel que continuó desempeñando con mucho gusto. Agripa no sentía las punzadas de la envidia ni la ambición de ser el primero; sus sentimientos por Octaviano seguían siendo de amor absoluto, total admiración, tierna protección. Puede que otros condenasen a Octaviano, lo odiasen o lo ridiculizasen, pero sólo Agripa comprendía exactamente quién y qué era Octaviano, no tenía peor opinión de él por las excentricidades de su carácter. Si el intelecto de César lo había elevado al éter, Agripa consideraba que la mentalidad de Octaviano, completamente diferente, le permitía descender hasta el averno. No se le escapaba ningún defecto humano, no pasaba por alto ninguna debilidad, no dejaba ningún comentario fortuito sin sopesar. Sus instintos eran de reptil, en el sentido de que permanecía inmóvil mientras que otros cometían el error de moverse. Cuando él actuaba, lo hacía tan deprisa que era como un torbellino o, por el contrario, tan despacio que parecía una ilusión.

Agripa interpretaba que su trabajo era asegurarse de que Octaviano sobreviviera para alcanzar el gran destino que él percibía como su derecho, como el resultado natural de quién y qué era. Y para Agripa, la mayor recompensa era ser el mejor amigo de Octaviano, aquel en quien éste confiaba. No hacía nada para evitar que su ídolo fijara la atención en hombres como Salvidieno y Mecenas, ni en otros como Cayo Estatilio Tauro, que se elevaban al rango de amigo íntimo; no tenía necesidad, puesto que la intuición del propio Octaviano los mantenía lejos de sus pensamientos y sus deseos más íntimos. Ésos los reservaba para el oído de Agripa y de nadie más.

– Lo primero que debo hacer -dijo Octaviano a Agripa- es conseguir que tú, Mecenas, Salvidieno, Lucio Cornificio y Tauro entréis en el Senado. No hay tiempo para elecciones a cuestor, de modo que tendrá que ser por designación. Filipo puede encargarse de eso. Después organizamos un tribunal especial para enjuiciar a los asesinos. Tú acusarás a Casio, Lucio Cornificio acusará a Marco Bruto. Uno de mis amigos para cada asesino. Naturalmente, espero que todos los jurados emitan un veredicto de CONDEMNO. Si algún jurado votase ABSOLVO, quiero conocer su nombre. Para referencias futuras, como comprenderás. Siempre va bien saber qué hombres son fieles a sus convicciones. -Se rió-. O a sus exoneraciones.

– ¿Legislarás el tribunal en persona? -preguntó Agripa.

– Oh, no, eso no sería sensato. Quinto Pedio puede hacerlo.

– Parece -añadió Agripa con expresión ceñuda- que tu intención es que todo eso suceda pronto, pero ya va siendo hora de que yo regrese a cierto lugar a por otro cargamento de tablas.

– Basta de madera por el momento, Agripa. El Senado estuvo de acuerdo en pagar a cada uno de mis primeros legionarios veinte mil en bonificaciones, por lo tanto el dinero saldrá del Erario.

– Pensaba que el Erario estaba vacío, César.

– No del todo. Pero no es mi intención saquearlo. Por tradición, el oro nunca se toca. No obstante, los informes de los ediles plebeyos son alarmantes -dijo Octaviano, revelando que no pensaba malgastar el tiempo entrando en materia; era un cónsul que tenía la intención de ser práctico-. La cosecha del año pasado fue pobre, pero la de este año ha sido desastrosa. No sólo en nuestras provincias de cereales, sino desde el mar occidental hasta el mar oriental. El Nilo no se está inundando, el Éufrates y el Tigris fluyen con poco caudal y no ha habido lluvias primaverales en ningún sitio. Una sequía colosal. Por eso estoy bastante mal del asma.

– Estás mejor que antes -repuso Agripa para tranquilizarlo-. Quizás estás superándola con la edad.

– Eso espero. Detesto tener que aparecer en la Cámara con la cara amoratada y resollando, pero debo hacer acto de presencia. Aunque sí me parece que esos ataques extremos son menos frecuentes.

– Le haré una ofrenda a Salus.

– Eso hago yo, cada día.

– ¿La cosecha? -apuntó Agripa, tomando nota del mensaje: también él debía hacerle una ofrenda a Salus cada día.

– Parece que, literalmente, no tendremos ninguna. El poco cereal que se recoja alcanzará unos precios astronómicos, o sea que Quinto Pedio tendrá que aprobar por ley unas medidas de emergencia para prohibir que se venda cereal a comerciantes privados antes que al Estado. Por eso no puedo saquear el Erario. No forma parte de mi estrategia arruinar el negocio, pero el cereal tendrá que ser un caso especial. A pesar de las colonias creadas por mi padre para los pobres urbanos, todavía hay emitidos ciento cincuenta mil bonos de cereal gratuito, y eso debe continuar. Cicerón y Marco Bruto no estarían de acuerdo conmigo, pero yo valoro la estima del censo por cabezas. Ese extracto le da a Roma la mayoría de sus soldados.

– ¿Por qué no pagas las bonificaciones de la legión en madera, César?

– Porque se trata de una cuestión de principios -dijo Octaviano en un tono que no admitía discusión-. O bien gobierno al Senado, o bien el Senado me gobierna a mí. Si fuese un organismo de hombres sabios, estaría agradecido de recibir su consejo, pero el Senado está compuesto de facciones y fricciones.

– ¿Has pensado abolirlo? -preguntó Agripa, fascinado.

Octaviano pareció sinceramente asombrado.

– ¡No, jamás! Lo que debo hacer es reeducarlo, Agripa, si bien no es eso algo que se consiga en un solo día… ni en un solo consulado. La correcta función del Senado es la de recomendar leyes decentes y dejar el gobierno ejecutivo a los magistrados electos.

– Entonces, ¿qué ocurrirá con los carros de madera?

– Se quedarán donde están. Las cosas van a empeorar mucho antes de que-empiecen a mejorar, y yo quiero tener una reserva de dinero para hacer frente a situaciones mucho más desalentadoras que una sequía y peores que Marco Antonio. Mañana a estas horas me convertiré en Hijo de César ante la ley, se aprobará la lex curiata. Eso significa que obtendré la fortuna de César, menos lo que donó al pueblo, que pagaré de inmediato. Sin embargo, no pretendo despilfarrar lo que reciba de mi padre, ya sea en madera o en inversiones. Por el momento tengo Roma para mí, pero ¿crees que no me doy cuenta de que eso habrá de terminar? El capital del Erario tendrá que pagarlo todo mientras existan vagos como Antonio. -Se desperezó con satisfacción, sonriendo con la sonrisa de César, sólo para los ojos de Agripa-. Quisiera tener la Domus Publica como despacho. Mi casa es demasiado pequeña.

Agripa sonrió.

– Cómprate una más grande, César. O celebra unas elecciones como es debido y haz que te nombren pontifex maximus.

– No, Lepido puede seguir siendo el pontifex maximus. Me apetece vivir en una casa más grande, no en la Domus Publica. A diferencia de mi padre, no tengo ningún deseo de perturbar las aguas de la balsa de Roma. Él se deleitó en el esplendor porque. así cuadraba con su naturaleza. Disfrutaba de la notoriedad. Yo no -dijo Octaviano.

– Pero -objetó Agripa, todavía atormentado por la idea de las bonificaciones de los legionarios- tienes que pagar a las legiones más de trescientos millones. Eso son doce mil talentos de plata. No veo cómo vas a hacerlo, César, sin echar mano de la madera.

– No tengo intención de pagarlo todo -dijo Octaviano con indiferencia-. Sólo la mitad. El resto se lo deberé.

– ¡Cambiarán de bando!

– No después de que hable con ellos y les explique que el pago fraccionado en varios plazos les garantiza unos ingresos futuros. En especial con un interés pagadero del diez por ciento. No te inquietes tanto, Agripa, sé lo que me hago. Hablaré con ellos, los convenceré y, además, mantendré su lealtad.

Agripa, sobrecogido, pensó que lo lograría. ¡Qué gran plutócrata sería! Ático tendría que cuidar de sus laureles.


Dos días después, Filipo celebró una cena familiar en honor de los nuevos cónsules, amedrentado ante la perspectiva de tener que informarles de que su hijo menor, Quinto, estaba intentando bienquistarse con Cayo Casio en Siria. ¡Ay, qué no daría por una vida dedicada a los placeres de la mesa, de los libros, de una esposa hermosa y cultivada! En lugar de eso, lo habían cargado con un joven arribista que parecía no tener freno. Recordó con vaguedad que eso era lo que la madre de César, Aurelia, siempre había dicho de su César: que no tenía freno. Como tampoco no lo tenía esa segunda edición. ¡Qué niñito más encantador, inofensivo, tranquilo y enfermizo había sido! Y ahora era él, Filipo, el que estaba enfermo. Ese largo viaje diplomático a la Galia Cisalpina durante lo más crudo del invierno no sólo había matado a Servio Sulpicio, también amenazaba con matarlos a él y a Lucio Piso. La dolencia de Piso era pulmonar, la de él era la putrefacción de los dedos de los pies. La congelación que había sufrido se había convertido en algo tan desagradable que los médicos sacudían la cabeza de un lado a otro y los cirujanos recomendaban la amputación, lo cual Filipo había rechazado con horror. De manera que el Filipo que recibía a sus invitados calzaba unas zapatillas que cubrían los calcetines llenos de hierbas de dulces aromas para disimular el hedor de sus dedos ennegrecidos.

Los hombres sobrepasaban en número a las mujeres, porque tres de ellos eran solteros: su hijo mayor, Lucio, que rechazaba con obstinación a todas las novias que le proponía Filipo; Octaviano; y Marco Agripa, a quien Octaviano había insistido en llevar al banquete. Cuando Filipo vio por primera vez al desconocido Agripa, se quedó sin habla. ¡Tan bello, pero al tiempo tan hombre! Era casi tan alto como lo había sido César, sus hombros eran como los de Antonio, y tenía un porte militar que le confería una prestancia enorme. ¡Oh, Octaviano -exclamó Filipo para sí-, este joven te lo quitará todo! No obstante, cuando la cena hubo concluido ya había cambiado de opinión. Agripa pertenecía por completo a Octaviano. No es que Filipo pudiera acusarlo de falta de castidad ni de indecencia; no se tocaron una sola vez, ni siquiera al caminar juntos, y no se lanzaron ninguna mirada mimosa ni lánguida. Fuera lo que fuese lo que ese líder de hombres veía en Octaviano, invalidaba por completo sus propias ambiciones. Mi hijastro está reuniendo un grupo de partidarios entre hombres de su misma edad, y con más astucia que César, que siempre permaneció distante y no se permitió anudar amistades íntimas con hombres. Bueno, eso se debía a aquel viejo bulo sobre el rey Nicomedes, desde luego, pero si César hubiese tenido a su lado a Agripa, nadie habría podido asesinarlo. Mi hijastro es muy diferente. A él no le importan los bulos, le rebotan como piedras lanzadas a un hipopótamo.

La cena fue una delicia para Octaviano, porque a ella asistía su hermana. Entre todas las personas de su vida, incluida su madre, Octavia era, con diferencia, a la que más quería. ¡Cuánto había embellecido aquella niña! Su cautivadora hermosura deslucía la de Atia, pese a que su nariz no era tan perfecta, ni sus pómulos tan marcados. Todo residía en sus ojos, los ojos más maravillosos que cualquier mujer hubiese tenido jamás, muy separados, muy abiertos, del color del aguamarina, tan reveladores como impenetrables eran los de su hermano. La naturaleza de Octavia estaba hecha por entero de amor y compasión, y eso se leía en sus ojos. En cuanto aparecía en el Porticus Margaritaria para comprar, todo el mundo se quedaba prendado de ella sólo con verla. Mi padre tenía a su hija, Julia, como vía de acceso a la gente corriente; yo tengo a Octavia. La cuidaré y la protegeré todos los días de mi, vida como si fuera mi espíritu protector.

Las tres mujeres se mostraban muy animadas, Atia porque su querido hijo estaba demostrando ser todo un prodigio ¿Por qué ella nunca lo había sospechado? Después de casi veinte años de preocuparse hasta la extenuación por ese chico a quien había creído demasiado frágil para aferrarse a la vida, estaba empezando a descubrir que su pequeño Cayo era una fuerza enorme a tener en cuenta. A pesar de todos sus resuellos, Atia comprobaba con asombro que probablemente sobreviviría a todo el mundo, incluso al espléndido Marco Agripa.

Octavia estaba muy animada porque su hermano estaba allí; el afecto que él sentía por ella era del todo correspondido. Era tres años mayor que él, y contaba con una salud de hierro; él siempre había sido una especie de muñequito adorable que la seguía a todas partes mirándola con una sonrisa deslumbrante, la mareaba con preguntas, buscaba refugio en ella cuando su madre, angustiada, le prodigaba sus desvelos de un modo insoportable. Octavia siempre había visto lo que Roma y su familia sólo empezaban a ver ahora: la fuerza de Octaviano, su determinación, su inteligencia, su sensación indeleble de ser especial. Suponía que todo eso era la herencia julia de su hermano, pero también comprendía que éste poseía un lado práctico, frugal, realista, que procedía de la estirpe impecablemente latina de su progenitor. ¡Cuán sereno es! Mi hermano gobernará el mundo.

Valeria Mesala estaba muy animada porque de pronto su vida había tomado un nuevo rumbo. Era hermana de Mesala Rufo, el augur, y hacía treinta años que estaba casada con Quinto Pedio, a quien había dado dos hijos y una hija; uno ya era mayor, el más joven estaba en edad contubernalis, y la chica tenía dieciséis años. El rasgo más bello de Valeria era su mata de cabello pelirrojo, si bien sus pantanosos ojos verdes también llamaban la atención. El matrimonio entre ella y Quinto Pedio había formado parte de la red de conexiones políticas de César. Ella era patricia, de familia por tanto mucho mejor que los Pedios de Campania, aunque no de los Julios, y Valeria había descubierto que ella y Quinto hacían muy buena pareja. Si algo había inquietado a Valeria Mesala, era la absoluta lealtad de su marido hacia César, que no lo había ascendido tan deprisa como ella creía conveniente. Ahora que ya Quinto Pedio era cónsul inferior, ese deseo suyo se había visto cumplido. Sus hijos descendían de un linaje consular por ambas partes, y su hija, Pedía Mesalina, contraería un matrimonio de veras esplendoroso.

Ajenas a la conversación masculina, las mujeres charlaban sobre niños. Octavia había dado a luz a una niña, Claudia Marcela, el año anterior, y volvía a estar embarazada. Esta vez esperaba que fuera un varón.

Su marido, Cayo Claudio Marcelo el joven, se encontraba en una curiosa posición para alguien cuya familia se había opuesto a César con tanto empecinamiento y persistencia. Había salvado su futuro -y había conservado su enorme fortuna- casándose con Octavia, a quien amaba con locura, porque eso no se podía evitar. Sin embargo, ¿quién habría soñado jamás que el hermano pequeño de su mujer sería cónsul superior a los diecinueve años? ¿Y adónde llevaba todo eso? Seguramente, pensó, a unas alturas vertiginosas. Octaviano irradiaba éxito, aunque no al estilo ampuloso de su tío abuelo.

– ¿Creéis que es el momento adecuado para enjuiciar a los Libertadores? -preguntó Marcelo el joven a Octaviano y a Pedio. Notó la mirada de enfado en los ojos de Octaviano cuando empleó ese nombre detestado, y se corrigió con premura-. Quiero decir los asesinos, claro. En Roma, la mayoría utiliza "Libertador" como recurso irónico, no con sinceridad. Pero, para seguir con lo que iba diciendo, César Octaviano, tienes que vértelas con Marco Antonio y los gobernadores occidentales, de modo que ¿es el momento adecuado para los juicios, que son tan interminables?

– Y, por lo que he oído -dijo Filipo, acudiendo en ayuda de Marcelo el Joven-, Vatinio no va a enfrentarse a Marco Bruto en Ilírico, sino que regresa a casa. Eso fortalece la posición de Bruto. Luego está Casio en Siria, otra amenaza para la paz. ¿Por qué enjuiciar a los asesinos y exacerbar la situación? Si Bruto y Casio son juzgados y declarados culpables, serán proscritos y no podrán regresar a casa. Eso puede tentarlos a declarar una guerra, y Roma no necesita otra guerra en estos momentos. Antonio y los gobernadores occidentales ya son guerra suficiente.

Quinto Pedio escuchaba, pero no tenía ninguna intención de responder. Era un hombre muy desgraciado, estaba permanentemente envuelto en los asuntos de los Julios, cosa que detestaba. Había heredado el modo de ser de su padre, un hacendado, pero su destino lo había heredado de su madre, la hermana mayor de César. Todo cuanto quería era una vida tranquila en sus extensas propiedades de Campania, no el consulado. En ese instante su mirada recayó sobre su esposa, tan pletórica, y suspiró. Los patricios siempre serán patricios, reflexionó con ironía. A Valeria le encanta ser la esposa del cónsul, no habla más que de celebrar la Bona Dea.

– Los asesinos deben ser enjuiciados -estaba diciendo Octaviano-. El escándalo reside en el hecho de que no fueron juzgados el día después de haber cometido el acto. De haber sido así, la situación presente no se habría producido nunca. Cicerón y el Senado son responsables de haber legalizado la posición de Bruto, lo cual repercute en la de Casio, pero fueron Antonio y su Senado quienes no los juzgaron.

– Que es lo que yo decía -terció Marcelo el joven-. Al no enjuiciarlos inmediatamente después, de hecho les concedieron la amnistía. ¿Comprenderá la gente que se los juzgue ahora?

– No me importa que no lo entiendan, Marcelo. El Senado y la Asamblea del Pueblo deben saber que un grupo de nobles no puede excusar el asesinato de otro noble con un cargo público por motivos patrióticos. Un asesinato es un asesinato. Si los asesinos tuvieron razones para creer que mi padre intentaba proclamarse rey de Roma, deberían haberlo enjuiciado ante un tribunal -dijo Octaviano.

– ¿Cómo podrían haber hecho eso? -preguntó Marcelo-. César era dictator perpetuus, estaba por encima de la ley, era inviolable.

– No tenían más que despojarlo de su dictadura, a fin de cuentas la obtuvo por votación. Sin embargo, ni siquiera intentaron hacerlo. Los asesinos votaron a favor del dictator perpetuus.

– Le tenían miedo -dijo Pedio. También él lo había tenido.

– ¡Qué disparate! ¿Miedo de qué? ¿Cuándo se cobró mi padre una vida romana más que en la batalla? Su política era la de la clemencia; un error, pero no obstante una realidad. Pedio, él había perdonado a la mayoría de sus asesinos, ¡a algunos incluso dos veces!

– Aun así, le tenían miedo -dijo Marcelo.

El joven y bello rostro se endureció, adoptó la expresión de un verdugo frío y curtido.

– ¡Tienen más motivos para tenerme miedo a mí! No descansaré hasta que el último de los asesinos esté muerto, su reputación destrozada, sus propiedades confiscadas y sus mujeres y sus hijos abocados a la indigencia.

Se hizo un extraño silencio entre los comensales. Filipo lo rompió.

– Cada vez son menos los que quedan por enjuiciar -dijo-. Cayo Trebonio, Aquila, Décimo Bruto, Basilo…

– Pero ¿por qué hay que enjuiciar a Sexto Pompeyo? -le interrumpió Marcelo-. Él no fue un asesino, y ahora es oficialmente el procónsul de los mares de Roma.

– Su categoría proconsular está a punto de terminar, como bien sabes. Tengo una docena de testigos que declararán que sus barcos asaltaron la flota de cereales hace dos nundinae.-Eso lo convierte en un traidor. Además, es el hijo de Pompeyo Magno -dijo Octaviano con rotundidad-. Me desharé de todos los enemigos de César.

Sus oyentes sabían que el César al que se refería era él mismo.


Los juicios de los Libertadores tuvieron lugar el primer mes del consulado dé Cayo Julio César Octaviano y Quinto Pedio; aunque se celebraron veintitrés vistas por separado (los muertos también fueron enjuiciados), todo el proceso hubo concluido en un solo nundinum. Los jurados condenaron por unanimidad a cada uno de los Libertadores, que fueron declarados nefas. Todas sus propiedades fueron confiscadas por el Estado. Los Libertadores que todavía estaban en Roma, como el tribuno de la plebe Cayo Servilio Casca, huyeron, pero la persecución fue lenta. De pronto Servilia y Tertula se habían quedado sin hogar, aunque no por mucho tiempo. Siempre habían invertido su fortuna privada por medio de Ático, que le compró a Servilia una casa nueva en el Palatino, y todos le atribuyeron un grande e inmerecido mérito por prestar apoyo a las dos mujeres.

Cuando la acusación subsidiaria condenó a Sexto Pompeyo por traición, uno de los treinta y tres jurados entregó una losa marcada con una A, de ABSOLVO; los demás escribieron C, de CONDEMNO, con obediencia.

– ¿Por qué has hecho eso? -le preguntó Agripa al disidente, un caballero.

– Porque Sexto Pompeyo no es un traidor -fue la respuesta.

Octaviano tomó nota de su nombre, bastante satisfecho por la magnitud de la fortuna de aquel hombre. Aguardaría.

Los legados fueron distribuidos entre el pueblo, y los parques y los jardines de César abrieron sus puertas; a los romanos de todas las condiciones les encantaba pasear y sentarse a comer algo en lugares verdes y bien cuidados. Octaviano se alegró de arrendar el palacio de Cleopatra a ambiciosos miembros de la Primera Clase deseosos de ofrecer espléndidos banquetes a sus clientes. Sus nombres también acabaron en su archivo de «Datos de Interés».

Se aseguró de que dos íntimos suyos fueran escogidos como tribunos de la plebe: Marco Agripa y Lucio Cornificio, puesto que la huida de Casca había dejado dos vacantes en el Colegio. Publio Titio, que ya era tribuno de la plebe y estaba ansioso por destacar junto a Octaviano, salvó la vida de éste cuando un pretor extranjero, Quinto Galo, intentó asesinarlo. Galo fue destituido de su cargo, el Senado se vio empujado a condenarlo a muerte sin juicio, y al pueblo de a pie se le permitió saquear su casa. Pequeñas oleadas de conmoción se extendieron entre la Primera Clase, que empezó a preguntarse entonces si Octaviano era mejor que Antonio.

Fiel a su palabra, el nuevo cónsul superior tomó dinero suficiente del Erario para pagar diez mil sestercios a cada una de sus tres legiones originarias. Los representantes de los militares habían aceptado sin objeción alguna su propuesta de que la otra mitad esperase y acumulase intereses como garantía de ingresos futuros. No obstante, con los extras de los centuriones, eso sumaba menos de cuatro mil talentos, y él se hizo con seis mil -a más no se atrevió, con los precios del grano aumentando por momentos-, y repartió el resto entre sus últimas tres legiones. También reclutó a sesenta humildes soldados rasos de cada legión para que trabajaran como sus agentes privados, un hombre por centuria; su trabajo sería hacer correr la voz de la generosidad y la constancia de César e informar también de cualquier alborotador. Les ordenó que hablaran del ejército como de una carrera a largo plazo que sin duda convertiría a un soldado en un hombre relativamente acomodado al final de quince o veinte años de servicio. La generosidad estaba bien, pero un empleo seguro, regular y bien pagado era mejor, ése era el mensaje de Octaviano. Sé leal a Roma y a César, y Roma y César siempre cuidarán de ti, incluso cuando no haya ninguna guerra que luchar. Las tareas de guarnición permitían la vida familiar en el puesto. ¡El ejército era una carrera más que atractiva! Así, incluso en esa etapa muy temprana, Octaviano comenzó a preparar a los legionarios para la idea de un ejército permanente.


El vigesimotercer día de septiembre, que era el de su vigésimo cumpleaños, Octaviano marchó con once legiones hacia el norte para enfrentarse con Marco Antonio y los gobernadores occidentales.

Con él se llevó al tribuno de la plebe Lucio Cornificio -un acto extraordinario- para que cuidara de los intereses de sus tropas, todos plebeyos, según explicó. En Roma dejó a Pedio para que gobernara, y a sus otros dos tribunos de la plebe, Agripa y Titio, para forzar la aprobación de las leyes de Pedio en la Asamblea de la Plebe. Su ayudante menos visible, Cayo Mecenas, se quedó en Roma encargado de un asunto menos evidente, sobre todo ocupado en reclutar a hombres innovadores de las clases más bajas.

A Agripa no le había gustado abandonar a Octaviano.

– Tendrás problemas si no voy contigo -le advirtió.

– Me las arreglaré, Agripa. Te necesito en Roma para que adquieras experiencia en asuntos no bélicos y aprendas acerca de la legislación. Créeme, en esta campaña no corro ningún peligro. -Pero te llevas a un tribuno de la plebe -objetó Agripa.

– Pero no a uno conocido por ser mi más leal seguidor -repuso Octaviano.

La marcha fue bastante pausada y terminó en Bononia, donde Octaviano montó el campamento y ordenó que vinieran de Mutina las seis legiones de reclutas primerizos, aquellas que Décimo Bruto había estimado tan indefensas que las había dejado atrás al perseguir a Antonio hacia el oeste. Salvidieno se había quedado, encargado de entrenar y formar a fondo a todos los reclutas, mientras el ejército aguardaba a que Marco Antonio lo encontrase.

Octaviano no tenía intención de luchar contra Antonio cuando éste llegara, y había urdido un plan que creía con bastantes más probabilidades de éxito, si lograba persuadir de ello a los suyos. Lo que sabía era que de él dependía unir todas las facciones de la vieja alianza de César durante la guerra civil; si no lo conseguía, Roma quedaría en manos de Bruto y Casio, que ya controlaban todas las provincias al este del Adriático. Una situación a la que había que poner fin, pero era imposible terminar con ella a menos que todos los partidarios de César se unieran.


A principios de octubre, Marco Antonio salió de su campamento del Foro Julio con diecisiete legiones y dejó allí a seis, con Lucio Vario Cotila para guarnecer el oeste. Después de un verano idílico, los hombres estaban en forma, bien descansados y deseosos de entrar en acción. Los tres gobernadores marcharon con él: Planco, Lepido y Polio. No obstante, no tenían ningún plan maestro. Antonio sabía muy bien que Bruto y Casio estaban en el este, y comprendía que tendría que eliminarlos, pero en su pensamiento unía a Octaviano con los dos Libertadores como otro jugador inaceptable y detestable del juego de poder. No le entusiasmaba la idea de perder tropas valiosas en una batalla contra Octaviano, pero no veía otra alternativa. En cuanto Octaviano quedara fuera de juego, se haría con las tropas de éste, aunque sabía que su lealtad siempre estaría bajo sospecha. Si la Martia y la Cuarta podían abandonar a Marco Antonio por un muchacho que les recordaba a César, ¿qué pensarían de ese mismo Marco Antonio cuando su César, ese muchacho, cayera muerto a manos de éste?

De manera que tomó la Via Domitia y cruzó a la Galia Cisalpina en Ocelum con un humor avinagrado que no mejoró con sus lecturas del final del día: la serie de discursos que Cicerón había pronunciado en su contra. Si despreciaba a Octaviano, a Cicerón lo odiaba. De no ser por éste, su postura habría sido segura, su condición de enemigo público no existiría y Octaviano no supondría ningún problema. Había sido Cicerón quien había alentado al heredero de César, Cicerón quien había vuelto al Senado en contra de Marco Antonio hasta el punto de que ni siquiera Fufio Caleno se atrevía a hablar en su defensa. La confiscación de su propiedad no había sido gran cosa, puesto que, aunque sus deudas estaban pagadas, no tenía dinero que mereciera la pena considerar. Por muy ansiosos que estuvieran, los senadores no se atrevieron a tocar a Fulvia ni su palacio de las Carinae: era la nieta de Cayo Sempronio Graco y estaba bajo la protección de Ático.

Fulvia. La añoraba, y añoraba a sus hijos junto a ella. Llenas de noticias y bien escritas, las cartas de Fulvia lo habían mantenido informado de todos los acontecimientos de Roma, y tenía motivos para estarle agradecido a Ático. El odio que Fulvia le tenía a Cicerón era aún mayor que el de él, si es que eso era humanamente posible.


Cuando Antonio llegó a Mutina, a veinte millas del campamento de Octaviano a las afueras de Bononia, fue recibido por el tercer tribuno de la plebe, Lucio Cornificio. Alguien que poseyera ese cargo era el mejor de los enviados; incluso un Marco Antonio tenía suficiente discernimiento para comprender que su causa no mejoraría por maltratar a un tribuno de la plebe. Eran sacrosantos e inviolables cuando actuaban por la plebe, como Cornificio insistió en decir, a pesar del hecho de que su jefe pertenecía al patriciado.

– El cónsul César -dijo Cornificio, de veintiún años de edad desea consultar con Marco Antonio y Marco Lepido.

– ¿Consultar o rendirse? -apuntó Antonio con sorna. -Consultar, sin duda consultar. Traigo una rama de olivo, no un estandarte invertido.

Planco y Lepido se mostraban bastante contrarios a la idea de cualquier encuentro con Octaviano, mientras que Polio la consideraba excelente; lo mismo que opinó Antonio, tras reflexionar sobre la situación.

Dile a Octaviano que consideraré su propuesta -repuso Antonio.

Lucio Cornificio galopó mucho de uno a otro bando durante los días que siguieron, pero al fin se llegó al acuerdo de que Antonio, Lepido y Octaviano se encontrarían para consultar en una isla en mitad del raudo y caudaloso río Lavinus, cerca de Bononia. Fue Cornificio quien designó el lugar en su última misión.

– De acuerdo, ahí está bien -dijo Antonio tras considerarlo desde todas las perspectivas-, siempre que Octaviano traslade su campamento a la ribera del río donde queda Bononia, mientras que yo trasladaré el mío a la de Mutina. Si hay alguna traición, podemos luchar en ese mismo lugar.

– Deja que Polio y yo os acompañemos a Lepido y a ti -dijo Planco, molesto porque sabía que cualquier cosa de la que hablaran afectaría a todo su futuro-. El encuentro debería ser más público, Antonio.

Con un brillo irónico en los ojos, Cayo Asinio Polio miró fijamente a Planco. ¡Pobre Planco! Un maravilloso escritor, un hombre erudito, pero incapaz de ver lo que él, Polio, veía con tanta claridad. ¿Qué importan hombres como Planco y Polio? En realidad, ¿qué importa el necio de Lepido? El debate es algo entre Antonio y Octaviano. Un hombre de cuarenta frente un hombre de veinte. Lo conocido frente a lo desconocido. Lepido no es más que un pedazo de carne que ambos echan al buen cancerbero, su forma de entrar en el Hades sin ser devorados. ¡Qué maravilloso es ser testigo de grandes acontecimientos cuando uno es historiador! Primero el Rubicón, ahora el Lavinus. Dos ríos, y Polio estuvo allí.


La isla era pequeña, estaba cubierta de hierba y tenía la sombra de varios nobles álamos; también había contado con algunos sauces, pero una partida de zapadores los talaron para que los observadores de ambas orillas pudieran disfrutar de la vista de los acontecimientos sin obstáculos. El punto de encuentro de los tres negociadores -marcado por tres sillas curules bajo un álamo- estaba bastante alejado del grupo de criados y secretarios que ocupaban el extremo más apartado de la isla y que estaban allí para repartir refrigerios o esperar a ser llamados para anotar algo por escrito.

Antonio y Lepido llegaron en una barca de remos desde su orilla, ambos revestidos de armadura, mientras que Octaviano escogió su toga de ribete púrpura y su calzado granate senatorial con hebillas de media luna consulares, en lugar de sus botas especiales. El público era inmenso, puesto que ambos ejércitos estaban formados a lo largo de las orillas del Lavinus y contemplaban embelesados mientras las tres figuras se sentaban, se ponían de pie, daban unos pasos, gesticulaban, se miraban unas a otras o miraban pensativamente las aguas revueltas.

Los saludos fueron los típicos: Octaviano estuvo oportunamente deferente; Lepido, agradable; Antonio, cortante.

– Entremos en materia -dijo Antonio, y tomó asiento.

– ¿Cuál crees que es la materia, Marco Antonio? -preguntó Octaviano, mientras esperaba a que Lepido se sentase antes de ocupar él su silla.

– Ayudarte a salir a rastras de la fosa que te has cavado -dijo Antonio-. Sabes que, si se produce una batalla, la perderás.

– Cada uno tenemos diecisiete legiones, las mías contienen más o menos la misma cantidad de veteranos, tengo entendido -repuso Octaviano con frialdad, las bellas cejas alzadas-. No obstante, tú tienes la ventaja de contar con un mando más experimentado.

– Dicho de otro modo, quieres salir a rastras de esa fosa.

– No, no estoy pensando en mí. A mi edad, Antonio, puedo permitirme sufrir alguna humillación ocasional sin que mancille el resto de mi carrera. No, en quienes pienso es en ellos. -Octaviano señaló a los soldados que los contemplaban-. He solicitado esta conferencia para ver si podemos encontrar una forma de evitar derramar una gota de su sangre. De tus hombres o de los míos, Antonio, eso no importa. Todos son ciudadanos de Roma, y todos tienen derecho a vivir, a engendrar hijos e hijas para Roma y para Italia, que a juicio de mi padre eran la misma entidad. ¿Por qué habrían de derramar su sangre simplemente para decidir si eres tú o soy yo el líder de la manada?

Una pregunta tan difícil de responder que Antonio cambió de postura con incomodidad y, con incomodidad también, respondió: -Porque tu Roma no es mi Roma.

– Roma es Roma. Ninguno de nosotros es su dueño. Los dos somos sus sirvientes. Todo lo que haces tú, todo lo que hago yo, debería ser para mayor gloria suya, para incrementar su poder. Eso es igual de cierto para Bruto y Casio. Si tú, yo y Marco Lepido pugnamos por algo, debería ser por la distinción de ser el que más contribuya a la mayor gloria de Roma. Nosotros somos mortales, ya muramos aquí en el campo de batalla o más tarde, en paz los unos con los otros. Roma es eterna. Pertenecemos a Roma.

Apareció una media sonrisa en el rostro de Antonio.

– Algo diré en tu favor, Octaviano: sabes hablar. Es una pena que no sepas ser general de tus tropas.

– Si las palabras son mi especialidad, entonces escojo bien mi campo de acción -dijo Octaviano, sonriendo con la sonrisa de César-. Cierto, Antonio, no quiero un derramamiento de sangre. Lo que quiero es vernos a todos los que seguimos a César unidos de nuevo bajo un solo estandarte. Los asesinos no nos hicieron ningún favor eliminando a nuestro líder indiscutible. Desde su muerte, nos hemos dividido. Una parte nada pequeña de culpa la tiene Cicerón, que es enemigo de todo partidario de César, igual que fue enemigo de César.

Para mí, si derramamos sangre aquí, habremos traicionado a César. Y también a Roma. Los verdaderos enemigos de Roma no están aquí, en la Galia Cisalpina. Están en Oriente. El asesino Marco Bruto domina toda Macedonia, Ilírico, Grecia, Creta y, a través de adláteres, Bitynia, Pontus y la provincia de Asia. El asesino Cayo Casio domina Cilicia, Chipre, Cirenaica, Siria, tal vez incluso Egipto ya.

– Estoy de acuerdo contigo acerca de Bruto y Casio -dijo Antonio, que a todas luces se estaba relajando-. Continúa, Octaviano.

– Lo que pido, Marco Antonio, Marco Lepido, es una alianza. Una reunificación de todos los leales partidarios de César. Si somos capaces de superar nuestras diferencias y conseguir eso, podremos enfrentarnos a los verdaderos enemigos, Bruto y Casio, desde una posición de poder igual a la suya. De no ser así, Bruto y Casio ganarán, y Roma será historia. Porque Bruto y Casio devolverán las provincias a los publicani y apretarán tanto a los socii que preferirán un gobierno bárbaro o parto al gobierno romano.

Lepido escuchaba mientras Octaviano se explayaba sobre el tema y Antonio interpolaba algún comentario ocasional. De algún modo, todo aquello sonaba muy razonable y lógico cuando lo explicaba Octaviano, aunque Lepido no sabía por qué era eso, ya que nada de lo que decía el joven era nuevo ni extraordinario.

– No es que tenga miedo de luchar, es más bien que simplemente no quiero luchar -repitió Octaviano-. Deberíamos reservar hasta el último ápice de nuestra fuerza conjunta para nuestros auténticos adversarios.

– Golpearlos con tanta fuerza que no tendrán oportunidad de hacer lo que sucedió tras Pharsalus -dijo Antonio, animándose-. Lo que agotó a Roma fue la prolongación de la lucha contra los republicanos. Pharnaces, luego África, después Hispana.

Y así empezaron a entenderse, si bien necesitaron todo el día para llegar al acuerdo incondicional de que todos los partidarios de César deberían reunirse, porque debían contar con más líderes que los tres que estaban conferenciando. Tanto Antonio como Octaviano sabían muy bien que, en cuanto Antonio se cansara de estar dominado por César, ya no querría acceder a compartir el liderazgo con un recién llegado de veinte años cuyas únicas bazas eran su relación con César y el poder que se derivaba de ella. Lo mejor que podían conseguir era un cese temporal de la competición por la supremacía definitiva. Lo que podía hacer Octaviano, e hizo en la isla del río Lavinus, era darle a Antonio la impresión de que el heredero de César cedería la supremacía hasta que la edad de Antonio le impidiera ejercerla. Si cree eso, se dijo Octaviano, los dos aguantaremos hasta que Bruto y Casio sean derrotados. Después, ya veremos. Cada cosa a su tiempo.

– Desde luego, mis legiones no consentirán un acuerdo que dé la impresión de que habéis ganado vosotros -dijo Antonio, cuando reanudaron las discusiones el segundo día.

– Ni las mías un acuerdo que dé la impresión de que he perdido -replicó Octaviano, con aspecto pesaroso.

– Y mis legiones, y las de Planco, y las de Polio -dijo Lepido querrán que nosotros tengamos parte del liderazgo.

– Planco y Polio tendrán que contentarse con consulados en el futuro próximo -dijo Antonio con aspereza-. El escenario ya está bastante lleno con los tres que estamos aquí sentados. -Se había pasado la mayor parte de la noche pensando, y no era ni mucho menos estúpido; las mayores flaquezas de su intelecto eran la impulsividad, el hedonismo y la falta de interés en el arte de la política-. ¿Qué os parece pregunto- si repartimos el dominio sobre Roma más o menos en partes iguales entre nosotros tres?

– Eso suena interesante -dijo Octaviano-. Continúa.

– Mmm… Bueno, ninguno de nosotros debería ser cónsul, aunque todos deberíamos ser algo más que cónsul. En fin, como una dictadura compartida entre tres.

– Tú aboliste la dictadura -dijo Octaviano en tono amable.

– Cierto, ¡y no quiero dar a entender que me arrepiento! -espetó Antonio, crispado-. Lo que intento decir es que Roma no puede ser gobernada por una sucesión de meros cónsules hasta que hayamos terminado con los Libertadores, si bien un verdadero dictador es demasiado ofensivo para cualquiera que crea en la democracia. Si los tres compartimos el mando con poderes parcialmente dictatoriales, nos controlaremos mutuamente además de gobernar Roma como necesita ser gobernada por el momento.

– Un sindicato -dijo Octaviano-. Tres hombres. Triumviri rei publicae constituendae. Tres hombres que forman un sindicato para poner orden en los asuntos de la República. Sí, no suena mal. Tranquilizará al Senado y atraerá mucho al pueblo. Toda Roma sabe que hemos emprendido una acción militar. Imagina cuán espléndido será cuando los tres regresemos a Roma como los mejores amigos, nuestras legiones a salvo e incólumes. Le demostraremos a todo el mundo que los romanos pueden superar sus diferencias sin recurrir a la espada, que nos importan más el Senado y el pueblo que nosotros mismos.

Se reclinaron en sus asientos y se miraron unos a otros con gran satisfacción. ¡Sí, era esplendoroso! Una nueva era.

– Además -dijo Antonio-, también se le demostrará al pueblo que somos su verdadero gobierno. No protestarán diciendo que se trata de una guerra civil como tal cuando vayamos a Oriente a luchar contra Bruto y Casio. Fue buena idea intentar condenar a los Libertadores por traición, Octaviano. Podemos decir que no estamos luchando contra otros romanos, estamos luchando contra los hombres que han derogado su ciudadanía.

– Haremos más que eso, Antonio. Mantendremos a agentes circulando por toda Italia para reforzar la indignación por el asesinato del amado César. Y cuando la prosperidad disminuya, podremos culpar a Bruto y a Casio, que se han apropiado de las rentas públicas de Roma.

– ¿Cuando disminuya la prosperidad? -preguntó Lepido con consternación.

– Ya está disminuyendo -dijo Octaviano rotundamente-. Tú eres gobernador, Lepido. Sin duda habrás notado que las cosechas de tus provincias no han llegado este año.

– No he ido a mis provincias desde principios de verano -se excusó Lepido.

– Me he dado cuenta de que de pronto es muy caro alimentar a mis legiones-dijo Antonio-. ¿Sequía?

– Por todas partes, también en Oriente. De modo que Bruto y Casio también deben de estar sufriendo.

– Lo que dices en realidad es que vamos a quedarnos sin dinero -saltó Antonio, fulminando a Octaviano con la mirada-. Bueno, ¡tú te has quedado las arcas de César, así que puedes financiar nuestra campaña en Oriente!

– Yo no robé el fondo, Antonio. Gasté todo mi patrimonio en bonificaciones para mis legiones cuando llegué a Italia, y he tenido que coger dinero del Erario para pagar parte de las bonificaciones que debo todavía a mis hombres. Estoy en deuda con ellos, y lo estaré durante largo tiempo. No tengo idea de quién se quedó con el fondo, pero a mí no me culpes.

– Entonces tuvo que ser Opio.

– No puedes estar seguro. También puede haberlo hecho cualquier samnita. La solución no está en el pasado, Antonio. Es vital que mantengamos a Roma y a Italia alimentadas y entretenidas, dos labores muy costosas, y también tenemos que mantener un gran número de legiones en el campo. ¿Cuántas crees que necesitaremos?

– Cuarenta. Veinte que nos acompañen y otras veinte para deberes de guarnición en Occidente, en África, y para irlos dejando a nuestro paso a medida que avancemos. Más diez o quince mil hombres montados.

– Incluidos no combatientes y caballos, eso hace más de un cuarto de millón de hombres. -Los grandes ojos grises de Octaviano parecían vidriosos-. Piensa en las cantidades de grano, garbanzos, lentejas, panceta, aceite…, un millón y un cuarto de modii de trigo al mes a quince sestercios el modius suma setecientos cincuenta talentos mensuales sólo en trigo. Los otros alimentos básicos doblarán esa cantidad, tal vez más, con esta sequía.

– ¡Serias un praefectus fabrum maravilloso, Octaviano! -exclamó Antonio, con ojos chispeantes.

– Tómalo a broma si quieres, pero lo que digo, Antonio, es que no podemos hacerlo. No si queremos alimentar también a Roma y a Italia.

– Oh, yo conozco una forma -declaró Antonio con exagerada despreocupación.

– Soy todo oídos -repuso Octaviano.

– ¡Eso es cierto, Octaviano!

– ¿Ya has terminado con tus chanzas?

– Sí, porque la solución no es una broma. Proscribiremos -dijo Antonio.

Esa última palabra cayó en un silencio roto sólo por el tenue susurro del río, el temblor de las hojas doradas de los álamos que esperaban que los vientos invernales las hicieran caer, el lejano murmullo de miles de tropas, el relinchar de los caballos.

– Proscribiremos -repitió Octaviano.

Lepido parecía al borde del vahído: estaba pálido, temblaba.

– ¡Antonio, no nos atreveremos! -exclamó.

Los ojos pardo rojizos lo miraron y lo sometieron con fiereza.

– ¡Oh, vamos, Lepido, no seas más necio de lo que te hicieron tu madre y tu padre! ¿Cómo, si no, vamos a financiar un Estado y un ejército durante una sequía? ¿Cómo, si no, podríamos financiarlos, aunque no hubiese sequía alguna?

Octaviano seguía sentado, con aspecto meditabundo.

– Mi padre-dijo-fue famoso por su clemencia, pero fue su clemencia la que lo mató. La mayoría de sus asesinos eran hombres perdonados. De haberlos matado, no tendríamos necesidad de preocuparnos de Bruto y de Casio, Roma tendría todas las rentas públicas de Oriente y nosotros podríamos navegar con libertad a Euxine para comprar cereales en Cimeria si no encontráramos en ningún otro lugar. Estoy de acuerdo contigo, Marco Antonio. Proscribiremos, exactamente igual que hizo Sila. Una recompensa de un talento por la información que nos aporte un hombre libre o un liberto, una recompensa de medio talento más la libertad para un esclavo. Pero no cometeremos el error de documentar las recompensas. ¿Por qué darle a algún aspirante a tribuno de la plebe la oportunidad de obligarnos a castigar a nuestros informantes? Las proscripciones de Sila recaudaron dieciséis mil talentos para el Erario. Ése es nuestro objetivo.

– Eres una continua sorpresa, querido Octaviano. Creía que la tarea de convencerte sería más ardua -dijo Antonio.

– Antes que nada, soy un hombre sensato. -Octaviano sonrió-. La proscripción es la única solución. También nos permitirá deshacernos de enemigos, reales o potenciales; todos los que tienen sentimientos republicanos o simpatía por los asesinos.

– ¡No puedo acceder! -exclamó Lepido-. ¡Mi hermano Paulo es republicano acérrimo!

– Entonces proscribimos a tu hermano Paulo -dijo Antonio-. Yo tengo algunos parientes que tendrán que ser proscritos, algunos en común con el primo Octaviano, aquí presente. El tío Lucio César, por ejemplo. Es un hombre muy rico, y no me ha sido de ayuda.

– A mí tampoco -dijo Octaviano, asintiendo. Frunció el ceño-. No obstante, sugiero que no resultemos detestables por ejecutar a nuestros familiares, Antonio. Ni Paulo ni Lucio son una amenaza para nuestra vida. Sólo confiscaremos sus propiedades y su dinero. Creo que ambos tendremos que sacrificar a algunos primos terceros.

– ¡Conforme! -Antonio asintió con presteza-. Pero Opio ha de morir. Sé que se hizo con las arcas de César.

– No tocaremos a ningún banquero ni a ningún alto plutócrata -declaró Octaviano con tono intransigente.

– ¿Qué? ¡Pero si ahí es donde está el dinero de verdad! -objetó Antonio.

– Precisamente, Antonio. Piénsalo, por favor. La proscripción es una medida a corto plazo para llenar el Erario, no puede mantenerse para siempre. Lo último que queremos es una Roma despojada de sus genios financieros. Vamos a necesitarlos siempre. Si crees que un liberto griego como ese Crisogono de Sila es un buen sustituto de un Opio o un Ático, estás mal de la cabeza. Mira a ese liberto de Pompeyo Magno, Demetrio, que nada en la abundancia pero no le llega a Ático a la suela del zapato cuando se trata de entregar dinero. De modo que proscribiremos a Demetrio, pero no a Ático. Ni a Sexto Perquitieno, ni a los Balbo, ni a Opio, ni a Rabirio Póstumo. Admito que Ático y Perquitieno juegan a dos bandas, pero los banqueros que he mencionado han sido adeptos de César desde que César se convirtió en una fuerza política. No importa lo tentadora que sea la magnitud de sus fortunas, no tocaremos a los nuestros. En especial si tienen la habilidad de generar dinero. Podemos permitirnos proscribir a Flavio Hemicilo, y tal vez a Fabio… Ambos son adláteres de Bruto en la banca. Pero los banqueros de Roma habrán de ser sacrosantos en el futuro.

– Tiene razón, Antonio -terció Lepido sin mucha convicción.

Hasta entonces Antonio había escuchado, ahora era el momento de reflexionar, se le iban moviendo los labios, las cejas de un castaño rojizo se juntaban. Al cabo, dijo:

– Veo qué quieres decir. -Hundió la cabeza entre los hombros y fingió estremecerse-. Además, si tocara a Ático, Fulvia me mataría. Ha sido muy bueno con ella desde el decreto que me declaraba fuera de la ley. Pero a Cicerón sí… y quiero decir por el cuello, ¿entendido?

– Por completo -dijo Octaviano-. Nos concentramos en los ricos, pero sólo en algunos de los fabulosamente ricos. Si proscribimos a suficientes hombres, la cantidad de dinero efectivo aumentará con rapidez. Claro está que, cuando se trate de propiedades, no cosecharemos ni mucho menos el verdadero valor de la propiedad que subastemos. Las subastas de César lo han demostrado tanto como las de Sila. Pero podremos hacernos con algunas buenas fincas para nosotros y nuestros amigos a precios irrisorios. Lepido tiene que recibir una compensación por la pérdida de sus villas y sus fincas, de modo que no debería pagar un solo sestercio por nada hasta que sus pérdidas hayan sido subsanadas.

El consternado Lepido empezó a parecer menos consternado; ése era un aspecto de las proscripciones que no se le había ocurrido.

– Tierra para nuestros veteranos -dijo Antonio, que odiaba la actividad agraria-. Sugiero que confisquemos las tierras públicas de las ciudades y municipia que podamos clasificar como hostiles a César o que intentaron unirse a Bruto y Casio cuando éstos publicaron sus edictos. Venusia, nuestra vieja Capua otra vez, Beneventum y otros cuantos reductos samnitas. Cremona no ha puesto mucho de su parte en la Galia Cisalpina, y sé cómo impedir que Brutium ofrezca ayuda a Sexto Pompeyo. Apostaremos algunas colonias de soldados alrededor de Vibo y Regium.

– ¡Excelente! -exclamó Octaviano-. Yo también recomiendo que no disolvamos a todas las legiones una vez acabada la guerra contra Bruto y Casio. Deberíamos conservar cierto número de ellas como ejército permanente, hacer que los hombres se alisten por un periodo de, pongamos, quince años. Puede que esta práctica de recurrir al reclutamiento cada vez que necesitamos tropas sea la manera romana de hacer las cosas y que forme parte del mos maiorum, pero es un engorro muy costoso. Cada vez que se da de baja del ejército a un hombre, éste recibe una parcela de tierra. Algunos hombres se han incorporado y luego se han dado de baja tantas veces a lo largo de los últimos veinte años que han acumulado un número ingente de terrenos que luego arriendan a los agricultores o a los pastores. Un ejército permanente puede guarnecer las provincias, estar ahí para ser movilizado cuando y donde sea necesario sin los gastos perpetuos que conlleva reclutar y equipar a las legiones nuevas, o encontrar tierras en el momento de disolverlas.

Sin embargo, aquel discurso fue demasiado para Marco Antonio, quien se limitó a encogerse de hombros con gesto de aburrimiento; su capacidad para prestar atención no era como la de Octaviano, minuciosa y obsesiva con los detalles.

– Sí, sí, pero se nos echa el tiempo encima y quiero acabar con esto hoy, no el mes que viene. -Adoptó una expresión astuta-. Por supuesto, tendremos que disponer de alguna prueba de la buena fe de cada uno. Lepido y yo hemos dispuesto el matrimonio de dos de nuestros hijos. Tú eres soltero, Octaviano. ¿Por qué no estableces un vínculo matrimonial con mi familia?

– Estoy prometido a Servilia Vatia -repuso Octaviano, impasible.

– ¡Bah! Pero a Vatia no le importará que rompas el compromiso. La hija mayor de mi Fulvia, Claudia, tiene dieciocho años. ¿Qué te parece? ¡Un ilustre linaje de ancestros para tus hijos! Juliano, Graco, Claudio, Fulvio… No puedes aspirar a contraer matrimonio con alguien mejor que una hija de Fulvia y Publio Clodio, ¿no crees?

– No, no puedo -contestó Octaviano sin dudarlo-. Considérame comprometido con Claudia, siempre contando con el beneplácito de Vatia.

– No sólo comprometido, te considero ya casado -repuso Antonio con firmeza-. Lepido puede llevar a cabo la ceremonia en cuanto regresemos a Roma.

– Si ése es tu deseo…

– Tendrás que abandonar el consulado -anunció Antonio, autoritario.

– Sí, ya había supuesto que tendría que hacerlo. ¿A quiénes propones como cónsules sustitutos para el resto del año?

– A Cayo Canina como superior y a Publio Ventidio como inferior.

– Tus hombres. Haciendo caso omiso de aquel comentario, Antonio siguió hablando.

– Lepido para un segundo mandato el próximo año, con Planco como su cónsul inferior.

– Sí, decididamente tendremos que tener a uno de los triunviros como cónsul superior el año próximo. ¿Y el año siguiente? Vatia como superior, mi hermano Lucio como inferior.

– Siento mucho lo de Cayo Antonio.

Con los ojos anegados en lágrimas, Antonio tragó saliva convulsivamente.

– ¡Haré pagar a Bruto el asesinato de mi hermano! -gritó con furia.

Octaviano pensó para sí que Bruto había prestado un gran servicio tanto a la eficiencia como al éxito al librar a Roma de Cayo Antonio, un perfecto inepto, pero fingió aflicción y compasión por Antonio antes de cambiar de tema.

– ¿Has pensado en cuál va a ser el mejor modo de legislar para nuestro triunvirato? -preguntó.

– Mediante la Asamblea de la Plebe; eso se ha convertido en costumbre. Otorgándonos poderes supraconsulares (imperium maius, aun dentro de Roma) durante cinco años, junto con el derecho de nombrar a los cónsules. Dentro de Italia los tres deberíamos ostentar los mismos poderes y gobernar de forma equitativa, pero fuera de ella creo que deberíamos repartirnos las provincias. Yo me quedaré con la Galia Trasalpina y la Galia Cisalpina. Lepido puede quedarse con la Galia Narbonense y con ambas Hispanias, porque yo voy a utilizar a Polio como mi legado en mis provincias, dejaré que se ocupe del gobierno en sí.

– Lo cual me deja a mí -intervino Octaviano, en un tono especialmente dulce y humilde- las Áfricas, Sicilia, Cerdeña y Córcega, las… cómo diría yo… reservas de cereales. No es un grupo de provincias muy halagüeño, por lo que tengo entendido. El gobernador de África, Vetus, está librando una pequeña guerra privada con el gobernador de África Nova, y Sexto Pompeyo ha estado utilizando todos esos barcos que le proporcionó el Senado para asaltar nuestras flotas de cereales desde mucho antes de que lo condenara el tribunal de Pedio.

– ¿Acaso no estás satisfecho con tu parte, Octaviano? -le preguntó Antonio.

– Digámoslo del siguiente modo, Antonio: no voy a quejarme de mi parte correspondiente siempre y cuando compartamos el mando en igualdad de condiciones cuando nos dirijamos al este para saldar cuentas con Bruto y Casio.

– No, no pienso aceptar eso.

– No tienes elección, Antonio. Mi propia legión insistirá en ello y no puedes partir hacia el este sin ella.

Antonio se levantó de un salto y se acercó a la orilla del agua seguido de un asustado Lepido.

– Vamos, Antonio -le susurró Lepido al oído-, no puedes hacerlo todo a tu manera. Octaviano ha hecho grandes concesiones y tiene razón con respecto a sus legiones, no te seguirán.

Se sucedió una larga pausa, durante la que Antonio permaneció contemplando el río con el ceño fruncido, con la mano de Lepido asiéndole del brazo. Acto seguido, Antonio se volvió y regresó junto al joven.

– Está bien, podrás compartir el mando en plenas condiciones de igualdad, Octaviano.

– De acuerdo. En ese caso, cerremos el trato -dijo Octaviano con cordialidad, y extendió la mano-. Estrechémonos la mano para enseñarles a los hombres que hemos llegado a un acuerdo y que no habrá batalla.

Los tres caminaron justo hacia el centro de la isla, donde se estrecharon las manos. Todos los presentes prorrumpieron en vítores jubilosos: el Triunvirato era una realidad.


Sólo se produjo una discrepancia de opiniones, al día siguiente, concretamente acerca del orden en que los triunviros entrarían en Roma.

– Juntos -sugirió Lepido.

– No, en tres días consecutivos -lo contradijo Antonio-. Yo iré primero, Octaviano irá segundo y tú, Lepido, entrarás el tercero.

– Yo entraré primero -replicó Octaviano, categórico.

– No, lo haré yo -dijo Antonio.

– Yo iré primero, Marco Antonio, porque soy el cónsul superior y todavía no se ha aprobado ninguna ley que os otorgue a ti o a Marco Lepido ninguna clase de derechos. Todavía sois enemigos públicos, y aunque no lo fueseis, en el momento en que atravesaseis el pomerium para entrar en Roma, perderíais vuestra autoridad y os convertiríais en meros privati. No hay nada más que discutir: yo debo entrar primero para presidir la supresión de vuestro actual estado de ilegalidad.

Pese a sentirse muy molesto y ofendido, Marco Antonio no tuvo más remedio que mostrarse de acuerdo: Octaviano debía entrar en Roma el primero.

2

La mayor parte de la Galia Cisalpina era una llanura aluvial regada por las aguas del río Padus y de sus numerosos afluentes. En las épocas de escasez de lluvia, los agricultores locales podían regar de forma extensiva, por lo que la región disponía de muchos cultivos, era un auténtico granero. Lo más exasperante de la zona, tan cercana a la mismísima Italia, era que no podía abastecer a Italia propiamente dicha, pues la cordillera de los Apeninos, que atravesaba de este a oeste la parte superior de la bota para fusionarse con los Alpes Marítimos en Liguria, formaba una barrera demasiado imponente para el transporte de las mercancías por la vía terrestre. Las cosechas de grano y legumbres de la Galia Cisalpina tampoco se podían transportar por mar, pues los vientos siempre soplaban en contra de la travesía, que se hacía de norte a sur. Por dicha razón, los triunviros decidieron dejar sus legiones en la Galia Cisalpina y partieron hacia Roma acompañados tan sólo por unos cuantos hombres escogidos a dedo.

– Sin embargo -le dijo Octaviano a Polio (compartían el mismo carro)-, puesto que me ha sido designado el abastecimiento alimenticio de Roma e Italia, empezaré a enviar cargamentos de trigo del oeste de la provincia a través de Dertona a lo largo de la costa toscana. Las pendientes no son infranqueables en esa ruta, es sólo que no se ha hecho nunca.

Polio lo miró con fascinación, pues ya desde que salieran de Bononia se había dado cuenta de que el joven nunca dejaba de pensar. Su mente, decidió Polio, era precisa, pragmática, más preocupada por la logística que por la lógica: lo que le interesaba era cómo conseguir que se hiciesen las cosas rutinarias. Por ejemplo, si alguien le daba un millón de garbanzos para que los contase, pensó Polio, se concentraría en la tarea hasta terminarla, y no cometería ni un solo error en su recuento. ¡No es de extrañar que Antonio lo desprecie tanto!, exclamó para sí. Mientras que Antonio sueña con la gloria militar y con ser el Primer Hombre de Roma, Octaviano sueña en cómo alimentar al pueblo. Mientras que Antonio derrocha el dinero a espuertas, Octaviano siempre busca la manera más barata de hacer las cosas. Octaviano no urde conspiraciones, sino que trama planes. Espero vivir lo suficiente para ver en qué se convierte al final.

Así, Polio incitó a Octaviano a hablar de muchos temas, incluyendo el destino de Roma.

– ¿Cuál es tu mayor ambición, Octaviano? -le preguntó.

– Ver cómo en todo el mundo romano reina la paz.

– ¿Y qué serías capaz de hacer para conseguirlo?

– Cualquier cosa -se limitó a contestar Octaviano-. Sea lo que sea.

– Es una meta loable, pero poco factible.

Los ojos grises se volvieron para mirar a los ojos ambarinos de Polio, con una expresión de sorpresa genuina.

– ¿Por qué?

– Bueno, quizá porque los romanos están muy acostumbrados a que haya guerra. La mayoría de los hombres piensan que la guerra y la conquista realizan una contribución muy importante a las arcas de Roma.

– Las arcas de Roma -repuso Octaviano- ya son lo bastante ricas para sus necesidades. La guerra deseca el Erario hasta dejarlo vacío.

– ¡Eso no es pensar como un romano! La guerra nutre el Erario, y si no, mira a César y a Pompeyo Magno, por no mencionar a Paulo, los Escipiones, Mumio… -dijo Polio con regocijo.

– Esos días han terminado, Polio. Los grandes tesoros ya han sido todos absorbidos por Roma excepto uno.

– ¿El tesoro parto?

– ¡No! -exclamó Octaviano con desdén-. Ésa es una guerra que sólo César pudo haberse planteado. Las distancias son enormes y el ejército tendría que vivir a base de forraje durante años, rodeado por el enemigo y por terrenos inconmensurables por los cuatro costados. Me refería al tesoro egipcio.

– ¿Y aprobarías que Roma se apoderase de él?

– Yo mismo lo haré. A su debido tiempo -respondió Octaviano con aire de suficiencia-. Es un objetivo factible, por dos razones.

– ¿Y cuáles son?

– La primera, que para ello no es necesario que un ejército romano se aleje del Mare Nostrum. La segunda, que aparte del tesoro, Egipto produce cereales, que nuestra población cada vez más numerosa acabará necesitando.

– Muchos dicen que ese tesoro no existe.

– Oh, sí, ya lo creo que existe -le aseguró Octaviano-. César lo vio. Él mismo me lo contó todo al respecto cuando estuve con él en Hispania. Sé dónde está y cómo conseguirlo. Roma lo necesitará porque la guerra la deseca hasta vaciarla por completo.

– Te refieres a la guerra civil.

– Bueno, piensa en ello, Polio. Durante los últimos sesenta años, hemos librado más guerras civiles que extranjeras propiamente dichas. Romanos contra romanos, conflictos por ideas acerca de lo que constituye la República de Roma, de lo que constituye la libertad.

– Si fueras griego, ¿no irías a batallar por una idea?

– No, no lo haría.

– ¿Y qué me dices de ir a una guerra para garantizar la paz?

– No si eso significa combatir contra mis compatriotas romanos. La guerra que entablemos contra Bruto y Casio debe ser la última guerra civil.

– Es posible que Sexto Pompeyo no esté de acuerdo contigo. No hay duda de que coquetea con Bruto y Casio, pero no se comprometerá con ellos del todo. Terminará librando su propia guerra.

– Sexto Pompeyo es un pirata, Polio.

– Entonces, ¿tú no crees que reunirá al resto de las fuerzas de los Libertadores una vez que Bruto y Casio hayan sido derrotados?

– Ha escogido su territorio, y es el agua. Eso significa que nunca podrá organizar una campaña a gran escala -dijo Octaviano.

– Hay otra posibilidad de guerra civil -añadió Polio con malicia-. ¿Y si los triunviros riñen entre sí?

– Como Arquímedes, moveré el mundo con tal de evitarlo. Te aseguro, Polio, que nunca, jamás, iré a la guerra contra Antonio.

Y, ¿por qué -se preguntó Polio para sus adentros- creo en sus palabras? Porque de veras le creo.


Octaviano entró en Roma hacia finales de noviembre, a pie y con toga, escoltado por cantores y bailarines que entonaban cánticos en loor de la paz entre los triunviros y rodeado de hordas de ciudadanos exultantes de alegría, ante los que esbozó la sonrisa de César y a los que saludó con el saludo de César, con los pies enfundados en aquellas botas de suela alta. Se dirigió directamente a la tribuna del Foro y allí proclamó la formación del triumviri rei publicae constituendae con un discurso breve y emotivo que no dejó lugar a dudas entre la multitud acerca del papel fundamental que había desempeñado en la conciliación de las partes implicadas en el pacto. Él era César el Hacedor de Paz, y no César el Hacedor de Guerras.

A continuación se dirigió al Senado, esperando en la Curia Hostilia a oír las noticias con mayor comodidad e intimidad. Publio Titio recibió instrucciones de reunir a la Asamblea de la Plebe inmediatamente y revocar el decreto que dejaba fuera de la ley a Antonio y Lepido. Aunque Quinto Pedio se enteró así, públicamente, de que su consulado estaba a punto de tocar a su fin, Octaviano reservó para más tarde las noticias de las proscripciones.

– Titio promulgará las leyes que instaurarán el Triunvirato ante la Asamblea de la Plebe -le dijo a Pedio en el despacho de éste-, pero también aprobará otras medidas igual de necesarias.

– ¿Y cuáles son esas otras medidas igual de necesarias? -preguntó Pedio con cautela, desconfiando de la expresión del rostro de su primo, que era forzada.

– Roma está en bancarrota, y por lo tanto proscribimos.

Estremeciéndose, Pedio levantó las manos como si quisiera protegerse de una amenaza invisible.

– Me niego a aprobar la proscripción -dijo con un hilo de voz-. Como cónsul, me pronunciaré en contra.

– Como cónsul, te pronunciarás a favor. Si te opones, Quinto, tu nombre será el primero en aparecer en la lista que Titio colgará en la tribuna del Foro y en el Regia. Vamos, querido amigo, sé razonable -insistió Octaviano con voz suave-. ¿Quieres que Valeria Mesala se quede viuda y sin casa, y que sus hijos tengan prohibido heredar, además de tener prohibido ocupar los lugares que les corresponden por derecho en la vida pública? ¿Los sobrinos nietos del mismísimo César? Tu hijo Quinto pronto se presentará a la elección como tribuno de los soldados, y si te proscribimos a ti, también tendremos que proscribir a Mesala Rufo. -Octaviano se levantó-. Piénsatelo bien antes de decir nada, primo, te lo ruego.

Quinto Pedio se lo pensó muy bien. Aquella noche, cuando toda su familia estaba durmiendo, se dio muerte con su propia espada.

Cuando le comunicaron la noticia al amanecer, Octaviano tenía palabras serenas que decirle a Valeria Mesala, quien lloraba desconsoladamente, así como al hermano augur de ésta.

– Haré saber al pueblo que Quinto Pedio murió mientras dormía, extenuado por sus obligaciones como cónsul. Por favor, entended que tengo poderosas razones para querer que su muerte sea así descrita. Si valoráis vuestras vidas, las vidas de vuestros hijos y vuestras propiedades, obedeced mis deseos. Sabréis el por qué muy pronto.


Antonio entró en la ciudad con más ceremonia que Octaviano, consciente de que éste le había robado el protagonismo. Montado en su nuevo Caballo Público, Clemencio, vestía su coraza de gala y su capa de piel de leopardo, e iba escoltado por su guardia de caballería germana. Se quedó extremadamente complacido ante la calurosa acogida que Roma le dispensó. Octaviano tenía razón: el pueblo romano no quería enfrentamientos militares entre facciones. Así, cuando Lepido entró al día siguiente, también fue recibido con júbilo.

Hacia finales de noviembre, Octaviano abandonó su consulado, y le sucedieron dos víctimas avejentadas de la guerra de Italia, Cayo Carrinas y Publio Ventidio. En cuanto los cónsules sustitutos hubieron tomado posesión de su cargo, Publio Titio fue a la Asamblea de la Plebe. Primero redactó unas leyes que dotaban al Triunvirato de existencia oficial con el consentimiento de todas las tribus y luego promulgó diversas leyes referentes a los enemigos públicos que recordaban a las de Sila en casi todos los detalles, desde las recompensas por proporcionar información hasta la lista anunciada públicamente de los proscritos. En la primera lista figuraban ciento treinta nombres, encabezados a petición de Antonio por Marco Tulio Cicerón. La mayor parte de los mencionados ya habían muerto o huido; Bruto y Casio también aparecían en la lista. La razón de la proscripción era por «simpatizar con los Libertadores».

El anunció cogió desprevenidas a la Primera y la Segunda Clase, entre las que cundió el pánico, sobre todo cuando supieron del arresto y la ejecución del tribuno de la plebe, Salvio, en cuanto hubo acabado la reunión comicial. No se exhibieron las cabezas de las víctimas, sino que simplemente las arrojaron con los cuerpos a las fosas de cal de la necrópolis de Campus Esquilinus. Octaviano había convencido a Antonio de que el clima de terror sería más soportable si no quedaban recordatorios a la vista. La única excepción sería Cicerón, si es que todavía lo encontraban en Italia.

Lepido había proscrito a su hermano Paulo, Antonio a su tío Lucio César y a los primos de Octaviano, aunque ninguno de ellos fue ejecutado, condición que no se dio en el caso del suegro de Polio o del hermano pretor de Planco, quienes fueron ejecutados. Otros tres pretores proscritos murieron, así como el tribuno de la plebe Publio Apuleyo, quien no tuvo tanta suerte como Cayo Casca, que huyó con su hermano al este. El antiguo legado de Vatinio, el incombustible Quinto Cornificio, fue incluido en la lista y ejecutado.

Ático y los banqueros habían sido informados en privado de que no les iban a proscribir, cosa que contribuyó en gran medida a impedir que el dinero desapareciese, siempre un peligro en tiempos difíciles. Las celdas del Erario, completamente vacías salvo por el precioso oro y por diez mil talentos de plata, empezaron a llenarse poco a poco con las reservas en metálico y las inversiones líquidas de Lucio César, varios Apuleos, Paulo Emilio Lepido, los dos hermanos asesinos Cecilio, el venerable cónsul Marco Terencio Varro, el inmensamente rico Cayo Lucilio Hirro y cientos de personajes más.

Pero no todos murieron: Quinto Fufio Caleno retuvo al anciano Varro y amenazó a las autoridades encargadas de llevar a cabo las proscripciones (que se ejecutaban, como en la época de Sila, de forma burocrática) con matarlo hasta que consiguió llegar hasta Antonio y así salvaguardar su vida. Lucilio Hirro huyó del país con sus esclavos y asociados abriéndose paso hasta el mar, y la ciudad de Cales cerró sus puertas y se negó a entregar al hermano de Publio Sitio. Marco Favonio, el favorito de Catón, fue proscrito, pero consiguió escapar de Italia, al igual que otros. Siempre y cuando los fugitivos dejasen atrás el dinero, a los triunviros les importaba muy poco el destino de sus poseedores, excepto, claro está, en el caso de Cicerón, a cuya vida Antonio estaba dispuesto a poner fin de la manera más cruenta posible.

Con esta misión, el tribuno de los soldados Cayo Popilio Lenas (un nombre muy famoso) salió de Roma con una hueste de soldados y un centurión, Herenio, para registrar las villas de Cicerón. Quinto Cicerón y su hijo, leales a César, habían aparecido en la segunda lista de proscritos, denunciados por un esclavo que juraba que las simpatías de éstos habían cambiado, que ahora pretendían huir del país para sumarse a las filas de los Libertadores. Así pues, Lenas tenía tres objetivos, aunque el gran Marco Cicerón era, con diferencia, el más importante de ellos; era con él con quien había que ajustar cuentas primero.


Las consecuencias de la segunda marcha sobre Roma de Octaviano habían dejado atónito a Cicerón, quien había acudido al nuevo cónsul superior y le había suplicado que le excusase de asistir a las futuras reuniones del Senado.

– Estoy cansado y enfermo, Octaviano -le había explicado-, y me gustaría mucho poder retirarme a mis propiedades cuando lo desee. ¿Es eso posible?

– ¡Pues claro que sí! -había respondido Octaviano afectuosamente-. Si puedo excusar a mi padrastro de las reuniones, está claro que puedo excusaros a ti y a Lucio Piso. Filipo y Piso todavía están padeciendo las consecuencias de aquel terrible viaje invernal, ¿sabes?

– Que conste que yo me opuse enérgicamente al envío de esa misión diplomática.

– Ciertamente te opusiste. Es una pena que el Senado hiciese caso omiso de tus palabras.

Al mirar a aquel joven tan apuesto, cuyo exterior no había cambiado un ápice desde que llegase a Brindisi tantos meses atrás, Cicerón advirtió de pronto que Octaviano se había dedicado a alcanzar el poder a toda costa. ¿Cómo podía haberse engañado pensando que podría influir en aquel bloque de hielo sin compasión? César había tenido sentimientos, incluyendo un mal genio espantoso, pero Octaviano fingía tenerlos. Su parecido con César era una completa farsa.

Desde aquel momento, Cicerón había abandonado toda esperanza, incluso la de persuadir a Bruto para que volviese a casa. En sus últimas cartas Bruto se había vuelto tan crítico y mordaz que Cicerón no sentía ningún deseo de escribirle, de informarle sobre lo que pensaba del consulado de César Octaviano y Quinto Pedio.

Después de su entrevista con el nuevo cónsul superior, Cicerón había ido directamente a ver a Ático.

– Ya no voy a volver a visitarte -le había dicho-, como tampoco voy a escribirte. Te lo aseguro, Tito, es mejor así, por el bien de ambos. Cuida de Pilia, de la pequeña Ática y de ti mismo. ¡No hagas nada que haga enojar a Octaviano! Cuando se nombró a sí mismo cónsul, la República murió para siempre. Ni Bruto ni Casio, y ni siquiera el propio Marco Antonio, prevalecerán. Nuestro viejo y clemente maestro ha sido quien ha reído el último, pues sabía muy bien qué estaba haciendo cuando nombró a Octaviano su heredero. Octaviano completará su trabajo, créeme.

Ático lo había contemplado con los ojos empañados por las lágrimas, ¡cuánto había envejecido! Se había quedado en los huesos, estaba demacrado. Y ahora estaba rodeado por una manada de lobos hambrientos. De la imponente presencia que tanto había dominado y maravillado a los tribunales de Roma durante cuarenta años, no quedaba absolutamente nada. Cuando ese amigo tan querido, exasperante e impulsivo había empezado a lanzar aquella serie de invectivas contra Marco Antonio, Ático había esperado que ese desahogo restableciera el buen ánimo de Cicerón, que volviese a ser el mismo de siempre, después de haber sufrido tan amargas decepciones, después de tanto dolor, y de esa soledad constante sin hija ni esposa, sin afecto fraternal. No obstante, la llegada de Octaviano había acabado para siempre con su recuperación. Ahora es a Octaviano, pensó Ático, a quien más teme Cicerón.

– Echaré de menos nuestra correspondencia epistolar -había señalado Ático, sin saber qué otra cosa decir-. No hay carta tuya que no guarde o que no sea para mí un tesoro.

– Bien. Publícalas cuando te atrevas, por favor.

– Lo haré, Marco, lo haré.

Cicerón se había retirado por completo de la vida pública, y tampoco había vuelto a escribir una sola carta. Cuando llegó a sus oídos la noticia del pacto triunviral en Bononia, se marchó de Roma, dejando atrás al fiel Tiro para que le enviase informes de todo cuanto sucediese.

Primero fue a Tusculum, pero la vieja casa de campo estaba demasiado llena de recuerdos de Tulla y Terencia y de su hijo intrépido y amante de los placeres. ¡Gracias a todos los dioses porque el joven Marco estuviera en ese momento con Bruto! ¡Y quieran los dioses que sea Bruto quien obtenga la victoria!

Cuando Tiro envió un aviso urgente para anunciarle que había entrado en vigor la proscripción y que el suyo era el primer nombre de la lista, Cicerón hizo su equipaje y emprendió el camino hacia su villa de Formias, viajando en su litera, un medio de transporte penosamente lento, pero el único que Cicerón podía soportar. Tenía intención de subir a bordo de un barco en el puerto más cercano, Caieta, para huir hasta donde estaba Bruto o quizá con Sexto Pompeyo, en Sicilia, aunque no estaba seguro, no podía decidirse.

Parecía que la diosa Fortuna obraba en su favor, pues había un barco en alquiler en el puerto de Caieta, y su patrón se avino a llevarlo a pesar de su condición de proscrito, ya que los anuncios de proscripción habían aparecido en todas las ciudades de Italia.

– Tú eres un caso especial, Marco Cicerón -le dijo el patrón-. No puedo aceptar que se persiga a uno de los hombres más ilustres de Roma.

Sin embargo, estaban ya a principios de diciembre, y el rigor invernal había hecho acto de presencia con vientos fuertes y una ligera aguanieve. El barco zarpó y se vio forzado a regresar a puerto varias veces, aunque su patrón se negaba a rendirse e insistía en que podían llegar al menos hasta Cerdeña.

Una terrible depresión se apoderó de Cicerón, un cansancio tan extenuante que comprendió su mensaje de inmediato: iba a ser imposible abandonar Italia para Marco Tulio Cicerón, cuyas mismísimas vísceras estaban ligadas a ella.

– Amarra el barco en Caieta y déjame en tierra -ordenó.

Envió a un sirviente a pie a su villa, a menos de dos kilómetros de distancia en lo alto de Formias, y éste regresó tres horas después de anochecer en el séptimo día de diciembre, con la litera y los porteadores de Cicerón. Sudoroso y temblando, Cicerón se subió a su acogedor refugio, rodeado de cojines, y se tumbó a esperar lo que le deparase el destino.

Voy a morir, pero al menos moriré en el país por el que tanto y tantas veces he luchado. Conseguí salvarlo de las garras de aquel bellaco, Catilina, pero luego César empañó mi victoria con su discurso. ¡No actué inconstitucionalmente ejecutando a los enemigos de Roma sin someterlos a un juicio! ¡Hasta Catón lo dijo! Sin embargo, el discurso de César fue un duro golpe, y algunos hombres me contemplaron con desdén a partir de entonces. Por todo ello, la vida a partir de ahí ha sido una sombra, un fantasma, salvo por mis discursos en contra de Marco Antonio. Estoy cansado de vivir. Ya no quiero soportar las crueldades de la existencia ni sus farsas.

Cayo Popilio Lenas y sus hombres alcanzaron la litera en su lento ascenso por la colina, desmontaron de sus caballos y la rodearon. El centurión Herenio desenfundó su espada, medio metro de eficacia de doble filo muy afilado. Cicerón asomó la cabeza desde el interior de la litera para ver qué ocurría.

– ¡No, no! -les gritó a sus sirvientes-. ¡No intentéis luchar! Rendíos con calma y no pongáis en peligro vuestras vidas, por favor.

Herenio se acercó a él y levantó la espada hacia el cielo sombrío y revuelto. Al contemplarla, Cicerón advirtió que el gris del arma era más apagado y oscuro que el de la bóveda del cielo, y que no relucía. Colocó las palmas de las manos a ambos lados de la litera, desplazó los hombros hacia delante y a continuación extendió el cuello tanto como le fue posible.

– Que el golpe sea certero -dijo.

Cayó la espada y arrancó de cuajo la cabeza de Cicerón, separándola del cuerpo con un corte limpio; del tronco empezó a manar sangre, y el cuerpo se tensó y fue sacudido por unas breves convulsiones mientras la cabeza caía sobre el camino enlodado y echaba a rodar un momento antes de detenerse por completo. Los sirvientes estaban de rodillas, sollozando, pero los hombres de Popilio Lenas hicieron caso omiso de ellos. Herenio se agachó para recoger la cabeza, agarrándola por el pelo de la parte posterior, que Cicerón se había dejado crecer para peinárselo hacia delante y ocultar así su calvicie. Un soldado extrajo una caja y metieron la cabeza en ella.

Tan concentrado estaba supervisando esta tarea, que Lenas no vio cómo dos de sus hombres sacaban a rastras de la litera el cuerpo sangrante hasta que oyó el chirrido de las espadas al desenfundarse de su vaina.

– Eh, ¿qué creéis que estáis haciendo? -exclamó.

– ¿Era zurdo o diestro? -preguntó un soldado.

Lenas parecía perplejo.

– No lo sé-dijo.

– En ese caso, le cortaremos las dos manos. Con una de ellas escribió auténticas atrocidades acerca de Marco Antonio.

Lenas reflexionó un momento y luego asintió con la cabeza.

– Adelante. Ponedlas en la caja y emprendamos la marcha.

Los militares realizaron el camino de vuelta a Roma sin detenerse ni una sola vez, de modo que los caballos estaban reventados y soltaban espuma por la boca para cuando llegaron al palacio de Marco Antonio en Carinae, donde un asustado criado los condujo al peristilo.

Con la caja en las manos, Lenas entró en el atrio y encontró a Antonio y a Fulvia esperando, envueltos todavía en su ropa de dormir y frotándose los ojos para eliminar los últimos rastros de sueño.

– Me parece que querías esto -dijo Popilio Lenas, al tiempo que le entregaba a Antonio la caja.

Antonio extrajo la cabeza y la sostuvo en alto, riendo.

– ¡Por fin he acabado contigo, maldito viejo Cunnus vengativo! -gritó.

Lejos de sentirse asqueada por semejante espectáculo, Fulvia quiso atrapar la cabeza en sus manos.

– ¡Dámela, dámela, dámela! -chilló mientras Antonio seguía manteniéndola lejos de su alcance, riéndose y provocándola.

– Mis hombres te han traído algo más -añadió Lenas-. Mira dentro de la caja, Marco Antonio.

Así, Fulvia consiguió al fin sujetar la cabeza en sus manos, pues Antonio estaba ocupado sacando y examinando las dos manos.

– No sabíamos si era diestro o zurdo, por lo tanto te hemos traído las dos manos para asegurarnos. Tal como dijeron mis hombres, con una de ellas escribió auténticas atrocidades sobre ti.

– Te has ganado un talento extra. -Antonio esbozó una sonrisa radiante. Miró a Fulvia, quien había depositado la cabeza sobre una consola y estaba enfrascada en la tarea de rebuscar entre el contenido desordenado de sus cajones: pergaminos, papeles, tinta, plumas y barras de lacre-. ¿Qué haces? -le preguntó.

– ¡Ajá! -exclamó ella, al tiempo que sujetaba un estilo de acero.

Los ojos de Cicerón estaban cerrados, mientras que su boca estaba completamente abierta. La esposa de Antonio metió sus largas uñas entre los labios y empezó a hurgar en el interior de la boca; a continuación, soltó un chillido triunfal y tiró de algo hacia fuera. De la boca salió la lengua de Cicerón, sostenida entre las uñas de Fulvia. Ésta agarró el grueso pedazo de carne con más fuerza y lo ensartó en el estilo, que colocó horizontalmente en la boca de tal forma que de ésta colgaba la lengua hacia fuera.

– Ésa es la opinión que me merecen sus dotes como orador -dijo, contemplando su obra con enorme satisfacción.

– Prepara un marco de madera y clávalo en la tribuna del Foro -ordenó Antonio a Lenas-. La cabeza en el centro y una mano a cada lado.

Así pues, cuando Roma se despertó al alba, vio la cabeza y las manos de Cicerón clavadas en la tribuna del Foro en un marco de madera.

Los asistentes al Foro estaban consternados; desde su duodécimo cumpleaños, Cicerón se había paseado por las losas de piedra del Foro Romano sin que su retórica fuese nunca igualada por otro orador. ¡Los juicios! ¡Los discursos! ¡La pura maravilla de sus palabras!

– Pero nuestro querido Marco Cicerón -dijo uno de los presentes, enjugándose las lágrimas- sigue siendo el héroe del Foro.


Los dos Quintos Cicerones perecieron poco después, aunque sus cabezas no fueron expuestas en público. Una horrorizada Roma descubrió enseguida lo que sentía la divorciada Pomponia, al menos por su hijo. Ésta raptó al criado que los había denunciado y antes de matarlo le obligó a cortarse pedazos de su propio cuerpo, a asarlos y comérselos.

El modo bárbaro en que Antonio se vengó de Cicerón no sentó bien a Octaviano, pero como no podía hacer nada al respecto, no aludió a la cuestión ni en público ni en privado, sino que se limitó a evitar la compañía de Antonio siempre que le fue posible. La primera vez que io a Claudia, pensó que tal vez podría llegar a aprender a amarla, pues era muy hermosa, muy morena (Ie gustaban las mujeres morenas) y virgen, como era debido. Sin embargo, después de ver la lengua ensartada de Cicerón y de escuchar a Fulvia relatar el placer que había experimentado al realizar aquella vejación tan particular a la carne del orador, Octaviano decidió que Claudia no iba a ser la madre de ningún hijo suyo.

– Por lo tanto -le dijo a Mecenas-, será mi esposa sólo nominalmente. Busca a seis esclavas germanas robustas y grandes, y asegúrate de que Claudia nunca se quede sola. Quiero que siga siendo virgen hasta el día en que la pueda devolver a Antonio y a esa arpía vulgar que tiene por madre.

– ¿Estás seguro? -preguntó Mecenas, frunciendo el ceño.

– Créeme, Cayo, preferiría mil veces tocar a un perro negro en descomposición que a cualquier hija de Fulvia.

Puesto que Filipo decidió morir el mismo día, la boda en sí fue un acontecimiento muy tranquilo. Atia y Octavia no pudieron acudir, y en cuanto terminó la ceremonia, Octaviano fue a reunirse con su madre y hermana y dejó a su esposa a solas con sus guardianas germanas. El duelo por Filipo le proporcionó la excusa perfecta para no consumar el matrimonio.

Sin embargo, a medida que fue transcurriendo el tiempo, a Claudia le resultó cada vez más obvio que la consumación no iba a tener lugar jamás. La actitud de su marido -y de sus guardianas- se le antojaba inexplicable. Al conocerlo, le había parecido un hombre apuesto y deliciosamente distante, pero ahora ella vivía casi como una prisionera, intacta y, por lo visto, no deseada.

– Y qué quieres que haga yo? -le preguntó Fulvia cuando su hija le pidió ayuda.

– ¡Mamá, llévame a casa!

– No puedo hacer eso: eres una ofrenda de paz entre Antonio y tu marido.

– ¡Pero él no me desea! ¡Si ni siquiera quiere hablar conmigo!

– Eso ocurre a veces en los matrimonios de conveniencia. -Fulvia se levantó y le dio un pellizco a su hija en la barbilla para animarla-. Entrará en razón con el tiempo, hija. Espera y verás.

– ¡Pídele a Marco Antonio que interceda por mí! -le suplicó Claudia.

– No pienso hacer tal cosa. Está demasiado ocupado como para molestarlo con semejantes trivialidades. -Y, acto seguido, Fulvia se marchó, absorta en su familia más reciente; lo de Clodio había sido mucho tiempo atrás.

Sin nadie más a quien recurrir, Claudia no tuvo otra opción que seguir padeciendo su existencia, que de hecho mejoró después de que Octaviano adquiriera la enorme mansión de Quinto Hortensio en las subastas de las propiedades de los proscritos. El tamaño de la casa permitió a Claudia disponer de una serie de habitaciones para ella sola, que la alejaron por completo de la presencia de Octaviano. Gracias a que la juventud goza de una enorme capacidad de recuperación, se hizo amiga de las mujeres germanas y se dispuso a ser todo lo feliz que una virgen casada podía ser.


Octaviano no dormía solo, pues había tomado una amante.

Dado que nunca lo había dominado un fuerte impulso sexual, el más joven de los triunviros se había contentado con la masturbación hasta después de su matrimonio, cuando el perspicaz y agudo Mecenas decidió tomar cartas en el asunto.

Decidió que había llegado la hora de que Octaviano conociese lo que era estar con una mujer, de modo que inspeccionó el establecimiento de Mercurio Estico, famoso por sus esclavas sexuales, y encontró a la mujer ideal para Octaviano: una muchacha de veinte años con un hijo pequeño. Natural de Cilicia, la joven había sido el juguete del cabecilla de unos piratas en Panfilia, y se hacía llamar Safo, igual que la poetisa. De una belleza deslumbrante, morena de pelo y con ojos también oscuros, de formas redondas y adorables, tenía, según dijo Mercurio Estico, un carácter dulce. Mecenas se la llevó a casa y la metió en la cama de Octaviano la primera noche que éste dormía en la antigua mansión de Hortensio. El ardid funcionó: una esclava no era ninguna vergüenza, y era imposible que ejerciese alguna influencia sobre un amo como Octaviano. A él le gustaba su dócil sumisión, comprendía su situación y le dejaba pasar muchos ratos con su hijo; Octaviano valoraba la nueva madurez que le daba el hecho de tomarse libertades sexuales.

En realidad, de no haber sido por Safo, la vida de Octaviano durante los primeros días del Triunvirato habría sido extremadamente desagradable; controlar a Antonio era siempre difícil y, a veces, como en el caso de la muerte de Cicerón, imposible. Las subastas de las proscripciones no estaban produciendo los resultados económicos esperados y era labor de Octaviano cribar las listas de los informadores para ver quién disponía de suficiente dinero contante y sonante para ser un buen candidato a simpatizante de los Libertadores. Había que encontrar impuestos adicionales y lanzar indirectas a los plutócratas y banqueros de intachable reputación aconsejándoles que empezasen a realizar generosas donaciones para la compra de cereales, cuyo precio no dejaba de subir vertiginosamente. No había pasado la mitad de diciembre cuando todas las Clases, de la Primera a la Quinta, descubrieron que tenían que pagar al Estado los ingresos de un año en metálico de manera inmediata.

Sin embargo, ni siquiera bastó con eso. A finales de diciembre, el tribuno de la plebe Lucio Clodio, un esbirro de Antonio, introdujo una lex Clodia que obligaba a todas las mujeres que fuesen sui iuris (libres de disponer de su propio dinero) a pagar los ingresos de un año inmediatamente.

Esto disgustó sobremanera a Hortensia. Viuda del hermanastro de Catón, Cepio, y madre de la única hija de éste (casada con el hijo de Ahenobarbo), Hortensia había heredado las famosas dotes retóricas de su padre mucho más que su hermano, ahora proscrito porque le había ofrecido Macedonia a Bruto. Con la viuda de Cicerón, Terencia, y un grupo de mujeres que incluía a Marcia, Pomponia, Fabia, la antigua vestal massima, y Calpurnia, Hortensia irrumpió en el Foro y se subió a la tribuna, seguida de las demás. Y permanecieron allí de pie, ataviadas con camisas de malla, con cascos en la cabeza, escudos a sus pies, en el suelo, y con las espadas en ristre. Era un espectáculo tan extraordinario que acudieron todos los asiduos al Foro, así como -a pesar de que al principio pasaron inadvertidas- un buen número de mujeres de todas clases, entre ellas una nutrida representación de prostitutas profesionales vestidas con togas de colores vivos, maquilladas y con pelucas chillonas.

– ¡Soy una ciudadana romana! -vociferó Hortensia con un grito tan atronador que resonó en el Portico Margaritaria-. ¡También soy una mujer! ¡Una mujer de la Primera Clase! ¿Y qué significa eso exactamente? Pues ¿qué va a ser? ¡Que me acuesto en mi lecho de matrimonio virgen y luego me convierto en una de las posesiones de mi marido! ¡Él puede ejecutarme por adulterio, aunque yo no puedo reprocharle que se acueste con otras mujeres… ni con otros hombres! Y cuando enviudo, no puedo volver a casarme. En lugar de eso, debo depender de la caridad de mi familia para que me proporcione un techo bajo el que vivir, pues según la lex Voconia no puedo heredar ninguna fortuna, y si mi marido quiere despojarme de mi dote, ¡es muy difícil impedírselo!

¡Pam! Fue el ruido de la hoja de su espada al golpear el tachón de su escudo. El público se levantó del asiento de un salto.

– ¡Ésa es la suerte que corre una mujer de la Primera Clase! Pero ¿cambiaría la situación si fuese una mujer de una clase inferior, o si no perteneciese a ninguna clase en absoluto? ¡Seguiría siendo una ciudadana romana! ¡Seguiría siendo virgen cuando me acostase en mi lecho nupcial y seguiría siendo propiedad de mi marido! Seguiría teniendo que depender de la caridad de mi familia al quedarme viuda… ¡pero al menos tendría la oportunidad de casarme con algo más que con un hombre! Podría casarme con una profesión, con un oficio, con una labor. Podría ganarme la vida por mí misma como pintora o carpintera, como médica o herbolaria. Podría vender los productos de mi jardín o mi gallinero. Si quisiese, podría vender mi cuerpo trabajando de meretriz. ¡Podría ahorrar una parte de lo que ganase y reservarlo para mi vejez!

¡Pam! Esta vez, todas las espadas de la tribuna del Foro chocaron contra los tachones de los escudos. El sector femenino del público se puso en pie, embelesado, y el sector masculino escuchó escandalizado.

– ¡Por lo tanto, como ciudadana romana y mujer, me siento con pleno derecho a dejar constancia del atropello que se quiere cometer contra toda ciudadana romana y mujer que obtiene ingresos de cualquier clase y que tiene la capacidad de controlar dichos ingresos! ¡Hablo aquí en nombre de mi propia Primera Clase, cuyos ingresos proceden de la dote o de exiguas herencias, así como en nombre de todas las mujeres de clase inferior o que no pertenecen a ninguna clase en absoluto y cuyos ingresos proceden de la venta de huevos, hortalizas, de los trabajos de fontanería, pintura, construcción, prostitución, etcétera, etcétera! ¡Pues todas nosotras vamos a perder los ingresos de un año para financiar las insensateces de los hombres romanos! ¡He dicho insensateces y lo repito: insensateces!

¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! Esta vez, al estruendo de las espadas al chocar contra los escudos se sumaron los címbalos de las prostitutas, los pies de las mujeres de la multitud, y el ruido prosiguió, incesante. Los asistentes al Foro parecían cada vez más furiosos, lanzaban gruñidos y alzaban los puños.

Hortensia enarboló su espada y empezó a blandirla alrededor de su cabeza.

– ¿Acaso votamos las mujeres de Roma? -gritó-. ¿Elegimos a los magistrados? ¿Votamos a favor o en contra de las leyes? ¿Tuvimos acaso ocasión de votar en contra de esta deplorable lex Clodia que dice que debemos pagar los ingresos de un año al Erario? ¡No, lo cierto es que no tuvimos la opción de votar contra esta insensatez! Una insensatez promovida por un trío de hombres petulantes, privilegiados e imbéciles llamados Marco Antonio, César Octaviano y Marco Lepido! ¡Si Roma quiere cobrarnos impuestos, entonces Roma debe darnos el derecho al voto así como la ciudadanía! ¡Si Roma quiere cobrarnos impuestos, entonces Roma tendrá que permitirnos elegir a los magistrados, votar a favor o en contra de las leyes!

La mujer esgrimió la espada de nuevo, y esta vez todas las demás espadas imitaron su ejemplo, acompañadas por las estridentes aclamaciones de las mujeres presentes y por los bramidos de cólera de los asistentes al Foro.

– ¿Y cómo van a recaudar este impuesto infame esos idiotas que gobiernan Roma? -preguntó Hortensia-. Los censores inscriben en una lista a los hombres de las cinco clases, junto con sus ingresos; pero nosotras, las ciudadanas romanas, no estamos inscritas en ninguna lista, ¿a que no? Entonces, ¿cómo van a decidir cuáles son nuestros ingresos esos idiotas que gobiernan Roma? ¿Acaso alguno de los necios de los agentes del Erario va a acercarse a una pobre viejecilla del mercado que esté vendiendo sus bordados, sus mechas para las lámparas de aceite o sus huevos y preguntarle cuánto gana al año? O, aún peor, ¿va a decidir de forma arbitraria lo que ella gana a la luz de su propia misoginia machista? ¿Acaso van a intimidarnos y a fastidiarnos, acaso van a amenazarnos y a coaccionamos? ¿Van a hacer eso? ¿Es eso lo que van a hacer?

– ¡No! -gritaron al unísono un millar de voces femeninas-. ¡No, no! -Las voces masculinas se quedaron mudas de repente: los asistentes al Foro acababan de caer en la cuenta de que las féminas los superaban en número de forma escandalosa.

– ¡Pues yo creo que no! ¡Todas cuantas estamos en la tribuna de este Foro somos viudas, entre ellas la viuda de César, la Viuda de Catón y la viuda de Cicerón! ¿Acaso César cobraba impuestos a las mujeres? ¿Cobraba Catón impuestos a las mujeres? ¿Cobraba Cicerón impuestos a las mujeres? ¡No, no lo hacían! ¡Cicerón, Catón y César entendían que las mujeres no tenían voz pública! ¡El único poder legal del que disfrutamos es el derecho a disponer de nuestro propio dinero libremente, y ahora esta lex Clodia va a despojarnos incluso de eso! ¡Bueno, pues nos negamos a pagar este impuesto! ¡Ni un solo sestercio! ¡A menos que nos otorguen distintos derechos, como el derecho a votar, el derecho a sentarnos en el Senado y el derecho a presentarnos a las elecciones como magistrados!

Una ensordecedora aclamación sofocó sus palabras.

– ¿Y qué hay de la esposa del triunviro Marco Antonio, Fulvia? -gritó Hortensia, advirtiendo con la mirada que la totalidad del Colegio de Lictores hacía su aparición por el fondo del Foro y se abría paso hacia la tribuna entre la multitud-. ¡Fulvia es la mujer más rica de Roma, y sui iuris! ¿Pero tiene ella que pagar este impuesto? ¡No, ella no! ¿Y por qué no? ¡Porque le ha dado a Roma siete hijos! ¡Y añado, nada menos que tres de ellos son los villanos más repugnantes que hayan estado dentro del Foro o de una mujer! ¡Mientras que nosotras, que hemos obedecido el mos maiorum y hemos seguido siendo viudas, tenemos que pagar!

Avanzó hacia el borde de la tribuna y se enfrentó a los lictores, que se estaban acercando por delante.

– ¡No os atreváis a detenernos! -rugió-. ¡Volved con vuestros amos y decidles de parte de la hija de Quinto Hortensio que las mujeres sui iuris de Roma, de las clases más altas hasta las más bajas, no piensan pagar este impuesto! ¡Y no lo pagarán! ¡Venga, marchaos! ¡Fuera! ¡Fuera!

Las mujeres de la multitud siguieron su ejemplo: -¡Fuera! ¡Fuera!

– ¡Haré que proscriban a esa cerda! ¡Proscribiré a todas las cerdas! -rugió Antonio, lívido de ira.

– ¡No lo harás! -repuso Lepido-. ¡No harás nada!

– Ni dirás nada -añadió Octaviano con un gruñido.


Al día siguiente, Lucio Clodio, con el rostro encendido, regresó a la Asamblea de la Plebe para revocar su ley y aprobar una nueva que obligaba a todas las mujeres sui iuris de Roma, incluyendo a Fulvia, a pagar al Erario una decimotercera parte de sus ingresos, pero dicha ley nunca llegó a aplicarse.

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