III

PONER LAS COSAS EN ORDEN EN ASIA MENOR

De junio a septiembre del año 47 a.C.

1

Las cosas no iban bien para Judea desde que la vieja reina Alejandra muriera el mismo año en que nació Cleopatra; viuda del formidable Alejandro Janeo, consiguió reinar en una Siria al borde de la desintegración. No obstante, entre su propio pueblo judío sus esfuerzos no eran valorados ni admirados por todo el mundo, ya que sus simpatías se inclinaban por los fariseos; hiciera lo que hiciera la reina, resultaba inaceptable para los saduceos, los cismáticos samaritanos, los herejes galileos del norte, y la población no judía de la Decápolis. Judea se hallaba en un estado de indefinición religiosa.

La reina Alejandra tenía dos hijos: Hircán y Aristóbulo. Tras la muerte de su esposo, eligió al mayor, Hircán, para sucederla, probablemente porque él la obedecería sin rechistar. Lo nombró de inmediato sumo sacerdote, pero murió antes de poder cimentar el poder de su hijo. En cuanto la enterraron, su hijo menor se apoderó tanto del sumo sacerdocio como del trono.

Pero el hombre con mejores dotes naturales de la corte judía era un idumeo, Antipater; gran amigo de Hircán, estaba enemistado con Aristóbulo desde hacía tiempo, así que cuando éste usurpó el poder, Antipater rescató a Hircán y los dos huyeron. Les dio refugio el rey Aretas del país árabe de Nabatea, muy rico gracias al comercio con la costa malabar de la India y la isla de Taprobane. Antipater estaba casado con la sobrina del rey Aretas, Cipros; había sido un matrimonio por amor, pero al casarse con una gentil, Antipater perdió toda oportunidad de ocupar el trono judío, pues su descendencia, cuatro hijos y una hija, no eran judíos.

La guerra entre Hircán y Antipater por un lado y Aristóbulo por el otro siguió, complicada por la repentina aparición de Roma como una potencia en Siria; Pompeyo Magno llegó para convertir Siria en provincia romana poco después de la derrota de Mitrídates el Grande y su aliado armenio, Tígranes. Los judíos se levantaron e hicieron perder la paciencia a Pompeyo, que se vio obligado a marchar hacia Jerusalén y tomarla en lugar de quedarse a pasar cómodamente el invierno en Damasco. Hircán fue nombrado sumo sacerdote, pero Judea pasó a formar parte de la nueva provincia romana de Siria, privada de toda autonomía.

Aristóbulo y sus hijos siguieron creando problemas, con la ayuda de una serie de inútiles gobernadores romanos de Siria. Finalmente llegó allí Aulo Gabinio, amigo y seguidor de César y buen militar él mismo. Confirmó a Hircán en el puesto de sumo sacerdote y le otorgó cinco regiones como fuente de ingresos: Jerusalén, la Sefora galilea, Gazara, Amato y Jericó. Aristóbulo, indignado, se opuso; Gabinio le hizo frente con una guerra breve, intensa y eficaz, y Aristóbulo y uno de sus hijos acabaron en un barco rumbo a Roma por segunda vez. Gabinio partió hacia Egipto a fin de volver a colocar a Tolomeo Auletes en el trono, contando con el ferviente apoyo de Hircán y Antipater. Gracias a ellos, Gabinio pudo desplazar sin dificultad la frontera egipcia más al norte de Pelusium, cuya población judía no se opuso a él.

Marco Licinio Craso, excelente amigo de César y el siguiente gobernador de Siria, heredó una provincia pacífica, incluso en torno a Judea. Por desgracia para los judíos, Craso no respetaba las religiones, las costumbres y los derechos locales; irrumpió en el Gran Templo y se llevó todo aquello de valor que contenía, incluidos dos mil talentos de oro guardados en el sanctasanctórum. El sumo sacerdote Hircán lo maldijo en nombre del dios judío, y Craso pereció poco después en Carrae. Pero el botín del Gran Templo nunca se devolvió.

Siguió como gobernador no oficial un simple cuestor, Cayo Casio Longino, el único superviviente de cierta importancia de Carrae. Pese a no ser elegible, Casio tomó serenamente las riendas del gobierno en Siria y empezó a recorrer la provincia para prevenirla contra cierta invasión partía. En Tiro conoció a Antipater, quien trató de explicarle las complejidades de la religión y la raza en el sur de Siria, y por qué los judíos combatían permanentemente en dos frentes, entre sus propias facciones religiosas y contra cualquier potencia extrajera que pretendiera imponer disciplina. Cuando Casio consiguió reunir dos legiones, las lanzó encarnizadamente contra un ejército galileo decidido a aniquilar a Hircán. Poco después, los partios en efecto invadieron la provincia, y el cuestor de treinta años Cayo Casio fue el único obstáculo capaz de contener al ejército partio que quería conquistar Siria. Casio actuó de manera brillante, derrotó de un modo decisivo las hordas partias, y expulsó al príncipe Pacoro de los partios.

Así que cuando por fin Marco Calpurnio Bibulo, miembro de los boni y enemigo de César, se dignó llegar allí para gobernar Siria poco antes de que se desencadenara la guerra civil, encontró una provincia en paz y todos los libros en orden. ¿Cómo se atrevía un simple cuestor a hacer lo que había hecho? ¿Cómo se atrevía un simple cuestor a gobernar una provincia? Desde el punto de vista de los boni, un simple cuestor debía quedarse cruzado de brazos hasta la llegada del siguiente cuestor, pasara lo que pasara, incluidas las insurrecciones judías y las invasiones partias. Tal era la mentalidad de los boni. En consecuencia, Bibulo adoptó una actitud glacial hacia Casio, a quien ni siquiera dirigió unas palabras de agradecimiento. En lugar de eso ordenó a Casio marcharse de Siria de inmediato, pero no sin antes darle un sermón sobre la inconveniencia de asumir las responsabilidades de un cuestor conforme al mos maiorum.


¿Por qué, pues, eligió Casio el bando de los boni en la guerra civil? Desde luego no por amor a su cuñado Bruto, pese a que adoraba a la madre de Bruto, Servilia. Pero ella se mantuvo neutral en el conflicto: tenía parientes cercanos en ambos bandos. Una razón de la actitud de Casio estribaba en la antipatía instintiva de éste hacia César: no eran distintos en el sentido de que los dos habían asumido el mando militar muy jóvenes sin la aprobación del gobernador -César en Tralles, de la provincia de Asia, Casio en Siria-, y en que los dos eran valientes, vigorosos y realistas. Desde el punto de vista de Casio, César había acumulado demasiada gloria para sí mismo con aquella asombrosa guerra de nueve años en la Galia Trasalpina… ¿Cómo podía encontrar Casio, llegada la hora, alguna campaña la mitad de vistosa que aquélla? Sin embargo, eso no era nada en comparación con el hecho de que César había marchado sobre Roma en el momento en que Casio ocupaba su puesto como tribuno de la Asamblea de la Plebe, interrumpiendo la rutina de la administración y arruinando las posibilidades de Casio de obtener un gran éxito en la más inmortal de las magistraturas. Otro motivo se sumaba al aborrecimiento de Casio: César era el padre natural de la esposa de Casio, la tercera hija de Servilia, Tertula. Legalmente era hija de Silano y recibió de éste una gran dote, pero media Roma -incluido Bruto- sabía de quién era hija Tertula en realidad. Cicerón tuvo la temeridad de hacer chistes al respecto.

Después de saquear unos cuantos templos para financiar la guerra republicana contra César, Casio fue enviado a Siria con la misión de reunir una flota para Pompeyo. Navegar por alta mar se adecuaba mucho más a sus gustos que ser un insignificante miembro de la cadena de mando de Pompeyo. Descubrió que su talento militar se desplegaba en la guerra naval e infligió una derrota ignominiosa a la flota de César frente a Mesina, en Sicilia. Más tarde, ante las costas de Vibo, en el mar toscano, interceptó al almirante de César, Sulpicio Rufo, y lo habría derrotado también de no ser por la diosa Fortuna. Una legión de veteranos de César observaba la batalla desde la orilla. Cansados de la ineptitud de Sulpicio, se apropiaron de la flota de pesca local, remaron hasta la multitud de barcos de guerra enfrentados en combate y arremetieron de tal modo contra Casio que éste tuvo que huir en una nave ajena para salvar la vida cuando los veteranos le hundieron la suya.

Lamiéndose las heridas del espíritu, Casio decidió retirarse al este para avituallarse y conseguir unos cuantos barcos más para sustituir los que habían mandado a pique los hombres de César. Pero cuando navegaba desde Numibia la suerte volvió a sonreírle; se cruzó con una docena de barcos mercantes cargados de leones y leopardos para su venta en Roma. ¡Qué maravilla! ¡Valían un dineral! Con los barcos mercantes bajo su custodia atracó en la Megara griega para cargar agua y alimentos. Megara era una ciudad fanáticamente leal a la república, y allí le prometieron cuidar de los leones y leopardos hasta que él encontrara un lugar más remoto donde esconderlos; cuando Pompeyo venciera, Casio se los vendería al propio Pompeyo para los juegos que celebrarían la victoria. Con los felinos enjaulados en tierra firme, Casio zarpó con una docena de barcos mercantes vacíos para ponerlos al servicio de Cneo Pompeyo como naves de transporte.

En su siguiente escala se enteró de la derrota de Farsalia. Atónito, huyó a Apolonia, en Cirenaica, donde encontró a muchos refugiados de Farsalia: Catón, Labieno, Afranio y Petreyo entre ellos. No obstante, ninguno estaba dispuesto a prestar atención a un joven y prometedor tribuno de la Asamblea de la Plebe privado de su cargo a causa de la guerra civil. Así que se hizo a la mar indignadísimo, negándose a donar sus naves a la causa republicana en la provincia de África. ¡Pueden meterse la provincia de África donde les quepa! No quiero formar parte de una campaña en la que interviene Catón o Labieno, o ese engreído de Metelo Escipión.

Regresó a Megara para recoger sus leones y leopardos, y allí descubrió que habían desaparecido. Quinto Fufio Caleno había ido a conquistar la ciudad para César; los habitantes abrieron las jaulas y dejaron sueltos a los leones y leopardos para que se comieran a los hombres de Caleno. Los animales, en lugar de eso se comieron a los habitantes de Megara. Fufio Caleno rodeó a las bestias, volvió a meterlas en sus jaulas y las embarcó rumbo a Roma para los juegos en celebración de la victoria de César. Casio quedó desolado.

En Megara descubrió un hecho interesante, sin embargo: Bruto se había rendido a César después de Farsalia, había sido indultado y en el presente ocupaba el palacio del gobernador en Tarso, mientras que el propio César se había ido en busca de Pompeyo, y Calvino y Sextio habían marchado a Armenia Parva para enfrentarse con Farnaces.

Así pues, sin otro sitio mejor a donde dirigirse, Cayo Casio viajó a Tarso. Entregaría su flota a Bruto, su cuñado y coetáneo (sólo se llevaban cuatro meses); si no podía quedarse en Tarso, al menos averiguaría a través de Bruto qué había de real y qué de confabulación. Quizá de este modo podría decidir más serenamente qué hacer con el resto de su arruinada vida.

Bruto se alegró tanto de ver a Casio quilo abrazó y besó fervientemente, lo hizo entrar con gran amabilidad al palacio y le proporcionó unos cómodos aposentos.

– Insisto en que te quedes aquí en Tarso -dijo Bruto tras una buena cena- y esperes a César.

– Me proscribirá -contestó Casio apesadumbrado.

– ¡No, no, no! Casio, te doy mi palabra de que la política de César es la clemencia. Tu caso es similar al mío. No has combatido en la guerra contra él después de que él te indultara, porque él no ha tenido ocasión de verte para indultarte. Con toda seguridad acabarás perdonado. Después, César te promocionará en tu carrera como si nada de esto hubiera ocurrido.

– Excepto que deberé mi futura carrera -masculló Casio- a su generosidad, su aprobación, su condescendencia. ¿Qué derecho tiene César a indultarme, a fin de cuentas? No es rey, ni yo su súbdito. Los dos somos iguales ante la ley.

Bruto decidió hablar con franqueza:

– César tiene el derecho del vencedor en una guerra civil. Vamos, Casio, ésta no es la primera guerra civil de Roma; al menos ha habido ocho desde Cayo Graco, y los que estaban del lado del vencedor nunca han sufrido, en cambio los del lado perdedor sí, sin duda. Hasta ahora. Ahora, con César, nos encontramos ante un vencedor dispuesto a olvidar el pasado. Es la primera vez que ocurre, Casio, la primera vez. ¿Qué deshonor hay en aceptar un indulto? Si la palabra te molesta, llámalo de otra manera, por ejemplo, lo pasado pasado está. No te obligará a arrodillarte ante él ni te dará la impresión de que te considera un insecto. Conmigo fue muy amable, no me reprochó nada, y noté su genuina satisfacción por poder hacerme tan pequeño favor. Así es como lo ve él, Casio, sinceramente. Como si ponerse del lado de Pompeyo fuera una pequeñez, algo a lo que todo hombre tenía derecho si lo consideraba su obligación. César es un hombre de buena crianza, y no tiene necesidad de engrandecerse rebajando a los demás.

– Si tú lo dices… -dijo Casio con la cabeza gacha.

– Bueno, aunque yo era demasiado constitucional para concebir la idea de ponerme al lado de César -declaró Bruto, sin tener la menor idea de qué era la constitucionalidad-, la verdad es que Pompeyo Magno era mucho más bárbaro. Vi lo que ocurría en el campamento de Pompeyo, vi cómo consentía que Labieno se comportase… se comportase… ¡Oh, no puedo hablar de ello! Si César hubiera estado en la Galia italiana cuando estuvo allí mi difunto padre con Lépido, nunca lo habría asesinado sin más; Pompeyo, en cambio, sí lo hizo. Pienses lo que pienses de César, es un romano hasta la médula.

– También yo -replicó Casio.

– ¿Y acaso yo no? -preguntó Bruto.

– ¿Estás seguro?

– Absolutamente seguro.

Pasaron a continuación a comentar las noticias de Roma, pero lo cierto era que ninguno de los dos sabía demasiado, sólo rumores y habladurías. Se decía que Cicerón había vuelto a Italia y que Cneo Pompeyo iba rumbo a Sicilia, pero no había llegado ninguna carta de Servilia, ni de Porcia, ni de Filipo, ni de nadie en Roma.

Finalmente, Casio se calmó lo suficiente para permitir a Bruto hablar de los asuntos de Tarso.

– Aquí puedes ayudar mucho, Casio. Tengo órdenes de reclutar y adiestrar más legiones, pero si bien puedo reclutar con relativa facilidad, soy incapaz de adiestrar. Tú has traído a César una flota y barcos de transporte, que él te agradecerá, pero puedes mejorar tu posición ante él si me ayudas con la instrucción. Al fin y al cabo estas tropas no son para una guerra civil, sino para la guerra contra Farnaces. Calvino se ha retirado a Pérgamo, pero Farnaces está demasiado ocupado devastando Ponto para molestarse en seguirlo. Así que cuantos más soldados reunamos, tanto mejor. El enemigo es extranjero.


Eso había ocurrido en enero. Cuando Mitrídates de Pérgamo pasó por Tarso a finales de febrero camino de Alejandría para reunirse allí con César, Bruto y Casio pudieron proporcionarle una legión completa de hombres razonablemente preparados. Ninguno de ellos tenía noticia de la guerra de César en Alejandría pero sí se sabía que Pompeyo había sido asesinado vilmente por la cábala palaciega del rey Tolomeo. Se habían enterado no por César desde Egipto, sino por una carta de Servilia, quien les contó que César había enviado las cenizas de Pompeyo a Cornelia Metela. Tanto se explayó Servilia al respecto que incluso dio los nombres de los miembros de la cábala: Poteino, Teodoto y Aquiles.

Bruto y Casio continuaron con la labor de transformar civiles en soldados de Roma, mientras esperaban pacientemente en Tarso el regreso de César. Por fuerza tenía que regresar para ocuparse de Farnaces. Nada ocurriría hasta que las nieves se fundieran en los puertos de montaña en Anatolia, pero cuando llegara la primavera, llegaría también César.

A principios de abril se produjo un ligero alboroto, una conmoción.

– Marco Bruto -anunció el capitán de la guardia de palacio-, hemos detenido a un individuo ante tu puerta. Indigente, andrajoso. Pero insiste en que trae información importante para ti desde Egipto.

Bruto arrugó la frente, y su mirada melancólica reflejó las dudas y las indecisiones que siempre lo atormentaban.

– ¿Cómo se llama?

– Teodoto, ha dicho.

Bruto, tensándose, se sentó más erguido.

– ¿Teodoto?

– Eso ha dicho.

– Tráelo, y quédate, Anfión.

Anfión acompañó hasta allí a un hombre de unos sesenta años, cubierto en efecto de andrajos, pero esos andrajos conservaban aún un color ligeramente púrpura. Tenía en el rostro arrugado una expresión hosca y servil. Bruto sintió de inmediato una repulsión física por el afeminamiento tan poco romano de aquel hombre, la afectada sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes cariados y ennegrecidos.

– ¿Teodoto? -preguntó Bruto.

– Sí, Marco Bruto.

– ¿El mismo Teodoto que fue tutor del rey Tolomeo de Egipto?

– Sí, Marco Bruto.

– ¿Qué te trae por aquí y en tan lamentable estado?

– El rey ha sido derrotado y muerto, Marco Bruto.

– Los labios de Teodoto se contrajeron en un silbido-. César personalmente lo ahogó en el río después de la batalla.

– ¿César lo ahogó?

– Sí, personalmente.

– ¿Por qué iba a hacer César una cosa así si lo había derrotado? -Para eliminarlo del trono egipcio. Quiere que su ramera, Cleopatra, reine sin rival.

– ¿Por qué acudes a mí con la noticia, Teodoto?

Los ojos legañosos se abrieron de par en par con una expresión de sorpresa.

– Porque tú no sientes ningún afecto por César, Marco Bruto; todo el mundo lo sabe. Te ofrezco un instrumento que te ayude a destruir a César.

– ¿Viste tú mismo a César cuando ahogaba al rey?

– Con mis propios ojos.

– Entonces ¿cómo es que sigues vivo?

– Escapé.

– ¿Una criatura débil como tú escapó de César?

– Estaba oculto entre los papiros.

– Pero viste a César ahogar personalmente al rey.

– Sí, desde mi escondite.

– ¿Fue el ahogamiento un acontecimiento público?

– No, Marco Bruto. Estábamos solos.

– Juras que eres realmente Teodoto el tutor?

– Lo juro por el cadáver de mi rey muerto.

Bruto cerró los ojos, lanzó un suspiro, los abrió, y volvió la cabeza para mirar al capitán de la guardia.

– Anfión, lleva a este hombre a la plaza pública junto al ágora y crucifícalo. Y no le rompas las piernas.

Teodoto quedó boquiabierto.

– Marco Bruto, soy un hombre libre, no un esclavo. He venido a ti de buena fe.

– Vas a recibir la muerte de un esclavo o de un pirata, Teodoto, porque la mereces. ¡Necio! Si has de mentir elige tus mentiras con más cuidado… y elige también con más cuidado a quién se las cuentas. -Bruto le volvió la espalda-. Anfión, llévatelo y ejecuta la sentencia de inmediato.


– Hay un viejo patético amarrado a una cruz en la plaza principal -comentó Casio cuando fue a cenar-. Dicen los guardias de servicio que has prohibido que le rompan las piernas.

– Sí -contestó Bruto plácidamente, dejando el papel que leía.

– Es un tanto excesivo, ¿no? Tardan días en morir si no se les rompen las piernas. No sabía que eras tan duro. ¿Es un viejo esclavo un digno objetivo, Bruto?

– No es un esclavo -dijo Bruto, y le contó la historia.

Casio no quedó complacido.

– Por Júpiter, ¿qué te pasa? Deberías haberlo enviado a Roma de inmediato -dijo con la respiración acelerada-. Ese hombre era testigo presencial de un asesinato.

Gerrae -dijo Bruto, arreglando una pluma de junco-. Por más que detestes a César, Casio, lo conozco desde hace muchos años y eso me da objetividad suficiente para saber que Teodoto no ha dicho más que mentiras. César es muy capaz de cometer un asesinato, pero en el caso del rey de Egipto le bastaba con entregárselo a su hermana para que ella lo ejecutara. Los Tolomeos son aficionados a asesinarse entre sí, y éste había estado en guerra con su hermana. ¿Ahogar César al muchacho en un río? No es su estilo. Lo que me desconcierta es que Teodoto pensara que en mí encontraría un oído dispuesto a escuchar, o que pensara que un romano daría crédito a uno de los tres hombres responsables de la horrenda muerte de Pompeyo. Así que también era responsable el rey. No soy un hombre vengativo, Casio, pero puedo decirte que me ha proporcionado gran satisfacción crucificar a Teodoto.

– Hazlo bajar, Bruto.

– ¡No! No discutas conmigo, Casio, y no me levantes la voz. Yo soy el gobernador de Cilicia, no tú, y ordeno que Teodoto debe morir.

Pero cuando Casio escribió a Servilia, le relató el destino de Teodoto en Tarso de manera muy distinta. César había ahogado en el río al muchacho de catorce años para complacer a la reina Cleopatra. Casio no temía que Bruto escribiera su propia versión, ya que Bruto y su madre no se llevaban bien, así que, el hijo nunca le escribió. Si escribió a alguien, fue a Cicerón. Un par de timoratos, Bruto y Cicerón.

2

Sólo una carretera salía de Pelusium en dirección norte. Seguía la costa del Mare Nostrum y atravesaba un territorio yermo e inhóspito hasta entrar en Siria Palestina por la ciudad de Gaza. A partir de ahí el terreno era un poco menos desolado, y empezaban a aparecer pueblos con cierta regularidad. Demasiado pronto aún para la cosecha del grano, pero Cleopatra les había dado numerosos camellos bien cargados, importados de Arabia; eran unas extrañas criaturas que lanzaban unos terribles gemidos pero no necesitaban beber a diario como los caballos de los germanos.

César no perdió tiempo hasta que llegó a Tolemaida, una población bastante grande situada poco más allá del cabo norte de una ancha bahía. Allí se detuvo durante dos días para entrevistarse con el contingente judío, al que había convocado desde Jerusalén mediante una carta que explicaba cortésmente su apremio de tiempo. Allí lo esperaban Antipater, su esposa Cipros y sus dos hijos mayores, Fasael y Herodes.

– ¿Hircán no está? -preguntó César enarcando las cejas.

– El sumo sacerdote no puede abandonar Jerusalén ni siquiera por el dictador de Roma -contestó Antipater-. Es una prohibición religiosa que con toda seguridad el pontifex maximus de Roma sabrá perdonar.

César entornó sus ojos claros.

– Por supuesto. ¡Qué descuidado de mi parte!

Una familia interesante, pensaba César. Cleopatra le había hablado de ellos, le había explicado que allí donde Antipater iba, lo acompañaba siempre Cipros; una pareja muy bien avenida. Antipater y Fasael eran hombres apuestos, tenían la misma piel ligeramente oscura que Cleopatra, pero no la nariz de ésta. Ojos oscuros, cabello oscuro, estatura considerable. Fasael tenía el porte de un príncipe guerrero, en tanto que su padre presentaba más bien el aspecto de un funcionario enérgico. Herodes procedía de una rama distinta del árbol genealógico; era bajo, propenso al exceso de peso, y podría haber pasado por primo cercano del banquero preferido de César, Lucio Cornelio Balbo, de la hispana ciudad de Gades. Sangre fenicia: boca carnosa, nariz aguileña, ojos separados y párpados caídos. Los tres iban bien afeitados y llevaban el pelo corto, lo cual indujo a César a pensar que no eran judíos en todos los sentidos. Racialmente, como él sabía, eran idumeos que habían abrazado la fe judaica, pero se preguntaba en qué consideración los tenían los judíos de Jerusalén. Cipros, una árabe nabatea, era la que más se parecía a Herodes, aunque poseía un peculiar encanto del que carecía su hijo por completo; la redondez de sus formas la hacía deseable y en sus ojos se adivinaba una gran sensualidad. No obstante, especuló César, quizá Cipros iba con Antipater a todas partes para asegurarse de que él seguía siendo suyo y sólo suyo.

– Puedes decirle a Hircán que Roma reconoce plenamente su sumo sacerdocio, y que puede llamarse a sí mismo rey de Judea-anunció César.

– ¿Judea? ¿Qué Judea es ésa? ¿El reino de Alejandro Janeo? ¿Volveremos a tener un puerto en Joppa? -preguntó Antipater con tono más de cautela que de ansiedad.

– Me temo que no -respondió César con amabilidad-. Sus límites son los que trazó Aulo Gabinio: Jerusalén, Amato, Gazara, Jericó y Sefora galilea.

– No un territorio continuo sino cinco distritos.

– Así es, pero todos los distritos son ricos, en especial Jericó.

– Necesitamos acceso al Mar Vuestro.

– Lo tenéis, ya que Siria está siendo gobernada como provincia romana. Nadie os impedirá utilizar ningún puerto. -Su mirada era cada vez más fría-. Mi querido Antipater, a caballo regalado no le mires el diente. Te garantizaré que no se acuartelarán tropas en ningún territorio de Judea, y declaro exentos de tributos a todos los territorios de Judea. Teniendo en cuenta las rentas derivadas del bálsamo de Jericó, es un buen trato para Hircán, aunque tenga que pagar las tarifas portuarias.

– Sí, naturalmente -dijo Antipater adoptando una expresión de gratitud.

– También puedes decirle a Hircán que tiene entera libertad para reconstruir las murallas de Jerusalén y fortificarlas.

– ¡César! -exclamó Antipater-. Es una noticia excelente.

– En cuanto a ti, Antipater -prosiguió César con una mirada un tanto más benévola-, os otorgo a ti y a tus descendientes la ciudadanía romana, os eximo de todos los impuestos personales, y a ti, Antipater, te declaro principal ministro del gobierno de Hircán. Tengo entendido que las obligaciones de un sumo sacerdote son difíciles de cumplir, que necesita ayuda civil.

– Eres muy generoso, muy generoso -dijo Antipater.

– Ah, pero hay condiciones. Tú e Hircán debéis conservar la paz en el sur de Siria, ¿queda claro? No quiero rebeliones ni aspirantes al trono. A mí me trae sin cuidado si queda alguien o no de la línea de Aristóbulo. Todos ellos han sido una molestia para Roma y una continua fuente de conflictos locales. Así pues, no ha de ser necesario que ningún gobernador de Siria marche en dirección a Jerusalén, ¿entendido?

– Entendido, César.

Ninguno de sus dos hijos, advirtió César, dejó traslucir expresión alguna en su rostro. Pensaran lo que pensaran, ni Fasael ni Herodes manifestarían nada en presencia de romanos.

Tiro, Sidón, Biblos y las restantes ciudades de Fenicia salieron peor libradas que Judea; y también Antioquía, cuando César llegó allí. Todas se habían puesto del lado de Pompeyo con entusiasmo, le habían proporcionado dinero y barcos. Por consiguiente, decidió César, cada una de ellas pagaría una multa equivalente al valor de lo que había proporcionado a Pompeyo, y a la vez daría a César lo mismo que había dado a Pompeyo. Para asegurarse de que se obedecían sus órdenes, dejó a su joven primo Sexto Julio César en Antioquía como gobernador provisional de Siria, cargo que el joven, nieto del tío de César, sintiéndose muy halagado, juró desempeñar magníficamente.

En cambio, Chipre ya no sería gobernada desde Siria. César mandó allí al joven Sextilio Rufo en calidad de cuestor, pero no exactamente para gobernar.

– De momento, Chipre no pagará ninguno de los impuestos y tributos romanos, y los productos de la tierra irán aparar a Egipto. La reina Cleopatra ha enviado un gobernador, Serapion. Tu trabajo, Rufo, consistirá en cerciorarte de que Serapion se comporta como es debido -indicó César-. Es decir, según los criterios de Roma, no de Egipto.

Que excluyera a Chipre del Imperio romano no gustó a Tiberio Claudio Nerón, a quien César encontró oculto en Antioquía, convencido aún de que no había hecho nada malo en Alejandría.

– ¿Significa eso que has asumido la responsabilidad de devolverle Chipre a la corona egipcia? -preguntó Nerón a César con incredulidad.

– Aunque así fuera, Nerón, ¿es acaso asunto tuyo? -preguntó César con suma frialdad-. Contén tu lengua.

Más tarde Sextilio Rufo dijo a Nerón:

– ¡Necio! César no está dando nada que pertenezca a Roma. Su única intención es permitir que la reina de Egipto explote la madera y el cobre de Chipre para reconstruir su ciudad y su flota, y obtenga grano para paliar el hambre. Si Cleopatra cree que Chipre vuelve a ser de Egipto, allá ella. César sabe bien cuál es la situación.


Y así, pues, partieron hacia Tarso a principios de quinctilis, tras un mes de viaje. Disciplinar a Siria había llevado su tiempo.

Gracias a Hapd'efan'e, César se encontraba bien. Había recuperado su peso normal y no padecía de mareos y náuseas. Había aprendido a tomarse cualquier zumo o brebaje que Hapd'efan'e le administrara a intervalos regulares durante el día, y toleraba la jarra de eso mismo que el médico colocaba junto a su lecho.

Hadp'efan'e estaba prosperando. Montaba un asno llamado Paser y transportaba su equipaje en otros tres llamados Pennut, H'eyna y Sut, cuyos cuévanos estaban repletos de ordenados y misteriosos fardos y paquetes. Aunque César había esperado que siguiera afeitándose la cabeza y vistiendo sus pulcras ropas de hilo blanco, el médicosacerdote no lo hizo así. Llamaba demasiado la atención, dijo cuando le preguntaron. Cha'em le había dado permiso para ataviarse como un griego y llevar el pelo corto como un romano. Si se detenían en cualquier población a pasar la noche; iba a explorar los puestos de hierbas de los mercados, o se sentaba a conversar con alguna repulsiva arpía ataviada con un collar de pieles de ratón y un cinto de rabos de perro.

César contaba con varios criados libertos para atenderle en sus necesidades personales; era muy exigente con la limpieza de sus prendas, hasta el punto de reclamar que a diario le cambiaran el forro interior de sus botas de marcha, y disponía de un sirviente encargado de depilarle, costumbre que seguía desde hacía tanto tiempo que ya apenas le crecía el vello. Como los criados sentían simpatía por Hapd'efan'e y aprobaban su incorporación al séquito, iban de un lado a otro buscando fruta para él, y se ocupaban de mondarla o exprimirla. Lo que no se le ocurrió pensar a César era que obraban así porque todos ellos sentían un gran aprecio por el propio César, y ahora Hapd'efan'e representaba el bienestar de César. Así pues, le enseñaron latín al inescrutable sacerdote, mejoraron su griego, e incluso disfrutaron de la presencia de aquellos ridículos asnos.

Desde Antioquía, los camellos fueron enviados a Damasco para ser vendidos. César era muy consciente de que se requeriría una gran cantidad de dinero para devolver la estabilidad a Roma; cualquier aportación servía, por pequeña que fuera, incluida la venta de camellos de primera calidad a los pueblos del desierto.

Una fuente de ingresos mucho mayor la encontró en Tiro, la capital mundial de la industria del tinte púrpura, y la que más tuvo que pagar de todas las ciudades sirias en concepto de reparaciones de guerra. Allí un grupo de jinetes se acercó a los romanos y entregó a César una caja de parte de Hircán, otra de parte de Antipater y una tercera de parte de Cipros. Cada una contenía una corona de oro, no una simple diadema de finísimo pan de oro, sino unos adornos extremadamente pesados que nadie podría haberse ceñido sin padecer un severo dolor de cabeza; tenían forma de guirnaldas de hojas de olivo. Pero las coronas que llegaron a continuación, regalo del rey de los partios, eran réplicas de la tiara oriental, un alto tocado en forma de cono truncado; incluso un elefante habría tenido problemas para llevarla, pensó César en broma. Después de eso, llegaron una tras otra las coronas de todos los soberanos de las satrapías situadas a las orillas del río Éufrates, incluso las más pequeñas. Sampsiceramo mandó una en forma de trenza de oro tachonada con magníficas perlas marinas. El pahlavi de Seleucia envió una de enormes esmeraldas talladas engastadas en oro. Si esto sigue así, pensó César alegremente, podré financiar esta guerra.

Así que cuando la Sexta, los germanos y César llegaron a Tarso, llevaban doce mulas cargadas de coronas.


Tarso parecía prosperar pese a la ausencia del gobernador Sextio y su cuestor Quinto Filipo. Cuando César vio la disposición del campamento de la llanura de Cydnus, quedó estupefacto por el talento de Bruto para la organización militar. El enigma se resolvió cuando entró en el palacio del gobernador y se encontró cara a cara frente a Cayo Casio Longino.

– Sé que no requieres mi intercesión, César, pero me gustaría de todos modos interceder ante ti en favor de Cayo Casio -dijo Bruto con aquella cara de perro apaleado que sólo él era capaz de poner-. Te ha traído una buena flota y su ayuda ha sido inestimable en la instrucción de los soldados. Entiende mucho más que yo en cuestiones militares.

¡Oh Bruto, pensó César suspirando; con tus filosofías y tus granos, tus tristezas y tus préstamos!

No recordaba haber conocido a Cayo Casio, a cuyo hermano mayor, Quinto, sí conocía bien desde la campaña contra Afranio y Petreyo en la Hispania Citerior; después de la cual lo había enviado a gobernar la Hispana Ulterior. Esto no significaba que no conociera a Cayo, sino simplemente que cuando César hizo su última y corta visita a Roma para enterarse del estado de cosas, Cayo Casio debía de ser un joven que empezaba su carrera de abogado en los tribunales de justicia, y por tanto apenas digno de consideración. Aunque César sí recordaba lo mucho que habían complacido a Servilia los esponsales de Cayo con Tertula. ¡Por todos los dioses, se dijo, este hombre es el marido de mi hija natural! Espero que la meta en cintura, Julia decía que Servilia la mimaba demasiado.

Bueno, ahora Cayo Casio era un hombre de treinta y seis años. Alto pero no demasiado, de complexión robusta y aire marcial, con unas facciones regulares que tal vez algunas mujeres consideraban atractivas, un amago de sonrisa en las comisuras de los labios, un mentón muy obstinado, y la clase de cabello que era la desesperación de un barbero: fuerte, rizado, e imposible de domar a menos que estuviera muy corto, como lo llevaba Casio; al igual que los ojos, el cabello era castaño claro.

Miró a César sin parpadear, con una expresión de ira mezclada con un ligero desdén. Vaya, pensó César; a Casio no le gusta que le hagan desempeñar el papel de suplicante. Si le doy la menor excusa, me echará el indulto a la cara, saldrá de aquí precipitadamente y se clavará su propia espada bajo las costillas. Entiendo por qué Servilia le tiene tanto cariño. Es precisamente como le gustaría que fuera el pobre Bruto.

– Ya sabía yo que sólo una persona que ha estado en varios campamentos podía haber organizado el de Tarso -comentó César con desenfado extendiendo la mano derecha con una sonrisa franca-. ¡Cayo Casio, cómo no! ¿Cómo puede Roma darte las gracias por mantener a los partios fuera de Siria tras la muerte del pobre Marco Craso? Confío sinceramente en que te hayan acogido como mereces, en que estés aquí a gusto.

Y de este modo el momento pasó sin que fuera necesario hablar de indultos; Cayo Casio no tuvo más remedio que aceptar la mano que César le tendía con tanta naturalidad, no tuvo otro remedio que sonreír, que quitar valor a sus hazañas en Siria unos años antes. Aquel patricio, demasiado apuesto, demasiado encantador, se las había ingeniado para indultarlo con un apretón de manos y un cálido saludo personal.


– He enviado previamente a Calvino para que nos espere dentro de diez días en Iconio con todas las tropas que pueda reunir allí-dijo César durante la cena-. Vosotros, Bruto y Casio, marcharéis conmigo.

Bruto, te necesitaré como legado personal, pero a ti, Casio, te cederé encantado el mando de una legión. Calvino envía a Quinto Filipo de vuelta para que gobierne en Tarso, así que en cuanto llegue, partiremos por las Puertas Cilicias hacia Iconio. Marco Antonio ha mandado a Calvino desde Italia dos legiones de ex republicanos, y Calvino sostiene que está otra vez preparado para enfrentarse con Farnaces. -Sonrió, fijando la mirada en algo que estaba más allá de la habitación-. Esta vez las cosas irán de otra manera. César está aquí.

Más tarde Casio dijo a Bruto entre dientes:

– Tiene una seguridad en sí mismo increíble. ¿Nada la ha hecho vacilar nunca?

Bruto parpadeó, recordando el día en que César se presentó en casa de su madre ataviado con todo el esplendor púrpura y carmesí de las vestiduras del pontifex maximus y serenamente anunció que iba a casar a Julia con Pompeyo Magno. Me desmayé. No tanto por la conmoción-¡cuánto la amaba!-, sino por la perspectiva de enfrentarme a la cólera de mi madre. César había hecho lo imperdonable, había rechazado a un Servilio Cepio en favor de Pompeyo Magno, el campesino de Piceno. ¡Oh, qué furiosa estaba! Y naturalmente, no culpó a César sino a mí. Me estremezco con sólo recordar aquel día.

– No, nada hace vacilar la seguridad de César -respondió a Casio-. Es innata.

– Si es así, quizá la respuesta sea hundirle un cuchillo en el pecho -masculló Casio.

A causa de los granos, Bruto no podía afeitarse, y tenía que conformarse con recortarse la negra barba lo máximo posible; al oír aquel comentario, se le erizó hasta el último pelo de aquella barba.

– ¡Casio! ¡No lo pienses siquiera! -dijo en un susurro aterrorizado.

– ¿Por qué no? Matar a un tirano es el deber de todo hombre libre.

– Él no es un tirano; Sila sí lo era.

– Entonces, dime tú cómo hay que llamarlo -replicó Casio con desdén. Recorrió con la mirada el rostro contraído de Bruto. ¡Que las Furias se lleven a Servilia por acobardar así a su hijo! Se encogió de hombros-. No te desmayes, Bruto. Olvida lo que he dicho.

– ¡Prométeme que no lo harás! Prométemelo.

A guisa de respuesta, Casio se retiró a sus aposentos, y allí se paseó de un lado a otro hasta que se apagó su ira.


Cuando César abandonó Tarso había reunido un pequeño grupo de republicanos arrepentidos, los cuales habían recibido el indulto sin la humillación de oír la palabra "perdón". En Antioquía, el joven Quinto Cicerón; en Tarso, su padre. Eran los dos que más importaban a César. Ninguno de ellos estaba interesado en unirse en la campaña contra Farnaces.

– Debería ir a Italia -dijo Quinto padre, suspirando-. Mi estúpido hermano sigue en Brindisi, sin atreverse a aventurarse más allá y a la vez temeroso de regresar a Grecia. -Miró tristemente a César con sus ojos castaños-. El problema es, César, que fuiste un magnífico comandante y fue un placer combatir a tu servicio. Cuando llegó el momento, no pude levantarme en armas contra ti, dijera lo que dijera Marco. -Cuadró los hombros-. Sostuvimos una espantosa discusión en Patrae antes de que él partiera hacia Brindisi. ¿Sabías que Catón intentó nombrarlo comandante en jefe de las fuerzas republicanas?

César se echó a reír.

– Bien, no me sorprende. Catón es un enigma para mí. Posee un don increíble para convencer, y sin embargo nunca se ha formado convicciones propias, y se niega a asumir la responsabilidad de sus acciones. Fue él quien obligó a Magno a entrar en esta guerra, pero cuando Magno se lo reprochó, tuvo el valor de decirle que aquellos que habían iniciado el asunto debían ser quienes le pusieran fin. Se refería a nosotros, los militares. Para Catón, los políticos no crean guerras. Y eso significa que no comprende la naturaleza del poder.

– Todos somos tal como se nos ha educado, César. ¿Cómo escapaste tú a este sino?

– Tuve una madre lo bastante fuerte para oponerse a mí sin aplastarme. Una entre millones, sospecho.

Así que los dos Quinto Cicerón, padre e hijo, les despidieron agitando la mano cuando los vieron partir. Era un aceptable ejército compuesto por dos legiones cilicias, la Sexta y los fieles germanos, quienes habían pasado tanto tiempo lejos de sus brumosos bosques que ya rara vez pensaban en su antigua forma de vida.

Las montañas de Anatolia tenían casi todas más de tres mil metros de altitud, y eran imposibles de atravesar excepto por unos pocos pasos. Las Puertas Cilicias eran uno de ellos: un camino angosto y escarpado entre espesos pinares que recorría el desfiladero de cuyas paredes brotaban rumorosas cascadas de nieve fundida; allí aún hacía mucho frío de noche en esa época del año. La táctica de César ante obstáculos menores como las bajas temperaturas y la gran altitud era obligar a su ejército a avanzar a toda marcha, de modo que llegada la hora de acampar, todos estaban demasiado agotados para notar el frío, y demasiado mareados a causa de la altura para permanecer despiertos. Insistió en la necesidad de asentar los campamentos debidamente, sin saber, hasta que se reunió con Calvino, cuál era exactamente el paradero de Farnaces; lo único que Calvino le había dicho en su única carta era que el rey de Cimeria había regresado definitivamente.

Tras cruzar el paso, el ejército descendió a la altiplanicie que formaba una especie de cuenco en el centro de la inmensa Anatolia; paraje de colinas y prados, en esa estación presentaba un aspecto verde y exuberante, con pastos idóneos para los caballos, animales de los cuales -advirtió César- había demasiados. Aquello era Licaonia, no Galacia.

Iconio era un pueblo grande en una ruta de comercio importante. Se hallaba en la ladera sur del elevado monte Taurus y estaba encarado hacia el norte frente a una llanura y en la dirección de Galacia y el Ponto occidental. Una carretera llevaba a Capadocia y de allí al Éufrates; otra a las Puertas Cilicias, y de allí a Tarso, Siria, el lado oriental del Mare Nostrum; otra a la provincia de Asia y desde allí al mar Egeo en Esmirna; otra a Ancira en Galacia y de ahí al mar Euxino; y otra a Bitinia, en el Helesponto, y de ahí a Roma por la Via Egnatia. Estas rutas eran transitadas por caravanas, grandes filas de camellos, caballos y mulas guiados por mercaderes armados hasta los dientes en previsión de las bandas de salvajes que merodeaban en los bosques. Una caravana podía ser romana, greco-asiática, cilicia, armenia, media, persa o siria. Por Iconio desfilaban hacia el este lanas teñidas, muebles, madera para ebanistería, vino, aceite de oliva, pinturas y pigmentos y tintes, ruedas gálicas revestidas de hierro, sierras de hierro, estatuas de mármol y cristal de Puteoli; y hacia el oeste: alfombras, tapices, cinc para bronce, sierras de bronce, albaricoques secos, lapislázuli, malaquita, pinceles de pelo de camello, pieles, astracán y cuero de primera calidad.

Lo que no gustaba en Iconio era la llegada de ejércitos, pero eso fue lo que ocurrió a mediados de quinctilis: César apareció desde Tarso con tres legiones y su caballería germana; Calvino desde Pérgamo con cuatro buenas legiones romanas. El anormal número de caballos se debía al rey Dejotaro, que había cabalgado hasta allí desde su territorio con dos mil jinetes galacios. Correspondió a Calvino proporcionar alimento al ejército amalgamado, excepto a los galacios, que traían su propia comida.

Calvino traía muchas noticias.

– Cuando Farnaces llegó a Cimeria, Asander tuvo la inteligencia de adoptar tácticas fabianas -explicó, hablando con César en privado-. Por muy de cerca que su padre lo persiguiera, Asander siempre iba un paso por delante. Al final Farnaces desistió, volvió a cargar sus tropas a bordo de los barcos y surcó el Euxino hacia la pobre Amisus, que saqueó por segunda vez. Ha ido a desembarcar en Zela, una parte de Ponto que no conozco, salvo por el hecho de que está bastante lejos de la costa del Euxino cercana a Amaseia, en cuyas rocas están las tumbas de todos los reyes pónticos. Por lo que he oído, es un territorio mucho más amable que el que encontramos en Armenia Parva en diciembre y enero pasados.

Con la cabeza inclinada hacia un mapa dibujado y pintado sobre pergamino de Pérgamo, César trazó una ruta con un dedo.

– Zela, Zela, Zela… Sí, la tengo. -Frunció el entrecejo-. ¡Si tuviéramos unas buenas carreteras romanas! Tendrán que ser la mayor prioridad del próximo gobernador de Ponto. Me temo, Calvino, que deberemos rodear la orilla este del lago Tatta y cruzar el Halys para adentrarnos en las montañas. Necesitaremos buenos guías, lo cual significa, supongo, que tendré que perdonar a Dejotaro por donar a manos llenas dinero y hombres galacios a la campaña republicana.

Calvino sonrió.

– Ah, está aquí con el gorro frigio en la mano, muriéndose de miedo. En cuanto Mitrídates fue derrotado y Pompeyo Magno recorrió toda Anatolia repartiendo tierras, Dejotaro extendió su reino en todas direcciones, incluso a costa del viejo Ariobarzanes. Cuando Ariobarzanes murió y el nuevo soberano ocupó el trono de Capadocia (éste es un tal Filoromaios), apenas quedaba en solo territorio decente en Capadocia.

– Quizás eso explique el dinero que Capadocia debe a Bruto… Oh, ¿he dicho Bruto? Quería decir Matinio, claro está.

– No temas, Dejotaro también está metido hasta el cuello en deudas con Matinio, César. Magno siguió pidiendo dinero y dinero, ¿y de dónde iba a sacarlo Dejotaro?

– Respuesta: de un usurero romano -dijo César con exasperación-. ¿Es que nunca aprenderán? Lo apuestan todo a la posibilidad de obtener más tierras o descubrir una veta de oro puro de diez kilómetros.

– He oído que tú mismo estás nadando en oro… o como mínimo en coronas de oro -comentó Calvino.

– Así es. Hasta el momento calculo que, fundidas, darán unos cien talentos de oro, más el valor de las joyas que algunas contienen. ¡Esmeraldas, Calvino! Esmeraldas del tamaño del puño de un recién nacido. Ojalá me dieran simplemente lingotes. El trabajo de orfebrería de las coronas es exquisito, pero ¿quién va a querer comprar coronas de oro aparte de las personas que me las dieron? No me queda más opción que fundirlas. Es una lástima. Aunque espero vender las esmeraldas a Bogud, Bocus y quienquiera que herede el trono de Numidia tras la derrota de Juba-dijo César, tan práctico como siempre-.Las perlas no representan demasiado problema; puedo venderlas fácilmente en Roma.

– Espero que el barco no se hunda -comentó Calvino.

– ¿El barco? ¿Qué barco?

– El que llevará las coronas hasta el erario público.

Los dos enarcaron las cejas. Los ojos de César brillaron.

– Mi querido Calvino, no soy tan tonto como para eso. Por lo que he oído sobre la situación en Roma, aun suponiendo que el barco no se hunda, las coronas nunca llegarían a las arcas del Tesoro. No, las guardaré yo.

– Muy sensato -respondió Calvino. Antes ya habían hablado un rato de los informes acerca Roma llegados a Pérgamo.


Dejotaro tenía en efecto un gorro frigio, un tocado de tela con una punta redondeada que caía a un lado. No obstante, el suyo era de púrpura tirio con hilo de oro entretejido, y lo llevaba en la mano cuando César lo recibió. Con cierta malicia, César había dado un carácter relativamente público a la audiencia; no sólo estaba allí Cneo Domitio Calvino, sino también varios legados, incluidos Bruto y Casio. Veamos ahora cómo te comportas, Bruto. Aquí, ante César, se encuentra uno de tus principales deudores.

Dejotaro era ya un anciano, pero aún vigoroso. Al igual que su pueblo, era galo, descendiente de una migración gálica que llegó a Grecia hacía doscientos cincuenta años; desviados de su rumbo, la mayoría de los galos habían vuelto a casa, pero el pueblo de Dejotaro había seguido hacia el este y ocupado finalmente una parte de la Anatolia central donde el paisaje de ricos pastos se les antojó un sueño a esas gentes hechas a los caballos, que intuyeron un prometedor trabao para sus hábiles jinetes guerreros, el Grande subió al poder, comprendió Anatolia. Cuando Mitrídates el Grande subió al poder, comprendió de inmediato que los galacios tenían que marcharse, de modo que invitó a todos sus jefes a un banquete y los asesinó. Eso había ocurrido en la época de Cayo Mario, hacía sesenta años. Dejotaro había escapado a la matanza porque no tenía edad para acompañar a su padre al banquete, pero en cuanto llegó a la adultez, Mitrídates tuvo en él a un feroz enemigo. Dejotaro se alió con Sila, Lúculo y más tarde Pompeyo, siempre contra Mitrídates y Tigranes, y finalmente vio su sueño realizado cuando Pompeyo le cedió una vasta extensión de territorio y convenció al Senado (con la connivencia de César) para que le permitiera llamarse rey y considerara esas tierras de Galacia un reino subordinado.

Ni por un momento se le pasó por la cabeza que alguien pudiera derrotar a Pompeyo Magno; nadie se había esforzado tanto como Dejotaro para ayudar a Pompeyo. Ahora Dejotaro estaba allí, frente a aquel desconocido, el dictador Cayo Julio César, con el gorro en la mano y el corazón palpitándole con fuerza bajo las costillas. El hombre que vio era muy alto para un romano, y sus cabellos y ojos eran demasiado claros para un galo, pero sí eran romanas las facciones: la boca, la nariz, la forma de los ojos, la forma de la cara, los afilados pómulos. Era difícil de imaginar un hombre más distinto de Pompeyo Magno, y sin embargo también Pompeyo tenía el cabello rubio de un galo; quizá Dejotaro había tomado afecto a Pompeyo desde su primera reunión porque Pompeyo tenía el verdadero aspecto de un galo, incluido los rasgos faciales.

Si hubiera visto antes a este hombre, quizá me lo habría pensado dos veces antes de prestar tanta ayuda a Pompeyo Magno. César es tal como cuentan: lo bastante regio para ser un rey, y esos ojos fríos y penetrantes se clavan en un hombre hasta la médula. ¡Oh, Dann! ¡Oh, Dagda! ¡César tiene los ojos de Sila!

– César, te ruego misericordia -empezó a decir-. Sin duda comprendes que yo formaba parte de los voluntariamente sometidos a Pompeyo Magno. Fui en todo momento su súbdito más leal y obediente. Si lo ayudé, lo hice porque era mi obligación, no por razón personal alguna. De hecho, reunir dinero para su guerra me arruinó también a mí, y estoy endeudado con… -dirigió la mirada a Bruto y vaciló-, con ciertas firmas de prestamistas. Muy endeudado.

– ¿Qué firmas? -preguntó César.

Dejotaro parpadeó y desplazó el peso del cuerpo de uno a otro pie.

– No estoy autorizado a divulgar sus nombres -contestó y tragó saliva.

– César miró de soslayo hacia donde estaba sentado Bruto, en una silla colocada intencionadamente dentro del área de visión de César. ¡Vaya!, pensó. Mi querido Bruto está muy preocupado. También lo está su yerno Casio. ¿Acaso también Casio tiene participación en Matinius et Scaptius! ¡Qué gracia!

– ¿Por qué no? -preguntó fríamente. -Forma parte del contrato, César.

– Me gustaría ver ese contrato.

– Lo dejé en Anciro.

– Vaya, vaya. ¿Aparecía en él el nombre de Matinius? ¿O quizás el de Scaptius?

– No lo recuerdo -susurró Dejotaro, cabizbajo.

– ¡Vamos, César! -intervino Casio con brusquedad-. Deja en paz a este pobre hombre. Pareces un gato tras un ratón. Tiene razón; es asunto suyo a quién le debe dinero. Que seas dictador no te da derecho a entrometerte en cuestiones que no atañen al gobierno de Roma. Está endeudado, y sin duda ése es el único aspecto importante para Roma.

– Si eso lo hubiera dicho Tiberio Claudio Nerón, César le habría ordenado al instante que se marchara, que regresara a Roma, que se fuera a cualquier parte lejos de él. Pero lo había dicho Cayo Casio, al que había que vigilar, un hombre de mal genio y sin pelos en la lengua.

Bruto se aclaró la garganta.

– César, si me permites, desearía hablar en favor del rey Dejotaro, a quien conozco de sus visitas a Roma. No olvides que en él Mitrídates encontró un enemigo implacable, que en él Roma tuvo un permanente aliado. ¿Realmente importa qué bando eligió el rey Dejotaro en esta guerra civil? También yo me puse del lado de Pompeyo Magno, y se me ha perdonado. Cayo Casio se decantó por Pompeyo Magno y se le ha perdonado. ¿Cuál es la diferencia? Seguramente Roma, representada por el dictador César, necesita a todos los aliados posibles en la inminente lucha contra Farnaces. El rey ha venido a ofrecer sus servicios, nos ha traído dos mil hombres a caballo que necesitamos desesperadamente.

– ¿Propones, pues, que perdone al rey Dejotaro y lo deje marchar impune? -preguntó César a Bruto.

Un brillo de temor apareció en los ojos de Bruto. Ve peligrar su dinero, pensó César.

– Sí -contestó Bruto.

– Un gato tras un ratón. No, Casio, no es un gato tras un ratón; un gato tras tres ratones.

César se inclinó en su silla curul y clavó en Dejotaro aquella mirada suya que tanto recordaba a la de Sila.

– Compadezco tu difícil situación, rey, y es admirable que un vasallo ayude a su patrón hasta el límite de sus posibilidades. El único problema es que Pompeyo tenía todos los vasallos, y César ninguno. Así que César tuvo que financiar su guerra con las arcas de Roma. Y ese dinero debe devolverse al diez por ciento en interés simple, el único índice ahora legal en todo el mundo. Y eso debería mejorar tu suerte considerablemente, rey. Puede que te permita conservar la mayor parte de tu reino, pero desde este momento te anuncio que no tomaré la menor decisión hasta que Farnaces haya sido derrotado. César recaudará hasta el último sestercio posible para pagar a Roma, así que con toda seguridad los tributos de Galacia aumentarán, aunque no llegarán al antiguo interés que pagabas a esos usureros anónimos. Piensa en ello, rey, hasta que convoque otro consejo en Nicomedia tras la derrota de Farnaces. -Se puso en pie-. Puedes retirarte, rey. Y gracias por la caballería.


Había llegado una carta de Cleopatra, y este hecho hizo que César despachara con premura su entrevista con Dejotaro. La carta iba acompañada de una caravana de camellos que transportaba cinco mil talentos de oro.


Mi querido, maravilloso y omnipotente dios en la tierra, mi César, dios del Nilo, dios de la Inundación, hijo de Amón-Ra, reencarnación de Osiris, amado de la faraona, te echo de menos.

Pero todo esto no es nada, querido César, comparado con la buena nueva de que el quinto día del pasado mes de pered di a luz a tu hijo. Mi ignorancia no me permite traducir la fecha exactamente a vuestro calendario, pero fue el vigésimo tercer día de vuestro junio. Se halla bajo el signo de Khnun el Carnero; el horóscopo que insististe en que encargara a un astrólogo romano dice que será faraón. No hacía falta malgastar dinero para enterarse de eso. Ese hombre era muy reservado, no hacía más que murmurar que se produciría una crisis en su decimoctavo año, pero que la posición de los astros no le permitían ver con claridad. ¡Es precioso, mi querido César! Horus en persona. Nació antes de tiempo pero perfectamente formado. Sólo un poco flaco y arrugado…, se parece a su tata. Tiene el cabello dorado, y dice Tach'a que sus ojos serán azules.

¡Tengo leche! ¿No es maravilloso? Una faraona debe alimentar siempre a sus hijos ella misma: es la tradición. Mis pequeños pechos rezuman leche. El niño es tranquilo pero con una voluntad férrea, y te juro que la primera vez que abrió los ojos para mirarme sonrió. Es muy alto; mide más de dos pies romanos. Tiene el escroto grande y también el pene. Cha'em lo circuncidó según la costumbre egipcia. El parto fue fácil. Noté los dolores, me senté en cuclillas sobre un grueso montón de sábanas de hilo limpias, y llegó él.

Se llama Tolomeo XV César, pero lo llamamos Cesarión.

Las cosas van bien en Egipto, incluso en Alejandría. Rufrio y las legiones están bien instalados en su campamento, y las mujeres que les diste como esposas parecen haber aceptado su suerte. La reconstrucción continúa, y yo he empezado el templo de Hathor en Dendera con las piedras grabadas con los signos de Cleopatra VII y Tolomeo XV César. Trabajaremos también en Filae.

Mi queridísimo César, te echo mucho de menos. Si estuvieras aquí podrías ocuparte de gobernar con mis buenos deseos; no me gusta tener que apartarme de Cesarión para tratar con armadores en litigio y terratenientes ariscos. Mi marido Filadelfo, a medida que crece, se parece cada vez más a nuestro hermano muerto, a quien no añoro ni remotamente. En cuanto Cesarión tenga edad suficiente, despediré a Filadelfo y elevaré a nuestro hijo al trono. Espero, por cierto, que te asegures de que Arsinoe no escape a la custodia romana. Es otra de las que me derrocaría al instante si pudiera.

Ahora la mejor noticia de todas. Con la guarnición bien instalada en el campamento, hablé con mi tío Mitrídates y le hice prometer que cuando tú te establezcas en Roma, él gobernará en mi ausencia mientras te visito. Sí, ya sé que dijiste que una faraona no debía abandonar su país, pero una razón me obliga: debo tener más hijos contigo, y antes de que vuelvas al este a combatir contra los partios. Cesarión debe tener una hermana con quien casarse, y mientras no sea así el Nilo corre peligro. ¡Pues nuestro próximo hijo podría ser otro niño! Hemos de traer al mundo una cantidad de criaturas suficiente para asegurarnos de que sean de ambos sexos. Así que, te guste o no, iré a verte a Roma tan pronto como hayas derrotado a los republicanos en África. Ha llegado una carta de Amonio, mi agente en Roma, y en ella me dice que los acontecimientos que allí tienen lugar van a mantenerte atado a Roma durante un tiempo cuando te hayas establecido de manera indiscutible en el gobierno. Lo he autorizado a construirme un palacio, pero necesito que me concedas los terrenos. Según Amonio, es muy difícil llegar a un acuerdo con un ciudadano romano para que actúe como supuesto comprador en la adquisición de terreno de alto nivel, así que una cesión tuya aligeraría y simplificaría las cosas. En el capitolio, cerca del templo de Júpiter Óptimus Máximus. El sitio lo he elegido yo. Le pedí a Amonio que me encontrara el lugar con mejores vistas.

En honor de nuestro hijo, te mando con esta carta cinco mil talentos de oro.

Escríbeme, por favor. Te echo de menos, te echo de menos, te echo de menos. Sobre todo tus manos. Todos los días rezo por ti a Amón-Ra, y a Montu, dios de la guerra.

Te quiero, César.


Un hijo varón, aparentemente sano. César se siente absurdamente complacido para ser un anciano que debería acoger con alborozo el nacimiento de sus nietos. Pero Cleopatra le ha puesto al niño un nombre griego, Cesarión. Quizá sea mejor así. No es romano, ni podrá serlo nunca. Será el hombre más rico del mundo y un rey poderoso. ¡Pero la madre es una mujer inmadura! ¡Qué carta tan torpe, con tanta vanagloria! ¡Concederle terrenos para construir un palacio en el Capitolio, cerca del templo de Júpiter…! Incluso si fuera posible, ¡qué sacrilegio! Está resuelta a venir a Roma, y no aceptará un no por respuesta. Si es así, que lo haga, que lo haga bajo su propia responsabilidad.

César, eres demasiado duro con ella. Nadie puede actuar por encima de la capacidad de su mente y su talento, y ella tiene la sangre manchada, pese a que en el fondo sea una muchacha encantadora. Sus pecados son naturales en su entorno, sus errores no se deben tanto a la arrogancia como a la ignorancia. Me temo que jamás poseerá el don de la previsión, así que debo velar por que nuestro hijo sí lo tenga.

Pero respecto a un asunto César ha tomado una firme determinación: Cesarión nunca tendrá una hermana con quien casarse. César no volverá a fecundarla. Coitus interruptus, Cleopatra.

Se sentó a escribirle, con la atención puesta en parte en los sonidos que llegaban a sus aposentos: rumores de legiones levantando el campamento, relinchos de caballos, gritos y juramentos, los obscenos bramidos de Carpuleno a un desventurado soldado.


¡Qué buenas noticias, mi querida Cleopatra! Un hijo varón, tal como se había predicho. ¿Se atrevería Amón-Ra a defraudar a su hija en la Tierra? Me alegro muy sinceramente por ti y por Egipto.

El oro es bien recibido. Desde que salí de nuevo al ancho mundo, he comprendido mejor hasta qué punto está endeudada Roma. La guerra civil no proporciona botines, y la guerra sólo es beneficiosa si hay botín. Tu contribución en nombre de nuestro hijo no será malgastada.

Puesto que insistes en venir a Roma, no me opondré, pero sí te advertiré que no será lo que tú esperas. Dispondré que recibas unos terrenos al pie de la colina Janiculana, junto a mis propios jardines de recreo. Dile a Amonio que se dirija al agente Cayo Matio.

No soy famoso por mis cartas de amor. Simplemente te transmito mi afecto y te hago saber que estoy de verdad complacido contigo y con nuestro hijo. Volveré a escribirte cuando llegue a Bitinio. Cúidate y cuida de nuestro niño.


Y eso fue todo. César enrolló la hoja, dejó caer una gota de cera fundida sobre el extremo, y la selló con su anillo, uno nuevo que Cleopatra le había regalado no sólo por amor. Era también un reproche por su reticencia a hablar con ella de su pasado sentimental. La amatista labrada presenta una esfinge de forma griega, con cabeza humana y cuerpo de león, y en lugar del nombre completo abreviado, simplemente decía CÉSAR en letras mayúsculas invertidas. A él le encantaba. Cuando decidiera cuál de sus sobrinos o parientes cercanos sería su heredero adoptivo, el anillo pasaría a él junto con el nombre. Un grupo lamentable, por todos los dioses. ¿Lucio Pinario? Ni siquiera Quinto Pedio, el mejor de sus sobrinos, era precisamente maravilloso. Entre los primos, estaban el joven Sexto Julio César de Antioquía, Décimo Junio Bruto, y el hombre a quien casi toda Roma daba por heredero suyo, Marco Antonio. ¿Quién, quién, quién? Ya que no podía ser Tolomeo XV César.

Al salir le entregó la carta a Cayo Faberio.

– Envíasela a la reina Cleopatra a Alejandría -indicó lacónicamente.

Faberio se moría por saber si el niño había nacido ya, pero una ojeada al rostro de César lo disuadió de preguntar. El viejo estaba de mal humor, con pocas ganas de entrar en conversaciones sobre recién nacidos, aunque fuera el suyo.

El lago Tatta era una gran extensión de agua salobre y poco profunda. Al observar sus orillas hechas de sedimentos rocosos, César pensó que quizá fuera el vestigio de algún antiguo mar interior, ya que había conchas empotradas en la piedra blanda. Pese a su carácter desértico, la vista era de una asombrosa belleza; la espumosa superficie del lago despedía destellos verdes, amarillos y rojizos, que formaban entrelazadas cintas de color, y el seco paisaje reflejaba a lo largo y ancho de muchos kilómetros esos mismos tonos.

César, que nunca había estado en la Anatolia central, encontró el espectáculo extraño y magnífico. El río Halys, el gran cauce rojo que serpenteaba a lo largo de cientos de kilómetros como la vara lituus de un augur, corría por un estrecho valle entre altas montañas rojas cuyas torres y salientes recordaban a una alta ciudad. En otros tramos de su recorrido, le explicó el atento Dejotaro, el río atravesaba una ancha llanura de fértiles campos. Las montañas volvieron a aparecer, altas y aún nevadas, pero los guías galacios conocían todos los desfiladeros; el ejército avanzó por ellos, una tradicional serpiente romana de quince kilómetros de longitud, la caballería en los flancos, los soldados entonando sus himnos de marcha para mantener el paso.

Esto ya es otra cosa, pensó César. Un enemigo extranjero, una auténtica campaña en un territorio nuevo y desconocido de una belleza inquietante.

Y en aquel momento el rey Farnaces envió su propia corona de oro a César. Ésta se parecía a la tiara armenia más que a la partia: mitrada, no truncada y con rubíes redondos y en forma de estrella incrustados, todos exactamente del mismo tamaño.

– ¡Oh, si al menos supiera de alguien capaz de comprarla por lo que realmente vale! -exclamó César dirigiéndose a Calvino-. Resulta sobrecogedor fundir una cosa así.

– La necesidad ante todo -dijo Calvino con rotundidad-. En realidad, esos pequeños curbunculi alcanzarán un buen precio en cualquier joyería del Porticus Margaritaria, donde nunca he visto piedras en forma de estrellas. Esta corona tiene tantas piedras preciosas que el oro apenas se ve. Como una tarta recubierta de frutos secos.

– ¿Crees que nuestro amigo Farnaces empieza a preocuparse?

– Oh, sí. Su grado de preocupación se notará en la frecuencia con la que te manda una corona -respondió Calvino con una sonrisa.

Llegaron una cada tres días durante el siguiente nundinum, todas iguales en forma y contenido; por entonces César estaba a sólo cinco días de marcha del campamento cimerio.

Tras la tercera corona, Farnaces envió un embajador a César con una cuarta corona.

– Una muestra de respeto por parte del rey de reyes, gran César.

– ¿Rey de reyes? ¿Así es como se hace llamar Farnaces? -preguntó César, simulando asombro-. Dile a tu señor que es un título que sienta mal a quien lo lleva. El último rey de reyes fue Tigranes, y ya ves lo que hizo Roma con él por mediación de Cneo Pompeyo Magno. Y sin embargo yo derroté a Pompeyo Magno, así que, embajador, ¿en qué me convierte a mí eso?

– En un poderoso conquistador -respondió el embajador, tragando saliva. ¿Por qué los romanos no parecían poderosos conquistadores? Sin litera de oro, sin harén de esposas y concubinas, sin una guardia compuesta de selectos soldados, sin reluciente indumentaria. César vestía una sencilla coraza de acero con una cinta roja en torno a la parte inferior del pecho, y salvo por esa cinta, en nada se diferenciaba de la docena de hombres que lo rodeaban.

– Vuelve con tu rey, embajador, y dile que es hora de que se marche a su territorio -dijo César con tono pragmático-. Pero antes de irse, quiero suficientes lingotes de oro para pagar los daños causados en Ponto y Armenia Parva. Un millar de talentos por Amiso, tres mil por el resto de esos dos países. El oro se utilizará para reparar sus estragos, no os confundáis. No es para las arcas de Roma. -Hizo una pausa para volverse y mirar a Dejotaro. Educadamente prosiguió-: El rey Farnaces era cliente de Pompeyo Magno, y no cumplió honorablemente sus obligaciones como tal. Por tanto multo al rey Farnaces con dos mil talentos de oro por ese incumplimiento, y dicha suma sí irá a las arcas de Roma.

Dejotaro enrojeció, balbuceó y se atragantó, pero no pronunció una sola palabra. ¿Acaso César no tenía ni un asomo de vergüenza? ¡Dispuesto a castigar a Galacia por cumplir sus obligaciones de subsidiario e igualmente dispuesto a castigar a Cimeria por incumplirlas!

– Si en el día de hoy no tengo noticias de tu rey, embajador, seguiré avanzando por este hermoso valle.

Ahogando la risa que le producía la escandalizada expresión de Dejotaro, Calvino dijo:

– No hay ni una décima parte de ese oro en toda Cimeria.

– Quizá te sorprendas, Cneo. No olvides que Cimeria era una parte importante del reino del antiguo rey, y amasó montañas de oro. No todo ese oro estaba en las setenta fortalezas que Pompeyo saqueó en Armenia Parva.

Dejotaro dijo en son de queja a Bruto:

– ¿Lo has oído? ¿Lo has oído? Un rey subordinado nunca acierta, elija el camino que elija. ¡Habrase visto desfachatez!

– Calma, calma -respondió Bruto en tono tranquilizador-. Así es como obtiene el dinero para financiar esta guerra. Lo que dice es cierto. Tuvo que recurrir a las arcas de Roma y eso ha de devolverse. -Bruto dirigió al rey de Galacia la mirada severa y admonitoria de un padre a un hijo travieso-. Y tú, Dejotaro, has de devolverme el dinero a mí. Espero que eso esté claro.

– Y yo espero que tú entiendas, Marco Bruto, que cuando César dice el diez por ciento a interés simple, es eso lo que quiere decir -replicó Dejotaro con tono hostil-. Eso es lo que estoy dispuesto a pagar si conservo mi reino, pero ni un solo sestercio más. ¿Quieres que entregue los libros de Matinius a los auditores de César? ¿Y cómo crees que vas a recaudar las deudas ahora que no puedes utilizar las legiones con ese fin? El mundo ha cambiado, Marco Bruto, y el hombre que dicta cómo ha de ser el nuevo mundo no siente simpatía por los usureros, ni siquiera por los de su propia clase. El diez por ciento a interés simple… si conservo mi reino. Y la conservación de mi reino quizá dependa de lo bien que tú y Cayo Casio aboguéis por mi causa en Nicomedia después de enfrentarnos con Farnaces.


César quedó sobrecogido al ver Zela. Una alta meseta rocosa, se alzaba en medio de una cuenca de ochenta kilómetros cubierta de trigo de primavera tan verde como las esmeraldas de la corona, rodeada por todas partes de altísimas montañas de color lila aún nevadas, con el río Scylax, una corriente ancha de color azul acero que serpenteaba de un extremo a otro de la llanura.

El campamento cimerio se hallaba al pie de la meseta, en lo alto de la cual Farnaces había instalado sus tiendas de mando y su harén; había disfrutado de una vista perfecta de la serpiente romana cuando ésta salió del paso norte, y envió entonces su tercera corona. El embajador regresó después de entregar a César la cuarta corona y transmitió su mensaje, pero Farnaces hizo caso omiso, convencido de que era invencible. Observó a César disponer sus legiones y su caballería en el interior de un campamento fortificado para pasar la noche, a menos de dos kilómetros de sus propias líneas.

Al amanecer Farnaces atacó en masa; como su padre y Tigranes antes que él, no podía creer que una fuerza muy reducida, por bien organizada que estuviera, fuera capaz de resistir la carga de cien mil guerreros. Las cosas le fueron mejor que a Pompeyo en Farsalia; sus huestes aguantaron cuatro horas antes de desintegrarse. Al igual que en los primeros momentos en la Galia Belga, los escitios se quedaron a luchar hasta la muerte, considerando una deshonra abandonar vivos un campo de batalla tras una derrota.

– Si los enemigos anatolios de Magno eran de este calibre -dijo César a Calvino, Pansa, Biniciano y Casio-, no se merece el nombre de «Magno». Vencerlos no es una gran gesta.

– Supongo que los galos eran adversarios infinitamente superiores -dijo Casio entre dientes.

– Lee mis comentarios -respondió César, sonriendo-. El valor no es la cuestión. Los galos poseían dos cualidades que los adversarios de hoy no tienen. En primer lugar, aprendieron de sus propios errores iniciales. Y en segundo lugar, poseían un inquebrantable patriotismo que sólo con grandes esfuerzos conseguí canalizar en forma de carreteras tan útiles para ellos como para Roma. Pero tú actuaste bien, Casio; dirigiste tu legión como un verdadero vir militaris. Tendré mucho trabajo para ti dentro de unos años, cuando vaya a enfrentarme con el reino de los partios y a recuperar nuestras águilas. Para entonces serás cónsul, y por tanto uno de mis principales legados. Tengo entendido que te gusta librar batallas tanto en tierra como en mar.

Esto debería haber entusiasmado a Casio, pero le encolerizó. Habla como si todo fuera una concesión personal suya, pensó. ¿Qué gloria podría representarme eso a mí?

El Gran Hombre se había apartado para inspeccionar el campo de batalla y dar instrucciones de que se cavaran enormes tumbas para enterrar a los escitios; los cadáveres eran demasiado numerosos para quemarlos, aun si en Zela hubiera habido bosques.

Farnaces había huido llevándose sus arcas hacia el norte y dejando allí muertas a las mujeres de su harén. Cuando César se enteró sólo le preocuparon las mujeres.

Donó el botín a sus legados, tribunos, centuriones, legiones y caballería, rehusando quedarse con el porcentaje correspondiente al general; él tenía ya sus coronas, y con eso le bastaba. Cuando concluyó la ceremonia del reparto del botín, los soldados de bajo rango eran diez mil sestercios más ricos, y los legados como Bruto y Casio habían amasado cien talentos por cabeza. Eso era lo que había quedado en el campamento cimerio, así que ¿quién sabía qué se había llevado Farnaces? No obstante, nadie recibió el dinero en mano; se trataba de un ejercicio contable realizado por representantes electos, ya que el botín en sí se mantenía intacto hasta ser exhibido en el desfile triunfal del general, tras lo cual se distribuía el dinero.


Dos días después, el ejército partió hacia Pérgamo, donde fue recibido con vítores y una lluvia de flores. La amenaza que representaba Farnaces había desaparecido, y la provincia de Asia podía dormir en paz. Pese a que habían pasado cuarenta y dos años, en la provincia nadie había olvidado las cien mil personas masacradas por Mitrídates el Grande en su invasión.

– Enviaré a la provincia de Asia un buen gobernador en cuanto regrese a Roma -dijo César a Arquelao, hijo de Mitrídates de Pérgamo, en una entrevista en privado-. Él sabrá lo que debe hacerse para devolver la prosperidad a la provincia. Los tiempos de los publicani han terminado para siempre. Cada distrito recaudará sus propios impuestos y los pagará directamente a Roma después de la moratoria tributaria de cinco años. Sin embargo, no es por eso por lo que quería verte. -César se inclinó y cruzó las manos sobre su escritorio-. Escribiré a tu padre a Alejandría, pero Pérgamo debería conocer desde ahora su destino. Me propongo trasladar la sede del gobernador a Éfeso; Pérgamo está demasiado al norte, demasiado lejos de todo. Así que Pérgamo se convertirá en el reino de Pérgamo, y será gobernada por tu padre como estado dependiente. No será un reino tan grande como el que el último atálida legó a Roma en su testamento, pero sí mayor de lo que es ahora. Estoy añadiendo la Galacia occidental a fin de que Pérgamo disponga de tierras suficientes para la labranza y el ganado. Tengo la impresión de que las provincias de Roma se están convirtiendo en cargas burocráticas para Roma, perpetuando los gastos adicionales de numerosos intermediarios y un papeleo superfluo. En cuanto encuentre una buena familia de ciudadanos locales competentes y aptos para administrar un estado "cliente" o subordinado, fundaré ese estado. Pagaréis impuestos y tributos a Roma, pero Roma no tendrá que molestarse en recaudarlos. -Se aclaró la garganta-. Hay un precio: conservar Pérgamo para Roma a toda costa y contra todo enemigo; continuar no sólo como súbditos personales de César, sino también súbditos personales del heredero de César; gobernar con sensatez y aumentar la prosperidad local para todos los ciudadanos, no sólo para las clases altas.

– Siempre he sabido que mi padre es un hombre juicioso, César -dijo el joven, asombrado ante tan increíble regalo-, pero lo más juicioso que ha hecho en su vida ha sido ayudarte. Te estamos… no, agradecidos no es una palabra suficiente.

– No busco gratitud -respondió César lacónicamente-. Busco algo más preciado: lealtad.


De allí partió hacia el norte en dirección a Bitinia, el estado situado en las costas meridionales del Propontis, un vasto lago que constituía una antesala del gran mar Euxino, que se extendía a través de los estrechos del Bósforo tracio, junto al cual se hallaba la antigua ciudad griega de Bizancio. A su vez, el Propontis se extendía hacia el sur hasta el mar Egeo a través de los estrechos del Helesponto, uniendo así con el Mare Nostrum los grandes ríos de las estepas escitias y sarmatias.

Nicomedia se hallaba a orillas de un largo y tranquilo brazo del Propontis, cuyas aguas eran un espejo del mundo que se hallaba sobre y alrededor de él: desde el cielo salpicado de nubes hasta las imágenes perfectamente invertidas de árboles, montes, personas y animales. Era un lugar donde el mundo parecía existir tanto abajo como arriba, al igual que un globo terrestre en miniatura visto desde el interior. Era uno de los parajes preferidos de César, porque albergaba alentadores recuerdos de un rey octogenario que llevaba una peluca rizada y elaboradas pinturas en el rostro y mantenía un ejército de esclavos afeminados para realizar todos sus deseos. No, el tercer rey Nicomedes y César nunca habían sido amantes; habían sido algo mucho mejor: buenos amigos. Recordaba también a la corpulenta y anciana reina Oradaltis, cuyo perro, Sila, la mordió en el trasero el día que César cumplió los veinte años de edad. Su única hija, Nisa, había sido secuestrada por Mitrídates el Grande y retenida durante años. Lúculo la había liberado cuando ella ya contaba cincuenta años, y la había enviado junto a su madre; pero por entonces el viejo rey ya había muerto. Cuando Roma convirtió a Bitinia en provincia, César engañó al gobernador, junco, transfiriendo los fondos de Oradaltis a un banco Bizantino y trasladándola a ella a una agradable mansión en una aldea de pescadores de la costa euxina. Allí Oradaltis y Nisa vivieron felizmente, pescando con sedales desde el muelle y paseando con su nuevo perro, llamado Lúculo.

Ya todos habían muerto, naturalmente. El palacio que tan bien recordaba era desde hacía tiempo la residencia del gobernador; los objetos más valiosos se los había llevado el primer gobernador, junco, pero aún estaban allí los dorados y el mármol morado. Junco, reflexionó César, había sido el inspirador de su firme decisión de poner fin a la corrupción de los gobernadores. Bueno, en realidad Verres fue el primero, pero él no había sido gobernador. Verres era un caso único, como Cicerón demostró.

Los hombres iban allá a gobernar las provincias y amasar fortuna a costa de la población: vendían la ciudadanía, vendían el derecho de exenciones tributarias, confiscaban bienes, regulaban el precio del grano, se apropiaban de las obras de arte, aceptaban sobornos de los publicani y cedían a cambio de dinero sus lictores e incluso sus tropas a los recaudadores de deudas de los prestamistas romanos.

A Junco le habían ido muy bien las cosas en Bitinia, pero alguna deidad se había ofendido por sus acciones; él y sus fraudulentas ganancias se fueron al fondo del mar en el viaje de regreso. Lo cual no devolvía las estatuas y las pinturas al lugar que les correspondía.

¡Oh, César, te estás haciendo viejo! Ésos eran otros tiempos, y los muchos recuerdos presentes en estas paredes tienen la forma y el contenido de lemures, criaturas del submundo puestas en libertad dos noches al año. Han ocurrido muchas cosas y demasiado deprisa. Las obras de Sila aún perduran, y César es su última víctima. Ningún hombre que ha marchado contra su propio país puede sentirse feliz. Los gestos de bondad de César son conscientes, hechos en beneficio de César, y César ya no ve el mundo como un lugar donde pueda ocurrir algo por arte de magia. Porque no es así. Los hombres y las mujeres lo arruinan con sus impulsos, sus deseos, su irreflexión, su poca inteligencia, su codicia. Un Catón y un Bibulo pueden derrocar un buen gobierno. Y un César puede cansarse de intentar restaurar un buen gobierno. El César que puso a prueba su ingenio contra el del pícaro y viejo rey era un hombre muy distinto de este César, que se ha vuelto frío, cínico, cauto. Este hombre no tiene pasiones. Este hombre sólo desea acabar cada día con su imagen intacta. Este hombre está cada vez más peligrosamente cerca de cansarse del hecho de vivir. ¿Cómo puede un solo hombre devolver el orden a Roma? Y más tratándose de un hombre que ha cumplido ya los cincuenta y tres. Sin embargo, fuera como fuese, había que seguir viviendo.

Uno de los protegidos de César más prometedores, Cayo Vibio Pansa, fue nombrado gobernador de Bitinia; en tanto que César decidió que, por el momento, Ponto debía tener su propio gobernador en lugar de ser gobernado conjuntamente con Bitinia. Designó para mandar en Ponto a otro hombre prometedor, Marco Coelio Viniciano; tendría la misión de reparar los estragos de Farnaces.


Cuando por fin hubo dejado claras sus disposiciones, echó el cerrojo de la puerta de su estudio y escribió cartas: a Cleopatra y Mitrídates de Pérgamo en Alejandría; a Publio Servilio Vatia Isaurico en Roma; a Marco Antonio, su Maestro del Caballo; y, por último y no por ello menos importante, al más anciano de sus amigos, Cayo Matio. Ambos eran de la misma edad. El padre de Matio tenía alquilado el otro apartamento de la planta baja de la ínsula (una manzana de edificios) de Aurelia en la Subura, así que los dos niños habían jugado juntos en el precioso jardín que el padre de Matio había creado al fondo del patio de luces de la ínsula. El hijo había heredado el talento de Matio padre para la horticultura ornamental y diseñado en su tiempo libre los jardines de recreo de César al otro lado del Tíber. Matio había inventado la poda artística, y aprovechaba con entusiasmo cualquier oportunidad de recortar las ramas de un boj o un ligustro dándoles magníficas formas de aves y otros animales.

César emprendió la escritura de esta carta con las defensas bajadas, ya que el receptor no tenía ningún interés creado.


VENI, VIDI, VICI.


Llegué, vi, conquisté. Estoy pensando en adoptar esto como mi lema, pues parece ocurrir con suma regularidad, y la frase en sí es muy breve. Por lo menos esta última vez en que he llegado, visto y conquistado ha sido contra un extranjero.

En Oriente las cosas ya están en orden. ¡Qué desastre! Debido a gobernadores voraces y reyes invasores, Cilicia, la provincia de Asia, Bitinia y Ponto están hundidas. Menos compasión siento por Siria. He seguido los pasos de ese otro dictador, Sila, limitándome a volver a aplicar todas sus medidas de ayuda, que fueron notablemente perspicaces. Puesto que no estás implicado en la recaudación de impuestos, mis reformas en Asia menor no te perjudicarán, pero el desconsuelo reinará entre los publicani y otros especuladores asiáticos cuando llegue a Roma: les he cortado las alas. ¿Me preocupa? No, no me preocupa. El fallo de Sila era su ineptitud política. Renunció a su función de dictador sin asegurarse antes de que su nueva constitución no podía abolirse. Créeme,

César no cometerá ese error.

Nada deseo menos que un Senado lleno de mis propias criaturas, pero me temo que es eso lo que debe ocurrir. Quizás a ti te parezca sensato tener un Senado complaciente, pero no es así, Matio, no es así. Mientras haya una sana competencia política, más fácil será mantener en orden a mis seguidores más exaltados. Pero cuando las instituciones gubernamentales estén compuestas por completo por seguidores míos, ¿qué impedirá a un hombre más joven y ambicioso que yo pasar sobre mi cadáver y sentarse en la silla de dictador? Debe haber una oposición al gobierno. Lo que el gobierno no necesita son los boni, que se oponen por el placer de oponerse, que no comprenden qué es aquello a lo que se oponen. Por tanto, la oposición de los boni era irracional, no estaba sólidamente basada en un análisis genuino y reflexivo. Observarás que he escrito mi última frase en pasado. Los boni ya no existen, la provincia de África se encargará de eso. Lo que yo esperaba ver era la clase correcta de oposición: pero me temo que lo único que consigue una guerra civil es la aniquilación de la oposición. Estoy entre la espada y la pared.

A partir de Tarso he disfrutado del dudoso placer de la compañía de Marco junio Bruto y Cayo Casio. Ahora los dos indultados trabajan infatigablemente por… su propio beneficio. No, no por Roma y desde luego no por César. ¿Una potencial y saludable oposición senatorial, pues? No, me temo que no. A ninguno de los dos le importa más su país que sus propios proyectos personales. Aunque estar con esos dos ha tenido su lado entretenido, y he aprendido mucho sobre el arte de prestar dinero.

Acabo de concluir la reorganización de los reinos adheridos de Anatolia, en especial Galacia y Capadocia. Dejotaro necesitaba una lección, así que se la di. Inicialmente tenía la intención de reducir Galacia a una pequeña zona en torno a Ancira, pero de pronto Bruto rugió como un león y sacó las garras para proteger a Dejotaro, que le debe millones y millones. ¿Cómo me atrevo a despojar a tan buen hombre de tres cuartas partes de sus territorios y convertir un ingreso estable en una deuda permanente? Bruto no estaba dispuesto a eso. ¡Qué elocuencia, qué recursos retóricos! Sinceramente, Matio, si Cicerón hubiera oído a Bruto en pleno discurso, se hubiera mesado los cabellos y hubiera rechinado los dientes de envidia. Y Casio apoyó a Bruto, debo añadir. No son sólo simples cuñados y antiguos compañeros de colegio.

Finalmente accedí a que Dejotaro conservara mucho más de lo que tenía previsto, pero perdió la Galacia occidental, que ha pasado al nuevo reino adherido de Pérgamo, así como Armenia Parva, que ahora pertenece a Capadocia. Puede que Bruto no quiera muchas cosas, pero lo que quiere lo quiere con desesperación, a saber, conservar su fortuna.

Los motivos de Bruto son tan transparentes como el agua de los manantiales anatolios, pero Casio es un individuo mucho más retorcido. Arrogante, engreído y muy ambicioso. Nunca le perdonaré el grosero informe que mandó a Roma tras la muerte de Craso en Carrae, ensalzando sus propias virtudes y convirtiendo al pobre Craso en poco más que un avaro. Admito la debilidad de éste por el dinero, pero era verdaderamente un gran hombre.

Lo que molestó a Casio de mi redistribución de los reinos adheridos fue que la hice a mi albedrío, sin debate alguno en la cámara, sin aprobación de ninguna ley, sin tomar en cuenta los deseos de nadie excepto los míos. En este sentido resulta fantástico ser el dictador: ahorra mucho tiempo en cuestiones respecto a las que me consta que voy por el mejor camino posible. Pero eso a Casio no le complace. O dicho de otro modo: sólo complacería a Casio si el dictador fuera él.

Soy padre de un niño. La reina de Egipto me dio un hijo varón el pasado junio. Naturalmente no es romano, pero su destino es gobernar Egipto, así que no me quejo. En cuanto a la madre de mi hijo, saca tus propias conclusiones cuando la conozcas. Insiste en venir a Roma cuando los republicanos -¡qué nombre tan poco acertado!- hayan sufrido su derrota final. Su agente, un tal Amonio, acudirá a ti y te pedirá que se le conceda un terreno junto a mis jardines del Janículo, para construir en ellos un palacio donde alojarse durante su estancia en Roma. Cuando te ocupes de la escritura de compraventa, ponla a mi nombre aunque pague ella.

No tengo la menor intención de divorciarme de Calpurnia para casarme con ella. Eso sería imperdonable. La hija de Piso ha sido una esposa ejemplar. No he pasado en Roma más que unos cuantos días desde poco después de casarme con ella, pero tengo mis espías. Calpurnia es lo que debe ser la esposa de César, una mujer fuera de toda sospecha. Una buena muchacha.

Sé que parezco severo, un poco burlón, un tanto reservado. Pero he cambiado mucho, Matio. No es fácil para un hombre elevarse tan por encima de sus pares hasta el punto de no tener ya igual, y me temo que eso es lo que me ha pasado a mí. Los hombres que podrían haberme inquietado han muerto. Publio Clodio.

Cayo Curio. Marco Craso. Pompeyo Magno. Me siento como el faro de la isla de Faros: no hay nada que tenga la mitad de su altura. Y no es eso lo que yo habría elegido.

Cuando crucé el Rubicón para entrar en Italia y marché hacia Roma, algo se rompió en mí. No es justo que me empujaran a hacer eso. ¿Realmente pensaban que no iniciaría la marcha? Soy César, mi dignitas es para mí más preciada que mi propia vida. ¿Cómo iba a aceptar César que por una traición inexistente lo condenaran a un exilio irreversible? Inconcebible. Si tuviera que hacerlo todo otra vez, lo haría. No obstante, se rompió algo dentro de mí. Nunca podré ser lo que quería ser: cónsul por segunda vez, pontifex maximus, un anciano hombre de Estado cuya opinión es solicitada en la cámara después de que hayan hablado los cónsules, un militar sin parangón.

Ahora soy un dios en Éfeso y un dios en Egipto, soy dictador de Roma y soberano del mundo. Pero no lo he elegido yo. Me conoces lo bastante bien para comprender lo que digo. Pocos hombres me comprenden. Interpretan mis motivos a la luz de lo que serían sus propios motivos si estuvieran en mi lugar.

Fue para mí una consternación conocer la muerte de Aulo Gabinio en Salona. Un buen hombre exiliado por una causa injusta. El viejo Tolomeo Auletes no tenía los diez mil talentos para pagarle. Dudo que Gabinio recibiera más de dos mil por el trabajo. Si Lentulo Espintero se hubiera dado prisa en Cilicia y hubiera obtenido ese contrato antes que Gabinio, ¿lo habrían procesado? No, por supuesto. Pertenecía a los boni, en tanto que Gabinio votó por César. Eso es lo que tiene que acabarse, Matio: que exista una ley para un hombre, otra ley para otro hombre.

Mi inimicus Cayo Casio permanece en silencio respecto a un asunto. Cuando le dije que su hermano Quinto había saqueado la Hispana Ulterior, estibado el botín en un barco y zarpado hacia Roma antes de que Cayo Trebonio llegara para gobernar, Casio no pronunció una sola palabra. Tampoco cuando le dije que el barco, cargado a rebosar, volcó y se hundió en el estuario de íbera, y Quinto Casio se ahogó. No estoy seguro de si el silencio de Cayo Casio se debe al hecho de que Quinto era mi hombre, o de que Quinto dejó en mal lugar a los Casio.

Estaré en Roma hacia finales de septiembre.


César había escrito una carta desde Zela justo después de la batalla y se la había enviado a Asander en Cimeria. Repetía lo que se le había dicho al embajador: que Cimeria debía a Ponto cuatro mil talentos de oro, y a las arcas de Roma dos mil más. También informaba a Asander de que su padre había huido a Sinope, al parecer de camino hacia sus tierras.

Poco antes de que César abandonara Nicomedia, recibió la respuesta de Asander. Éste le agradecía su consideración, y estaba encantado de poder comunicar al dictador César que Farnaces había sido ajusticiado tras su regreso a Cimeria. Asander era ahora rey de Cimeria, y su deseo era pasar a formar parte de los adheridos a César. Como prueba de buena fe, dos mil talentos de oro acompañaban la misiva; otros cuatro mil habían sido enviados a Viniciano, el nuevo gobernador de Ponto.

Así que cuando César surcó el Helesponto, su nave transportaba siete mil talentos de oro y un gran número de coronas.

Su primera escala fue en la isla de Samos, donde buscó a uno de sus opositores más moderados, el gran consular patricio Servio Sulpicio Rufo, que lo recibió con satisfacción y le confesó que su tristeza era tan grande como su arrepentimiento.

– Te tratamos injustamente, César, y lo lamento. Para serte sincero, nunca soñé siquiera que las cosas pudieran llegar tan lejos -declaró Sulpicio.

– No fue culpa tuya. Mi esperanza es que regreses a Roma y vuelvas a ocupar tu escaño en el Senado. No para darme la razón, sino para considerar mis leyes y medidas según su valor intrínseco.

Allí en Samos, César perdió a Bruto, a quien había prometido un sacerdocio. Como Servio Sulpicio era una gran autoridad en las leyes y procedimientos sacerdotales, Bruto deseó quedarse para estudiar con el gran experto. César sólo lamentó dejarlo atrás por el hecho de que Cayo Casio no se quedó con él en Samos.

De Samos viajó a Lesbos, donde estaba uno de sus opositores más tenaces, el consular Marco Claudio Marcelo, quien rechazó con vehemencia todas las proposiciones de César.

La siguiente parada fue Atenas, que había apoyado fervientemente a Pompeyo; no quedó bien librada a manos de César. Éste le impuso una cuantiosa multa, dedicó la mayor parte de su tiempo a un viaje a Corinto, situada en el istmo que dividía la Grecia continental del Peloponeso. Cayo Mumio la había saqueado hacía generaciones, y Corinto nunca se había recuperado. César curioseó por sus edificios desérticos y subió hasta la gran ciudadela del Acrocorinto. Casio, que lo acompañó por orden expresa suya, no podía explicarse su fascinación.

– Este lugar pide a gritos un canal a través del istmo -comentó el Gran Hombre, de pie sobre el estrecho promontorio de roca a gran altura sobre el agua-. Si hubiera un canal, los barcos no tendrían que rodear el cabo Tenaro a merced de las tormentas. Podrían ir derechos de Patrae al Egeo.

– ¡Imposible! -replicó Casio-. Sería necesario abrir una brecha en la tierra de más de doscientos pies.

– Nada es imposible -dijo César con suavidad-. En cuanto a la ciudad antigua, necesita nuevos colonos. Cayo Mario quería repoblarla con veteranos de sus legiones.

– Y fracasó -dijo Casio lacónicamente. Dio un puntapié a una piedra y la observó rodar-. Planeo quedarme en Atenas.

– Me temo que no va a ser posible, Cayo Casio. Irás a Roma conmigo.

– ¿Por qué? -preguntó Casio, tenso.

– Porque no eres un admirador de César, mi querido amigo, y Atenas tampoco lo es. Considero prudente manteneros a ambos separados. No, no te marches, escúchame con atención.

Ya a medio volverse, Casio se interrumpió y lo miró con cautela. Piensa, Casio, piensa. Quizá lo odies, pero es él quien manda.

– He decidido aumentar tu rango y el de Bruto, no porque sea mi voluntad, sino porque los dos habríais sido pretores y cónsules al alcanzar vuestra edad. Por tanto, bien está que así sea -dijo César, mirando a Casio a los ojos-. Abandona tu resentimiento hacia mí y piensa que deberías dar gracias a los dioses por mi actitud misericorde. Si fuera Sila, estarías muerto, Casio. Canaliza tus energías en la dirección correcta y sé útil a Roma. Yo no importo, tú no importas. Roma importa.

– Juras sobre la cabeza de tu hijo recién nacido que no ambicionas ser el rey de Roma?

– Lo juro -dijo César-. ¿Rey de Roma? Antes preferiría ser uno de esos ermitaños locos que viven en una cueva por encima de Palus Asfaltites. Ahora vuelve a considerar la cuestión, Casio, y considérala desapasionadamente. Un canal es posible.

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