XII

AL ESTE DEL ADRIÁTICO

Desde enero hasta diciembre del 43 a.C.

1

El tercer día de enero, después de atravesar laboriosamente los montes Candavios en pleno invierno, Bruto y su pequeño ejército llegaron a las afueras de Dirraquio. Siguiendo las instrucciones de Marco Antonio, que se encontraba en Salona, el gobernador de Ilírico, Publio Vatinio, había ocupado el campamento de Petra con una legión. Sin dejarse intimidar, Bruto llevó sus tropas a una de las muchas fortalezas de los alrededores de la ciudad, construidas cinco años atrás, cuando César y Pompeyo Magno la habían sitiado. Pero al final la intervención de Bruto no fue necesaria. Cuando apenas habían transcurrido cuatro días, los soldados de Vatinio abrieron las puertas de Petra, se dirigieron al lugar donde estaba Bruto, y declararon que su comandante Vatinio se había marchado de regreso a Ilírico.

Bruto, de pronto, se vio al frente de un ejército compuesto por tres legiones y una caballería de doscientos hombres. Nadie estaba más sorprendido que él, ni nadie se sentía más inseguro que él ante la responsabilidad de capitanear un ejército. Sin embargo, comprendió que para dirigir a quince mil hombres se necesitaban los servicios de un praefectus fabrum que se ocupara de alimentarlos y equiparlos. Escribió a su viejo amigo, el banquero Cayo Flavio Hemicilo, que había cumplido con este cometido en las campañas de Pompeyo Magno, preguntándole si podría hacer lo mismo para él. Una vez resuelto este trámite, el nuevo señor de la guerra decidió avanzar hacia el sur de Apolonia, donde se encontraba la sede del gobernador de Macedonia, Cayo Antonio.

El dinero le llegaba a raudales. Primero vino el cuestor de la provincia de Asia, el joven Lentulo Spinter, con los tributos para el Tesoro. Spinter no apreciaba demasiado a Marco Antonio, por lo que después de entregar rápidamente el dinero a Bruto fue a ver a su jefe, Cayo Trebonio, para informarle de que los Libertadores al final no iban a quedarse quietos. En cuanto hubo partido Spinter, llegó el cuestor de Siria, Cayo Antisio Veto, que se dirigía a Roma con los tributos de Siria. También él entregó el dinero a Bruto, y luego decidió quedarse. ¿Quién sabía qué pasaba en Siria? Se estaba mucho mejor en Macedonia, sin duda.

A mediados de enero, la ciudad de Apolonia se rindió sin oponer resistencia y sus legiones anunciaron que preferían a Bruto antes que al odioso Cayo Antonio. Aunque Cicerón y Antistio Veto instaron a Bruto a ejecutar al menos talentoso y afortunado de los tres hermanos Antonio, Bruto se negó. Por el contrario, le permitió a Cayo Antonio administrar el campamento y lo trató con gran cortesía.

La suerte le sonrió todavía más a Bruto cuando Creta, la provincia que le había sido adjudicada originariamente por orden del Senado, y Cirenaica, asignada a Casio, le informaron de que estarían dispuestas a actuar en función de los intereses de los Libertadores si, a cambio, les enviaban gobernadores adecuados. Bruto, encantado, les complació sin demora.

En ese momento poseía seis legiones, una caballería de seiscientos hombres y nada menos que tres provincias, Macedonia, Creta y Cirenaica. Casi antes de que pudiera asimilar tanta magnificencia, Grecia, Épiro y la Tracia Exterior también se declararon aliadas. Aquello era asombroso.

Entusiasmado, Bruto escribió al Senado de Roma, informándole de estos hechos. El resultado fue que en los idus de febrero el Senado ratificó oficialmente su cargo de gobernador de todos esos territorios, y luego añadió a sus dominios la provincia de Ilírico, que había gobernado Vatinio. ¡De pronto se encontró convertido en gobernador de casi la mitad del Imperio romano de Oriente!

Entonces llegaron noticias de la provincia de Asia. Al parecer, Dolabela había torturado y decapitado a Cayo Trebonio en Esmirna, un hecho terrible. Pero ¿qué había sido del gallardo Lentulo Spinter? Poco después le llegó una carta de Spínter en la que le decía que Dolabela había llegado inesperadamente a Éfeso para averiguar dónde había escondido Trebonio el dinero de la provincia. Pero Spínter se había hecho el tonto y Dolabela, frustrado, simplemente le echó de allí antes de iniciar su marcha a Capadocia.

Ahora Bruto temía por Casio, de quien no temía noticia. Le escribió a varios lugares advirtiéndole que Dolabela se dirigía a Siria, pero no tenía modo de saber si le había llegado alguna de las cartas.

En medio de todo esto, Cicerón escribió varias veces a Bruto para rogarle que regresara a Italia, una alternativa tentadora ahora que Bruto gozaba del favor oficial. Al final Bruto decidió que lo mejor que podía hacer era mantener el control de la vía romana que atravesaba Macedonia y Tracia en dirección este: la Via Egnatia. Además, si Casio lo necesitaba, podría acudir rápidamente en su ayuda.

Bruto había conseguido rodearse de un pequeño grupo de seguidores nobles, entre los que se encontraban el hijo de Ahenobarbo y el de Cicerón. También estaban Lucio Bibulo, el hijo que había tenido el gran Lúculo con la hermana menor de Servilia, y otro cuestor que había desertado, Marco Apuleyo. Aunque la mayoría estaba en la veintena y algunos ni siquiera llegaban a esa edad, Bruto los nombró a todos legados, los distribuyó por las legiones y se consideró muy afortunado.


Lo peor de no estar en Italia era la ambigüedad de las noticias que llegaban de Roma. Aunque una docena de personas escribía a Bruto regularmente, lo que decía una contradecía lo que decían las demás. Las perspectivas eran diferentes, a veces contradictorias; a menudo presentaban los rumores como si fueran hechos incontrovertibles. Después de la muerte de Pansa e Hírtio en los campos de batalla de la Galia Cisalpina, le comunicaron que Cicerón sería nombrado cónsul superior y Octaviano, que tenía diecinueve años, cónsul inferior. A continuación le llegó otra carta que afirmaba que Cicerón ya era cónsul. El tiempo vino a corroborar que ninguna de las dos noticias era cierta, pero ¿cómo distinguir la verdad de la ficción hallándose tan lejos? Porcia lo importunaba con las historias de sus infortunios a manos de Servilia, mientras que ésta le envió una de sus infrecuentes y lacónicas misivas donde le informaba de que su esposa estaba loca, que Cicerón había insistido en que no quería ser cónsul, pero que estaban colmando de honores al joven Octaviano. Así que cuando el propio Senado ordenó a Bruto que regresara a Roma, él hizo caso omiso de la orden. ¿Quién decía la verdad? ¿Cuál era la verdad?

Indiferente a la cortesía de Bruto, Cayo Antonio había comenzado a crear problemas; le había dado por ponerse la toga con la cenefa púrpura y por arengar a los soldados de Bruto sobre la injusticia de su cautividad y su rango de gobernador. Cuando Bruto le prohibió usar la toga con la cenefa púrpura, él se la cambió por una blanca y siguió predicando a las tropas, obligando a Bruto a recluirlo en sus dependencias y ponerle una guardia permanente. De momento, Cayo Antonio no había impresionado a las fuerzas armadas, pero Bruto se sentía demasiado inseguro de su poder para dejar de vigilarlo.

Cuando el hermano mayor, Marco Antonio, envió tropas de choque a Macedonia para ayudar a Cayo, las tropas se rindieron a Bruto en vez de combatirlo, con lo que ahora Bruto contaba con siete legiones y mil caballos.

Envalentonado por su poderío militar, Bruto decidió que había llegado el momento de ir hacia el este para rescatar a Casio de las manos de Dolabela. Como guarnición dejó en Apolonia la legión original de Macedonia y encargó la custodia del hermano de Antonio a Cayo Claudio, uno de los muchos Claudios de ese díscolo clan de patricios que conformaban la familia de los Claudios.

Aunque comenzó su marcha desde Apolonia en los idus de mayo, no alcanzó el Helesponto hasta finales de junio, señal de que Bruto no sabía moverse con rapidez. Tras cruzar el Helesponto, se dirigió a Nicomedia, la capital de Bitinia, donde se alojó en el palacio del gobernador. Su compañero Libertador, el gobernador Lucio Tilio Cimbro, había cogido sus bártulos y se había dirigido hacia el este, a Ponto, mientras que el cuestor de Cimbro, el Libertador Décimo Turulio, había desaparecido misteriosamente; nadie, pensó Bruto con amargura, quiere verse envuelto en una guerra civil.

Entonces llegó una carta de Servilia.


Tengo malas noticias para ti, aunque sean buenas para mí. Porcia ha muerto. Como te dije en mi correspondencia anterior, desde que te fuiste no ha estado bien. Imagino que otros ya te lo habrán contado.

Al principio comenzó a descuidar su aspecto, después se negó a comer. Cuando la amenacé con atarla y alimentarla por la fuerza si fuera necesario, cedió y accedió a comer apenas lo suficiente para sobrevivir, aunque acabó en los huesos. Más tarde empezó a sufrir ataques en los que hablaba sola. Deambulaba por la casa parloteando y farfullando, aunque nadie podía entender qué decía. Palabras absurdas, sin el menor sentido.

Aunque la vigilaba de cerca, debo confesar que ella era demasiado astuta para mí. ¿Cómo habría podido adivinar yo para qué había pedido un brasero? Habían transcurrido tres días desde los idus de junio y el tiempo era más bien fresco. Simplemente creí que tenía frío debido a lo poco que comía. Desde luego temblaba y le castañeteaban los dientes.

Su criada Silvia la encontró muerta alrededor de una hora después de que le hubieran instalado el trípode con el brasero encendido en su cuarto de estar. Se había comido los carbones al rojo vivo y, cuando la encontraron, aún tenía uno en la mano. Al parecer ésa era la comida que deseaba, ¿no?

Tengo sus cenizas, pero no sé qué querrás hacer con ellas; quizá desees mezclarlas con las de Catón, ahora que han traído las de él desde Itaca, o bien prefieras guardarlas para mezclarlas con las tuyas. ¿O quieres construir una tumba para ella sola? Puedes pagarla, si ése es tu deseo.


Bruto soltó la carta como si también quemara, con los ojos muy abiertos pero sin ver lo que tenía delante. Imaginó la escena en la que Servilia ataba a su esposa a una silla, le abría la boca al máximo y le metía los trozos de carbón por la garganta.

¡Ah, sí, madre, fuiste tú! ¡Tú concebiste esta idea cuando amenazaste con que obligarías a comer a mi pobre y atormentada niña! Esa horrible crueldad te habrá encantado; eres la persona más cruel que conozco. ¿Es que me tomas por tonto, madre? Nadie, por muy loco que esté, puede suicidarse de este modo. Los propios reflejos del cuerpo impedirían hacer algo así. ¡Tú la ataste y lá.obligaste a tragar los trozos de carbón! ¡Qué agonía! ¡Ah, Porcia, mi pilar, mi pasión! Mi amada, el centro de mi ser. La hija de Catón, tan valiente, tan vital, tan apasionada.

Bruto no lloró. Ni siquiera destruyó la carta. En cambio, salió al balcón y se quedó mirando los bosques que cubrían las colinas lejanas. Te maldigo, madre. Ojalá te visiten las Furias todos los días de tu vida. Ojalá nunca tengas un momento de paz. Me consuela saber que tu amante Aquila murió en Mutina, aunque nunca has sentido nada por él. Aparte de César, la única pasión de toda tu vida ha sido tu odio a Catón, tu propio hermano. Pero el hecho de que hayas matado a Porcia es una señal para mí de que no esperas volver a verme. De que crees que mi causa no tiene futuro y de que no tengo la menor posibilidad de éxito. Pues si vuelvo a verte alguna vez, ten por seguro que morirás igual, atada y obligada a comer carbones ardientes.


Cuando el rey Dejotaro le envió a Bruto una legión de infantería y le dijo que haría todo lo que estuviera en sus manos para ayudar a los Libertadores, Bruto escribió (en vano, como luego se comprobaría) a todas las ciudades de la provincia de Asia exigiendo tropas, barcos, y también dinero. A Bitinia le pidió doscientos barcos de guerra y cincuenta de transporte, pero no había nadie capaz de realizar el envío, y los socii locales tampoco cooperaron. El cuestor de Cimbro, Turulio, según descubrió Bruto, se había llevado todo lo que podía ofrecer la provincia y se había puesto a las órdenes de Casio.

Las novedades de Roma seguían siendo alarmantes. Marco Antonio era un enemigo público de segunda clase y lo mismo ocurría con Lepido. Fue entonces cuando Cayo Claudio, el legado que Bruto había dejado a cargo de Apolonia, le escribió para decirle que había oído de fuentes absolutamente fidedignas que Marco Antonio estaba preparando una invasión a gran escala de Macedonia occidental para rescatar a su hermano. Claudio reaccionó aislándose, junto con la Legio Macedonica, en Apolonia y matando a Cayo Antonio, siguiendo una lógica muy típica de los Claudio: en cuanto Marco Antonio supiera que su hermano estaba muerto, detendría la invasión.

Oh, Cayo Claudio, ¿por qué has hecho eso? Marco Antonio es sólo un inimicus, ¡no está en condiciones de organizar una invasión para rescatar a nadie!

De todas formas, Bruto se sintió aterrorizado. Nadie podía adivinar lo que haría Marco Antonio cuando se enterara de que su hermano estaba muerto. Bruto apostó a unas cuantas de sus legiones en un campamento junto al río Gránico, en Bitinia, y ordenó que el resto regresara hacia el oeste, hasta Salónica, mientras él avanzaba con rapidez para ver qué ocurría en la costa adriática de Macedonia.

No ocurría nada. Cuando llegó a Apolonia a finales de julio, se encontró con que la Legio Macedonica estaba investigando con entusiasmo los rumores de que las tropas de Antonio habían aparecido en un sitio o en otro.

– Pero todos los informes son falsos -dijo Cayo Claudio.

– Claudio, ¡no has debido ejecutar a Cayo Antonio!

– ¡Claro que sí! -dijo Cayo Claudio, sin arrepentirse-. Desde mi punto de vista, el mundo está mucho mejor sin el Cunnus. Además, como ya te dije en mi carta, seguro que si Marco se entera de la muerte de su hermano, no se molestará en venir a rescatar un cadáver. Yo habré hecho bien.

Bruto alzó las manos al cielo. ¿Quién podía hacer razonar a un Claudio? Estaban todos locos. Por consiguiente, regresó a Salónica, donde se encontró con sus legiones y con Cayo Flavio Hemicilo, que ya se habían puesto manos a la obra.

Casio por fin dio señales de vida, informando al sorprendido Bruto de que Siria ya era definitivamente suya. Dolabela había muerto y Casio estaba planeando invadir Egipto y castigar a la reina por no haberlo ayudado. Eso le llevaría dos meses, decía Casio, después de lo cual comenzaría a organizar una expedición para invadir el reino de los partos. Había que arrancar de los pedestales de Ecbatana aquellas siete águilas romanas que Craso se había llevado de Carres.

– Casio ya tendrá qué hacer por lo menos durante algún tiempo -dijo Hemicilo, uno de esos hombres que la noble Roma producía por docenas: meticuloso, eficiente, astuto-. Mientras esté ocupado, a tus tropas les sentaría muy bien que las entretuvieras con una breve campaña.

– ¿Una breve campaña? -preguntó Bruto con cautela.

– Sí, contra los tracios besios.

Resultaba que Hemicilo se había hecho amigo de un príncipe tracio llamado Rascupolis, cuya tribu era súbdita del rey Sadala de los besios, el pueblo más granae de la Tracia interior.

– Quiero la independencia para mi tribu -dijo Rascupolis cuando se lo presentaron a Bruto-, y el título de Amigo y Aliado del Pueblo Romano. A cambio, os ayudaré a conseguir la victoria contra los besios.

– Pero los besios son unos guerreros formidables, objetó Bruto.

– Sin duda, lo son, Marco Bruto. Sin embargo, tienen sus debilidades y yo conozco cada una de ellas. Utilízame como mentor y te prometo una victoria sobre los besios en un solo mes, así como un buen botín de guerra.

Como tantos otros tracios de la costa, Rascupolis no parecía un bárbaro; vestía bien, no tenía tatuajes, hablaba griego ático y se comportaba como cualquier hombre civilizado.

– ¿Tú eres el jefe de tu tribu, Rascupolis? -preguntó Bruto, intuyendo que el otro le escondía algo.

– Lo soy, pero tengo un hermano mayor, Rascus, que cree que él debería ser el jefe -confesó Rascupolis.

– ¿Y dónde está ese Rascus?

– Se ha marchado, Marco Bruto. No constituye ningún peligro para nosotros.

Tampoco él representaba ningún peligro. Bruto condujo sus legiones hasta el corazón de Tracia, una zona enorme que se extendía desde los ríos Danubio y Estrimón hasta el mar Egeo, formada en su mayoría por tierras bajas y, como pronto descubrió Bruto, capaz de producir trigo aun en medio de aquella sequía que asolaba toda la región. Para Bruto alimentar a las tropas se había transformado en una obligación muy cara, pero con el grano besio que llegaba transportado en un interminable desfile de enormes carros tirados por bueyes, podía encarar el futuro invierno con mejor ánimo.

La campaña había durado hasta el mes de sextilis y, al final, Marco Junio Bruto, aquel poco marcial administrador de César, había logrado entretener a su ejército con una batalla en la que hubo el menor número de bajas posibles. Ese mismo ejército lo había vitoreado como emperador en el campo de batalla, lo que le permitió celebrar el triunfo; el rey Sadala se había rendido e iba a aparecer en el desfile de la victoria. Rascupolis se transformó en el dirigente indiscutible de toda Tracia y se le aseguró que recibiría el título de Amigo y Aliado tan pronto como el Senado contestara al informe de Bruto. Ni a Rascupolis ni a Bruto se les ocurrió pensar qué había sido de Rascus, el hermano mayor expulsado del liderazgo. Y Rascus tampoco tenía la intención, de momento, de comunicarles desde su escondite que estaba buscando la manera de resolver el problema de cómo convertirse en el rey Rascus de Tracia.


Ese año, a mediados de septiembre, Bruto cruzó por segunda vez el Helesponto y recogió a las legiones que había dejado apostadas junto al río Gránico.

En esto se enteró de que Octaviano y Quinto Pedio habían sido nombrados cónsules, y enseguida escribió a Casio, instándolo a abandonar rápidamente cualquier campaña que tuviera entre manos contra Egipto o los partos. Debía dirigirse al norte y reunirse con sus propias fuerzas, puesto que ahora que el monstruoso Octaviano controlaba Roma, todo había cambiado. Un niño destructivo tenía en sus manos el juguete más complejo y poderoso del mundo.

En Nicomedia, Bruto se enteró de que el gobernador y Libertador Lucio Tilio Cimbro había partido del Ponto para unirse a Casio, pero había dejado a Bruto una flota de sesenta barcos de guerra.

Éste entonces decidió ir a Pérgamo, donde exigió un tributo, aunque no intentó modificar las disposiciones de César en lo concerniente al rey Mitrídates de Pérgamo, al que permitió mantener su pequeño feudo siempre que hiciera una importante donación al voraz cofre de guerra de Bruto. Atrapado, Mitrídates entregó el tributo.

En noviembre Bruto por fin llegó a Esmirna y se instaló a esperar a Casio. El dinero contante de la provincia de Asia se le había acabado hacía tiempo, sólo quedaban las riquezas de los templos: estatuas de oro o plata, objetos de arte, orfebrería. Reprimiendo sus escrúpulos, Bruto lo confiscó todo, fundió el botín y acuñó monedas. Si César había puesto su perfil en las monedas que se acuñaron cuando vivía, pensó, lo mismo podía hacer él. De ese modo, las monedas de Bruto lo mostraban de perfil, con diversas alabanzas a los idus de marzo en el reverso: un gorro de la libertad, un puñal, las palabras EID MAR.

Cada vez más hombres se habían adherido a su causa. Marco Valerio Mesala Corvino, hijo de Mesala Níger, había llegado a Esmirna para unirse a Bruto junto con Lucio Gelio Poplicola, antiguo amigo íntimo de Antonio. También aparecieron los hermanos Casca, y Tiberio Claudio Nerón, el menos apreciado de todos los incompetentes que habían rodeado a César, que vino acompañado por un pariente cercano de los Claudios, Marco Livio Druso Nerón. Pero, sobre todo, Sexto Pompeyo, que controlaba los mares al oeste de Grecia, les había dejado saber que no pondría trabas a los Libertadores.

El único problema que había tenido Bruto con sus hombres se lo había causado el hijo de Labieno, Quinto, quien había dado indicios de superar a su padre en todo lo referente a salvajismo bárbaro. Bruto se preguntaba qué podía hacer con Quinto Labieno antes de que la conducta del joven lo perjudicara. Fue Hemicilo, el banquero, el que le dio la solución.

– Envíalo de embajador a la corte del rey de los partos. Allí se sentirá como en su propia casa.

Y así lo hizo Bruto, una decisión que tendría consecuencias de largo alcance en un futuro bastante lejano.

Pero lo más inquietante eran las noticias de que los cónsules de Roma habían juzgado a los Libertadores, declarándolos nefas y desposeyéndolos de su ciudadanía y sus propiedades. Se lo habían contado los hermanos Casca. Ahora Bruto ya no podía retroceder, ni podía confiar en la posibilidad de llegar a un acuerdo con el Senado de Octaviano.

2

Hacia mediados de enero, Casio tenía seis legiones y la provincia de Siria bajo sus órdenes, salvo la región de Apameia, donde el rebelde Cecilio Baso todavía resistía. Al final Baso abrió las puertas de Apameia y ofreció a Casio sus dos excelentes legiones, lo que aumentó el ejército de Casio a ocho legiones. En cuanto los diferentes distritos de la provincia supieron que el legendario Cayo Casio había regresado, cesaron las luchas entre las facciones locales.

Antipater vino a toda prisa desde Judea para asegurarle a Casio que los judíos estaban de su parte. Bruto lo envió de regreso a Jerusalén con la orden de recoger dinero y asegurarse de que ningún elemento hostil entre los judíos creara problemas. Los judíos siempre habían estado de parte de César, que había sido amante de los judíos, mientras que Casio nunca había sido afín a ellos, pero quería sacar el máximo provecho a este pueblo torpe y rebelde.

Cuando Antipater se enteró de que Aulo Alieno, que había ido a Alejandría para conseguir las cuatro legiones de la región para Dolabela, se dirigía al norte con dichas legiones, envió un mensaje a Casio, en Antioquía. Casio fue al sur, se reunió con Antipater y entre los dos enseguida persuadieron a Alieno de que se rindiera con las cuatro legiones. El ejército de Casio ahora contaba con doce legiones muy experimentadas y una caballería de cuatro mil hombres, la fuerza más formidable del mundo romano. Si también hubiera tenido barcos, su felicidad habría sido perfecta, pero no tenía ni uno. O eso pensaba.

Sin que Casio lo supiera, el joven Lentulo Spinter se había reunido con los almirantes Pastico, Sextilio Rufo y el Libertador Casio Parmensio, y habían atacado la flota de Dolabela, que navegaba hacia las costas de Siria. El propio Dolabela había viajado por tierra, atravesando Capadocia. Cuando Dolabela cruzó las montañas Amanos y llegó a Siria, ignoraba que Spinter, Pastico y los otros estaban derrotando a su flota y haciéndose con la mayoría de los buques para ponerlos a las órdenes de Casio.

Horrorizado, Dolabela se encontró con que toda Siria estaba en contra de él; incluso Antioquía le cerró las puertas y anunció que pertenecía a Cayo Casio, el verdadero gobernador de Siria. Apretando los dientes, Dolabela intentó negociar una salida con los ancianos de la ciudad portuaria de Laodicea: si Laodicea le prestaba ayuda y le concedía refugio, él la convertiría en capital de Siria en cuanto le hubiera dado a Casio una merecida lección. Los ancianos aceptaron la oferta con presteza. Mientras Dolabela fortificaba Laodicea, envió agentes para sobornar a las tropas de Casio, pero no tuvo ningún éxito. Todos los soldados se mantuvieron fieles a su héroe, Cayo Casio. ¿Quién era ese Dolabela? Un borracho camorrista que había torturado y decapitado a un gobernador romano.


En abril, Casio todavía ignoraba el éxito marítimo que Spinter y los demás estaban consiguiendo. Convencido de que Dolabela pronto iba a disponer de cientos de barcos. Casio envió embajadores a la reina Cleopatra para exigirle, sin demora, una gran flota de barcos de guerra y de transporte. Cleopatra se negó: Egipto estaba sufriendo una pestilencia y una hambruna y, en consecuencia, no se encontraba en disposición de ayudar. Pero el regente de Cleopatra en Chipre sí envió barcos a Casio, y lo mismo hicieron Tiro y Arado en Fenicia, pero no en número suficiente como para satisfacer a Casio, que decidió invadir Egipto y demostrar a la reina que un Libertador no debía ser tomado a la ligera.

Dolabela se atrincheró en Laodicea, seguro de que su flota estaba a punto de llegar y de que Marco Antonio ya le habría enviado tropas de refuerzo. No sabía que Antonio ahora era un inimicus en lugar de ser el procónsul de la Galia Cisalpina.

Laodicea se encontraba en el extremo más elevado de un promontorio bulboso que se unía a la Siria continental por un istmo de menos de cuatrocientos metros de ancho. Esta situación geográfica hacía que fuera muy difícil sitiar la ciudad. Las legiones de Dolabela estaban apostadas alrededor de las murallas de la población, parte de las cuales habían sido demolidas y reconstruidas a lo ancho del istmo. A mediados de mayo empezaron a llegar unos cuantos barcos, y los capitanes aseguraron a Dolabela que el resto de la flota no tardaría en aparecer.

Pero en realidad nadie sabía lo que hacían los demás, lo que contribuyó a los avatares de la guerra en Siria tanto como cualquier proeza de los altos mandos. Spinter se había ido a la ciudad panfilia de Perga para recoger el alijo del difunto Trebonio a fin de dárselo a Casio. Mientras tanto, sus colegas Pastico, Sextilio Rufo y Casio Parmensio perseguían a la flota de Dolabela por el mar. Una situación que tanto Dolabela como Casio desconocían por completo mientras Casio llevaba a parte de su ejército a Laodicea, donde se puso a construir un terraplén impresionante que atravesaba el istmo; justo delante de la muralla. Una vez construido el terraplén, dispuso la artillería sobre él y atacó a Dolabela despiadadamente.

En ese momento, Casio por fin se enteró de que le pertenecía toda la flota. Casio Parmensio llegó con una flotilla de quinquerremes, atravesó la cadena que impedía el paso hacia el puerto de Laodicea, entró en él y hundió cada uno de los barcos de Dolabela que estaba fondeado allí. El bloqueo era total. Ningún abastecimiento podía llegar a Laodicea.

El hambre asoló la ciudad, al igual que las enfermedades, pero la ciudad aguantó hasta principios de julio, cuando el comandante al mando de las murallas abrió las puertas y permitió que las tropas de Casio entraran en la ciudad. Cuando las tropas llegaron, Publio Cornelio Dolabela se había suicidado.

Ahora Siria pertenecía a Casio, desde la frontera con Egipto hasta el río Éufrates, tras el cual se escondían los partos, que no sabían qué ocurría y se sentían reacios a invadir Siria sabiendo que Casio andaba cerca de allí.

Sorprendido de su buena suerte, pero convencido de que se la merecía, Casio escribió a Roma y a Bruto, tan satisfecho de sí mismo que llegó a creerse invencible. El era mejor que César.

Ahora, sin embargo, tenía que encontrar el dinero para mantener su empresa en funcionamiento, una tarea nada fácil en una provincia que primero había sido expoliada por Metelo Escipión al servicio de Pompeyo Magno, y luego por César a modo de venganza. Casio decidió adoptar la técnica de César, y pidió a la ciudad y a los distritos la misma cantidad que habían pagado a Pompeyo, a sabiendas de que no le darían ni de cerca una suma parecida a la estipulada. Sin embargo, cuando se conformó con lo que le dieron, quedó como un hombre clemente y moderado.

Como habían sido tan leales a César, los judíos fueron castigados con más encono. Casio exigió setecientos talentos de oro, cantidad que el pueblo de Judea sencillamente no tenía. Craso les había robado el oro del Gran Templo y desde entonces los romanos no les habían permitido acumular más. Antipater hizo lo que pudo, repartiendo la tarea de obtener el oro entre sus dos hijos, Fasael y Herodes, y también un cierto Málico, partidario secreto de una facción que se había propuesto liberar a Judea del rey Hircanio y su adulador Antipater de Idumea.

De los tres recaudadores, Herodes fue el que tuvo más éxito. Llevó cien talentos de oro a Casio, que estaba en Damasco, y se presentó ante el gobernador de una manera de lo más humilde y encantadora. Casio lo recordaba muy bien de los tiempos en Siria; aunque entonces Herodes era muy joven, le había causado una profunda impresión, y ahora se quedó fascinado al ver lo que había sido del feo muchacho. Decidió que le gustaba el idumeo astuto, que nunca sería rey porque su madre era gentil. Lástima, pensó Casio. Herodes abogaba ardientemente por la presencia de Roma en Oriente y, de haber sido rey de los judíos, habría hecho de los judíos unos súbditos romanos leales. Al menos, Roma tenía afinidad con Judea; la alternativa, el poder en manos del rey de los partos, era de lejos mucho más espantosa.

Los otros dos recaudadores tuvieron mucho menos éxito que Herodes. Antipater recolectó lo suficiente como para que la contribución de Fasael pareciera respetable, pero Málico fracasó estrepitosamente porque no estaba dispuesto a dar nada a los romanos. Casio, que quería demostrar que iba en serio, mandó llamar a Málico para que fuera a Damasco y lo condenó a muerte. Antipater llegó corriendo con otros cien talentos y rogó a Casio que no ejecutara la condena; Casio, apaciguado, perdonó a Málico y Antipater se lo llevó de vuelta a Jerusalén, sin saber que a Málico le hubiera encantado ser mártir.

Algunas comunidades como Gomfa, Laodicea, Emaús y Tamna, fueron saqueadas y destruidas hasta los cimientos y, sus habitantes, vendidos en los mercados de esclavos de Sido y Antioquía.

Así, ahora Casio tenía tiempo libre para pensar en la invasión de Egipto. No sólo porque pretendía castigar a Cleopatra; también porque se decía que Egipto era el país más rico del mundo, exceptuando quizás el reino de los partos. Casio pensó que en Egipto encontraría los fondos para gobernar Roma. ¿Y Bruto? Bruto podría ser el jefe de la burocracia. Casio ya no creía en la causa de la República, la consideraba más muerta que César. Él, Cayo Casio Longino, sería el nuevo rey de Roma. Entonces llegó la carta de Bruto,


He recibido terribles noticias de Roma, Casio. Te envío esto urgentemente con la esperanza de que te lo entreguen antes de que inicies la invasión de Egipto. Eso, de momento, es imposible

Octaviano y Quinto Pedio son cónsules. Octaviano marchó sobre Roma y la ciudad se rindió sin un murmullo de protesta. Parece muy probable que estalle una guerra civil entre los nuevos cónsules y Marco Antonio, que se ha aliado con los gobernadores de las provincias occidentales. A Antonio y Lepido los han declarado proscritos, y a los Libertadores nos han juzgado y declarado nefas en las cortes de Octaviano. Nos han confiscado todas nuestras propiedades, aunque Ático me ha escrito asegurándome que se ha hecho cargo de Servilia, Tertulia y Junila. Vatia Isaurico y Junia no quieren saber nada de ellos. Décimo Bruto ha sido vencido en la Galia Cisalpina y ha huido, nadie sabe adónde.

Ésta es nuestra oportunidad de conquistar Roma. Si Antonio y Octaviano liman sus diferencias -aunque no creo que lo hagan-, seremos proscritos el resto de nuestra vida. Por lo tanto, si todavía no has partido hacia Egipto, no lo hagas. Tenemos que mantenernos unidos y tratar de tomar Italia y Roma. Puede que seamos capaces de reconciliarnos con Antonio algún día, pero ¿con Octaviano? Jamás. El heredero de César es obstinado y ya decidió que todos nosotros debemos morir en la pobreza y ser desposeídos de todos nuestros derechos.

Deja las legiones que estimes necesario para defender Siria durante tu ausencia y ven a reunirte conmigo tan pronto como puedas. Ya he conquistado a los besios y tengo una cantidad importante de grano y comida en general, con lo que nuestros ejércitos podrán alimentarse. Algunas zonas de Bitinia y Ponto han dado cosechas, que serán para nosotros y no para Octaviano, que las necesita para pacificar a Roma. He oído que Italia y Occidente están tan secos como Grecia, África o Macedonia. Debemos actuar ahora, Casio, mientras podamos dar de comer a nuestros hombres, y mientras tengamos dinero en nuestros cofres de guerra.

Porcia ha muerto. Mi madre dice que se ha suicidado. Estoy desolado.


Casio le contestó inmediatamente. Sí, él iría a la provincia de Asia, probablemente atravesando Capadocia y Galacia. ¿Acaso Bruto pretendía librar una guerra contra Octaviano y luego llegar a un acuerdo con Antonio?

Rápidamente le llegó una respuesta: sí, ésas eran las intenciones de Bruto. Ponte en marcha, Casio, nos encontraremos en Esmirna en diciembre. Envía tantos barcos como te sea posible.

Casio eligió a sus dos mejores legiones y apostó una en Antioquía y la otra en Damasco; después nombró gobernador provisional a su seguidor más leal, un antiguo centurión llamado Fabio. Por experiencia Casio sabía que dejar a un noble al: mando sólo significaba problemas a corto plazo, una idea que César hubiera aprobado con entusiasmo.

Poco antes de que Casio abandonara los alrededores de Antioquía para dirigirse al norte, se enteró por Herodes de que el ingrato Málico había envenenado a su benefactor Antipater en Jerusalén y que, además, se vanagloriaba de ello.

«Lo tengo prisionero -escribió Herodes-. ¿Qué hago con él?»

«Véngate», contestó Casio.

Y eso hizo Herodes. Llevó al judío fanático Málico a Tiro, el enclave de la industria del tinte púrpura y la cuna del odiado dios Baal. Era, por lo tanto, un lugar execrable para cualquier judío. Dos soldados de Casio condujeron a Málico, desnudo y descalzo, hasta una masa putrefacta de conchas de mariscos, y allí, muy lentamente, lo mataron delante de Herodes. El cuerpo de Málico fue abandonado para que se pudriera entre los murex.

Cuando Casio se enteró de la venganza de Herodes, se rió por lo bajo y pensó que Herodes era un hombre muy interesante.

Al pasar por el desfiladero de las montañas de Amano que se llama las Puertas de Siria, Tilio Cimbro, el Libertador y gobernador de Bitinia y Ponto, se unió a Casio con una legión de tropas del Ponto. Esta nueva adición elevó el número de legiones a once y agregó tres mil soldados en la caballería: el mismo número de caballos que Casio calculaba que los pastizales podrían alimentar de ese lado de la verde Galacia.


Cimbro y Casio decidieron que debían avanzar lentamente para exprimir el máximo de dinero de todos los lugares que atravesaran.

En Tarso, Cimbro y Casio exigieron a la ciudad la fantástica suma de quince mil talentos de oro e insistieron en que se les pagara antes de partir. Los aterrorizados consejeros de la ciudad derritieron cada uno de los objetos preciosos de los templos y luego vendieron como esclavos a los tarsos libres pobres. Como ni siquiera con eso consiguieron acercarse a la suma que se les exigía, siguieron vendiendo a tarsos como esclavos, ascendiendo en la escala social. Cuando lograron reunir quinientos talentos de oro, Casio y Cimbro se declararon satisfechos y partieron a través de las Puertas de Cilicia hacia Capadocia.

Habían enviado la caballería para que los precediera y exigiera dinero al rey Ariobarzanes, que contestó llanamente que no tenía dinero y les mostró los agujeros en las puertas y los postigos de las ventanas, allí donde en su día había habido clavos de oro. El viejo rey fue asesinado en el acto y su palacio, así como los templos de Eusebia Mazaca, fueron saqueados con poco provecho. Dejotaro de Galacia aportó infantería y caballería en vez de dinero, y luego tuvo que presenciar cómo saqueaban sus templos y palacios. Se nota, pensó Dejótaro cansado, que Bruto y Casio se dedican a ejercer de prestamistas. Para ellos no hay nada sagrado excepto el dinero.

A principios de diciembre, Casio, Cimbro y el ejército llegaron a la provincia de Asia por las hermosas y salvajes montañas de Frigia, luego siguieron el curso del río Hermo hasta el mar Egeo. La reunión con Bruto tendría lugar muy cerca de allí, en un sitio al que se accedía por una buena vía romana. Decidieron no fijarse en que todas las personas con que se cruzaban parecían pobres y oprimidas, en que cada templo y cada edificio público tenía un aspecto viejo y abandonado. Mitrídates el Grande había sembrado más caos en Asia que cualquier romano.

3

Cuando Cleopatra llegó a Alejandría en junio, tres meses después de la muerte de César, encontró a Cesarión sano y salvo bajo la custodia de Mitrídates de Pérgamo, lloró en el regazo de su tío, le agradeció cariñosamente todos los cuidados que había prestado a su reino y lo envió de regreso a Pérgamo cargado con mil talentos de oro. Un oro que le fue muy útil cuando Bruto le exigió tributo: Mitrídates pagó la cantidad exigida y no dijo nada del resto de lingotes que aún tenía en sus arcas secretas.


El hijo de Cleopatra tenía a la sazón tres años de edad, era alto, rubio, con los ojos azules y cada día se parecía más a César. Sabía leer y escribir, hablar un poco de asuntos de Estado y estaba fascinado con la suerte que le había correspondido por nacimiento. Una feliz casualidad. Había llegado, pues, el momento de decir adiós a Ptolomeo XIV Filadelfo, el hermanastro y esposo de Cleopatra. El niño de catorce años fue entregado a Apolodoro, que lo mandó estrangular y anunció a los ciudadanos alejandrinos que la muerte de su rey se había debido a una enfermedad hereditaria. Lo que no dejaba de ser cierto. Cesarión ascendió al trono como Ptolomeo XV César Filópator Filométor, es decir, Ptolomeo César, amante de su padre y de su madre. Cha'em, alto sacerdote de Ptah, lo ungió faraón, y fue nombrado Señor de las dos Damas, el de la juncia y la Abeja; también se le adjudicó su propio médico, Hapd'efan'e.

Pero Cesarión no podía casarse con Cleopatra. El incesto entre padre e hija o madre e hijo era religiosamente inaceptable. Cleopatra se lamentó por la hija que César nunca le había dado. Un misterio y claramente la voluntad de los dioses, pero ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Ella, la personificación del Nilo, no había concebido, ni siquiera esos últimos meses, cuando César y ella pasaron juntos en Roma tantas noches de amor. Cuando le vino la menstruación en el momento en que su barco zarpaba de Ostia, se tiró al suelo en el puente del barco y se puso a chillar, a arrancarse el cabello y golpearse los pechos. ¡Se había retrasado y estaba segura de estar embarazada! Ahora Cesarión ya nunca tendría una hermana o hermano del mismo padre.

En el tiempo en que habría tardado en llegar a Cilicia desde Alejandría la noticia de que Egipto tenía un nuevo rey, Cleopatra recibió una carta de su hermana Arsinoe. A pesar de los planes de César de que Arsinoe pasara el resto de sus días al servicio de Artemisa de Éfeso, ésta se había escapado en cuanto supo que César había sido asesinado. Se había refugiado en el reino de Olba, donde se decía que seguían gobernando los descendientes de Teucro, el arquero y hermano de Áyax. Lo explicaban los textos de la biblioteca de Alejandría que Cleopatra había consultado en cuanto se enteró del paradero de Arsinoe, con la esperanza de encontrar la manera de eliminar a su hermana. Los textos describían el reino como un lugar extraordinariamente hermoso, con desfiladeros, ríos blancos y rápidos y picos serrados de muchos colores; sus habitantes vivían en casas espaciosas, excavadas en el interior de las rocas, que eran cálidas en invierno y frescas en verano. Este pueblo también fabricaba exquisitos encajes que eran una importante fuente de ingresos de Olba. Tras leer esta información, Cleopatra se desanimó. En ese lugar Arsinoe estaba lo suficientemente segura como para sentirse inviolable, intocable.

En la carta Arsinoe preguntaba si podía volver a Egipto y ocupar otra vez el puesto que le correspondía de princesa de la casa de los Ptolomeos. Y no pretendía, juró Arsinoe, usurpar el trono. No tenía ninguna necesidad de eso. Le rogaba que la dejara volver para casarse con su sobrino Cesarión. Así habría hijos de sangre regia para el trono de Egipto en el curso de poco más de una década.

Cleopatra contestó una sola palabra: ¡No!

Luego promulgó un edicto para todos sus súbditos en el que prohibía a la princesa Arsinoe regresar a Egipto. En caso de que lo hiciera, debía ser ejecutada inmediatamente y su cabeza enviada a los faraones. El edicto fue bien recibido por sus súbditos del Nilo, pero no tanto por los súbditos macedonios y griegos de Alejandría, a los que César había quitado cualquier veleidad de insurrección, pero que todavía pensaban que Cesarión debía tener una esposa ptolemaica. Después de todo Cesarión no podía casarse con alguien que no tuviera exactamente su misma sangre.


En los idus de julio, los sacerdotes leyeron el nilómetro en Elefantina, en la frontera Nubia. La noticia fue enviada río abajo, a lo largo del curso sagrado, hasta Menfis, en un sobre sellado que Cleopatra abrió con el corazón cargado de presagios. Ya sabía lo que iba a leer: que el Nilo no se desbordaría, que el año de la muerte de César vería el río en los Codos de la Muerte. El presentimiento se vio confirmado. El nivel del Nilo era sólo de tres metros, estaba definitivamente en los Codos de la Muerte.

César estaba muerto, y el Nilo había fallado. Osiris había vuelto al oeste y al Reino de los Muertos, despedazado en veintitrés trozos, que Isis buscaba en vano. Aunque no mucho después Cleopatra vio el espléndido cometa en el horizonte septentrional, no sabía que el cometa había coincidido con los juegos por los funerales de César en Roma; no se enteraría de ello hasta al cabo de dos meses y, para entonces la relevancia espiritual del hecho ya se había difuminado.

Bueno, debía seguir con sus obligaciones, y la obligación de un gobernante era gobernar, pero a medida que avanzaba el año Cleopatra se sentía cada vez más desanimada. Su única alegría era Cesarión, que compartía su vida cada vez más. Necesitaba un nuevo marido y más hijos desesperadamente, pero ¿con quién podía casarse? Tenía que ser alguien de sangre ptolemaica o de los Julios. Durante un tiempo contempló la posibilidad de desposarse con su primo Asander, de Cimeria, pero desechó la idea sin mucho pesar; nadie entre su gente, ya fueran egipcios o alejandrinos, aceptaría de buen grado al nieto de Mitrídates el Grande como esposo de la nieta de Mitrídates el Grande. Demasiado póntico, demasiado ario. La línea dinástica de los Ptolomeos estaba acabada. Por lo tanto, su esposo tendría que tener sangre julia. ¡Imposible! Los Julios eran romanos y toda una institución por si mismos.

Lo único que podía hacer era enviar agentes para sacar a Arsinoe de Olba, lo que finalmente consiguió por medio de un buen regalo de oro. Primero la embarcaron hacia Chipre, luego la llevaron de vuelta al templo de Artemisa en Éfeso, donde Cleopatra podía vigilarla de cerca. Matarla era imposible; sin embargo, mientras Arsinoe viviera, habría alejandrinos que la preferirían a Cleopatra. Arsinoe podía casarse con el rey, y Cleopatra no. Algunos podían preguntarse por qué Cleopatra se oponía tanto a la boda de su hermana con Cesarión: la respuesta era simple. En cuanto Arsinoe fuera la esposa del faraón, le habría sido muy fácil deshacerse de su hermana mayor. Un veneno, un puñal en la oscuridad, una cobra real, y hasta un golpe de Estado. En el mismo momento en que Cesarión tuviera una esposa aceptable para Egipto, su madre dejaría de ser imprescindible.


En el Recinto Real nadie esperaba que la hambruna fuera tan terrible, ya que el recurso habitual era comprar grano en otras partes de Egipto. Sin embargo ese año se habían perdido todas las cosechas en el litoral del Mare Nostrum, así que no había grano para alimentar a Alejandría, aquel enorme parásito. Cleopatra, desesperada, envió barcos al mar Euxino y consiguió comprar un poco de trigo a Asander de Cimeria, pero cuando una persona desconocida -¿Arsinoe?- le contó a éste que su prima Cleopatra no le consideraba digno de compartir su trono, el suministro cimerio se interrumpió. ¿Adónde más podía acudir, adónde? Los barcos enviados a Cirenaica, una región que por lo general producía grano cuando otros lugares no lo hacían, regresaron vacíos con la noticia de que Bruto se había llevado el grano cirenaico para dar de comer a su colosal ejército, y que su cómplice, Casio, había arrebatado luego por la fuerza lo que los cirenaicos se habían guardado para ellos.


En marzo, cuando la cosecha debería de estar llenando los graneros a rebosar, la ratas y los ratones del valle del Nilo no tenían nada con que alimentarse, ni trigo ni cebada ni legumbres. Así que abandonaron los campos y se trasladaron a las aldeas del Alto Egipto entre Nubia y el principio del ramal del Nilo que rodeaba la tierra de Tache. Todas las viviendas eran de adobe y tenían el suelo de tierra, desde la casucha más miserable hasta la mansión del monarca. En todas ellas entraron los roedores y su cargamento de pulgas, que saltaron de sus huéspedes anémicos y huesudos a las camas, las esteras y la ropa para darse un festín de sangre humana.

Los campesinos del Alto Egipto fueron los primeros en enfermar, padeciendo escalofríos y fiebre alta, intensas jaquecas, dolor de huesos, inflamación de vientre. Algunos murieron en menos de tres días escupiendo una flema abundante y putrefacta. Otros no escupían pero desarrollaban bultos duros del tamaño de un puño, calientes y enrojecidos, en las ingles y las axilas. La mayoría de quienes contraían esta variante de la enfermedad morían al aparecer aquellas hinchazones, pero algunos sobrevivían lo suficiente para que los bultos reventaran y produjeran gran cantidad de pus inmunda. Éstos eran los afortunados, y casi todos se recuperaban. Pero nadie, ni siquiera los médicos sacerdotes del templo de Sejmet, tenía la menor idea de cómo se transmitía aquella terrible epidemia.

En Nubia y el Alto Egipto murieron miles y miles de personas, y la peste empezó a propagarse lentamente río abajo. La pequeña cosecha obtenida permaneció en ánforas en los muelles del río; los lugareños eran pocos y estaban demasiado enfermos para cargarla en las barcazas y enviarla a Alejandría y el Delta. Cuando en Alejandría y el Delta se tuvo noticia de la epidemia, nadie se atrevió a navegar por el río para cargar el grano.

Cleopatra se hallaba ante un difícil dilema. En Alejandría y sus aledaños vivían tres millones de personas y en el Delta otro millón. Debido a la peste el río estaba cerrado para estas famélicas muchedumbres, y ni con todo el oro de las bóvedas del tesoro podía comprarse grano en el extranjero. Entre los árabes del sur de Siria corrió la voz de que habría grandes recompensas para aquellos dispuestos a bajar por el Nilo y cargar el grano, pero los rumores de la terrible epidemia disuadieron también a los árabes. El desierto era su protección contra lo que ocurría en Egipto; los viajes entre el sur de Siria y Egipto se redujeron y finalmente cesaron, incluso por mar. Cleopatra podía dar de comer a sus millones de súbditos urbanos durante muchos meses con el contenido de los graneros de la cosecha del año anterior, pero si la siguiente inundación del Nilo permanecía en los Codos de la Muerte, Alejandría se moriría de hambre, aunque sobreviviera la población más rural del Delta.

Uno de los pocos consuelos fue la aparición de Aulo Alieno, legado de Dolabela, para llevarse las cuatro legiones acuarteladas en Alejandría. Previendo oposición, Alieno quedó desconcertado al descubrir a la reina más que dispuesta a complacerlo: sí, sí, llévatelas. Llévatelas mañana mismo. Sin ellas, habría treinta mil bocas menos que alimentar.


Cleopatra debía tomar ciertas decisiones. César la había aleccionado sobre la necesidad de pensar con vistas al futuro, pero eso no iba con su naturaleza. Además, nadie, y menos una mimada monarca, conocía la dinámica de la peste. Cha'em le había dicho que los sacerdotes contendrían la enfermedad, que no se extendería al norte de Tolomeo, donde se había detenido todo el tráfico tanto por el río como por carretera. Pero naturalmente el tráfico de roedores continuó, aunque a un ritmo menor. Comprensiblemente, Cha'em estaba demasiado ocupado al frente de su ejército de sacerdotes para ir a Alejandría a ver a la faraona, quien tampoco viajó al sur para verlo a él. Cleopatra no tenía a nadie que la aconsejara, ni la menor idea de qué debía hacer.

Apesadumbrada por la muerte de César, no conseguía la objetividad necesaria para tomar decisiones. Deduciendo de las pautas habituales que al año siguiente la inundación tampoco superaría los Codos de la Muerte, promulgó un edicto por el cual dentro de la ciudad sólo podían comprar grano las personas con la ciudadanía alejandrina. Los habitantes del Delta estarían autorizados a comprar grano sólo si se dedicaban a actividades agrícolas o a la producción de papel, un monopolio real que no debía interrumpirse.

En Alejandría vivían un millón de judíos y méticos. César les había concedido la ciudadanía romana, y Cleopatra había igualado su generosidad otorgándoles la ciudadanía alejandrina. Pero tras la marcha de César el millón de griegos de la ciudad había insistido en que si judíos y méticos tenían la ciudadanía, también ellos debían tenerla. Al final los únicos habitantes de la ciudad desprovistos de la ciudadanía -en otro tiempo restringida exclusivamente a los trescientos mil macedonios- eran los egipcios híbridos. Si la ciudadanía se mantenía tal como estaba, los graneros tendrían que proporcionar más de dos millones de medimni de trigo o cebada al mes. Si esa cantidad podía recortarse a poco más de un millón de medimni mensuales, la perspectiva mejoraría notablemente. Así que Cleopatra renegó de su promesa y despojó a los judíos y los méticos de la ciudadanía alejandrina aunque permitió que los griegos la conservaran. Eso fue un paso atrás en el intento de gobernar con sensatez: nunca había seguido el consejo de César de entregar grano gratuitamente a los pobres, y ahora retiraba la concesión a un tercio de la población de la ciudad a fin de salvar, tal como ella lo veía, las vidas de aquellos que más derecho tenían a habitar en Alejandría por razones de sangre. En el Recinto Real nadie se opuso al edicto; la autocracia engendraba sus propias desventajas, siendo una de ellas que los autócratas preferían tratar con personas que les daban la razón, y no les gustaban las personas que discrepaban de ellos a menos que estuvieran a la altura de César, ¿y quién lo estaba en Alejandría a los ojos de Cleopatra?

El edicto cayó como un mazazo entre los judíos y los méticos. Su soberana, a cuyo servicio habían trabajado afanosamente, por quien tanto habían dado, incluidas preciosas vidas, iba a dejarlos morir de hambre. Aunque vendieran todo lo que tenían, serían incapaces de pagar el grano, su alimento básico. Éste se reservaba a los alejandrinos de origen macedonio y griego. ¿Y qué otra cosa podía comer la población urbana en época de hambruna? ¿Carne? En tiempo de sequía no había animales. ¿Fruta? ¿Verdura? Los mercados carecían de ellas durante una sequía, y pese a la proximidad del lago Mareotis, en aquel terreno arenoso no crecía nada.

Alejandría, el injerto artificial del árbol egipcio, no podía autoabastecerse. La gente del Delta comería algo; la gente de Alejandría no.

Los habitantes empezaron a marcharse, sobre todo los de los distritos Delta y Épsilon, pero ni siquiera eso era fácil. En cuanto el rumor sobre la epidemia llegó a los puertos del Mare Nostrum, Alejandría y Pelusium dejaron de ver barcos extranjeros en sus muelles, y los mercantes alejandrinos que viajaban a otros países se encontraron con que no les permitían atracar en los puertos. En su pequeño rincón del mundo, Egipto permanecía en cuarentena, no por un edicto sino por el ancestral terror a la peste.

Los alborotos empezaron cuando los alejandrinos de extracción macedonia y griega levantaron barricadas en torno a los graneros y apostaron un gran número de vigilantes allí donde se almacenaba comida. Los distritos Delta y Épsilon estaban indignados y el Recinto Real se convirtió en una fortaleza.


Para colmo de males Cleopatra también tenía que preocuparse por Siria. Cuando Casio mandó un mensaje para solicitarle barcos de guerra y de transporte, tuvo que negarse porque aún esperaba encontrar suministro de grano en algún lugar del mundo, y necesitaría todas las naves disponibles, incluidas las galeras de guerra. ¿Cómo, si no, iba a asegurarse de que permitieran atracar y cargar a sus barcos de transporte?

A principios del verano, supo que Casio se proponía iniciar la invasión. Poco después llegó la noticia desde el primer nilómetro de que, como ella preveía, la inundación volvía a hallarse en el nivel de los Codos de la Muerte. No habría cosecha aunque en las orillas del Nilo quedara gente viva suficiente para sembrar, lo cual era dudoso. Cha'em le comunicó en un mensaje que el sesenta por ciento de la población del Alto Egipto había muerto. También le anunció que, según creía, la peste había traspasado la frontera establecida por los sacerdotes en el valle de Tolomeo, aunque ahora confiaba en detenerla por debajo de Menfis. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?


A finales de septiembre la situación mejoró un poco de manera imprevista. Con gran alivio, Cleopatra se enteró de que Casio y su ejército habían ido al norte de Anatolia; no habría invasión. Como nada sabía de la carta de Bruto, dio por supuesto que Casio estaba al corriente de la gravedad de la peste y había decidido no correr riesgos. Casi al mismo tiempo, llegó un enviado del rey de los partos y ofreció vender a Egipto una gran cantidad de cebada.

Tan alterada estaba Cleopatra que al principio sólo fue capaz de hablar a los enviados, balbuceando, de las dificultades que encontraría para importarla. Con Siria, Pelusium y Alejandría cerradas, la cebada debería transportarse en barcazas por el Éufrates hasta el mar de Persia, luego en torno a Arabia y por el mar Rojo, y por último en dirección norte hasta el golfo que separaba el Sinaí de Egipto. Con la peste extendida a lo largo de todo el Nilo, explicó a los inexpresivos enviados, no podía descargarse en Mios Hornos ni en los habituales puertos del mar Rojo, porque no era posible llevarla por tierra hasta el río. Balbuceos y más balbuceos.

– Divina faraona-dijo el jefe de la delegación parta cuando Cleopatra le dejó intervenir-, eso no es necesario. El gobernador en funciones de Siria es un tal Fabio, a quien es posible comprar. Cómpralo. Así podremos enviar la cebada por tierra hasta el Delta del Nilo.

Cambió de manos una enorme cantidad de oro, pero oro era lo que a Cleopatra le sobraba. Fabio aceptó cortésmente su parte de ese oro, y la cebada viajó por tierra hasta el Delta.

Alejandría tendría comida durante unos meses más.

Llegaban pocas noticias de Roma, debido a la prohibición que pesaba sobre Pelusium y Alejandría, pero no mucho después de que los enviados partos se marcharan (para decirle a su rey que la reina de Egipto era una necia incompetente), Cleopatra recibió una carta de Amonio, su agente en Roma.

Boquiabierta, se enteró de que Roma estaba al borde de como mínimo dos guerras civiles independientes: una entre Octaviano y Marco Antonio; la otra entre los Libertadores y quienquiera que tuviera Roma bajo su control cuando sus ejércitos llegaran a Italia. Nadie sabía qué iba a ocurrir, decía Amonio, salvo por el hecho de que el heredero de César era el cónsul superior y todos los demás estaban fuera de la ley.

¡Cayo Octavio! No, César Octaviano. ¿Un muchacho de veinte años? ¿Cónsul superior de Roma? Era indescriptible. Cleopatra lo recordaba bien: un joven agraciado que se parecía ligeramente a César. Ojos grises, tranquilo y callado, y sin embargo ella había presentido una fuerza latente en él. Era sobrino nieto de César, y por tanto primo de Cesarión.

¡Primo de Cesarión!

Con las ideas arremolinándose en la mente, Cleopatra fue a su mesa, se sentó, sacó papel y una pluma de junco.


César, mi enhorabuena por tu elección como cónsul superior de Roma. Resulta maravilloso pensar que la sangre de César perdura en una persona tan incomparable como tú. Te recuerdo bien de cuando venías con tus padres a mis recepciones. Espero que tu madre y tu padrastro estén bien. ¡Qué orgullosos deben de sentirse!

¿Qué noticias puedo darte que te sirvan de ayuda? En Egipto atravesamos una época de hambruna, pero lo mismo ocurre, por lo visto, en el resto del mundo. Sin embargo acabo de recibir la buena nueva de que puedo comprar cebada al rey de Partia. Hay también una terrible epidemia en el Alto Egipto, pero Isis ha librado de ella al Bajo Egipto del Delta y Alejandría, ciudad desde la que te escribo en un hermoso día de sol y aire templado. Ruego porque el aire otoñal de Roma sea igualmente saludable.

Sabrás ya que Cayo Casio ha abandonado Siria en dirección a Anatolia, probablemente, pensamos, para unirse con su cómplice, Marco Bruto. Si en algo podemos contribuir a que se haga justicia con los asesinos, cuenta con ello.

Quizá cuando termine tu consulado elijas Siria como provincia para gobernar. Sería para mí un placer tener a tan encantador vecino. Egipto está cerca, y bien merece una visita. Sin duda César te habló de sus viajes por el Nilo, de los monumentos y prodigios únicos de Egipto. Querido César, considera la posibilidad de visitar Egipto en un futuro próximo. Todo lo que aquí hay está a tu disposición. Placeres inimaginables. Repito: todo lo que aquí hay está a tu disposición.


La carta salió ese mismo día en un veloz trirreme, sin reparar en gastos, directo hacia Roma. Acompañaba a la misiva una pequeña caja de hojalata que contenía una perla marina rosa enorme y perfecta.

Querida Isis, rezó la faraona postrada en el suelo como la más humilde de sus súbditos, mándame a este nuevo César. Devuélvele a Egipto la vida y la esperanza. Permite que la faraona dé a luz a hijos e hijas con la sangre de César. Protege mi trono. Protege mi dinastía. Mándame a este nuevo César, y concédeme todas las artes y estratagemas de las incontables diosas que os han servido a ti, Amón-Ra y a todos los dioses de Egipto.

Podía esperar una respuesta al cabo de dos meses, pero primero llegó 'una carta de Cha'em que le decía que la peste había llegado a Menfis produciendo miles de víctimas. Por alguna inexplicable razón, los sacerdotes del recinto de Ptah no se veían afectados; sólo estaban enfermando los médicos sacerdotes regidos por Sejmet, y eso porque habían entrado en la ciudad para atender a los enfermos. El marcado carácter contagioso de la epidemia los había disuadido de regresar al templo de Ptah, y se habían quedado donde estaban. Eso había entristecido mucho a Cha'em. Pero debía advertirla, añadía, de que la enfermedad se propagaba ahora hacia el Delta y Alejandría. El Recinto Real debía aislarse de la ciudad.

– Quizá tenga que ver con la piedra -dijo Hapd'efan'e pensativamente cuando Cleopatra le mostró la carta de Cha'em-. El recinto del templo es de piedra, con los suelos embaldosados. Sea lo que sea lo que transmite la peste, probablemente no está a gusto en un medio tan estéril. Si es así. este palacio de piedra servirá de protección. Y si es así,el jardín será peligroso. Debo consultar con los jardineros e indicarles que planten ajenjo en los arriates.

La respuesta de Octaviano llegó a Alejandría a finales de noviembre, antes que la peste.


Gracias por tus buenos deseos, reina de Egipto. Tal vez te complazca saber que el número de asesinos vivos disminuye. No descansaré hasta que acabe con el último.

Preveo ocuparme de Bruto y Casio en el próximo año.

Mi padrastro, Filipo, agoniza lentamente. No esperamos que viva más allá de este mes. Se le han podrido los dedos de los pies y el veneno ha llegado a su sangre. Lucio Piso también agoniza, a causa de una inflamación de los pulmones.

Te escribo desde Bononia en la Galia Cisalpina, donde el aire otoñal es frío y cae aguanieve. Estoy aquí para reunirme con Marco Antonio. Dado que no me gusta viajar, nunca visitaré Egipto por placer. Tu ofrecimiento es muy amable, pero debo declinarlo.

La perla es preciosa, la he engastado en oro y la colgaré del cuello de la Venus Genetrix en su templo del Foro de César.


¿Reunirse con Marco Antonio? ¿Reunirse? ¿Qué significa eso exactamente? ¡Y vaya una respuesta! Cleopatra, considéralo una bofetada. Octaviano es un hombre de hielo, y no le interesan los asuntos egipcios, ni siquiera los del corazón.

No puede ser heredero de César, pues. Me ha rechazado. Adoro a Lucio César, pero él nunca haría el amor con quien lo hizo César. ¿Quién más lleva sangre juliana? Quinto Pedio. Sus dos hijos. Lucio Pinario. Los tres hermanos Antonio, Marco, Cayo y Lucio. Un total de siete hombres. Tendrá que ser el primero que llegue a este lado de su mar, porque yo no puedo viajar a Roma. Siete hombres. Seguramente no todos son tan fríos como Octaviano. Rogaré a Isis que me envíe a un juliano, y me dé hermanos y hermanas para Cesarión.


La peste llegó a Alejandría en diciembre, y redujo la población de la ciudad en un setenta por ciento; macedonios, griegos, judíos, méticos y egipcios híbridos perecieron poco más o menos en igual proporción. Los supervivientes tendrían comida de sobra. Cleopatra había atraído sobre sí los odios de un millón de personas por nada.

– Dios no discrimina -dijo Simeón el judío.

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