IV

EL MAESTRO DEL CABALLO

Desde finales de septiembre hasta finales de diciembre del año 47 a.C.

La Sexta legión y la caballería romana habían sido enviadas de Pérgamo a Éfeso para constituir el núcleo del ejército de la provincia de Asia, por consiguiente, cuando César puso el pie en territorio itálico el día del cumpleaños de Pompeyo Magno, tenía sólo a Décimo Carfuleno y una centuria de infantes, así como a Aulo Hirtio, Cayo Casio, su ayudante Cayo Trebatio y un puñado de legados y tribunos deseosos todos de reanudar sus trayectorias públicas. Carfuleno y su centuria estaban allí para proteger el oro, necesitado de escolta.

Los vientos los habían llevado en torno al cabo de Tarento, lo cual fue un inconveniente. Si hubieran desembarcado en Brindisi, como estaba previsto, César habría visto a Marco Cicerón; así las cosas, tuvo que dar instrucciones a los demás para que siguieran por la Via Apia sin él, y se dispuso a retroceder hasta Brindisi en una rápida calesa.

Afortunadamente, las cuatro mulas no habían recorrido aún muchos kilómetros cuando una litera apareció ante ellos; César lanzó un grito de satisfacción. Cicerón, tenía que ser Cicerón. ¿Quién, si no, utilizaría un medio de transporte tan lento como una litera con aquella ola de calor de principios de verano? La calesa se aproximó ruidosamente, y César se apeó antes de que se detuviera por completo. Avanzó a zancadas hacia la litera y allí encontró a Cicerón, encorvado sobre una mesa portátil. Cicerón lo miró boquiabierto un instante, luego lanzó un chillido y se apresuró a salir.

– ¡César!

– Ven, vamos a dar un paseo.

Los dos antiguos adversarios caminaron en silencio por el ardiente camino hasta que ya no los oía nadie, y allí César se detuvo para volverse de cara a Cicerón con expresión preocupada. ¡Cuánto había cambiado! No tanto en su apariencia física, aunque estaba mucho más delgado, más arrugado; sobre todo había cambiado su espíritu, y ello se revelaba claramente en sus inteligentes ojos castaños, un tanto legañosos. También él deseaba simplemente ser un eminente consular, un anciano hombre de Estado, un censor quizás, alguien cuya opinión se consultara en los debates de la cámara. «Pero al igual que ocurre conmigo, ya no es posible. Ha corrido demasiada agua bajo el puente.»

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó César, tenso.

– Mal -contestó Cicerón sin rodeos-. Llevo un año inmovilizado en Brindisi; Terencia no me envía dinero; Dolabela ha abandonado a Tulia, y la pobre muchacha tuvo tal enfrentamiento con su madre que ha venido a refugiarse junto a mí. Está mal de salud, y todavía ama a Dolabela, aunque no me explico por qué.

– Vete a Roma, Marco. De hecho deseo que ocupes tu escaño en el Senado otra vez. Necesito toda la oposición decente que pueda conseguir.

Cicerón torció el gesto.

– ¡No, no puedo hacerlo! Pensarían que me he rendido ante ti. César notó que la sangre le afluía al rostro; apretando los labios, contuvo su mal genio.

– Bueno, dejémoslo por el momento. Basta con que empaques tus cosas y lleves a Tulia a un clima más saludable. Quédate en una de tus hermosas villas de Campania. Escribe un poco. Reflexiona. Resuelve tus problemas con Terencia.

– ¿Terencia? Eso no tiene solución -dijo Cicerón con amargura-. ¿Puedes creer que me ha amenazado con dejarle todo su dinero a extraños, cuando tiene un hijo y una hija que dependen de ella?

– ¿A unos perros, a unos gatos o a un templo? -preguntó César con expresión muy seria.

Cicerón estalló.

– ¡Para dejar su dinero a cualquiera de ésos debería tener corazón! Creo que su elección ha recaído en personas dedicadas a la… esto… «sabiduría de oriente», o algo así.

– ¡Por todos los dioses! ¿Se ha unido al culto de Isis?

– No es probable que Terencia aplique el látigo a su propia espalda.

Conversaron durante un rato más sin centrarse en ningún tema en particular. César dio a Cicerón las noticias que tenía de los dos Quintos, sorprendido de que ninguno de los dos hubiera aparecido aún por Italia. Cicerón le contó que Ático y su esposa, Pilia, estaban muy bien, y que su hija crecía sobrecogedoramente deprisa. Pasaron a continuación a comentar cómo estaban las cosas en Roma, pero Cicerón era reacio a tratar de problemas de los que culpaba claramente a César.

– ¿Qué ha trastornado a Dolabela aparte de las deudas? -preguntó César.

– ¿Cómo voy a saberlo? Sólo sé que ha entablado relación con el hijo de Esopo, y ese sujeto es una pésima influencia.

– ¿El hijo de un actor trágico? Dolabela anda con compañías de bajo nivel.

– Esopo -respondió Cicerón con dignidad- es casualmente un buen amigo mío. La compañía de Dolabela no es de bajo nivel; es simplemente mala.

César desistió, regresó a su carro y partió hacia Roma.


Su primo y buen amigo Lucio Julio César se reunió con él en la villa de Filipo, cerca de Miseno, a corta distancia de Roma. Siete años mayor que César, Lucio se parecía mucho a él en las facciones y en la complexión, pero tenía los ojos de un azul más suave, más amable.

– Ya sabrás, claro está, que Dolabela lleva todo el año alborotando para conseguir una condonación general de las deudas, y que un par de tribunos de la Asamblea de la Plebe muy capacitados se han opuesto a él con tesón -dijo Lucio con tono interrogativo cuando se sentaron para hablar.

– Lo sé desde que salí de Egipto. Se trata de Asinio Polio y Lucio Trebelio, dos de mis hombres.

– ¡Dos excelentes hombres! Aunque se juegan la vida, siguen vetando la propuesta de Dolabela en la Asamblea de la Plebe. Dolabela pensó acobardarlos haciendo resurgir las bandas callejeras de Publio Clodio, añadió unos cuantos ex gladiadores y empezó a aterrorizar al Foro. Polio y Trebelio ni se inmutaron y continúan vetándolo.

– ¿Y tu sobrino y primo mío, Marco Antonio, mi Maestro del Caballo? -preguntó César.

– Antonio es un descontrolado, Cayo. Indolente, voraz, grosero, lascivo, y para colmo borracho.

– Conozco bien su historia, Lucio. Pero pensaba, viendo su buen comportamiento durante la guerra contra Magno, que había madurado y abandonado sus malos hábitos.

– ¡Nunca abandonará sus malos hábitos! -replicó Lucio-. La reacción de Antonio ante la creciente violencia de Roma fue dejar la ciudad y marcharse a cualquier otra parte para… ¿cómo decía?… «supervisar ciertos asuntos en Italia». Su idea de supervisión consiste en literas llenas de queridas, carretas llenas de vino, una cuádriga tirada por cuatro leones, un séquito de enanos, cómicos de la legua, magos y bailarinas, y una orquesta de flautistas y tamborileros tracios… Se cree un nuevo Dioniso.

– ¡El muy necio! Se lo advertí -comentó César en voz baja.

– Si se lo advertiste, no te prestó la menor atención. A finales de marzo llegó la noticia desde Capua de que las legiones allí acampadas estaban inquietas, así que Antonio partió con su circo hacia Capua, donde, por lo que sé, sigue con las legiones seis meses después. En cuanto él se marchó de Roma, Dolabela incrementó la violencia. Entonces Polio y Trebelio enviaron a Publio Sila y al sencillo Valerio Mesala a entrevistarse contigo. ¿Los has visto?

– No. Continúa, Lucio.

– Las cosas empeoraron gradualmente. Hace dos nundinae el Senado promulgó su Senatus consultum Ultimum y ordenó a Antonio que arreglara la situación en Roma. Tardó en hacer algo, pero cuando actuó, lo que hizo fue inefable. Cuatro días atrás llevó a la Décima legión directamente desde Capua hasta el Foro y ordenó a los soldados que atacaran a los alborotadores. Desenvainaron las espadas y se abrieron paso a través de aquellos hombres armados sólo con porras. Murieron ochocientos de ellos. Dolabela interrumpió sus maquinaciones de inmediato, pero Antonio hizo caso omiso. Dejó el Foro ensangrentado y mandó a varios hombres de la Décima a rodear a un pequeño grupo que, según él, formaban los cabecillas. ¿Quién le había dado tal información? No tengo ni idea. Eran unos cincuenta en total, incluidos veinte ciudadanos romanos. Hizo azotar y decapitar a los no ciudadanos y despeñó a los ciudadanos desde la Roca Tarpeya. Luego, habiendo añadido esos cadáveres a su escabechina, Antonio se volvió con la Décima a Capua.

César estaba pálido y tenía los puños apretados.

– No sabía nada de todo eso -admitió.

– Estoy seguro de que no lo sabías, pese a que las noticias han corrido por todo el país. Pero ¿quién, sino yo, informaría de ello al dictador César?

– ¿Dónde está Dolabela?

– Sigue en Roma, pero mantiene una actitud discreta.

– ¿Y Antonio?

– Sigue en Capua. Sostiene que las legiones están al borde del motín.

– ¿Y el gobierno, aparte de Polio y Trebelio?

– No existe. Has estado fuera demasiado tiempo, Cayo, y apenas pasaste por Roma antes de marcharte. ¡Dieciocho meses! Mientras Vatia Isaurico fue cónsul las cosas funcionaron bastante bien, pero éste no era un buen año para dejar a Roma sin cónsules ni pretores, y así te lo digo a las claras. Ni Vatia ni Lepido tienen autoridad, y este último es débil en las negociaciones. Los conflictos empezaron en el momento mismo en que Antonio trajo las legiones de Macedonia.

Él y Dolabela, que antes eran tan buenos amigos, parecen resueltos a arrasar Roma tan a conciencia que ni siquiera tú podrías recoger los pedazos… Y si tú no puedes recoger los pedazos, Cayo, los dos lucharán hasta el final para decidir quién de ellos es el próximo dictador.

– ¿Ésas son sus intenciones? -preguntó César.

Lucio César se puso en pie y se paseó por la habitación con una expresión muy grave.

– ¿Por qué has pasado fuera tanto tiempo, primo? -preguntó, dándose de pronto la vuelta para mirar cara a cara a César que seguía sentado-. Has hecho un disparate. ¡Retozar en los brazos de una vampiresa oriental, navegar por los ríos, concentrar tu atención en el lado equivocado del Mare Nostrum! Cayo, hace un año que murió Magno. ¿Dónde has estado? Tu sitio está en Roma.

Nadie más podría haberle dicho aquello, como César bien sabía. Sin duda Vatia, Lepido, Filipo, Polio, Trebelio y cuantos se habían quedado en Roma habían dejado deliberadamente la misión en manos del único hombre a quien César no replicaría. Su amigo y aliado durante muchos años, Lucio Julio César, consular, augur mayor, el más leal legado de la guerra gálica. Así que le escuchó cortésmente hasta que Lucio César terminó su discurso, y entonces alzó las manos en un gesto defensivo.

– Ni siquiera yo puedo estar en dos lugares al mismo tiempo -dijo, manteniendo un tono de voz ecuánime y objetivo-. Claro que sabía todo el trabajo que tenía pendiente en Roma, y claro que era consciente de que Roma era lo primero. Pero me encontraba ante una disyuntiva, Lucio, y aún creo que me decanté por la opción correcta. O bien dejaba el lado oriental del Mare Nostrum para que se convirtiera en un nido de intrigas, resistencia republicana, conquistas bárbaras y absoluta anarquía, o me quedaba allí y ponía las cosas en orden. Porque casualmente los conflictos se desencadenaron cuando yo estaba allí, de modo que decidí quedarme en Oriente, convencido de que Roma sobreviviría hasta mi llegada. Ahora mi error me parece evidente: deposité demasiada confianza en Marco Antonio. Y lo más exasperante, Lucio, es que puede ser muy competente. ¡Cúanto daño les hizo Julia Antonia a esos tres muchachos entre sus migrañas y sus vahos, sus desastrosas elecciones de marido, su incapacidad para mantener un hogar romano como es debido! Como tú dices, Marco es un descontrolado, un borracho y un lascivo, Cayo es tan inepto que podría pasar por un deficiente mental, y Lucio es tan astuto que nunca deja que su mano izquierda sepa lo que hace su mano derecha.

Las miradas de los cuatro ojos azules se cruzaron. ¡La familia, la maldición de todo hombre!

– Sin embargo, ahora estoy aquí, Lucio. Esto no volverá a ocurrir. Y no es demasiado tarde. Si Antonio y Dolabela tienen intención de luchar por la dictadura por encima de mi cadáver, se encontrarán con lo que no esperan. El dictador César no va a tener para ellos la gentileza de morirse.

– Comprendo tu punto de vista respecto a Oriente -dijo Lucio, un poco más tranquilo-, pero no te dejes engatusar por Antonio, Cayo. Sientes debilidad por él, pero esta vez ha ido demasiado lejos. -Frunció el entrecejo-. Sucede algo extraño con las legiones, y presiento que mi sobrino está detrás de ello. No permite que nadie se acerque a esos militares.

– ¿Acaso tienen motivos para el descontento? Cicerón me insinuó que no han cobrado.

– Supongo que sí han cobrado, porque me consta que Antonio se llevó plata de las arcas para acuñar moneda. ¿Quizás estén aburridos? Son tus veteranos de la Galia. También están con ellos los veteranos de la campaña de Pompeyo Magno en Hispana -dijo Lucio César-. La inactividad no puede complacerles.

– Tendrán trabajo de sobra en la provincia de África en cuanto yo me haya ocupado de Roma -contestó César, que se puso en pie-. Partimos hacia Roma ahora mismo, Lucio. Quiero entrar en el Foro al rayar el alba.

– Una cosa más, Cayo -dijo Lucio cuando salían-. Antonio se ha trasladado al palacio de Pompeyo Magno en las Carinas.

César se detuvo en seco.

– ¿Con permiso de quién?

– El suyo propio, como Maestro del Caballo. Afirmó que su antigua casa era demasiado pequeña para sus necesidades.

– Vaya, vaya -comentó César, echando a andar de nuevo-. ¿Qué edad tiene?

– Treinta y seis.

– Edad suficiente para ser más sensato.


Cada vez que César regresa a Roma, ésta presenta un aspecto de mayor abandono. ¿Se debe ello a que César visita otras muchas ciudades, ciudades planificadas y construidas por griegos que con su avanzada concepción de la arquitectura no temen arrasar edificios antiguos en nombre del progreso? Como los romanos reverencian la antigüedad y a los antepasados, no se atreven a derruir un edificio público simplemente porque no cumple ya su función. Pese a sus grandes dimensiones, la pobre Roma no es una dama encantadora. Su cogollo está en el fondo de una húmeda hondonada que en justicia debería desaguar en los pantanos de las Palus Cerollas, pero no lo hace porque el borde rocoso de la Velia separa Esquilina de Palatina, de modo que el cogollo es casi una ciénaga. Si la Cloaca Máxima no pasara justo debajo sería sin duda un lago. La pintura de los edificios se desconcha por todas partes, los templos del Capitolio están sucios, incluso el de Júpiter Óptimus Máximus. En cuanto a Juno Moneta, ¿cuántos siglos hace que no se restaura? Los vapores procedentes de la acuñación de moneda en el sótano están causando estragos. Nada está bien planificado ni trazado; la ciudad es una vieja maraña. Por más que César intenta mejorarla con sus propios proyectos financiados con capital privado. Lo cierto es que Roma está exhausta a causa de décadas de guerra civil. No puede seguir así; esto ha de acabar.

César no tuvo tiempo de fijar la mirada en las obras públicas que había iniciado siete años atrás: el Foro julio, contiguo al Foro romano; la Basílica Julia, en el Foro romano inferior, donde estaban antes las dos antiguas basílicas Opimia y Sempronia; la nueva Curia para el Senado; las oficinas del Senado.

No, estaba demasiado ocupado contemplando los cadáveres descompuestos, las estatuas caídas, los altares destrozados, las hornacinas profanadas. El Ficus Ruminalis presentaba marcas e indicios de violencia; otros dos árboles sagrados tenían partidas las ramas inferiores, y las aguas del estanque de Curtio estaban teñidas de sangre. Más arriba, en el primer tramo de la subida al Capitolio, las puertas del Tabulario de Sila estaban abiertas de par en par, y a su alrededor había fragmentos de piedra.

– ¿Antonio no se planteó siquiera limpiar todo esto? -preguntó César.

– En absoluto -dijo Lucio.

– Ni él ni nadie más, por lo visto.

– La gente corriente tiene demasiado miedo para aventurarse a venir aquí, y el Senado no quería que los esclavos públicos retiraran los cadáveres hasta que los parientes tuvieran ocasión de reclamarlos -explicó Lucio con tristeza-. Es un síntoma más de la ausencia de gobierno, Cayo. ¿Quién asume las responsabilidades cuando no hay praetor urbanus ni ediles?

César se volvió hacia su principal secretario, que con el semblante pálido se tapaba la nariz con un pañuelo.

– Faberio, ve al puerto de Roma y ofrece mil sestercios a cualquier hombre dispuesto a transportar en carreta los cadáveres en descomposición -ordenó lacónicamente-. Quiero que al anochecer no quede aquí ni un solo cuerpo, y todos deben trasladarse a los pozos de cal del Campo Esquilino. Aunque sus asesinatos no tienen justificación, eran alborotadores y descontentos. Si sus familias aún no los han reclamado, lo lamento.

Faberio se apresuró a cumplir la orden, deseando con desesperación estar en otra parte.

– Coponio, busca al supervisor de los esclavos públicos y dile que mañana quiero todo el Foro lavado a fondo -ordenó César a otro secretario; resopló por la nariz con un gesto de asco-. Éste es un sacrilegio de la peor especie; no tiene sentido.

Pasó entre el templo de la Concordia y el viejo Senáculo, y se agachó para examinar los fragmentos esparcidos alrededor de las puertas del Tabularlo.

– ¡Bárbaros! -gruñó-. ¡Por compasión, fíjate en esto! Algunas de nuestras leyes más antiguas grabadas en piedra, rotas en piezas tan pequeñas como las de un mosaico. Y eso es lo que tendremos que hacer: contratar a expertos en el arte del mosaico para recomponer las tablas. Antonio se arrepentirá de esto. ¿Dónde está?

– Aquí viene uno que quizá pueda contestar esta pregunta -dijo Lucio, observando acercarse a un individuo robusto vestido con una toga orlada de púrpura.

– ¡Vatia! -exclamó César, tendiendo la mano derecha.

Publio Servilio Vatia Isaurico descendía de una gran familia plebeya ennoblecida, y era hijo del más fiel seguidor de Sila; el padre había prosperado durante el mandato de Sila, y fue tan astuto que consiguió seguir prosperando después de su caída. Aún vivía, retirado en una villa campestre. El hecho de que el hijo eligiera seguir a César era un misterio para aquellos que juzgaban a los nobles romanos según las inclinaciones políticas de sus familias; la rama de los Servilio Vatia era en extremo conservadora, como lo había sido Sila. No obstante, este Vatia en particular tenía una vena de jugador; se había encaprichado de César, el caballo peor situado en la carrera hacia el poder, y era lo bastante sagaz para saber que César no era un demagogo ni un aventurero político.

Con una mirada chispeante en los ojos grises y una sonrisa en el rostro enjuto, Vatia cogió la mano de César entre las suyas y la estrechó con fervor.

– Gracias a los dioses porque has vuelto.

– Ven, pasea con nosotros. ¿Dónde están Polio y Trebelio?

– Vienen hacia aquí. No te esperábamos tan pronto.

– ¿Y Marco Antonio?

– Está en Capua, pero nos comunicó que vendría a Roma.

Terminaron su recorrido ante las macizas puertas de bronce junto al altísimo podio del templo de Saturno, donde se encontraba el Tesoro público. Tras mucho llamar, por fin una hoja de la puerta se abrió un poco y por el resquicio asomó la cara asustada de Marco Cuspio, tribunus aerarius.

– ¿Atiendes en persona a los que llaman, Cuspio? -preguntó César.

– ¡César! -La puerta se abrió de par en par-. ¡Pasa, pasa!

– No entiendo por qué tenías tanto miedo, Cuspio -dijo César mientras avanzaba por el pasillo escasamente iluminado que llevaba a las oficinas-. Esto está tan vacío como un intestino después de un enema. -Con expresión ceñuda, asomó la cabeza a una pequeña habitación-. Han desaparecido incluso las mil seiscientas libras de laserpicium. ¿Quién ha aplicado la lavativa?

Cuspio no fingió incomprensión.

– Marco Antonio, César. Como Maestro del Caballo, tiene autoridad para hacerlo, y dijo que tenía que pagar a las legiones.

– Para pagar una guerra yo sólo me llevé treinta millones de sestercios en monedas acuñadas y diez mil talentos de plata en lingotes. Quedaron veinte mil talentos de plata y quince mil talentos de oro -dijo César sin alterarse-. Suficiente para sacar del bache a Roma, digo yo, aunque hubiera que pagar a doscientas legiones. Lo cierto es que yo había calculado aproximadamente lo que iba a encontrar en el erario al inspeccionarlo. No preveía que estuviera vacío.

– El oro sigue aquí, César -aseguró Marco Cuspio, nervioso-. Lo trasladé a otro sitio. Durante el consulado de Publio Servilio Vatia se encargaron mil talentos de plata en moneda.

– Sí, yo los encargué -confirmó Vatia-, pero sólo se pusieron en circulación cuatro millones de sestercios. El grueso del dinero volvio aquí.

– Intenté pedir datos y cifras, de verdad.

– Nadie te culpa, Cuspio. No obstante, mientras el dictador esté en Italia, nadie sacará de aquí un solo sestercio a menos que él esté presente, ¿queda claro?

– Sí, César, muy claro.

– Pasado mañana te llegará un envío de siete mil talentos de oro y numerosas coronas de oro. El oro es propiedad del erario, y se estampará debidamente. Conserva las coronas como prueba de mi triunfo en Asia. Buenos días tengas.

Cuspio cerró la puerta y se dejó caer contra ella, respirando entrecortadamente.

– ¿Qué se trae entre manos Antonio? -preguntó Vatia a los Césares.

– Me propongo averiguarlo -contestó César el dictador.


Publio Cornelio Dolabela procedía de una antigua familia patricia que había entrado en decadencia, una historia bastante habitual. Al igual que otro Cornelio, Sila, Dolabela vivía de su ingenio y poco más. Había pertenecido al Círculo del viejo Clodio en la época en que Clodio y sus jóvenes compinches igualmente desmandados habían escandalizado a los más moderados elementos de Roma con sus actividades. Pero habían pasado casi siete años desde que Nilo asesinó a Clodio en la Via Apia, hecho que representó la disolución de la banda.

Algunos de los seguidores de Clodio llegaron a desarrollar distinguidas carreras públicas: Cayo Escribonio Curio, por ejemplo, había sido un brillante tribuno de la Asamblea de la Plebe al servicio de César y murió en combate justo cuando su estrella estaba en ascenso; Décimo Junio Bruto Albino, más conocido como Décimo Bruto, había pasado de capitanearlas bandas callejeras de Clodio a capitanearlas huestes de César con aún mayor habilidad, y en el presente era gobernador en la Galia Trasalpina; y naturalmente Marco Antonio había tenido tanto éxito bajo el mando de César que ahora era el segundo hombre más poderoso de Roma, el Maestro del Caballo del dictador.

Sin embargo, no había sido así para Dolabela, quien siempre parecía estar en otra parte cuando César distribuía los mejores puestos, a pesar de que había adoptado el bando de' César en cuanto se supo que el paso del Rubicón era un hecho.

En muchos sentidos él y Marco Antonio se parecían: grandes, detestablemente egoístas, fanfarrones. Donde diferían era en el estilo; Dolabela tenía modos más suaves. Los dos vivían en una pobreza crónica; los dos se habían casado por dinero: Antonio con la hija de un rico provincial, rico provincial murió en una epidemia, Fabia había permanecido virgen demasiado tiempo para ser una esposa satisfactoria, pero los dos habían salido de sus primeros matrimonios considerablemente más acaudalados. Después Antonio se casó con Antonia, su prima carnal, hija del repugnante Antonio Híbrida; era tan famosa como su padre por torturar esclavos, pero Antonio pronto la obligó a abandonar ese hábito a golpes. Dolabela, en cambio, la segunda vez se casó por amor, con la encantadora hija de Cicerón, Tulia… ¡y qué decepcionante resultó!

Mientras Antonio actuaba como legado mayor de César, llevando el timón en Brindisi y luego al frente de las tropas en Macedonia Grecia, Dolabela comandaba una flota en el Adriático y sufrió una derrota tan ignominiosa que César no volvió a darle otra oportunidad.

En justicia debe decirse que los barcos de Dolabela eran cascarones y la flota republicana se componía de liburnios, los mejores barcos combate existentes. Pero ¿tuvo César eso en cuenta? De tanto Marco Antonio medraba imparable, Publio Dolabela esconfundía falto de rumbo.

Su situación llegó a ser desesperada. Había dilapidado hacía ya mucho tiempo la fortuna de Fabia y la dote recibida de Cicerón no duró más que una gota del reloj de agua. Llevando la misma clase de vida que Antonio (aunque a escala más modesta), las deudas de Dolabela fueron amontonándose. Los prestamistas a quienes el libertino de treinta y seis años debía millones empezaron a acosarlo dé manera tan insistente y desagradable que éste apenas se atrevía a dejarse ver en los barrios buenos de Roma.

Cuando César se marchó a Egipto y desapareció de la faz de la tierra, Doblabela descubrió que tenía ante sí la respuesta a sus males desde hacía años: seguiría el ejemplo de Publio Clodio, fundador del Círculo Clodio, e intentaría ser elegido tribuno de la Asamblea de la Plebe. Al igual que Clodio, Dolabela era patricio 0 elegible para ese tentador cargo público. Pero Clodio había soslayado ese obstáculo haciéndose adoptar por un plebeyo. Dolabela encontró a una dama llamada Libia, y procedió a hacerse adoptar por ella. Como plebeyo auténtico, podía presentarse a las elecciones.

A Dolabela no le interesaba utilizar el cargo para fomentar su fama política; su propósito era conseguir que aprobaran una condonación general de deudas. Dada la presente crisis, no era tan absurdo como parecía. Padeciendo las privaciones que una guerra civil siempre acarreaba, Roma estaba llena de individuos y empresas endeudados hasta el cuello, y deseosos de encontrar una manera de salir de su difícil situación sin tener que pagar dinero. Dolabela llevó a cabo una campaña reivindicando la condonación general de deudas, y fue elegido. Le dieron un mandato. Lo que no había tenido en cuenta era la oposición de otros dos tribunos de la Asamblea de la Plebe, Cayo Asinio Polio y Lucio Trebelio, que tuvieron las agallas de vetarlo durante el primer contio que convocó para debatir la medida. Contio tras contio, Polio y Trebelio siguieron vetándolo.

Dolabela echó mano de sus trucos «clodianos» y recurrió a la banda callejera; acto seguido el Foro romano se vio sacudido por una campaña de terror que debería haber llevado a Polio y Trebelio al exilio voluntario. No fue así. Se quedaron en el Foro, se quedaron en la rostra, mantuvieron su tenaz esfuerzo. Veto, veto, veto. No hubo condonación general de las deudas.

Llegó marzo, y en la Asamblea de la Plebe las cosas siguieron en punto muerto. Hasta el momento Dolabela había mantenido a las bandas bajo relativo control, pero era evidente que se requería mayor violencia. Conociendo a Marco Antonio desde hacía mucho tiempo, Dolabela sabía perfectamente que éste se hallaba aún más endeudado que él; también a Antonio le interesaba que se aprobara la condonación general de deudas con carácter de ley.

– Pero la cuestión es, mi querido Antonio, que no puedo dar rienda suelta a mis matones si el Maestro del Caballo del dictador anda cerca -explicó Dolabela ante un par de jarras de potente vino.

Antonio agachó la cabeza, cubierta de pelo rizado y rojizo, echó un trago y sonrió.

– De hecho, Dolabela, las legiones acuarteladas en Capua están inquietas, así que en realidad debería ir hasta allí para investigar -dijo. Sacó la lengua para tocarse la punta de la nariz, un truco fácil para Antonio-. Es muy posible que encuentre en Capua una situación tan delicada que deba quedarme allí durante… mmm… tanto tiempo como tardes en conseguir la aprobación de la ley.

Y eso acordaron. Antonio partió hacia Capua para cumplir sus legítimas obligaciones como Maestro del Caballo, y entretanto Dolabela causó estragos en el Foro romano. Trebelio y Polio fueron agredidos físicamente por las bandas, maltratados brutalmente, apaleados sin piedad; pero, al igual que otros tribunos de la Asamblea de la Plebe hicieron antes que ellos, se negaron a dejarse intimidar. Cada vez que Dolabela convocaba un contio en la Asamblea de la Plebe, Polio y Trebelio estaban allí para acogerse a su derecho al veto; claro que acudían cubiertos de vendas y con los ojos morados, pero eran ovacionados. A los asiduos del Foro les entusiasmaba la valentía, y las bandas no se componían de asiduos al Foro.

Por desgracia para Dolabela, no podía permitir que sus muchachos mataran -o ni siquiera medio mataran- a Polio y Trebelio, que eran hombres de César, y César regresaría. Él tampoco apoyaría una condonación general de las deudas. Polio en particular contaba con el afecto de César; estaba presente cuando el viejo cruzó el Rubicón, y en esos momentos se dedicaba a escribir una historia de los últimos veinte años. Lo que Dolabela no había previsto era el belicoso resurgimiento del Senado, no lo bastante nutrido de asistentes en esos tiempos para formar quórum. Consciente de ello, Dolabela había excluido por completo de sus cálculos al principal organismo de gobierno. ¿Y qué hizo entonces Vatia Isaurico? Convocó una sesión del Senado y lo obligó a aprobar el Senatus consultum Ultimum, una medida comparable a la ley marcial. Se ordenó nada menos a Marco Antonio que pusiera fin a la violencia en el Foro. Tras esperar en vano seis meses la condonación general de deudas, Antonio estaba harto. Sin molestarse a advertir a Dolabela, entró en el Foro con la Décima y arremetió contra las bandas… y contra los desdichados asiduos del Foro atrapados allí en medio. Dolabela ignoraba quiénes eran los hombres ejecutados por Marco Antonio, y sólo podía suponer que Antonio -como sería muy propio de él- simplemente había atrapado a los primeros cincuenta que vio en los callejones del Velabrum. Dolabela siempre había sabido que Antonio era un carnicero, pero que nunca implicaría a uno de su propia clase e inclinaciones.

Ahora César había vuelto a Roma. Publio Cornelio Dolabela se vio convocado a la presencia del dictador en la Domus Publica.


Como pontífice máximo, César estaba autorizado a vivir en el edificio público más parecido a un palacio que tenía Roma. Mejorado y ampliado primero por Ahenobarbo y luego por César, era una enorme residencia ubicada en el centro mismo del Foro y presentaba una peculiar dicotomía: en un lado vivían las seis Vírgenes Vestales, en el otro el pontífice máximo. Uno de los deberes del sumo sacerdote de Roma era supervisar las Vestales, que no llevaban una vida de claustro, pero cuyos hímenes intactos representaban el bienestar público de Roma, o de hecho la suerte de Roma. Investidas a los seis o siete años de edad, servían durante treinta años y luego quedaban en libertad para reintegrarse a la comunidad e incluso casarse si así lo deseaban, como había hecho Fabia con Dolabela. Sus deberes religiosos no eran grandes, pero también tenían bajo su custodia los testamentos de los ciudadanos romanos, y en el momento en que César regresó a Roma eso implicaba que guardaban alrededor de tres millones de documentos, todos minuciosamente archivados, numerados y clasificados, ya que incluso los ciudadanos romanos más pobres tendían a hacer testamento y a dejarlo en manos de las Vestales fuera cual fuera su lugar de residencia. En cuanto una Vestal cogía el testamento de alguien se sabía que era sacrosanto, que nadie lo leería hasta que se presentara una prueba de la muerte del testador y,Ipareciera la persona indicada para autentificarlo.

Así pues, cuando Dolabela se presentó en la Domus Publica, no se dirigió al lado de las Vestales, ni a la entrada principal ornada con el nuevo frontón encargado por César (la Domus Publica era un templo inaugurado), sino a la puerta privada del pontífice máximo.

Todos los empleados de la época de la ínsula de Aurelia en Subura habían muerto, incluidos Borbundo y su esposa, Cardixa, pero los hijos de éstos aún administraban las muchas propiedades de César. El tercero de esos hijos, Cayo julio Trogo, estaba en las oficinas de la Domus Publica, y dejó pasar a Dolabela con una ligera reverencia. Dolabela, un hombre alto, no estaba acostumbrado a que alguien le hiciera sentir pequeño, pero al lado de Trogo parecía un enano.

César se hallaba en su estudio, ataviado con sus magníficas galas pontificales, un detalle significativo, según supo Dolabela sin comprender la razón. Tanto la toga como la túnica eran de bandas púrpura y carmesí; en aquella sala, bien iluminada gracias a una ventana y numerosas lámparas, las suntuosas vestiduras reproducían los colores de la decoración, ya que muebles y paredes eran de tonos carmesí y púrpura, con dorados en las molduras de escayola del techo.

– Siéntate -le indicó César con brusquedad, dejando caer el pergamino que estaba leyendo para mirar fijamente a los ojos de Dolabela, fríos, penetrantes, no del todo humanos-. ¿Qué tienes que decir en tu defensa, Publio Cornelio Dolabela?

– Que las cosas se nos han escapado de las manos?respondió Dolabela con franqueza.

– Reclutaste bandas para aterrorizar a la ciudad.

– ¡No, no! -aseguró Dolabela, mirándolo con los ojos muy abiertos y expresión inocente-, De verdad, César, las bandas no fueron cosa mía. Yo simplemente presenté un proyecto de ley para la condonación general de las deudas, y al hacerlo, descubrí que la mayoría de los romanos estaban tan endeudados que se volcaron con desesperación en apoyo al proyecto. Mi propuesta cobró impulso del mismo modo que una bola de nieve rodando pendiente abajo por el Clivus Victoriae.

– Si no hubieras presentado ese irresponsable proyecto de ley,

Publio Dolabela, no habría habido bola de nieve -replicó de mal humor-. ¿Tan grandes son tus propias deudas?

– Sí.

– De modo queda medida era en esencia egoísta.

– Supongo que sí. Sí.

– ¿No se te ocurrió pensar, Publio Dolabela, que los dos miembros de tu colegio tribunicio que se opusieron a la medida no estaban dispuestos a permitirte legislar?

– Sí, sí, claro.

– ¿Cuál era, pues, tu deber como tribuno? Dolabela lo miró con cara de incomprensión.

– ¿Mi deber como tribuno?

– Comprendo que tu origen patricio te impide entender bien los asuntos plebeyos, Publio Dolabela, pero tienes cierta experiencia política. Debiste de saber cuál era tu deber en cuanto Cayo Polio y Lucio Trebelio se obstinaron en vetar esa ley.

– Yo… no.

César, sin parpadear, mantenía los ojos fijos en Dolabela como dos dolorosos taladros.

– Y la persistencia, Publio Dolabela, es una virtud admirable, pero tiene un límite. Si dos de los miembros de tu colegio ejercen el veto en todos tus contio durante tres meses, el mensaje está claro. Debes retirar la ley propuesta porque se considera inaceptable. Tú en cambio has perseverado durante diez meses. De nada sirve que ahora te quedes ahí sentado como un niño arrepentido, seas o no responsable de la organización de bandas callejeras al estilo del viejo Clodio, no tuviste el menor escrúpulo en aprovecharte de ellas, llegando al punto de quedarte de brazos cruzados mientras agredían físicamente a dos hombres que están protegidos por los antiguos principios plebeyos de la inviolabilidad y la sacrosantidad. Marco Antonio arrojó de lo alto de la Roca Tarpeya a veinte ciudadanos afines a ti, pero ninguno de ellos era ni remotamente tan culpable como tú, Publio Dolabela. En justicia debería ordenar que éste fuera también tu destino. Y así, de hecho, debería haber obrado Marco Antonio, que tenía que saber quién era el responsable. Tú y mi Maestro del Caballo habéis sido uña y carne durante veinte años.

Se produjo un silencio. Dolabela, con los dientes apretados, notó el sudor en la frente y rogó para que las gotas no resbalaran hasta sus ojos obligándolo a enjugárselas.

– Como pontífice máximo, Publio Cornelio Dolabela, es mi deber informarte de que tu adopción en la plebe era ilegal. No contó con mi consentimiento, y ése es un requisito indispensable según la lex Clodia. Por tanto, debes abandonar el tribunado de la Asamblea de la Plebe inmediatamente y retirarte por completo de la vida pública hasta que el Tribunal de Quiebras reanude las sesiones y puedas apelar a él para resolver tus asuntos. La ley no dispone de mecanismos para situaciones como la tuya, y como el jurado lo compondrán otros de tu misma clase saldrás mejor librado de lo que mereces. Ahora márchate. -César bajó la cabeza.

– ¿Eso es todo? -preguntó Dolabela con incredulidad.

César tenía ya un pergamino entre las manos.

– Eso es todo, Publio Dolabela. ¿Me crees tan estúpido como para atribuir la culpa a quien no la tiene? En esto tú no eres el principal instigador, tú eres un simple peón.

Indignado pero con alivio, el simple peón se puso de pie.

– Una cosa más -dijo César todavía leyendo.

– ¿Sí, Cesar?

– Te prohíbo todo contacto con Marco Antonio. Tengo mis fuentes de información, Dolabela, así que te sugiero que no intentes infringir esa prohibición. Vale.


Dos días después llegó a Roma el Maestro del Caballo. Atravesó la Puerta Capena al frente de un escuadrón de caballería germana, a lomos del corcel público antoniano, una bestia enorme y vistosa tan blanca como el antiguo caballo público de Pompeyo Magno. Antonio, no obstante, había ido más lejos que Pompeyo: en lugar de arreos de piel escarlata, su montura los llevaba de piel de leopardo. También él llevaba una capa corta de leopardo sujeta al cuello mediante una cadena de oro, doblada hacia atrás en un hombro para mostrar el forro escarlata del mismo color de la túnica. Su coraza era de oro, moldeada para ajustarse a sus magníficos pectorales, y llevaba grabada la escena en la que Hércules (los orígenes de los Antonios se remontaban a Hércules) mataba al león de Nemea; las tiras de piel escarlata de las mangas y el faldellín estaban tachonadas y orladas de oro. Llevaba el yelmo ático de oro con el penacho de plumas de avestruz teñidas de escarlata (debían de costar diez talentos, ya que eran muy poco comunes en Roma) colgado del arzón posterior de la silla de piel de leopardo, ya que prefería ir con la cabeza descubierta para que el público, boquiabierto, no albergara la menor duda de quién era aquella figura poderosa y divina. Para mayor presunción, había equipado a las monturas negras del escuadrón de germanos con arreos de color escarlata, y a los jinetes los había ataviado con plata y pieles de leones; las cabezas de estas fieras remataban sus yelmos y las garras les colgaban anudadas ante el pecho.

Todas las mujeres de la multitud apiñada para verlo atravesar el mercado de Capena debieron de plantearse la misma duda: ¿Era hermoso o era feo? Por lo general las opiniones estaban divididas, ya que en cuanto a estatura o musculatura era hermoso, mientras que su rostro era feo. Antonio tenía el cabello muy espeso y rizado, de color castaño rojizo, la cara tosca y redondeada, el cuello tan corto y grueso que parecía la prolongación de la cabeza. Sus ojos, pequeños, hundidos y demasiado juntos, tenían el mismo color castaño del pelo. La nariz y el mentón casi se tocaban por encima de la boca pequeña de labios carnosos. Las mujeres que le habían concedido sus favores amorosos comparaban sus besos con el mordisqueo de una tortuga. No obstante, nadie podía negar que su presencia destacaba en medio de cualquier multitud.

Se forjaba unas fantasías desbordantes y fabulosas. Eso mismo podría decirse de muchos hombres, pero la diferencia entre Antonio y los demás estribaba en el hecho de que Antonio vivía realmente sus fantasías en el mundo real. Se veía a sí mismo como Hércules, como el nuevo Dioniso, como Sanpsiceramo, el legendario potentado oriental, y se las ingeniaba para que su comportamiento y apariencia fueran una combinación de los tres.

Aunque su exageradamente ostentoso modo de vida ocupaba casi todos sus pensamientos, no era estúpido como su hermano Cayo, ni un patán; Marco Antonio, en lo tocante a sus propios intereses, poseía un lado astuto que, cuando era necesario, lo sacaba de situaciones precarias, y sabía cómo conseguir que su abrumadora masculinidad actuara en su favor ante otros hombres, especialmente el dictador César, que era su primo segundo. A todo esto se añadía la facilidad para la oratoria propia de su familia, que aunque no estaba a la altura de Cicerón o César, sin duda era superior a la de la mayoría de los miembros del Senado. No le faltaba valor, y era capaz de pensar en el campo de batalla. De lo que sí carecía era del sentido de la moralidad, del comportamiento ético, de respeto por la vida y los seres humanos, y sin embargo podía ser asombrosamente generoso y una excelente compañía. Antonio era como un toro en la puerta del toril, un hombre de impulsos. Lo que deseaba obtener gracias a su noble origen tenía dos aspectos: por un lado, deseaba ser el primer hombre de Roma; por otro, deseaba palacios, buena vida, sexo, comida, vino, comedia y diversión permanente.

Desde su regreso a Italia con las legiones de César hacía casi un año, se había entregado sin freno a todas esas actividades. Como Maestro del Caballo del dictador, era constitucionalmente el hombre más poderoso en ausencia del dictador, y había estado utilizando ese poder de unas maneras que, como bien sabía, César deploraría. Pero también había estado viviendo como un potentado oriental, y gastando mucho más dinero del que tenía. Tampoco le había importado lo que un hombre más prudente habría comprendido desde el principio: que llegaría un día en que tendría que rendir cuentas de sus actividades. Antonio vivía únicamente en el presente. Sólo que el día por fin había llegado.

Lo sensato, decidió, era dejar a sus amigos en la villa de Pompeyo en Herculano. No tenía sentido alterar al primo Cayo más de lo necesario. A pesar de que el primo Cayo conocía bien a hombres como Lucio Gelio Poplicola, Quinto Pompeyo Rufo el Joven y Lucio Vario Cotila, éstos no eran de su agrado.

Su primera parada en Roma no fue la Domus Publica, ni la enorme mansión de Pompeyo en las Carinas, ahora su morada; fue derecho a la casa de Curio en el Palatino, estacionó a sus germanos en el jardín contiguo a la casa de Hortensia, y entró preguntando por la señora Fulvia.

Era la nieta de Cayo Sempronio Graco por Via de su madre, Sempronia, que se había casado con Marco Fulvio Banbalio, una alianza muy apropiada considerando que los Fulvios habían sido los más fervientes seguidores de Cayo Graco, y habían padecido el mismo destino que él. Sempronia había recibido la enorme fortuna de su abuela, pese a que la lex Voconia prohibía a las mujeres ser herederas principales. Pero la abuela de Sempronia era Cornelia, la madre de los Gracos, con poder suficiente para obtener un decreto del Senado que la eximiera del cumplimiento de la ley. Cuando Fulvio y Sempronia murieron, otra exención senatorial autorizó a Fulvia a heredar tanto de su padre como de su madre. Era la mujer más rica de Roma. Fulvia no tuvo que sufrir el habitual destino de las herederas. Eligió ella misma a su marido, Publio Clodio, el patricio rebelde, fundador del Círculo Clodio. ¿Por qué escogió a Clodio? Porque estaba enamorada de la imagen demagógica de su propio abuelo, y vio en Clodio grandes posibilidades para la demagogia. Su fe en él no se vio defraudada. Tampoco estaba dispuesta a quedarse en casa como una clásica esposa romana. Incluso en los últimos meses de embarazo se la veía en el Foro alentando a gritos a Clodio, besándolo obscenamente, comportándose en general como una ramera. En su vida privada era miembro de pleno derecho del Círculo Clodio, conocía a Dolabela, a Poplicola, a Antonio… y a Curio.

Tras el asesinato de Clodio quedó sumida en la mayor congoja, pero su viejo amigo Ático la convenció de que tenía que seguir viviendo por sus hijos, y con el tiempo la terrible herida cicatrizó un poco. Después de tres años de viudedad se casó con Curio, otro brillante demagogo. Con él tuvo un hijo pelirrojo y travieso, pero su vida juntos se vio trágicamente interrumpida cuando Curio murió en la guerra.

Ahora tenía treinta y siete años, era madre de cinco hijos -cuatro de Clodio, uno de Curio- y no aparentaba más de veinticinco años.

Sin embargo, cuando Antonio cruzó la puerta de la mansión, éste no tuvo apenas oportunidad de evaluarla con su certero ojo de conocedor; ella apareció en la puerta del atrio, gritó y se abalanzó sobre él con tal entusiasmo que rebotó contra la coraza y cayó al suelo riendo y llorando a la vez.

– ¡Marco, Marco, Marco! ¡Déjame contemplarte! -exclamó ella tomándole la cara entre las manos, ya que también Antonio se había dejado caer al suelo-. El tiempo no pasa por ti.

– Ni por ti -contestó él con admiración.

Sí, seguía tan deseable como siempre. Unos pechos seductoramente grandes, tan firmes como cuando tenía dieciocho años, cintura esbelta (no era mujer que ocultara sus encantos sexuales), sin arrugas que afearan su tez clara y deliciosa, con las cejas y las pestañas negras, los ojos enormes de azul oscuro. ¡Y el cabello! Del mismo magnífico color castaño que antes. ¡Qué belleza! Y tan acaudalada.

– Cásate conmigo -propuso él-. Te amo.

– Y yo te amo a ti, Antonio, pero es demasiado pronto. -Los ojos se le llenaron de lágrimas, no de alegría por la llegada de Antonio sino a causa del dolor por la pérdida de Curio-. Vuélvemelo a pedir dentro de un año.

– ¿Tres años entre maridos como de costumbre, pues?

– Sí, eso parece. Pero no me dejes viuda por tercera vez, Marco, te lo ruego. Te metes en problemas continuamente, y por eso te amo, pero quiero envejecer con alguien que recuerde desde la juventud, ¿y quién me queda excepto tú? -preguntó.

Antonio la ayudó a levantarse, pero era un hombre demasiado experimentado para intentar abrazarla.

– Décimo Bruto -dijo sonriente-. Poplicola.

– ¡Bah, Poplicola! Un parásito -contestó ella con desdén-. Si te casas conmigo tendrás que renunciar a la compañía de Poplicola; no pienso recibirlo.

– ¿Ningún comentario sobre Décimo?

– Décimo es un gran hombre, pero es… En fin, no sé. Veo a su alrededor un constante halo de infelicidad. Y me resulta demasiado frío; tener a Sempronia Tuditania por madre lo echó a perder, creo. Sabía hacer la fellatio mejor que cualquier otra mujer en Roma, incluidas las profesionales. -Fulvia no se mordía la lengua-. Admito que me alegré cuando por fin murió a fuerza de dietas. También Décimo debió de alegrarse, imagino. Ni siquiera se molestó en escribir desde la Galia.

– Hablando de fellatrices, he oído que la madre de Poplicola también ha fallecido.

Fulvia hizo una mueca.

– El mes pasado. Tuve que sostenerle la mano hasta que le quedó rígida… ¡Uf!

Pasearon por el jardín del peristilo, porque era un magnífico día de verano. Ella se sentó junto a la fuente y jugó con el agua del estanque mientras Antonio ocupaba un asiento de piedra y la contemplaba. ¡Por Hércules, qué bella era! El próximo año…

– Has perdido las simpatías de César -dijo ella de pronto.

Antonio resopló quitándole importancia.

– ¿De quién, de mi viejo primo Cayo? Puedo manejarlo con una mano atada a la espalda. Soy su preferido.

– No estés demasiado seguro, Marco. Bien recuerdo cómo manipulaba a mi querido Clodio cuando César estaba en Roma. Clodio no hacía nada que César no hubiera sembrado antes en su mente, desde el viaje de Catón para anexionarse Chipre hasta todas aquellas leyes extrañas sobre los colegios religiosos y la ley religiosa. -Dejó escapar un suspiro-. Sólo cuando César se marchó a la Galia, mi Clodio empezó a desbocarse. César lo controlaba. Y se empeñará en controlarte a ti también.

– Es de la familia -respondió Antonio sin perturbarse-. Puede que reciba una reprimenda, pero no pasará de ahí.

– Vale más que le hagas una ofrenda a Hércules para que así sea.


Al salir de la mansión de Fulvia, Antonio fue al Palacio de Pompeyo y se reunió con su segunda esposa, Antonia Híbrida. Ésta no estaba mal, pero la pobre había heredado las facciones de la familia Antonio, y lo que en un hombre quedaba bien era evidente que en una mujer quedaba mal. Era una muchacha fornida, y él no había tardado en cansarse de ella, pero aún tardó menos en gastar su considerable fortuna. Ella le había dado una hija, Antonia, que en esos momentos contaba cinco años, pero la unión de primos carnales no había sido acertada por lo que se refería a sus vástagos. La pequeña Antonia era mentalmente retrasada, además de muy fea y gorda. Antonia tendría que conseguir una descomunal dote en alguna parte o casar a su hija con un plutócrata extranjero dispuesto a entregar la mitad de su fortuna por la oportunidad de conseguir una esposa de la estirpe antoniana.

– Estás jugando con fuego -dijo Antonia Híbrida cuando él la encontró en su salón.

– No me quemaré, Híbrida.

– Esta vez sí, Marco. César está indignado.

Cacat! -exclamó él con vehemencia alzando un puño.

Ella se encogió.

– ¡No, por favor! -gritó-. ¡No he hecho nada, nada!

– Deja de gimotear, no corres peligro.

– César mandó un mensaje -informó ella, recobrándose.

– ¿Cómo?

– Para que te presentes en la Domus Publica de inmediato. Con toga, no con armadura.

– El Maestro del Caballo siempre lleva armadura.

– Yo sólo transmito el mensaje. -Antonia Híbrida examinó a su marido; quizá pasaran meses antes de que volviera a verlo, aunque vivieran en la misma casa. Él la había golpeado con frecuencia al principio del matrimonio, pero no había domado su espíritu, sólo la había apartado del hábito de torturar a los esclavos-. Marco -añadió ella-, querría tener otro hijo.

– Puedes tener lo que quieras, Híbrida, pero no otro hijo. Una deficiente mental es ya demasiado.

– Las lesiones se produjeron en el parto, no en el útero.

Antonio se acercó al gran espejo de plata en el que Pompeyo Magno se había mirado en otro tiempo con la esperanza de ver desvanecerse en sus profundidades el fantasma de su Julia muerta. Se observó con la cabeza ladeada. ¿Cómo iba a estar imponente con una toga? Nadie sabía mejor que el propio Marco Antonio que los hombres con un físico como el suyo no ofrecían un aspecto imponente. Las togas eran para personas como César; se requería gran estatura y elegancia para lucirlas. No, pero debía admitir que el viejo llevaba también la armadura con gracia. Simplemente tenía una apariencia regia en cualquier circunstancia. El dictador de la familia. Así lo llamábamos entre nosotros cuando éramos niños, Cayo, Lucio y yo. Nos dirigía a todos, incluso al tío Lucio. Y ahora dirige Roma como dictador.

– No me esperes a cenar -dijo y se marchó.


– Pareces un miles gloriosus de Plauto con esa ridícula indumentaria -fue el primer comentario de César, sentado tras su mesa. No se levantó, ni intentó en lo más mínimo tener algún contacto físico con Antonio.

– Así vestido, los soldados me admiran. Les gusta ver que sus superiores parecen sus superiores.

– Al igual que tú, Antonio, tienen el gusto en el culo. Te pedí que vinieras con toga. La armadura no es lo apropiado en el pomerium.

– Como Maestro del Caballo, puedo llevar armadura dentro de la ciudad.

– Como Maestro del Caballo, debes obedecer al dictador.

– Bien, ¿me siento o me quedo en pie? -preguntó Marco Antonio.

– Siéntate.

– Ya estoy sentado, ¿y ahora qué?

– Quiero una explicación de los sucesos en el Foro.

– ¿Qué sucesos?

– No te hagas el tonto, Antonio.

– Sólo pretendo acabar cuanto antes con tu sermón.

– Así que ya sabes para qué te he llamado, para darte, como tú bien dices, un sermón.

– ¿No es así?

– Quizá no esté de acuerdo con la elección de esa palabra, Antonio. Yo pensaba en algo más en la línea de «castración».

– ¡Eso no es justo! ¿Qué he hecho yo, aparte de poner orden? -preguntó Antonio airado-. Tu fiel Vatia aprobó el decreto y me dio órdenes para que actuara con violencia. Eso es lo que yo hice. Desde mi punto de vista, hice bien el trabajo. Desde entonces nadie ha vuelto a abrir la boca.

– Hiciste entrar a soldados profesionales en el Foro romano y les ordenaste utilizar las espadas para atacar a hombres armados con porras de madera. Organizaste una matanza. Asesinaste a ciudadanos romanos en su lugar de reunión. Ni siquiera Sila tuvo la temeridad de hacer una cosa así. ¿Tal vez el hecho de que fueras requerido para empuñar la espada contra otros romanos en el campo de batalla justifica el que hayas convertido el Foro romano en un campo de batalla? ¡El Foro romano, Antonio! Has ensuciado con sangre de los ciudadanos las piedras que pisó Rómulo. El Foro de Rómulo, de Curtio, de Oratio Cocles, de Fabio Máximo Verrucoso Cuncpator, de Apio Claudio Ceco, de Escipión el Africano, de Escipión Emiliano, de un millar de romanos más nobles que tú, más capacitados, más reverenciados. Has cometido un sacrilegio -dijo César, pronunciando las palabras lenta y claramente, con tono cortante.

Antonio se levantó con los puños cerrados.

– No me gustan tus sarcasmos. No me vengas a mí con tu oratoria, César. Di lo que tengas que decir y acabemos. Luego volveré a ocuparme de mi trabajo, que consiste en intentar mantener las legiones en calma. Porque no lo están. Están muy, muy a disgusto -gritó, con un brillo rojo de astucia en el fondo de los ojos. Eso debía desviar la atención del viejo, siempre muy sensible respecto a sus legiones.

No fue así.

– ¡Siéntate, pedazo de ignorante! Cierra esa boca rebelde, o te caparé aquí mismo, y no creas que no soy capaz de hacerlo. ¿Te las das de guerrero, Antonio? Comparado conmigo eres un principiante. ¡Montando un precioso caballo con la armadura de desfile de un soldado vanidoso! No te colocas en la primera fila, nunca lo has hecho. Podría arrebatarte ahora mismo la espada y cortarte en pedazos.

César había dado rienda suelta a su mal genio. Antonio respiró hondo, sacudido hasta la médula. ¿Por qué se habría olvidado del mal genio de César?

– ¿Cómo te atreves a ser insolente conmigo? -prosiguió César-.

¿Cómo te atreves a olvidarte de quién eres exactamente? Tú, Antonio, eres una creación mía: yo te hice y yo puedo acabar contigo. Si no fuera por nuestros lazos de sangre, te habría desechado en favor de una docena de hombres más eficaces e inteligentes. ¿Era mucho pedir que te comportaras con un poco de discreción, con un poco de sentido común? Es obvio que pedía demasiado. Además de un necio, eres un carnicero, y tu comportamiento ha complicado infinitamente mi labor en Roma. He recibido en herencia tu carnicería. Desde el instante en que crucé el Rubicón, mi política con los romanos ha sido la clemencia, pero ¿cómo describes esta masacre? No, César no puede confiar en que su Maestro del Caballo se comporte como un romano auténtico, educado, civilizado. ¿Cómo aprovechará Catón esta masacre cuando se entere? ¿O Cicerón? Has echado a perder mi clemencia, y no te doy las gracias por ello.

El Maestro del Caballo alzó las manos en un gesto de vil rendición.

Pax, pax, pax! Fue un error. Lo siento, lo siento.

– Los remordimientos son para después del hecho, Antonio. Había al menos cincuenta maneras de atajar la violencia en el Foro sin romper más de una o dos cabezas. ¿Por qué no armaste a la Décima con escudos y estacas, como hizo Cayo Mario cuando redujo a la muchedumbre mucho más numerosa de Saturnino? ¿No se te ocurrió pensar que al ordenar semejante matanza a la Décima, traspasaste una parte de tu culpabilidad a tus hombres? ¿Cómo voy a explicarles estas cosas a ellos, por no hablar ya de la población civil? -Tenía una mirada gélida, pero destilaba también aversión-. Nunca olvidaré ni perdonaré tu acción. Más aún, ésta me indica que te complace utilizar el poder de un modo que podría resultar peligroso no sólo para el Estado sino también para mí.

– ¿Estoy despedido? -preguntó Antonio, haciendo ademán de levantarse de la silla-. ¿Has acabado?

– No, no estás despedido, y no, no he acabado. Quédate sentado -dijo César, aún con visible disgusto-. ¿Qué ha ocurrido con la plata del erario?

– Ah, eso.

– Sí, eso.

– Me la llevé para pagar a las legiones, pero aún no he tenido ocasión de acuñarla -dijo Antonio con un gesto de indiferencia.

– ¿Está, pues, en Juno Moneta?

– Ejem… No.

– ¿Dónde está?

– En mi casa. Me pareció un lugar más seguro.

– Tu casa. ¿Te refieres a la casa de Pompeyo Magno?

– Bueno, sí, supongo.

– ¿Qué te llevó a pensar que podías instalarte allí?

– Necesitaba una casa más grande, y la de Magno estaba vacía.

– Entiendo por qué la elegiste: tienes un gusto tan vulgar como el de Magno. Pero ten la bondad de trasladarte otra vez a tu propia casa, Antonio. En cuanto disponga de tiempo, sacaré a subasta la morada de Magno, así como el resto de sus propiedades -informó César-. Las propiedades de aquellos que no hayan sido indultados después de que yo haya puesto fin a la resistencia en la provincia de África pasarán al Estado, aunque algunas pueden ser adjudicadas antes. Pero no se venderán para beneficio de mis propios hombres o mis mercenarios. No tendré a mi servicio a ningún Crisógono. Si encuentro a uno, no serán necesarios Cicerón y un tribunal para hacerlo caer en desgracia. Procura no robar a Roma. Devuelve la plata al erario, que es donde debe estar. Puedes irte. -Dejó llegar a Antonio hasta la puerta y volvió a hablar-. A propósito: ¿cuántas pagas atrasadas se les deben a mis legiones?

Antonio adoptó una expresión de incomprensión.

– No lo sé, César.

– No lo sabes, y sin embargo te llevaste la plata. Toda la plata. Como Maestro del Caballo que eres, te sugiero que digas a los pagadores de las legiones que me presenten sus libros directamente a mí aquí en Roma. Cuando trajiste a las legiones de regreso a Italia recibiste órdenes de que les pagaras en cuanto estuvieran en el campamento. ¿No han cobrado nada desde que regresaron?

– No lo sé -repitió Antonio, y se escapó.


– ¿Por qué no lo has despedido en el acto, Cayo? -preguntó el tío de Antonio a su primo durante la cena.

– Ése hubiera sido mi mayor deseo. No obstante, Lucio, no es tan sencillo como parece, ¿no crees?

Una expresión pensativa apareció en la mirada de Lucio César.

– Explícate.

– Mi error fue, en primer lugar, confiar en Antonio, pero despedirlo sin más sería un error mayor aún -contestó César, masticando un tallo de apio-. Piénsalo. Durante casi doce meses Antonio ha tenido el control de Italia y el mando de las legiones veteranas, con las que ha pasado la mayor parte de su tiempo, especialmente desde marzo.

Yo no he visto a las legiones, y él se ha encargado de no permitir que ningún otro de mis representantes en Italia se acercase a ellas. Tenemos pruebas de que los hombres no han cobrado, así que en estos momentos se les debe el dinero de dos años. Antonio fingió ignorancia respecto al asunto; sin embargo retiró dieciocho mil talentos de plata del erario y los trasladó a la casa de Magno. Aparentemente para llevarlos a acuñar a Juno Moneta, pero no lo ha hecho.

– Tengo el corazón en un puño, Cayo. Sigue hablando.

– No tengo un ábaco a mano, pero mi habilidad aritmética no es mala aunque tenga que hacer los cálculos mentalmente. Quince legiones por cinco mil hombres por mil per cápita por año asciende a unos setenta y cinco millones de sestercios, o sea tres mil talentos de plata. Añádele a eso, pongamos, unos trescientos talentos para pagar a los no combatientes y luego dobla la cifra para calcular la paga de dos años, y obtendrás seis mil seiscientos talentos de plata. Eso es mucho menos de los dieciocho mil que Antonio retiró.

– Ha estado viviendo a lo grande -comentó Lucio con un suspiro-. Me consta que no paga alquiler por la utilización de las varias residencias de Magno, pero esa horrorosa armadura que lleva ya le habrá costado una fortuna. Están además, las armaduras de sus sesenta germanos, más el vino, las mujeres, el séquito. Mi sobrino, sospecho, está endeudado hasta el cuello y decidió que lo mejor era vaciar el erario en cuanto se enteró de que tú estabas en Italia.

– Debería haberlo vaciado hace meses -dijo César.

– ¿Crees que ha intentado provocar el malestar de las legiones no pagándoles y achacándote a ti la culpa? -preguntó Lucio.

– Sin duda. Si fuera tan organizado como Décimo Bruto o tan ambicioso como Cayo Casio, nuestra situación sería mucho peor. Nuestro Antonio tiene elevadas ideas, pero carece de método.

– Es un maquinador, no un planificador.

– Exactamente.

César encontró apetitoso el espeso requesón de cabra que tenía delante; cogió un poco usando otro tallo de apio a modo de cuchara. -¿Cuándo te propones atacar, Cayo?

– Lo sabré porque me lo dirán mis legiones -respondió César.

Su cara se contrajo en un espasmo de dolor, dejó de inmediato su tentempié y se llevó la mano al pecho.

– ¡Cayo! ¿Te encuentras bien?

¿Cómo contarle a un buen amigo que el dolor no es del cuerpo? ¡Mis legiones no! ¡Oh Júpiter óptimo Máximo, mis legiones no! Dos años atrás ni se me habría pasado por la cabeza, pero aprendí la lección con la insubordinación de la Novena. Ahora no confío en ninguna de ellas, ni siquiera en la Décima. César no confía ya en ninguna de ellas, ni siquiera en la Décima.

– Es sólo una ligera indigestión, Lucio.

– Si te ves con ánimos, aclara la situación.

– Necesito el resto de este año para maniobrar. En primer lugar está Roma, y después las legiones. Haré acuñar seis mil talentos para la paga, pero aún no voy a pagar a nadie. Quiero saber qué ha estado contando Antonio, y eso no ocurrirá si las legiones no me lo dicen. Si fuera a Capua mañana podría sonsacarles la verdad en un día, pero creo que éste es un asunto que hay que dejar madurar, y la mejor manera de conseguirlo es no ver a las legiones en persona. -César cogió el tallo de apio y empezó a comer otra vez-. Antonio se ha metido en honduras, y ahora tiene la esperanza puesta en una tabla de salvación. No está muy seguro de cómo será la salvación, pero está nadando con todas sus fuerzas. Quizá confía en que yo muera, cosas más raras se han visto. O como mínimo espera que me marche a la provincia de África al frente de mis tropas y le deje el terreno despejado para hacer lo que se le antoje. Es un hombre adepto de la diosa Fortuna: aprovecha las oportunidades cuando se le presentan; no crea sus oportunidades. Lo quiero en aguas aún más profundas antes de atacarle, y quiero saber exactamente qué ha estado haciendo y diciendo a mis hombres. El hecho de tener que devolver la plata es un golpe para él; ahora nadará febrilmente. Pero yo estaré esperándole detrás de la tabla. Sinceramente, Lucio, ojalá que continúe nadando durante dos o tres meses más. Necesito tiempo para poner orden en Roma antes de ocuparme de las legiones y de Antonio.

– Sus acciones son una traición, Cayo.

César alargó la mano y dio una palmada en el brazo a Lucio.

– Tranquilízate, no habrá juicios por traición dentro de la familia. Impediré que se salve nuestro pariente, pero no perderá la cabeza. -Hizo chasquearla lengua-. Ninguna de sus dos cabezas. Al fin y al cabo, buena parte de lo que piensa lo piensa con el pene.

2

Cuando años atrás Sila hubo regresado de Oriente con su legendaria belleza totalmente arruinada para marchar sobre Roma por segunda vez, fue nombrado (por decisión propia, cosa que prefería no mencionar) dictador de Roma.

Durante varias nundinae pareció no hacer nada. Pero unas cuantas personas especialmente observadoras advirtieron la presencia de un hosco anciano que embozado con una capa se paseaba por la ciudad, desde la puerta de Colina hasta la puerta de Capena, desde el circo Flaminio hasta el Ager. Era Sila, recorriendo pacientemente miserables callejones y calles principales para ver con sus propios ojos cuáles eran las necesidades de Roma, y para decidir de qué modo él, el dictador, iba a restaurarla, quebrantada como estaba tras veinte años de guerras civiles y de contiendas con países extranjeros.

Ahora el dictador era César, un hombre más joven que conservaba aún su belleza, y también César se paseó desde la puerta de Colina hasta la puerta de Capena, desde el circo Flaminio hasta el Ager, por miserables callejones y calles principales, para ver con sus propios ojos cuáles eran las necesidades de Roma, y para decidir de qué modo él, el dictador, iba a restaurarla, quebrantada como estaba tras cincuenta y cinco años de guerras civiles y de contiendas con países extranjeros.

Ambos dictadores habían vivido de niños en los peores barrios de la ciudad, habían visto de primera mano la pobreza, la delincuencia, la corrupción, la injusticia, la desenfadada aceptación del destino que parecía propia del temperamento romano. Pero en tanto que Sila había anhelado retirarse al mundo de la carne, César sólo sabía que mientras viviera debía seguir trabajando. Su solaz era el trabajo, ya que su fuerza vital era intelectual; en su interior no anidaban los poderosos impulsos de la carne que pedían ser satisfechos, como le había ocurrido a Sila.

No necesitaba el anonimato de Sila. César se paseó sin rebozo y con gusto se detuvo a escuchar a todos, desde los viejos que vigilaban las letrinas públicas a la última generación de Decumii que dirigía a las bandas que vendían protección a las tiendas y los pequeños negocios. Habló con libertos griegos, con madres que llevaban niños de la mano y cargaban cestas de frutas y verduras, con judíos, con ciudadanos romanos de Cuarta y Quinta Clase, con jornaleros del censo por cabezas, con maestros, con vendedores ambulantes, panaderos, carniceros, herbolarios y astrólogos, con caseros e inquilinos, con creadores de imágenes de cera, escultores, pintores, médicos y comerciantes. En Roma, parte de estas personas eran mujeres, que trabajaban como alfareras, carpinteras, médicas, en toda clase de oficios; sólo las mujeres de la clase superior no estaban autorizadas a ejercer profesiones o participar en el comercio.

Él mismo era casero; aún era propietario del edificio de apartamentos de Aurelia, ahora a cargo del hijo mayor de Burbundo, Cayo Julio Arverno, también gerente de sus negocios. Arverno (nacido libre), medio germano y medio galo, había sido instruido personalmente por la madre de César, que tenía más facilidad para los números y las cuentas que nadie a quien César hubiera conocido, incluidos Craso y Bruto. Así que conversó largamente con Arverno.

En esto consiste todo, pensó exultante al abandonar la compañía de Arverno: dos ex esclavos absolutamente bárbaros, Burbundo y Cardixa, habían traído al mundo siete hijos absolutamente romanos. Quizás habían tenido algunas ventajas: amos que liberaban a sus esclavos como era debido y los empadronaban en tribus rurales para que pudieran votar, los educaban y los alentaban a adquirir una posición; pero con todo y con eso, eran romanos hasta la médula.

Y si eso daba resultado, como era obvio que así era, ¿por qué no lo contrario? Coger del censo por cabezas a romanos demasiado pobres para pertenecer a una de las cinco clases, y embarcarlos para que se establecieran en lugares extranjeros: llevar Roma alas provincias, sustituir el griego por el latín como lingua mundi. El viejo Cayo Mario había intentado hacerlo, pero eso iba contra el mos maiorum, echaba a perder la exclusividad romana. Bueno, desde entonces habían transcurrido sesenta años, y las cosas habían cambiado. Mario acabó perdiendo el juicio, se convirtió en un loco asesino. En cambio, César tenía una mente cada vez más aguda, y César era el dictador: no había nadie que lo contradijera, y menos ahora que los boni no eran una fuerza política.


Lo primero y más importante era zanjar la cuestión de la deuda. Eso debía tener prioridad sobre las visitas a viejos amigos y la sesión del Senado, que aún no había convocado. Cuatro días después de entrar en Roma reunió la Asamblea Popular, los comitia que permitían la asistencia de patricios y plebeyos. El Pozo de los Comitia, unas gradas en la parte inferior del Foro, solía ser el lugar donde se celebraban muchas asambleas, pero en esos momentos lo estaban demoliendo para construir la nueva Cámara del Senado de César, así que César convocó la reunión en el templo de Cástor y Pólux.

Aunque su tono de voz normal era grAve, César adoptaba un registro más alto cuando hablaba en público, para que todos lo oyeran. Lucio César, que de pie junto a Vatia Isaurico, Lepido, Hirtio, Filipo, Lucio Piso, Vatinio, Fufio Caleno, Polio y el resto de los servidores de César estaba en la primera fila de la numerosa multitud, se asombró de nuevo ante el dominio que su primo tenía sobre las masas. Siempre había poseído ese don, y los años no habían mermado su aptitud. De hecho, la habían mejorado. La autocracia se le da bien, pensó Lucio. Conoce su poder, y sin embargo no se deja embriagar por él, ni se enamora de él, ni está tentado de ponerlo a prueba para ver hasta dónde puede llegar.

No habría condonación general de las deudas, anunció César con un acento que no admitía disputa.

– ¿Cómo puede César condonar las deudas? -preguntó con las manos abiertas en un gesto irónico-. Ante vosotros tenéis al más gran deudor de Roma. Sí, yo tomé dinero prestado del erario, una gran suma. Ha de devolverse, quirites, ha de devolverse al nuevo tipo uniforme de interés que he impuesto a todos los préstamos: el diez por ciento simple. Y tampoco aceptaré objeciones a eso. Pensad. Si el dinero que tomé prestado no se devuelve, ¿de dónde saldrá el dinero para subvencionar el grano?, ¿el dinero para restaurar el Foro?, ¿el dinero para financiar las legiones de Roma?, ¿el dinero para construir carreteras, puentes y acueductos?, ¿el dinero para pagar a los esclavos públicos?, ¿el dinero para construir más graneros?, ¿el dinero para financiar los juegos?, ¿el dinero para añadir un nuevo depósito a la Esquilina?

La multitud permanecía atenta y en silencio, no tan decepcionada o furiosa como habría estado si la introducción hubiera sido distinta.

– Si se condonan las deudas, César no tiene que devolver a Roma ni un solo sestercio. Puede sentarse con los pies en la mesa y exhalar un suspiro de satisfacción; no necesita derramar una sola lágrima porque el erario esté vacío. No debe dinero a Roma, su deuda se ha condonado junto con todas las deudas. No, eso no podemos aceptarlo, ¿no es así? ¡Es absurdo! Y por tanto, quirites, porque César es un hombre honrado que cree que las deudas deben pagarse, debe decir "no" a una condonación general.

Muy astuto, pensó Lucio César, divirtiéndose.

César prosiguió diciendo que, sin embargo, promulgaría una medida paliativa. Comprendía que corrían tiempos difíciles. Los caseros romanos tendrían que aceptar una reducción de dos mil sestercios al año en el alquiler, los caseros del resto de Italia una reducción de seiscientos. Más tarde anunciaría otras medidas paliativas y para las deudas más grandes negociaría un acuerdo que resultara beneficioso para ambas partes. Para eso debían mantenerse pacientes durante un poco más de tiempo, porque se requería tiempo para dictar unas medidas que fueran absolutamente justas e imparciales.

A continuación anunció la nueva política fiscal, que tampoco entraría en vigor inmediatamente, teniendo en cuenta el papeleo que generaba. Es decir, el Estado pediría prestado dinero a particulares y empresas, y a otras ciudades y distritos de toda Italia y del mundo romano. Se les preguntaría a los reyes subordinados si deseaban convertirse en acreedores de Roma. El interés se pagaría al tipo corriente del diez por ciento simple. La res publica, dijo César, no se financiaría con los escasos impuestos que Roma cobraba: los aranceles aduaneros, los derechos de la liberación de los esclavos, los ingresos de las provincias, la parte del Estado en el botín de guerra, y eso era todo. No habría impuesto sobre las rentas, ni impuestos sobre las personas, ni impuestos sobre las propiedades, ni impuestos a la banca… ¿De dónde procedería pues el dinero? La respuesta de César fue que el Estado pediría prestado en lugar de instituir nuevos impuestos. Los ciudadanos más pobres se convertirían en acreedores de Roma. ¿Cuál era la garantía? La propia Roma. La mayor nación sobre la faz de la tierra, rica y poderosa, no susceptible de quiebra.

No obstante, advirtió, los petimetres y las lánguidas señoras que se paseaban en literas de púrpura tirio tachonadas con perlas marinas tenían los días contados, porque sí había un impuesto que se proponía establecer. La púrpura tiria no estaría libre de impuestos, los banquetes desorbitantemente caros no estarían libres de impuestos, el laserpicium que aliviaba los síntomas de los excesos en el comer y beber no estaría libre de impuestos.

Para concluir, dijo amigablemente, no se le escapaba el hecho de que existían muchos bienes raíces cuyos propietarios eran en la actualidad nefas, personas excluidas de Roma y la ciudadanía por delitos contra el Estado. Esos bienes se subastarían justamente y las ganancias resultantes se ingresarían en el erario, que había aumentado un poco gracias a la donación de cinco mil talentos de oro de la reina Cleopatra de Egipto y dos mil talentos de oro del rey Asander de Cimeria.

– No instituiré proscripciones -exclamó-. Ningún ciudadano en particular se beneficiará de los desdichados que perdieron su derecho a llamarse ciudadanos romanos. No venderé la manumisión de esclavos a cambio de información, no ofreceré recompensa a cambio de información. Ya sé todo lo que necesito saber. Los comerciantes de Roma son la causa del bienestar de la nación, y es a ellos a quienes acudo en busca de ayuda para curar estas terribles heridas. -Alzó las dos manos por encima de la cabeza-. ¡Larga vida al Senado y el Pueblo de Roma! ¡Larga vida a Roma!

Un excelente discurso, claro y sencillo, despojado de recursos retóricos. Surtió efecto; la muchedumbre se marchó con la sensación de que Roma estaba en manos de alguien que la ayudaría verdaderamente sin derramar más sangre. Al fin y al cabo, César estaba aún ausente cuando se produjo la masacre en el Foro; si hubiera estado allí, no habría ocurrido. Pues, entre las muchas cosas que dijo, pidió disculpas por la matanza del Foro y aseguró que los responsables recibirían su castigo.


– Es escurridizo como una anguila-dijo Cayo Casio a su suegra, enseñando los dientes.

– Mi querido Casio, César tiene más inteligencia en un solo dedo que el resto de los romanos nobles juntos -contestó Servilia-. Aunque la compañía de César no te enseñe más que eso, no perderás nada. ¿Cuánto en efectivo puedes conseguir?

Él parpadeó.

– Unos doscientos talentos.

– ¿Has tocado la dote de Tertula?

– No, claro que no -dijo indignado-. Su dinero es suyo.

– Eso no ha sido impedimento para muchos maridos.

– Para mí, sí.

– Bueno. Le diré que convierta sus bienes en dinero contante.

– ¿Qué te propones exactamente, Servilia?

– Sin duda ya lo has adivinado. César se dispone a subastar algunas de las mejores propiedades de Italia: mansiones en Roma, villas en el campo y en la costa, fincas, probablemente una o dos piscifactorías. Tengo intención de comprar, y te sugiero que hagas lo mismo -explicó ella con un asomo de satisfacción en la voz-. Aunque creo a César cuando dice que no pretende que ni él ni sus adláteres saquen ganancia, las subastas se realizarán siguiendo el ejemplo de Sila; sólo hay determinada cantidad de dinero disponible para comprar. Las propiedades más interesantes se venderán primero, y obtendrán por ellas su valor real. Después de la primera media docena, los precios caerán y al final las propiedades más corrientes se saldarán por casi nada. Entonces compraré.

Casio, sonrojándose, se puso en pie de un salto.

– Servilia, ¿cómo puedes decir eso? ¿Crees que me aprovecharía de las desgracias de hombres a quienes he tratado, en cuyo bando he combatido, con quienes he compartido ideales? ¡Por todos los dioses!

¡Antes prefiero la muerte!

Gerrae -contestó ella plácidamente-. ¡Siéntate! La ética es sin duda una magnífica abstracción, pero lo sensato es afrontar el hecho de que alguien va a beneficiarse. Si te sirve de consuelo, compra una parcela de las tierras de Catón y piensa que eres mejor custodio que una de las sanguijuelas de César… o de Antonio. ¿Sería acaso mejor que un Cótila o un Fonteyo o un Poplicola sea propietario de las encantadoras haciendas de Catón en Lucania?

– Eso es un sofisma -masculló Casio, calmándose.

– Es simple sentido común.

Entró el mayordomo y saludó con una reverencia.

Domina, el dictador César quiere verte.

– Hazlo pasar, Epafrodito.

Casio volvió a levantarse.

– Ahora sí me marcho.

Antes de que ella pudiera pronunciar una sola palabra, él se escabulló del salón en dirección a la cocina.

– Mi querido César -dijo Servilia, alzando la cara para que él la besara.

César correspondió con un casto saludo y tomó asiento frente a ella, mirándola con expresión burlona.

Más vieja que él, rondaba ya los sesenta, y los años empezaban por fin anotarse. La belleza de su cabellera no se transmitía a su corazón, reflexionó, y eso nunca cambiaría. Ahora, sin embargo, dos anchos mechones blancos hendían su mata de cabello negro como el hollín y le conferían una especial malignidad bastante afín a su espíritu. Las arpías y las veneficae tienen un pelo así, pero ella ha conseguido el triunfo definitivo de combinar la maldad con la buena presencia. Su cintura había aumentado y sus pechos en otro tiempo adorables estaban ceñidos con implacable severidad, pero no había engordado lo suficiente para que desaparecieran las nítidas líneas de su mandíbula o hinchar la ligera concavidad del lado derecho de su cara provocada por el debilitamiento de sus músculos. Tenía el mentón afilado, la boca pequeña, carnosa y enigmática, la nariz demasiado corta para el ideal de belleza romana, y ancha en la punta, un defecto que todo el mundo había olvidado gracias a los labios y los ojos, éstos muy separados, oscuros como una noche sin luna, de mirada severa, fuerte e inteligente. Tenía la piel blanca, las manos estilizadas y elegantes, los dedos largos y las uñas arregladas.

– ¿Cómo estás? -preguntó César.

– Estaré mejor cuando Bruto vuelva a casa.

– Conociendo a Bruto, imagino que estará pasándoselo muy bien en Samos con Servio Sulpicio. Le prometí un sacerdocio, así que está ocupado aprendiendo de una autoridad reconocida.

– ¡Qué necio es! -gruñó ella-. Tú eres la autoridad reconocida, César. Naturalmente, no estaba dispuesto a aprender de ti.

– ¿Por qué iba a estarlo? Le rompí el corazón al arrebatarle a Julia.

– Mi hijo es un pusilánime -repuso Servilia-. Ni siquiera atándose el palo de una escoba al espinazo conseguiría permanecer erguido con la espalda bien recta. -Se mordisqueó el labio inferior con sus diminutos y blancos dientes y miró de soslayo a su visitante-. Supongo que sus granos no han mejorado.

– No, no han mejorado.

– Tampoco él, adivino por tu tono.

– Lo infravaloras, querida. En Bruto hay algo de gato, mucho de hurón e incluso un poco de zorro.

Servilia agitó las manos, irritada.

– ¡No hablemos de él! ¿Cómo es Egipto? -preguntó con amabilidad.

– Un lugar muy interesante.

– ¿Y su reina?

– En cuanto a belleza, Servilia, no podría hacerte sombra. A decir verdad, es flaca, menuda y fea. -Una sonrisa misteriosa apareció en su rostro-. Sin embargo es fascinante. Su voz es pura música, tiene los ojos de una leona, una vasta cultura y un intelecto por encima de la media para una mujer. Habla ocho idiomas…, bueno, ahora nueve, porque le enseñé latín. Amo, amas, amat.

– ¡Qué parangón!

– Quizá tú misma tengas ocasión de conocerla un día de estos. Vendrá a Roma cuando yo acabe mi labor en la provincia de África. Tenemos un hijo.

– Sí, he oído decir que por fin has engendrado un varón. ¿Será tu heredero? -No digas estupideces, Servilia. Se llama Tolomeo César y será faraón de Egipto. Un gran destino para un no romano, ¿no crees?

– Sin duda. ¿Y quién será, pues, tu heredero? ¿Esperas tener uno de Calpurnia?

– A estas alturas, lo dudo.

– Su padre volvió a casarse recientemente.

– ¿ Sí? Apenas he hablado con Piso aún.

– ¿Es Marco Antonio tu heredero? -insistió ella.

– Hoy por hoy no tengo heredero. Aún no he hecho testamento. -Sus ojos resplandecieron-. ¿Cómo está Pontio Aquila? -Todavía es mi amante.

– Estupendo. -César se puso en pie y le besó la mano-. En cuanto a Bruto, no desesperes. Puede que algún día te sorprenda.


Un contacto menos que renovar, ya había visto a uno de ia sus viejos conocidos. ¿Piso se ha casado otra vez? Interesante. Calpurnia no me dijo nada de ello. Tan callada y tranquila como siempre. Me gusta hacer el amor con ella, pero no la fecundaré. ¿Cuánto tiempo me queda? Si Cathbad tiene razón, no un tiempo suficiente para la paternidad.


Dedicó los días a hablar con plutócratas, con banqueros, con Marco Antonio, los pagadores de las legiones, con los principales hacendados y con muchos otros, y las noches al papeleo y las cuentas con su ábaco de marfil, por consiguiente, ¿qué tiempo podía quedarle para compromisos sociales? Ahora que Marco Antonio había devuelto la plata, el erario estaba razonablemente provisto teniendo en cuenta los dos años de guerra, pero César sabía que aún le quedaban cosas por hacer, y una de las tareas pendientes iba a representar un inmenso coste: tendría que encontrar financiación para pagar un buen precio por miles y miles de iugera de buena tierra, tierra en la que pudieran establecerse los veteranos de treinta legiones. Aquellos años en que se despojaba de tierras públicas a pueblos y ciudades rebeldes prácticamente habían pasado. Los terrenos serían caros, ya que los legionarios eran de Italia o de la Galia Cisalpina y esperaban retirarse a diez iugera de suelo itálico, no en el extranjero.

Cayo Mario, el que primero colocó a las legiones romanas en el censo por cabezas, cuyos miembros no podían poseer tierras, había soñado con enviarlos a las provincias al licenciarlos, para que propagaran allí las costumbres romanas y la lengua latina. Incluso había iniciado esa labor en la gran isla de Cercina situada en el golfo adyacente a la provincia de África. El padre de César había sido su principal agente en esa operación y pasó mucho tiempo en Cercina. Pero tras la locura de Mario aquello quedó en nada debido a la implacable oposición del Senado. Así pues, a menos que cambiaran las circunstancias, las tierras de César tendrían que estar en Italia o en la Galia Cisalpina, los bienes raíces más caros del mundo.


A finales de octubre consiguió ofrecer una cena en el triclinium de la Domus Publica, un hermoso salón con sobrada capacidad para nueve triclinios. Por un lado daba a la amplia columnata que rodeaba el principal jardín del edificio, y como la tarde era cálida y soleada, César hizo abrir todas las puertas. Allí Pompeyo Magno había visto por primera vez a Julia y se había enamorado de ella, entre los exquisitos murales de la batalla del lago Regilio en la que Cástor y Pólux en persona habían combatido del lado de Roma. ¡Qué triunfo había sido aquél! ¡Qué contenta se había puesto la madre de Pompeyo!

Estaban allí Cayo Matio y su esposa, Priscila; Lucio Calpurnio Piso y su nueva esposa, otra Rutilia; Publio Vatinio con su adorada esposa, la ex mujer de César, Pompeya Sila; Lucio César, viduo, que fue solo, ya que su hijo estaba con Metelo Escipión en la provincia africana, un republicano en el bando de César; Vatia Isaurico llegó con su esposa Junia, la hija mayor de Servilia. Lucio Marcio Filipo se presentó con un pequeño ejército: su segunda esposa, Átia, que era sobrina de César; la hija que ésta tuvo con Cayo Octavio, Octavia la joven, y el hijo, Cayo Octavio; Marcia, la hija del propio Marcio, esposa de Catón pero gran amiga de la esposa de César, Calpurnia, y su hijo mayor, Lucio, que vivía con ellos. Las ausencias más notables eran las de Marco Antonio y Marco Emilio Lepido, que habían sido invitados.

El menú se había elegido con muchísimo cuidado, ya que Filipo era un famoso epicúreo, en tanto que a Cayo Matio, por ejemplo, le gustaba la comida sencilla. El primer plato consistió en camarones, ostras y cangrejos de las piscifactorías de Bayas, algunos guisados y servidos en elegantes platos, algunos al natural, algunos ligeramente asados; como acompañamiento llevaban ensaladas de lechuga, pepino y apio aliñadas con diversas salsas hechas con los mejores aceites y vinagres añej os; angulas de agua dulce ahumadas; una perca con salsa de garum; huevos duros con salsa picante, pan recién hecho, delicioso aceite de oliva para untar. El segundo plato incluía diversas carnes asadas, entre ellas una pata de cerdo con su crujiente piel, numerosas gallinas y un lechal guisado durante horas con leche de oveja; delicados embutidos recubiertos con miel de tomillo diluida y ligeramente asados; un estofado de cordero con sabor a mejorana y cebolla; un añal asado en un horno de arcilla. El tercer plato consistía en pasteles de miel, bizcochos con pasas bañadas en vino con especias, tortas dulces, fruta, incluidas fresas traídas de Alba Fuquentia y melocotones de los vergeles de César en Campania, quesos secos y tiernos, ciruelas cocidas y frutos secos. Los vinos eran añejos y de las mejores uvas Falernias, tintos y blancos, y el agua provenía del manantial de Juturna.

A César todo eso le traía sin cuidado; él habría preferido pan con aceite de cualquier clase, un poco de apio y gachas hervidas con un trozo de tocino.

– No puedo evitarlo, soy un soldado -comentó, y se echó a reír, pareciendo de pronto más joven y relajado.

– ¿Aún bebes vinagre con agua caliente por las mañanas? -preguntó Piso.

– Si no hay limones, sí.

– ¿Qué bebes ahora? -insistió Piso.

– Zumo de fruta, es mi nueva dieta. Tengo un médico-sacerdote egipcio, y ha sido idea suya. Ha acabado gustándome.

– Este falernio te gustaría mucho más -aseguró Filipo, saboreando el vino.

– No, he perdido el gusto por el vino.

Los triclinios de los varones formaban una amplia U, con el lectus medius del anfitrión en un extremo, y las mesas, exactamente de la misma altura de los triclinios estaban justo delante, permitiendo a los comensales alargar una mano y escoger de las bandejas aquello que les apeteciera. Había cuencos y cucharas para todo lo que fuera demasiado blando o pegajoso para tomarlo con los dedos, y las exquisiteces se servían ya cortadas en trozos del tamaño de un bocado; si un comensal deseaba enjuagarse las manos simplemente se volvía hacia la parte trasera del triclinio y un atento criado le ofrecía un cuenco de agua y una toalla. Se habían despojado de las togas porque entorpecían el movimiento, así como del calzado, y los hombres se lavaban los pies antes de reclinarse con el codo apoyado en un cabezal para más comodidad.

Al otro lado de las mesas estaban las butacas de las mujeres; en lugares más modernos se consideraba elegante que también se reclinaran en triclinios, pero en la Domus Publica imperaban aún las viejas costumbres, de modo que las mujeres comían sentadas. Si alguna novedad incluía aquella cena, era que César permitió que sus invitados eligieran dónde querían reclinarse o sentarse, con dos excepciones: acomodó a su primo Lucio en el locus consularis a la derecha de su triclinio, y dijo a su sobrino nieto, el joven Cayo Octavio, que se colocara entre ellos. Todos notaron que daba preferencia a un simple muchacho, y algunos enarcaron las cejas, pero…

El impulso de César de distinguir al joven Cayo Octavio fue fruto de su sorpresa al ver al muchacho, quien muy correctamente se había quedado en la sombra de su padrastro, mientras éste, Filipo, exhibía su satisfacción por haber sido invitado con efusivos saludos a todos y aspavientos. Bueno, pensó César, al menos hay alguien distinto. Recordaba bien a Octavio, por supuesto; habían conversado hacía dos años y medio cuando pasó unos días en la villa de Filipo en Miseno.

¿Qué edad tendría ahora? Dieciséis años probablemente, aunque aún llevaba la toga orlada de púrpura y el medallón de bulla colgado del cuello propios de la infancia. Sí, sin duda tenía dieciséis años, porque Octavio padre había organizado un gran festejo con motivo de su nacimiento durante el año de consulado de Cicerón, en medio de las crecientes sospechas respecto a las intenciones de Catilina de derrocar el gobierno. Fue a finales de septiembre, mientras la Cámara esperaba noticias de una revuelta en Etruria y mientras Catilina, desafiante, actuaba aún con descaro en Roma. ¡Estupendo! La madre y el padrastro del joven habían decidido que éste celebraría el paso a la vida adulta durante los festejos de Juventas en diciembre, cuando la mayoría de los adolescentes romanos adoptaban la toga virilis, la sencilla toga blanca de un ciudadano. Algunos padres acaudalados y eminentes permitían que sus hijos celebraran la ocasión en el día de su cumpleaños, pero ese privilegio no se le había concedido al joven Cayo Octavio. ¡Estupendo! No estaba malcriado.

Era un muchacho de sorprendente belleza. Llevaba el cabello ligeramente rizado y de un vivo color dorado, un poco largo para ocultar su único verdadero defecto, las orejas; aunque no eran excesivamente grandes sobresalían como las asas de un jarrón. Una madre inteligente, no un hijo vanidoso, ya que el muchacho no se comportaba como si fuera consciente del impacto que causaba su físico. Una piel trigueña sin mancha alguna, una boca y un mentón firmes, una nariz alargada un tanto respingona, pómulos salientes, rostro oval, ceas y pestañas oscuras, y unos ojos notables. Los tenía separados y muy grandes, de un gris luminoso sin el menor matiz azul o amarillo, un poco misteriosos, pero no al modo de los de Sila o César, porque su mirada no era fría ni inquietante; de hecho, era cálida. Sin embargo, pensó César, examinando analíticamente aquellos ojos, no revelan absolutamente nada, son unos ojos cautos. ¿Quién me dijo eso en Miseno? ¿O se me ocurrió a mí el calificativo? Octavio no sería alto pero tampoco excesivamente bajo. Una estatura media, un cuerpo esbelto, pero unas pantorrillas musculosas. ¡Estupendo! Sus padres lo han obligado a ir a pie a todas partes para desarrollar esas pantorrillas. Pero tiene el pecho más bien estrecho, la caja torácica exigua, no más ancha que los hombros. Y las ojeras bajo esos asombrosos ojos revelan hastío. ¿Dónde he visto antes esa mirada? La he visto, sé que la he visto, pero hace mucho tiempo. Hapd'efan'e… Debo preguntárselo a Hapd'efan'e.

¡Quién tuviera esa mata de pelo! La calvicie no le cuadra a un hombre con el apellido César. Cayo Octavio no se quedará calvo, ha heredado el cabello de su padre. Fuimos muy buenos amigos, su padre y yo. Nos conocimos en el sitio de Mitilene y nos enfrentamos junto a Filipo al despreciable Bibulo. Así que me complació que Octavio se casara con mi sobrina, de ascendencia latina, antigua y sólida, y además muy rica. Pero Octavio murió prematuramente y Filipo ocupó su lugar en la vida de Atia. Interesante, lo ocurrido con los jóvenes tribunos militares de Lúculo. ¿Quién habría pensado que Filipo acabaría estando donde estaba?


– ¿Qué te propones, Cayo? -preguntó Lucio en un susurro cuando César situó al muchacho entre ellos.

Una pregunta que su anfitrión pasó por alto, demasiado ocupado asegurándose de que Atia estaba cómoda en su silla frente a él. Y que Calpurnia no cometía el error de sentar a Marcia y sentarse ella misma demasiado cerca de Lucio Piso, cuyas pobladas cejas negras se juntaban en lo alto de la nariz en una mueca de disgusto por tener que compartir aquella excelente cena con la esposa de Catón precisamente. Uno o dos hábiles malabarismos con las sillas, y Marcia se acomodó entre Atia y Calpurnia, mientras que Piso tuvo ante sí blancos no más vulnerables que la Priscila de Matio, Pompeya Sila, tan hermosa como necia, y su propia esposa Rutilia. Esta Rutilia, observó César, era una muchacha de expresión agria, no mayor de dieciocho años, con el cabello castaño claro y la piel pecosa de su familia, dientes de conejo, y el vientre abultado en un incipiente embarazo. Piso tendría por fin un hijo.

– ¿Cuándo te propones partir hacia África? -preguntó Vatinio. -En cuanto reúna naves suficientes.

– ¿Soy legado para esta campaña?

– No, Vatinio -dijo César, haciendo una mueca de asco ante el pescado y optando por un trozo de pan-, te quedarás en Roma como cónsul.

La conversación se interrumpió. Todas la miradas convergieron en César primero y luego en Publio Vatinio, que estaba sentado con la espalda erguida, sin saber qué decir.

Ese subordinado de César era un hombre diminuto de piernas endebles y con un gran bulto en la frente que en otro tiempo había sido causa de que lo rechazaran como augur. Gracias a su ingenio, su alegre talante y una gran inteligencia, se había granjeado el afecto de quienes se relacionaban con él en el Foro, el Senado o los tribunales, y pese a sus defectos físicos, Vatinio había demostrado ser tan buen militar como político. Enviado en auxilio de Gabinio en el sitio de Salona en Ilírico, él y su legado, Quinto Cornificio, no sólo habían tomado la ciudad sino que luego aplastaron a las tribus de Ilírico antes de que éstas se aliaran con Burebistas y las tribus de la cuenca del Danubio y se convirtieran en un estorbo mayor que Farnaces para Roma y para César.

– No es un gran consulado, Vatinio -prosiguió César-, ya que ocuparás el cargo sólo lo que queda del año. En circunstancias normales no me habría molestado en nombrar cónsules hasta Año Nuevo, pero hay razones por las que necesito dos cónsules en activo de inmediato.

– César, de buena gana sería cónsul durante dos nundinae, y no digamos ya dos meses -consiguió decir Vatinio-. ¿Convocarás unas elecciones como es debido o simplemente me nombrarás a mí y a…?

– Quinto Fufio Caleno -dijo César amablemente-. Sí, convocaré unas elecciones como es debido. Nada más lej os de mi intención que alterar a algunos de los senadores que aún espero ganar para mi causa.

– ¿Serán unas elecciones al estilo de Sila, o permitirás que se presenten otros aparte de Vatinio y Caleno? -preguntó Piso con expresión ceñuda.

– Me es indiferente si se presentan sólo ellos o media Roma, Piso. Yo indicaré… esto… mis preferencias personales, y dejaré la decisión a las centurias.

Nadie hizo comentarios a ese respecto. En la actual situación de Roma, y después de aquel maravilloso discurso sobre la deuda, los comerciantes de las dieciocho centurias principales de buena gana elegirían a un simio si César lo designaba.

– ¿Por qué es tan necesario tener cónsules en activo para lo que queda de año cuando tú estás en Roma, César? -preguntó Vatia Isaurico.

César cambió de tema.

– Cayo Matio, he de pedirte un favor-dijo.

– Lo que quieras, Cayo, ya lo sabes -contestó Matio, un hombre apacible sin aspiraciones políticas; sus negocios habían prosperado gracias a su vieja amistad con César, y a él con eso le bastaba.

– Sé que el agente de la reina Cleopatra, Amunio, se dirigió a ti y obtuvo una concesión de terrenos para el palacio de Cleopatra junto a mis jardines bajo el Janículo. ¿Estarías dispuesto a darle a esos jardines tu toque personal? Estoy convencido de que más adelante la reina donará el palacio a Roma.

Matio sabía de sobra que eso haría Cleopatra, ya que la propiedad estaba a nombre de César, como él había ordenado.

– Ayudaré encantado, César.

– ¿Es la reina tan hermosa como Fulvia? -preguntó Pompeya Sila, consciente de que ella misma era más bella que Fulvia.

– No -respondió César dando a entender con su tono que daba por zanjado el tema. Se volvió hacia Filipo-. Tu hijo menor es un joven muy capaz.

– Me complace que sea de tu agrado, César.

– Quiero que Cilicia sea gobernada como parte de la provincia de Asia durante uno o dos años. Si no te importa que él se quede en Oriente una temporada más, Filipo, me gustaría dejarlo en Tarso como gobernador propretor.

– ¡Excelente! -exclamó Filipo, radiante.

Los ojos de César se posaron en el hijo mayor, que tenía ya más de treinta años, era muy apuesto, tenía el mismo talento que Quinto, según se decía, y sin embargo permanecía siempre en Roma dejando pasar sus oportunidades sin tener la excusa del epicureísmo de su padre. En ese momento César descubrió de pronto la razón: Lucio tenía la mirada fija en Atia, una mirada de amor desesperado. Pero esa mirada pasaba inadvertida porque obviamente no era un sentimiento correspondido. Atia estaba tranquilamente sentada, sonriendo de vez en cuando a su marido como hacen las mujeres cuando están plenamente satisfechas de su suerte conyugal. Mmm, un trasfondo conflictivo en la familia de Filipo. César desvió su atención de Atia y la centró en el joven Octavio, que hasta ese momento no había hecho un solo comentario, no por timidez sino porque era consciente de su juventud. El muchacho observaba a su hermanastro con total comprensión pero con rígido disgusto y desaprobación.

– ¿Quién va a gobernar la provincia de Asia junto con Cilicia? -quiso saber Piso, una pregunta cargada de significado.

Desea el puesto con desesperación, y es un buen hombre en muchos sentidos, pero…

– Vatia, ¿irás tú? -propuso César.

Vatia Isaurico reaccionó primero con perplejidad y luego con gran entusiasmo.

– Sería un honor, César.

– Bien, en ese caso el puesto es tuyo. -Observó a Piso que se sentía humillado-. Piso, también tengo un trabajo para ti, pero en Roma. Todavía intento poner en orden la legislación referente al alivio de la deuda, pero no la habré completado ni remotamente antes de marcharme a África. Considerando tu habilidad en la redacción de textos públicos, me gustaría colaborar contigo en el asunto y después dejarlo en tus manos en cuanto me vaya. -Guardó silencio por un momento y siguió hablando con total seriedad-. Uno de los aspectos menos equitativos del gobierno de Roma tiene que ver con el pago de servicios realizados. ¿Por qué un hombre ha de verse obligado a amasar su fortuna gobernando una provincia? Eso ha provocado asombrosos abusos, y yo me encargaré de poner fin a esa situación. ¿Por qué no ha de recibir un hombre el mismo estipendio que un gobernador por la labor que hace en la propia Roma, un trabajo de igual importancia? Mi propósito es pagarte un estipendio de gobernador proconsular por terminar las leyes que redacte en borrador.

¡Eso lo ha hecho callar!, pensó César.

– Eso lo ha hecho callar -susurró el joven Octavio.


Cuando se hubo retirado el tercer plato de las mesas y sólo quedaban jarras de vino y agua, las mujeres se fueron a los espaciosos aposentos de Calpurnia en la planta superior para charlar.

César pudo por fin concentrarse en el más silencioso de sus invitados.

– ¿Has cambiado de idea respecto a tu futura carrera pública, Octavio?

– ¿Te refieres, César, a si voy a seguir guardando silencio?

– Sí.

– No, no he cambiado de idea. Creo que esta actitud es la más acorde con mi carácter.

– Recuerdo que dijiste que Cicerón tiende a irse de la lengua. Tienes toda la razón. Lo encontré en la Via Apia, en las afueras de Tarento, el día que regresé a Italia, y le recordé ese hecho sin miramientos.

Octavio contestó con una indirecta:

– En la familia se dice, tío Cayo, que cuando tenías unos diez años actuaste como una especie de enfermero acompañante de Cayo Mario mientras él se recuperaba de una embolia. Y que él hablaba y que tú escuchabas. Que aprendiste mucho sobre la guerra escuchando.

– Así fue, en efecto. Sin embargo, Octavio, yo ya revelaba entonces mi talento para la guerra, no sé muy bien cómo. Quizás escuchaba con demasiada atención y él percibió en mí cualidades que yo mismo desconocía.

– Te envidiaba -se limitó a decir Octavio.

– ¡Muy perspicaz! Sí, me envidiaba. Sus días habían terminado y los míos aún no habían empezado. Los ancianos pueden volverse malevolentes después de una apoplejía.

– No obstante, pese a que sus días habían acabado, volvió a la vida pública. Envidiaba aún más a Sila.

– Sila tenía ya edad suficiente para haber demostrado sus aptitudes. Y Mario tomó en consideración mis pretensiones con considerable astucia.

– Nombrándote el flamen Dialis y casándote con la hija menor de Cina. Un sacerdocio vitalicio que te impedía tocar una arma de guerra o presenciar la muerte.

– Así es. -César sonrió a su sobrino nieto-. Pero yo me libré del sacerdocio con la connivencia de Sila. Sila no sentía la menor simpatía por mí, pero si bien Mario había muerto ya hacía tiempo, Sila aún lo despreciaba, casi hasta el delirio. Así que me liberó de esa obligación por despecho a un muerto.

– No intentaste librarte del matrimonio. Te negaste a divorciarte de Cinila cuando Sila te lo ordenó.

– Era una buena esposa, y las buenas esposas son poco comunes.

– Lo recordaré.

– ¿Tienes muchos amigos, Octavio?

– No, recibo lección en casa, y no trato con muchos jóvenes.

– Debes tratar con ellos en el Campo de Marte cuando vayas allí para realizar la instrucción militar. Octavio se ruborizó y se mordió el labio.

– Rara vez voy al Campo de Marte.

– ¿Te lo prohíbe tu padrastro? -preguntó César, atónito.

– ¡No, no! Es muy bueno conmigo, muy amable. Simplemente…, simplemente no voy al Campo de Marte con frecuencia suficiente para hacer amigos.

¿Otro Bruto?, se preguntó César consternado. ¿Elude este muchacho fascinante sus deberes militares? Durante nuestra conversación en Misena afirmó que carecía de talento militar. ¿Será ésa la causa, una reticencia a revelar su ineptitud? Sin embargo, no parece un Bruto; juraría que no es por cobardía o desinterés.

– ¿Eres buen estudiante? -preguntó dejando de lado las cuestiones delicadas. Ya habría tiempo más adelante para investigar.

– En matemáticas, historia y geografía, soy muy bueno, creo -dijo Octavio, recuperando la compostura-. Es el griego lo que me cuesta dominar. Por más griego que lea, escriba o hable, me es imposible pensar en esa lengua. Así que he de pensar en latín y luego traducir.

– Interesante. Quizá más tarde, después de vivir seis meses en Atenas, aprendas a pensar en griego -dijo César, incapaz de dar crédito a esa clase de incapacidad. Él pensaba espontáneamente en la lengua en la que hablaba, fuera cual fuera.

– Sí, quizá -respondió Octavio sin convicción.

César se recostó un poco más en el triclinio, advirtiendo que Lucio los escuchaba descaradamente.

– Dime, Octavio, ¿hasta dónde quieres llegar?

– Hasta el consulado, votado por todas las centurias.

– ¿A dictador incluso?

– No, eso desde luego no.

César advirtió el tono crítico.

– ¿Por qué esa rotundidad?

– Desde que te obligaron a cruzar el Rubicón, tío Cayo, he observado y escuchado. Aunque no te conozco bien, creo que ser dictador era el último de tus deseos.

– Habría preferido cualquier cargo antes que ése -afirmó César sombríamente-, pero era mejor ese cargo que la ignominia y el exilio inmerecidos.

– Haré frecuentes ofrendas a Júpiter óptimo Máximo para no tener que afrontar nunca esa alternativa.

– ¿Te atreverías a aceptarla si no te quedara otro remedio? -Sí, en el fondo de mi corazón soy un César.

– ¿Un Cayo Julio César?

– No, simplemente un juliano de los Césares.

– ¿Quiénes son tus héroes?

– Tú -se limitó a decir Octavio-. Sólo tú.

– Se incorporó en el triclinio-. Disculpadme, tío Cayo, primo Lucio. He prometido a mi madre volver pronto a casa.

Los dos hombres reclinados en el lectus medius observaron salir discretamente del comedor a la frágil figura.

– Bien, bien, bien -dijo Lucio arrastrando las palabras.

– ¿Qué piensas de él, Lucio?

– Tiene mil años de edad.

– Siglo más, siglo menos, sí. ¿Te cae bien?

– Es evidente que a ti sí, pero ¿y a mí? Sí… con reservas.

– Explícate.

– No es un juliano de los Césares, por más que él lo crea. Advierto en él resonancias del viejo patriciado, pero también de una mentalidad que no se ha formado en el molde patricio. Me es imposible catalogar su estilo, y sin embargo me consta que lo tiene. Bien puede ser que Roma no haya visto antes un estilo como el suyo.

– Estás diciendo que llegará lejos.

Un destello apareció en aquellos ojos de un intenso color azul.

– ¡Necio no soy, Cayo! Yo en tu lugar, lo tomaría como mi conturbernalis personal en cuanto cumpla los diecisiete.

– Eso pensé cuando lo conocí en Miseno hace unos años.

– Una cosa vigilaría.

– ¿Qué?

– Que no se aficione demasiado a los culos.

Un destelló apareció en aquellos ojos de un azul más claro.

– ¡Necio no soy, Lucio!

3

La tormenta que se gestaba en los campamentos de los legionarios en los alrededores de Capua dejó oír su primer trueno el día después de la cena en casa de César, a finales de octubre. Llegó una carta de Marco Antonio.


César, tenemos problemas. Grandes problemas. Los veteranos más veteranos han enloquecido de ira, y no puedo hacerlos entrar en razón… o mejor dicho a sus representantes electos. Las legiones más exaltadas son la Décima y la Duodécima. ¿Te sorprende? Bueno, al menos a mí sí me sorprende.

La gota que hizo rebosar el vaso fue mi orden de que la Séptima, la Octava, la Novena, la Décima, la Undécima, la Duodécima, la Décimotercera y la Décimocuarta levantaran el campamento y marcharan hacia Neapolis y Poteoli. Todos los representantes electos se plantaron ante mi puerta en Herculano (vivo en la villa que Pompeyo tenía allí) para decirme que nadie iba a ninguna parte hasta que se les notificaran formalmente ciertas cuestiones como la fecha de su baja definitiva, sus parcelas de tierra, sus partes en los botines y gratificaciones por esta campaña extra; así es como la llaman, "campaña extra". No es una obligación habitual. Y quieren que se les pague.

Estaban decididos a verte, así que no les gustó mucho saber que estabas demasiado ocupado en Roma para venir a Campania. Inmediatamente después, la Décima y la Duodécima se descontrolaron, y empezaron a saquear todas las aldeas de los alrededores de Abella, donde están acampadas.

César, no puedo contenerlos más. Te sugiero que vengas personalmente. O si realmente te es imposible, manda a alguien importante para entrevistarse con ellos. Alguien a quien conozcan y en quien confíen.


Ya se ha desencadenado, y es demasiado pronto. Oh, Antonio, ¿nunca aprenderás a ser paciente? Tienes ya mucha experiencia en esto, y sin embargo acabas de cometer una torpeza: has revelado tu falta de sinceridad. El único aspecto inteligente, que es actuar ahora en lugar de dejarlo para más tarde, se debe simplemente a tu impaciencia. No, como bien sabes, no puedo abandonar Roma. Pero no por las razones que tú piensas. No me atrevo a dejar Roma hasta que se celebren las elecciones, ésa es la verdadera razón. ¿Lo has adivinado? No lo creo, por más que actúes ahora. No eres lo bastante sutil.

Utiliza la táctica de la demora, César, pospón tu intervención hasta después de las elecciones, sin tener en cuenta a quién tengas que sacrificar.

Hizo llamar a su militar más leal y competente, Publio Cornelio Sila, sobrino de Sila.

– ¿Por qué no envías a Lepido? -preguntó Sila.

– No posee influencia suficiente con los veteranos más antiguos como los hombres de la Décima y la Duodécima -respondió César lacónicamente-. Es mejor mandar a un hombre a quien conocen de Farsalia. Explícales que tengo previsto su reparto de tierras, Publio, pero que la legislación referente a las deudas tiene prioridad.

– ¿Quieres que lleve los carromatos con la paga, César?

– Creo que no. Tengo mis razones. La situación está a punto de desbordarse; un bálsamo como la paga podría aplacar las cosas antes de tiempo. Simplemente haz lo que puedas con los escasos argumentos que te he proporcionado -dijo César.

Publió Sila regresó cuatro días después, con cortes y moretones en la cara y los brazos.

– Me lanzaron piedras -gruñó, tenso de ira-. ¡César, hazlos morder el polvo!

– Quienes quiero que muerdan el polvo son aquellos que están cebando su indignación -respondió César con actitud sombría-. Sospecho que esos hombres están ociosos y ebrios casi permanentemente, Tampoco se ha mantenido la disciplina. Eso significa que los taberneros les han dado mucho crédito, y los centuriones y tribunos están aún más borrachos que la tropa. Pese a su continua presencia en Campana desde hace muchos meses, Antonio ha permitido que esto ocurra. ¿Quién, si no, puede haber avalado tal cantidad de vino a crédito?

Publio Sila lanzó de pronto una mirada de comprensión a César, pero guardó silencio.

A continuación César hizo llamar a Cayo Salustio Crispo, un brillante orador.

– Elige a otros dos senadores, Salustio, e intenta que los cunni entren en razón. En cuanto pasen las elecciones iré a verlos en persona. Basta con que mantengas la situación bajo control hasta que yo llegue.


La Asamblea Centuriada se reunió por fin en el Campo de Marte para votar a dos cónsules y ocho pretores; nadie se sorprendió cuando Quinto Fufio Caleno salió elegido cónsul mayor y Publio Vatinio cónsul menor. También fueron votados todos los candidatos a pretor a quienes César recomendó personalmente.

Eso había quedado resuelto. Ya podía ocuparse de las legiones… y de Marco Antonio.


Dos días más tarde, poco después del amanecer, Marco Antonio entró en Roma a caballo. Sus jinetes germanos escoltaban una litera sostenida entre un par de mulas. En ella viajaba Salustio, gravemente herido.

Antonio estaba nervioso y crispado. Ahora que llegaba su gran momento, dudaba cómo debía comportarse exactamente durante su entrevista con César. Eso era lo malo de tratar con alguien que le había dado una patada en el culo cuando tenía doce años y, metafóricamente, había seguido dándoselas desde entonces. Ponerse en una situación de ventaja era difícil.

Así que optó por una actitud agresiva. Dejó a Poplicola y Cotila fuera sujetando su Caballo Público, irrumpió en la Domus Publica y fue derecho al estudio de César.

– Vienen hacia Roma -anunció al entrar. César dejó su vaso de vinagre y agua caliente.

– ¿Quiénes?

– La Décima y la Duodécima.

– No te sientes, Antonio. Estás dando un parte. Permanece de pie ante mi mesa e informa a tu comandante. ¿Por qué vienen hacia Roma dos de mis legiones más veteranas?

El pañuelo del cuello no le cubría una porción de piel donde empezó a hincársele la cadena de oro de la capa de leopardo; Antonio alzó una mano y tiró del pañuelo escarlata, advirtiendo que tenía el cuerpo cubierto de sudor frío.

– Se han amotinado, César.

– ¿Qué ha pasado con Salustio y sus acompañantes?

– Lo intentaron, César, pero…

– En algunas ocasiones, Antonio, te he visto capaz de hablar con fluidez -dijo César con voz cada vez más gélida-. Mejor será que ésta sea una de esas ocasiones, por tu propio bien. Dime qué ha pasado, por favor.

Ese «por favor» era lo peor. ¡Concéntrate, concéntrate!

– Cayo Salustio convocó a asamblea a la Décima y a la Duodécima. Llegaron de muy mal talante. Él empezó a decir que todos cobrarían antes de embarcarse hacia África y que el asunto de las tierras se estaba considerando, pero Cayo Avieno intervino…

– ¿Cayo Avieno? -preguntó César-. ¿Un tribuno no electo de los soldados de Piceno? ¿Ese Avieno?

– Sí, es uno de los representantes de la Décima.

– ¿Qué tenía que decir Avieno?

– Dijo a Salustio y a los otros dos que las legiones estaban hartas, que no estaban dispuestas a combatir en otra campaña. Querían la baja del servicio y las tierras de inmediato. Salustio contestó que tú les darías una gratificación de cuatro mil si subían a los barcos…

– Eso fue un error -le interrumpió César, frunciendo el entrecejo-. Sigue.

Sintiéndose más seguro, Antonio continuó:

– Algunos de los más exaltados apartaron a Avieno y empezaron a lanzar piedras. Rocas, de hecho. Al cabo de un instante era una verdadera lluvia. Conseguí rescatar a Salustio, pero los otros dos están muertos.

César se recostó en su silla, consternado.

– ¿Dos de mis senadores, muertos? ¿Quiénes eran?

– No lo sé -contestó Antonio, sudando de nuevo. Desesperadamente buscó una disculpa y adujo con precipitación-: Verás, no he asistido a ninguna sesión del Senado desde mi regreso. Las responsabilidades como Maestro del Caballo me han tenido muy ocupado.

– Si rescataste a Salustio, ¿por qué no está ahora aquí contigo?

– No está en condiciones, César, lo he traído a Roma en una litera. Tiene una grave herida en la cabeza, pero no está paralizado ni tiene ataques ni ningún otro síntoma anormal. Los médicos del ejército dicen que se recuperará.

– Antonio, ¿por qué has dejado que las cosas lleguen a este punto? He pensado que debía preguntártelo, darte la oportunidad de explicarte.

Antonio abrió de par en par sus ojos de color castaño rojizo.

– ¡La culpa no es mía, César! Los veteranos volvieron a Italia tan descontentos que no he podido apaciguarlos de ninguna manera. Están muy ofendidos porque tú dejaste todo el trabajo en Anatolia a las legiones ex republicanas, y no aprueban el hecho de que les entregues tierras al retirarse.

– Y dime: ¿qué crees que intentarán la Décima y la Duodécima cuando lleguen a Roma?

– Por eso he venido tan rápidamente, César -se apresuró a contestar Antonio-. Vienen dispuestos al asesinato. Creo que por tu propia seguridad deberías abandonar la ciudad.

Aquel rostro atractivo y surcado de arrugas parecía tallado en pedernal.

– Sabes perfectamente que nunca dejaría Roma en una situación así, Antonio. ¿Es a mí a quien vienen dispuestos a asesinar?

– Lo harán si te encuentran -dijo Antonio.

– ¿Estás seguro de eso? ¿No exageras?

– No, te lo juro.

César apuró el vaso y se puso en pie.

– Vete a casa y cámbiate, Antonio. Ponte una toga. Voy a convocar al Senado a una reunión dentro de una hora en el templo de Júpiter Stator en la Velia. Ten la bondad de estar allí. -Fue a la puerta y asomó la cabeza al exterior-. ¡Faberio! -llamó, y luego volvió a mirar a Antonio-. ¿Y bien? ¿Qué haces ahí plantado como un cretino? En el templo de Júpiter Stator dentro de una hora.

No ha ido mal, pensó Antonio saliendo a la Sacra Via, donde sus amigos seguían esperando.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lucio Gelio Poplicola con nerviosismo.

– Ha convocado al Senado a una reunión dentro de una hora, aunque no sé de qué cree que va a servirle.

– ¿Cómo se lo ha tomado? -preguntó Lucio Vario Cotila.

– Puesto que siempre recibe las malas noticias con la misma expresión que la Roca Tarpeya, ignoro cómo se lo ha tomado -dijo Antonio con impaciencia-. Vamos, he de ir a mi antigua casa y buscar una toga. Quiere que esté presente en la reunión.

El desánimo asomó en los rostros de Poplicola y Cotila. Pese a que ambos eran claramente elegibles, ninguno pertenecía al Senado. La razón de esta exclusión estribaba en unos sucesos que los hacían socialmente inaceptables: Poplicola había intentado asesinar al padre de César, el Censor, en una ocasión, y Cotila era hijo de un hombre condenado y enviado al exilio por el tribunal. Cuando Antonio regresó a Italia, ambos vincularon sus carreras a la fulgurante trayectoria de él, y esperaban obtener una gran promoción una vez que César dejara de ser un estorbo.

– ¿Se irá de Roma? -preguntó Cotila.

– ¿Irse él? Jamás. Quédate tranquilo, Cotila, las legiones me pertenecen ahora, y dentro de dos días el viejo habrá muerto; lo harán pedazos con sus propias manos. Y eso dejará a Roma en el tumultus, y yo, como Maestro del Caballo, asumiré el cargo de dictador. -De pronto, se detuvo con expresión de asombro-. ¿Sabéis? No entiendo por qué no se nos había ocurrido esto mucho antes.

– No era fácil ver un camino claro hasta tenerlo de regreso a Italia -dijo Poplicola y arrugó la frente-. Una cosa me preocupa…

– ¿Qué? -preguntó Cotila con aprensión.

– Tiene más vidas que un gato.

Antonio estaba cada vez de mejor humor: mientras más pensaba en la entrevista con César, más se convencía de que se había salido con la suya.

– Incluso los gatos se quedan sin vidas tarde o temprano -contestó satisfecho-. A sus cincuenta y tres años, ya le ha pasado la hora.

– Será para mí un gran placer proscribir a Filipo, esa gorda babosa -se jactó Poplicola.

Antonio fingió escandalizarse.

– Lucio, es tu hermanastro.

– Apartó a nuestra madre de su vida; merece la muerte.


La asistencia fue escasa en el templo de Júpiter Stator. Sin embargo, aún quedaba una cosa por hacer, pensó César: reforzar el Senado. Cuando entró tras sus veinticuatro lictores, buscó en vano con la mirada a Cicerón, que estaba en Roma y a quien se había notificado la reunión urgente del Senado. No podía presentarse en el Senado de César, eso se interpretaría como una señal de sometimiento.

La silla curul de marfil del dictador se colocó entre las sillas curules de los cónsules en un estrado improvisado. Desde que el pueblo quemó la Curia Hostilia con el cuerpo de Clodio dentro, la principal institución de gobierno de Roma se veía obligada a celebrar sus asambleas en un espacio provisional. Aquel lugar tenía que ser un templo consagrado, y la mayoría eran demasiado pequeños, aunque Júpiter Stator tenía capacidad suficiente para los sesenta hombres escasos allí reunidos.

Marco Antonio estaba presente, vestido con una toga orlada de púrpura, arrugada y llena de manchas. ¿No puede Antonio vigilar siquiera a sus propios criados?, se preguntó César, irritado.

En cuanto César entró, Antonio se acercó a él.

– ¿Dónde se sienta el Maestro del Caballo? -preguntó.

– Hablas como Pompeyo Magno cuando fue cónsul por primera vez -repuso César con acritud-. Busca a alguien que te escriba un libro sobre la materia. Llevas seis años en el Senado.

– Sí, pero rara vez he asistido excepto cuando era tribuno de la Asamblea de la Plebe, y eso ocurrió sólo durante tres nundinae.

– Coloca tu asiento en la primera fila, donde yo pueda verte a ti y tú a mí, Antonio.

– ¿Por qué te has molestado en elegir cónsules?

– Enseguida lo averiguarás.

Pronunciaron las oraciones y se leyeron los auspicios.

César esperó hasta que todo el mundo se hubo sentado.

– Hace dos días ocuparon sus cargos Quinto Fufio Caleno y Publio Vatinio -dijo César-. Representa un gran alivio ver que Roma está en manos de sus principales magistrados, los dos cónsules y ocho pretores. Los tribunales estarán en activo, los comitia se celebrarán de la manera prescrita. -Cambió de tono, adoptando uno más tranquilo y pragmático-. He convocado esta sesión para informaros, padres conscriptos, de que dos legiones amotinadas, la Décima y la Duodécima, marchan en estos momentos en dirección a Roma, según el Maestro del Caballo con intenciones asesinas.

Nadie se movió, nadie murmuró siquiera, pero la conmoción era tan palpable que el aire parecía vibrar.

– Intenciones asesinas. Para asesinarme a mí, por lo visto. En vista de esto, deseo ser menos importante para Roma. Si el dictador muriera víctima de sus propias tropas, acaso nuestro país desapareciera. Nuestra querida Roma podría llenarse una vez más de ex gladiadores y otros rufianes. El comercio se hundiría drásticamente. Las obras públicas, tan necesarias para el pleno empleo y los contratistas, podrían interrumpirse, en especial aquellas que pago yo personalmente. Los juegos y festivales de Roma podrían desaparecer. Júpiter óptimo Máximo podría mostrar su desagrado lanzando un rayo para demoler su templo. Vulcano podría castigar a Roma con un terremoto. Juno Sospita podría descargar su ira en los niños aún no nacidos de Roma. El erario podría vaciarse de la noche a la mañana. El padre Tíber podría desbordarse y verter las aguas residuales en las calles. Pues el asesinato del dictador es un acontecimiento cataclísmico.

Estaban todos sentados con la boca abierta.

– En cambio -prosiguió con serenidad-, el asesinato de un privatus tiene poca trascendencia pública. Por tanto, padres conscriptos del viejo y sagrado Senado de Roma, renuncio en este momento a mi imperium maius y al cargo de dictador. Roma tiene dos cónsules legítimamente elegidos que han jurado sus cargos según los rituales prescritos, y ningún sacerdote ni augur ha puesto objeción alguna. Gustosamente dejo Roma en sus manos. -Se volvió hacia sus lictores, que estaban delante de las puertas cerradas e inclinó la cabeza-. Fabio, Cornelio y todos los demás, os agradezco muy sinceramente vuestras atenciones a la persona del dictador y os aseguro que si vuelvo a ser elegido para un cargo público, solicitaré vuestros servicios. -Pasó entre los senadores y entregó a Fabio una bolsa tintineante-. Un pequeño donativo, Fabio, que debéis repartiros en la proporción habitual. Ahora volved al colegio de lictores.

Fabio asintió y, con rostro impasible, abrió la puerta. Los veinticuatro lictores salieron.

El silencio era tan profundo que todos se sobresaltaron al oír el súbito aleteo de un pájaro entre las vigas.

– Mientras venía hacia aquí -dijo César-, he redactado una lex curiata para confirmar el hecho de que he renunciado a mis poderes dictatoriales.

Antonio había escuchado incrédulo, sin comprender exactamente qué hacía César, y menos aún por qué lo hacía. Por un momento, en realidad, había pensado que se trataba de una broma de César.

– ¿Qué quiere decir que renuncias a la dictadura? -preguntó con la voz quebrada-. No puedes hacer eso con dos legiones amotinadas camino de Roma. Te necesitamos.

– No, Marco Antonio, no me necesitáis. Roma tiene cónsules y pretores en el ejercicio de sus funciones. Ahora son ellos los responsables del bienestar de Roma.

– Tonterías. Esto es una emergencia.

Ni Caleno ni Vatinio habían pronunciado una sola palabra; cruzaron una mirada con la que acordaron permanecer en silencio. El acto de César era algo más que una simple abdicación, y ambos conocían bien a César como amigo, político y militar. Aquello tenía que ver con Marco Antonio: nadie estaba sordo ni ciego; todos sabían que Antonio se había portado mal con las legiones. Así pues, mejor que César representara su escena hasta el final. También Lucio César, Filipo y Lucio Piso habían tomado la misma decisión.

– Naturalmente, no espero que los cónsules me hagan el trabajo sucio -dijo César, dirigiéndose a la Cámara, no a Antonio-. Me reuniré con las dos legiones amotinadas en el Campo de Marte y descubriré por qué están tan resueltas a causar no sólo mi destrucción, sino también la suya. Pero me reuniré con ellos como privatus, como una persona no más importante que ellos. -Alzó la voz y añadió-: Y que el resto dependa de lo que allí ocurra.

– ¡No puedes renunciar! -exclamó Antonio con voz entrecortada.

– Ya he renunciado, con lex curiata incluida.

Entumecido, con dificultad para respirar, Antonio se abalanzó hacia César.

– ¡Te has vuelto loco! -consiguió decir-. ¡Rematadamente loco! En cuyo caso, la respuesta es evidente: ante la pérdida de la cordura del dictador, yo, como Maestro del Caballo, me declaro dictador.

– No puedes declararte nada, Antonio -dijo Lucio César desde su escaño-. El dictador ha dimitido. A partir de ese momento, el cargo de Maestro del Caballo deja de existir. Tú también eres un privatus.

– ¡No! ¡No, no, no! -rugió Antonio apretando los puños-. Como Maestro del Caballo, y ante la pérdida de la cordura del dictador, ahora soy yo el dictador.

– Siéntate, Antonio -dijo Fufio Caleno-. Lo que dices es improcedente. No eres el Maestro del Caballo; eres un privatus.

¿Qué había ocurrido? ¿Adónde se había ido todo? Aferrándose al último vestigio de compostura, Antonio miró por fin a César a los ojos y vio desdén, sorna y cierta satisfacción.

– Márchate, Antonio -susurró César.

Cogió a Antonio del brazo derecho y lo acompañó hasta la puerta abierta, en medio del murmullo de sesenta voces.

Una vez fuera soltó el brazo de Antonio como si tocarlo fuera una transgresión.

– ¿Crees que me has engañado, primo? -preguntó-. No eres lo bastante inteligente para eso. Ahora sé ya lo suficiente para comprender que no eres digno de confianza, que no puede uno fiarse de ti, que eres de hecho lo que tu tío dice de ti: un descontrolado. Nuestra relación política y profesional ha terminado, y nuestra relación de consanguinidad es una humillación, un motivo de vergüenza. Apártate de mi vista, Antonio. Y no vuelvas a presentarte ante mí. Eres un simple privatus, y privatus te quedarás.

Antonio se dio media vuelta y se echó a reír, simulando que aún era dueño de sí mismo.

– Algún día me necesitarás, primo Cayo.

– Si te necesito, Antonio, te utilizaré. Pero siempre seré muy consciente de que no eres de fiar. Así que no vuelvas a darte demasiadas ínfulas. No estás a la altura de un hombre pensante.


Un único lictor, vestido con una sencilla toga blanca y sin el hacha en sus fasces, guió a la Décima y Duodécima en torno a las murallas hasta el Campo de Marte; venían del sur y el Campo de Marte estaba al norte.

César recibió a los legionarios absolutamente solo, montado en su famoso caballo de guerra con estribos de puntera, ataviado con su habitual armadura de acero y el paludamentum de general. La corona de hojas de roble ceñía su cabeza para recordarles que era un héroe de guerra condecorado, un soldado de primera línea y extraordinario valor. Sólo con verlo bastaría para que les flaquearan las rodillas.

Después de la larga marcha desde Campana se les había pasado la borrachera, ya que las tabernas de la Via Latina habían cerrado sus puertas a cal y canto: no tenían dinero y la garantía de Marco Antonio no era válida en esta parte del país. Cuando estaban aún a cierta distancia de Roma les había llegado la noticia de que César ya no era el dictador y por tanto Marco Antonio había perdido su puesto, y eso los había desmoralizado. De algún modo, a medida que avanzaban con sus caligae de clavos, sus agravios parecieron menguar, y sus recuerdos de César como amigo y compañero se reavivaron. Así pues, cuando lo vieron a lomos de su montura sin un asomo de miedo, brotó en ellos el afecto que sentían por él, que siempre habían sentido y siempre sentirían.

– ¿Qué hacéis aquí, quirites? -preguntó él con frialdad.

Una ahogada exclamación surgió entre los hombres, aumentando en intensidad cuando sus palabras corrieron de fila en fila. ¿Quirites? ¿César los llamaba ciudadanos civiles vulgares y corrientes? ¡Pero ellos no eran civiles vulgares y corrientes, eran sus hombres! Él siempre los llamaba sus hombres. Eran sus soldados.

– No sois soldados -dijo César con desprecio, sin hacer caso de los murmullos de protesta-. Incluso Fernaces dudaría en llamaros así. Sois borrachos e incompetentes, unos necios patéticos. Habéis alborotado, saqueado, incendiado, causado estragos. Lapidasteis a Publio Sila, uno de vuestros comandantes en Farsalia. Lapidasteis a tres senadores, matando a dos de ellos. Si no tuviera la boca seca como el esparto, quirites, os escupiría. Os escupiría a todos.

Los legionarios empezaron a gimotear, algunos de ellos incluso a llorar.


– ¡No! -gritó un hombre desde las filas-. ¡No, es un error! ¡Un malentendido! César, pensábamos que nos habías olvidado.

– Sería mejor olvidaros que tener que recordar vuestro motín. Sería mejor que estuvierais todos muertos y no aquí presentes como amotinados.

La hiriente voz prosiguió para informarles de que César tenía que preocuparse de toda Roma, de que había confiado en que ellos le esperarían porque él pensaba que lo conocían.

– ¡Pero te amamos! -exclamó alguien-. Te amamos.

– ¿Amor? ¿Amor? ¿Amor? -bramó César-. César no puede amar a unos amotinados. Sois los soldados profesionales del Senado y el pueblo de Roma, sus servidores, su única defensa contra los enemigos. Y acabáis de demostrar que no sois profesionales. Sois chusma. Indignos incluso de limpiar los vómitos de las calles. Sois unos amotinados, y sabéis lo que eso significa. Habéis perdido vuestra parte del botín que debía repartirse tras la celebración de mis triunfos; habéis perdido las tierras que os correspondían al licenciaros; habéis perdido todas vuestras bonificaciones. Ahora sois quirites del censo por cabezas.

Lloraron, rogaron, suplicaron perdón. ¡No, quirites no, ciudadanos civiles vulgares y corrientes no! ¡Quirites nunca! Su lugar estaba con Rómulo y Marco, no con Quirino.

La situación se prolongó durante varias horas, presenciada por media Roma, cuyos ciudadanos observaban desde lo alto de las Murallas Serbias o sentados en los tejados de los edificios del Capitolio; los miembros del Senado, incluidos los cónsules, se apiñaban a una distancia prudencial del privatus que intentaba sofocar el motín.

– ¡Este hombre es extraordinario! -comentó Vatinio a Caleno con un suspiro-. ¿Cómo ha podido pensar Antonio que los soldados de César iban a tocarle un solo pelo de la cabeza?

Caleno sonrió.

– Creo que Antonio estaba seguro de haber ganado el afecto de sus hombres. Ya sabes cómo era Antonio en la Galia, Polio -dijo-, siempre jactándose de que heredaría las legiones de César cuando el viejo se retirara. Durante un año les ha estado pagando la bebida y dejándolos disfrutar a sus anchas, que es lo que él entiende por felicidad, olvidando que estos hombres han marchado de buena gana a través de más de un metro y medio de nieve durante días interminables sólo por complacer a César, y, por supuesto, nunca lo han abandonado en el campo de batalla por difícil que se pusiera el combate.

– Antonio pensaba que había llegado su hora-dijo Polio, encogiéndose de hombros-, pero César lo ha engañado. Me pregunto por qué el viejo estaba tan decidido a celebrar las elecciones, y por qué no visitó Campania para aplacar a los hombres. Él iba tras Antonio, y sabía lo lejos que tenía que llegar para hacerlo caer. Lo siento por César; es una situación triste, se mire por donde se mire. Espero que haya aprendido la verdadera lección de todo esto.

– ¿Cuál es la verdadera lección? -preguntó Vatinio.

– Que ni siquiera un César puede dejar ociosas a las tropas veteranas durante tanto tiempo. Sí, Antonio los incitó, pero también otros lo intentaron. Siempre hay descontentos y pendencieros por naturaleza en cualquier ejército. La ociosidad les proporciona un terreno fértil para medrar -contestó Polio.


– Nunca los perdonaré -dijo César a Lucio César con las mejillas encendidas.

Lucio se estremeció.

– Pero los has perdonado.

– Por el bien de Roma, he obrado con prudencia. Pero te juro, Lucio, que todos los hombres de la Décima y la Duodécima pagarán por este motín. Primero la Novena, ahora dos más. ¡La Décima! Los llevé desde Pomptino hasta Genava; siempre habían sido mis hombres. De momento los necesito, pero sus propias acciones me han revelado qué debo hacer: debo introducir a uno o dos agentes de con fianza entre la tropa para anotar los nombres de los cabecillas en esta clase de actos. Se ha sentado un mal precedente: algunos de ellos habrán llegado a la conclusión de que los soldados de Roma tienen su propio poder.

– Al menos, ahora ha terminado.

– Ah, no. Aún habrá más -afirmó César con certeza-. Puede que haya extraído los colmillos de Antonio, pero aún acechan unas cuantas serpientes entre las legiones.

– En cuanto a Antonio, he oído decir que tiene el dinero para pagar sus deudas -comentó Lucio, que reflexionó un instante y se apresuró a rectificar-. Al menos parte de sus deudas. Se propone participar en la puja por el palacio de Pompeyo en las Carinas.

César arrugó el entrecejo en una expresión de curiosidad.

– Cuéntame más.

– Para empezar, saqueó todas las residencias de Pompeya a las que fue. Por ejemplo, aquella parra de oro macizo que Aristóbulo el judío regaló a Magno apareció el otro día en el Porticus Margaritaria. Se vendió por una fortuna en cuanto Curtio lo expuso. Y Antonio tiene otra fuente de ingresos: Fulvia.

– ¡Por todos los dioses! -exclamó César, asqueado-. Después de Clodio y Curio, ¿qué puede ver en un ser tan vulgar como Antonio?

– Un tercer demagogo. Fulvia se enamora de hombres conflictivos, y en ese sentido Antonio es un buen candidato. Escucha lo que te digo, Cayo: se casará con Antonio.

– ¿Se ha divorciado él de Antonia Híbrida?

– No, pero lo hará.

– ¿Tiene Antonia Híbrida dinero propio?

– Su padre, Híbrida, consiguió ocultar la existencia de buena parte del oro de la tumba que encontró en Cefalenia, y eso le permite vivir un segundo exilio más cómodo. Antonio gastó los doscientos talentos de la dote, pero estoy seguro de que el padre de buena gana le daría otros doscientos talentos si le dejaras volver del exilio. Sé que es un hombre execrable, y recuerdo tu proceso contra él, pero es una manera de asegurar el futuro de su hija. No encontrará otro marido, y la niña es un caso triste.

– Haré volver a Híbrida en cuanto regrese de África. ¿Qué importa uno más si voy a permitir el regreso de todos los exiliados de Sila?

– ¿Volverá Yerres? -preguntó Lucio.

– Jamás! -respondió César con vehemencia-. ¡Jamás, jamás, jamás!


Se pagó a las legiones y se las embarcó gradualmente en Meápolis y Puteoli, iban destinadas a un primer campamento en los alrededores de Lilibeo, en el oeste de Sicilia, para trasladarse desde allí a la provincia de África.

Nadie, y menos los dos cónsules, preguntó por qué -o en virtud de qué ley- un privatus actuaba tranquilamente como comandante en jefe de las fuerzas que debían aplastar a los republicanos en la provincia de África. A su debido tiempo todo se aclararía. Y así fue. A finales de noviembre César celebró elecciones para designar a los magistrados del año siguiente, y cedió graciosamente a los ruegos de que se presentara para el consulado. Cuando le preguntaron si tenía alguna preferencia en cuanto a cuál de sus seguidores debería compartir con él el consulado, indicó que le gustaría contar con su viejo amigo y colega Marco Emilio Lepido.

– Espero que entiendas tus obligaciones, Lepido -le dijo después de que ambos candidatos fueran declarados consulares entre las ovaciones de la multitud en el pabellón electoral de Vatinio.

– Eso creo -contestó Lepido, satisfecho, en absoluto intimidado por la franqueza de César. El consulado prometido había tardado en llegar, pero sería suyo el día de Año Nuevo, eso sin duda.

– Dímelo, pues.

– Debo mantener el orden en Roma e Italia durante tu ausencia: mantener la paz, desarrollar tu programa legislativo, asegurarme de no insultar a los caballeros ni deprimir la economía, seguir aleccionando a los senadores según tus criterios, y vigilar como un halcón a Marco Antonio. Debo vigilar asimismo a los íntimos de Antonio, desde Poplicola hasta el más reciente de ellos, Lucio Tilio Cimber -dijo Lepido.

– ¡Qué gran tipo eres, Lepido!

– ¿Quieres volver a ser dictador, César?

– Preferiría que no, pero quizá sea necesario. Si llegara a ser necesario, ¿estarías dispuesto a ocupar el cargo de Maestro del Caballo? -preguntó César.

– No faltaría más. Mejor yo que alguno de los otros. Nunca he tenido la inclinación de intimar con la tropa.

4

Bruto volvió a casa a primeros de diciembre, cuando César ya había partido hacia Campania para terminar de embarcar a su ejército. Su madre lo miró de arriba abajo con acritud.

– No has mejorado -concluyó.

– En realidad creo que sí -replicó Bruto, sin hacer siquiera ademán de sentarse-. He aprendido mucho en los últimos dos años.

– He oído decir que en Farsalia tiraste la espada y te escondiste.

– Si hubiera seguido empuñándola, habría puesto en peligro mi salud. ¿Toda Roma conoce esa historia?

– ¡Vaya, Bruto, casi me has levantado la voz! ¿A quién te refieres con eso de "toda Roma"?

– Me refiero a toda- Roma.

– ¿Y a Porcia en particular?

– Es tu sobrina, madre. ¿Por qué la odias tanto?

– Porque, al igual que su padre, desciende de un esclavo.

– Y un campesino túsculo, olvidas añadir.

– Me he enterado de que vas a ser pontífice.

– Ah, César ha venido a verte, ¿no? ¿Habéis renovado vuestro idilio?

– ¡No seas grosero, Bruto!

Así que César no había renovado el idilio, pensó Bruto, dando media vuelta. Al salir del salón de su madre, fue al de su esposa. Hija de Apio Claudio Pulcro, se había comprometido con él siete años atrás, poco después de la muerte de Julia. Pero esa unión le había proporcionado pocas alegrías. Bruto había conseguido consumar el matrimonio, pero sin placer, una circunstancia peor que la ausencia de amor para la pobre Claudia. Tampoco había acudido al lecho de ella con frecuencia suficiente para engendrar los hijos que ella anhelaba. Una mujer joven de buen carácter y no mala presencia, tenía muchas amistades y pasaba todo el tiempo posible lejos de aquella desdichada casa. Cuando se veía obligada a permanecer en ella, se confinaba en sus aposentos con su telar. Afortunadamente, no deseaba administrar la casa aunque en rigor era su obligación hacerlo como esposa del señor; Servilia siempre fue la señora.

Bruto besó a Claudia en la mejilla, le sonrió distraídamente y fue en busca de sus dos filósofos particulares, Estrato de Épiro y Volumnio. ¡Por fin dos caras que se alegraban de verle! Habían estado con él en Silicio, pero los envió de regreso a Roma cuando se unió a Pompeyo; a su tío Catón podía gustarle arrastrar a sus filósofos particulares a una guerra, pero Bruto no era tan severo, ni lo eran Volumnio y Estrato de Épiro. Bruto era un académico, no un estoico.

– El cónsul Caleno quiere verte-dijo Volumnio.

– Me pregunto para qué.


– ¡Siéntate, Marco Bruto! -dijo Caleno, alegrándose aparentemente de verlo-. Empezaba a preocuparme que no regresaras a tiempo.

– ¿A tiempo de qué, Quinto Caleno?

– De asumir tus nuevas responsabilidades, naturalmente. -¿Nuevas responsabilidades?

– Así es. Cuentas con el favor de César… En fin, ya lo sabes…, y dijo que me asegurara de comunicarte que no se le ocurre nadie más apto que tú para este trabajo en particular.

– ¿Trabajo? -preguntó Bruto, un tanto confuso.

– ¡Mucho trabajo! Aunque aún no has sido pretor, César te ha concedido imperium proconsular y te ha nombrado gobernador de la Galia Cisalpina.

Bruto se sentó, boquiabierto.

– ¿Imperium proconsular? ¿A mí? -chilló, sin aliento.

– Sí, a ti -confirmó Caleno, que parecía no inmutarse por aquel extraordinario hecho, ni enojarse porque tan suculento puesto fuera a manos de un ex republicano-. La provincia está en paz, así que no tendrás responsabilidades militares; de hecho, en estos momentos no hay ninguna legión, ni siquiera acuartelada. -El cónsul principal cruzó los brazos sobre la mesa y puso cara de complicidad-. Verás, el próximo año se realizará un censo general en Italia y en la Galia Cisalpina, elaborado a partir de principios completamente nuevos. El censo de hace dos años ya no satisface las necesidades de César, y por eso ha encargado otro.

Caleno se inclinó para coger un estuche de piel escarlata sellado con cera púrpura y se lo entregó a Bruto por encima de la mesa. Éste observó el sello con curiosidad: una esfinge con la palabra CÉSAR en torno al margen.

Cuando fue a coger el estuche, advirtió que pesaba más de lo normal: debía de estar repleto de pergaminos estrechamente enrollados.

– ¿Qué contiene? -preguntó.

– Tus instrucciones, dictadas por el propio César. Tenía intención de dártelas en persona, pero, naturalmente, no te presentaste a tiempo. -Caleno se levantó, rodeó la mesa y dio a Bruto un cálido apretón de manos-. Hazme saber la fecha en que partirás y yo prepararé tu lex curiata de imperium. Es un buen puesto, Marco Bruto, y coincido con César: es idóneo para ti.

Bruto salió de allí aturdido, e hizo llevar el estuche a su criado como si fuera de oro. Al principio se quedó parado en la estrecha calle frente a la casa de Caleno y dio varias vueltas sobre sí mismo como si no supiera bien dónde estaba. De pronto cuadró los hombros.

– Lleva el estuche a casa, Filas, y guárdalo en mi cámara acorazada de inmediato -ordenó Bruto a su criado. Carraspeó y se removió inquieto, visiblemente incómodo-. Si la señora Servilia lo viera, quizá pediría que se lo entregaras. Prefiero que no lo vea, ¿queda claro?

Inexpresivo, Filas inclinó la cabeza.

– Yo me encargo de eso, domine. Irá directamente a tu cámara acorazada sin que nadie lo vea.

De modo que se separaron, Filas para regresar a la casa de Bruto, y Bruto para recorrer a pie la corta distancia hasta la casa de Biblo. Allí se encontró con un caos. Al igual que en muchas de las residencias más agradables de la Palatina, la parte trasera daba a la estrecha calle. Se entraba por un reducido patio donde estaba el portero, con las cocinas a un lado y el baño y la letrina al otro. Justo enfrente se hallaba el gran peristilo, rodeado en sus tres lados respetables por una columnata a la que daban los diversos aposentos de los moradores. Al fondo estaba el comedor, el estudio del señor y, más allá, el amplio salón de recepciones, provisto de una galería con vistas al foro romano.

El jardín era un revoltijo de cajas y estatuas envueltas; un montón de cazos y sartenes atadas con cordel ocupaba las losas frente a la cocina, y los pasillos estaban atestados de camas, triclinios, sillas, pedestales, distintas clases de mesas y armarios. La ropa blanca estaba apilada en un lado y la ropa de vestir en otro.

Conmocionado, Bruto comprendió de inmediato lo que ocurría: aunque muerto, Marco Calpurnio Bibulo había sido declarado nefas, y sus estatuas eran confiscadas. Su hijo superviviente, Lucio, se quedaba desposeído, al igual que su viuda. Estaban desalojando la casa, y por tanto la vivienda saldría a subasta.

Ecastor, Ecastor, Ecastor -dijo una voz familiar, sonora y áspera, lo bastante grave como para ser la de un hombre.

Allí estaba Porcia, vestida con su habitual y espantosa túnica marrón de tela tosca; su mata de vistoso cabello rojo y rizado se deshacía en mechones mal sujetos por las horquillas.

– ¡Ponedlo todo en su sitio otra vez! -gritó Bruto, acercándose a ella rápidamente.

Al instante se vio levantado en volandas y comprimido en un abrazo que le sacó el aire de los pulmones. Aspiró el olor de ella: tinta, papel, lana vieja, piel de estuche.

– ¡Porcia, Porcia, Porcia!

Bruto nunca supo por qué ocurrió lo que sucedió a continuación, ya que no había nada de nuevo en ese saludo: Porcia llevaba años levantándolo en volandas y apretujándolo. Pero los labios de Bruto, apretados contra su mejilla, de repente buscaron los de ella, y al encontrarlos, se fundieron; le invadió una oleada de fuego y emoción. Forcejeó por liberar sus brazos y deslizarlos por la espalda de ella. Luego la besó con el primer arrebato de pasión que había sentido en su vida. Ella le devolvió el beso, el sabor de sus lágrimas mezclado con la delicadeza de su aliento, exento del olor del vino y las comidas elaboradas. Aquello pareció prolongarse durante horas, y ella no lo apartó. Su éxtasis era demasiado grande, su anhelo demasiado antiguo, su amor demasiado abrumador.

– Te amo -dijo él cuando pudo hablar, acariciándole su magnífica cabellera, recreando las yemas de sus dedos en la mata llena de vida.

– ¡Oh, Bruto, siempre te he amado! ¡Siempre, siempre!

Encontraron dos sillas abandonadas en la columnata y se acomodaron en ellas cogidos de la mano, mirándose con los ojos anegados en lágrimas, sonriendo. Dos niños descubriendo un hechizo.

– Por fin he vuelto a casa -dijo él con labios trémulos.

– No puede ser verdad -dijo ella, y se inclinó para besarlo otra vez.

Una docena de personas había presenciado aquel apasionado encuentro, pero eran todos criados excepto el hijo de Bibulo, que guiñó un ojo al mayordomo y se marchó pasando inadvertido.

– Vuelve a ponerlo todo en su sitio -repitió Bruto al cabo de un rato.

– No puedo. Ya llegó la orden de embargo.

– Yo compraré la casa, así que vuelve a ponerlo todo dentro -insistió.

En los adorables ojos grises de Porcia apareció una expresión se vera; de pronto era como si Catón mirara a través de ellos.

– No, mi padre no lo consentiría.

– Sí, querida, lo consentiría -contestó Bruto muy seriamente-. ¡Vamos, Porcia, ya conoces a Catón! Lo vería como una victoria para los republicanos. Lo consideraría una buena acción. Es deber de la familia cuidar de la familia. ¿Dejar Catón sin hogar a su hija? Yo censuro a César por esto. Lucio Bibilo es demasiado joven para pertenecer a la causa republicana.

– Su padre fue uno de los grandes republicanos. -Porcia volvió la cara mostrando a Bruto su perfil, la viva imagen de Catón; la nariz grande y aguileña le pareció noble y la boca llamativamente hermosa-. Sí, veo el sentido de tus palabras -dijo ella, y lo miró con temor-. Pero otros pujarán también. ¿Y si otro compra esta casa?

Bruto se echó a reír.

– ¡Porcia! ¿Quién puede pagar más que Marco Junio Bruto? Además, ésta es una casa bonita, pero no puede compararse con mansiones como las de Pompeyo Magno o Metelo Escipión. Las grandes sumas de dinero se pagarán por las casas más importantes. No pujaré personalmente, sino por mediación de un agente para no dar pie a rumores. Y pujaré por las haciendas de tu padre en Lucania. Por ninguna otra de sus propiedades, sólo ésas. Me gustaría que conservaras algo de él para siempre.

A Porcia se le saltaron las lágrimas.

– Hablas como si ya estuviera muerto, Bruto.

– Muchos conseguirán indultos, Porcia, pero tú y yo sabemos que César no llegará a un acuerdo con ninguno de los cabecillas que se fueron a la provincia de África. Aun así, César no vivirá eternamente. Es más viejo que Catón, y quizás éste pueda volver a casa algún día.

– ¿Por qué le pediste el indulto? -quiso saber ella de pronto.

El rostro de Bruto se ensombreció.

– Porque yo no soy Catón, querida mía.

– Ojalá lo fueras.

– Ojalá. Pero si de verdad me amas debes saber lo que soy. Un cobarde, como dice mi madre. No… No puedo explicar qué me ocurre cuando llega la hora de la batalla o de desafiar a personas como César. Simplemente me vengo abajo.

– Mi padre dirá que no es correcto que te ame porque te has sometido a César.

– Sí, lo dirá -admitió Bruto, sonriente-. ¿Significa eso que no tenemos futuro juntos?

– No lo creo.

Ella le echó los brazos al cuello con vehemencia.

– Soy una mujer, y las mujeres son débiles, dice mi padre. No lo aprobará, pero no puedo vivir sin ti y no viviré sin ti.

– ¿Me esperarás, pues? -preguntó Bruto.

– ¿Esperarte?

– César me ha concedido imperium proconsular. Debo irme de inmediato a gobernar la Galia Cisalpina.

Porcia dejó caer los brazos y se apartó.

– ¡César! -siseó-. Todo acaba en César, incluso tu horrenda madre.

Bruto encorvó los hombros.

– Lo sé desde que lo conocí cuando era un muchacho. Cuando regresó de su cuestorado en la Hispania Ulterior, se irguió en medio de todas aquellas mujeres con el aspecto de un dios. ¡Tan imponente! ¡Tan… regio! A mi madre le traspasó el corazón. Precisamente a ella, con todo su orgullo. Una patricia de la familia Servilia Cepionis. Pero se tragó el orgullo por él. Cuando murió Silano, mi padrastro, pensó que César se casaría con ella. Él se negó aduciendo que era una esposa infiel. «Contigo, sólo contigo», exclamó ella. No importaba con quién hubiera sido infiel, dijo él. El hecho era que había sido una esposa infiel.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Porcia, fascinada.

– Porque ella volvió a casa bramando y gritando como Mormolice. Toda la casa se enteró -se limitó a decir Bruto, y se estremeció-. Pero así es César. Se requiere un Catón para oponerse a él, y yo no soy un Catón, amor mío. -Los ojos se le llenaron de lágrimas y le cogió las manos-. Perdona mi debilidad, Porcia. ¡Un imperium pro consular y ni siquiera he sido pretor! ¡La Galia Cisalpina! ¿Cómo puedo decirle que no? No tengo fuerza para eso.

– Sí, lo comprendo -dijo ella muy seria-. Ve y gobierna tu provincia, Bruto. Te esperaré.

– ¿Te importa que no diga nada acerca de esto a mi madre?

Ella lanzó su extraña risa, pero sin alegría.

– No, querido Bruto, no me importa. Si a ti te aterroriza, a mí me aterroriza aún más. No despertemos al monstruo antes de tiempo. Continúa casado con Claudia por el momento.

– ¿Has tenido noticias de Catón? -preguntó el.

– No, ni una palabra. Tampoco Marcia, que sufre mucho. Ahora tiene que volver a casa con su padre, claro. Filipo intentó interceder por Marcia, pero César fue inflexible. Deben confiscarse todas las propiedades de mi padre, y ella le cedió su dote cuando él reconstruyó la basílica Porcia tras el incendio de Clodio. Filipo no está contento. ¡Marcia llora tanto, Bruto!

– ¿Y tu dote?

– También se destinó a reconstruir la basílica Porcia.

– En ese caso, ingresaré una suma con los banqueros de Vívulo para ti.

– Catón no lo aprobaría.

– Si Catón se apropió de tu dote, amor mío, ha perdido el derecho a opinar. Vamos -dijo, ayudándola a levantarse-, quiero besarte otra vez, en algún lugar menos público. -En la puerta de su estudio la miró con expresión grave-. Somos primos carnales, Porcia. Quizá no deberíamos tener hijos.

– Sólo medio primos carnales -contestó ella sensatamente-. Tu madre y mi padre únicamente son hermanastros.


Una gran cantidad de dinero salió a la luz cuando se subastaron las propiedades de los republicanos no indultados. Pujando por mediación de Escaptio, Bruto no tuvo dificultades para adquirir la casa de Bibulo, su gran villa en Cayeta, su latifundio de Etruria y sus fincas y viñedos de Campania; la mejor manera de proporcionar una renta a Porcia y al joven Lucio, había decidido, era comprar todas las posesiones de Bibulo. Pero no tuvo suerte con las haciendas de Catón en Lucania.

El agente de César, Cayo julio Arverno, compró hasta la última de las propiedades de Catón, por mucho más de lo que valían; Escaptio, en nombre de Bruto, no se atrevió a seguir pujando cuando los precios llegaron a un nivel exorbitante. César tenía dos razones para obrar así: deseaba la satisfacción de quedarse con las propiedades de Catón, y también deseaba utilizarlas para dotar a sus tres ex centuriones de tierra suficiente para que estuvieran autorizados a pertenecer al Senado. Décimo Carfuleno y otros dos habían ganado la corona civica, y César se proponía respetar la legislación de Sila según la cual toda persona galardonada con una condecoración importante tenía derecho a acceder al Senado.

– Lo raro es que creo que mi padre lo aprobaría -dijo Porcia a Bruto cuando él fue a despedirse.

– Estoy muy seguro de que César no buscaba la aprobación de Catón -dijo Bruto.

– Entonces interpretó mal a mi padre, que tiene el valor en tan alta consideración como César.

– Dado el intenso odio que existe entre ambos, Porcia, ninguno de los dos puede entender al otro.

La mansión de Pompeyo en las Carinas fue asignada a Marco Antonio por treinta millones de sestercios, pero cuando él despreocupadamente dijo a los subasteros que aplazaría el pago hasta que mejorara su economía, el jefe de la firma lo llevó aparte y le dijo:

– Marco Antonio, me temo que debes pagar la suma completa de inmediato. Órdenes de César.

– ¡Pero me quedaría sin nada! -protestó Antonio, indignado.

– Paga ahora o perderás la propiedad e incurrirás en una multa.

Maldiciendo, Antonio pagó.

Por su parte Servilia, nueva propietaria del latifundio de Lentulo Crus y de varios lucrativos viñedos en la Campania falernia, salió mucho mejor parada gracias a la intervención de César.

– Nuestras instrucciones son ofrecerte un tercio del precio -dijo el subastero jefe cuando ella se presentó en la empresa para ponerse de acuerdo en el pago. No se había molestado en utilizar a intermediarios; era mucho más divertido pujar en persona. Sobre todo porque era mujer y supuestamente no debía participar en esa clase de actividades públicas.

– ¿Instrucciones de quién? -preguntó ella.

– De César, domine. Dijo que lo comprenderías.

La mayoría de Roma lo comprendió, incluido Cicerón, que casi se cayó de la silla con un ataque de risa.

– ¡Bien hecho, César! -gritó a Ático (otro afortunado pujador), que estaba allí de visita para darle las noticias-. Un tercio menos. Un tercio. Hay que admitir que ese hombre tiene ingenio.

Naturalmente, la broma residía en el hecho de que la tercera hija de Servilia, Tertula, era hija de César. La broma no hizo la menor gracia a Servilia, pero el agravio no era razón suficiente para rechazar el descuento. Al fin y al cabo, diez millones eran diez millones.

Cayo Casio, que no pujó por nada, tampoco se había divertido.

– ¡Cómo se atrevió a llamar la atención sobre mi esposa! -gruñó-. ¡Tertula está en boca de todos!

Lo que enojó a Casio no era sólo la relación de su esposa con César; mientras que Bruto, de la misma edad que él y exactamente en el mismo punto en el cursus honorum, iba a gobernar la Galia Cisalpina como proconsul, él, Cayo Casio, había sido enviado a la provincia de Asia con un legado propretoriano corriente. Pese a que Vatia, el gobernador, era su yerno, no era una de las personas preferidas de Casio.

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