VIII

LA CAÍDA DE UN TITÁN

De octubre del 45 a.C. hasta finales de marzo del 44 a.C.

1

Instalado en la Domus Publica, mientras los preparativos para celebrar su triunfo sobre la Hispania Ulterior iban viento en popa, César salió de la ciudad para visitar a Cleopatra, que lo recibió con gran alegría.

– Mi pobre niña, no te he tratado muy bien -dijo él, compungido, tras una noche de amor en la que no había habido la menor oportunidad de darle un hermano a Cesarión.

La mirada de ella se llenó de consternación.

– ¿Tanto me he quejado en mis cartas? -preguntó con inquietud-. No era mi intención preocuparte.

– Tú nunca me has preocupado -contestó él, y le besó la mano-. Tengo otras fuentes de información además de tus cartas, ¿sabes? Tienes una defensora.

– ¡Servilia! -exclamó ella de inmediato.

– Servilia, sí -asintió César.

– ¿No te importa que me haya hecho amiga suya?

– ¿Por qué iba a importarme? -Una hermosa sonrisa iluminó su semblante-. De hecho, ha sido muy inteligente por tu parte entablar amistad con Servilia.

– Creo que fue cosa de ella.

– Da igual. Esa mujer es un peligroso enemigo, hasta para una reina. En realidad, le caes muy bien, y seguramente prefiere que yo me líe con reinas extranjeras, y no con rivales romanas.

– ¿Como la reina Eunoe de Mauritania? -preguntó ella recatadamente.

César soltó una carcajada.

– ¡Me encantan los chismes! ¿Cómo demonios iba a acostarme con ella? Si ni siquiera llegué a Gades cuando estuve en Hispania, imagínate cruzar el estrecho para ver a Bogud.

– En realidad, fue una conclusión mía. -La reina frunció el entrecejo y le cogió del brazo-. César, estoy intentando llegar también a otra conclusión.

– ¿Cuál?

– Eres un hombre muy reservado, y se te nota en distintos aspectos. Nunca sé cuándo vas a completar… la patratio. -Se la veía atormentada, pero decidida-. He dado a luz a Cesarión, así que sé que debes hacerlo, pero me gustaría saber cuándo.

– Eso, querida, te otorgaría demasiado poder -respondió él, arrastrando las palabras.

– ¡Oh, tú y tu desconfianza!

La conversación podía haber degenerado en una pelea pero salvó la situación Cesarión, que entró trotando y con los brazos abiertos.

Tata!

César lo levantó, lo lanzó al aire entre los penetrantes chillidos de júbilo del niño, lo besó y lo abrazó.

– ¡Vaya estirón ha dado!

– ¿Verdad que sí? No veo nada mío en él, gracias a Isis.

– Estás preciosa, faraona, y te quiero… aunque me muestre reservado -dijo César con una mirada burlona.

Cleopatra suspiró y abandonó el tema en litigio.

– ¿Cuándo piensas iniciar la campaña de Partia?

Tata, ¿puedo ir contigo como contubernalis?

– Esta vez no, hijo. Tu tarea es proteger a tu madre. -César le frotó la espalda al niño mientras miraba a Cleopatra-. Pretendo marcharme tres días después de los idus de marzo del año próximo. Y de todos modos, debes pensar en regresar a Alejandría.

– Será más fácil verte desde Alejandría-dijo ella.

– Desde luego.

– Entonces me quedaré aquí hasta que te vayas. Ya es hora de celebrar que llevas seis meses en Roma, César. Yo ya me he adaptado un poco y he hecho algunos amigos, aparte de la querida Servilia. ¡Tengo planes! -prosiguió Cleopatra con espontaneidad-. Quiero que Filostrato dé conferencias, y he logrado contratar los servicios de tu cantor favorito, Marco Tigelio Hermógenes. ¡Organizaremos una fiesta magnífica!

– Sin duda.

Sin soltar a Cesarión, César cruzó la estancia hasta la columnata exterior y contempló el jardín que había creado Cayo Matio, con sus arbustos podados en forma de animales.

– Me alegro de que no hicieras levantar ese muro, amor mío. Le habrías roto al corazón a Matio -comentó.

– Es muy extraño -dijo ella, confusa-. Los trastiberinos estuvieron merodeando durante mucho tiempo, pero de pronto, cuando me disponía a edificar el muro, desaparecieron. ¡Temía por nuestro hijo! ¿Te lo ha dicho Servilia? ¡Porque yo no te lo dije!

– Sí, me lo dijo ella. Pero ya no tienes por qué preocuparte. Los trastiberinos se han ido.-César sonrió, pero con amargura-. Los he mandado a Butrotum con Ático. Allí podrán rajar los hocicos y las orejas a su ganado, para variar.

A Cleopatra, Ático le caía bien, así que miró a César consternada.

– ¡Oh! ¿Te parece justo? -preguntó.

– Absolutamente -respondió él-. Vino con Cicerón a hablar conmigo del asunto de mi colonia para el censo por cabezas. Yo ordené hace meses el traslado de los trastiberinos y ahora ya han llegado.

– ¿Qué le dijiste a Ático?

– Que mis extranjeros pensaban que se quedaban en Butrotum, pero van a ser trasladados -contestó César mientras alborotaba el pelo a Cesarión.

– ¿Y cuál es la verdad?

– Que se quedan en Butrotum. El mes que viene mandaré a otros dos mil. A Ático no va a gustarle.

– ¿Tanto te ofendió que Cicerón publicara el Catón?

– Tanto y más -admitió César con semblante sombrío.


El triunfo hispánico se celebró el quinto día de octubre. A la Primera Clase le pareció detestable; al resto de Roma le encantó. César no hizo el menor esfuerzo por minimizar el hecho de que el enemigo derrotado fuera romano, aunque no cometió el error de exhibir la cabeza de Cneo Pompeyo. Cuando pasó ante su nueva tribuna en la parte baja del Foro romano, todos los magistrados sentados se pusieron en pie para honrar al triunfador, excepto Lucio Pontio Aquila, que había encontrado por fin la manera de distinguirse en su tribunado de la plebe. El gesto de desprecio de Aquila enfureció a César; también le disgustó mucho la fiesta en el templo de Júpiter óptimo Máximo celebrada más tarde. En su opinión, fue lamentable e indigna. Pagó de su propio bolsillo otra fiesta el siguiente día festivo según los cánones religiosos, pero Pontio Aquila no fue invitado. César quiso dejar bien claro que el amante de Servilia no recibiría más ascensos públicos.

Cayo Trebonio se dirigió sin tardanza a casa de Aquila y añadió otro miembro al Círculo de Asesinos de César. Aunque le obligó a prometerle que no le diría una palabra a Servilia.

– Trebonio, no soy tonto -dijo Aquila, arqueando una ceja-. Es maravillosa en la cama, pero no te irás a imaginar que no sé que todavía sigue enamorada de César…

Se les habían unido algunos hombres más: Décimo Turulio, por quien César sentía una profunda antipatía, los hermanos Cecilio Metelo y Cecilio Buciolano, los hermanos Publio y Cayo Servilio Casca, de una rama plebeya de la gens Servilia, Cesenio Lento, el asesino de Cneo Pompeyo y, curiosamente, Lucio Tilio Cimbro, que ese año era pretor, con otros varios pretores -Lucio Minucio Basilo, Décimo Bruto y Lucio Estayo Murco- todos ellos ingresaron en el círculo.

En octubre otro hombre pasó a formar parte del Círculo de Asesinos de César: Quinto Ligario, a quien César odiaba tanto que le prohibió que regresara a Roma de África, aunque éste le había suplicado que le perdonara. La presión de muchos amigos influyentes logró que César transigiera y le mandara volver; sin embargo, Ligario que, acusado de traición, fue defendido con éxito en los tribunales por Cicerón, sabía que nunca se le permitiría ascender en la vida pública.

Y en efecto, el grupo de asesinos en ciernes iba creciendo, pero seguía sin contar con hombres de auténtico peso, nombres que toda la Primera Clase conociera bien y a los que respetara incondicionalmente. A Trebonio no le quedaba más opción que esperar el momento oportuno. Tampoco Marco Antonio se había ocupado de demostrar que César andaba detrás del trono y la divinización: estaba demasiado encantado con el nacimiento del hijo habido con Fulvia, al que la embelesada pareja había puesto por nombre Antilo.


El día siguiente a la celebración de su triunfo César dimitió como cónsul, pero no como dictador. Acto seguido nombró a Quinto Fabio Máximo y a Cayo Trebonio cónsules delegados para los tres meses escasos que quedaban de año. Al denominarlos «sufectos» les dispensaba de la necesidad de ser elegidos; bastaba con un decreto senatorial.

Anunció los nombres de los que serían gobernadores el año siguiente: Trebonio sustituiría a Vatia Isaurico en la provincia de Asia; Décimo Bruto iría a la Galia Cisalpina; otro miembro del Círculo de Asesinos de César, Estayo Murco, sucedería a Antiscio Veto en Siria; y otro más, Tilio Cimbro, gobernaría Bitinia junto con Ponto. El gran despliegue de gobernadores de las provincias occidentales abarcaba desde Polio en la Hispania Ulterior hasta Décimo Bruto en la Galia Cisalpina, pasando por Lepido en la Hispania Citerior y la Galia Narbonesa y Lucio Munacio Planco en la Galia Trasalpina y la Galia del Ródano.

– Sin embargo -dijo César a la Cámara- todavía no puedo dimitir como dictador, lo cual significa que debo reemplazar a mi actual Maestro del Caballo, Marco Emilio Lepido, que será gobernador el año próximo. Le sucederá Cneo Domitio Calvino.

Antonio, que escuchaba con aire de suficiencia y esperaba oír su nombre -al fin y al cabo, se estaba portando muy bien-, sintió el revés como un jarro de agua fría. ¡Calvino! Un hombre mucho más difícil de intimidar y engañar que Lepido, un hombre que no hacía el menor esfuerzo por disimular su antipatía por Marco Antonio. ¡Maldito César! ¿Es que nunca se le allanaría el camino?

Al parecer, no. Después, César procedió a anunciar a los cónsules para el año siguiente. Él mismo seguiría como cónsul superior hasta que partiera hacia el este, y Marco Antonio sería cónsul inferior para el año entero. A César le sucedería Publio Cornelio Dolabela como cónsul superior.

– ¡Ah, no…, ni hablar! -Antonio se puso en pie y gritó-: ¡Antes muerto que por debajo de Dolabela!

– Ya veremos lo que nos traen las elecciones, Antonio -dijo César sin- inmutarse-. Si los electores deciden ponerte por delante de Dolabela en las urnas, estupendo. Pero si no, acatarás mis órdenes.

Dolabela, un hombre de aspecto imponente, tan alto y tan fuerte como Antonio, se reclinó en su banco, enlazó las manos tras la nuca y sonrió con complacencia. Sabía tan bien como Antonio que sus propias actividades en Roma eran mucho más difíciles de demostrar que las de un hombre que había irrumpido con su ejército en el Foro romano, matando a ochocientos civiles.

– Tus actos te perseguirán toda la vida, Antonio -dijo, y se puso a silbar.

– ¡Eso no sucederá! -respondió Antonio entre dientes.

Casio escuchaba con atención, sin casarse con nadie, y menos con Antonio, a quien consideraba una bestia. César, como mínimo, tenía un poco de sensatez. Dolabela era venal y podía comportarse como un idiota, pero había madurado un poco durante el año anterior, y no se iba a 'arredrar ante Antonio, eso por lo menos estaba claro. Tal vez Roma sobreviviera. Además, Casio estaba encantado: le habían comunicado que le iban a admitir en el Colegio de Augures, un honor significativo.

Bruto escuchaba con esperanzas crecientes. Como relató más adelante a Cicerón, las disposiciones de César le hicieron creer que al final César intentaría restaurar la República.

– ¡Bruto, a veces dices unas tonterías! -exclamó Cicerón-. El hecho de que César acabe de hacerte pretor urbano ya te hace imaginar que ese hombre es una maravilla. Pues no. ¡Es una calamidad!


Fue después de esa reunión del Senado cuando empezaron a multiplicarse de repente los honores otorgados a César. Muchos de ellos ya habían sido debatidos, e incluso aprobados, en consulta senatorial, sin embargo nunca se llevaron a la práctica. Pero a la sazón la situación dio un vuelco: la estatua de César que se iba a colocar en el templo de Quirino llevaría una placa con la leyenda AL DIOS INCONQUISTABLE. Antonio dijo, en una reunión del Senado a la que César no asistió, que la frase hacía referencia a Quirino, no a César. En esa misma sesión se concedió una dotación para una estatua de marfil de César conduciendo un carro dorado, que saldría en todos los desfiles oficiales; otra estatua de César se alzaría entre las de los reyes de Roma y el fundador de la República, Lucio Junio Bruto. El palacio de César en el Quirinal, con su frontón, también recibió una subvención monetaria.

Con la invasión de Partia pendiente, César en realidad no tenía tiempo para asistir a muchas reuniones del Senado y, a principios de diciembre, se vio obligado a pasar un tiempo en Campania para resolver el reparto de tierras entre los veteranos. Antonio y Trebonio aprovecharon la oportunidad, aunque fueron lo bastante astutos para delegar en otros hombres, menos encumbrados que ellos, la propuesta de sus decretos. En el futuro, el mes de quinctilis se llamaría mes de julio Se crearía una tribu de treinta y seis ciudadanos romanos, la Tribu Julia. Se fundaría un nuevo colegio de luperci, el de los Lupercos Julios, y su prefecto sería Marco Antonio, que ya era lupercus. Se levantaría un templo a la Clemencia de César, y Marco Antonio sería flamen del nuevo culto a la Clemencia de César. César se sentaría en una silla curul de oro y se ceñiría una corona de oro con piedras preciosas durante los juegos. Su estatua de marfil saldría en el desfile de los dioses, sobre una tribuna idéntica a la de éstos. Todos esos decretos se inscribirían en letras de oro sobre placas de plata pura, para mostrar que César había llenado las arcas del tesoro hasta arriba.

– ¡Protesto! -exclamó Casio cuando Trebonio, nuevo cónsul portador de las fasces, planteó una votación de la Cámara sobre las propuestas-. Lo digo y lo repito: ¡Protesto! César no es un dios, pero os comportáis como si lo fuera. ¿Es que se ha marchado a Campania para no estar presente y no tener que avergonzarse y verse obligado a protestar para guardar las formas? Desde luego, a mí me lo parece. Cónsul, anula esas mociones. Son sacrílegas.

– Si te opones, Cayo Casio, levántate y colócate a la izquierda del estrado curul -fue la respuesta de Trebonio.

Furioso, Casio se dirigió a la zona izquierda, en general la más propensa a perder cuando había votaciones: era la de la mala suerte. Y aquel día lo fue. Sólo un puñado de hombres, entre ellos Casio, Bruto, Lucio César, Lucio Piso, Calvino y Filipo, se situaron a la izquierda. Casi la totalidad de la Cámara, con Antonio a la cabeza, se colocó a la derecha.

– No creo que el precio de mi cargo de pretor lleve aparejado el tener que soportar esos honores divinos -dijo Casio a Bruto, Porcia y Tertula después de la cena.

– ¡Ni yo! -declaró Porcia en tono solemne.

– Casio, dale a César algo de tiempo, por favor -rogó Bruto-. No creo que haya sido él quien instigara esos honores, la verdad. Creo que se va a quedar asombrado.

– Son una vergüenza -dijo Tertula, que oscilaba permanentemente entre el placer de saberse hija de César y la tristeza de que no la hubiera reconocido como tal, ni siquiera de manera oficiosa.

– ¡Claro que los están proponiendo a instancias de César! -exclamó Porcia, con una exasperada mirada a Bruto.

– No, amada mía, te equivocas -insistió Bruto-. Los han propuesto hombres que intentan sacar provecho u obtener favores, y los ha aprobado una Cámara que probablemente cree que él los ha pedido. Pero hay dos cosas muy significativas: una, Marco Antonio está metido hasta las cejas en todo lo que está pasando, y dos, que los ponentes han esperado a que César no estuviera presente.

Pero transcurrió cierto tiempo hasta que César se enteró de los nuevos honores, por una razón muy sencilla: tenía tanto trabajo que no leía las actas de las reuniones del Senado celebradas en su ausencia. De todos modos, irritaba a Cleopatra porque se ponía a leer durante sus deslumbrantes recepciones, sin apenas comer, de tan atareado que estaba.

– ¡Intentas hacer demasiado! -le reprochó ella un día-. Hapd'efan'e dice que has dejado de tomarte el jarabe desde que no es de jugo de frutas. César, aunque no te guste, tienes que tomártelo. ¿Quieres desmayarte en público?

– No pasará nada -contestó él, ausente y con la vista fija en un papel.

Ella se lo arrebató de las manos y le puso delante de las narices un vaso lleno.

– ¡Bebe! -ordenó.

El amo del mundo obedeció dócilmente, pero después insistió en regresar a sus papeles. Sólo levantó la cabeza cuando Marco Tigelio Hermógenes inició una serie de arias que había compuesto con letras de Safo, acompañándose a la lira.

– La música es una de las pocas cosas que logran distraer su atención del trabajo -susurró Cleopatra a Lucio César. Lucio le apretó la mano.

– Por lo menos hay algo que lo consigue.


Los honores prosiguieron. El hermano menor de Marco Antonio, Lucio, se hizo tribuno de la plebe el día décimo de diciembre, y se distinguió proponiendo a la Asamblea de la Plebe que concediera a César el derecho de recomendar a la mitad de los candidatos en cada elección, excepto en las de los cónsules, y el derecho a nombrar a todos los magistrados, cónsules incluidos, excepto mientras se encontraba en Oriente. La moción se formalizó al primer contio, lo cual era inconstitucional, pero fue sancionada por el cónsul Trebonio.

– Para César nada es inconstitucional -dijo Trebonio. Tal manifestación, pronunciada por un partidario de César tan firme, sólo fue considerada un poco peculiar por parte de algunos hombres como Cicerón, que fue informado más tarde.

A mediados de diciembre, César nombró a los cónsules para un segundo año: Aulo Hirtio y Cayo Vibio Pansa, y para el tercero: Décimo junio Bruto y Lucio Munacio Planco. Ninguno de ellos apoyaría a Antonio.

Después el Senado nombró a César dictador por cuarta vez, aunque su tercer mandato todavía no había concluido.

Al parecer, el tribuno de la plebe Lucio Casio tenía pocos conocimientos legales; organizó un plebiscito ante la Asamblea de la Plebe que permitiría a César nombrar a los nuevos patricios. Algo bastante ilícito, puesto que el patriciado no tenía absolutamente nada que ver con la plebe. César nombró a un nuevo patricio, y sólo a uno, su sobrino nieto Cayo Octavio, que estaba en pleno ajetreo de preparativos para acompañarle al extranjero como contubernalis. Sería ya patricio, pero no le habían ascendido de rango militar, como le comunicó Filipo con cierta mordacidad. Octavio aceptó la reprimenda con ecuanimidad, más preocupado por disuadir a su madre de cargarlo de comodidades y lujos que él consideraba superfluos.


El primero de enero los nuevos cónsules y pretores tomaron posesión de sus cargos y todo fue bien. La observación de la noche en busca de augurios no reveló nada reseñable, los bueyes blancos para el sacrificio llegaron al cuchillo adecuadamente drogados y la fiesta celebrada en el templo de Júpiter óptimo Máximo en lo alto del Capitolio fue magnífica. Marco Antonio, en sus funciones de cónsul inferior, se paseaba pavoneándose y dándose importancia, y se las arregló para ignorar a Dolabela, que sonreía con sorna en segundo plano, porque sería cónsul superior cuando César se fuera a Oriente.

Una de las responsabilidades del cónsul superior el día de Año Nuevo era establecer la fecha del festival latino, la fiesta de Júpiter Lacial que se celebraba en el monte Albano. Solía celebrarse en marzo, justo antes del inicio de la temporada de campañas, pero César quería presidirla y anunció que ese año se celebraría durante las nonas de enero.

Los Julios eran los sacerdotes hereditarios de Alba Longa, una ciudad mucho más antigua que la fundación de Roma; cuando el cónsul superior era un julio, como ese año, podía lucir las galas reales de rey de Alba Longa para celebrar el festival latino. Desde luego, no había existido rey en Alba Longa desde que la naciente Roma había arrasado totalmente la ciudad, que no llegó a reconstruirse. Pero fue fundada por Iulo, el hijo de Eneas, y los Julios, sus descendientes directos, que fueron sus reyes, eran ahora también sus grandes sacerdotes.

Cuando César recibió las vestiduras del rey de Alba Longa y abrió el perfumado baúl de cedro para examinar las túnicas, las encontró en perfectas condiciones. La última ocasión en que se habían lucido había sido quince años atrás, cuando él fue cónsul por primera vez. Como era muy alto, se había visto obligado a encargar un nuevo par de botas altas, de color escarlata brillante. Ahora parecían un poco deformadas. Mejor que me las pruebe primero, pensó, y eso hizo. Mientras daba unos pasos con ellas puestas, advirtió que el dolor que había estado sintiendo en las pantorrillas durante algún tiempo desaparecía como por arte de magia. Se dirigió en busca de Hapd'efan'e.

– ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes? -dijo el médico-sacerdote con voz apesadumbrada.

– ¿Ocurrido el qué? -preguntó César.

– César, tienes venas varicosas, y las botas romanas son demasiado cortas para dar a tus vasos sanguíneos distendidos el soporte adecuado. Estas botas te sujetan bien hasta la rodilla. Por eso han aliviado tu dolor en las piernas. Deberías usar botas altas.

Edepol! -exclamó César, y se rió-. Voy a llamar a mi zapatero enseguida, pero ya que mis familiares son sacerdotes de Alba Longa, no hay razón alguna para que yo no calce estas botas hasta que me hagan dos pares de color marrón. ¡Te felicito, Hapd'efan'e!

César fue a sentarse en la tribuna, donde estaba negociando las quejas relativas al fiscus.

El cónsul inferior Marco Antonio, el ex cónsul inferior Trebonio, el ex pretor Lucio Tilio Cimbro, el ex pretor Décimo Bruto y veinte senadores pedarii cuidadosamente elegidos entraron en solemne procesión a verle. Seis de los hombres de rango inferior llevaban una placa brillante de plata cada uno, del tamaño de un folio. Irritado por la interrupción, César ya abría la boca para echarles cuando Antonio se le adelantó, e hincó una rodilla en tierra con reverencia.

– César -declamó-, como tu Senado ha decretado, venimos a presentarte seis nuevos honores, grabados en oro sobre plata.

La multitud presente jaleó su anuncio.

Décimo Turulio, el nuevo cuestor, dio un paso al frente y le presentó su placa, rodilla en tierra: el mes de julio.

Cecilio Metelo presentó la nueva tribu, Julia.

Cecilio Buciolano presentó a los Lupercos Julios.

Marco Rubrio Riga presentó la Clemencia de César.

Casio Parmensis presentó la silla curul de oro y la corona.

Petronio presentó la estatua de marfil para el desfile de los dioses.

A lo largo de toda la ceremonia, a la que se fueron agregando más testigos, César permaneció inmóvil, como tallado en piedra, tan confuso que no podía hablar ni moverse; todavía seguía boquiabierto. Al final, cuando le hubieron presentado las seis placas y todo el grupo permaneció alrededor, expectante, con sus rostros reluciendo de orgullo, César cerró la boca. Pero por más que lo intentó, no logró ponerse en pie a causa de la debilidad y los vértigos que lo aquejaban.

– No puedo aceptar todo esto -dijo-; son honores que no se deben otorgar a los hombres. Lleváoslos, hacedlos fundir y devolved el metal a donde debe estar: el Erario.

Los miembros de la delegación se levantaron, ofendidos.

– ¡Esto es un insulto! -exclamó Turulio.

César no le hizo caso y se volvió hacia Antonio, que parecía tan indignado como los demás.

– Marco Antonio, deberías tener un poco más de conocimiento. Como cónsul con las fasces, voy a convocar una reunión del Senado en la Curia Hostilia dentro de una hora.

Hizo un ademán al esclavo que le llevaba el jarabe, cogió la taza y se lo bebió.

La nueva Curia Hostilia tenía un interior mucho menos pretencioso que la Curia de Pompeyo en el Campo de Marte, pero era del gusto más exquisito, según admitió Cicerón con una chispa de pesar por no disponer allí de un asiento. Sencilla, con las gradas y el estrado curul de mármol blanco, las paredes de escayola pintadas de blanco, con algunas guirnaldas decorativas y el suelo de losetas de mármol blancas y negras; el techo, como el de la antigua Curia, estaba formado por vigas de cedro, por entre las cuales se veían las tejas de arcilla. Era una réplica exacta de la antigua Curia Hostilia, y por tanto nadie protestó por que se le otorgara el mismo nombre.

Al haber sido convocada la sesión con tan poca antelación, la Cámara no estaba llena, pero cuando entró César detrás de sus veinticuatro lictores, contó un cómodo quórum. Como era día de juicios, estaban allí todos los pretores; la mayoría de los tribunos de la plebe; unos cuantos cuestores junto a ese gusano de Turulio; doscientos diputados; Dolabela, Calvino, Lepido, Lucio César, Torcuato, Piso. Era evidente que había corrido la voz de que César había rechazado las placas de plata, porque cuando entró, los murmullos arreciaron en lugar de disminuir. Me estoy haciendo viejo, pensó: ya ni me he enfurecido por esto, sólo me siento muy cansado. Están acabando conmigo.

César distinguió al nuevo pontífice, Bruto, encargándole que dirigiera las oraciones, y al nuevo augur Casio le encomendó que hiciera los auspicios. Después se dirigió al frente del estrado curul y permaneció en pie con su corona civica mientras la Cámara aplaudía. Esperó a que aplaudieran uno por uno a sus tres senadores ex centuriones y después inició su discurso.

– Honorable cónsul inferior, cónsules, pretores, ediles, tribunos de la plebe y padres conscriptos del Senado, os he convocado para informaros de que esos honores que insistís en otorgarme deben cesar de inmediato. Está bien que el dictador de Roma reciba ciertos honores, pero únicamente los honores apropiados para un hombre. ¡Un hombre! Un miembro corriente de la gens humana, no un dios ni un rey. Hoy algunos de vosotros me habéis presentado unos honores que infringen nuestro mos maiorum y a nivel público me parecen de extremado mal gusto. Nuestras leyes están grabadas en bronce, no en plata, y de bronce deberán ser todas las leyes. Las vuestras eran de plata con inscripciones de oro, dos metales preciosos que tienen otros usos mucho más adecuados que las placas de leyes. He ordenado que las destruyan y que el metal sea devuelto al Erario.

Hizo una pausa. Sus ojos tropezaron con los de Lucio César. Lucio hizo un gesto imperceptible con la cabeza hacia Antonio, que estaba a espaldas de César en el estrado. César asintió también: «He comprendido tu mensaje.»

– Padres conscriptos, quiero advertiros que estas señales ridículas de adulación deben terminar. No las he pedido, no las deseo y no pienso aceptarlas. Éste es mi dictado y será obedecido. ¡Esta Cámara no aprobará ningún decreto que pueda interpretarse como un intento para coronarme rey de Roma! Tal título fue abrogado cuando nació la República, es un título aborrecible. ¡Yo no necesito ser rey de Roma! Soy el dictador de Roma, legalmente nombrado, y eso es todo lo que voy a ser.

Entre los presentes corrió un estremecimiento cuando Quinto Ligario se levantó.

– Si no deseas ser rey de Roma -gritó y señaló la pierna derecha de César-, ¿por qué llevas las botas escarlata de los reyes?

César apretó los labios y se le tiñeron las mejillas de rojo. ¡Nunca admitiría delante de esa gente que tenía venas varicosas!

– Como sacerdote de Júpiter Lacial, tengo derecho a llevar las botas sacerdotales. Y no voy a aceptar falsas suposiciones sobre esta premisa, Ligario. Si ya has terminado, siéntate.

Ligario se dejó caer en su asiento, con el entrecejo fruncido.

– Eso es todo lo que tenía que decir sobre la cuestión de los honores. Sin embargo, para subrayar mi intención, para demostraros a todos de forma concluyente que no soy más que un hombre, un romano, y no deseo absolutamente nada más de lo que mi rango me otorga, ahora mismo voy a despedir a mis veinticuatro lictores. Los reyes necesitan guardaespaldas y los lictores de un magistrado curul representan el equivalente republicano de los guardaespaldas. Por lo tanto, voy a desplazarme a mis asuntos oficiales sin ellos siempre que esté dentro de un radio de dos kilómetros de Roma.

César se volvió hacia Fabio, que estaba sentado con sus compañeros en las gradas laterales, a la derecha del estrado curul.

– Fabio, llévate a tus hombres al colegio de lictores. Cuando los necesite te lo comunicaré.

Horrorizado, Fabio alzó una mano para protestar, pero luego la bajó. Los lictores de César se levantaron y salieron de la Cámara en profundo silencio.

– Despedir a los propios lictores es ilegal -dijo César-. No son las fasces ni quienes las portan quienes dan poder a un magistrado curul. Ese poder reside en la lex curiata. Hoy es un día laborable, así que id a atender vuestros asuntos. Pero recordad lo que he dicho. En ninguna circunstancia aceptaré la idea de dirigir Roma como rey. Rex es una palabra, nada más. César no necesita ser Rex. Ser César es suficiente.


No todos los tribunos de la plebe adulaban a César. Uno de ellos, Cayo Servilio Casca, ya pertenecía al círculo de asesinos de César. Otros dos estaban esperando la aprobación de los fundadores del círculo: Lucio Cesetio Flavo y Cayo Epidio Marulo. Sin embargo, Trebonio y Décimo Bruto habían decidido no invitar a Flavo y Marulo a sumarse al grupo, a pesar de que ambos odiaban a César. Eran notorios soplones y ninguno de los dos tenía ni un asomo de influencia entre la Primera Clase.

Al día siguiente de que César proclamara su rechazo a la posibilidad de convertirse en rey de Roma, Flavo y Marulo se hallaban cerca de la nueva tribuna del Foro, que, como había sido construida por cuenta de César, ostentaba un busto del Gran Hombre sobre un alto pedestal. Aunque hacía un día gris y frío, los asiduos al Foro iban de acá para allá, en busca de algún caso judicial interesante en la basílica Julia -un buen lugar para refugiarse, en todo caso-, picando tentempiés de los puestos y los tenderetes situados en rincones, esperando a que algún nuevo orador decidiera ponerse a declamar encaramado en las gradas o en la tribuna. En otras palabras, como un día de principios de enero cualquiera.

De repente Flavo y Marulo se pusieron a vociferar y armaron tal alboroto que no tardaron en congregar a una multitud a su alrededor.

– ¡Mirad! ¡Mirad! -gritaba Marulo, señalando con el dedo.

– ¡Una desgracia! ¡Qué crimen! -coreaba Flavo a voz en grito, señalando también.

Ambos apuntaban al busto de César, un busto de calidad, pintado con gran verosimilitud;'en torno a sus cejas claras y su pelo rubio alguien había anudado una ancha cinta blanca, atada en la nuca, cuyos extremos caían sobre los hombros del busto.

– ¡Quiere ser rey de Roma! -chillaba Marulo.

– ¡Una diadema…, una diadema! -continuaba Flavo.

Tras un buen rato de escándalo, los dos tribunos de la plebe arrancaron la cinta del busto y la patearon con gran ostentación, antes de rasgarla a tiras.

Al día siguiente, las nonas, se celebró en el monte Albano el festival latino, que ofició César ataviado con las antiguas galas de los reyes sacerdotes albanos, como le confería su derecho juliano.

Fue una ceremonia relativamente breve, que permitió a los celebrantes desplazarse desde Roma hasta allí de amanecida y regresar al anochecer. Montando a Génitor, César encabezó la procesión de magistrados de regreso a la ciudad donde, por segunda vez, el nuevo joven patricio Cayo Octavio actuó como praefectus urbi en ausencia de los cónsules y los pretores. Para la gente corriente ésa era una ocasión popular; los que vivían cerca del monte Albano se acercaban allá y después asistían a una fiesta pública. Los habitantes de Roma se conformaban con congregarse a lo largo de la Via Apia para ver regresar a la procesión de magistrados.

Ave, Rex! -gritó alguien desde la cuneta cuando pasó César a caballo-. Ave, Rex! Ave, Rex!

César echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

– ¡No, os equivocáis de cognomen! Me llamo César, no Rex.

Marulo y Flavo, que cabalgaban junto a los tribunos de la plebe, espolearon a sus monturas hasta alcanzar a César; haciendo encabritarse y corcovear a sus caballos de manera espectacular empezaron a gritar, señalando a la masa de gente.

– ¡Lictores, llevaos de aquí al hombre que ha llamado rey a César! -repetían.

Cuando los lictores de Antonio se disponían a actuar, César levantó la mano y los detuvo.

– Quedaos donde estáis -ordenó escuetamente-. Marulo, Flavo, regresad a vuestros puestos.

– ¡Te ha llamado rey! Si no tomas alguna medida, César, es que quieres ser rey-gritó Marulo.

Para entonces todo el desfile se había detenido, los caballos se arremolinaban y los lictores y los magistrados observaban la escena con fascinación.

– Llevaos a ese hombre y que lo juzguen -gritaba Flavo.

– ¡César quiere ser rey! -chillaba Marulo.

– ¡Antonio, ordena a tus lictores que se lleven a Flavo y Marulo a su sitio! -escupió César, con las mejillas arreboladas.

Antonio no se movió.

– Antonio, si no haces lo que te ordeno, mañana serás un privatus.

¿Habéis oído? ¿Habéis oído? César es rey, da órdenes a un cónsul como si fuera su criado -exclamaba Marulo mientras los lictores de Antonio cogían su caballo por la brida y lo conducían a su fila. -Rex! Rex! Rex! ¡César, Rex! -repetía Flavo a gritos. -Convoca una reunión del Senado mañana al amanecer -fue la despedida de César a Antonio cuando alcanzaron la Domus Publica. Esta vez sí había perdido los estribos.


Las oraciones y los auspicios se despacharon en un santiamén y los aplausos a los ganadores de las coronas se atajaron sin contemplaciones.

– Lucio Cesetio Flavo y Cayo Epidio Marulo ¡venid! -tronó César-. ¡Ahora mismo, al centro de la sala!

Los dos tribunos de la plebe se levantaron de su banco tribuno frente al estrado curul y se acercaron a César, que aguardaba con la barbilla levantada y una dura mirada en los ojos.

– ¡Estoy harto de que me hagáis quedar en ridículo! ¿Me oís? ¿Me entendéis? ¡Harto! Y no pienso soportarlo ni un minuto más. Flavo, Marulo, deshonráis vuestro puesto.

Rex! Rex! Rex! Rex! -corearon ellos.

Tacete, ineptes!-rugió César.

Nadie sabía muy bien cómo lo conseguía, pero cuando César adoptaba cierta expresión y rugía de cierta manera, el mundo entero se estremecía. César no era un rey, era la Némesis. De repente, todos los senadores recordaron todo lo que podía hacer un dictador sin necesidad de ser rey. Azotar. Decapitar.

– ¿Hasta dónde se ha rebajado el tribunal de la plebe, cuando algunos de sus componentes como vosotros creen que pueden comportarse como un par de vándalos alborotadores? -inquirió César-. Si alguien ciñe una cinta blanca a una imagen mía, quitadla por todos los medios. ¡Con ello ganaríais mi aprobación! Pero convertirlo en un escándalo delante de mil personas, ésa es una conducta inaceptable para cualquier magistrado romano, hasta para el más impávido de los demagogos que se haya hecho llamar alguna vez tribuno de la plebe. Y si alguna persona de la multitud hace un comentario ingenioso, dejadla. Una respuesta suave o un chiste le harán quedar en ridículo. Lo que hicisteis los dos en la Vía Apia es desmesurado: convertisteis una vulgar scurra del gentío en un circo. ¿De qué pensabais acusarle? ¿De alta traición? ¿De baja traición? ¿De impiedad? ¿Asesinato? ¿Robo? ¿Desfalco? ¿Soborno? ¿Extorsión? ¿Violencia? ¿Incitación a la violencia? ¿Quiebra? ¿Brujería? ¿Sacrilegio? Que yo sepa, ésos son todos los delitos según la legislación romana. Hacer un comentario provocativo en público no constituye un delito. Difamar a otros hombres no constituye un delito. Si lo fuera, Marco Cicerón estaría permanentemente en el exilio por haber llamado a Lucio Piso mamón y torbellino de codicia, entre otras cosas. Lo mismo que determinados miembros de esta Cámara, por llamar a algunos de sus colegas desde comedores de heces hasta violadores de sus propios hijos. ¿Cómo os atrevéis a convertir un incidente sin importancia en un gran crimen? ¿Cómo os atrevéis a vilipendiarme armando tal alboroto por una nadería? ¡Esto se acabó! ¿Me habéis oído? ¿Me habéis oído bien? Si un solo miembro de este cuerpo vuelve tan siquiera a sugerir… y no digo ya a expresar abiertamente, que quiero ser rey de Roma, que se ande con cuidado. Rex es una palabra. Tiene implicaciones, pero no es una realidad en nuestra esfera romana. ¿Rex? ¿Rex? Si quisiera ser un dirigente absoluto a perpetuidad, ¿para qué molestarme en llamarme Rex?¿Por qué no César, sencillamente? César también es una palabra. Podría tener el mismo significado que rey. Así pues: ¡cuidado! Como dictador, puedo arrebataros vuestra ciudadanía romana y vuestras propiedades. Puedo mandaros azotar y decapitar. ¡Para eso no necesito ser Rex! Creedme, padres conscriptos, me están entrando tentaciones. ¡Tentaciones! Eso es todo. Estáis despedidos. ¡Fuera!

El silencio fue más atronador que el sonido de esa voz potente que rebotaba en las vigas del techo y resonaba contra las paredes.

Cayo Helvio Cina se levantó del banco de los tribunos y se situó en un lugar desde donde podía ver a César y a los dos bellacos, que estaban temblando bajo su túnica de senador.

– Padres conscriptos, como presidente del Colegio de tribunos de la plebe -dijo-, propongo que Lucio Cesetio Flavo y Cayo Epidio Marulo sean destituidos desde este momento de su cargo de tribunos de la plebe. Incluso propongo que sean expulsados del Senado.

En la Cámara estalló un tumulto, los puños se agitaban en el aire.

– ¡Fuera! ¡Fuera!

– ¡No podéis hacer eso! -gritó el padre de Lucio Cesetio Flavo, poniéndose en pie-. ¡Mi hijo no se lo merece!

– Si tuvieras una brizna de sentido común, Cesetio, desheredarías a tu hijo por su tremenda estupidez -le espetó César-. Y ahora, marchaos, marchaos todos. No quiero volver a veros hasta que empecéis a portaros como romanos responsables.

Helvio Cina salió, convocó a la Asamblea de la Plebe y promulgó la destitución de Flavo y Marulo del Colegio de tribunos de la plebe y del Senado. Después propuso una rápida elección: Lucio Decidio Saxa y Publio Hostilio Saserna fueron nombrados tribunos de-la plebe.

– Espero que te des cuenta, Cina -dijo amablemente César cuando concluyó la reunión-, de que hoy era feriae. Mañana tendrás que volver a repetirlo todo, cuando se puedan reunir los comitia. De todas maneras, aprecio tu gesto. Ven a mi casa a tomar una copa de vino y a hablarme de la nueva poesía.


La campaña del «Rey de Roma» cesó de repente, como si nunca hubiera existido. Quienes no escucharon a César explicar que no había razón alguna para que «Rex» y «César» no significaran lo mismo fueron informados de su comentario y tragaron saliva. Como dijo Cicerón a Ático (seguían sin llegar a ninguna parte con el tema de los inmigrantes de Butrotum), el problema era que la gente tenía tendencia a olvidar qué clase de hombre era César en realidad hasta que perdía los estribos.

Acaso de resultas de esa reunión memorable, en las calendas de febrero la Cámara se reunió bajo los auspicios de Marco Antonio y votó a Cayo Julio César como dictador a perpetuidad. Dictador de por vida. Absolutamente nadie, de Bruto y Casio a Décimo Bruto y Trebonio, tuvo el valor de colocarse a la izquierda del estrado curul cuando se llamó a votar. El decreto fue aprobado por unanimidad.

2

Había ya veintidós hombres en el Círculo de Asesinos de César: Cayo Trebonio, Décimo Bruto, Estayo Marco, Tilio Cimbro, Minucio Basilo, Décimo Turulio, Quinto Ligario, Antistio Labeo, los hermanos Servilio Casca, los hermanos Cecilio, Popilio Liguriensis, Petronio, Pontio Aquila, Rubrio Ruga, Octacilio Naso, Cesenio Lento, Casio Parmensis, Espurio Melio y Servio Sulpicio Galba. Además de su odio por César, Espurio Melio había dado una razón peculiar, si bien lógica, para adscribirse al círculo. Cuatrocientos años atrás, su antepasado del mismo nombre, Espurio Melio, intentó coronarse rey de Roma: matar a César era la manera de borrar el odio inagotable de su familia, que no había prosperado desde entonces. El ingreso de Galba deleitó a los fundadores del círculo, porque era patricio, ex pretor y tenía una enorme influencia. Durante la primera etapa de la guerra de las Galias de César, Galba había dirigido una campaña en los Alpes, con tan malos resultados que César prescindió rápidamente de sus servicios. Además, César le había puesto los cuernos.

Seis de los miembros aún podían ostentar alguna clase de distinción, pero por desgracia el resto era, según las abatidas palabras de Trebonio a Décimo Bruto, un patético grupúsculo de frustrados y viejas glorias.

– Lo mejor que se puede decir es que todos han cerrado el pico: no he oído ni un solo rumor acerca de la existencia del Círculo de Asesinos de César.

– Yo tampoco -contestó Décimo Bruto-. Si pudiéramos reclutar a un par más de miembros tan influyentes como Galba, yo diría que nuestro número sería más que suficiente. Si fuéramos más de veintitrés, el asunto se convertiría en un caos peor que la lucha por la cabeza del Caballo de Octubre.

– Nuestra empresa tiene alguna semejanza con la lucha por la cabeza del Caballo de Octubre -dijo Trebonio tras una reflexión-. Si lo piensas, es eso lo que intentamos, ¿no? Matar al mejor caballo de batalla de Roma.

– De acuerdo. César es único; es imposible que nadie lo eclipse. Si hubiera alguna esperanza, no habría necesidad de matarlo. Aunque Antonio vive de la ilusión… ¡Bah! Trebonio, tendríamos que matar a Antonio también.

– No estoy de acuerdo -repuso Trebonio-. Si queremos vivir y prosperar, debemos hacer que parezca un acto de patriotismo. Si liquidamos a uno solo de los subalternos de César, nos considerarán rebeldes y bandidos.

– Dolabela estará ahí y con él se puede negociar -dijo Décimo Bruto-. Antonio es un ambicioso desaforado. El mayordomo de Décimo Bruto llamó a la puerta del estudio.

Domine, Cayo Casio desea verte.

Los dos hombres cruzaron una mirada de incomodidad.

– Que pase, Boco.

Casio entró con ciertas vacilaciones, lo cual era muy extraño, pues por lo general era cualquier cosa menos vacilante.

– ¿No os estaré molestando? -preguntó, como si se hubiera olido algo.

– No, no -contestó Décimo Bruto, acercando otra silla-. ¿Un poco de vino? ¿Algo de comer?

Casio se derrumbó ruidosamente en el asiento, entrelazó las manos y se las retorció.

– No, gracias, estoy bien.

Se produjo un silencio difícil de romper. Finalmente fue Casio quien tomó la palabra.

– ¿Cuál es vuestra opinión de nuestro dictador vitalicio? -preguntó.

– Que nos hemos metido en un buen problema -dijo Trebonio.

– Que no volveremos a ser libres -dijo Décimo Bruto.

– Pienso exactamente lo mismo, igual que Marco Bruto, aunque él cree que no se puede hacer nada.

– ¿Y tú, Casio, crees que sí? -preguntó Trebonio.

– ¡Si pudiera, le mataría con mis propias manos! -exclamó Casio. Levantó los ojos de color ambarino hacia la cara de Trebonio y algo vio en sus rasgos planos, porque contuvo el aliento-. Sí, mataría a ese obstáculo para nuestros propósitos.

– ¿Y cómo le matarías? -inquirió Décimo Bruto, fingiendo perplejidad.

– Pues… no sé, no sé… -tartamudeó Casio-. Se me acaba de ocurrir, ¿sabéis…? Hasta que le votamos como dictador de por vida, supongo que aceptaba la idea de soportarlo unos años, pero es indestructible. Seguirá asistiendo a las reuniones del Senado a los noventa años. Tiene una salud admirable y nunca se debilitarán sus facultades mentales.

Mientras hablaba, Casio iba elevando la voz. Los ojos claros de los otros dos, que lo miraban fijamente, delataban la afinidad de sus posturas. Comprendió que se hallaba entre amigos y se relajó visiblemente.

– ¿Soy yo el único?

– En absoluto -repuso Trebonio-. En realidad, oye lo que te digo: únete al círculo.

– ¿Qué círculo?

– El Círculo de Asesinos de César. Lo llamamos así porque si se hace pública su existencia, siempre podremos aducir que es un nombre que hemos puesto en broma a un grupo de hombres que no aprueban a César y que se han unido para acabar con él políticamente -explicó Trebonio-. Hasta ahora somos veintiuno. ¿Te interesa ingresar?

Casio tomó la decisión con la misma celeridad con la que, en la reunión a orillas del río Bilechas, optó por abandonar a Marco Craso a su destino e irse al galope a Siria.

– Contad conmigo -dijo. Se recostó en su asiento-. Y ahora sí aceptaré un poco de vino.

Sin más reticencias, los dos fundadores empezaron a informar a Casio acerca del círculo, su duración, sus objetivos, las razones por las cuales habían decidido matar al Caballo de Octubre. Casio les escuchó con suma atención hasta que supo los nombres de los demás miembros.

– Gente de poca monta-dijo, inexpresivo.

– Tienes razón -repuso Décimo-, pero nos da una baza importante: el número. Podría ser una alianza política, por ejemplo, nunca hubo muchos boni. Al menos son todos senadores y somos demasiados para dar la imagen de una conspiración a la sombra. «Conspiración» es la única palabra que no deseamos que guarde relación con nuestro círculo.

– Tu participación es esencial, Casio -continuó Trebonio-, y nos interesaba contar con ella, porque tú sí tienes influencia. Pero aun contigo, Casio, y con el patricio Sulpicio Galba, quizá no sea suficiente para darle al acto el… el heroísmo que debe tener. Quiero decir que en realidad somos tiranicidas, no asesinos. Y eso es lo que debemos parecer cuando lo hayamos llevado a cabo. Tenemos que ser capaces de ir a la rostra y declarar ante el pueblo de Roma que hemos librado a nuestra amada tierra de la maldición de la tiranía, que no tenemos de qué disculparnos y que no esperamos represalias. Los hombres que liberan a su país de un tirano deberían ser ensalzados. Roma ya se ha deshecho de sus tiranos antes, y los hombres que llevaron a cabo tal hazaña han pasado a la historia como grandes benefactores. Como Bruto, que desterró al último rey y ejecutó a sus propios hijos cuando éstos intentaron restaurar la monarquía. O Servilio Ahala, que mató a Espurio Melio cuando intentó coronarse rey de Roma…

– ¡Bruto! ¡Bruto! -le interrumpió Casio-. Ahora que Catón ha muerto, necesitamos a Bruto en el círculo. El descendiente directo del primer Bruto y heredero por línea materna de Servilio Ahala. Si logramos persuadir a Bruto de que se sume a nosotros, estaremos seguros: nadie se atrevería a perseguirnos.

Décimo Bruto se quedó rígido; sus ojos disparaban dardos helados.

– Yo también soy descendiente directo del primer Bruto… ¿Crees que no lo habíamos pensado?

– Sí, pero tú no estás emparentado con Servilio Ahala -dijo Trebonio-. Marco Bruto te supera en categoría, Décimo, y es inútil enfadarse por eso. Es el hombre más rico de Roma, su influencia es colosal, es de la estirpe de los Bruto y patricio Servilio… ¡Casio, tenemos que convencerle! Si contamos con dos Bruto, no podemos fallar.

– De acuerdo, lo comprendo -reconoció Décimo, más tranquilo-. ¿Tú qué crees, Casio? ¿Hay alguna posibilidad? Admito que no le conozco bien, aunque lo que sé de él indica que nunca sería partidario de un tiranicidio. Es tan dócil, tan acomodaticio, tan anodino…

– Estás en lo cierto, es eso y más aun -intervino Casio con tristeza-. Su madre lo manipula… -Hizo una pausa y después se animó-: Lo manipulaba hasta que… hasta que se casó con Porcia. ¡Oh, qué peleas! No cabe duda: Bruto tiene más agallas desde que se casó con Porcia. Y el decreto del dictator perpetuus le habrá horrorizado. Hablaré con él, le convenceré de que tiene el deber moral y ético de junio Bruto y Servilio Ahala de librar a Roma de su actual tirano.

– ¿Nos atreveremos a abordarle? ¿Y si se lo cuenta todo a César? -inquirió Décimo Bruto con recelo.

– ¿Bruto? -dijo Casio, atónito-. ¡No, nunca! Aunque no acepte sumarse a nosotros, apostaría la vida a que guardará silencio.

– Pues eso haremos, eso haremos -decidió Décimo Bruto.


Cuando el dictador perpetuo convocó a las centurias en el Campo de Marte para «elegir» a Publio Cornelio Dolabela cónsul superior en ausencia de César, la votación se desarrolló deprisa y sin tropiezos; no había razón para que no fuera así, puesto que sólo había un candidato, pero con todo y con eso había que contar los votos de todas las centurias, al menos la Primera Clase entera e incluso la Segunda Clase hasta donde fuera necesario para obtener la mayoría; las centurias estaban claramente a favor de la Primera Clase, así que en una «elección» como la de aquel día, nadie de la Tercera, la Cuarta o la Quinta Clase se molestó siquiera en presentarse.

Asistieron César y Marco Antonio, el primero como magistrado supervisor y el segundo en funciones de augur. El cónsul inferior necesitó una eternidad para consultar los auspicios; rechazó al primer cordero porque no estaba limpio, al segundo porque le faltaban dientes. Sólo cuando llegó el tercero accedió a realizar sus funciones, que consistían en inspeccionar el hígado de la víctima según un estricto protocolo, establecido por escrito y exhibido en un modelo de bronce tridimensional. No había elementos místicos en los augurios romanos, así que no era necesario encontrar a hombres místicos para actuar como augures.

César, con su impaciencia acostumbrada, ordenó que se iniciara la votación mientras Antonio llevaba a cabo su exploración.

– ¿Qué pasa? -preguntó a Antonio tras acercarse a él.

– El hígado… tiene un aspecto horrible.

César se inclinó a mirar, le dio la vuelta con un stylus, contó los lóbulos y comprobó su forma.

– Está perfecto, Antonio. Como pontífice máximo y compañero augur, declaro que trae buenos auspicios.

Antonio se encogió de hombros y se alejó mientras los acólitos augurales empezaban a limpiar y a recoger; después se quedó inmóvil con la mirada perdida. Con una sonrisa maliciosa en los labios, César reanudó la supervisión.

– No te enfades, Antonio, ha sido un buen intento -dijo.

Cuando se hubo registrado la mitad de los votos de las noventa y siete centurias necesarias, Antonio tuvo un sobresalto y lanzó un grito, antes de dirigirse a la parte de la saepta de la torre de supervisión, desde donde se veían las largas filas de figuras de blanco haciendo cola hacia los cestos.

– ¡Una bola de fuego! ¡Mal augurio! -anunció con voz estentórea-. Como augur oficial de esta ocasión, ordeno que las centurias se vayan a casa.

Fue una actuación brillante. César, desprevenido, no tuvo tiempo para preguntar quién más había visto el meteoro evanescente antes de que las centurias, formadas por hombres que preferían estar en otra parte, empezaran a dispersarse a toda prisa.

Dolabela se acercó precipitadamente, abandonando su puesto como encargado del orden de las filas de las centurias dispuestas a votar; tenía la cara congestionada de ira.

Cunnus! -insultó al sonriente Antonio.

– Antonio, has ido demasiado lejos -dijo César entre dientes.

– He visto una bola de fuego -sostuvo Antonio con terquedad-. A mi izquierda, muy baja en el horizonte.

– Supongo que es tu manera de informarme de que será inútil intentar otra votación, ¿verdad? Ésa también fracasará…

– César, yo sólo te digo lo que he visto.

– Eres un loco y un salvaje, Antonio. Hay otras fórmulas -concluyó César, que dio media vuelta y empezó a bajar la escalera de la torre.

– ¡Ahora verás, canalla! -gritó Dolabela con tono amenazador mientras subía.

– ¡Lictores, detenedle! -ordenó Antonio, bajando detrás de César.

Cicerón también ascendía, imponente, con los ojos brillantes.

– Ha sido una estupidez, Marco Antonio -anunció-. Has cometido un acto ilegal. Debías observar el cielo como cónsul, no como augur. Los augures deben recibir el encargo formal para observar el cielo, los cónsules, no.

– Gracias, Cicerón, por explicarle a Antonio cuál es el modo correcto de evitar las próximas elecciones -le dijo cortante César-. Te recordaré que Publio Clodio declaró ilegal que los cónsules observaran el cielo sin que se les encomendase oficialmente. Antes de pontificar, repasa las leyes que se han adoptado durante tu exilio.

Cicerón resopló y se alejó, mortificado.

– Dudo que tengas las agallas necesarias para impedir el nombramiento de Dolabela como cónsul sufecto -dijo César a Antonio.

– No, no voy a hacer eso -repuso Antonio amablemente-, como cónsul sufecto, no me supera en rango.

– Antonio, Antonio, estás tan flojo en derecho como en aritmética. Claro que puede, si como cónsul sustituye al cónsul superior. ¿Por qué piensas que nombré a un cónsul sufecto para unas cuantas horas cuando Fabio Máximo, el cónsul superior, murió el último día de diciembre? La ley no sólo vale cuando está escrita en las tablas; es válida también cuando se basa en precedentes indiscutibles. Y yo senté el precedente hace poco más de un mes. Nadie lo refutó, ni siquiera tú. Puedes pensar que hoy has ganado la partida, pero, ya sabes, yo siempre te llevo la delantera. -César sonrió afablemente y se reunió con Lucio César, que miraba furioso a Antonio.

– ¿Qué vamos a hacer con mi sobrino? -preguntó Lucio, desesperado.

– ¿En mi ausencia? Bajarle los humos, Lucio. En realidad, no está en buena posición. La antipatía de Dolabela por él no va a disminuir después de lo de hoy. Con Calvino como Maestro del Caballo, el Erario en manos de Balbo padre y Opio… Sí, Antonio está bien sujeto.


Consciente de que, efectivamente, lo tenían amordazado, Antonio regresó a su casa, furibundo. ¡No era justo! ¡Era una indignidad! El viejo zorro dominaba hasta el último truco de los manuales políticos y legales, además de los trucos que se inventaba él. Muy pronto hasta el último senador estaría obligado a respetar, bajo juramento, todas las leyes y los dictados de César en su ausencia. El juramento se pronunciaría a cielo abierto, en el templo de Semón Sanco Dio Fidio, y el viejo, como pontífice máximo, había inventado tretas como la de sostener una piedra en la mano para invalidar el juramento… César llevaba demasiado tiempo gobernando para dejarse engañar.

Tengo que hablar con Trebonio. Con Cayo Trebonio. No con Décimo Bruto, sino con Trebonio. Una conversación muy privada.

Se puso en contacto con él después de la reunión del Senado para nombrar a Dolabela cónsul sufecto. Sufecto pero superior.

– Acaba de llegar mi caballo de Hispania. ¿Te apetece acompañarme al Campo Lanatario para verlo? -preguntó Antonio en tono alegre.

– Desde luego -repuso Trebonio.

– ¿Cuándo?

– No hay mejor momento que el presente, Antonio.

– ¿Dónde está Décimo Bruto?

– Con Cayo Casio.

– Es una curiosa amistad.

– No en los tiempos que corren.

Caminaron en silencio hasta que cruzaron la Puerta Capena, en dirección a la zona donde estaban las cuadras de Roma, así como los establos y los mataderos.

Hacía un día frío, de viento cortante; en el interior de las Murallas Servias no se notaba tanto, pero una vez fuera de la ciudad, empezaron a castañetearles los dientes.

– Por ahí hay una taberna que no está mal -dijo Antonio-. Clemencia puede esperar, yo necesito un trago de vino y una lumbre. ¿Clemencia?

– Mi nuevo caballo público. Al fin y al cabo, Trebonio, soy el flamen del nuevo culto, el de la Clemencia de César.

– ¡Ah! Cómo se enfureció cuando le entregamos las placas de plata…

– No me lo recuerdes. Cuando nos conocimos, César me dio tales patadas en el trasero que no pude sentarme en un nundinum.

Los escasos clientes de la taberna miraron a los recién llegados con la boca abierta: en toda la historia del local, nunca habían entrado personajes con la toga orlada de púrpura. El dueño se precipitó a escoltarlos a su mejor mesa, echando a tres comerciantes, demasiado sorprendidos para protestar, y después les llevó su mejor ánfora de vino y unos cuencos con cebolletas en vinagre y aceitunas.

– Aquí estaremos seguros; esta gente es tan latina como Quirino -dijo Trebonio en griego. Probó un sorbo de vino, puso cara de asombro y dedicó una aprobadora inclinación de cabeza al tabernero, que estaba exultante.

– Bien, Antonio, ¿qué te ronda la cabeza?

– Tu pequeño complot. El tiempo se agota. ¿Qué tal va todo?

– Por un lado bien, pero por otro no tan bien. Veintidós es un buen número, pero nos falta una figura, y es una pena. Es inútil organizar todo esto si no logramos sobrevivir en olor de santidad. Somos tiranicidas, no asesinos. -Era la frase preferida de Trebonio-. Sin embargo, Cayo Casio se ha unido a nosotros y está intentando convencer a Marco Bruto para que se alce como cabeza visible.

Edepol! -exclamó Antonio-. Que así sea.

– No tengo tan claro que Casio salga airoso.

– ¿Qué te parecerían unas cuantas garantías adicionales, si no convencemos a Bruto? -preguntó Antonio mientras retiraba las capas de una cebolleta.

¿Garantías? -repitió Trebonio con expresión alerta.

– No te olvides de que yo seré cónsul… Y no vayas a pensar que Dolabela será un problema, porque no le dejaré. Cuando haya muerto quien tú sabes, se tirará al suelo, panza al aire, en señal de sumisión -dijo Antonio-. Lo que te estoy ofreciendo es suavizar las cosas para vosotros con el Senado y el pueblo. Mi hermano Cayo es pretor y mi hermano Lucio tribuno de la plebe. Puedo garantizarte que ninguno de los participantes irá a juicio, que ninguno será privado de su magistratura, provincia, propiedades o títulos. Recuerda que soy el heredero de César. Yo controlaré sus legiones, que me aprecian mucho más que a todos y mucho más que a Dolabela. Nadie se atreverá a enfrentarse a mí en el Senado o las asambleas.

Su rostro atractivo adquirió una expresión salvaje.

– No soy tan idiota como César se cree, Trebonio. Si le matan… ¿por qué no matarme también a mí, al tío Lucio, a Calvino y a Pedio? Mi vida también corre peligro. Así que voy a hacer un trato contigo. Contigo y sólo contigo. El plan es tuyo y tú eres quien mantiene la unión del grupo. Lo que quiero decirte es entre tú y yo, y no para divulgarlo. Si tú te aseguras de que yo no voy a caer, yo te aseguro que los demás no sufrirán las consecuencias de su acto.

Trebonio se quedó pensativo. La oferta que recibía era buena, no podía desdeñarla. Antonio era un administrador perezoso, no un maníaco del trabajo como César. Se daría por satisfecho dejando que Roma retornara a sus antiguas costumbres siempre y cuando él pudiera andar por ahí como su prohombre, con la inmensa fortuna de César que gastar.

– Trato hecho -dijo Cayo Trebonio-. Será nuestro secreto, Antonio. En cuanto a los demás: ojos que no ven, corazón que no siente.

– ¿Y esto incluye a Décimo también? Le recuerdo de la época del Círculo Clodio, y quizá no sea tan fiable como mucha gente piensa.

– A Décimo no se lo diré, te doy mi palabra.


A principios de febrero, César encontró su casus belli. Según las noticias llegadas de Siria, Antistio Veto, que había ido a reemplazar a Cornificio, había inmovilizado a Baso en Apameia, pensando que aquello sería un sitio rápido y breve. Pero Baso había fortificado su «capital» siria de forma muy eficiente, por lo que el asedio a la ciudad se convirtió en muy largo. Peor aún, Baso pidió ayuda al rey parto Herodes, y éste se la prestó. Un ejército parto dirigido por el príncipe Pacoro invadió Siria. Todo el norte de la provincia estaba ocupado, y Antistio Veto se encontraba acorralado en Antioquía.

Puesto que nadie podía aportar razones para que Siria no fuera defendida por Roma o para que los partos no fueran atacados, César tomó del Erario mucho más dinero del que había decidido en un principio y envió los fondos para la guerra a Brindisi, donde permanecerían hasta que él fuera a recogerlos. Por razones de seguridad, los fondos fueron a parar a las bóvedas de su banquero, Cayo Opio. César también dio órdenes para que todas las legiones se reunieran en Macedonia en cuanto fuera posible trasladarlas allí por mar desde Brindisi. La caballería partió desde Ancona, el puerto más cercano a Rávena, donde estaba acampada. El día anterior se había ordenado a los legados y demás auxiliares que salieran hacia Macedonia y él mismo informó a la Cámara que renunciaría a su mandato como cónsul en los idus de marzo.

Cayo Octavio, sorprendido, recibió un aviso de Publio Ventidio para que partiera urgentemente hacia Brindisi, donde debía embarcarse con Agripa y Salvidieno Rufo a finales de febrero. Fue una orden bien acogida, aunque su madre lloriqueó y se lamentó porque nunca más volvería a ver a su amado hijo, y Filipo, debido a los lamentos de la mujer, estaba extraordinariamente irritable. Renunciando a las dos terceras partes del equipaje que su madre le había preparado, Octavio alquiló tres calesas y dos carros, con la intención de tomar hacia el sur por la Via Latina inmediatamente. ¡Libertad! ¡Aventuras! ¡César!

La tarde anterior a su partida, César encontró un momento para verlo y darle una breve despedida.

– Espero que continúes con tus estudios, Octavio, porque no creo que tu destino esté en el ejército -dijo el Gran Hombre, que parecía cansado e inusitadamente tenso.

– Así lo haré, César, así lo haré. Marco Epidio y Ario de Alejandría vienen conmigo para pulir mi retórica y mis conocimientos sobre la ley. Apolodoro de Pérgamo viene para ayudarme en mis esfuerzos con el griego. -Hizo una mueca-. He mejorado un poco, pero aún no consigo pensar en griego por más empeño que ponga.

– Apolodoro ya es un hombre mayor -dijo César, arrugando el entrecejo.

– Sí, pero me ha asegurado que se encuentra bien para viajar.

– Entonces llévatelo. Y comienza a educar al joven Marco Agripa. Ése es un muchacho a quien estoy deseando ver encaminado en la carrera pública y el ejército. ¿Te ha buscado Filipo alojamiento en casa de alguien en Brindisi? Las posadas estarán llenas.

– Sí, en casa de su amigo Aulo Plauto.

César se rió, y de pronto pareció más joven.

– ¡Qué oportuno! Siendo así, puedes velar por la seguridad de los fondos para la guerra, joven Octavio.

– ¿Los fondos para la guerra?

– Se necesitan muchos millones de sestercios para mantener un ejército comiendo, marchando y luchando -dijo César con gravedad-. Un general prudente se lleva su dinero cuando se va: si tiene que solicitar más fondos a Roma, el Senado puede oponerse. Por lo tanto, mis fondos para la guerra, varios millones de sestercios, están en las bóvedas de mi banquero Opio, exactamente al lado de la casa de Aulo Plauto.

– Cuidaré de tus fondos, César, te lo prometo.

Un rápido apretón de manos, un suave beso en la mejilla, y César se marchó. Octavio se quedó de pie, mirando hacia el hueco de la puerta con un indefinible peso en su corazón.


Una intriga más de un pequeño rey de Roma, pensó Marco Antonio el día antes de la Lupercalia. Ese año participarían en la celebración tres equipos, con Antonio al frente de los Lupercios Julios.

La Lupercalia era una de las fiestas más antiguas y apreciadas en Roma, y sus arcaicos rituales estaban cargados de alusiones sexuales que ofendían al segmento más mojigato de las clases altas, que prefería no asistir.

En la esquina del promontorio del monte Palatino que daba al extremo del Circo Máximo y el Foro Boario, había una cueva y un manantial, y el lugar se conocía como Lupercal. Allí, junto al santuario del Genius Loci y bajo un viejo roble (aunque en otros tiempos había sido una higuera), la loba había amamantado a los gemelos abandonados Rómulo y Remo. Rómulo fundó después la ciudad original en el Palatino y ejecutó a su hermano por alguna extraña razón descrita como «saltar los muros». Una de las chozas de paja de Rómulo se conservaba aún en el Palatino, al igual que el pueblo de Roma todavía veneraba la gruta del Lupercal y rezaba al espíritu de Roma, el Genius Loci. Todo esto había sucedido seiscientos años atrás, pero los ritos continuaban vivos, y nunca con mayor fuerza que durante la Lupercalia.

Los hombres de los tres colegios de luperci se reunieron en la gruta, y ante su entrada, desnudos, sacrificaron varios machos cabríos y un perro. Los tres prefectos de los luperci, los Julios, los Fabios y los Quintilianos, supervisaron el degüello de los animales y luego observaron cómo los hombres se limpiaban los cuchillos ensangrentados en la frente, prorrumpiendo en las carcajadas de ritual. Ninguno de los dos jefes rió tanto como Marco Antonio, mientras parpadeaba para quitarse la sangre de los ojos, hasta que los miembros de su equipo se la limpiaron con bolas de lana impregnadas de leche. Despellejaron a los machos cabríos y al perro, y cortaron los trozos de cuero ensangrentados en tiras que los luperci se enrollaron alrededor de las caderas, asegurándose de que una parte de este espantoso ropaje fuera lo suficientemente larga como para usarla como un látigo.

Entre los varios miles de personas que acudían a la Lupercalia, sólo unos pocos podían ver esta parte de la ceremonia, bien situándose entre los pilares de las casas que estaban por encima, bien encaramados en los techos de los templos y los santuarios que estaban por debajo; el Palatino se hallaba demasiado abarrotado de gente.

Cuando los luperci se hubieron vestido, ofrecieron pequeñas pastas saladas, llamadas mola salsa, a las deidades sin rostro que salvaguardaban al pueblo de Roma. Las pastas las hacían las vírgenes Vestales, a partir de las primeras espigas de la última cosecha del Lacio, y constituían el verdadero sacrificio. Los machos cabríos y el perro degollados tenían la única función, aunque también fuera ritual, de proveer de atavío a los luperci. Después, las tres docenas de hombres, atléticos y sanos, se sentaron en el suelo y degustaron un «banquete» rociado con vino aguado. En realidad era una comida frugal porque, en cuanto terminaban, los luperci comenzaban su carrera de tres kilómetros.

Con Antonio a la cabeza, bajaron la escalera de Caco desde la Luperca para mezclarse desordenadamente entre la multitud, riéndose mientras asían las correas de piel y daban latigazos al gentío. La multitud les abrió paso y ellos comenzaron a correr hacia lo alto del Palatino, por el lado del Circo Máximo, doblando por una esquina para tomar la ancha avenida de la Via Triumphalis, bajando hacia los pantanos de los Palus Cerioliae; luego subieron hasta el Velia, en lo alto del Foro romano, bajaron por el Foro hasta la tribuna de la Via Sacra y terminaron retrocediendo hacia el primer templo de Roma, el antiguo y pequeño Regia. A medida que avanzaban, la carrera se hacía cada vez más difícil porque la multitud se cerraba ante ellos, dejando apenas espacio para que pasaran de uno en uno, y la gente se cruzaba constantemente ofreciéndose para recibir los latigazos de los luperci.

Los latigazos tenían un propósito solemne: quienquiera que fuera golpeado tenía la certeza de que procrearía. Por eso, aquellos que deseaban con ansia tener un hijo, tanto hombres como mujeres, rogaban que los dejaran mezclarse entre la multitud para que alguno de los luperci pudiera alcanzarle con su sangriento látigo. Antonio no ponía en duda esta creencia. La madre de Fulvia, Sempronia, la hija de Cayo Graco, había llegado a los treinta y nueve años sin tener hijos; como no sabía qué más hacer, fue a la Lupercalia y recibió un latigazo. Nueve meses después dio a luz a Fulvia, la única hija que tuvo. De modo que Antonio flagelaba y azotaba generosamente con su correa de cuero a pesar del esfuerzo adicional que suponía, mientras reía estridentemente, se detenía a beber el agua que algún alma caritativa de entre la multitud le ofrecía y se lo pasaba en grande.

Sin embargo, Antonio daba al gentío mucho más que eso. En cuanto la gente lo veía, empezaba a gritar y se desvanecía enloquecida, pues él era el único lupercio que no se había tapado los genitales con los trozos de piel. El pene más formidable y el escroto más grande de Roma estaban allí, a la vista de todo el mundo: era un auténtico espectáculo. Estaban todos encantados y gritaban: «¡Oh, oh, oh, azótame, azótame!»

Hacia el final de la carrera, los lupercios descendieron por la colina hacia la parte baja del Foro, con Antonio todavía en cabeza. Más allá, sentado en la silla curul, en la tribuna, se hallaba el dictador César, que, por una vez, no estaba enfrascado en ninguna tarea administrativa. También él reía, hacía chistes e intercambiaba chanzas con la gente que se apiñaba a su alrededor. Cuando vio a Antonio, dijo algo gracioso, obviamente, sobre los genitales expuestos, provocando la hilaridad de los hombres y las mujeres. Una mentula muy perspicaz, César, nadie podría negarlo. ¡Muy bien, César, toma un azote para ti también!

Al llegar al pie de la tribuna, Antonio tendió el brazo izquierdo y cogió algo que le pasó alguien; de pronto, subió los escalones y, tras detenerse detrás de César, intentó ponerle una cinta blanca alrededor de la cabeza, que ya estaba coronada con hojas de roble. César reaccionó con la rapidez del rayo. La cinta cayó a sus pies, sin estropear la corona de roble. Con la cinta en la mano derecha, la levantó y habló a la multitud con voz estentórea:

– Júpiter óptimo Máximo es el único rey de Roma!

El gentío comenzó a vitorearlo ensordecedoramente, pero él alzó los brazos para que callara.

Quiris-dijo, dirigiéndose a un joven con toga que se encontraba más abajo-, lleva esto al templo de Júpiter óptimo Máximo y ponlo en la base de la estatua del Gran Dios, como un obsequio de César.

La muchedumbre volvió a vitorear al tiempo que el joven, obviamente emocionado por el honor, subía a la tribuna para aceptar la cinta. César le sonrió, le dijo unas palabras que nadie más oyó y, luego, aturdido y eufórico, el quiris descendió de la tribuna y comenzó a subir la cuesta del Capitolio, rumbo al templo.

– Aún no has terminado tu carrera -dijo César a Antonio, que se encontraba de pie, sin resuello y con una ligera erección que tenía alborotadas a todas las mujeres-. ¿Quieres ser el último hombre en llegar a la meta? Después de darte un baño y de taparte, tienes algo más que hacer. Convoca al Senado para mañana al amanecer, en la Curia Hostilia.

Cuando el Senado se reunió, temblando de miedo, encontró que César estaba como de costumbre.

– Que se inscriba en bronce -dijo César con ecuanimidad- que en el día de la Lupercalia, en el año del consulado de Cayo Julio César y Marco Antonio, el cónsul Marco Antonio ofreció a César una corona y que César la rechazó públicamente, con el beneplácito del pueblo de Roma.

– ¡Muy buena la jugada, César! -lo felicitó Antonio efusivamente mientras el Senado se disolvía para atender otros asuntos-. Ahora toda Roma ha visto que te negabas a lucir la corona. Debes admitir que te he hecho un gran favor.

– Por favor, déjate de filantropías ahora mismo, Antonio. De lo contrario, puede que una de tus dos cabezas se vea obligada a separarse de tu cuerpo. Mi problema es saber en cuál de las dos tienes el cerebro.


Veintidós no era un gran número, pero juntar a veintidós hombres bajo un mismo techo para una reunión del Círculo de Asesinos de César era algo muy difícil. Ninguno de sus miembros (puesto que ninguno se veía a sí mismo como un conspirador) tenía un comedor lo suficientemente grande como para acomodar a tantos huéspedes, y soplaba demasiado viento como para charlar en un peristilo o un jardín público. La culpa y la aprensión contribuían a que evitaran ser vistos juntos, incluso antes de una reunión del Senado.

Si en su día Cayo Trebonio no hubiera sido un distinguido tribuno de la plebe y sentido un interés superior al habitual por la historia de la Asamblea de la Plebe, el grupo se habría deshecho sólo por la falta de un lugar seguro para reunirse. Por suerte, Trebonio estaba archivando los documentos de los Plebeyos, que se guardaban bajo el templo de Ceres, en el Aventino. Allí, en lo que se consideraba el templo más hermoso de Roma, los conjurados podían reunirse sin que nadie se diera cuenta al caer la noche, siempre y cuando estos encuentros no fueran tan frecuentes como para provocar las preguntas de alguna mujer entrometida que deseara saber adónde iba de noche su esposo, su hijo o su yerno.

Como la mayoría de los templos, detrás de la exquisita columnata que lo rodeaba por los cuatro costados, Ceres era un edificio sin ventanas, con unas pesadas y herméticas puertas dobles de bronce. En cuanto se cerraban las puertas, no podía verse una luz que indicara que había alguien dentro. La cella era enorme, presidida por una estatua de la diosa de más de seis metros de altura, cuyos brazos estaban llenos de gavillas de trigo, vestida con una túnica maravillosamente pintada con motivos estivales, desde rosas hasta pensamientos y violetas. Tenía sobre el cabello rubio una guirnalda de flores y las cornucopias desbordantes de frutos se amontonaban a sus pies. Sin embargo, lo más sorprendente del templo era un mural gigantesco con una imagen priápica de Plutón que secuestraba a Proserpina para violarla y exilarla en el Hades, mientras una Ceres llorosa y despeinada deambulaba por un árido y devastado paisaje invernal, buscando en vano a su amada hija.

Todos los miembros del grupo se reunieron por la noche dos días después de que César hubiera ordenado inscribir su rechazo de la corona en una placa de bronce. Estaban todos nerviosos e irritables, algunos incluso sentían un poco de pánico. Al observar sus caras, Trebonio se preguntó cómo haría para mantenerlos unidos.

Casio comenzó a hablar.

– En menos de un mes César se habrá ido -dijo-, y hasta ahora no he visto la menor señal de que alguno de vosotros esté tomándose este asunto en serio. ¡Es muy fácil hablar! ¡Pero lo que necesitamos es acción!

– ¿Y tú has conseguido algo con Marco Bruto? -preguntó Estayo Murco con causticidad-. ¡Hay más cosas en juego que la acción, Casio! Se supone que yo ya tenía que haber partido para Siria, y mi superior me mira mal porque sigo en Roma. Mi amigo Címbero podría decir lo mismo.

La susceptibilidad de Casio era consecuencia directa de su fracaso con Bruto; entre su extraordinaria pasión por Porcia y la guerra desatada entre Porcia y Servilia, Bruto tenía tan poco tiempo que incluso sus preciadas pero ilícitas actividades comerciales se estaban resintiendo.

– Dadme otros nundinum -dijo Casio lacónicamente-. Si en ese tiempo no reacciona, no contéis con él. Aunque no es eso lo que me preocupa. No basta con matar a César. También deberíamos matar a Antonio y a Dolabela, y a Calvino.

– Si lo haces -dijo Trebonio tranquilamente-, nos declararán nefas y nos exilarán para siempre sin un sestercio, eso si salvamos nuestras cabezas. Una guerra civil no es posible porque no hay legiones en la Galia Cisalpina para que Décimo pueda dirigirlas, y todas las legiones acampadas entre Capua y Brindis¡ en estos momentos se están dirigiendo a Macedonia. No se trata de una conspiración para derrocar el gobierno de Roma, sino que somos un grupo que desea salvar Roma de un tirano. Mientras nos limitemos a matar a César, podremos decir que hemos actuado correctamente, dentro de lo que establece la ley y teniendo en cuenta el mos maiorum. Si matamos a los cónsules, nos declararán nefas, no os engañéis.

Marco Rubrio Ruga era un don nadie; su familia había dado un gobernador de Macedonia que había tenido la mala suerte de tener que aguantar a Catón de joven. Rubrio no conocía moral, ética ni principios.

– ¿Por qué tenemos que hacer todo esto? -preguntó-. ¿Por qué no atacamos a César secretamente, lo asesinamos y no se lo contamos a nadie?

Se hizo un largo silencio hasta que Trebonio tomó la palabra.

– Somos hombres honorables, Marco Rubrio, ésta es la razón. ¿Dónde está el honor en un simple asesinato? ¿Asesinar a César y no admitirlo? ¡No! Jamás!

Se oyeron los murmullos de asentimiento de todos los presentes y Rubrio Ruga intentó ocultarse en un rincón oscuro.

– Creo que Casio tiene razón-dijo Décimo Bruto dirigiendo una breve mirada de desprecio a Rubrio Ruga-. Antonio y Dolabela se volverán contra nosotros. Aprecian demasiado a César como para no hacerlo.

– ¡Oh, vamos, Décimo! ¿Cómo puedes decir eso de Antonio? Siempre está incordiando a César sin el menor remordimiento -protestó Trebonio.

– Pero lo hace persiguiendo su propio interés, Cayo, no el nuestro. No te olvides que juró a Fulvia por su antepasado Hércules que nunca tocaría a César -replicó Décimo-. Por eso es más peligroso aún. Si matamos a César y dejamos que viva Antonio, comenzará a preguntarse cuándo le llegará su turno.

– Décimo tiene razón -dijo Casio con énfasis.

Trebonio suspiró.

– Id a vuestras casas, todos vosotros. Volveremos a encontrarnos aquí dentro de un nundinum, y esperemos que tú, Casio, traigas a Marco Bruto. Concéntrate en eso, y no en un baño de sangre que no dejaría a nadie vivo para ocupar las sillas del estrado curul, de modo que Roma se sumiría en el caos.

Como él tenía la llave, Trebonio esperó a que los demás se hubieron ido, algunos en grupo, otros solos, y después recorrió el recinto apagando las lámparas, sosteniendo la última en la mano. Esto está condenado al fracaso, pensó, realmente está condenado al fracaso. No hacen más que escuchar, saltando y brincando al menor ruido. Son incapaces de pronunciar una sola palabra de aliento y de tener opiniones que valga la pena escuchar. Parecen ovejas: bee, bee, bee. Incluso hombres como Cimbro, Aquila, Galba, Basilio, son ovejas. ¿Cómo pueden veintidós ovejas matar a un león como César?


A la mañana siguiente, Casio fue a casa de Bruto, a la vuelta de la esquina de la suya, y se lo llevó a su estudio, donde cerró la puerta y se quedó de pie mirando iracundo a un sorprendido Bruto.

– Siéntate, cuñado -dijo.

Bruto se sentó.

– ¿Qué pasa, Cayo? Estás muy extraño.

– ¡Debería estarlo, dadas las condiciones en las que se encuentra Roma! Bruto, ¿cuándo vas a comprender que César ya es el rey de Roma?

Los fuertes hombros de Bruto se hundieron. Bajó la mirada y suspiró.

– Ya lo he pensado, por supuesto que ya lo he pensado. César tenía razón cuando decía que Rex es sólo una palabra.

– Entonces, ¿qué vas a hacer al respecto?

– ¿Cómo?

– ¡Sí! ¿Qué vas a hacer? Bruto, por tus ilustres ancestros, ¡despierta! -gritó Casio-. ¡Hay una razón por la que Roma ahora tiene a un hombre que desciende del primer Bruto y de Servilio Ahala! ¿Por qué te muestras tan ciego frente a tu deber?

Bruto abrió desmesuradamente sus oscuros ojos.

– ¿Deber?

– ¡Deber, deber, deber! Es tu deber matar a César.

– ¿Que mi deber es matar a César? -dijo Bruto con expresión de terror-. ¿A César?

– ¿No se te ocurre nada mejor que convertir en preguntas todo lo que digo? Si César no muere, Roma nunca volverá a ser una república. ¡El ya es un rey, ya ha establecido una monarquía! Si lo dejamos vivir, cuando llegue el momento elegirá un heredero en vida y éste heredará la dictadura. De modo que hay varios de entre los nuestros que están decididos a matar a César Rex. Incluido yo.

– ¡Casio, no!

– ¡Casio, sí! Los otros son Bruto, Décimo, Cayo Trebonio, Cimbro, Estacio Murco, Galba, Poncio Aquila. ¡Somos veintidós, Bruto! Te necesitamos para que seas el número veintitrés.

– ¡Por Júpiter! ¡No puedo, Casio! ¡No puedo!

– ¡Claro que puedes! -exclamó una voz. Porcia entró por la puerta de la columnata; la cara y los ojos le brillaban-. Casio, ¡es lo único que se puede hacer! ¡Bruto será el número veintitrés!

Los dos hombres se quedaron mirándola; Bruto parecía confuso, y Casio inquieto. ¿Cómo no se había acordado de la columnata?

– Porcia, ¡jura por el cadáver de tu padre que no dirás una palabra de esto a nadie! -dijo Casio con un suspiro.

– ¡Lo juro encantada! No soy estúpida, Casio, ya sé lo peligroso que es todo esto. Ah, ¡pero se trata de una buena acción! ¡Matar al rey y reinstaurar la amada República de Catón! ¿Y quién mejor para hacerlo que mi Bruto? -Comenzó a ir de un lado al otro de la habitación, temblando de alegría-. Sí, ¡es una buena acción! ¡Ah, pensar que podré ayudar a vengar a mi padre, reinstaurar su República!

Bruto al fin consiguió hablar.

– Porcia, tú sabes que Catón no lo aprobaría, ¡jamás lo aprobaría! ¿Un asesinato? ¿Catón, perdonar un asesinato? ¡Esto no es una buena acción! ¡En todos los años en que Catón se enfrentó a César, nunca, ni una vez, contempló la posibilidad de un asesinato! ¡Algo así lo denigraría, destruiría su memoria como campeón de la libertad!

– ¡Estás equivocado, muy equivocado! -gritó Porcia enfurecida, acercándose a Bruto amenazadoramente como un guerrero, con los ojos despidiendo chispas-. ¿Eres un cobarde, Bruto? ¡Por supuesto que mi padre lo hubiera aprobado! ¡Cuando Catón estaba vivo, César era una amenaza para la República, pero todavía no había acabado con ella! ¡Sin embargo ahora César ha acabado con ella! ¡Catón pensaría como yo, como Casio y como deberían hacerlo todos los hombres de bien!

Bruto se tapó los oídos con las manos y abandonó la estancia.

– No te preocupes, yo me ocuparé de que lo haga -dijo Porcia dirigiéndose a Casio-. Para cuando termine con él, cumplirá con su deber. -Porcia apretó los labios y frunció el ceño-. Sé exactamente lo que tengo que hacer, ¡de verdad que lo sé! Bruto es un pensador. Habrá que convencerlo, no se le deberá permitir reflexionar sobre el asunto. Tengo que conseguir que tema más no hacerlo que hacerlo. ¡Pues sí, así será! -exclamó, y salió, dejando a Casio fascinado.

– Es la viva imagen de Catón -suspiró.

– Pero ¿qué ha pasado? -preguntó Servilia al día siguiente-. ¡Mira eso! ¡Es una vergüenza!

El busto del primer Bruto, con barba, según la antigua usanza, y con el rostro inexpresivo, estaba cubierto de una pintada: BRUTO, ¿POR QUÉ ME HAS OLVIDADO? ¡YO FUI QUIEN ECHÓ AL ÚLTIMO REY DE ROMA!

Con la pluma en la mano, Bruto salió de su estudio dispuesto a poner paz, por enésima vez, entre su esposa y su madre, pero se encontró con que ninguna de las dos estaba enojada con la otra. ¡Oh, Júpiter!

– ¡Pintura! ¡Pintura! -gritó Servilia con furia-. ¡Se necesitará un cubo de aguarrás para limpiarla y además se arruinará la pintura de debajo! ¿Quién habrá hecho esto? ¿Y qué significa «Por qué me has olvidado»? ¡Dito! ¡Dito! -llamó, marchándose del lugar.

Pero aquello sólo fue el comienzo. Cuando Bruto, acompañado por un grupo de amigos, fue al tribunal del pretor urbano en el Foro, también se lo encontró embadurnado de pintadas: BRUTO, ¿POR QUÉ DUERMES? BRUTO, ¿POR QUÉ FALLAS A ROMA? BRUTO, ¿CUÁL DEBERÍA SER TU PRIMER EDICTO? BRUTO, ¡DESPIERTA!

La estatua del primer Bruto que se encontraba cerca de las de los reyes de Roma tenía la siguiente inscripción: BRUTO, ¿POR QUÉ ME HAS OLVIDADO? ¡YO ECHÉ AL ÚLTIMO REY DE ROMA! Y la estatua de Servilio Ahala, muy cerca de allí, decía: BRUTO, ¿NO ME RECUERDAS? ¡YO MATÉ A MELLO CUANDO INTENTÓ SER REY!

El puesto del mercado que vendía aguarrás se quedó sin existencias; Bruto tuvo que enviar a sus criados a buscar aguarrás por toda Roma, mientras su precio alcanzaba cotas desconocidas.

Estaba aterrorizado, sobre todo porque tenía la certeza de que César, que siempre lo sabía todo, se enteraría de la existencia de las pintadas y preguntaría qué significaban, lo que, a los ojos de Bruto, saltaba a la vista: Bruto estaba siendo conminado a matar al dictator perpetuus.

Al día siguiente, al alba, cuando Epafrodito atendía a los amigos de Bruto, no sólo habían pintado de nuevo la desteñida y vieja estatua del primer Bruto, sino que su propio busto estaba cubierto por otra inscripción que decía: ¡MÁTALO, BRUTO! Y el busto de Servilio Ahala tenía otra que ponía: ¡YO MATÉ A MELLO! ¿ES QUE SOY EL ÚNICO PATRIOTA DE ESTA CASA? Además, en la pared del atrio alguien había escrito con letras prolijas: ¿TE LLAMAS BRUTO? ¡HASTA QUE NO ASESTES EL GOLPE NO MERECES ESE NOMBRE ILUSTRE E INMORTAL!

Servilia se paseaba chillando por la casa, Porcia tenía ataques de risa histéricos, los clientes se agolpaban perplejos en el atrio, y el pobre Bruto se sentía como si un terrible lemur se hubiera escapado del infierno para llevarlo a la locura.

Y eso sin mencionar los continuos sermones de Porcia. En vez de la dulce dicha de su cuerpo junto al suyo en la cama, Bruto tenía a su lado a una arpía que no paraba de rezongar.

– ¡No, me niego! -gritaba él una y otra vez-. ¡No cometeré un asesinato!

Al final, Porcia lo arrastró literalmente a su salón, lo empujó hacia una silla y sacó un puñal. Pensando que iba a usarlo contra él, Bruto se encogió, pero ella se arrancó el vestido y se clavó la hoja en el blanco y tierno muslo.

– ¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Puede que a ti te dé miedo matar, Bruto, pero a mí no! -gritó, mientras le sangraba la herida.

– ¡Bueno, basta ya! -logró decir Bruto, con el rostro lívido-. ¡Basta, Porcia, tú ganas! Lo haré. Lo mataré.

Porcia se desmayó.

Y así fue como el Círculo de Asesinos de César obtuvo a su preciado líder, Marco junio Bruto Servilio Cepio. Estaba demasiado intimidado como para seguir negándose, y se daba cuenta con horror de que cuanto más tiempo siguiera Porcia practicando su campaña de pintadas y sermones, más habladurías habría en Roma.

– No estoy ciega ni sorda, Bruto -dijo Servilia después de que el médico hubiera atendido a Porcia-. Y tampoco soy estúpida. Todo esto es una conspiración para matar a César, ¿no es verdad? Y quien sea que esté detrás de la conspiración, te necesita a ti para llevarla a cabo. Dicho esto, insisto en que me des todos los detalles. ¡Habla, Bruto, o eres hombre muerto!

– No sé de ninguna conspiración, madre -consiguió decir Bruto, mirándola a los ojos-. Alguien está tratando de destruir mi reputación y desacreditarme ante César. Alguien muy maligno y bastante loco, por cierto. Sospecho de Matinio.

– ¿Matinio? -preguntó Servilia, confusa-. ¿El administrador de tus negocios?

– Ha estado malversando fondos. Lo despedí hace unos días, pero me he olvidado de decirle a Epafrodito que Matinio no debía ser admitido en la casa. -Sonrió avergonzado-. Hemos tenido mucho trajín últimamente.

– Ya veo. Continúa.

– Madre, ahora que Epafrodito ya lo sabe, estoy seguro de que no verás más pintadas -continuó Bruto, sintiéndose cada vez más seguro. Era cierto que Matinio había estado malversando fondos y que él lo había despedido, eso era lo mejor del asunto-. Es más, esta misma mañana iré a ver a César y le explicaré lo sucedido. He contratado a antiguos gladiadores para que vigilen mi tribunal y las estatuas día y noche, por lo que las actividades de Matinio para crearme problemas con César se habrán acabado.

– Tiene sentido -dijo Servilia despacio.

– No hay nada más, madre -dijo con una risita nerviosa-. Es decir, ¿de verdad crees que soy capaz de asesinar a César?

Servilia echó la cabeza hacia atrás y rió.

– ¿De verdad? ¿Un ratón como tú? ¿Un conejo? ¿Un gusano?

¿Un don nadie invertebrado sometido a un monstruo atroz como tu esposa? ¡Seguro que ella sí sería capaz de matarlo! Pero ¿tú? Me es más fácil creer en cerdos voladores.

– Tienes razón, madre.

– Bueno, ¡no te quedes ahí parado como un imbécil! Vete a ver a César antes de que te acuse de tramar su asesinato.

Bruto la obedeció. Al fin y al cabo, ¿no era eso lo que hacía siempre? En definitiva, era la mejor alternativa.

– Pues eso es lo que ha sucedido, César -dijo al dictator perpetuus en su estudio de la Domus Publica-. Quisiera disculparme por las preocupaciones que todo esto pudo haberte causado.

– Me intrigaba, Bruto, pero no me preocupaba. ¿Por qué la idea de la muerte debería preocupar a un hombre? Hay muy poco que no haya hecho o conseguido, aunque confío en vivir lo suficiente como para conquistar el reino de los Partos. -Los ojos pálidos de César esos días estaban siempre apagados; la presión del trabajo era casi excesiva, incluso para César-. Si no los conquistamos, nuestro mundo occidental se arrepentirá tarde o temprano. Confieso que no sentiré alejarme de Roma. -Una sonrisa iluminó sus ojos-. No es muy adecuado que un hombre que aspira a ser rey diga algo así, ¿verdad? Oh, Bruto, ¿qué hombre en su sano juicio querría reinar sobre una panda de romanos pendencieros, díscolos y quisquillosos? Yo no.

Bruto parpadeó al asomarle las lágrimas a los ojos y bajó la vista.

– Una buena pregunta, César. Yo tampoco quisiera reinar sobre ellos. El problema es que las pintadas han desatado rumores sobre la existencia de una conspiración para matarte. Por favor, comienza a llevar otra vez contigo a tus lictores.

– No pienso hacerlo -dijo alegremente César mientras acompañaba a su visitante a la puerta-. Si lo hago, la gente creerá que tengo miedo, y no puedo permitirlo. Lo peor es que Calpurnia ha oído rumores y está preocupada. Y Cleopatra también. -Se echó a reír-. ¡Mujeres! Si las dejas, son capaces de conseguir que un hombre se encoja como una violeta.

– Eso es muy cierto -dijo Bruto, y partió a su casa para enfrentarse a su mujer.

– ¿Es verdad lo que me ha dicho Servilia? -preguntó Porcia, furiosa.

– No lo sabré hasta que me digas qué es lo que te ha dicho.

– Que has ido a ver a César.

– Porcia, después de todas esas pintadas en tantos espacios públicos, tuve que hacerlo -dijo Bruto con frialdad-. No tienes que montar en cólera, la Fortuna está en favor de tu causa. He podido culpar a Matinio. Si esta acusación ha satisfecho a mi madre, que así ha sido, no ha podido menos de satisfacer a nuestro jefe. -Cogió las manos de Porcia entre las suyas y las apretó-. Mi querida niña, ¡debes aprender a ser discreta! Si no lo eres, no tendremos éxito en esta empresa. Las escenas de histeria y automutilación deben parar, ¿me oyes? Si me amas de verdad, protégeme, no me incrimines. Después de ver a César, ahora tengo que visitar a Casio, que debe de estar tan preocupado como yo. Por no mencionar a los demás. Lo que era un secreto ahora está en boca de todos gracias a ti.

– Debía obligarte a hacerlo -dijo Porcia.

– Está bien, pero ya lo has hecho. Tu humor es muy inestable. ¿Te has olvidado de que mi madre vive aquí? Fue amante de César durante años y todavía lo ama desesperadamente. -Se le demudó el rostro-. Por favor, créeme, queridísima, cuando digo que no amo a César. Todos mis problemas se deben a él. Si yo fuera Casio, matarlo sería más fácil que levantar una pluma. Pero lo que no entiendes es que yo no soy Casio. Hablar de asesinato y cometer un asesinato son dos cosas muy diferentes. Jamás he matado a una criatura más grande que una araña. Pero ¿matar a César? -Se estremeció-. Eso es como adentrarse deliberadamente en los Campos de Fuego. Lo que en un sentido está bien, y así lo creo, en otros sentidos, ah, Porcia, no puedo creer que matarlo beneficie a Roma o que reinstaure la República. Mi intuición me dice que su asesinato sólo empeorará las cosas. Y eso es porque con ello se altera la voluntad de los dioses. Es lo que pasa con todos los asesinatos.

Ella escuchó parte de lo que él le dijo, sólo lo que su corazón rebelde le permitió escuchar. Se calmó y bajó la voz.

– Querido Bruto, tienes razón al criticarme. Soy demasiado inestable, es verdad que pierdo el control. Me comportaré, te lo prometo. ¡Pero matarlo es la mejor acción en toda la historia de Roma!

A finales de febrero, César convocó una sesión del Senado para las calendas de marzo, intentando que fuera la última antes de su renuncia al cargo de cónsul en los idus. Las legiones seguían embarcándose en el Adriático a un ritmo vertiginoso; en la costa adriática de Macedonia, estaban acampadas entre Dirraquio y Apolonia, con el séquito personal de César instalado en Apolonia. Dirraquio marcaba el límite norte y Apolonia el límite sur de la Via Egnacia, la ruta romana que se encuentra al este de Tracia y el Helesponto. Una marcha de mil trescientos kilómetros que las legiones debían recorrer en un mes.

En la sesión de las calendas de marzo, César explicó la campaña que se proponían llevar a cabo Publio Vatinio y Marco Antonio contra el rey dacio Burebistas. Esta campaña era necesaria, según César, porque había decidido fundar colonias de censo por cabezas en las costas del Ponto Euxino. Después de fin de año, continuó César, Publio Dolabela iría a Siria como gobernador y le suministraría las provisiones durante sus campañas. El Senado, con una asistencia limitada, escuchó cortésmente las viejas noticias de César.

– Cuando el Senado se reúna para los idus de marzo, lo hará fuera del pomerium, puesto que se hablará de mi guerra. La reunión será preferiblemente en la Curia Pompeya, y no en el templo de Belona. Belona es demasiado pequeño. En esa sesión, también asignaré las provincias a los pretores de este año.


Esa noche, el grupo de asesinos de César se reunió en el templo de Ceres. Cuando Casio entró con Marco Bruto, el resto de los asistentes, incluido Trebonio, los miró atónito.

– ¡Pellízcame para saber si estoy despierto! -exclamó Publio Casca. Como los demás, Casca estaba muy aprensivo, ya que los rumores de la conspiración para matar a César iban en aumento-. ¿Nos has delatado a César cuando estuviste con él, Bruto?

– ¿Lo has hecho o no? -preguntó Cayo Casca, hermano de Publio.

– Hemos hablado de las malversaciones de fondos que hizo un colega mío -contestó Bruto con tranquilidad, al tiempo que se acercaba con Casio a un banco que estaba detrás de Plutón. Bruto había superado el miedo, había aceptado lo que iba a suceder, aunque la visión de algunas de las caras de los presentes no le supuso la menor alegría. ¡Lucio Minucio Basilio! ¿Cómo podía un propósito noble necesitar a una escoria como él para salir adelante? ¡Era un advenedizo que se decía descendiente de Minucio de Cincinato y que torturaba a sus esclavos! ¡Y Petronio, un insecto cuyo padre había sido tratante de esclavos de minas y picapedreros! ¡Cesenio Lento, que ya era un magnicida! ¡Y Aquila, el amante de su madre, más joven que su hijo! ¡Oh, qué grupo tan maravilloso!

– ¡Orden! ¡Orden! -gritó Trebonio con severidad; también él comenzaba a sentir la tensión-. Bienvenido, Marco Bruto. -Se dirigió hacia el centro del recinto, junto a la peana de Ceres, y contempló las veintidós caras, enrojecidas por la luz de las lámparas que, al proyectar sobre ellas sombras grotescas, les daba una apariencia siniestra y extraña-. Esta noche tenemos que tomar unas cuantas decisiones. Quedan sólo catorce días para los idus de marzo. Aunque César dijo que luego permanecería tres días más en Roma, no podemos estar seguros de que lo haga. Si recibe noticias de que lo necesitan en Brindisi, partirá de inmediato. Mientras que hasta los idus tendrá que permanecer por fuerza en Roma.

Dio una vuelta alrededor del cella; era un hombre común, de lo más mediocre, poco corpulento, ni muy alto ni muy bajo, con un aspecto y porte un tanto insulsos. Y, sin embargo, como sabían todos los hombres allí presentes, era un individuo muy capaz. Si su breve consulado había sido anodino, sólo era porque César no le había dejado hacer nada importante. Fue gobernador designado de la provincia de Asia, y aunque es verdad que no había tenido un mando militar, su cometido había sido muy difícil debido a los problemas económicos de la provincia. Su principal baza era una inteligencia auténticamente romana: una mezcla de pragmatismo, un instinto claro para saber cuándo había que actuar, un olfato muy afinado para detectar los conflictos y unas excelentes habilidades logísticas. Por lo tanto, todos lo escucharon, sintiéndose menos incómodos, menos inseguros.

– Para poner al día a Marco Bruto, voy a explicar lo que ya se ha decidido, es decir, el lugar de los acontecimientos. El hecho de que César haya prescindido de sus lictores tiene una gran importancia, pero, aun así, siempre se pasea por la ciudad rodeado de cientos de admiradores. Eso ha reducido nuestras opciones a sólo un lugar, que es la larga callejuela que va del palacio de Cleopatra hasta la Via Aurelia, porque cuando él acude a visitarla sólo lo acompañan dos o tres secretarios. Como los planes migratorios de César han reducido el número de los transtiberini, la zona está vacía. Por lo tanto, éste es el lugar donde tenderemos la emboscada. Aún no hemos decidido la fecha.

– ¿Una emboscada? -preguntó Bruto, sorprendido-. ¿Vais a tender una emboscada a César? ¿Cómo sabrá la gente quién lo ha hecho?

– Es la única manera -contestó Trebonio de forma tajante-. Para probar que hemos sido nosotros, le cortaremos la cabeza y la llevaremos al Foro, donde apaciguaremos a todos con un par de discursos magníficos, convocaremos una sesión del Senado y les exigiremos que nos elogien por haber liberado a Roma de un tirano. Si fuera necesario, secuestraremos a Cicerón para que también acuda, puesto que él nos apoyará, con toda seguridad.

– ¡Pero eso es absolutamente lamentable! -exclamó Bruto-. ¡Repugnante! ¡Nauseabundo! ¿La cabeza de César? ¿Y cómo es que Cicerón no está aquí?

– ¡Porque Cicerón es un gallina, incapaz de mantener la boca cerrada! -repuso Décimo Bruto, furioso-. Lo utilizaremos luego, ni antes ni durante. ¿Cómo crees que habría que matar a César, Bruto? ¿En público?

– Pues sí, en público -dijo Bruto sin vacilar. Se oyó un murmullo colectivo.

– Nos lincharían en el acto -dijo Galba, tragando saliva.

– Esto es un tiranicidio, no un asesinato -dijo Bruto en un tono que dio a entender a Casio que ya había tomado una decisión irrevocable-. Debe ser una acción pública, a la vista de todo el mundo. Cualquier acción furtiva nos haría quedar como vulgares asesinos. He sido inducido a creer que estamos actuando de acuerdo con el espíritu del primer Bruto y Ahala, que fueron libertadores y a quienes trataron como tales. Nuestros motivos son puros, nuestras intenciones nobles. Estamos liberando a Roma de un rey tirano, y eso requiere el coraje de nuestras convicciones. ¿Es que no lo veis? -preguntó, tendiendo las manos hacia ellos-. ¡No podremos recibir aplausos por esta acción si actuamos en secreto, a hurtadillas!

– ¡Ah, claro, ya me lo imagino! -dijo Basilio con desdén-. De pronto nos encontramos con César, por ejemplo, en la Via Sacra, rodeado de miles de clientes, nos abrimos paso entre la multitud, nos acercamos a él como si nada y le decimos: «Ave, César, somos hombres honorables que venimos a matarte. Ahora, por favor, no te muevas, desprende la toga de tu hombro izquierdo y expón tu corazón a nuestras dagas.» ¡Qué estupidez! ¿En qué mundo vives, Bruto? ¿En las nubes del Olimpo? ¿En la república ideal de Platón?

– ¡No, pero tampoco me entretengo manipulando pinzas y hierros candentes, Basilio! -gruñó Bruto, sorprendido de su propia rabia. Por mucho que se hubiera metido en esa situación empujado por Porcia, no estaba dispuesto a hacerle el juego a gente como Minucio Basilio, ¡ni por mil Catones! Tras comprometerse de manera irrevocable, ahora veía que ese asunto le importaba de verdad.

Escuchar a Bruto, tan obstinado, tuvo un efecto inesperado en Casio; pasó de un deseo de autoconservación a un poderoso y repentino anhelo de sacrificar hasta su vida por las ideas de Bruto. ¡Bruto tenía razón! ¿Qué mejor lugar para matar a César que a la vista de todo el mundo? Todos ellos morirían por ello allí mismo, pero Roma elevaría sus estatuas entre los dioses para siempre. Había destinos peores.

– ¡Tacete, todos vosotros! -gritó, interviniendo en la discusión-. ¡Bruto tiene razón, estúpidos! ¡Debemos actuar en público! Según mi experiencia, todo lo que se hace de manera clandestina tiende a salir mal; lo que debemos hacer es actuar abiertamente, no de un modo retorcido. Obviamente, no podemos presentarnos delante de César y anunciarle lo que pretendemos, Basilio, pero un puñal puede matar tan bien en público como en cualquier otro lugar. Es más, así podremos matar a los tres de una sola vez. César tiene la costumbre de estar siempre con el cónsul inferior a un lado y el cónsul sufecto del otro. -Se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra-. De ese modo, además de César, también nos libramos de Antonio y Dolabela.

– ¡No! -gritó Bruto-. ¡No, no! ¡Somos tiranicidas, no asesinos! ¡No quiero ni oír hablar de matar a Antonio y a Dolabela! Si en ese momento están con él, dejadlos. ¡Mataremos al rey, sólo al rey! ¡Y mientras lo hagamos, diremos que estamos liberando a Roma de un tirano! Luego soltaremos las dagas e iremos a la tribuna, donde nos dirigiremos a todos orgullosamente, sin vergüenza, exultantes. Nuestros mejores oradores tendrán que ser capaces de mover montañas y hacer llorar a las Gorgonas, pero entre nosotros hay oradores que pueden hacerlo. Nos llamaremos los libertadores de Roma, y luciremos los gorros de la libertad para reforzar nuestra acción.

Ah, ¿por qué habré pensado que Marco Bruto sería una gran baza?, se preguntó Trebonio, escuchando esas palabras absurdas con el ánimo abatido. Su mirada se cruzó con la de Décimo Bruto, que puso los ojos en blanco con desesperación. Poco importaba si mandaban callar a Bruto, el plan se tambaleaba, su integridad corría peligro. Una cosa era llevar a cabo la acción en secreto y confesarla después, en el momento adecuado, tras informar a Antonio. Lo que Bruto estaba proponiendo era un verdadero suicidio. ¡Antonio se vería obligado a vengarse matándolos a todos! Con todas esas ideas agolpándosele en la cabeza, Trebonio intentó rescatar algo del plan original.

– ¡Esperad, esperad! ¡Ya lo tengo! -vociferó, tan alto que la discusión cesó inmediatamente, y todas las caras se volvieron hacia él-. Se puede hacer en público, pero también sin correr riesgos. En los idus de marzo, en la Curia Pompeia, ¿eso es lo suficientemente público para ti, Bruto?

– Una curia del Senado es exactamente el tipo de lugar público al que me refería -dijo Bruto entrecortadamente, con los ojos hinchados y la frente cubierta de sudor-. No quería decir que había que hacerlo en medio de una gran multitud en el Foro, sólo que debía haber testigos de renombre, hombres capaces de jurar por lo más sagrado que éramos sinceros y teníamos intenciones honorables. Una sesión del Senado cumpliría con todos mis requisitos, Trebonio.

– Entonces ya está decidido dónde y cuándo lo haremos -dijo Trebonio, agradecido-. César siempre entra en el Senado directamente, nunca se detiene a conversar. Generalmente, una vez dentro y mientras espera a que se llene la Cámara, se dedica al eterno papeleo administrativo. Pero nunca infringe las reglas del Senado: nunca trae consigo a sus secretarios, y no le acompañan lictores. En cuanto penetra en la Curia, está totalmente desprotegido. Estoy totalmente de acuerdo contigo, Bruto, en que debemos matar a César, y sólo a él. Eso significa que no debemos dejar entrar a los demás magistrados curules mientras se realice la acción, ya que ellos sí llevan lictores. Y los lictores no piensan, actúan. Si cualquiera levantase una mano contra César en presencia del lictor de cualquiera de los magistrados curules, el lictor se lanzaría en su defensa. No tendríamos éxito. Por lo tanto, es vital que los demás magistrados curules y sus lictores no puedan entrar.

Los rostros comenzaron a iluminarse; Trebonio estaba trazando un nuevo plan que tenía la ventaja de la inmediatez. Ninguno de aquellos hombres allí reunidos deseaba realizar la acción para confesarla después en el momento oportuno, exhibiendo un trofeo tan espeluznante como la cabeza de César. Alguno de ellos ya había empezado a preguntarse si los veintitrés tendrían la voluntad y el coraje de confesar su participación en los hechos.

– Tendremos que actuar rápido -prosiguió Trebonio-. Seguramente habrá senadores nuevos dentro del recinto, pero nosotros nos apiñaremos alrededor de César y la mayoría ni se dará cuenta de lo que sucede hasta que sea demasiado tarde. Y haremos todo lo que podamos para aprovechar al máximo nuestra situación, con un discurso, con los gorros de la libertad, lo que sea. La primera reacción será de sorpresa, y la sorpresa paraliza. Para cuando Antonio vuelva en sí, Décimo (creo que todos estamos de acuerdo en que es nuestro mejor orador) ya habrá empezado su discurso. Lo menos que se puede decir de Antonio es que es un hombre práctico. Aunque sea el sobrino de César, pensará que lo hecho, hecho está. El Senado lo observará y lo imitará a él, no a Dolabela. Todo el mundo sabe que César y Antonio se tienen manía y se vigilan. Realmente, compañeros míos, estoy seguro de que Antonio estará dispuesto a escuchar, y de que no tomará represalias.

¡Ah, Trebonio, Trebonio! ¿Qué sabes tú que nosotros no sepamos?, se preguntó Décimo cuando Trebonio terminó el largo pero eficaz discurso. Tienes un pacto con Antonio, ¿no es verdad? ¡Qué astuto eres, Trebonio! ¡Y qué astucia la de Antonio! Antonio va a conseguir lo que quiere sin mover un dedo contra su primo Cayo.

– Yo insisto en que debemos matar también a Antonio -dijo Casio obstinadamente.

– No, no lo creo -contestó Décimo-. Trebonio tiene razón. Si no nos disculpamos por nuestra acción liberadora (una palabra perfecta, Bruto, ¡creo que deberíamos llamarnos los Libertadores!), Antonio tendrá varias razones para querer complacernos. En primer lugar, será él quien dirija la invasión contra los partos.

– ¿Y eso no sería como ocupar el lugar de César? -refunfuñó Casio.

– Es una guerra, y a Antonio le gustan las guerras. Pero ¿ocupar el lugar de César? Eso él no lo hará jamás, es demasiado vago. El único conflicto se producirá entre él y Dolabela sobre quién será el cónsul superior -dijo Estacio Murco-. Pero sugiero que uno de nosotros vaya corriendo a buscar a Cicerón, que no se hallará presente mientras César esté en el Senado, pero estará encantado de ir a ver su cadáver.

– Hay un problema más importante -intervino Décimo-. Y es cómo vamos a hacer para que Antonio, Dolabela y los demás magistrados curules no entren en la Curia mientras nosotros actuamos. Uno de nosotros tendrá que permanecer en el jardín de Pompeyo. Tiene que ser el que se lleve mejor con Antonio, alguien con quien Antonio se sienta a gusto paseando y charlando. Si Antonio no entra, los demás tampoco lo harán, ni siquiera Dolabela. -Respiró hondo-. Creo que el hombre adecuado para quedarse en el jardín es Cayo Trebonio.

Trebonio dio un respingo, y Décimo se acercó a él, le cogió la mano y la sujetó con fuerza.

– Los que estuvimos en la guerra de las Galias sabemos que a ti no te asusta usar el puñal, así que nadie te llamará cobarde, mi querido Cayo. Creo que eres tú el que debería quedarse fuera, aun cuando eso signifique que no tendrás la oportunidad de participar en el golpe por la libertad.

Trebonio le devolvió el apretón de manos.

– Acepto, con la condición de que cada uno de vosotros me vote para hacerlo, y de que tú, Décimo, asestes una puñalada de más por mí. Veintitrés hombres, veintitrés puñaladas. De ese modo, nadie sabrá cuál fue el puñal que mató verdaderamente a César.

– Lo haré de buen grado -contestó Décimo, con los ojos brillantes.

Se realizó la votación: Cayo Trebonio fue elegido por unanimidad para permanecer fuera del Senado y entretener a Marco Antonio.

– ¿Es necesario volver a reunirnos antes de los idus? -preguntó Cecilio Buciolano.

– No -respondió Trebonio, con una amplia sonrisa-. Pero sí insisto en que nos reunamos todos en el jardín una hora después del amanecer. No importa si nos ven a todos juntos conversando muy serios y la gente se acerca a nosotros, porque en cuanto hayamos llevado a cabo nuestro plan, todos sabrán de qué hablábamos. Lo repasaremos todo más detalladamente. César no será puntual. Son los idus, no lo olvidéis, lo que significa que César deberá sustituir a nuestro inexistente flamen Dialis y conducir a su oveja por la Via Sacra y luego subir los escalones para sacrificarla en el Arx. También tendrá una serie de obligaciones insoslayables, ya que abandonará Roma muy poco después, o la abandonaría si siguiera vivo.

Todos rieron diligentemente, salvo Bruto y Casio.

– Preveo que vamos a disponer de varias horas para hablar del asunto antes de que llegue César -continuó Trebonio-. Décimo, sería una buena idea que te presentaras en la Domus Publica al amanecer y que luego acompañaras a César a la ceremonia de Júpiter y a donde sea que él quiera ir. En cuanto parta para el Campo de Marte, avísanos. Hazlo abiertamente, dile que es muy tarde y que conviene advertir a los senadores de que ya está en camino.

– Con sus botas rojas y altas -bromeó Quinto Ligario.

Ante las puertas del templo de Ceres, todos se estrecharon las manos solemnemente, se miraron a los ojos y luego desaparecieron en la oscuridad.


– Cayo, me gustaría que volvieras a llamar a tus lictores -dijo Lucio César a su primo, a quien encontró cuando éste abandonaba el Erario-. ¡Y no dejes de llamarme cuando quieras dictar una carta! Esta obsesión con el trabajo se está volviendo ridícula.

– Me encantaría disponer de una hora libre, Lucio, pero es realmente imposible -dijo César, despidiendo al secretario-. Hay ciento cincuenta y tres puntos en la ley agraria, debido a la falta de tierras públicas y a lo pendencieros que son los dueños de los latifundium cuyas propiedades mi comisión está comprando. Hay casi la misma cantidad de colonias en tierras extranjeras, todas las cuales han de ser legisladas individualmente. En mi capacidad de censor, tengo innumerables contratos de tierras por arrendar; cada día me llegan treinta o cuarenta peticiones de ciudadanos de una ciudad u otra, todos con agravios serios, y eso no es más que una pequeña parte de mi trabajo. Mis senadores y magistrados son demasiado perezosos, demasiado arrogantes, o demasiado despreocupados en cuanto al funcionamiento del gobierno como para actuar como suplentes. Y yo todavía no he tenido tiempo para crear los departamentos burocráticos necesarios antes de que pueda retirarme de mi puesto de dictador.

– Yo estoy aquí dispuesto a ayudar, pero tú no me pides nada -dijo Lucio, un poco tenso.

César sonrió y le apretó el brazo.

– Tú eres un cónsul venerable, no muy joven, y ya sólo por los servicios que me has prestado en las Galias quedas eximido del papeleo administrativo. No, ya es hora de que los senadores nuevos hagan algo más que asistir a las escasas sesiones del Senado sin decir esta boca es mía, para después dedicarse a buscar casos criminales suculentos que los benefician a ellos pero no a Roma.

Lucio parecía más tranquilo, y aceptó acompañar a César mientras pasaban entre el pozo de Juturna y el pequeño aedes redondo de Vesta, seguidos por un gran número de adictos a César, un improvisado séquito que formaba parte de la carga de ser un gran hombre, y que Lucio César se alegraba de ver ahora que su primo había renunciado a la escolta de los lictores.

Aunque los tenderetes y casetas en el Foro Romano estaban prohibidos (eso no regía para los pequeños puestos ambulantes de tentempiés que nutrían a los visitantes del Foro), no había ninguna ley escrita que evitara que ciertas personas ocuparan un pequeño espacio del Foro donde realizaban actividades generalmente relacionadas con lo esotérico. Los romanos eran supersticiosos, les encantaban los astrólogos, los adivinos y los magos orientales, de modo que muchos de ellos pululaban por los alrededores. Si alguien depositaba en cualquiera de aquellas manos una moneda de plata, sabría qué le depararía el futuro, o por qué había fracasado su empresa comercial, o bien qué clase de vida le esperaba a su hijo recién nacido.

El viejo Espurina gozaba de una reputación sin igual entre estos adivinos. Su lugar estaba junto a la entrada de la Domus Publica, del lado del templo de las vírgenes Vestales, junto a la puerta por donde entraban los ciudadanos romanos que deseaban depositar su testamento ante las Vestales. Un lugar excelente para un adivino, porque los hombres o las mujeres que pensando en la muerte llevaban un testamento en la mano, siempre sentían la tentación de detenerse, darle al viejo Espurina un denario y enterarse de cuánto tiempo les quedaba de vida. Su aspecto inspiraba confianza en sus dones místicos, pues era delgado, iba sucio y descuidado y tenía el rostro ajado.

Cuando los Césares pasaron a su lado sin fijarse en él, puesto que Espurina formaba parte del entorno desde hacía décadas, éste se puso en pie.

– ¡César! -gritó.

Ambos Césares se detuvieron y se volvieron hacia él.

– ¿A qué César te refieres? -preguntó Lucio, sonriendo.

– ¡Sólo hay un César, augur jefe! Su nombre llegará a identificarse con el del hombre que gobierna Roma -gritó Espurina de forma es tridente, con el iris oscuro de los ojos rodeado de un halo blanco que anunciaba la proximidad de la muerte-. ¡«César» significa «rey»!

– Ah, no, no empecemos otra vez. -César suspiró-. ¿Quién te paga para que digas eso, Espurina? ¿Marco Antonio?

– No es eso lo que quiero decirte, César, y nadie me ha pagado.

– Entonces, ¿qué quieres decir?

– ¡Guárdate de los idus de marzo!

César metió la mano en la bolsa que llevaba colgada de su cinturón y le arrojó una moneda de oro que Espurina cogió sin decir nada.

– ¿Qué va a pasar en los idus de marzo, anciano?

– ¡Tu vida correrá peligro!

– Te agradezco la advertencia -dijo César, y siguió caminando.

– No suele equivocarse -comentó Lucio con un escalofrío-. ¡César, te lo ruego, vuelve a llamar a tus lictores!

– ¿Y dejar que toda Roma se entere de que hago caso de los rumores y los viejos adivinos? ¿Admitir que tengo miedo? ¡Nunca! -exclamó César.


Atrapado en la red de sus propias maquinaciones, Cicerón no tuvo más remedio que sentarse en la tribuna de los espectadores mientras se decidían las leyes, las medidas políticas y los decretos senatoriales sin él. Lo único que tenía que hacer era entrar en la Curia, esperar a que su esclavo le abriera el banquillo y sentarse entre los cónsules superiores de los primeros bancos. Pero el orgullo, la obstinación y el odio a César Rex se lo impedían. Peor aún, desde la publicación de su Catón sentía toda la fuerza de la enemistad de César, y Ático también era bastante impopular ante César. Daba igual cómo lo hicieran, o por medio de quién lo hicieran, la cuestión era que los emigrantes pobres de las zonas más miserables de Roma continuaban llegando a raudales a la colonia que se había formado en las afueras de Butrotum.

Fue Dolabela el primero en decirle que corrían rumores sobre el asesinato de César.

– ¿Quién? ¿Cuándo? -preguntó ansiosamente.

– Precisamente, en realidad nadie sabe nada. Es el clásico rumor, en la línea «se dice», «he oído» y «hay algo en el aire», sin nada sólido en qué basarse. Sé que tú detestas a César, pero yo le soy muy leal -declaró Dolabela-, así que estoy vigilando estrechamente y escuchando aún más detenidamente. Si algo le ocurriera, me destrozaría, y Antonio se pondría como loco.

– ¿No se murmuran nombres, aunque sea sólo uno? -preguntó Cicerón.

– Ninguno.

– Me acercaré a ver a Bruto -dijo Cicerón, y acompañó a su antiguo yerno a la puerta.

– ¿Has oído algo de una conspiración para asesinar a César? -preguntó Cicerón a Bruto en cuanto le sirvieron la copa de vino con agua.

Ah, ¡eso! -dijo Bruto, un poco enojado.

– ¿O sea que hay algo de cierto? -preguntó ansiosamente.

– No, en absoluto, y eso es lo que me irrita. Por lo que sé, todo empezó porque ese loco de Matinio llenó toda Roma de pintadas ordenándome que matara a César.

– ¡Ah, sí, las pintadas! No las he visto, pero me lo han contado. ¿Eso es todo? ¡Qué decepción!

– Sí, ¿verdad?

Dictator perpetuus. Uno hubiera pensado que en Roma habría hombres con agallas suficientes para librarnos de César.

Los ojos oscuros de Bruto, más severos que antaño, se fijaron en los de Cicerón con cierta ironía.

– ¿Y por qué no nos libras tú de César? -preguntó Bruto.

– ¿Yo? -exclamó Cicerón, llevándose la mano al pecho de manera histriónica-. Mi querido Bruto, no es mi estilo. Yo los asesinatos los cometo con la pluma y la voz. A cada cual lo suyo.

– Tu ausencia del Senado ha silenciado tu pluma y tu voz, Cicerón, ése es el problema. No queda nadie que le aseste una puñalada verbal a César. Tú eras nuestra única esperanza.

– ¿Pretendes que entre en el Senado con ese hombre sentado en la silla del dictador? ¡Antes muerto! -afirmó Cicerón de modo categórico.

Se hizo una breve e incómoda pausa, que interrumpió Bruto.

– ¿Estarás en Roma hasta los idus?

– Desde luego. -Cicerón tosió suavemente-. ¿Cómo se encuentra Porcia?

– No está muy bien, no.

– En ese caso, confío en que tu madre sí esté bien.

– Sí, es incombustible, pero ahora mismo no está aquí. Tertula está embarazada y mi madre pensó que el aire del campo le haría bien, así que se han ido a Túsculo -contestó Bruto.

Cicerón partió, convencido de que Bruto se lo había quitado de encima, aunque no entendía por qué ni cómo.

En el Foro se encontró con Marco Antonio enfrascado en una conversación con Cayo Trebonio. Durante un instante pensó que no le harían caso, pero Trebonio lo miró y sonrió.

– Cicerón, ¡me alegro de verte! Te quedarás en Roma algún tiempo, ¿verdad?

Antonio, como de costumbre, gruñó algo, le estrechó brevemente la mano a Trebonio y se encaminó hacia el barrio de las Carinas.

– ¡Cómo detesto a ese hombre! -exclamó Cicerón.

– Es el típico perro que ladra pero no muerde -contestó Trebonio tranquilamente-. Su problema radica en su tamaño. Debe de ser difícil pensar que uno es un hombre normal cuando está, digamos, tan bien dotado.

Cicerón, famoso por su mojigatería, se sonrojó.

– ¡Es una vergüenza! -exclamó-. ¡Una auténtica vergüenza!

– ¿Te refieres a la Lupercalia?

– ¡Por supuesto que me refiero a la Lupercalia! ¿Cómo pudo exhibirse de esa forma?

Trebonio se encogió de hombros.

– Antonio es así.

– Y encima le ofreció a César una corona.

– Creo que, en realidad, lo habían acordado entre ellos de antemano. Así César pudo hacer grabar su repudio público de la corona en una placa de bronce que, según me han contado fuentes fidedignas, será colocada en su tribuna. En latín yen griego.

Cicerón de pronto vio a Ático que venía del barrio de Argiletum, se despidió de Trebonio y se marchó rápidamente.

Ya está, pensó Trebonio, encantado de haberse librado de un cotilla y entrometido como Cicerón. Antonio ya sabe cuándo y dónde será.


El decimotercer día de marzo César por fin encontró un momento para visitar a Cleopatra, que lo recibió con los brazos abiertos, besos y apasionadas muestras de afecto. Por muy cansado que estuviera César, ese miserable traidor que tenía entre las piernas insistía en obtener una gratificación inmediata, así que se retiraron a la alcoba de Cleopatra e hicieron el amor hasta bien entrada la tarde. Luego Cesarión quiso jugar con su tata, que disfrutaba con el pequeño cada vez más. Su hijo galo, el que había tenido con Rhianon, desapareció sin dejar rastro. También se parecía mucho a él, aunque César lo recordaba como un niño más bien corto de luces, incapaz de retener el nombre de los cincuenta hombres que estaban dentro de su caballo de Troya de juguete. César había encargado otro para Cesarión, comprobando con placer que el niño podía identificar a cada uno de los personajes después de una sola lección. Era un buen augurio, significaba que no era tonto.

– Únicamente me preocupa una cosa -dijo Cleopatra mientras cenaban.

– ¿Y qué es, mi amor?

– Sigo sin quedarme embarazada.

– Bueno, yo no he podido cruzar el Tíber tantas veces como habría querido -dijo él con tranquilidad-, y parece que no soy de esa clase de hombres que dejan preñadas a sus mujeres en cuanto se quitan la toga.

– Pero con Cesarión me quedé embarazada enseguida.

– Bueno, siempre hay accidentes.

– Seguro que es porque Tach'a no está aquí. Podría leer el cuenco de pétalos y decirme los días en los que hay que hacer el amor.

– Haz una ofrenda a Juno Sospita. Su templo está en las afueras del recinto sagrado -dijo César con naturalidad.

– Ya he hecho ofrendas a Isis y Hathor, pero sospecho que no les gusta estar tan lejos del Nilo.

– No te preocupes, pronto volverán a casa.

Ella se dio la vuelta en el triclinio y lo miró con sus grandes ojos dorados.

Sí, estaba muy cansado, y a veces olvidaba tomar su brebaje dulce. Una vez se había caído y tenido convulsiones en público. Pero, por suerte, Hapd'efan'e estaba delante y le dio el jarabe antes de tener que introducirle el tubo. Cuando se hubo repuesto, César había atribuido su crisis a un calambre muscular, lo que pareció satisfacer a los presentes. Lo bueno de eso fue que se llevó un susto y desde entonces se cuidaba más y Hapd'efan'e estaba más alerta.

– Te encuentro cada vez más hermosa -le dijo César mientras le acariciaba el vientre. Pobre pequeña, privada de un hijo sólo porque un romano, el pontífice máximo, no aprobaba el incesto. Susurrando y desperezándose, Cleopatra bajó sus largas pestañas negras y tendió la mano hacia él.

– ¿A mí? ¿Con mi gran nariz curva y mi cuerpo escuálido? ¡Incluso a los sesenta, Servilia es más guapa!

– Servilia es una mujer malvada, tenlo por seguro. Alguna vez pensé que era hermosa, pero lo que me mantuvo atrapado en sus redes jamás fue su belleza. Es inteligente, interesante y taimada.

– A mí siempre me ha parecido una buena amiga.

– Eso es porque a ella le conviene, créeme.

Cleopatra se encogió de hombros.

– ¿Y qué importan sus propósitos? No soy una romana a la que pueda perjudicar, y además tienes razón, es inteligente e interesante. Me salvó de morir de aburrimiento mientras estabas en Hispania. De hecho, a través de ella he conocido a varias mujeres romanas. ¡Cómo esa Clodia! -Cleopatra rió-. Es una vividora, muy buena compañía.

Y también me ha presentado a Hortensia, sin duda la mujer más inteligente de por aquí.

– No lo sé. Después de la muerte de Cepio, hará unos veinte años, se vistió de luto y rechazó a todos los pretendientes que se le acercaron. Me sorprende que frecuente a Clodia.

– A lo mejor Hortensia prefiere tener amantes -dijo Cleopatra con recato-. A lo mejor Clodia y ella los eligen juntas entre los jóvenes nadadores desnudos del Trigarium.

– Ninguno de los miembros de la familia de los Claudios se ha preocupado nunca por su reputación. ¿Todavía te visitan Clodia y Hortensia?

– Sí, vienen a menudo. De hecho, las veo más a ellas que a ti.

– ¿Eso es un reproche?

– No, lo entiendo, pero no por eso tus ausencias son más fáciles de sobrellevar. Aunque desde que has vuelto veo a más hombres romanos. Por ejemplo, a Lucio Piso y Filipo.

– ¿Y a Cicerón?

– Él y yo no nos llevamos muy bien -contestó Cleopatra-. Lo que me gustaría saber es cuándo me traerás de visita a algunos de los hombres más famosos de Roma. A hombres como Marco Antonio, por ejemplo. Me muero por conocerlo, pero no contesta a mis invitaciones.

– Con una esposa como Fulvia no creo que se atreva a aceptarlas. Es muy posesiva. -César hizo una mueca.

– Bueno, entonces que no le diga que se dispone a visitarme. -Tras una pausa, agregó pensativa-: ¿Ya no te veré hasta después de los idus? Esperaba que pudieras venir mañana también.

– Esta noche puedo quedarme a dormir contigo, mi amor, pero debo volver a la ciudad al amanecer. Tengo demasiado trabajo.

– ¿Y mañana por la noche?

– No puedo. Lepido da una cena sólo para hombres y no me atrevería a faltar. Allí también tendré que trabajar, pero al menos podré estrechar las manos de unos cuantos a quienes, de lo contrario, no vería. Sería muy grosero de mi parte comunicar a Bruto y Casio cuáles serán sus provincias directamente en el Senado, ante todo el mundo.

– Otros dos hombres famosos que no conozco.

– Ya tienes veinticinco años y eres lo suficientemente adulta para darte cuenta de por qué muchos de los hombres y mujeres más prominentes de Roma eluden tu compañía -dijo César desapasionadamente-. Te llaman la Reina de las Bestias, y te echan la culpa de mi supuesto deseo de convertirme en Rey de Roma. Te consideran una mala influencia.

– ¡Qué necedad! -exclamó ella, irguiéndose indignada-. ¡No hay nadie en el mundo capaz de influir en tu manera de pensar!

A Marco Emilio Lepido le habían ido muy bien las cosas desde que César había sido declarado dictador. Era el más joven de los tres hijos del Lepido que junto con el padre de Bruto se había rebelado contra Sila, y había nacido con una mancha que le cubría el rostro; se consideraba que era una señal de sempiterna buena suerte. Sin duda, había tenido la suerte de ser demasiado joven para participar en la revuelta de su padre; su hermano mayor había muerto en ella y el segundo, Paulo, había pasado varios años en el exilio. La familia era patricia e inmensamente venerable, pero después de que Lepido padre muriera de pena, parecía casi imposible que recuperara su antigua posición social entre las más antiguas de las familias famosas de Roma. Entonces César había sobornado a Paulo con el consulado, un puesto que, según esperaba, le permitiera ser elegido cónsul sin tener que cruzar el pomerium para proponer su candidatura. Por desgracia, Paulo era un gusano, que no valía la enorme suma que César le había pagado. Curio, al que había comprado por bastante menos, había demostrado ser mucho más útil.

Pero ninguna de las maniobras de César para evitar un proceso inmerecido había tenido éxito; cruzar el Rubicón para iniciar una revuelta, que siempre había considerado un último recurso, se convirtió en su única alternativa. Y Marco Lepido, el más joven de los tres hermanos, al darse cuenta enseguida de que ésa era su oportunidad, se alió rápidamente con César y ya no volvió a mirar atrás. Tenía una manera de ser despreocupada y era poco observador, tendía a hacer las cosas con el menor esfuerzo posible y generalmente se le consideraba un político de poco peso. Para César, sin embargo, Marco Lepido poseía dos grandes virtudes: era un hombre que le era total e incondicionalmente fiel y, además, era un aristócrata lo suficientemente importante como para dar respetabilidad a la facción de César.

Su primera mujer había sido Cornelia Dolabela, quien no había tenido dote, pero había muerto poco después de dar a luz. Su siguiente mujer trajo consigo una dote de quinientos talentos; era la hija mediana de Servilia y su segundo esposo, Silano. Junilla se había casado con Marco Lepido unos años antes de que César cruzara el Rubicón, años en los que el dinero de la dote había mantenido a Lepido a flote. Cuando estalló la guerra civil, su suegra, Servilia, se alegró de que él y Vatia Isaurico estuvieran del lado de César, puesto que Bruto y Tertula se alinearon del lado de Pompeyo. A Servilia le daba igual quién ganara la guerra: ella no podía perder.

Lepido era el yerno que menos le gustaba a Servilia, sobre todo porque era tan aristocrático de nacimiento que no se molestaba en absoluto en adularla. Pero a Lepido -un hombre alto, guapo, cuyos lazos de sangre con los Julios Césares se notaban en la cara- le tenía totalmente sin cuidado la opinión de Servilia. Tampoco le importaba mucho Junilla, quien estaba muy enamorada de él. Tenían dos hijos y una hija, todos pequeños todavía.

Lepido, que se había enriquecido a través de su lealtad a César, había comprado una enorme e imponente residencia en el Germalo del Palatino, con vistas al Foro, y tenía un comedor lo suficientemente grande como para que cupieran seis triclinios. Sus cocineros eran tan buenos como los de Cleopatra, y su bodega era alabada por los privilegiados que habían tenido el gusto de probar su contenido.

Consciente de que seguramente César abandonaría, Roma en cuanto concluyera la sesión del Senado de los, idus, Lepido había vuelto a casa temprano y se había, asegurado de que César asistiría a su cena la noche antes de los idus. También había invitado a Antonio, Dolabela, Bruto, Casio, Décimo, Bruto, Trebonio, Lucio Piso, Lucio César, Calvino y Filipo; asimismo había convidado a Cicerón, pero éste declinó su asistencia debido a su «grave estado de salud».

Para su sorpresa, el primero en llegar fue César.

– Mi querido César, pensé que serías el último en llegar y el primero en irte -dijo, recibiéndolo en el imponente atrio.

– Hay cierto método en mi locura, Maestro del Caballo -dijo César, señalando el séquito que lo seguía y que incluía a su médico egipcio-. Me temo que voy a ser imperdonablemente grosero porque pienso trabajar durante toda la cena; por eso he venido más temprano, para pedirte que me des el triclinio más pequeño a mí solo. Sienta a quien quieras en el locus consularis, y a mí ponme en un triclinio alejado donde pueda leer, escribir y dictar, sin distraer a tus invitados.

Lepido se lo tomó con tranquilidad y buen humor. -Tus deseos son órdenes, César -dijo, conduciendo al incómodo huésped de honor al comedor-. Traeré un quinto triclinio y tú elegirás el que quieras.

– ¿Cuántos seremos?

– Doce, incluidos tú y yo.

Edepol! Eso significa que tendrás a sólo dos hombres en uno de los triclinios.

– No te preocupes, César. Antonio puede estar conmigo en mi triclinio, en el locus consularis, y no pondré a nadie entre nosotros -dijo Lepido con una sonrisa-. Antonio es tan grande que tres individuos en el mismo triclinio estarían demasiado apretados.

– En realidad, da igual -dijo César, mientras los sirvientes traían un triclinio y lo ponían más allá del triclinio solitario que estaba a la izquierda del lectus medio, perteneciente al anfitrión, situado en el lado inferior de la «U»-. Éste me viene perfecto. Aquí tengo espacio de sobra para desparramar mis papeles y, si no es demasiada molestia, por favor pide que pongan una silla detrás para mi secretario. Recibiré a los hombres de uno en uno. Los demás pueden esperar fuera.

– Pediré que les traigan sillas confortables y comida en abundancia -dijo Lepido, y salió rápidamente para llamar a su mayordomo.

Así, cuando los demás comenzaron a llegar, encontraron a César instalado en el más humilde de los triclinios, con un secretario sentado en una silla detrás de él y el resto del triclinio cubierto de pilas de papeles y pergaminos.

– ¡Pobre Lepido! -dijo Lucio César, con un brillo irónico en los ojos-. Deberías ponernos a Calvino, Filipo y a mí justo delante de este individuo grosero. Ninguno de nosotros es lo suficientemente tímido como para dejarlo en paz y, ¿quién sabe?, a lo mejor hasta habla un poco con nosotros.

Cuando llegó el primer plato, Marco Antonio y Lepido se recostaron los dos solos en el lectus medio; Dolabela, Lucio Piso y Trebonio se instalaron a su derecha, y Filipo, Lucio César y Calvino un poco más allá. A la izquierda estaban Bruto, Casio y Décimo Bruto, y, a su lado, César.

Naturalmente, a ninguno de los comensales le sorprendió la diligencia de César, de modo que La comida y la conversación transcurrieron alegremente, ayudados por un excelente Falerno blanco para acompañar un primer plato, ligero, de pescado; un espléndido Chian tinto para acompañar el segundo plato, más sustancioso, de carne, y un vino ligeramente efervescente y dulce, de Alba Fucentia, para acompañar los postres y los quesos que conformaron el tercer y último plato.

Filipo se extasió ante el nuevo postre que los cocineros de Lepido habían preparado: una mezcla gelatinosa de nata, miel, puré de fresas tempranas, yemas de huevo y las claras batidas a punto de nieve, todo lo cual se había congelado en un molde en forma de pavo real y decorado con nata batida y teñida de color rosado, verde, azul, lila y amarillo con los zumos de hojas y pétalos.

– Al probar esto -murmuró-, reconozco que mi ambrosía Monte Ficcello es excesivamente empalagosa. ¡Esto es perfecto! ¡Una verdadera ambrosía! César, ¡pruébalo!

César levantó la mirada, sonrió, tomó una cucharada y puso cara de sorprendido.

– ¡Tienes razón, Filipo, sí que es una ambrosía! Cláusula número diez: «Se prohíbe vender, trocar, regalar o disponer de cualquier modo de los vales de grano gratuitos, el culpable será obligado a echar cal durante cincuenta nundinae en las tumbas de los pobres de la necrópolis.» -Tomó otra cucharada-. ¡Excelente! Seguro que mi médico lo aprobaría. Cláusula número once: «Al morir el poseedor de un vale de grano gratuito, éste debe ser devuelto al puesto del edil de la plebe junto con el certificado de defunción…»

– Creí que la ley sobre la distribución del grano gratuito ya estaba en vigor, César -observó Décimo Bruto.

– Sí, lo está, pero al releerla me pareció muy ambigua. Las mejores leyes, Décimo, no tienen agujeros.

– Me encanta el castigo -señaló Dolabela-. Echar cal en una fosa común hedionda disuade a cualquiera de casi cualquier cosa.

– Bueno, tenía que encontrar algo que fuera realmente disuasorio, cosa nada fácil cuando la gente no tiene dinero para pagar multas y tampoco propiedades para embargar. Los poseedores de vales son muy pobres -explicó César.

– Ahora que estás con nosotros un momento, respóndeme a una pregunta -dijo Dolabela-: He observado que deseas cien piezas de artillería por legión para la campaña contra los partos. Ya sé que eres un ardiente defensor de la artillería, César, pero ¿no crees que es un poco excesivo?

– Catafractas-dijo César.

– ¿Catafractas? -preguntó Dolabela, frunciendo el entrecejo.

– La caballería parta se cubre con unas cotas de malla metálica desde la cabeza hasta los pies -explicó Casio, que había visto a miles de ellos en el río Bilechas-. Montan unos caballos gigantes que también llevan cotas de malla.

– Sí, me acordé de que en tu informe para el Senado, Casio, decías que no pueden cargar a pleno galope, y pensé que si reciben un intenso fuego de artillería al principio de la batalla, sufrirán graves pérdidas -explicó César, pensativo-. También se podría atacar el convoy de camellos que lleva las flechas de repuesto a la caballería de arqueros partos. Si me equivoco, tendré que almacenar el sobrante de la artillería, pero no creo estar equivocado.

– Tampoco yo lo creo -reconoció Casio, impresionado.

Antonio, que odiaba las cenas de hombres solos a las que asistían los más estirados de entre sus pares, escuchaba la conversación mientras observaba pensativamente a los tres hombres del lectus imus, a su izquierda -Bruto, Casio y Décimo Bruto- y luego a César. ¡Mañana, mi querido primo, mañana! Mañana estarás muerto a manos de estos tres hombres y ese nunca bien ponderado genio que está frente a ellos, Trebonio. Está decidido a que suceda y sucederá. ¿Has visto alguna vez una cara más abatida que la de Bruto? ¿Por qué se habrá metido él también en esto si está tan aterrorizado? Seguro que él no clavará el puñal.

– Volviendo al tema de los pozos de cal, las necrópolis y la muerte -dijo de pronto Antonio en voz alta-. ¿Cuál es el mejor modo de morir?

Bruto se sobresaltó, palideció y soltó la cuchara.

– En la batalla -contestó Casio al instante.

– Durmiendo -apuntó Lepido, recordando a su padre, que tras verse obligado a divorciarse de la mujer a quien adoraba, se consumió lentamente.

– ¡Simplemente de viejo! -dijo Dolabela, soltando una carcajada.

– Con el sabor de algo parecido a esto en la lengua -intervino Filipo, lamiendo la cuchara.

– Rodeado de tus hijos -dijo Lucio César, cuyo único hijo lo había decepcionado tanto. No existe peor destino que el de sobrevivir a un hijo.

– Sintiéndose vengado -terció Trebonio, lanzando una mirada de odio a Antonio. ¿Es que ese patán iba a traicionarlos?

– Leyendo un poema mejor que los de Catulo -dijo Lucio Piso-. Creo que es posible que Helvio Cina lo escriba algún día.

César levantó la mirada, enarcando las cejas.

– La manera de morir es lo de menos -comentó-, siempre y cuando sea repentina.

Calvino, que llevaba un rato cambiando de posición y gruñendo, gimió y se llevó la mano al pecho.

– Me temo -dijo, con el rostro ceniciento- que el que va a morir soy yo. ¡Qué dolor! ¡Qué dolor!

En vez de dejar su trabajo para informar a Bruto y Casio de cuáles serían las nuevas provincias que les había asignado para el año próximo, César tuvo que llamar a Hapd'efan'e, que estaba en el atrio; todos se olvidaron del asunto mientras se arremolinaban preocupados alrededor de Calvino, César el primero.

– Es un ataque al corazón -dijo Hapd'efan'e-, pero no creo que muera. Hay que llevarlo a su casa para tratarlo.

Bajo la vigilancia de César, trasladaron a Calvino a una litera.

– Era un tema de mal agüero -le dijo César con irritación a Antonio.

Mucho más de lo que imaginas, agregó Antonio para sus adentros.


Bruto y Casio recorrieron juntos casi todo el camino de vuelta a casa; no dijeron palabra hasta que llegaron a la puerta de Casio.

– Mañana por la mañana, Bruto, nos encontramos media hora después del amanecer a los pies de la escalera de Caco -dijo Casio-. Así tendremos tiempo de sobra para llegar al Campo de Marte. Nos veremos entonces.

– No, Casio, no me esperes. Preferiría ir por mi cuenta. Mis lictores serán suficiente compañía.

Casio frunció el entrecejo, observando la cara pálida de Bruto.

– ¡Espero que no estés pensando en echarte atrás!

– Por supuesto que no -Bruto respiró hondo-. Es sólo que la pobre Porcia se encuentra en un estado…, ya sabes. ¡Está al corriente de todo!

Casio hizo rechinar los dientes.

– ¡Esa mujer es un peligro! -Llamó a su puerta-. Pero tú no te eches atrás, ¿me oyes?

Bruto se alejó y dobló la esquina hacia su propia casa, cuya puerta le abrió el portero; mientras recorría los pasillos de puntillas para ir a su alcoba rezó para que Porcia ya estuviera dormida.

No lo estaba. En cuanto vislumbró la suave luz del candil, se levantó de un salto de la cama, se abalanzó sobre Bruto y lo abrazó convulsivamente.

– ¿Qué sucede? ¿Qué sucede? -dijo en voz lo suficientemente alta para que la oyera toda la casa-. ¡Has regresado muy pronto! ¿Se ha descubierto todo?

– Cállate, cállate -susurró Bruto, y cerró la puerta-. No, no se ha descubierto nada. Calvino cayó gravemente enfermo, así que la fiesta se terminó pronto. -Se quitó la toga y la túnica, dejándolas en el suelo, y se sentó en el borde de la cama para desatarse el calzado-. Porcia, ¡duérmete ya!

– No puedo dormir -dijo ella, sentándose a su lado.

– Pues toma un poco de jarabe de amapolas.

– Me estriñe.

– Me estás haciendo enojar. Por favor, te lo ruego, ¡acuéstate de tu lado de la cama y al menos finge que duermes! Necesito paz. Suspirando y rezongando, Porcia obedeció; Bruto sintió ganas de hacer de vientre, se levantó, se puso la túnica y se calzó las chinelas.

– ¿Qué sucede, qué sucede?

– Nada, sólo me duele la tripa -contestó, cogió el candil y fue a las letrinas. Permaneció allí hasta que se hubo asegurado de que no le quedaba nada más que evacuar. Luego, temblando en la noche helada, se detuvo en la columnata, hasta que el frío lo obligó a volver a la alcoba y a Porcia. De camino hacia allí, pasó delante de la puerta de Estrato de Épiro, que estaba cerrada, sin luz. La puerta de Volumnio también estaba cerrada y sin luz. En cambio la de Estatilo estaba abierta, con la luz encendida. Nada más llamar, Estatilo lo hizo pasar.

Después de su boda con Porcia, a Bruto no le había extrañado que ella le preguntara si Estatilo podía ir a vivir con ellos, pero Porcia no le había dicho que lo que pretendía era separar a Lucio Bibulo de Estatilo y de la bebida. Para Bruto era un placer tener al filósofo amigo de Catón en su casa. Y nunca tanto como ahora.

– ¿Puedo acostarme en tu triclinio? -preguntó Bruto, castañeteándole los dientes.

– Claro que sí.

– No puedo quedarme con Porcia.

Vaya, vaya.

– Está histérica.

– Vaya, vaya. Acuéstate, traeré unas mantas.

Ninguno de los tres filósofos estaba al tanto de la conspiración para matar a César, aunque todos se daban cuenta de que pasaba algo y habían llegado a la conclusión de que Porcia estaba enloqueciendo. Después de todo, ¿quién podía culpar a la hija de Catón, tan nerviosa y sensible, cuando Servilia no paraba de meterse con ella en cuanto Bruto salía de su casa? Sin embargo, Estatilo había visto crecer a Porcia y los otros dos no. Cuando se dio cuenta de que ella amaba a Bruto, él había tratado de evitar el matrimonio. Parte de su oposición a Bruto se debió a los celos, pero también fue por su temor de que Bruto se hartara de los ataques y arrebatos de Porcia. Lo que no había previsto era la enemistad con Servilia, aunque debía haberlo hecho. ¡Cuánto había odiado esa mujer a Catón! Y ahora ahí estaba el pobre Bruto, demasiado intimidado para enfrentarse a su mujer. Así que Estatilo chasqueó la lengua y, canturreando, instaló a Bruto en el triclinio y luego se sentó con un candil para velar por él.

Bruto se sumió en un sueño liviano, gimió y se movió de un lado a otro, despertándose cuando el sueño de que apuñalaba a César alcanzaba su sangriento, horrible clímax. Estatilo, todavía en la silla a su lado, se había dormido, aunque se despertó en cuanto Bruto puso los pies en el suelo.

– Sigue durmiendo -dijo el filósofo.

– No, no puedo. Hoy se reúne el Senado y oigo cantar a los gallos. No puede faltar mucho más de una hora para el amanecer -contestó Bruto levantándose-. Gracias, Estatilo, necesitaba un refugio. -Suspiró y cogió el candil-. Ahora más vale que vaya a ver cómo está Porcia. -Al llegar a la puerta, se detuvo y soltó una carcajada extraña-. Menos mal que mi madre no regresará de Túsculo hasta la tarde.

Porcia también había encontrado solaz en el sueño. Estaba acostada de espaldas, con los brazos por encima de la cabeza y las señales de copiosas lágrimas en la cara. El baño de Bruto estaba listo; se metió en el agua caliente y permaneció un rato en remojo mientras su imperturbable criado aguardaba a que saliera para secarlo con una suave toalla de hilo. Luego Bruto, sintiéndose mejor, se puso una túnica limpia, sus sandalias curules y se dirigió a su estudio a leer a Platón.

– ¡Bruto, Bruto! -gritó Porcia, irrumpiendo en la habitación con el pelo despeinado, los ojos desorbitados y la túnica que se le caía de los hombros-. ¡Brutus, es hoy!

– Querida, no estás bien -dijo él, sin levantarse-. Vuelve a la cama y déjame llamar a Atilio Stilo.

– ¡No necesito un médico! ¡No me pasa nada! -Sin darse cuenta de que cada uno de sus gestos y sus expresiones contradecía sus palabras, dio una vuelta por la habitación, hurgó en los casilleros tristemente vacíos, cogió una pluma de un cubilete en el escritorio y se puso a clavarla en el aire-. ¡Toma esto, monstruo! ¡Y esto, asesino de la República!

– ¡Dito! -gritó Bruto-. ¡Dito!

El mayordomo acudió de inmediato.

– Dito, vete a buscar a las criadas de la señora Porcia y tráelas. Ella no está bien, así que llama también a Atilio Stilo.

– ¿No estoy bien? ¡Toma eso! ¡Muere, César! ¡Muere!

Tras dirigirle una mirada asustada, Epafrodito se fue corriendo y volvió con una rapidez sospechosa acompañado de dos criadas.

– Vamos, domina -dijo Silvia, que había estado con Porcia desde la infancia-. Acuéstate hasta que llegue Atilio.

Porcia se fue a la cama, pero en contra de su voluntad, forcejeando tanto que tuvieron que llevarla dos esclavos.

Encerradla en sus habitaciones -ordenó Bruto-, y quitadle las tijeras y los cortapapeles. Temo por su cordura, de verdad.

– Es muy triste -dijo Epafrodito, más preocupado por Bruto, que tenía un aspecto terrible-. Permíteme que te traiga algo para comer.

– ¿Ya ha amanecido?

– Sí, domine, pero hace muy poco. Todavía no ha salido el sol.

– Entonces tomaré pan con miel, y ese té de hierbas que prepara el cocinero. Me duele el estómago -dijo Bruto.

Atilio Stilo, uno de los médicos de moda de Roma, estaba en la puerta cuando Bruto iba a salir, vestido con su toga de orla púrpura y sujetando el discurso del asesinato con la mano derecha.

– Hagas lo que hagas, Stilo, dale a la señora Porcia una poción para tranquilizarla -ordenó Bruto, y salió a la calle, donde sus seis lictores aguardaban con las fasces al hombro.

Los rayos de sol apenas tocaban las estatuas doradas en lo alto del templo Maga. Mater mientras Bruto descendía rápidamente la Escalera de Caco en dirección al Foro Boario y doblaba hacia la Porta Flumentana, la puerta de las Murallas Servias que daban al Foro Holitorio. El lugar era un hervidero de vendedores de fruta y verduras que exhibían su mercancía a los primeros clientes. Ése era el camino más corto para ir desde el Palatino al gran teatro de Pompeyo Magno en el Campo de Marte: sólo un cuarto de hora a pie.

Sumido en un mar de confusiones, Bruto era consciente a cada paso que daba del puñal que llevaba colgado del cinturón, lo bastante largo para que la punta de su vaina se le clavase en lo alto del muslo; nunca en su vida había llevado un puñal debajo de la toga. Sabía lo que iba a ocurrir, pero parecía que lo único real era ese puñal. Mientras esquivaba los carros cargados de repollos y coles, chirivías y nabos, apio y cebollas -todo lo que se pudiera cultivar en los huertos de los alrededores del Campo de Marte y el Campo Vaticano en esa época del año-, Bruto se sorprendió al ver que el suelo estaba lleno de barro y charcos; ¿es que había llovido por la noche? ¡Qué impasibles eran los lictores! Se limitaban a seguir caminando.

– ¡Una tormenta terrible! -dijo un hortelano, que estaba de pie en la parte trasera de su carro, pasando manojos de rábanos a una mujer.

– Creí que se acababa el mundo -contestó ella, cogiendo los manojos con destreza.

¿Una tormenta? ¿Es que hubo una tormenta? Bruto no había oído ni el menor murmullo de un trueno ni visto el reflejo de un rayo. ¿Acaso la tormenta de su corazón era tan fuerte que había tapado la real?

Más allá del Circo Flaminio, el gigantesco teatro de mármol de Pompeyo Magno se erguía sobre la pradera del Campo de Marte, y el semicírculo del propio teatro se elevaba por el oeste. Por detrás y por el este, había un magnífico jardín rectangular rodeado por los cuatro costados por una columnata que contenía exactamente cien pilares estriados, con capiteles corintios dorados y pintados en tonos azules, mientras que el espacio de las paredes que mediaba entre una serie de murales estaba pintado de rojo escarlata. Un extremo del jardín daba a la pared recta del escenario del teatro; en el otro había unos escalones de poca altura que subían hacia la Curia Pompeia, el edificio consagrado donde se reunía el Senado.

Bruto entró en el peristilo de cien columnas por las puertas del sur y se detuvo, parpadeando por la sombra repentina, para ver dónde se habían reunido los Libertadores. Sólo esa palabra le había armado de valor para acudir: no eran asesinos, eran libertadores. ¡Eso! Fuera, en el jardín, en un lugar soleado y resguardado del viento, junto a la ornamentada fuente que funcionaba en invierno y verano con tuberías de agua caliente, Casio lo saludó con la mano y se alejó del grupo para reunirse con él.

– ¿Cómo está Porcia? -preguntó.

– No está nada bien. He llamado a Atilio Stilo.

– Ven a escuchar a Cayo Trebonio. Te ha estado esperando.

3

César había oído la tormenta, la primera de la estación equinoccial con sus fuertes vientos y sus torrenciales lluvias, y salió al peristilo principal para contemplar el fantástico zigzaguear de los rayos entre las nubes y escuchar el ruido de los truenos mientras la tormenta se situaba justo sobre Roma. Cuando empezó a llover a mares, se retiró a su habitación, se acostó y disfrutó de sus cuatro preciosas horas de sueño tranquilo y profundo. Dos horas antes del amanecer, la tormenta había pasado, estaba otra vez despierto y el primer turno de secretarios y escribas llegaba para cumplir con sus obligaciones. Al alba Trogo le llevó crujiente pan recién hecho, un poco de aceite de oliva y su habitual bebida caliente (en esa época del año zumo de limón, mucho más agradable que el vinagre, sobre todo ahora que Hapd'efan'e insistía en endulzarlo con miel).

Se encontraba bien, renovado, contento de ver que su temporada en Roma por fin llegaba a su final.

Cuando terminaba el desayuno entró Calpurnia, con las negras ojeras propias de la fatiga. César se levantó en el acto y fue a saludarla con un beso. Luego, poniéndole la mano bajo la barbilla, la miró a la cara con semblante preocupado.

– ¿Qué ocurre, querida? ¿Te asustó la tormenta?

– No, César, me asustó un sueño -contestó ella, y le agarró el brazo con inquietud.

– ¿Un mal sueño?

Ella se estremeció.

– ¡Un sueño horrible! Vi que unos hombres te rodeaban y te mataban a puñaladas.

Edepol! -exclamó, sintiendo cierta impotencia. ¿Cómo calmaba uno a una esposa preocupada?-. Era sólo un sueño, Calpurnia.

– ¡Pero tan real! -puntualizó ella-. En el Senado, pero no en la Curia Ostilia, sino en la Curia de Pompeyo, porque ocurría cerca de su estatua. Por favor, César, no vayas a la asamblea de hoy.

César le separó las manos y se las cogió.

– Debo ir, querida. Hoy abandono el cargo de cónsul; es el final de mi cometido oficial en Roma.

– ¡No! Por favor, no vayas. ¡Ha sido un sueño tan vívido!

– En ese caso te agradezco la advertencia, y procuraré no ser apuñalado en la Curia de Pompeyo -dijo él con amabilidad pero con firmeza.

Entró Trogo llevándole su toga trabea. Vestido ya con la túnica de rayas carmesí y púrpura, con los altos coturnos rojos calzados, César permaneció inmóvil mientras Trogo lo envolvía con la enorme prenda, disponiéndola en pliegues sobre el hombro izquierdo de modo que no se le cayera al moverse.

¡Qué magnífico aspecto!, pensó Calpurnia. El púrpura y el rojo le favorecen más que el blanco.

– ¿Qué has de hacer en tu calidad de pontífice máximo? -preguntó-. ¿No puedes utilizar eso como pretexto?

– No, no puedo -dijo él, un tanto exasperado-. Son los idus, un breve sacrificio.

Y salió rara unirse a la procesión que esperaba en la Sacra Via. Inspeccionó rápidamente las ovejas y se fue cuesta abajo hacia la parte inferior del Foro y el Arx del capitolio.

Al cabo de una hora volvió para cambiarse, descubriendo con alivio que el salón de recepción estaba abarrotado de asiduos, algunos de los cuales tendría que ver antes de iniciar su ronda. Encontró a Décimo Bruto en su estudio, charlando con Calpurnia.

– Espero -dijo César, entrando con su toga orlada de púrpura que hayas convencido a mi esposa de que hoy mi vida no corre peligro.

– Eso he intentado, pero no sé si lo he conseguido -respondió Décimo que, sentado en el borde de la mesa de malaquita de César, apoyaba en ella las palmas de las manos y tenía los tobillos cruzados en actitud informal.

– Debo ver a unos cincuenta adeptos, pero a ninguno de ellos durante mucho rato y a ninguno en privado. Lo digo por si deseas quedarte. ¿Qué te trae por aquí en un día tan soleado y a hora tan temprana?

– He pensado que quizá visitarías a Calvino camino del Senado, y me gustaría verlo -dijo Décimo tranquilamente-. Si aparezco allí yo solo, es probable que me rechace. Pero si aparezco contigo, no podrá rechazarme.

– Muy astuto. -César se rió. Miró a Calpurnia enarcando las cejas-. Gracias, querida, tengo trabajo.

– Décimo, cuida de él -rogó ella desde la puerta.

Décimo le dirigió una amplia sonrisa, una sonrisa reconfortante.

– No te preocupes, Calpurnia, te prometo que cuidaré de él.


Dos horas más tarde los dos salieron de la Domus Publica para subir por la Escalinata Vestal hacia el Palatino, seguidos por un gran número de partidarios. Cuando doblaron la esquina de la casa para dirigirse hacia las aedes de Vesta, pasaron ante el viejo Espurina, sentado en su sitio de siempre junto a la Puerta de los Testamentos.

– ¡César, guárdate de los idus de marzo!

– Los idus de marzo han llegado, Espurina, y como ves estoy perfectamente -contestó César, y se echó a reír.

– Los idus de marzo, sí, pero aún no han terminado.

– Viejo necio -masculló Décimo.

Espurina es muchas cosas, Décimo, pero eso no -aseguró César.

Al pie de la Escalinata Vestal la multitud se apiñó para seguirles; una mano le tendió una nota a César. Décimo la interceptó y se la guardó dentro de la toga.

– No nos detengamos -dijo-. Más tarde te la daré para que la leas.

En casa de Cneo Domitio Calvino los dejaron entrar y los llevaron directamente hasta donde se hallaba Calvino, tendido en un triclinio de su estudio.

– Tu médico egipcio es una maravilla, César -dijo Calvino al verles-. ¡Décimo, qué placer!

– Tienes mejor aspecto que anoche-dijo César. -Me encuentro mucho mejor.

– No nos quedaremos, pero necesitaba verte con mis propios ojos, viejo amigo. Lucio y Piso dicen que van a saltarse la sesión de hoy para venir a hacerte compañía, pero si te cansan, échalos. ¿Cuál fue el problema?

– Un espasmo en el corazón. Hapd'efan'e me dio un extracto y mejoré casi en el acto. Me dijo que el corazón…, bueno, la palabra que utilizó fue «revoloteaba»…, una palabra muy evocadora. Por lo visto tengo algún fluido acumulado en torno a este órgano.

– Siempre y cuando te recuperes lo suficiente para ser Maestro del Caballo… Lepido parte hoy hacia la Galia Narbonesa, así que habrá un ausente más en la Cámara. Tampoco estará Filipo, que ayer cometió un exceso. ¡Él y sus ambrosías! Así que temo que los bancos delanteros estén algo vacíos en mi última aparición -dijo César.

Sorprendentemente, se inclinó para besar a Calvino en la mejilla.

– Cuídate.

Dicho esto se marchó, seguido por Décimo Bruto.

Calvino se quedó con el entrecejo fruncido; cerrando los párpados, se adormeció.


Cuando pasaban por el Circus Flaminius, sorteando los charcos, Décimo habló:

– César, ¿puedo avisar de que llegamos?

– Naturalmente.

Uno de los criados de Décimo partió de inmediato.

Cuando entraron en la columnata, encontraron a unos cuatrocientos senadores en el jardín, unos leyendo, otros dictando a escribas, otros tendidos en la hierba durmiendo, otros charlando y riendo en corrillos.

Marco Antonio se acercó a recibirlos y estrechó la mano a César.

Ave, César. Pensábamos ya que no vendrías, cuando ha llegado corriendo el mensajero de Décimo.

César soltó la mano de Antonio y le dirigió una fría mirada dando a entender que si el dictador llegaba tarde sólo era asunto suyo, y subió por la escalera de la Curia Pompeya, seguido por dos criados, uno con su silla curul de marfil y una mesa plegable, y el otro con tablillas de cera y un saco lleno de pergaminos. Colocaron la silla y la mesa en la parte delantera del estrado curul, y, a indicación de César, se marcharon. Viendo correctamente colocadas la mesa y la silla, César fue vaciando el saco, colocando los pergaminos ordenadamente uno encima del otro en el extremo de la mesa. Y después se sentó con las tablillas de cera apiladas a su izquierda y una púa de acero junto a ellas por si deseaba tomar alguna nota.

– Ya está trabajando -dijo Décimo, reuniéndose con los otros veintidós al pie de la escalera-. Dentro hay unos cuarenta pedarii, ninguno cerca del extremo curul. Trebonio, es hora de actuar.

Trebonio fue de inmediato junto a Antonio, quien había decidido que la mejor manera de mantener fuera a Dolabela era quedarse con él y hacer el esfuerzo de comportarse amablemente. Sus lictores, doce por cada uno, estaban a cierta distancia, con las fasces (que pertenecían al superior, Dolabela, ya que era marzo) en el suelo. Aunque la asamblea se celebraba fuera del pomerium, el lugar estaba a cosa de un kilómetro de la ciudad, así que los lictores iban togados y no llevaban hacha en su haz de varas.

A Trebonio se le había ocurrido un refinamiento durante la noche, y lo puso en práctica tan pronto como entró Bruto con sus seis lictores. Por respeto a César, que no llevaba lictores desde hacía ya unas nundinae, todos los pretores y los dos ediles curules despedirían a sus lictores y asistirían a la sesión sin ellos. Ninguno objetó cuando Casio se lo planteó a los demás magistrados curules. Los lictores de ediles y pretores, contentos ante ese imprevisto día de descanso, volvieron rápidamente a su colegio, que se encontraba detrás de la posada del Clivus Orbius, y por tanto muy a mano para los lictores sedientos.

– Quédate fuera conmigo un rato -dijo Trebonio alegremente a Antonio-. Necesito hablar contigo.

Dolabela había visto a un amigo jugando a los dados con otros dos. Haciendo una señal a sus lictores para indicarles que aún tenían tiempo libre, fue a sumarse a la partida de dados; tenía la corazonada de que era un día de suerte.

Mientras Antonio y Trebonio estaban absortos en su conversación al pie de la escalera, Décimo guió hasta el interior a los Libertadores. Si alguno de los senadores que quedaban en el jardín los hubiera observado, quizá le había extrañado la gravedad de sus rostros, la actitud ligeramente furtiva que habrían adoptado inconscientemente; pero ninguno los miró.

Rezagándose, Bruto notó un tirón en la toga, y al volverse vio a uno de sus criados domésticos, enrojecido y jadeante.

– Sí, ¿qué pasa? -preguntó, alegrándose de que algo retrasara su participación en un tiranicidio.

– ¡Domine, la señora Porcia!

– ¿Qué le ocurre?

– ¡Ha muerto!

El mundo no se sacudió ni se balanceó ni giró. Bruto miró incrédulo al esclavo.

– Tonterías -dijo.

– ¡Domine, está muerta! ¡Juro que está muerta!

– Explícame qué ha pasado -ordenó Bruto con serenidad.

– Se encontraba en un estado horrible, corriendo de un lado a otro como una demente, gritando que César había muerto. -¿No la ha visitado Atilio Estilo?

– Sí, domine, pero se ha enfadado y se ha ido al negarse ella a tomar la poción que le había preparado.

– ¿Y?

– Se ha desplomado, muerta. Epafrodito no ha encontrado señales de vida…, nada. Está muerta. Muerta. Domine, ven a casa. Por favor, ven a casa.

– Dile a Epafrodito que iré en cuanto pueda -dijo Bruto, apoyando un pie en el primer peldaño-. No está muerta, te lo prometo. La conozco. Es un desmayo.

Subió el siguiente peldaño, dejando atrás al esclavo, boquiabierto.

La sala, con capacidad suficiente para seiscientas personas apretadas, parecía muy vacía pese a que unos cuantos senadores de los bancos traseros ya se habían sentado, hombres estudiosos que aprovechaban cualquier oportunidad para leer. Ninguno había colocado su asiento en el lado del estrado curul, ya que la luz de una serie de rejas del triforio entraba a raudales cerca de las puertas exteriores, pero los lectores estaban distribuidos de manera bastante regular entre los dos lados de la Cámara, en la grada superior derecha y la grada superior izquierda. Muy bien, pensó Décimo, guiando a su grupo. Echando un vistazo atrás vio que Bruto aún no había entrado. Se ha acobardado, ¿no?

César estaba sentado con la cabeza inclinada sobre un pergamino desenrollado, totalmente abstraído.

De pronto se movió, pero no para mirar hacia el grupo que atravesaba la sala. Con la mano izquierda cogió la tabla que estaba encima del montón, la abrió y, sujetando la púa con la derecha, empezó a escribir rápidamente sobre la cera.

A tres metros del estrado, el grupo, desconcertado, se detuvo; no parecía normal que César no advirtiera la presencia de sus asesinos. Décimo posó la mirada en la estatua de Pompeyo, muy alta sobre su pedestal de un metro veinte de altura, dentro de una hornacina al fondo de la plataforma, que era muy amplia, ya que debía dar cabida a entre dieciséis y veinte hombres sentados en sillas curules. Con repentina torpeza en los dedos, Décimo buscó a tientas el puñal, lo sacó y lo mantuvo oculto a su costado. Percibió que los otros hacían lo mismo y con el rabillo del ojo vio que Bruto se acercaba corriendo por la sala. Por fin ha reunido valor, pensó.

Lucio Pilio Cimbro ascendió por las gradas de los lictores al lado del estrado, su puñal a la vista.

– ¡Espera, cretino impaciente, espera! -bramó César irritado, con la cabeza aún gacha, grabando la cera con la púa.

Con los labios apretados ante esa ofensa, Cimbro lanzó una feroz mirada a los otros Libertadores -¿veis qué grosero es nuestro dictador?, parecía decir- y avanzó para tirar de la toga de César y dejar al descubierto el lado izquierdo de su cuello. Pero Cayo Servilio Casca, abriéndose paso a la izquierda de Cimbro, llegó primero, e intentó acuchillar desde detrás la garganta de César. El golpe pasó rozando la clavícula e hirió superficialmente la parte alta del pecho. César se levantó tan deprisa que el movimiento fue apenas perceptible y al mismo tiempo asestó un golpe instintivo con la púa de acero. La hundió en el brazo de Cayo Casca a la vez que el resto de los Libertadores, envalentonados, avanzaban con los puñales en alto.

Aunque luchó con denuedo, César no gritó ni habló. La mesa salió despedida en medio de una lluvia de pergaminos, seguida de la silla de marfil, y la sangre empezó a salpicar. Algunos senadores de las gradas superiores contemplaban la escena, exclamando horrorizados, pero ninguno se movió para acudir en ayuda de César. Retrocediendo, éste topó con el pedestal de Pompeyo en el momento en que Casio se abría paso hasta delante, hundía la hoja del puñal en el rostro de César y lo hacía girar vaciándole un ojo y acabando con su belleza. El furor se adueñó de los Libertadores. Los puñales caían una y otra vez y la sangre manaba a borbotones. De pronto César dejó de forcejear, aceptando lo inevitable. Su mente única concentró sus menguantes energías en morir con una dignidad sin parangón. Con la mano izquierda tiró de un pliegue de la toga para ocultarse la cara, con la derecha se sujetó la toga para que al caer las piernas le quedaran púdicamente cubiertas. Ninguno de aquellos indeseables vería qué pensaba César al morir, ni se burlaría del recuerdo de sus piernas desnudas.

Cecilio Buciolano lo apuñaló en la espalda, Casenio Lento en el hombro. Sangrando horriblemente, César permaneció en pie mientras continuaban los golpes. Penúltimo, y frío guerrero como era, Décimo Bruto concentró todas sus fuerzas en la primera de las dos puñaladas, hundiendo la hoja en el lado izquierdo del pecho. Cuando el puñal hirió el corazón, César se desplomó, y Décimo se agachó para asestar el segundo golpe en nombre de Trebonio. Y Bruto, el último en golpear, cegado por el sudor, paralizado por el miedo, se arrodilló para dirigir su cuchillo contra aquellos genitales que su madre tanto había adorado, perforando los muchos pliegues de la toga porque, accidentalmente, había apuntado hacia abajo. Oyó rechinar el metal contra el hueso, sintió arcadas y se levantó con dificultad a la vez que un intenso dolor le traspasaba el dorso de la mano; alguien le había cortado.

El hecho estaba consumado. Los veintidós hombres habían herido a César en algún sitio, Décimo Bruto dos veces. Con el rostro y las piernas cubiertas, César yacía bajo la estatua de Pompeyo. La toga estaba hecha jirones en el pecho y la espalda, e iba empapándose de la roja sangre que se extendía por el mármol blanco de la plataforma hasta que pareció imposible que un cuerpo pudiera contener tanta sangre. Había sangre por todas partes. Algunos se echaron atrás para evitar el contacto, pero Décimo no se dio cuenta hasta que la sangre le caló las sandalias. Lanzó un gemido: sin duda aquella sangre le quemaba.

Respirando agitadamente, los Libertadores cruzaron miradas enfebrecidas. Bruto intentaba restañarse la herida de la mano. Como por efecto de un súbito y tácito acuerdo, todos se dieron media vuelta y corrieron hacia las puertas, Décimo tan horrorizado como el resto. Los pedarii que habían presenciado el hecho estaban ya fuera, anunciando a voces que César había muerto. El pánico se generalizó cuando los Libertadores salieron al jardín con las togas ensangrentadas y los puñales aún en la mano.

La gente huyó en todas direcciones excepto hacia el interior de la Curia Pompeya. Senadores, lictores y esclavos pusieron pies en polvorosa, gritando que César había muerto, César había muerto, César había muerto.

Olvidando sus grandes planes de discursos y atronadora oratoria, los Libertadores huyeron también. ¿Quién de entre ellos podría haber imaginado que la realidad sería tan distinta del sueño, que ver a César muerto era un final terrible de todas las ideas, filosofías y aspiraciones? Sólo después de consumado el hecho comprendieron todos ellos, incluso Décimo Bruto, el verdadero significado de su acción. El titán había caído, el mundo había cambiado tanto que ya ninguna república podía surgir, plenamente reorganizada, de la mente del Gran Hombre. La muerte de César era una liberación, pero lo que habían liberado era el caos.

Por puro instinto los Libertadores corrieron en busca de asilo al templo de Júpiter óptimo Máximo, a toda velocidad a través del césped del Campo de Marte, por el Capitolio escalera arriba hasta el refugio original de Rómulo, y por último ascendiendo los numerosos peldaños de la escalinata del templo. Una vez allí, sin aliento, flaqueándoles las rodillas, los veintidós hombres cayeron al suelo. Sobre ellos se alzaba el Gran Dios de oro y marfil, de quince metros de altura, en su rostro de terracota de vivo color rojo se dibujaba su amplia y estúpida sonrisa.


En cuanto el primer pedarius salió como una flecha de la Curia Pompeya gritando que César había sido asesinado, Marco Antonio lanzó un alarido y echó también a correr, abandonando el peristilo en dirección a la ciudad. Desconcertado por la inesperada reacción de Antonio, Trebonio corrió tras él, diciéndole que se detuviera, que regresara y convocara al Senado. Pero ya era demasiado tarde. Dolabela y sus lictores huían, al igual que los senadores, los esclavos… y los Libertadores. Lo único que Trebonio podía hacer era tratar de atrapar a Antonio.

Dentro, el silencio era absoluto. Incapaz de contemplar lo que yacía a sus pies, la estatua de Pompeyo miraba por encima de la sala hacia las puertas abiertas, sus pupilas eran dos pequeños puntos frente a aquel cegador resplandor, porque el artista había elegido darles un intenso azul. César estaba acurrucado sobre el costado derecho, el rostro cubierto por un pliegue de la toga. La sangre por fin había dejado de fluir, pero formaba una pequeña cascada a un lado del estrado. De vez en cuando entraba un pájaro, aleteaba en vano en torno a los rosetones del techo hasta que la luz lo atraía de nuevo al exterior, a la libertad. Pasaron las horas, pero nadie se atrevió a entrar. César y Pompeyo no se movieron.


Ya bien entrada la tarde, el mayordomo de Calvino se presentó en el estudio de su señor, donde el inválido, muy recuperado, hablaba con Lucio César y Lucio Piso. Tras el mayordomo apareció el médico egipcio, Hapd'efan'e.

– ¡Otro reconocimiento no! -exclamó Calvino, que se encontraba ya tan bien que le molestaban las interrupciones médicas.

– No, domine. Le he pedido a Hapd'efan'e que estuviera presente por si acaso.

– ¿Por si acaso qué, Héctor?

– Un horrible rumor corre por la ciudad. -Héctor vaciló un momento y luego dejó caer la noticia sin más rodeos-. Todos dicen que César ha sido asesinado.

– ¡Por Júpiter! -exclamó Piso a la vez que Calvino se levantaba de un salto del triclinio.

– ¿Dónde? ¿Cómo? ¡Habla, habla! -ordenó Lucio César.

– Acuéstate, señor Calvino, acuéstate por favor -rogaba Hapd'efan'e a Calvino mientras Héctor contestaba a Lucio César.

– Al parecer nadie sabe nada con certeza, domine. Sólo que César ha muerto.

– Vuelve al triclinio, Calvino, y nada de protestas. Piso y yo iremos a investigar -dijo Lucio César a medio camino de la puerta.

– ¡Mantenedme informado! -dijo Calvino.

Mientras bajaba por la Escalinata Vestal de cinco en cinco peldaños seguido de cerca por Piso, Lucio César mascullaba:

– No puede ser, no puede ser.

Irrumpieron en la sala de recepción del pontífice máximo, y encontraron a Quinctilia y a Cornelia Médula paseando de un lado a otro. Calpurnia estaba sentada en un banco, exánime, y Junia la sujetaba. Cuando entraron los hombres todas las mujeres corrieron hacia ellos.

– ¿Dónde está? -preguntó Lucio César.

– Nadie lo sabe, augur jefe -respondió Quinctilia, una mujer gruesa y alegre, la superiora de las Vestales-. Es sólo que en el Foro todo el mundo dice que ha sido asesinado.

– ¿Ha vuelto a casa después de la sesión en la Curia Pompeya?

– No, no ha vuelto.

– ¿Ha venido alguien con autoridad?

– No, nadie.

– Piso, quédate aquí -ordenó Lucio César-. Yo me voy a la Curia Pompeya para ver si allí aún queda alguien.

– Llévate algunos lictores -aconsejó Piso.

– No, me bastará con Trogo y alguno de sus hijos.

Lucio, acompañado por Cayo julio Trogo y tres de sus hijos, atravesó el Velabrum, a ratos corriendo, a ratos trotando y a ratos caminando. Había corrillos de gentes por todas partes; algunas personas se retorcían las manos, algunas lloraban, pero cuando les preguntó ninguna sabía nada excepto que César había muerto, que César había sido asesinado. Lucio dejó atrás el Circus Flaminius, siguió hacia el teatro, entró en la columnata de los cien pilares. Llevándose una mano al costado al notar una punzada de dolor, Lucio se detuvo para recobrar el aliento. Allí no había nadie, pero se advertían muchos indicios de que un gran número de hombres había huido apresuradamente.

– Quédate aquí -dijo lacónicamente a Trogo, y a continuación subió la escalinata y entró en la Curia Pompeya.

Notó enseguida aquel olor, inconfundible para un soldado, el olor de la sangre coagulada. La silla de marfil estaba reducida a pedazos en el suelo de mármol blanco y púrpura; una mesa plegable había ido a parar a la grada inferior del lado derecho -lo habían atacado, pues, desde la izquierda-; y había pergaminos esparcidos alrededor, y un cuerpo tendido en el estrado curul vacío, absolutamente inmóvil. Al agacharse, Lucio comprobó que César llevaba muerto varias horas, pero apartó con delicadeza el pliegue de la toga que le cubría la cabeza y ahogó una exclamación. El lado izquierdo de la cara era una masa de sangre y carne, se veía brillar el hueso, y el ojo había quedado reducido a pulpa. ¡Oh, César!

– ¡Trogo! -gritó.

Trogo entró corriendo y se echó a llorar como un niño.

– ¡No hay tiempo para eso! Envía a dos de tus hijos al Foro Holitorio para que traigan una carretilla de mano. Deprisa. Ya llorarás después.

Oyó cómo se alejaban corriendo los dos jóvenes. Cuando Trogo y su otro hijo entraron en la sala, Lucio les indicó que se marcharan.

– Esperad fuera -dijo, y se dejó caer en el borde del estrado curul. Ahí contempló a su apreciado primo, tan quieto, en medio de semejante charco de sangre. Para haberse desangrado de aquel modo, la herida mortal debió de ser una de las últimas.

– ¡Oh, Cayo, que todo haya acabado así! ¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo puede seguir sin ti el mundo? Sería más fácil perder a nuestros dioses.

Las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro. Lloró por los años, los recuerdos, la dicha, el orgullo, la pérdida de aquel romano brillante e incomparable. Al lado de César, todos los demás eran insignificantes. Por eso lo habían matado, naturalmente.

Pero cuando Trogo entró para anunciar que la carretilla había llegado, Lucio César se puso en pie con los ojos secos.

– Traedla -ordenó.

Era una vieja carretilla de madera sin pintar, con dos ruedas, una plataforma plana y muy estrecha pero de longitud suficiente para acarrear un cuerpo, y con dos empuñaduras en un extremo para empujarla. Distraídamente Lucio retiró de ella unas hojas de árbol y un poco de tierra y se aseguró de que el rostro destrozado estaba cubierto.

– Muchachos, cogedlo con cuidado y colocadlo en la carretilla.

El cadáver aún no estaba rígido. Tendido de espaldas, un brazo se resistía a permanecer junto al costado e insistía en colgar de la carretilla. Lucio se despojó de la toga orlada de púrpura y la extendió sobre César, remetiéndola alrededor del cuerpo. Es mejor dejar que el brazo y la mano pendan al descubierto, pensó; revelarán al mundo cuál es la carga de la carretilla.

– Llevadlo a casa.


Trebonio corrió con frenesí tras Antonio gritándole que se calmara, que le ayudara a afrontar la situación, y convocara una sesión de la Cámara. Pero Antonio, capaz de moverse con la ligereza del viento pese a su envergadura, atravesó el Foro con sus lictores a toda velocidad y siguió adelante.

Furioso y frustrado, Trebonio renunció a atraparlo. Esforzándose por recobrar la serenidad, ordenó a su esclavo que regresara a la Curia

Pompeya y averiguara qué ocurría allí; luego debía ir a informarle a Casa de Cicerón. Hecho esto ascendió al Palatino y preguntó por Cicerón.

No estaba en casa, pero se esperaba su regreso en cualquier momento. Trebonio se sentó en el atrio, aceptó vino y agua del mayordomo y se dispuso a aguardar. El esclavo llegó primero, para informarle de que la Curia Pompeya estaba vacía y los Libertadores habían huido en masa para buscar asilo en el templo de Júpiter óptimo Máximo.

Estupefacto, Trebonio, apoyó la cabeza en las manos e intentó adivinar qué había salido mal. ¿Por qué habían buscado asilo cuando debían estar en la tribuna proclamando su acción?

– Mi querido Trebonio, ¿qué ocurre? -exclamó la sonora voz de Cicerón poco después, alarmado al ver a Cayo Trebonio con la cabeza entre las manos. Había estado asesorando a la esposa de Quinto, Pomponia, en cuestiones de derecho matrimonial, y no había oído los rumores.

– En privado -dijo Trebonio, poniéndose en pie.

– ¿Y bien? -preguntó Cicerón, apresurándose a cerrar la puerta.

– Un grupo de senadores ha matado a César en la Curia Pompeya hace cuatro horas -comunicó Trebonio con calma-. Yo no era uno de ellos, pero estaba al mando de la operación.

El rostro envejecido y arrugado de Cicerón se iluminó como el faro de Alejandría. Lanzó gritos de júbilo, batió las palmas en un desenfrenado aplauso y por último estrechó con entusiasmo la mano de Trebonio.

– ¡Trebonio, qué magnífica noticia! ¿Dónde están? ¿En la tribuna del Foro Romano? ¿Siguen hablando en la Curia Pompeya?

Trebonio retiró la mano.

– ¡Ojalá! -gruñó con ira-. ¡No, no están en la Curia Pompeya! No, no están en la tribuna del Foro. Primero el imbécil de Antonio se ha dejado llevar por el pánico y se ha ido a toda prisa a las Carinas, imagino, ya que desde luego no se ha detenido en el Foro. Se suponía que debía encabezar la campaña para ensalzar la eliminación de César, no escabullirse como si las Furias lo persiguieran.

– ¿Antonio formaba parte de la conspiración? -preguntó Cicerón con incredulidad.

Recordando con quién hablaba, Trebonio intentó como mínimo enmendar el desliz.

– ¡No, no, claro que no! Pero me constaba que no sentía mucho aprecio por César, de modo que se me ocurrió hablar con él para convencerlo de que quitara importancia a la muerte cuando se consumara, eso es todo. Viendo que no paraba de correr, he venido a buscarte, como en todo caso planeaba hacer, pensando que nos darías tu apoyo.

– Con mucho gusto, con mucho gusto.

– ¡Ahora ya es tarde! -exclamó Trebonio con desesperación-. ¿Sabes qué han hecho? Se han dejado dominar por el pánico. Por el pánico. Hombres como Décimo Bruto y Tirio Cimbro presas del pánico. Mi fiable banda de tiranicidas ha salido a toda prisa de la Curia Pompeya y ha escapado al templo de Júpiter Óptimo Máximo, donde se refugian como perros apaleados. Dejando que cuatrocientos pedarii corrieran en todas direcciones gritando que César estaba muerto, que había sido asesinado, después de lo cual habrán ido a encerrarse en sus casas. La gente corriente está en el Foro, y no hay nadie con autoridad que les explique nada.

– ¿Décimo Bruto? No, él nunca se dejaría llevar por el pánico -susurró Cicerón.

– Te lo aseguro, se han dejado vencer por el pánico. Todos. Casio, Galba, Estayo Murco, Basilo, Quinto Ligario…, hay veintidós hombres en el Capitolio rogando a la estatua de Júpiter muertos de miedo. Todo ha sido en balde, Cicerón -dijo Trebonio con tono lúgubre-. Pensaba que inducirlos a cometer el asesinato sería la parte difícil; no se me había ocurrido siquiera que después podía suceder esto. El pánico. El plan se ha ido a pique; ahora nadie puede salvar nuestra posición. Han cometido el asesinato, sí, pero no han sabido mantener el terreno. ¡Necios, necios! -Trebonio gimió.

Cicerón cuadró los hombros y le dio una palmada a Trebonio.

– Quizá no sea demasiado tarde-dijo enérgicamente-. Iré inmediatamente al Capitolio, pero te recomiendo que reúnas a unos cuantos de los gladiadores de Décimo Bruto. Están en Roma por los juegos funerarios de algún antepasado, o al menos eso me contó él el otro día. Con este asunto entre manos, quizá los trajera como guardaespaldas para después. -Tendió una mano a Trebonio-. ¡Vamos, amigo mío, anímate! Ve y proporciónales cierta protección a esos veintidós hombres, y yo los guiaré hasta la tribuna del Foro. -Volvió a lanzar un grito de júbilo y se echó a reír-. César ha muerto. ¡Qué regalo para la libertad! Hay que ensalzarlos, hay que elogiarlos a los cuatro vientos.


A última hora de la tarde Cicerón entró en el templo de Júpiter Óptimo Máximo, seguido por su apreciado liberto Tiro.

– ¡Enhorabuena! -clamó-. ¡Compañeros del Senado, qué proeza! ¡Qué victoria para la República!

Aquella potente voz los sobresaltó, y chillando, corrieron a refugiarse en todos los rincones de la cella. Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, Cicerón fue mirándolos con asombro. ¿Marco Bruto? ¡Por todos los dioses! ¿Cómo habían conseguido convencerlo para que se metiera en aquello? ¡Pero qué aterrorizados estaban todos! Matar a César los había acobardado por completo, incluso a Casio, incluso a Décimo Bruto, incluso al temerario Minucio Basilo.

Así que se dispuso a aplacar su pánico mediante la palabra, y descubrió que ningún argumento podía persuadirlos de que salieran del templo y hablaran en la tribuna del Foro. Finalmente mandó a Tiro a comprar vino, y cuando llegó, lo repartió en los toscos vasos de barro que el vendedor le había proporcionado. Los observó beberlo con tal avidez que enseguida se terminó.

Cuando Trebonio entró, Cicerón todavía intentaba levantarles el ánimo.

– Los gladiadores están fuera -dijo Trebonio lacónicamente, y luego dejó escapar un resoplido de disgusto-. Como temía, Antonio ha corrido a su casa y se ha encerrado allí a cal y canto. Lo mismo han hecho Dolabela y todos los miembros del Senado que están al corriente. -Se volvió hacia los Libertadores con exasperación e ira. Preguntó-: ¿Por qué os habéis dejado llevar por el pánico? ¿Por qué no estáis en el Foro? La gente se amontona como moscas alrededor de un animal muerto, pero no hay nadie para informarles de lo ocurrido.

¡Tenía un aspecto tan horrible! -gimoteó Bruto, meciéndose de atrás a adelante-. ¿Cómo podía estar muerto alguien tan vivo? ¡Horrible, horrible!

– Ven -dijo Cicerón de pronto, obligando a Bruto a levantarse. Acto seguido se acercó a donde estaba Casio sentado con la cabeza entre las rodillas y también tiró de él-. Iremos los tres a la tribuna del Foro, y no admito discusión. Alguien debe hablar al pueblo, y puesto que no están ni Antonio ni Dolabela, vuestras caras son las más conocidas. ¡Adelante! ¡Vamos, adelante!

Tomando a Casio y a Bruto de la mano, Cicerón los llevó a rastras fuera del templo, y luego por el Clivus Capitolinus abajo hasta la tribuna. En el Foro se había congregado una multitud no muy numerosa; tenía una actitud dócil y parecía desconcertada, sin rumbo. Observando a la gente, Bruto recobró compostura suficiente para comprender que Cicerón tenía razón, que algo debía decirse. Con el gorro de la libertad sobre el cabello oscuro y rizado, y sin toga, se colocó al borde de la tribuna.

– Conciudadanos de Roma-dijo con voz débil-, es cierto que César ha muerto. Para cuantos amamos la libertad era inadmisible que siguiera con vida. Así que algunos de nosotros, incluido yo, hemos decidido liberar a Roma de la tiranía dictatorial de César. -Alzó el puñal con la mano ensangrentada, cuyo vendaje improvisado hacía resaltar más aún el color rojo.

Se oyeron gemidos entre la multitud, que aumentaba por momentos a medida que corría la voz de que alguien hablaba desde la tribuna; sin embargo nadie se movía, nadie daba muestras de ira.

– César no podía despojar de sus tierras a hombres que las han poseído desde hace siglos sólo para establecer a sus veteranos en Italia -prosiguió Bruto-. Nosotros, los Libertadores, que hemos matado al dictador César, el rey de Roma, comprendemos que los soldados de Roma deben tener tierras donde retirarse, y amamos a los soldados de Roma tanto como César, pero amamos también a los hacendados de Roma, y ¿qué íbamos a hacer?, os pregunto. César se mostró muy partidista, así que debía desaparecer. Roma no se reduce a sus veteranos, aunque nosotros, que hemos liberado a Roma de César, amamos a los veteranos de Roma.

Siguió divagando sobre los soldados veteranos y sus tierras, asunto que significaba muy poco para aquella muchedumbre urbana, y no dijo prácticamente nada sobre por qué o cómo había muerto César. Ninguno de los que intentaron descifrar las palabras de Bruto entendió con claridad quiénes eran aquellos Libertadores, o a quién habían liberado de qué. Cicerón escuchaba a Bruto con desaliento. No podía hablar hasta que éste terminara, pero cuanto más se alargaba Bruto, menos deseaba hablar él. Por su mente desfilaban expresiones como «cometer un suicidio verbal». El problema residía en que aquél no era su medio idóneo; él necesitaba la resonancia de una buena sala para que su voz reverberase, y necesitaba mirar a rostros inteligentes, no a las masas.

Agotado, Bruto se interrumpió de repente. La multitud permaneció inmóvil y muda.

Un grito rompió el silencio. Procedía del Velabrum, y lo siguió otro, más cercano, desde las sombras que la basílica Julia proyectaba sobre el Vicus lugarius. Luego otro grito y otro más. En la tribuna, Bruto vio lo que se acercaba a través del pasillo que se abría entre la muchedumbre: una carretilla de verdulero empujada por dos jóvenes altos y fuertes de aspecto galo. En ella yacía algo cubierto con una toga orlada de púrpura, y a un lado de la carretilla colgaba una mano flácida, blanca como la leche. Tras los dos galos que llevaban esta carga iban otros dos hombres, y detrás de ellos, Lucio César en túnica.

Bruto empezó a gritar, un horrible sonido lleno de horror y dolor. Antes de que Cicerón pudiera contenerlo se echó a correr, junto con Casio. Saltaron de la tribuna y huyeron de nuevo cuesta arriba por el Capitolio hacia el templo. Sin saber qué hacer, Cicerón fue tras ellos.

Al llegar a la cella, Bruto aulló:

– ¡Está en el Foro! ¡Está muerto, está muerto, está muerto, está muerto!

A continuación se desplomó y empezó a llorar como un demente. En estado no mucho mejor, Casio se arrastró hasta un rincón y sollozó. Al cabo de un momento ambos lloraban y gemían.

– Me rindo -dijo Cicerón a Trebonio, que parecía agotado-. Voy a buscarles comida y un vino aceptable. Tú quédate aquí, Trebonio. Tarde o temprano recobrarán el juicio, pero no antes de mañana, me temo. Mandaré también unas mantas. Aquí hace frío. -En la puerta ladeó la cabeza y miró a Trebonio con pesar-. ¿Oyes eso? Manifestaciones de dolor, no de júbilo. Da la impresión de que la gente del Foro prefería a César antes que la libertad.


Primero llevaron a César al baño del pontífice máximo. Hapd'efan'e, que había vuelto de casa de Calvino, mantuvo su serenidad de médico y retiró la toga hecha jirones y la túnica; ningún togado llevaba taparrabos. Mientras Trogo le quitaba de los pies los altos coturnos rojos de los reyes albanos, Hapd'efan'e empezó a lavar la sangre, bajo la mirada de Lucio César. Era un hombre bien constituido, César, aun a sus cincuenta y cinco años, con la piel siempre blanca donde el sol no la había curtido, pero ahora blanquísima, porque había perdido toda la sangre.

– Veintitrés heridas -dijo Hapd'efan'e-, pero si hubiera recibido atención inmediata, ninguna habría sido mortal excepto ésta -señaló el golpe administrado más profesionalmente, una herida no muy grande, pero justo en el corazón-. Murió en cuanto recibió este golpe. No necesito abrir el pecho para saber que la hoja penetró en el corazón. Dos de sus agresores actuaron por motivos muy personales: aquí -señaló la cara- y aquí -señaló los genitales-. Lo conocían mucho mejor que los otros. Su belleza y su virilidad los ofendía.

– ¿Puedes arreglarlo lo suficiente para que podamos mostrar el cuerpo? -dijo Lucio, preguntándose qué dos hombres odiaban a César de una manera tan personal, porque aún ignoraba quiénes eran los desconocidos.

– Soy experto en momificación, mi señor Lucio. Sé que ésta no es una práctica necesaria para un pueblo que incinera a sus muertos, pero incluso su rostro quedará entero cuando haya acabado-dijo Hapd'efan'e. Titubeó. Miró afligido a Lucio con sus ojos de azabache-. La faraona… ¿lo sabe?

– ¡Por Júpiter! Probablemente no -dijo Lucio, y dejó escapar un suspiro-. Sí, Hapd'efan'e, iré a verla ahora mismo. César hubiera querido que lo hiciera.

– Sus pobres mujeres. -Hapd'efan'e suspiró a su vez, y siguió trabajando.


Así que Lucio César, envuelto en una de las togas de su primo, se fue a ver a Cleopatra acompañado por dos de los afligidos hijos de Trogo. No se molestó en cruzar el río en barca; fue por el Pons Aemilius y la Via Aurelia, agradeciendo la soledad del largo paseo. Cayo, Cayo, Cayo… estabas cansado, muy cansado. Veía caer sobre ti el cansancio como una densa bruma, poco a poco, ya desde que te obligaron a cruzar el Rubicón. No era eso lo que tú querías. Tú solo querías lo que te correspondía. Quienes te lo negaron eran hombres insignificantes, mezquinos, sin el menor sentido común. Los dominaban las emociones, no el intelecto. Por eso no te comprendían. Un hombre con tu capacidad para la objetividad es un continuo reproche a la estupidez irracional. ¡Pero te echaré de menos!

De algún modo Cleopatra se había enterado. Los recibió vestida de negro.

– César ha muerto -dijo ella con serenidad, con la barbilla en alto y sin una sola lágrima en aquellos extraordinarios ojos.

– ¿Incluso hasta aquí ha llegado el rumor?

– No. Pu'en-re lo ha adivinado al esparcir la arena y filtrarla. Ha hecho el vaticinio cuando hemos encontrado a Amón-Ra vuelto en su pedestal hacia el oeste y a Osiris roto en pedazos en el suelo.

– Un temblor de tierra en este lado del río. En la ciudad no ha habido ninguno, que yo sepa -dijo Lucio.

– Los dioses mueven la tierra cuando mueren, Lucio. Lloro por él en mi cuerpo, pero no en mi alma, porque no está muerto. Ha ido al Oeste, de donde vino. César será un dios, incluso en Roma. Pu'en-re lo ha visto en la arena, ha visto su templo en el Foro. Divus Julius. Ha sido asesinado, ¿verdad? -preguntó.

– Sí, por hombres insignificantes que no soportaban estar a. su sombra.

– Porque pensaban que quería ser rey. Pero no lo conocían. Una acción horrible, Lucio. A causa de este asesinato, el mundo entero tomará un rumbo distinto de ahora en adelante. Una cosa es asesinar a un hombre y otra muy distinta asesinar a un dios en la tierra. Pagarán por su crimen, pero todos los pueblos del mundo pagarán aún más. Han obstaculizado la voluntad de Amón-Ra, que es Júpiter óptimo Máximo y Zeus. Han jugado al juego de los dioses.

– ¿Cómo se lo dirás a su hijo?

– Con toda claridad. Es un faraón. En cuanto vuelva a Egipto, depondré a mi hermano, que es un chacal, y elevaré a Cesarión al trono junto a mí. Algún día heredará el mundo de César.

– Pero no puede ser el heredero de César -dijo Lucio con delicadeza.

Abriendo mucho sus ojos amarillos, ella lo miró con desdén.

– El heredero de César debe ser romano, ya lo sé, pero es Cesarion quien lleva la sangre de César, y quien heredará todo lo que César fue.

– No puedo quedarme -dijo Lucio-, pero te recomiendo que te marches a Egipto cuanto antes. Los hombres que han matado a César aún podrían estar sedientos de sangre.

– Sí, es mi intención marcharme. ¿Qué me queda aquí? -Le brillaron los ojos, pero no derramó ninguna lágrima-. No he tenido ocasión de despedirme de él.

– Tampoco nosotros. Si necesitas algo, acude a mí.

Cleopatra lo dejó ir en la fría noche y mandó con él a unos esclavos con antorchas de reserva; las antorchas estaban impregnadas del excelente asfalto de Palus Asfaltites en Judea, pero no duraban mucho. Del mismo modo que ninguna vida duraba mucho. Sólo los dioses vivían eternamente, e incluso ellos podían ser olvidados.

¡Qué serena está!, pensó Lucio. Quizá los soberanos sean distintos de otros hombres y mujeres. César era distinto, y era un soberano por naturaleza. La diadema no cuenta, cuenta el espíritu.

En el Pons Aemilius se encontró con el amigo más antiguo de César, el caballero Cayo Matio, cuya familia había ocupado el otro apartamento de la planta baja en la ínsula de Aurelia en Subura.

Se abrazaron y lloraron.

– ¿Aún no sabes quién ha sido, Matio? -preguntó Lucio, enjugándose los ojos y rodeando los hombros de Matio con el brazo mientras seguían caminando.

– He oído algunos nombres, y por eso Piso me envía a verte. Marco Bruto, Cayo Casio… y dos de sus propios mariscales galos, Décimo Bruto y Cayo Trebonio. ¡Bah! Se lo debían todo a él, y así se lo han agradecido.

– La envidia es el peor vicio de todos.

– La idea fue de Trebonio -prosiguió Matio-, pero no fue él quien dio el golpe. Su trabajo consistía en mantener a Antonio fuera de la Cámara mientras los demás cometían el asesinato. Dentro no había lictores. Era un plan muy astuto, pero después ha fallado. Se han dejado llevar por el pánico y han ido a esconderse al templo de Júpiter Óptimo Máximo.

Lucio notó una sensación de frío cada vez mayor en la boca del estómago.

– ¿Formaba Antonio parte de la conspiración?

– Unos dicen que sí, otros dicen que no, pero Lucio Piso no lo cree, como tampoco Filipo. No hay razón real para suponerlo, Lucio, si Trebonio se ha visto obligado a quedarse fuera para entretenerlo. Matio sollozó y rompió a llorar otra vez-. Lucio, ¿qué vamos a hacer? Si César, con su talento, no encontró un camino para salir de esta situación, ¿quién queda para intentarlo? ¡Estamos perdidos!


Servilia había tenido un día especialmente irritante, entre Tertula, que seguía encontrándose mal, y la partera tusculana local, que había desaconsejado el agitado viaje de regreso a la sucia y malsana ciudad; Tertula estaba segura de que abortaría. Así que Servilia viajó sola, y llegó a Roma después de anochecer.

Al pasar de largo ante el portero, ni siquiera se dio cuenta de que éste tenía ya los labios separados para darle un mensaje. Desfiló con sus cortas piernas por el lado de las mujeres de la columnata, sintiéndose ofendida por las voces jubilosas que llegaban de las tres habitaciones situadas en el lado opuesto, donde vivían aquellos filósofos, unos parásitos inútiles, y que sin duda estaban otra vez borrachos. Si de ella dependiera, estarían en lo alto del vertedero cercano a las fosas de cal del Ager. O mejor aún colgando de tres cruces entre los rosales del peristilo.

Seguida a la carrera por su doncella, entró en sus propios aposentos y echó al suelo su voluminoso hatillo; consciente de que tenía la vejiga a punto de reventar, dudó si volver a la letrina para vaciarla, pero finalmente se encogió de hombros y siguió adelante hacia el pasillo que comunicaba el comedor con el estudio de Bruto para buscar a su hijo. Los candiles estaban todos encendidos. Epafrodito fue a recibirla, retorciéndose las manos.

– ¡No me digas! -exclamó ella con malhumor-. ¿Qué ha hecho ahora esa dichosa muchacha?

– Esta mañana pensábamos que estaba muerte, domina, y hemos enviado a buscar al señor a la Curia Pompeya, pero él tenía razón. Ha dicho que era un desmayo, y eso era.

– ¿Así que ha pasado todo el día sentado junto a su cama en lugar de ir a la Cámara?

– Todo lo contrario, domina. Ha mandado un mensaje con el criado diciéndonos que era sólo un desmayo, y no ha vuelto a casa. -Epafrodito rompió a llorar ruidosamente-. ¡Oh, y ahora no puede venir a casa! -se lamentó.

– ¿Cómo que no puede venir a casa?

– No puede porque César está muerto -gritó Porcia, que apareció de pronto-, y mi Bruto…, mi Bruto… lo ha matado.

Servilia quedó paralizada a causa de la conmoción. Permaneció inmóvil notando cómo el chorro de orina descendía entre sus piernas, con los ojos fuera de las órbitas, sin respiración.

– César está muerto -repitió Porcia-. Mi padre ha sido vengado. Tu amante ha muerto porque tu hijo lo ha matado. Y yo induje a Bruto a hacerlo…, yo lo induje.

Recuperada la capacidad de movimiento, Servilia se abalanzó sobre Porcia y le golpeó con el puño. Porcia se desplomó, y Servilia la agarró por el pelo con las dos manos, la arrastró hasta el charco de orina, y le restregó la cara en él hasta que ella volvió en sí, tosiendo.

Meretrix mascula! Femina mentula! ¡Mugrienta y miserable verpa!

Porcia se levantó y atacó a Servilia con uñas y dientes. Las dos, entrelazadas en colérico y silencioso combate, se balanceaban mientras Epafrodito pedía ayuda a gritos. Hicieron falta seis hombres para separarlas.

– ¡Encerradla en su habitación! -ordenó Servilia jadeando, muy complacida porque ella había salido ganando. Porcia sangraba y estaba cubierta de arañazos y mordiscos, con la ropa hecha jirones-. ¡Vamos, obedeced! Obedeced o haré que os crucifiquen.

Los tres filósofos habían salido de sus habitaciones, pero ninguno se atrevió a acercarse, y ninguno protestó mientras se llevaban a Porcia a rastras a su habitación y la encerraban dentro bajo llave.

– ¿Qué miráis? -preguntó a los filósofos la señora de la casa-. ¿Acaso estáis deseando colgar de una cruz, sanguijuelas empapadas en vino?

Los tres volvieron de inmediato a sus aposentos. Epafrodito, en cambio, permaneció donde estaba: cuando Servilia entraba en aquellos estados, era mejor procurar que se le pasara.

– ¿Es verdad lo que ha dicho, Dito?

– Eso me temo, domina. El señor Bruto y los otros han solicitado asilo en el templo de Júpiter óptimo Máximo.

– ¿Los otros?

– Eran unos cuantos, parece. Cayo Casio es también un asesino.

Ella se tambaleó y se agarró al mayordomo.

– Ayúdame a llegar a mi habitación, y haz que limpien esto. Tenme informada, Dito.

– Sí, domina. ¿Y qué hacemos con la señora Porcia?

– Que se quede donde está. Sin comida ni bebida. ¡Que se pudra!

Una vez que hubo salido la doncella, Servilia cerró de un portazo, y se dejó caer en un triclínio, llena de dolor. ¿César, muerto? No, no podía ser. Pero así era. Catón, Catón, Catón, ¡ojalá tengas que empujar rocas en el Tártaro por toda la eternidad! Eres tú el único culpable. Eres tú quien lo ha ensuciado todo, tú quien metió a Bruto en la cabeza la idea de casarse con ella, tú y la mentula que te engendró sois quienes habéis arruinado mi vida. ¡César, César! ¡Cuánto te he amado! Siempre te amaré, no puedo apartarte de mi mente.

Se recostó y cerró los ojos, soñando primero cómo mataría a Porcia… ¡Ése sería un gran día! Luego, abriendo los ojos, con una mirada negra y feroz, se concentró en un problema mucho más importante. cómo salvar a Bruto de aquella delirante catástrofe, cómo asegurarse de que la familia Servilio Cepio y la familia junio Bruto salían de aquel desastre con la fortuna y la reputación intactas. César había muerto, pero la ruina de la familia no haría que él volviera a su lado.


– Hace dos horas que ha anochecido -dijo Antonio a Fulvia-. Ahora ya no habrá peligro.

– ¿Peligro de qué? -preguntó Fulvia, cuyos ojos de un azul violáceo se nublaron en la penumbra-. Marco, ¿qué vas a hacer?

– Voy a ir a la Domus Publica.

– ¿Por qué?

– Para comprobar con mis propios ojos que realmente ha muerto.

– ¡Claro que ha muerto! Si no fuera así, alguien habría venido a decírtelo. Quédate, por favor. No me dejes sola.

– No te pasará nada.

Y se fue, con una capa de invierno sobre los hombros.

Un selecto barrio de grandes mansiones, las Carinas eran una estribación del monte Esquilino que descendía hasta el Foro, separada de los humeantes baños públicos por varios santuarios y por un robledal. Así pues, Antonio no tenía que recorrer una gran distancia. Los faroles parpadeaban a lo largo de la Sacra Vía hasta el Foro. La calle estaba atiborrada de peatones que se dirigían hacia el centro de Roma para esperar noticias sobre César. Embozado, Antonio se mezcló con la multitud y siguió adelante. Algunos iban a la parte baja del Foro, pero la zona que rodeaba la Domus Publica estaba abarrotada. Se vio obligado a abrirse paso entre la muchedumbre y aporrear la puerta de la residencia del pontífice de un modo menos discreto del previsto. Pero nadie hizo ademán de impedírselo. La mayoría de la gente lloraba desconsoladamente, y todos eran romanos corrientes. Ningún senador aguardaba frente a la casa de César.

Al verlo, Trogo abrió la puerta sólo lo suficiente para dejarlo entrar y cerró rápidamente. Lucio Piso estaba detrás de él, con una adusta expresión en su moreno rostro.

– ¿Está aquí? -preguntó Antonio, lanzando la capa a Trogo.

– Sí, en el templo -dijo Piso-. Ven.

– ¿Y Calpurnia?

– Mi hija se ha acostado. Ese extraño individuo egipcio le ha preparado una poción para dormir.

El templo se hallaba entre las dos alas de la Domus Publica, era una amplia sala sin un solo ídolo, ya que pertenecía a los numina de Roma; los sombríos dioses sin cara ni forma humana cuya existencia se remontaba a muchos siglos antes de que aparecieran las ideas griegas, y que seguían siendo el verdadero núcleo de la veneración romana; eran las fuerzas que regían las funciones, las acciones, y cosas tales como las despensas, los graneros, los pozos, los cruces de caminos… La sala estaba muy iluminada con candelabros, abiertas sus grandes puertas de bronce en ambos extremos; la una daba a la columnata que rodeaba el peristilo y la otra daba al misterioso vestíbulo de los reyes con sus dos amygdalae y sus tres caminos de mosaicos en pendiente que llevaban a otra puerta de dos hojas. A ambos lados de la sala se alzaban las imagines de las Vestales superiores desde los tiempos de la primera Emilia; llevaban realistas máscaras de cera y se exhibían en el interior de templos en miniatura, cada uno posado sobre un costoso pedestal.

César estaba sentado en un féretro negro justo en el centro, y parecía dormido. Solo Hapd'efan'e sabía que el lado superior izquierdo de la cara era cera cuidadosamente teñida sobre un fondo de gasa. El dictador tenía los ojos y la boca cerrados. Más afectado y temeroso de lo que esperaba, Antonio se acercó lentamente al féretro y contempló aquel semblante dormido. César vestía la toga y la túnica de colores carmesí y púrpura del pontífice máximo, y una corona de hojas de roble ceñía su cabeza. El único anillo que había llevado en vida era su sello, pero había desaparecido; tenía los largos dedos cruzados sobre el regazo, con las uñas cortadas y limadas.

De pronto Antonio no pudo resistir más aquella visión. Se dio media vuelta y salió de la celta en dirección al estudio de César, seguido por Piso.

– ¿Hay dinero aquí? -preguntó Antonio de repente. Piso lo miró inexpresivo.

– ¿Cómo voy a saberlo? -dijo.

– Calpurnia sí debe de saberlo. Despiértala.

– ¿Cómo dices?

– ¡Despierta a Calpurnia! Ella sabrá dónde guardaba el dinero. Mientras hablaba, Antonio abrió un cajón de la mesa y empezó a revolver el interior.

– ¡Antonio, detente!

– Soy el heredero de César, así que será mío en todo caso. ¿Qué más da si cojo ahora un poco o me lo llevo más tarde? Estoy sin blanca, y he de encontrar dinero suficiente para satisfacer a los prestamistas mañana.

Cuando se enojaba, Piso ofrecía un aspecto aterrador. Su rostro tenía por naturaleza un aire de villanía, y cuando enseñaba los dientes podridos y rotos, parecían colmillos. Fuera de sí, agarró la mano de Antonio, se la sacó del cajón y lo cerró violentamente.

– ¡He dicho que te detengas! Y no pienso despertar a mi pobre hija.

– Soy el heredero de César, ya te lo he dicho.

– Yo soy el albacea de César no tocarás nada, ni te llevarás nada ni harás nada hasta que vea el testamento de César -declaró Piso.

– Muy bien, eso tiene fácil solución.

Antonio se dirigió al templo, donde Quinctilia, la vestal superior, se había instalado en una silla para velar a César.

– ¡Tú! -bramó él, haciéndola levantarse de un tirón-. Ve a traer el testamento de César.

– Pero…

– He dicho que traigas el testamento de César… ahora mismo.

– ¡No te atrevas a perturbar la suerte de Roma! -gruñó Piso.

– Sólo será un momento -balbuceó Quinctilia, asustada.

– Entonces no pierdas el tiempo. Búscalo y tráelo al estudio de César. ¡Muévete, cerda estúpida!

– ¡Antonio! -rugió Piso.

– Está muerto, ¿qué más le da? -dijo Antonio, señalando con la mano el cadáver de César-. ¿Dónde está su sello?

– En mi poder -susurró Piso, demasiado furioso para levantar la voz.

– ¡Dámelo! Soy su heredero.

– No hasta que yo lo vea con mis propios ojos.

– César debía de tener certificados de propiedad, escrituras, toda clase de documentos -dijo Antonio, revolviendo en los casilleros del estudio.

– Sí, pero no aquí, necio avaricioso e impío. Lo dejaba todo en manos de sus banqueros. No era como Bruto, que tiene su propia cámara acorazada. -Piso se sentó rápidamente a la mesa para evitar que Antonio se acercara a ella. Fríamente, dijo-: Pido a los dioses que tengas una muerte lenta y horrible.

Quinctilia apareció con un pergamino en la mano, lacrado y sellado. Cuando Antonio fue a cogerlo, ella lo esquivó con sorprendente agilidad y se lo entregó a Piso, quien lo tomó y lo acercó a un candil para examinar el sello.

– Gracias, Quinctilia -dijo Piso-. Por favor, di a Cornelia y a Junia que vengan a actuar como testigos. Este ingrato insiste en que abra ahora el testamento.

Las tres vestales vestidas de blanco de la cabeza a los pies, el cabello coronado por siete aros de lana bajo el velo, se colocaron a un lado de la mesa mientras Piso rompía el sello y desplegaba el breve documento.

Buen lector, y ayudado por el punto que César siempre ponía sobre la inicial de una nueva palabra, Piso lo examinó rápidamente, ocultando el contenido a Antonio con el brazo. De pronto, echó atrás la cabeza y prorrumpió en carcajadas.

– ¿Qué? ¿Qué?

– No eres el heredero de César, Antonio. De hecho ni siquiera te menciona -consiguió decir Piso, buscando a tientas su pañuelo para secarse las lágrimas, medio de pena, medio de alegría-. ¡Bien hecho, César! ¡Bien hecho!

– No te creo. Dámelo.

– Antonio, hay tres vestales como testigos -advirtió Piso al entregárselo-. No intentes destruirlo.

Antonio cogió el documento con dedos trémulos y leyó sólo lo suficiente para ver un nombre siniestro; ni siquiera llegó a la cláusula de adopción.

– ¿Cayo Octavio? ¿Ese bobo afeminado? Es una broma. Eso, o César estaba loco cuando lo escribió; lo impugnaré.

– Inténtalo -dijo Piso, arrebatándole el testamento. Sonrió a las tres vestales, tan complacidas como él ante aquel maravilloso castigo-. Es irrecusable, Antonio, y tú lo sabes. Las siete octavas partes para Cayo Octavio; una octava parte a repartir entre…, ejem, Quinto Pedio, Lucio Pinario, Décimo Bruto… (éste quedará excluido porque es uno de los asesinos) y mi hija Calpurnia.

Piso se apoyó contra el escritorio y cerró los ojos mientras Antonio salía hecho una furia. César debía de tener como mínimo cincuenta mil talentos, pensó, todavía sonriendo. Una octava parte de eso son seis mil doscientos cincuenta talentos. Dejando de lado a Décimo Bruto, que no puede heredar a causa de su crimen, corresponden a Calpurnia algo más de dos mil talentos. Bien, bien, bien. Le ha resuelto la vida, como es propio de un marido decente. Yo no puedo tocar ese dinero… como mínimo sin el consentimiento de ella.

Al abrir los ojos descubrió que estaba solo. Las vestales sin duda se habían ido para seguir velando. Guardándose el testamento en la toga, Piso se levantó. ¡Dos mil talentos! Eso convertía a Calpurnia en una importante heredera. En cuanto acabara el periodo oficial de duelo de diez meses, la casaría con alguien lo bastante poderoso para ayudarlo con su hijo. ¿No se alegraría Rutilia?

Resultaba interesante, sin embargo, que César no hubiera incluido provisión alguna para un posible hijo de Calpurnia. Eso significa que sabía que no iba a nacer, y que si nacía, no sería de él. Estaba demasiado ocupado con Cleopatra al otro lado del río. Cayo Octavio iba a ser el hombre más rico de Roma.


Tras enterarse de la noticia del asesinato de César a su paso por Veii, no muy lejos al norte de Roma, Lepido llegó a casa de Antonio al amanecer. Pálido a causa de la conmoción y la fatiga, aceptó una jarra de vino y miró fijamente a Antonio.

– Yo me siento mal, pero tú pareces estar peor -dijo Lepido.

– Yo me siento peor de lo que parece.

– Es extraño. No pensaba que la muerte de César fuera a afectarte tanto, Antonio. Piensa en todo el dinero que vas a heredar.

Al oír esto, Antonio se echó a reír como un demente, y empezó a caminar de un lado a otro, dándose palmadas en los muslos y pateando el suelo con sus enormes pies.

– ¡No soy el heredero de César! -aulló.

Lepido lo miró boquiabierto.

– Es una broma.

– No, no es una broma -aseguró Antonio.

– Pero ¿a quién va a dejar su fortuna si no?

– Piensa en el candidato menos probable.

Lepido tragó saliva.

– ¿Cayo Octavio? -susurró.

– Cayo cunnus Octavio -confirmó Antonio-. Todo va a parar a manos de una muchacha con toga de hombre.

– ¡Por Júpiter!

Antonio se desplomó en una silla.

– Estaba tan convencido… -dijo.

– Pero ¿Cayo Octavio? No tiene sentido, Antonio. ¿Cuántos años tiene, dieciocho o diecinueve?

– Dieciocho. Está instalado ahora en Apolonia, al otro lado del Adriático. Me pregunto si César se lo dijo. En Hispania estaban muy unidos. No he leído todo el testamento, pero sin duda lo adoptó.

– Más importante es saber qué va a ocurrir ahora -dijo Lepido, inclinándose hacia él-. ¿No deberías hablar con Dolabela? Es el cónsul superior.

– Ya veremos -dijo Antonio sombríamente-. ¿Has traído soldados contigo?

– Sí, dos mil. Están en el Campo de Marte.

– Entonces lo primero es poner guarnición en el Foro.

– Estoy de acuerdo -dijo Lepido, y en ese preciso instante entró Dolabela.

Pax, pax! -exclamó Dolabela, alzando las manos con las palmas abiertas-. He venido a decir que, en mi opinión, tú deberías ser el cónsul superior ahora que César ha muerto, Antonio. Esta conmoción lo cambia todo. Si no presentamos un frente unido, sólo los dioses saben qué podría ocurrir.

– Ésa es la primera buena noticia que oigo.

– ¡Vamos, eres el heredero de César!

Quintaces! -gruñó Antonio, irritado.

– No es el heredero de César -explicó Lepido-. Lo es Cayo Octavio. Ya sabes, el sobrino nieto. El afeminado.

– ¡Por Júpiter! -dijo Dolabela-. ¿Qué vas a hacer?

– De momento quitarme de encima a los prestamistas con alguna evasiva y luego conseguir algo de dinero del Senado. Ahora que César ha muerto, su decreto sobre quién puede y quién no puede sacar dinero del Erario tendrá que abolirse. Estás de acuerdo, Dolabela, espero.

– Totalmente -contestó Dolabela con entusiasmo-. Yo también debo dinero.

– ¿Y yo qué? -preguntó Lepido con tono amenazador.

– Para empezar, serás pontífice máximo -dijo Antonio.

– Ah, eso le gustará a Junila. Puedo vender mi casa.

– ¿Qué vamos a hacer con los asesinos? -preguntó Dolabela-. ¿Sabemos ya cuántos son?

– Veintitrés si contamos a Trebonio -contestó Antonio.

– ¿Trebonio? Pero él…

– Se quedó fuera para evitar que yo entrara, y por tanto que entraras tú. En el interior no había lictores. Redujeron al viejo a carne picada. ¿Por qué no sabes nada de todo esto? Lepido viene de Veii, y sí lo sabe.

– Porque yo he estado encerrado en casa.

– Yo también, pero lo sé.

– Dejaos de discusiones -terció Lepido-. Conociendo a Cicerón, estoy seguro de que ya ha venido a verte. ¿Me equivoco?

– No te equivocas. Ahora es un hombre feliz. Quiere una amnistía para todos ellos -explicó Antonio.

– No y mil veces no -vociferó Dolabela-. No voy a permitir que el asesinato de César quede impune.

– Cálmate, Publio -dijo Lepido-. Piensa, hombre, piensa. Si no manejamos esto de la manera más pacífica posible, sin duda se desatará otra guerra civil, y eso es lo último que queremos. Tenemos que acabar cuanto antes con el funeral de César, lo cual implica convocar al Senado. Habrá que organizar una ceremonia oficial. ¿Has visto la muchedumbre del Foro? No están furiosos, pero su número aumenta por momentos. -Se puso en pie-. Vale más que vaya al Campo de Marte y despliegue a mis hombres. ¿Cuándo se reunirá el Senado? ¿Dónde?

– Mañana al amanecer, en el templo de Tellus -respondió Antonio-. No habrá peligro.

– ¡Pontífice máximo! -exclamó Lepido, complacido. Ya en la puerta, añadió-: ¿No es extraño? Cuando hablamos en Micena de las diversas maneras de morir, él dijo que le daba igual una u otra siempre y cuando fuera rápida. Me alegro de que su deseo se haya cumplido. ¿Os imagináis a César muriendo lentamente?

– Antes se habría arrojado sobre su espada -contestó Dolabela, malhumorado, y parpadeó para enjugarse las lágrimas-. Lo echaré de menos.

– Según me ha contado Cicerón, los «Libertadores», como se hacen llamar los asesinos por increíble que parezca, han perdido los nervios -dijo Antonio-. Por eso debemos tomárnoslo con calma. Cuanto más los persigamos, más podrían enfurecerse hombres como Décimo Bruto; él puede ponerse al frente de un ejército. Tranquilo, Dolabela, tranquilo.

– De momento -fue lo único que Dolabela estuvo dispuesto a prometer-. A la menor oportunidad, Antonio, lo pagarán.


A Cicerón le complacía todo excepto la patética intervención oratoria de los Libertadores. Dos veces había convencido a Bruto para que hablara ese día, la primera desde la tribuna de Foro, la segunda desde la escalinata del templo. ¡Un necio inútil y lastimero! Cuando no divagaba sobre las tierras de propietarios particulares cedidas a los veteranos, por más que él amara a los veteranos, mantenía que los Libertadores no habían violado el juramento de salvaguardar a César, porque esos juramentos no eran válidos. ¡Oh, Bruto, Bruto! Cicerón anhelaba intervenir, pero el instinto de supervivencia se imponía y le hacía guardar silencio. También, a decir verdad, sentía cierta decepción por no haber sido incluido antes en la conspiración. Si él hubiera estado al corriente, no se habría producido aquel caos, y la mayoría de la Primera Clase no estaría ahora encerrada en sus casas del Palatino por miedo a la revolución y al asesinato.

Lo que hizo fue dedicar mucho tiempo a hablar con Antonio, Dolabela y Lepido, induciéndolos con delicadeza a admitir que, al fin y al cabo, el asesinato del dictador César no era el peor crimen jamás cometido.

Cuando el Senado se reunió en el templo de Tellus en las Carinas, al amanecer del segundo día tras la muerte de César, los Libertadores no asistieron; seguían en el templo de Júpiter óptimo Máximo, negándose a salir. Estaban allí la mayoría de los demás senadores, pero no Lucio César ni Calvino ni Filipo. Tiberio Claudio Nerón abrió la sesión solicitando que se concediera a los Libertadores honores especiales por liberar a Roma de un tirano, lo cual provocó gritos de indignación entre los pedarii.

– Siéntate, Nerón; nadie ha pedido tu opinión -dijo Antonio, y acometió un discurso muy razonable y moderado en el que informaba a los padres conscriptos acerca de cómo soplarían en adelante los vientos romanos desde el estrado curul: el hecho se había consumado, no se podía dar marcha atrás, y sí, había sido un error, pero no, no había duda de que los hombres que mataron a César eran tan honorables como patrióticos. Lo más importante, insistió Antonio, era que el gobierno prosiguiera su trabajo teniéndole a él, el cónsul superior Marco Antonio, al frente. Algunos miraron con asombro a Dolabela, pero éste se limitó a asentir.

– Eso es lo que quiero, y en eso debo insistir-dijo Antonio con tono práctico-. No obstante, es esencial que la Cámara corrobore las leyes y decretos de César, incluidos aquellos pendientes de aprobación.

Muchos entendieron lo que pretendía: que siempre que necesitara hacer algo, Antonio lo presentaría como un proyecto de César que éste no había llevado a cabo antes de morir. ¡Cuánto deseó Cicerón rebatírselo! Pero no podía; tenía que convertir su discurso en un alegato en favor de los Libertadores, quienes habían obrado con buena intención y de manera honorable, y había que disculpar el exceso de celo que los había llevado a eliminar a César. La amnistía era vital. Su única alusión a las leyes y decretos de César no promulgados llegó al final, cuando afirmó que no consideraba prudente aceptar aquello que César aún no había planteado.

La asamblea se disolvió después de resolver que el gobierno debía continuar bajo los auspicios de Marco Antonio, Publio Cornelio Dolabela y los pretores; y con un senatus consultum según el cual los Libertadores, todos ellos patriotas, debían quedar impunes.

Desde el templo de Tellus, los magistrados superiores, junto con Allo Hirtio, Cicerón y atrás treinta personas, fueron al templo de Júpiter óptimo Máximo. Allí Antonio informó a los Libertadores, sucios y sin afeitar, que el Senado había decretado una amnistía general y se les eximía del castigo. Fue un alivio. Entonces todo el grupo subió a la tribuna del Foro y sus componentes se estrecharon las manos públicamente ante las miradas taciturnas de la multitud que observaba en silencio. Una multitud ni a favor ni en contra. Pasiva.

– Para consolidar nuestro pacto -dijo Antonio cuando abandonaba la tribuna-, propongo que cada uno de nosotros invite hoy a cenar a un Libertador. Casio, ¿serás mi convidado?

Lepido invitó a Bruto; Aulo Hirtio a Décimo Bruto; Cicerón a Trebonio, y así sucesivamente hasta que todos los Libertadores recibieron una invitación a cenar esa noche.

– ¡No me lo puedo creer! -exclamó Casio a Bruto mientras subían por la Escalera Vestal-. Estoy totalmente libre.

– Sí -dijo Bruto con aire ausente. Acababa de recordar que quizá Porcia hubiera muerto. Desde que se había separado del esclavo para entrar en la Curia Pompeya era la primera vez que se acordaba de ella. Pero, claro, estaba viva. Si hubiera muerto, Cicerón se lo habría dicho.

Servilia lo recibió poco más allá de la portería, allí plantada como debió de estarlo Clitemnestra después de matar a Agamenón. Sólo le faltaba el hacha. Una Clitemnestra, eso es mi madre.

– He encerrado bajo llave a tu esposa -le dijo a modo de saludo.

– ¡Madre, no puedes hacer eso! Ésta es mi casa -se quejó él.

– Ésta es mi casa, Bruto, y lo será hasta el día en que me muera. Ese monstruoso súcubo no es asunto mío, aunque sea mi nuera. Te indujo a asesinar a César.

– He liberado a Roma de un tirano -dijo él, deseando con toda su alma recibir, al menos por una vez, un halago de ella. Deseos vanos, Bruto, eso nunca ocurrirá-. El Senado ha decretado una amnistía para los Libertadores, así que aún soy pretor urbano. Todavía conservo mi riqueza y mis propiedades.

Servilia se echó a reír.

– ¿No irás a decirme que te has creído eso?

– Es un hecho, madre.

– El asesinato de César es un hecho, hijo mío. Los decretos senatoriales no valen siquiera el papel en que están escritos.


Décimo Bruto tenía tal caos en la cabeza que dudaba de su cordura. Eso significaba que estaba desquiciado. Que había sentido el pánico: ¡Pánico! ¡Él, Décimo junio Bruto, presa del pánico! Él, veterano de muchas batallas, de muchas situaciones con peligro de muerte, había contemplado el cadáver de César y se había dejado llevar por el pánico. Él, Décimo junio Bruto, había huido.

Ahora iba a cenar con otro veterano de la guerra de las Galias: el guerrero amanuense Aulo Hirtio, tan bueno con la pluma como con la espada, indiscutiblemente el seguidor más leal de César. Al año siguiente Hirtio sería cónsul con Vibio Pansa si se cumplía el dictado de César. Pero Hirtio es un campesino, un don nadie. Yo soy Junio Bruto, un Sempronio Tuditano. La lealtad es algo que me debo en primer lugar y ante todo a mí mismo. Y a Roma, naturalmente, de más está decirlo. Maté a César porque estaba arruinando la Roma de mis antepasados, creando una Roma que ninguno de nosotros quería. ¡Décimo, deja de engañarte! ¡Estás volviéndote loco! Mataste a César porque era tan superior a ti que te diste cuenta de que la única manera de que los hombres llegaran a recordar tu nombre era matándolo. Ésa es la verdad. Saldrás en los libros de historia gracias a César.

Le fue difícil mirar a Hirtio a los ojos, de un color indefinido entre gris, azul y verde, de expresión tranquila pero severa; la severidad era lo que predominaba, pero Hirtio le tendió la mano cordialmente y lo hizo pasar a su acogedora casa, comprada, como la de Décimo, con la parte del botín de la Galia Trasalpina. Cenaron solos, un gran alivio para Décimo, que temía la presencia de otros.

Finalmente, una vez retirado el último plato y desaparecidos los criados, quedando sólo el agua y el vino, Hirtio se volvió en su lado del triclinio para ver a Décimo con mayor comodidad.

– Os habéis metido en un buen lío -dijo mientras servía vino sin aguar.

– ¿Por qué dices eso, Aulo? Los Libertadores hemos sido amnistiados. Las cosas seguirán como siempre.

– Me temo que no. Se han puesto en marcha cosas que no pueden seguir igual porque no existían. Son completamente nuevas. Sobresaltado, Décimo derramó un poco de vino. -No te entiendo.

– Acompáñame y te lo enseñaré.

Hirtio bajó los pies del triclinio y los enfundó en unas zapatillas sin talón.

Perplejo, Décimo lo siguió. Atravesaron el atrio y salieron a la galería, que tenía una excelente vista de la parte baja del Foro. El sol aún no se había puesto y se veía claramente la muchedumbre. Hasta donde llegaba la vista, masas y masas de gente, allí de pie, casi sin moverse, casi sin hablar.

– ¿Y? -preguntó Décimo.

– Hay allí muchas mujeres, pero mira a los hombres. Míralos con atención. ¿Qué ves?

– Hombres -contestó Décimo, cada vez más perplejo.

– Décimo, ¿de verdad ha pasado tanto tiempo? ¡Míralos! La mitad de los hombres de esa multitud son soldados viejos, los antiguos soldados de César. Viejos como soldados, si bien no por su edad. Tienen veinticinco, treinta, treinta y cinco años, pero no más. Viejos y sin embargo aún jóvenes. Por toda Italia corre la voz de que César ha sido asesinado, y han venido a Roma para su funeral. Millares de ellos. La Cámara ni siquiera ha fijado una fecha para el funeral todavía, pero fíjate cuántos hay ya. Cuando el cuerpo de César sea incinerado, los hombres de Lepido estarán en clara inferioridad numérica. -Estremeciéndose, Hirtio se dio media vuelta-. Hace frío. Volvamos a entrar.

De nuevo en el triclinio, Décimo se bebió de un trago media jarra de vino y luego miró a Hirtio con serenidad.

– ¿Quieres mi sangre, Aulo?

– Lamento mucho la muerte de César -contestó Hirtio-. Era mi amigo y benefactor. Pero no se puede volver atrás. Si los que quedamos no nos unimos, habrá otra guerra civil, y eso Roma no puede permitírselo. -Hirtio suspiró y prosiguió-: Pero somos gente educada, rica, privilegiada y hasta cierto punto objetiva. Tenéis que preocuparos de los veteranos, Décimo, no de hombres como yo o Pansa, por más que amáramos a César. Yo no quiero tu sangre, pero los veteranos sí la querrán. Y si los veteranos la quieren, quienes ocupan el poder tendrán que complacerlos. En cuanto los veteranos empiecen a reclamar vuestra sangre, lo mismo hará Marco Antonio.

Décimo sintió un sudor frío.

– Exageras.

– No, no exagero. Tú serviste con César. Sabes lo que sentían sus soldados por él. Era amor puro y simple. Incluso los sublevados. En cuanto acabe el funeral, se pondrán violentos, y también Antonio. O si no Antonio, algún otro con poder. Dolabela, por ejemplo, o Lepido, esa escurridiza anguila. O alguien que no tenemos en cuenta porque ha estado esperando entre bastidores.

Décimo bebió más vino y se sintió mejor.

– Me quedaré en Roma -masculló, casi para sí.

– Dudo que te dejen quedar en Roma. El Senado renegará de la amnistía porque lo exigirán el pueblo y los veteranos. El pueblo llano adoraba también a César; él era uno de ellos. Y cuando llegó a la cumbre no los olvidó, siempre tuvo unas palabras de ánimo para ellos, siempre se detuvo a escuchar sus quejas. ¿Qué significa el concepto abstracto de libertad política para un hombre o una mujer de Subura. Décimo, dímelo? Sus votos ni siquiera cuentan en la elección de las centurias o la Asamblea de la Plebe. César era uno de ellos. Ninguno de nosotros lo ha sido nunca ni lo será.

– Si me marcho de Roma, será como admitir que obré mal.

– Es cierto.

– Antonio es fuerte. Nos ha tratado con bastante decencia.

– Décimo, no confíes en Marco Antonio.

– Tengo muy buenas razones para confiar en él -dijo Décimo, sabiendo que Hirtio no conocía el hecho de que Marco Antonio había participado en el asesinato de César.

– Creo que quiere protegeros, sí. Pero el pueblo y los veteranos no se lo permitirán. Además, Antonio quiere el poder de César, y cualquier hombre que aspira a eso se arriesga a correr la misma suerte que César. Este asesinato ha sentado un precedente. Antonio empezará a temer que pueda ser el siguiente en caer. -Hirtio se aclaró la garganta-. No sé qué hará, pero sea lo que sea, te lo aseguro: no beneficiará a los Libertadores.

– Insinúas que los Libertadores deberían encontrar excusas legítimas y honrosas para abandonar la ciudad -dijo Décimo-. Para mí eso es fácil. Puedo marcharme a mi provincia de inmediato.

– Puedes ir. Pero no conservarás durante mucho tiempo la Galia Trasalpina.

– ¡Tonterías! La Cámara ha decidido que las leyes y decretos se respetarán, y el propio César me encargó el gobierno de la Galia Trasalpina.

– Créeme, Décimo, conservarás tu provincia siempre y cuando les convenga a Antonio y Dolabela.


En cuanto Décimo Bruto hubo llegado a su casa, se sentó para escribir apresuradamente a Bruto y Casio, y les contó lo que le había dicho Hirtio; de nuevo presa del pánico, les anunció que tenía intención de abandonar Roma e Italia e irse a su provincia.

Mientras escribía, la carta se hacía cada vez más confusa. Décimo vaticinaba atropelladamente que los Libertadores huirían en masa a Chipre o a las más remotas regiones de la Cantabria Hispánica. ¿Qué podían hacer sino escapar?, preguntó. No contaban con un general como Pompeyo Magno que los guiara, y ninguno de ellos tenía influencia en las legiones o en soberanos extranjeros. Tarde o temprano los declararían enemigos públicos, y eso les costaría la ciudadanía y la cabeza, o como mínimo los procesarían y mandarían al exilio perpetuo sin rentas de qué vivir. En medio de tales augurios, Décimo les rogaba que intentaran convencer a Antonio de que ningún Libertador aspiraba al gobierno ni pretendía matar a los cónsules.

Acababa sugiriéndoles que los tres se reunieran en la quinta hora de la noche en un lugar a convenir.

– Así pues, se reunieron en casa de Casio y hablaron en susurros y con los postigos cerrados por si algún criado sentía curiosidad. Bruto y Casio se quedaron atónitos ante la magnitud de la obsesión de Décimo y por tanto dudaron que supiera lo que decía. Quizás, insinuó Casio, Hirtio tenía sus propias razones para intentar asustarlos de tal modo que abandonaran Roma admitiendo con ello que habían cometido un crimen. Así que no, Bruto y Casio no se irían de Roma, y se negaban a reunir sus activos disponibles.

– Haced lo que queráis -dijo Décimo, poniéndose en pie-. Tanto si os vais como si os quedáis, me tiene sin cuidado. Yo me voy a mi provincia en cuanto lo tenga todo preparado. Si estoy bien atrincherado en la Galia Trasalpina, quizás Antonio y Dolabela decidan dejarme en paz. Aunque creo que, para mi propia seguridad, reclutaré allí tropas en secreto entre los veteranos. Por si acaso.

– ¡Oh, esto es terrible! -dijo Bruto a Casio cuando Décimo se hubo marchado-. Mi madre me ha condenado; Porcia no ha pronunciado ni dos palabras coherentes… ¡Casio, se nos ha acabado la suerte!

– Décimo está equivocado -afirmó Casio con aplomo-. Fui yo quien cenó con Antonio, así que puedo asegurarte que está muy equivocado. Me sorprendió la euforia de Antonio ante el fin de César. Le brillaron los dientes al sonreír-. Excepto, claro está, por el contenido de su testamento.

– ¿Irás mañana a la sesión del Senado? -preguntó Bruto.

– Por supuesto. De hecho, debemos ir todos. Y no te preocupes, Décimo también estará allí, estoy seguro.

Lucio Piso había convocado la Asamblea para hablar del funeral de César. Al entrar con actitud vacilante en el decrépito interior del templo de Tellus, los Libertadores no encontraron una manifiesta hostilidad, pero ninguno de los miembros de los bancos traseros se acercó a ellos, para evitar tocarlos. Las exequias de César se fijaron para dos días más tarde; el vigésimo segundo día de marzo.

– Así sea-dijo Piso, y miró a Lepido-. Marco Lepido, ¿está segura la ciudad?

– La ciudad está segura, Lucio Piso.

– ¿Y no es hora, pues, de que leas el testamento de César públicamente, Piso? -preguntó Dolabela-. Tengo entendido que contiene un legado público.

– Vayamos a la tribuna del Foro -propuso Piso.

De común acuerdo, la Cámara se levantó y se encaminó hacia la tribuna en medio de un mar de gente. Amilanado, atormentado y tembloroso, Décimo vio cuánta razón tenía Aulo Hirtio: muchos de los presentes eran soldados veteranos, ese día aún más numerosos que el anterior. Se hallaban también los asiduos profesionales del Foro, hombres que conocían las caras más destacadas de la Primera Clase. Cuando Bruto y Casio subieron a la tribuna con Antonio y Dolabela, los asiduos del Foro cuchichearon a sus vecinos peor informados. Se alzó un murmullo de desaprobación, cuyo volumen fue aumentando con un tono amenazador. Dolabela, Antonio y Lepido hicieron ostentosos gestos de amistad hacia Bruto, Casio y Décimo Bruto, hasta que al final el murmullo hostil cesó.

Lucio Calpurnio Piso leyó íntegramente el testamento de César. No sólo nombraba a Cayo Octavio heredero, sino que además lo adoptaba formalmente como hijo suyo, que debía ser reconocido en adelante como Cayo Julio César. Entre la muchedumbre surgieron exclamaciones de asombro. Nadie sabía quién era el tal Cayo Octavio, y los asiduos del Foro pudieron informar de sus orígenes pero no describir su apariencia. Cuando se mencionó a Décimo Bruto como heredero menor, se oyó otro gruñido de la multitud, pero Piso pasó ágilmente al legado de mayor interés: trescientos sestercios a cada ciudadano romano, y uso público de los jardines al otro lado del Tíber. La noticia fue acogida con un alarmante silencio. No hubo vítores ni aplausos, nadie lanzó objetos al aire. Cuando Piso concluyó anunciando la fecha del funeral, el Senado se alejó rápidamente de la tribuna, escoltado cada miembro por seis soldados de Lepido.


Fue como si el mundo entero aguardara el funeral de César, como si nadie en Roma, hombre o mujer, estuviera dispuesto a emitir un juicio hasta que terminaran las exequias de César. Incluso cuando al día siguiente Antonio comunicó al Senado en el templo de Júpiter Stator que suprimía permanentemente de la constitución el cargo de dictador, sólo Dolabela reaccionó con entusiasmo. Apatía, apatía por todas partes. Y la muchedumbre iba aumentando más y más. Al anochecer, todo el Foro y las calles adyacentes estaban iluminadas con faroles y fogatas. Los preocupados vecinos de las ínsulas cercanas no durmieron por miedo al fuego.

Fue un alivio, pues, cuando empezó el día del funeral.

Se había erigido un santuario especial en una zona al aire libre del Foro, a corta distancia de la Domus Publica y de la pequeña aedes redonda de Vesta. Era una réplica exacta pero más pequeña del templo de Venus Genetrix en el Foro de César, y estaba hecha de madera pintada a imitación del mármol. En lo alto había una plataforma, a la que se accedía por unos peldaños laterales, sostenida por unas columnas.

Tras un prolongado debate en el Senado, Lucio César y Lucio Piso, encargados de los preparativos fúnebres, habían decidido que la tribuna del Foro era un lugar demasiado peligroso para la exhibición pública del cadáver y el panegírico. La zona media del Foro era más segura. Desde allí, el cortejo fúnebre podía doblar por el Vicus Tuscus y el Velabrum sin atravesar la muchedumbre. En cuanto llegara al Circus Flaminius, la procesión lo recorrería; como las gradas tenían capacidad para cincuenta mil espectadores, los ciudadanos de Roma dispondrían de una buena oportunidad para llorar a su hijo más querido: Y de allí el cortejo se dirigiría al Campo de Marte, donde serían incinerados los restos, en una pira alimentada por maderas y sustancias aromáticas adquiridas a costa del Estado y traídas en varios centenares de carromatos.

La procesión se inició en las inmediaciones de los pantanos de Palus Ceroliae, donde había espacio para que se congregara la multitud. El féretro de César se uniría al cortejo cuando éste pasara por la Domus Publica. Los dos mil soldados de Lepido impedían que la muchedumbre accediera a la Sacra Via y acordonaban el amplio espacio donde tendría lugar el panegírico y se instalaría el público preferente.

Cincuenta carros negros y dorados tirados por pares de caballos negros llevaron a los actores con máscaras de cera que representaban a los antepasados de César -desde Venus, Eneas y Marte hasta sus tíos políticos Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila pasando por Julio y Rómulo- desde la Velli hasta el santuario elevado sobre una plataforma, ante el que se agruparon formando un triple semicírculo. Cien de los varios centenares de carromatos cargados con incienso, mirra, nardo y otras muchas sustancias aromáticas caras y combustibles se alinearon detrás de los carros aislándolos de la multitud, y una apretada fila de soldados se dispuso a lo largo de los carromatos para crear una barrera más. Entre la procesión que descendía desde la Velia iban las plañideras profesionales que, vestidas con túnicas negras, no cesaban de golpearse el pecho, de mesarse los cabellos profiriendo lamentos y entonando cantos fúnebres.

Nunca se había congregado una multitud tan grande desde la famosa reunión de Saturnino. Cuando César apareció en su féretro a través de las puertas del vestíbulo de los reyes, se oyó un lamento, un suspiro, un temblor como de un millón de hojas. Lucio César, Lucio Piso, Antonio, Dolabela, Calvino y Lepido, todos ellos con túnicas y togas negras, portaban el ataúd. A su paso, la muchedumbre se abría y luego se cerraba tras él. Los soldados que acordonaban el cerco de carromatos empezaron a cruzar miradas de inquietud, al notar que los carromatos comenzaban a temblar y crujir a sus espaldas a causa de la inexorable presión del gentío. Contagiaron su preocupación a los caballos de los carros, que estaban cada vez más nerviosos, y que a su vez hacían tambalearse a los actores.

César iba sentado con la espalda apoyada contra los almohadones negros del féretro. Lucía todo el esplendor de sus galas pontificales, con la corona cívica en la cabeza, el semblante sereno y los ojos cerrados. Avanzaba en alto como un poderoso rey, ya que sus seis portadores eran de una estatura imponente y parecían los grandes nobles que eran.

Los portadores subieron ágilmente los peldaños, manteniendo el féretro en posición horizontal. A continuación lo colocaron en la plataforma para que César quedara a la vista de todos.

Marco Antonio fue a la parte delantera de aquel templo improvisado y contempló aquel mar de gente, notando con aprensión la presencia de muchos judíos con sus tirabuzones y barbas, de extranjeros de todas las procedencias… y de los veteranos, que habían decidido prenderse una ramita de laurel en las togas negras. Lo que siempre había sido una multitud de blanco vestida, ya que los romanos acudían togados a los actos públicos, se había convertido en una muchedumbre negra. Muy adecuado, pensó Antonio, dispuesto a pronunciar el mejor discurso de su vida ante el público más numeroso que había tenido un orador desde Saturnino.

Pero no llegó a pronunciarlo. Antonio sólo consiguió decir las palabras iniciales invitando a Roma a guardar luto por César. Gritos de terrible dolor surgieron de incontables gargantas, y el gentío se movió como por efecto de una convulsión. Los de la primera fila empujaron los cientos de carromatos cargados de sustancias aromáticas; asustados, los caballos se encabritaron y los actores huyeron en desbandada. De pronto volaron por el aire pedazos de madera, cortezas de árbol, trozos de resina que iban siendo lanzados sobre la plataforma y dentro y alrededor del santuario. Los portadores del féretro, incluido Antonio, lo abandonaron de inmediato y corrieron hacia la Domus Publica.

Alguien lanzó una antorcha, y se alzó una columna de llamas. Al igual que su hija antes que él, César ardió por voluntad del pueblo, no por un decreto del Senado.

Y después de muchos días de silencio, la multitud pidió a gritos la sangre de los Libertadores.

«¡Matadlos! ¡Matadlos! ¡Matadlos!», repetían una y otra vez.

Sin embargo, no se produjeron alborotos. Mientras clamaban por la sangre de los Libertadores, las masas contemplaron cómo la plataforma, el féretro y el santuario se convertían en una nube de fuego, y nadie se movió hasta que el resplandor se hubo extinguido y toda Roma quedó impregnada por el embriagador olor de las sustancias aromáticas quemadas.

Sólo entonces la indignación estalló en forma de violencia. Haciendo caso omiso a los soldados de Lepido, la muchedumbre corrió en todas direcciones en busca de víctimas. ¡Libertadores! ¿Dónde están los Libertadores? ¡Muerte a los Libertadores! Muchos subieron hacia el Palatino, hacia los estrechos callejones bordeados de hileras de casas anónimas cuyas puertas estaban cerradas, de modo que nadie sabía en cuál de ellas vivía un Libertador. Un asiduo del Foro, enloquecido de dolor, vio a Cayo Helvio Cina, senador y poeta, correr como un poseso, y lo confundió con el otro Cina, Lucio Cornelio Cina, que en otro tiempo había sido yerno de César y de quien se rumoreaba que era uno de los Libertadores. Inocente de todo crimen, Helvio Cina fue literalmente hecho pedazos.

Al anochecer, y sin ninguna otra presa a la vista, la muchedumbre, llorosa y afligida, se dispersó.

El Foro Romano quedó desierto bajo un manto de humo dulzón.


Por la mañana, los miembros del servicio funerario fueron a buscar las cenizas de César y guardaron los pequeños fragmentos de hueso chamuscado en una urna de oro con piedras preciosas engastadas.

Y al día siguiente el amanecer reveló que los restos ennegrecidos de lo que habían sido el santuario y la plataforma se hallaban cubiertos de pequeños ramos de flores de primavera, muñecas y pelotas de lana. Pronto esas ofrendas formaron una capa de más de treinta centímetros. Las flores las dejaban las mujeres; las muñecas, los ciudadanos de Roma; y las pelotas, los esclavos. Estas ofrendas tenían un significado religioso específico y demostraban hasta qué punto el amor a César estaba presente en todos los estratos de la ciudad. De las cinco Clases sólo la Primera no lo amaba mayoritariamente. Y el censo por cabezas, demasiado miserable incluso para formar una Clase, era el que más lo amaba. Los esclavos ni siquiera tenían cabezas que contar, de ahí las pelotas, pero había tantas pelotas de lana como muñecas.

¿Quién puede decir por qué unos hombres son amados y otros no? Para Marco Antonio, furioso, era un misterio que no tenía esperanzas de resolver, pero si se lo hubiera preguntado a Aulo Hirtio, éste le habría dicho que todo aquel que posaba la mirada en César lo recordaba, que César irradiaba una poderosa fuerza de atracción imposible de definir, y que quizás era simplemente la personificación del héroe legendario.

Antonio, encolerizado, ordenó que se retiraran las flores, las muñecas y las pelotas, pero resultó inútil. Cada vez que las quitaban, el lugar volvía a cubrirse de esos obsequios, el doble de numerosos. Desconcertado, Antonio tuvo que desistir, cerrar los ojos a los cientos y cientos de personas que siempre rondaban el lugar donde César había sido incinerado, para rezarle y hacerle ofrendas.

Tres días después del funeral, la luz del amanecer reveló un magnífico altar de mármol allí donde César había ardido, y las flores, muñecas y pelotas se extendieron por todo el Foro hasta la tribuna.

Ocho días después del funeral, junto al altar se alzaba una columna de mármol blanco proconesio de seis metros de altura. Había sido erigida en la oscuridad de la noche. Los soldados de Lepido sostenían no haber visto nada; también ellos amaban a César. César, que era venerado como un dios por casi toda Roma.


Lucio César no se quedó en Roma para presenciar aquello. Con los miembros doloridos, subió con dificultad a una litera y partió hacia su villa cercana a Neapolis. De camino visitó a Cleopatra.

En el palacio habían desaparecido ya casi todos los muebles, y sólo se veían las paredes de piedra pulida y unas cajas de madera en el sur: las barcazas estaban trasladando los enseres río abajo hacia Ostia.

¿Estás enfermo, Lucio? -preguntó Cleopatra con inquietud.

– Mi enfermedad es del espíritu, Cleopatra. Simplemente no soporto estar en una ciudad que permite a dos asesinos flagrantes envueltos en togas orladas de púrpura seguir ejerciendo de pretores…

– Bruto y Casio. Pero creo que aún no han reunido el valor necesario para continuar realizando sus tareas pretorianas.

– No se atreverán hasta que los veteranos hayan abandonado Roma. ¿Te has enterado de la muerte del pobre Helvio Cina? Piso está desolado.

– Lo confundieron con el otro Cina. Sí. ¿Era el otro Cina realmente uno de los asesinos?

– ¿Ese ingrato? No. Se limitó a agradecer el fin de su exilio arrancándose la insignia de pretor en público porque se la había concedido César.

– Es el fin de todo, ¿no? -preguntó Cleopatra.

– El fin, o un principio.

– Y César adoptó a Cayo Octavio. -Se estremeció-. Ésa fue una medida inteligente, Lucio. Cayo Octavio es muy peligroso.

Lucio se echó a reír.

– ¿Un muchacho de dieciocho años? No lo creo.

– Lo sería también a los ocho o a los ochenta.

Se la nota desolada pero conserva la entereza, pensó Lucio. Creció en un ambiente cruel. Sobrevivirá.

– ¿Dónde está Cesarión? -preguntó Lucio.

– Se ha ido con sus doncellas y Hapd'efan'e. No es prudente que dos Tolomeos viajen a bordo del mismo barco, o ni siquiera de la misma flota. Viajaremos separados. Yo esperaré otras dos nundinae. Carmian e Iras se han quedado, y Servilia viene a visitarme. ¡No sabes cuánto sufre, Lucio! Culpa a Porcia de que Bruto tomara parte en el asesinato, y probablemente con razón. Pero es la muerte de César lo que la consume. Lo amó más que nadie.

– ¿Más de lo que tú lo amaste?

– ¿En pasado? No, siempre en presente. El amor de Servilia es distinto del mío. Yo debo cuidar de un país, y del hijo de César.

¿Volverás a casarte?

– Tendré que hacerlo, Lucio. Soy faraona, debo tener descendencia para el Nilo y para mi pueblo.


Así que Lucio Julio César siguió hacia Neapolis, y su dolor por la pérdida de César se hizo aún más agudo que en los primeros momentos. Matio tiene razón. Si César, con todo su genio, no pudo encontrar una salida a esta situación, ¿quién queda para intentarlo? ¿Un muchacho de dieciocho años? Nunca. Los lobos de la Primera Clase de Roma reducirán a Cayo Octavio a pedazos aún más pequeños que en los que quedó reducido Helvio Cina a manos del populacho. Nosotros, los de la Primera Clase, somos nuestros peores enemigos.

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