VII

APARECEN LOS VETERANOS

Desde intercalaris del 46 a.C. hasta septiembre del 45 a.C.

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El sobrino de César, Quinto Pedio, y Quinto Fabio Máximo habían conducido cuatro «nuevas» legiones desde Placentia en la Galia Cisalpina occidental durante noviembre, y llegado a la Hispania Ulterior un mes más tarde. Según las estaciones era finales del verano, y hacía mucho calor; para su satisfacción encontraron que la provincia no estaba bajo el total control de los tres generales republicanos, y pudieron acampar debidamente río Betis arriba y comprar la cosecha de la región. Las órdenes de César eran esperarlo y emplear el tiempo acumulando provisiones, pese a que no preveía una campaña larga. En cuestiones de logística, el lema de César era: vale más prevenir que curar.

Al comienzo de los sesenta y siete días de intercalaris que siguieron a diciembre, esta cómoda situación cambió. Apareció Labieno con dos legiones de romanos bien adiestrados y cuatro legiones de inexpertos soldados locales, y puso cerco al campamento. En una batalla campal los legados de César, Pedio y Fabio Máximo, habrían salido bien librados, pero en un asedio Labieno podía sacar mayor provecho de su superioridad numérica, y así sucedió. Sin duda valió más prevenir que curar. Sitiadas o no, las tropas de César tenían con qué alimentarse. Dudando de la posibilidad de conservar el suministro de agua del arroyo que atravesaba el campamento, las cuatro legiones acampadas cavaron pozos y se dispusieron a esperar el rescate de César.

Con la Décima, la Quinta Alauda y dos legiones nuevas compuestas básicamente de veteranos aburridos, César partió de Placentia en el mismo momento en que se iniciaba el sitio a las tropas de sus dos legados en la Hispania Ulterior. La distancia hasta Corduba por la Via Domitia era de casi dos mil kilómetros, y fue una de las características marchas de César: la recorrieron en veintisiete días a una media de sesenta kilómetros diarios, gracias en parte al hecho de que ya no era necesario levantar un campamento cada noche. La Galia de la Via Domitia estaba tan pacificada que ni siquiera César tenía necesidad de campamentos, paredes, zanjas y empalizadas. Eso cambió cuando atravesaron el paso desde Laminium en la Hispania Citerior hasta Oretum en la Hispania Ulterior, pero por entonces quedaban sólo doscientos cincuenta kilómetros de marcha.

En cuanto César llegó, Labieno desapareció.


Sexto Pompeyo retenía la capital fortificada de Corduba mientras su hermano mayor, Cneo, con el grueso del ejército, sitiaba la población de Ulia, desafiantemente antirrepublicana. Pero en cuanto Labieno informó de que César se disponía a tomar Corduba antes de que Sexto pudiera conseguir refuerzos, Cneo Pompeyo levantó el sitio para regresar a Corduba. Justo a tiempo.

– Tenemos trece legiones, y César sólo ocho -dijo Cneo Pompeyo dirigiéndose a Labieno, Atio Varo y Sexto Pompeyo-. Propongo que nos enfrentemos a él ahora y lo derrotemos de una vez por todas.

– ¡Sí! -exclamó Sexto.

– Sí-repitió Atio Varo con menos entusiasmo.

– Me niego en redondo -dijo Labieno.

– ¿Por qué? -preguntó Cneo Pompeyo-. Acabemos con esto de una vez, por favor.

– En estos momentos las huestes de César pueden comer, pero pronto llegará el invierno, y según los lugareños, será un invierno crudo -respondió Labieno con sensatez-. Dejemos que César haga frente al invierno. Lo acosaremos, le impediremos que reúna víveres y lo obligaremos a agotar sus provisiones.

– Tenemos cinco legiones más que él -recordó Cneo, poco convencido-. Cuatro de nuestras trece se componen de soldados romanos veteranos, otras cinco están casi al mismo nivel, lo cual significa que tenemos sólo cuatro legiones de reclutas, y según has dicho tú mismo, Labieno, no son malas.

– Lo que tú no sabes y yo sí, Cneo Pompeyo, es que César cuenta también con ocho mil soldados de caballería galos. Cuando César cruzó el paso les llevaba unos cuantos días de ventaja, pero ahora ya están aquí. Pero ha sido un año de sequía, hay pocos pastos, y si este invierno nieva en la zona alta del Betis, César los perderá. Ya conoces a la caballería gala. -Se interrumpió, gruñó y adoptó una expresión sarcástica-. No, no la conoces. Pues yo sí. Trabajé con ellos durante ocho años. ¿Por qué crees que César acabó prefiriendo a los germanos? Cuando sus preciosos caballos empiezan a sufrir, los galos se vuelven a casa. Así que dejaremos a César en paz hasta la primavera. En cuanto los caballos empiecen a pasar hambre, César tendrá que despedirse de la caballería.

Los dos Pompeyos recibieron la noticia con honda decepción, pero eran dignos hijos de su padre. Pompeyo Magno nunca combatía amenos que sus tropas superaran mucho numéricamente a las del enemigo. Ocho mil caballos daban clara superioridad a César.

Cneo Pompeyo suspiró y golpeó la mesa con el puño en un gesto de frustración.

– Muy bien, Labieno, comprendo tus argumentos. Dedicaremos el invierno a impedir que César pueda descender a las laderas béticas en busca de praderas sin nieve.


– Labieno está aprendiendo -comentó César a sus legados, que ahora incluían a Dolabela, Calvino, Messala Rufo, Polio y su almirante, Cayo Didio. Inevitablemente lo acompañaba también Tiberio Claudio Nerón, cuyo único valor era su nombre; César necesitaba a todos los patricios de abolengo disponibles para dignificar su causa-. Será difícil encontrar forraje suficiente para los caballos. Son un estorbo en cualquier campaña, pero con Labieno en el campo de batalla los necesitaremos. Su caballería hispánica es excelente, y cuenta al menos con varios millares. Y puede conseguir más.

– ¿Qué te propones, César? -preguntó Quinto Pedio.

– Permanecer aquí en la parte alta del Betis por el momento. Para cuando arrecie el frío del invierno, tengo unas cuantas ideas. Primero debemos convencer a Labieno de que su táctica da resultado. -César miró a Quinto Fabio Máximo-. Quinto, quiero que tus legados de menor rango dediquen sus ratos de ocio a buscar hombres de confianza entre mis centuriones y los utilicen para evaluar la actitud de mis legiones. No he percibido señales de motín, pero los días en que confiaba plenamente en mis huestes han quedado atrás. La mayoría de los hombres que Ventidio reclutó en Placentia son veteranos, y me consta que excluyó a los descontentos. En todo caso debemos permanecer atentos.

Se produjo un incómodo silencio. Era terrible comprobar que César, el general soldado, pensaba de ese modo en el presente. Sin embargo tenía razones para ello. El motínn era insidioso. Cuando los hombres que manipulaban a la tropa descubrían que era posible, éste se convertía en una manera de controlar al general. En el ejército la situación era inestable desde que Cayo Mario admitió en las legiones a los miembros del censo por cabezas que tenían prohibido poseer tierras, y el motín era sólo un síntoma más de esa inestabilidad. César buscaría una solución.


A principios de enero, con el calendario y las estaciones ya en perfecta concordancia, César puso en práctica una de sus ideas, procediendo a sitiar la localidad de Ategua, a un día de marcha de Corduba en dirección sur a lo largo del río Salsum. Justo en las fauces del león. En Ategua había una gran cantidad de comida pero, más importante aún, Labieno guardaba allí el forraje de sus caballos para el invierno.

Era un invierno crudo, y la marcha de César fue tan secreta como inesperada. Cuando Cneo Pompeyo se enteró y sacó sus tropas de Corduba para impedir la captura de Ategua, César ya había rodeado el pueblo a la manera de Alesia: con un doble cerco de fortificaciones, el interior circundando el pueblo, el exterior para mantener a raya las tropas de refuerzo de Cneo Pompeyo. Las ocho legiones de César estaban entre los dos cercos, en tanto que los ocho mil hombres de la caballería gala acosaban sin cesar a Cneo Pompeyo. Tito Labieno, que se encontraba ausente en una misión, llegó y contempló con severidad la doble barricada de César.

– No puedes auxiliar a Ategua ni romper el cerco, Cneo -dijo Labieno-. Lo único que consigues es perder hombres en las escaramuzas de la caballería de César. Retírate a Corduba. Ategua es una causa perdida.

Cuando el pueblo cayó pese a su heroica resistencia, fue un golpe para los republicanos en muchos sentidos. Por un lado, César pudo alimentar a sus caballos, y por otro Labieno tuvo que llevar a los suyos a pastar más cerca de la costa; pero además los hispánicos empezaron a perder la confianza. Aumentaron notablemente las deserciones entre los reclutas hispánicos.


Para César, lo que debería haber sido una gran satisfacción se vio empañado por una carta y un pergamino de Servilia.

He pensado que los pergaminos adjuntos, César, te molestarían tanto como a mí. Al fin y al cabo, aparte de mí, eres la única persona que conozco cuyo aborrecimiento hacia Catón es tan grande como el monte Ararat. Esta «joya» es obra de ese campesino, Cicerón, y naturalmente la ha publicado Ático. En cuanto tuve ocasión de conocer al hipócrita plutócrata que se las arregla para estar en buenas relaciones contigo y con tus enemigos, le lancé una filípica que no olvidará en mucho tiempo.

«Además de hipócrita, eres un parásito, Ático -dije-. El intermediario por antonomasia, que obtiene toda clase de beneficios sin el menor talento. Me alegro que César haya establecido una de sus colonias más grandes para el censo por cabezas en tu latifundio de Épiro. Así aprenderás lo que puede pasar cuando uno inicia un negocio en tierras públicas. Espero que te pudras en vida, y espero que los pobres de César causen estragos en tu latifundio.»

No podría haber encontrado una manera mejor que ésa de alarmarlo. Por lo visto él y Cicerón pensaban que habían apartado a tu colonia lejos del ganado y las tenerías de Ático. Ahora saben que están aún en Butrotum. César, no te dejes convencer por Ático para trasladar a otra parte esa colonia. Ático no es dueño de la tierra, no paga arriendo por la tierra, y se merece todos los daños que podáis causarle tú y el censo por cabezas. ¡Publicar ese asqueroso himno de elogio al peor hombre que se ha sentado jamás en el Senado! Estoy furiosa. Cuando leas el Catón de Cicerón, también tú montarás en cólera. Por supuesto, ese idiota de hijo mío lo considera extraordinario. Por lo visto había escrito un pequeño panfleto ensalzando al tío Catón, pero lo rompió después de leer el panegírico de Cicerón.

Dice Bruto que volverá a Roma en cuanto Vibio Pansa llegue para sustituirlo en el gobierno de la Galia Cisalpina. Francamente, César ¿de dónde sacas a esos don nadie? Aun así, Pansa tiene dinero suficiente para haberse casado con la hija de Fufio Caleno, así que me atrevería a decir que Pansa llegará lejos. Ahora están en Roma unos cuantos de tus antiguos legados en la Galia, desde el pretor Décimo Bruto hasta el ex gobernador Cayo Trebonio.

Sé que Cleopatra te escribe unas cuatro veces al día, pero he pensado que quizá te gustaría leer algo de otra persona en un tono más desapasionado. Ella sobrevive, pero está muy triste sin ti. ¿Cómo tuviste el valor de decirle que sería una campaña corta? Pasará un año antes que se te vuelva a ver en Roma, calculo. ¿Y por qué demonios la instalaste en ese mausoleo de mármol? La pobre está siempre helada. El invierno es frío y ha llegado pronto; hay hielo en el Tíber y Roma ya está nevada. Supongo que el invierno alejandrino se parece a los últimos días de la primavera en Roma. Al niño le va mejor, y piensa que jugar en la nieve es la mejor diversión que se ha inventado.

Ahora, los chismes: Fulvia está embarazada de Antonio y tiene tan buen aspecto como de costumbre. Imagínatelo, un vástago, probablemente varón, del tercero de sus amigos camorristas. Clodio, Curio, y ahora Antonio.

Cicerón-¡oh, no puedo quitarme de encima a ese hombre!se casó el otro día con su pupila de diecisiete años, Publilia. ¿Qué te parece? Repugnante.

Lee el Catón. Cicerón, dicho sea de paso, ardía en deseos de dedicárselo a Bruto, pero Bruto declinó el insigne honor. ¿Por qué? Porque sabía que si aceptaba, yo lo asesinaría.


César leyó el Catón con al menos tanta rabia e indignación como Servilia, y su ira estaba al rojo vivo cuando lo acabó. Catón, decía Cicerón, era el romano más noble que había existido, el servidor más leal y más firme de la extinta República, el enemigo de todos los tiranos como César, el permanente protector del mos maiorum, el héroe incluso en la muerte, el perfecto marido y padre, el orador brillante, el frugal dueño de sus apetitos físicos, el verdadero estoico hasta el final, y muchas cosas más. Quizá si Cicerón no hubiera ido más lejos, César habría digerido el Catón. Pero Cicerón había ido mucho más lejos. La obra ponía especial énfasis en el contraste entre la virtudes superlativas de Marco Porcio Catón y las inefables bajezas del dictador César.

Temblando de cólera, César permaneció tenso en su silla y se mordió los labios hasta hacerlos sangrar. Así que ésa es tu opinión, Cicerón, ¿no? Muy bien, Cicerón, estás acabado. César nunca volverá a pedirte nada. Nunca te sentarás en el Senado de César aunque le supliques de rodillas. En cuanto a ti, Ático, editor de este texto injusto y malicioso, César hará lo que propone Servilia. Los pobres inmigrantes invadirán Butrotum.

Durante la marcha hacia la Hispania Ulterior César había matado el tiempo escribiendo un poema. Se titulaba Iter -«El viaje»-, y al releerlo, le pareció mucho mejor que al principio. Era lo mejor que había escrito en muchos años, lo bastante bueno para publicarlo.

Por supuesto, tenía intención de enviárselo a Ático, cuyo pequeño

ejército de amanuenses realizaba un magnífico trabajo. Pero ahora Iter iría a los hermanos Sosio para su publicación. Ático tampoco recibiría ningún favor dictatorial en el futuro. No era necesario ser rey de Roma para tomar represalias. Bastaba con ser dictador de Roma.

Transformada su ira en glacial determinación, César empezó a escribir una refutación del Catón de Cicerón, en la que rebatiría punto por punto el texto de Cicerón. Utilizaría una prosa ante la cual Cicerón se retorcería por su propia falta de talento. El Catón no podía pasarse por alto. Los lectores considerarían a César peor que cualquier tirano griego pese al partidismo y las tergiversaciones del texto. Éste requería una respuesta.


Normalmente era César quien buscaba una batalla campal para poner fin rápidamente a una guerra, pero en Hispania fueron los republicanos. César estaba demasiado absorto en su «Anti-Catón» para pensar en batallas.

Sexto Pompeyo disfrutó enormemente leyendo el Catón de Cicerón, pero le decepcionó el hecho de que no hablara de la marcha de Catón, momento que, para Sexto Pompeyo, representaba la última ocasión en que sintió verdadera felicidad. La provincia de África le había resultado detestable, e Hispania era aún peor. Sexto Pompeyo era incapaz de sentir simpatía por Tito Labieno, y encontraba a Atio Varo un hombre insignificante y venal. El pobre Cneo era el único por el que merecía la pena combatir, y sin embargo éste parecía haber perdido su antiguo fervor por la lucha republicana.

– El combate en tierra no es lo mío, Sexto, ésa es la verdad -admitió Cneo sombríamente cuando se dirigían a una reunión con Labieno y Atio Varo. Era el primer día de marzo; el sol de Hispania empezaba a calentar otra vez, y en Corduba ya no hacía frío-. Soy un almirante.

– Yo también me encuentro más a gusto en el mar-dijo Sexto-. ¿Qué va a pasar?

– Intentaremos provocar una batalla contra César lo antes posible. -Cneo se detuvo y agarró a su hermano de la muñeca con fuerza-. Sexto, ¿me prometes una cosa?

– Lo que sea, ya lo sabes.

– Si caigo en el campo de batalla o me llega el fin de algún otro modo, ¿te casarás con Escribonia?

Notando un hormigueo en la mano, Sexto se soltó.

– ¡Ni hablar! -contestó-. Eso es ridículo. No va a pasarte nada. -Tengo una premonición.

– Tú y todos los que vamos a entrar en combate.

– Admito que puede tratarse de una fantasía, pero ¿y si no lo es? No quiero que mi querida Escribonia sea cautiva de César. No tiene dinero ni parientes en la familia de César. -En los ojos azules de Cneo se advertía una sinceridad desesperada que Sexto ya había visto antes, en los ojos de su padre cuando hablaba de huir a la lejana Serica-. Por alguna razón, Sexto, no tengo ninguna premonición respecto a ti. Venzamos o perdamos en la lucha contra César, sobrevivirás y escaparás. Por favor, te lo ruego, llévate a Escribonia contigo. Ten con ella a los nietos de nuestro padre, ya que yo no lo he conseguido. Dime que lo harás. Prométemelo.

Para que Cneo no viera sus lágrimas, Sexto lo abrazó con una convulsión de amor y pesar.

– Te lo prometo, Cneo.

– Bien. Ahora veamos qué nos cuenta Labieno.

El alto mando reunido acordó que el ejército abandonaría las inmediaciones de Corduba y se desplazaría hacia el sur para atraer a César y alejarlo así de sus bases y sus provisiones. Para Cneo Pompeyo, la mayor sorpresa llegó de Labieno, que se negó a asumir el mando en el campo de batalla.

– No tengo la suerte de César -se limitó a decir-. Me ha costado dos batallas comprenderlo, pero ahora lo sé. Cada vez que la estrategia ha estado en mis manos, hemos perdido. Así que ahora es tu turno, Cneo Pompeyo. Me pondré al frente de la caballería y obedeceré tus órdenes.

El primogénito de Pompeyo Magno miró horrorizado a Labieno. Si aquel hombre fogueado y ya canoso decía eso, ¿qué ocurriría? Él sabía qué ocurriría. Labieno podía achacar las derrotas a la suerte de César, pero Cneo Pompeyo pensaba que se debían más a la habilidad de César.

Esta idea se vio confirmada el quinto día de marzo, cuando se desató la batalla cerca de un pueblo llamado Soricaria. Cneo Pompeyo descubrió que no poseía la destreza ni la intuición de su padre para la guerra en tierra. Él y su infantería salieron mal parados, pero el enfrentamiento no fue decisivo pese a las perdidas republicanas. Cneo Pompeyo se retiró a lamerse las heridas, erosionada aún más la confianza en sus posibilidades, cuando un esclavo le informó de que los tribunos y soldados hispánicos huían furtivamente. Sin saber si obraba de manera correcta, hizo detener a los desertores por la noche; por la mañana, con un gesto de indiferencia los dejó marchar. Si los hombres no estaban dispuestos a luchar, ¿para qué retenerlos?

– Somos muy pocos los que estamos consagrados a la causa -dijo a Sexto con lágrimas en los ojos-. No hay nadie sobre la faz de la tierra con el talento necesario para vencer a César, y yo estoy cansado. -Tendió la mano y entregó un papel a Sexto-. Ha llegado esto de César al amanecer. Todavía no se lo he mostrado a Labieno ni a Atio Varo, pero debo hacerlo.


Para Cneo Pompeyo, Tito Labieno y los legados y hombres del ejército republicano: la clemencia de César se ha acabado. Sirva este comunicado como aviso de ese hecho. No habrá más indultos, ni siquiera para hombres que nunca hayan sido indultados. Los reclutas hispánicos serán considerados igualmente culpables y sufrirán el castigo en consonancia, del mismo modo que todos los pueblos que hayan ayudado a la causa republicana. Todos los hombres en edad de combatir que se encuentren en cualquier pueblo serán ejecutados sumariamente.


– César está furioso -susurró Sexto-. Cneo, tengo la sensación de haber dado un puntapié por error a un avispero en lugar de a una pelota. ¿Por qué está tan furioso? ¿Por qué?

– No tengo la menor idea -respondió Cneo, y fue a enseñar la nota a Labieno y Atio Varo.

Labieno lo sabía. Con el sudor brillándole en la frente, clavó una pétrea mirada en los dos Pompeyos.

– Se le ha acabado la paciencia. La última vez que ocurrió eso fue en Uxellodunum, donde amputó las manos a cuatro mil galos y los envió a mendigar de un extremo de la Galia al otro.

– ¡Por todos los dioses! -exclamó Sexto, horrorizado-. ¿Por qué?

– Para demostrar a los galos que si seguían resistiéndose, no recibirían más misericordia. Ocho años, pensó, eran misericordia más que suficiente. Tú ya tienes edad para recordar el mal genio de César, Cneo. Cuando se le acaba la paciencia, se desboca. Nada puede detenerlo.

– ¿Qué debo hacer? -preguntó Cneo.

– Lee el comunicado al ejército antes del combate. -Labieno cuadró los hombros-. Mañana buscaremos el lugar idóneo para presentar batalla. Lucharemos hasta la muerte, y yo personalmente la convertiré en la batalla más difícil de la incomparable carrera de César.


Encontraron el terreno apropiado cerca del pueblo de Munda, en el camino que iba desde Astigi hasta Calpe, en la costa, la Columna de Hércules del lado hispánico del estrecho. Al ser un puerto bajo de montaña, Munda proporcionó a los republicanos un excelente terreno cuesta abajo; para César, que a su llegada correría jubiloso hacia el estandarte de combate, supondría luchar cuesta arriba. El plan de César consistía en mantener la posición con la infantería hasta que su enorme cuerpo de caballería, agrupado en su ala izquierda, pudiera adelantar a los republicanos por la derecha y rodear a todo su ejército. No sería fácil en un terreno en pendiente y con un enemigo avisado de que no habría cuartel durante la batalla, ni clemencia después de la batalla.

Los dos bandos trabaron combate poco después del amanecer, y el resultado fue un enfrentamiento sanguinario e interminablemente largo. No hubo oportunidad de desarrollar tácticas brillantes o innovadoras en Munda, quizá la batalla más directa que César había librado. Fue también la que estuvo más cerca de perder, ya que los republicanos se negaron a ceder terreno y no permitieron a César desplegar su caballería. Munda fue un combate lento, cuerpo a cuerpo, con César en notable desventaja, luchando cuesta arriba y con cuatro legiones de infantería menos. Las tropas de Cneo Pompeyo se habían tomado muy en serio el mensaje de César y lucharon con denuedo y desesperación.

Al cabo de ocho horas aún no había nada decidido en Munda. A lomos de Génitor en lo alto de un buen punto de observación, César vio cómo su primera línea empezaba a flaquear y romperse. Desmontó al instante, cogió el escudo, desenvainó la espada y se abrió paso a través de sus hombres hasta la primera fila, donde la Décima ya no resistía.

– ¡Vamos, cunni, si no son más que niños! -vociferó, repartiendo golpes a diestra y siniestra-. Si esto es todo lo que sabéis hacer, será vuestro último día de vida y también el mío, porque moriré con vosotros.

La Décima reaccionó, cerró filas y luchó con César en medio. Con el sol apunto de ponerse y sin desenlace a la vista, fue Quinto Pedio el que subió al punto de observación. Adiestrado por César, vio una oportunidad para la caballería y ordenó que ésta cargara contra el flanco derecho de Pompeyo Magno, comandada por un joven tribuno llamado Salvidieno Rufo. Los galos, reforzados por un millar de germanos, siguieron a Salvidieno, embistieron a la caballería de Labieno, la arrollaron y cayeron sobre la retaguardia de Pompeyo.

Al anochecer, cubrían el campo de batalla los cadáveres de treinta mil republicanos y sus aliados hispánicos. De la Décima legión de César apenas sobrevivió nadie. Por fin sus componentes habían expiado el motín. Tito Labieno y Publio Atio Varo murieron en combate, casi voluntariamente, en tanto que los dos Pompeyos escaparon.


Cneo huyó a Hispalis e intentó encontrar refugio allí, pero.Cesenio Lento, un legado menor de César, le persiguió, lo mató; lo decapitó y colgó su cabeza en la plaza del mercado. Cayo Didio, haciendo limpieza en la región, la encontró y se la envió a César, consciente de que a éste no le complacería aquella atrocidad; Cesenio Lento perdería rápidamente el favor de César por semejante acción.


Casi cegado por la fatiga, Sexto subió a lomos de un caballo sin jinete e instintivamente se encaminó hacia Corduba, donde Cneo había dejado a Escribonia. Obligado a ir de hurtadillas de un sitio a otro porque los hispánicos se arrepentían sinceramente de haber tomado partido por los republicanos, Sexto había dado un rodeo de más de ciento cincuenta kilómetros antes de ver Corduba a lo lejos; habían pasado dos noches desde la batalla de Munda.

Al oír el ruido de unos caballos al trote por el camino se ocultó en una arboleda, desde donde observó a los hombres que pasaban ante él bajo la luz de la luna. Allí, ensartada en una lanza, vio la cabeza de su hermano, los ojos sin vida dirigidos al cielo, la boca tórcida en una mueca de dolor. ¡Cneo, Cneo!

La premonición de su hermano se había cumplido. Primero mi padre, ahora mi hermano. Los dos decapitados. ¿Será ése también mi destino? Si es así, juro por Sol Indiges, Tellus y Liber Pater que sobreviviré a César y seré un enemigo implacable de sus sucesores. Porque la República nunca volverá, lo presiento. Mi padre tenía razón cuando decidió huir a Serica, pero ahora es tarde para eso. Permaneceré en el mundo del Mare Nostrum, pero en el agua. Cneo mantiene aún su flota en las Baleares. ¡Picus, nuestra deidad picentina, conserva su flota para mí!

Frente a las puertas de Corduba encontró a Cneo Pompeyo Filipo, el mismo criado liberto que había incinerado el cuerpo de su padre en la playa de Pelusium, y había dejado de servir a Cornelia Metela para estar con los hijos en Hispania. Provisto de un candil, deambulaba, demasiado viejo para atraer la atención de nadie.

– ¡Filipo! -susurró Sexto.

El liberto apoyó la cabeza en su hombro y se echó a llorar. -¡Domine, han matado a tu hermano!

– Sí, ya lo sé. Lo he visto. Filipo, prometí a Cneo que cuidaría de Escribonia. ¿La han detenido ya?

– No, domine. La he escondido.

– ¿Puedes traerla hasta aquí? ¿Con un poco de comida? Buscaré un segundo caballo.

– Hay un pasadizo en la muralla, domine. La traeré dentro de una hora.

Filipo dio media vuelta y desapareció.

Sexto fue en busca de caballos. Como la mayoría de las ciudades, Corduba disponía de pocos establos dentro de las murallas, y él sabía exactamente dónde guardaban sus habitantes los caballos. Cuando Filipo regresó con Escribonia y su doncella, Sexto estaba preparado.

La bella y desdichada muchacha estaba desolada y se aferró a él con desesperación.

– ¡No, Escribonia, no hay tiempo para eso! Tampoco podemos llevar a tu doncella. Iremos sólo tú y yo. Ahora enjúgate los ojos. Te he encontrado un caballo viejo y manso; lo único que tienes que hacer es sentarte a horcajadas y agarrarte. Vamos, sé valiente en recuerdo de Cneo.

Filipo le había llevado la clase de ropa que utilizaría un hispánico y había pedido a Escribonia que se pusiera algo poco llamativo. Los dos intentaron hacerla subir al caballo, pero ella se negó. ¡No, era impúdico montar a horcajadas! ¡Mujeres! Así que Sexto tuvo que buscarle un asno, lo cual le exigió cierto tiempo. Finalmente, pudo dar un beso de despedida a Filipo, coger el cabestro del asno de Escribonia y ponerse en camino poco antes del amanecer. Por bella que fuese la esposa de Cneo, tenía el cerebro del tamaño de un guisante.

Durante el día se ocultaban y de noche viajaban por caminos vecinales. Llegaron a la costa muy al norte de Nueva Cartago y se adentraron en la Hispania Citerior, el antiguo feudo de Pompeyo Magno. Filipo había entregado a Sexto una bolsa con dinero y cuando se les acabó la comida compraron más en solitarias alquerías a lo largo del viaje de cientos de kilómetros hacia el norte, evitando a las fuerzas de ocupación de César. Cuando cruzaron el río Íbero, Sexto dejó escapar un suspiro de alivio. Sabía exactamente adónde iba, al territorio de los lacetanos, a quienes su padre había confiado el cuidado de sus caballos durante años. Allí él y Escribonia estarían a salvo hasta que César y sus adláteres abandonaran las Hispanias. Luego iría a Maior, la isla Balear más grande, donde se pondría al mando de la flota de Cneo y se casaría con Escribonia.


– Creo que es posible concluir que Munda ha sido el final de la resistencia republicana -dijo César a Calvino mientras cabalgaban hacia Corduba-. Labieno ha muerto por fin. Aun así, ha sido una buena batalla. No podría haberla mejor. He luchado en el campo entre mis hombres, y son ellos a quienes recuerdo. -Se desperezó, haciendo una mueca de dolor-. No obstante, debo confesar que a mis cincuenta y cuatro años, noto el esfuerzo. -Su voz adquirió un tono más frío-. Munda también ha resuelto mi problema con la Décima. Los pocos que han quedado no estarán de humor para discutir el siguiente destino que les adjudique.

– ¿Adónde los enviarás? -preguntó Calvino.

– A los alrededores de Narbo.

– La noticia de Munda llegará a Roma a finales de marzo -dijo Calvino con cierta satisfacción-. Cuando regreses verás que Roma ha aceptado lo inevitable. Probablemente el Senado te votará como dictador vitalicio.

– Pueden votar lo que se les antoje -contestó César con indiferencia-. El año próximo por estas fechas estaré camino de Siria.

– ¿Siria?

– Con Baso ocupando Apameia, Cornificio ocupando Antioquía y Antistio Veto camino de esa zona para asumir el gobierno y ver qué puede hacer para poner orden, la respuesta es evidente. Los partos intentarán invadir dentro de dos años. Por tanto yo debo invadir antes el reino de los partos. Deseo emular a Alejandro Magno, conquistar desde Armenia hasta Bactria y Sogdiana, desde Gedrosia y Carmania hasta Mesopotamia, e incluir India para mayor seguridad -explicó César con calma-. Los partos han aprendido a codiciar territorio al oeste del Éufrates, y por tanto nosotros debemos aprender a codiciar territorio al este del Éufrates.

– ¡Por todos los dioses, estás hablando de un mínimo de cinco años! -exclamó Calvino con voz ahogada-. ¿Crees que estás en situación de abandonar Roma a su suerte durante tanto tiempo, César? Ya sabes lo que ocurrió cuando te marchaste de Egipto, y sólo fueron unos meses, no años. César, no puedes esperar que Roma prospere mientras tú andas por ahí conquistando.

– ¡No ando por ahí conquistando! -replicó César entre dientes-. Me sorprende, Calvino, que no hayas entendido el hecho de que las guerras civiles cuestan dinero, dinero que Roma no tiene, dinero que debo encontrar en el reino de los partos.


Entraron en Corduba sin luchar. La ciudad abrió sus puertas y rogó misericordia, un poco de la famosa clemencia de César. No la obtuvo. César reunió a todos los hombres en edad militar y los ejecutó allí mismo. Luego impuso a la ciudad el pago de una multa tan grande como la de Utica.

2

Una grave inflamación pulmonar aquejó a Cayo Octavio el día antes de su prevista partida hacia Hispana para servir allí como contubernalis personal de César, así que hasta mediados de febrero no estuvo en condiciones de dejar Roma, y cuando lo hizo tuvo que soportar las protestas de su madre. El calendario concordaba perfectamente con las estaciones por primera vez desde hacía cien años, de modo que emprender viaje en febrero implicaba encontrar puertos de montaña nevados y cortantes vientos.

– ¡No llegarás allí vivo! -se lamentó Atia, desesperada.

– Sí, madre, llegaré. ¿Cómo voy a enfermar viajando en un buen carro tirado por mulas con ladrillos calientes y muchas mantas?

Así pues, haciendo caso omiso de las protestas de Atia, el joven partió y descubrió que un viaje en esa época del año (siempre y cuando se abrigara) no provocaba asma, como había aprendido a llamar a su enfermedad. César le había enviado a Hapd'efan'e, quien le había dado sensatos consejos. Con nieve en los caminos, no había polvo ni polen en el aire, las mulas no perdían el pelo, y el frío no era húmedo sino muy seco. Cuando el carro se atascó en la nieve a medio cruzar el puerto del monte Genaba en la Via Domitia, el joven comprobó asimismo con satisfacción que podía empuñar una pala y ayudar a despejar el camino, y que después del ejercicio se sentía mejor. Únicamente experimentó dificultades respiratorias al recorrer la calzada que cruzaba las marismas de la desembocadura del río Ródano, pero el malestar no le duró más de ciento cincuenta kilómetros. En lo alto del paso a través de los Pirineos costeros, se detuvo para contemplar los trofeos de Pompeyo Magno, cada vez más deteriorados por las inclemencias del tiempo. Y luego descendió a la Hispania Citerior de los lacetanos, donde eran ya evidentes las primeras señales de la primavera. Aun así, no sufrió ningún ataque de asma, la primavera era bastante húmeda y sin viento.

En Cástulo se enteró de que se había librado una batalla decisiva en Munda y de que César estaba en Corduba, así que se dirigió a Corduba.

Llegó allí el vigésimo tercer día de marzo, encontrando la ciudad manchada de sangre y envuelta por el humo de decenas de piras funerarias; sin embargo, afortunadamente, el palacio del gobernador se hallaba en una ciudadela alejada de lo que, supuso, eran las secuelas de ejecuciones masivas. Sorprendido de su propia entereza, advirtió que podía contemplar aquel espectáculo con ecuanimidad; al menos en ese sentido no parecía inferior a otros hombres, circunstancia que le complació enormemente. Muy consciente de que lo consideraban débil a causa de su aspecto, le había aterrorizado la idea de que la visión y el olor de la matanza pudieran acobardarlo.

En el vestíbulo del palacio estaba sentado un joven en uniforme militar, por lo visto haciendo las veces de unidad de recepción o filtrado; los centinelas, notando la riqueza del pequeño séquito y del carruaje privado de Octavio, lo habían dejado pasar de inmediato, pero obviamente este joven no estaba dispuesto a ser tan atento.

– ¿Sí? -dijo, levantando la vista bajo sus pobladas cejas.

Octavio lo miró sin hablar. Ése era un soldado hecho y derecho. Precisamente lo que Octavio anhelaba ser y nunca sería. Cuando el guardia se puso en pie reveló una estatura comparable a la de César, unos hombros como dos montes gemelos y un cuello grueso y nervudo como el de un toro. Pero todo eso no era nada en comparación con su rostro, llamativamente hermoso y a la vez por completo viril: una mata de pelo claro, cejas oscuras y espesas, unos ojos avellanados hundidos y de mirada severa, la nariz fina, y la boca y el mentón fuertes. Tenía los brazos musculosos y unas manos grandes y bien formadas que delataban su capacidad para realizar con ellas tanto trabajos que exigieran fuerza como tareas de gran delicadeza.

– ¿Sí? -volvió a preguntar el soldado más amablemente, con un amago de sonrisa en los ojos. Una especie de Alejandro, pensó observando al desconocido («hermoso» no era una palabra que formara parte de su vocabulario para describir a hombres), pero de aspecto muy delicado y distinguido.

– Disculpa -dijo cortésmente el visitante, y sin embargo con cierto dejo de superioridad-. Vengo a presentarme ante Cayo Julio César. Soy su contubernalis.

– ¿Qué gran aristócrata te ha enviado? -preguntó el hombre-. Lo pasarás mal en cuanto ponga sus ojos en ti.

Octavio sonrió, y con eso desapareció de su expresión el aire de superioridad.

– Ah, ya conoce mi aspecto. Él mismo solicitó mi presencia.

– ¡Ah, un pariente! ¿Cuál eres?

– Me llamo Cayo. Octavio.

– No me dice nada.

– ¿Y cuál es tu nombre? -preguntó Octavio, muy interesado por él.

– Marco Vipsanio Agripa, el contubernalis de Quinto Pedio.

– ¿Vipsanio? -repitió Octavio arrugando la frente-. ¡Qué nombre tan peculiar! ¿De dónde eres?

– De la Apulia sammita, pero la zona se llama Mesapia. Normalmente me llaman por mi cognomen, Agripa.

– «Nacido con los pies por delante.» No parece que cojees. -Tengo los pies perfectamente. ¿Cuál es tu cognomen? -No tengo. Soy simplemente Octavio.

– Sube por la escalera, sigue por el pasillo de la izquierda y ve hasta la tercera puerta.

– ¿Vigilarás mis cosas hasta que pueda recogerlas?

Las «cosas» estaban entrando. Agripa miró irónicamente al nuevo contubernalis. Tenía «cosas» suficientes para ser un legado de alto rango. ¿Qué miembro de la familia era? Algún lejano pariente político, sin duda. Parecía simpático; no era engreído y sin embargo, de un modo difícil de precisar, tenía un elevado concepto de sí mismo. Desde luego no era un militar en potencia. Si a alguien le recordaba, era un individuo relacionado con Cayo Mario: un pariente político de Mario que había sido asesinado por un soldado raso por hacerle proposiciones homosexuales. En lugar de ejecutar al soldado, Mario lo condecoró. Aunque no era que aquel joven indujera a pensar eso.

Cayo Octavio…, de Latium, sin duda. Había muchos Octavios en el Senado, incluso entre los cónsules. Agripa se encogió de hombros y volvió a concentrarse en verificar la lista de ejecutados.


– Adelante -dijo César cuando Octavio llamó a la puerta.

César se volvió hacia él con expresión dura, pero sus facciones se relajaron cuando vio quién era. Dejó la pluma y se levantó.

– Mi querido sobrino, has tardado en llegar. Me alegro mucho de tenerte aquí.

– También yo me alegro, César. Sólo lamento haberme perdido la batalla.

– No lo lamentes. Desde el punto de vista táctico no fue una de mis mejores batallas, y perdí demasiados hombres. Espero por tanto que no sea la última. Tienes buen aspecto, pero le pediré a Hapd'efan'e que te examine para asegurarnos. ¿Había mucha nieve en los puertos de montaña?

– En el mons Genava, sí, pero el paso de los Pirineos estaba transitable. -Octavio se sentó-. Te he notado especialmente serio al entrar, tío.

– ¿Has leído el Catón de Cicerón?

– ¿Esa sarta de estupideces? Sí, me distrajo durante los días que pasé enfermo en Roma. Le contestarás, espero.

– Eso estaba haciendo cuando has llamado. -César dejó escapar un suspiro-. Algunos, como Calvino y Messala Rufo, no creen que deba dignarme contestar. Opinan que escriba lo que escriba se considerará poco magnammo.

– Probablemente tienen razón, pero aun así es necesario contestar. Pasarlo por alto equivale a admitir que hay en ese texto algo de verdad. La gente que lo considere mezquino no se pondrá de tu lado en cualquier caso. Cicerón te ha acusado de aniquilar de manera permanente el proceso democrático (el derecho de todo romano a organizar su propia vida sin intromisiones de ninguna clase) y de la muerte de Catón. Más adelante, cuando tenga dinero, zanjaré el asunto comprando todos los ejemplares del Catón en existencias y quemándolos -dijo Octavio.

– Interesante idea. Podría hacerlo yo mismo.

– No, la gente adivinaría quién estaba detrás de eso. Permite que lo haga yo en el futuro, cuando haya pasado el revuelo. ¿Cómo enfocas tu escrito de refutación?

– Para empezar, con unos cuantos dardos bien dirigidos a Cicerón. Después paso a destrozar el personaje de Catón mejor de lo que Cayo Casio destrozó a Marco Craso. Desde la tacañería hasta el vino para congraciarse con los filósofos y la vergonzosa manera en que trataba a sus esposas; todo estará ahí -dijo César con satisfacción-. Estoy seguro de que Servilia de buena gana me informará de los incidentes menos conocidos de la vida de Catón.


Así empezó para Cayo Octavio una existencia de cadete muy distinta de lo habitual. Aunque esperaba tener la oportunidad de conocer mejor al fascinante Marco Vipsanio Agripa, Octavio descubrió no obstante al día siguiente de su llegada que César no estaba dispuesto a permitir que este contubernalis se relacionara con sus compañeros.

Una vez que la Fortuna ponía a César en un lugar, éste se negaba a abandonarlo hasta que estuviera debidamente organizado. En el caso de la Hispania Ulterior, provincia romana desde hacía mucho tiempo, la labor de César consistió fundamentalmente en establecer colonias romanas. Excepto la Quinta Alauda y la Décima, todas las legiones que lo habían acompañado a Hispania se asentarían en la provincia Ulterior y recibirían generosas asignaciones de tierra de primera calidad expropiada a los hacendados hispanos que habían respaldado a los republicanos. Se fundaría una colonia para los pobres de la ciudad de Roma en Urso, que llevaría el gozoso nombre de Colonia Genetiva Julia Urbanorum, pero el resto de las colonias fueron para los soldados veteranos. Una estaba cerca de Hispalis, otra cerca de Fidentia, dos cerca de Ucubi, y tres cerca de Nueva Cartago. Otras cuatro estaban al oeste, en las tierras de los lusitanos. Cada colonia disfrutaría de la plena ciudadanía romana, y se permitiría a los libertos ocupar puestos en el consejo de gobierno, siendo ésta una atribución muy poco común.

Una de las tareas de Octavio consistió en acompañar a César en su rápida calesa de una colonia a otra, supervisando el reparto de las tierras, asegurándose de que quienes llevaban a cabo el trabajo sabían cómo hacerlo, promulgando los fueros donde se esbozaban las leyes, normas y ordenanzas coloniales, y eligiendo personalmente al primer grupo de ciudadanos que formaría cada consejo de gobierno. Octavio entendió que estaba a prueba: no sólo debía confirmarse su competencia, sino también su estado de salud.

– Espero -dijo a César mientras regresaban de Hispalis- serte de alguna ayuda, tío.

– De una gran ayuda-contestó César, en apariencia un poco sorprendido-. Tienes una gran capacidad para los detalles, Octavio, y disfrutas sinceramente de lo que para muchos son los aspectos más aburridos de este trabajo. Si fueras pasivo, diría que eres un burócrata ideal, pero no eres en absoluto desidioso. En diez años podrás administrar Roma por mí mientras yo me dedico a asuntos que se me dan mejor que la administración de Roma. No me importa redactar las leyes para convertirla en un lugar más funcional y operativo, pero me temo que en realidad lo mío no es quedarme en un mismo sitio durante años, ni siquiera si el sitio es Roma, ésta rige mi corazón pero no mis pies.

A esas alturas estaban ya en muy buenas relaciones, y habían casi olvidado que los separaban más de treinta años. Así que a los luminosos ojos grises de Octavio asomó una sonrisa, y dijo:

– Ya lo sé, César. Tus pies han de estar en marcha. ¿No puedes aplazar la expedición a Partia hasta que yo haya avanzado un poco más en el camino de llegar a serte verdaderamente útil? Roma no confiaría en un simple joven, y posiblemente tampoco confiarán aquellos a quienes has de delegar el gobierno en tu ausencia.

– Marco Antonio-dijo César.

– Exacto. O Dolabela. Calvino quizá sí, pero él no es un hombre lo bastante ambicioso para querer el puesto. E Hirtio, Pansa, Polio y los demás no tienen antepasados suficientemente importantes para mantener en su sitio a Antonio o Dolabela. ¿Debes cruzar el Éufrates tan pronto?

– Sólo hay dos lugares con la riqueza necesaria para sacar a Roma de su precaria situación económica actual, sobrino: Egipto y Partia. Por razones obvias no puedo tocar Egipto, y por tanto tendrá que ser Partía.

Octavio apoyó la cabeza contra el respaldo y volvió la cara para contemplar el paisaje, prefiriendo ocultar su rostro a César por si delataba sus pensamientos.

– A ese respecto, comprendo la necesidad de que sea Partia. Al fin y al cabo, la riqueza de Egipto no es comparable a la de Partia.

Este comentario provocó las carcajadas de César, que tuvo que enjugarse las lágrimas de tanto reír.

– Si vieras lo que yo he visto, Octavio -contestó César por fin-, no dirías eso.

– ¿Qué has visto? -preguntó Octavio con la expresión de un niño.

– Las cámaras del tesoro -respondió César aún entre risas. Y con eso bastaba por el momento. Deprisa pero sin pausa.


– ¡Qué trabajo más extraño el tuyo! -comentó Marco Agripa a Octavio unas horas más tarde aquel mismo día-. Eres más un secretario que un cadete, ¿no?

– A cada cual lo que le corresponde -respondió Octavio sin ofenderse-. Yo carezco de talento militar, pero creo que tengo ciertas dotes para el gobierno, y colaborar tan estrechamente con César es muy educativo a ese respecto. Me habla de todo lo que hace, y yo…, en fin, escucho con mucha atención.

– No me habías dicho que era tu tío carnal. -En rigor, no lo es. Es mi tío abuelo.

– Según Quinto Pedio, eres su favorito entre los favoritos. -Eso es una indiscreción por parte de Quinto Pedio.

– Me atrevería a decir que es tu primo carnal o algo así. A veces habla solo -dijo Agripa intentando arreglar su propia indiscreción-.

¿Vas a quedarte aquí un tiempo?

– Sí, durante dos noches.

– Entonces ven a divertirte con nosotros mañana. No tenemos dinero, por lo que la comida no es muy buena, pero bienvenido seas.

Ese «nosotros» incluía a Agripa y a un tribuno militar llamado Quinto Salvidieno Rufo, un picentino pelirrojo de entre veinticinco y treinta años.

Salvidieno examinó a Octavio con curiosidad.

– Todo el mundo habla de ti -dijo, e hizo un hueco al invitado en un banco tirando al suelo unos pertrechos militares.

– ¿Hablan de mí? ¿Por qué? -preguntó Octavio, sentándose en el borde del banco, un tipo de mueble con el que había tenido escaso contacto hasta el momento.

– En primer lugar, porque eres el favorito de César. En segundo lugar, nuestro jefe Pedio dice que eres algo delicado: no puedes montar a caballo ni dedicarte debidamente a las obligaciones militares -explicó Salvidieno.

Un no combatiente les sirvió la comida, que consistía en una gallina hervida dura, un puré de garbanzos y tocino, un poco de pan aceptable y aceite, y un gran plato de magníficas aceitunas de Hispania.

– No comes mucho -observó Salvidieno engullendo la comida.

– Soy «delicado» -respondió Octavio de manera un tanto mordaz.

Agripa sonrió y sirvió vino a Octavio. Cuando el invitado tomó un sorbo y dejó la jarra, su sonrisa se hizo más ancha.

– ¿No te gusta nuestro vino? -preguntó.

– No me gusta el vino en general. A César tampoco.

– En cierto sentido te pareces mucho a él-dijo Agripa.

El rostro de Octavio se iluminó.

– ¿Me parezco a él? ¿De verdad?

– Sí. Hay algo de él en tu cara, que es más de lo que puede decirse de Quinto Pedio. Y eres más aristocrático.

– He tenido una educación distinta -explicó Octavio-. El padre de Pedio fue un caballero de Campania, así que él creció allí. Yo, en cambio, me he criado en Roma. Mi padre murió hace muchos años. Mi padrastro es Lucio Marcio Filipo.

Un nombre muy conocido. Los otros dos parecieron impresionados.

– Un epicúreo -dijo Salvidieno, mejor informado que el joven Agripa-. Además, cónsul. No es extraño que lleves equipaje suficiente para un legado de alto rango.

Octavio pareció abochornado.

– Ah, eso es cosa de mi madre -aclaró-. Siempre está convencida de que voy a morir, especialmente cuando me alejo de ella. Para seros sincero no necesito tantas cosas ni las utilizo. Puede que Filipo sea un epicúreo hasta la médula, pero yo no. -Echó una ojeada a la pobre y desaseada habitación-. Os envidio -añadió con un suspiro-. No es divertido ser delicado.


– ¿Te lo has pasado bien? -preguntó César cuando regresó su contubernalis, consciente de que apenas daba oportunidad al muchacho de mezclarse con sus compañeros.

– Sí, pero eso me ha hecho tomar consciencia de mis privilegios.

– ¿En qué sentido, Octavio?

– Ah, tengo mucho dinero en la bolsa, tengo todo lo que necesito, disfruto de tu favor -contestó Octavio con franqueza-. Agripa y Salvidieno no tienen dinero, no cuentan con el favor de nadie, y sin embargo son dos excelentes hombres, creo.

– Si lo son, ascenderán bajo la protección de César, de eso puedes estar seguro. ¿Me recomiendas que los lleve a la campaña parta?

– Sin duda. Pero a tu servicio directo, César. Conmigo, puesto que yo no tendré edad suficiente para gobernar Roma en tu ausencia.

– ¿De verdad quieres venir? El polvo puede ser peligroso para ti.

– Aún tengo mucho que aprender de ti, así que me gustaría intentarlo.

– A Salvidieno lo conozco. Estuvo al frente de la carga de caballería en Munda, y ganó nueve phalerae de oro. Un picentino típico, imagino: muy valiente, una mente militar superior, capaz de idear estrategias. De Agripa no sé nada. Dile que esté presente cuando nos pongamos en marcha por la mañana, Octavio -ordenó César, deseando ver qué clase de persona había elegido Octavio como amigo.

Conocer a Agripa fue una revelación. A César le pareció uno de los jóvenes más impresionantes que había conocido. Si hubiera sido más feo, se habría parecido mucho a Quinto Sertorio, pero su buena presencia lo elevaba a otra categoría. Si hubiera asistido a una de las grandes escuelas romanas para los hijos de los caballeros, sin duda habría acabado siendo prefecto. Era la clase de joven de quien siempre cabía esperar el mayor esfuerzo: muy fiable, sin miedo, atlético y en extremo inteligente. Un inquebrantable. Era una lástima que no hubiera recibido una educación mejor. En cuanto a su sangre, era muy mediocre. Estas dos circunstancias retrasarían cualquier esperanza de carrera pública en Roma. Ésa era una de las razones por las que César estaba decidido a cambiar la estructura social lo suficiente para permitir el ascenso de hombres tan capacitados como aparentaba ser Agripa a sus diecisiete años. Ya que él no era un prodigio como Cicerón, ni poseía la crueldad de un Cayo Mario -dos hombres nuevos que habían conseguido elevarse por encima de su condición-, lo que necesitaba Agripa era un protector, y César asumiría la responsabilidad. Su sobrino nieto tenía buen ojo para elegir hombres aptos, lo cual era un alivio.

Mientras Agripa permanecía en posición de firmes y contestaba las amables pero sagaces preguntas de César, Octavio -como observó César con el rabillo de ojo- contemplaba a Agripa con adoración. Y no era en absoluto la clase de adoración con que miraba a César. Vaya, vaya…

A veces viajaba con ellos en su calesa un secretario, pero esa mañana César prefirió estar a solas con Octavio. Había llegado la hora de afrontar aquella conversación, aplazada porque a César no le entusiasmaba en absoluto.

– Marco Agripa te cae muy bien -empezó César.

– Mejor que cualquier otra persona que haya conocido -contestó Octavio al instante.

Cuando ha de sajarse un furúnculo, debe cortarse a fondo y con crueldad.

– Eres un chico muy mono, Octavio.

Octavio, sobresaltado, no lo tomó como un cumplido.

– Espero que con la edad me haré más hombre, César -dijo en un susurro.

– No veo muchas posibilidades de que así sea, porque no tendrás tiempo de hacer todo el ejercicio necesario para desarrollar un físico como el de Agripa, o el mío. Tú siempre tendrás poco más o menos el mismo aspecto de ahora, un chico mono y esbelto.

Octavio empezó a enrojecer.

– ¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo, César? ¿Que parezco afeminado?

– Sí -dijo César claramente.

– Por eso hombres como Lucio César y Cneo Calvino me miran como me miran.

– Exactamente. ¿Albergas tiernos sentimientos hacia tu propio sexo, Octavio?

Octavio palideció.

– No que yo sepa, César. Admito que quizá contemple a Marco Agripa como un bobo, pero es que lo admiro mucho.

– Si no albergas tiernos sentimientos, te sugiero que pongas fin a las miradas de bobo. Asegúrate de no sentir nunca esa clase de atracción. Nada puede retrasar más la carrera pública de un hombre que ese defecto en particular, lo sé por experiencia-dijo César.

– ¿Te refieres a la acusación acerca del rey Nicomedes de Bitinia?

– Precisamente. Una acusación injustificada, debida a que por desgracia no me había granjeado el afecto de mi comandante, Lúculo, ni de mi compañero Marco Bibulo. Se complacieron en utilizarla para rebajarme políticamente, y en la celebración de mis triunfos tuve que oírla de nuevo.

– La canción de la Décima.

– Sí -contestó César apretando los labios-. Ya han pagado por eso.

– ¿Cómo te defendiste de esa acusación? -preguntó Octavio con curiosidad.

– Mi madre, una mujer extraordinaria, me aconsejó que pusiera los cuernos a mis rivales políticos, cuanto más públicamente, mejor. Y que nunca entablara amistad con compañeros que tuvieran esa clase de fama. Me dijo que jamás diera la menor prueba de que tal acusación tuviera una base que no fuera el puro despecho -explicó César, mirando al frente-. Y me -dijo también que no visitara Atenas.

– Recuerdo muy bien a tu madre -Octavio sonrió-. Me aterrorizaba.

– A veces también a mí-César cogió las manos de Octavio entre las suyas y se las apretó con fuerza-. Te transmito su consejo, pero con un ánimo diferente, ya que tú y yo somos hombres muy, muy distintos. Tú no posees el atractivo que yo tenía para las mujeres cuando era joven. Yo hacía que desearan domesticarme, capturar mi corazón, al mismo tiempo que dejaba muy claro ante todo el mundo que no podía ser domesticado ni tenía corazón. Eso tú no puedes hacerlo. Careces de la arrogancia o el aplomo necesarios. Merecido o no, te envuelve cierto aire de afeminamiento. Lo achaco a tu enfermedad, que ha preocupado mucho a tu madre, y ella ha caído en el error de mimarte. También tu dolencia te ha impedido asistir a la instrucción militar con la regularidad suficiente para que tus iguales te conozcan bien. En todas las generaciones hay individuos como tu primo Marco Antonio, que consideran afeminados a todos los hombres incapaces de levantar yunques y engendrar un bastardo cada nundinum. Por eso Antonio quedó impune tras besar a su amigo Cayo Curio en público; nadie podía creer que Antonio y Curio fueran verdaderos amantes.

– ¿Y lo eran? -preguntó Octavio fascinado.

– No. Simplemente les gustaba escandalizar a los mojigatos. En cambio, si tú hicieras eso, la reacción sería muy distinta, y Antonio sería el primero en acusarte. -César hizo una inspiración-. Como dudo que tengas la energía o la presencia física para labrarte una reputación de gran mujeriego, te recomiendo una estrategia distinta: cásate joven y lábrate la reputación de marido fiel. Puede que algunos te consideren un individuo insípido, pero da resultado, Octavio. Lo peor que dirán de ti es que eres poco atrevido y estás dominado por tu mujer. Por tanto elige a una esposa con quien puedas disfrutar de paz doméstica y que sin embargo dé la impresión a los demás de que es ella quien manda en casa. -Se echó a reír-. No es fácil y quizá no te sea posible, pero tenlo en cuenta. No eres ningún estúpido, y he notado que normalmente consigues salirte con la tuya. ¿Me sigues? ¿Entiendes lo que digo?

– Sí, claro -contestó Octavio-. Sí.

César le soltó las manos.

– Así pues, no mires a Marco Agripa con manifiesta adoración. Yo comprendo el motivo, pero otros no serán tan sutiles. Cultiva su amistad, por supuesto, pero permanece siempre un tanto distante. Te recomiendo que cultives su amistad porque es exactamente de tu misma edad, y algún día necesitarás amigos como él. Promete mucho, y si es a ti a quien debe su promoción social, podrás contar con su lealtad absoluta, porque es de esa clase de hombres. Te recomiendo que te mantengas a cierta distancia de él porque no conviene que extraiga la impresión de que es amigo íntimo tuyo y estáis en el mismo plano. Que sea para ti el fides Achates de Eneas. Al fin y al cabo, llevas en las venas la sangre de Venus y Marte, en tanto que Agripa es un oscano mesapio sin antepasados dignos de mención. Todos los hombres deberían poder aspirar a ser grandes y hacer grandes cosas, y me gustaría construir una Roma que les permitiera realizar esos sueños. Pero algunos tenemos además la suerte de ser de origen elevado, aunque eso representa una carga adicional: debemos demostrar que somos dignos descendientes de nuestros antepasados en lugar de dedicarnos a buscar ancestros ilustres.

El paisaje desfila junto a ellos; pronto cruzarían el río Betis en su largo viaje hacia el río Tagus. Octavio miró por la ventanilla sin ver nada. Luego se lamió los labios, tragó saliva y volvió a mirar a César a los ojos, en los que se advertía una expresión amable, comprensiva, afectuosa.

– Entiendo lo que has dicho, César, y te lo agradezco más de lo que puedas llegar a imaginar. Es un consejo muy sensato, y lo seguiré al pie de la letra.

– Si lo haces, muchacho, sobrevivirás. -Los ojos de César brillaron-. A propósito, he notado que, pese a que hemos ido de un lado a otro de la Hispania Ulterior durante la primavera, no has sufrido un solo ataque de asma.

– Hapd'efan'e me lo ha explicado -dijo Octavio, más despreocupado, más seguro-. Cuando estoy contigo, César, me siento seguro. Tu aprobación y tu protección me envuelven como una manta, y no experimento ansiedad.

– ¿Ni siquiera cuando hablo de asuntos desagradables?

– Cuanto más te conozco, César, más te veo como un padre. El mío murió antes de que yo lo necesitara para hablar con él de las preocupaciones y dificultades de los hombres, y Lucio Filipo… Lucio Filipo…

– Lucio Filipo abandonó las responsabilidades de la paternidad alrededor de la fecha en que tú naciste -apuntó César, absurdamente complacido del resultado de una conversación que al principio temía-. Yo tampoco tuve un padre, pero mi madre cumplió mejor la función que la tuya. Atia es madre y nada más que madre, pero la mía ejerció además las funciones de un padre. Así que si puedo ayudarte en cuestiones paternales, lo haré encantado.

No es justo, pensaba Octavio, que haya conocido a César tan tarde. Si lo hubiera conocido así cuando era niño, quizá ni siquiera habría padecido de asma. Mi amor por él es ilimitado. Haría cualquier cosa por él. Pronto habrá terminado nuestra labor en las Hispanias y regresará a Roma. Regresará junto aquella espantosa mujer al otro lado del Tíber, aquella mujer de rostro desagradable rodeada de dioses animales. Por culpa de ella y el niño, César no tocará la riqueza de Egipto. ¡Qué astutas son las mujeres! Ésta ha esclavizado al soberano del mundo y se ha asegurado la supervivencia de su reino. Conservará la riqueza del país para su hijo, que no es romano.

– Háblame de las cámaras del tesoro, César-dijo Octavio, y con la mirada llena de inocencia volvió sus ojos grises hacia su ídolo.

Aliviado al tener un nuevo tema de conversación, César lo complació.

Era un asunto que no podía comentar ante ningún romano, excepto ante aquel muchacho que lo veía como a un padre.

3

Para Cicerón, el primer año del nuevo calendario fue una época de pesares y sufrimientos.

Tulia dio a luz a un niño prematuro y enfermizo a principios de enero; el recién nacido, Publio Cornelio, recibió el cognomen de la rama de los Cornelios de su abuela: Lentulo. Fue sugerencia de Cicerón. Como Dolabela se había marchado a la Hispania Ulterior para unirse a César, no estaba presente para insistir que su hijo llevara su propio cognomen. Fue la manera que tuvo César de vengarse de Dolabela, que se había ido sin devolver la dote de Tulia.

Ésta, enferma, no mostró interés por su hijo, se negó a comer y hacer ejercicio. A mediados de febrero murió plácidamente, al parecer -o eso opinaban quienes la conocían- a causa del amor no correspondido que sentía por Dolabela. El terrible dolor de Cicerón se vio agravado por la indiferencia de la madre de Tulia y el ridículo comportamiento de su nueva esposa, Publilia, que no entendía en absoluto por qué Cicerón lloraba y no le prestaba la menor atención. Además, para Publilia, su matrimonio con un hombre tan famoso constituía una gran decepción, como se apresuraba a decir a su madre y su hermano menor de edad siempre que la visitaban. Visitas que el afligido Cicerón llegó a temer hasta tal punto que buscaba cualquier pretexto para marcharse en cuanto llegaba su familia política.

Recibió innumerables cartas de condolencia, una de Bruto enviada desde la Galia Cisalpina justo antes de su regreso a Roma. Cicerón la abrió de inmediato, convencido de que aquel hombre, tan afín a él en su filosofía y sus tendencias políticas, encontraría las palabras exactas para aliviar su maltrecho animus. En lugar de eso encontró una nota de pésame fría, desapasionada y estereotipada que de hecho le daba a entender que su dolor era exagerado, excesivo, inmoderado. Un golpe que se hizo aún más evidente cuando llegó la carta de César y en ella el exquisito consuelo que Cicerón había esperado de Bruto. Oh, ¿por qué había escrito la carta debida quien no debía?

¡Quien no debía, quien no debía! Esa opinión se reforzó cuando recibió un lacónico comunicado de Lepido, quien, como patricio superior del Senado, era quien lo encabezaba, el princeps Senatus. Deseaba saber por qué Cicerón no acudía a las sesiones de la Cámara y le recordaba que, según las nuevas leyes de César, un senador estaba obligado a asistir so pena de perder su escaño. Desde la fundación de la República, los oligarcas del Senado habían disfrutado del título de senador sin necesitar siquiera sentarse en la Cámara ni formar parte de un jurado a menos que quisieran. Ahora era distinto. Los senadores tenían que incorporarse a los jurados cuando se les exigiera, y tenían que hacer acto de presencia en la Cámara. Si el motivo de la ausencia de Cicerón era una enfermedad, debía obtener tres declaraciones juradas de tres senadores a tal efecto.

La enfermedad era la única excusa válida para estar ausente si un senador se hallaba en Italia. Además, ahora un senador tenía que presentar una solicitud a la Cámara para salir de Italia. Cicerón se veía trabado por multitud de normas y reglamentos que eran un insulto a sus derechos como miembro del organismo de gobierno más augusto de Roma. ¡Era intolerable! Entre afligido e indignado, Cicerón tuvo que buscar tres senadores dispuestos a jurar ante Lepido que Marco Tulio Cicerón era incapaz de ocupar su escaño en la Cámara debido a una grave enfermedad de larga duración.

Para colmo, tras decidir que Tulla debía tener un monumento glorioso en unos jardines públicos, Cicerón descubrió que la tumba de diez talentos proyectada por el arquitecto Cluatio le costaría veinte talentos; las leyes suntuarias de César estipulaban que fuere cual fuese el coste de una tumba debía pagarse al erario una cantidad equivalente. Sin embargo el abogado encontró una manera de soslayar esta normativa: bastaba con llamar santuario a la tumba de Tulia y quedaba libre de impuestos. Por tanto Tulla no tendría una tumba sino un santuario. A veces los treinta años de matrimonio con Terencia resultaban provechosos: ella conocía maneras de evitar cualquier impuesto que el propio César fuera capaz de crear.

Naturalmente, hubo paliativos a sus desdichas, en particular la favorable acogida que recibió su Catón. En una carta Aulo Hirtio, gobernador de la Galia Narbonesa al servicio de César, le contó que éste planeaba escribir un «Anti-Catón». Sí, César, hazlo, por favor, se dijo Cicerón. Causará un daño inconmensurable a tu dignitas.


Las noticias procedentes de la Hispania Ulterior llegaban con cuentagotas. Tan escasas eran que Hirtio, al escribir desde Narbo el decimoctavo día de abril, no sabía que Cneo Pompeyo había sido capturado y decapitado. Sí se conocía, en cambio, el resultado de la batalla de Munda, y era un hecho que toda Roma debía aceptar. La resistencia republicana había sido atajada definitivamente y nada impediría a César aplicar sus vergonzosas leyes contra la Primera Clase. Incluso Ático, hasta entonces siempre equitativo respecto a César, empezó a preocuparse. Aunque seguía trabajando para asegurarse que los pobres del censo por cabezas no eran embarcados con destino a Butrotum, no pudo obtener garantías de que los mandarían a otra parte. Los legados de César se negaban a comprometerse.

– Tendremos que esperar hasta que César regrese -dijo Cicerón-. Una cosa es cierta: mandar al censo por cabezas al otro lado del mar no es algo que se haga en una hora; nadie zarpará antes del regreso de César. -Guardó silencio por un instante-. Tienes que saberlo, Tito, así que mejor ahora. Voy a divorciarme de Publilia. No puedo soportarla a ella ni a su familia un momento más.

Tito Pompeyo Ático miró a su amigo con mordaz compasión. Gran aristócrata de la gens Cecilia, Ático podría haber hecho una ilustre carrera pública, podría haber llegado hasta el consulado, pero su pasión era el comercio, y un senador no podía dedicarse a negocios que guardaran relación directa con la propiedad de la tierra. Discretamente aficionado a los jovencitos, se había ganado el sobrenombre «Ático» por su devoción a Atenas, un lugar donde se aceptaba esa clase de amor; había convertido esa ciudad en su segundo hogar, y limitaba sus actividades en ese terreno a sus estancias allí. Cuatro años mayor que Cicerón, se había casado tarde, con una prima, Cecilia Pilia, y había engendrado a su heredera, su querida hija Cecilia Ática. Sus lazos con Cicerón iban más allá de la amistad, ya que su hermana, Pomponia, estaba casada con Quinto Cicerón. Esa unión, asaz tempestuosa, ponía permanentemente la pareja al borde del divorcio. En conjunto, reflexionó Ático, los dos Cicerones habían contraído matrimonios desdichados; se habían visto obligados a casarse por dinero, con herederas. Lo que ninguno de los dos hermanos había tenido en cuenta era la tendencia de las herederas romanas a controlar su propio dinero, y no había ninguna ley que estipulara la obligación de compartirlo con sus maridos. Lo triste del caso era que las dos mujeres amaban a sus Cicerones; simplemente no sabían cómo demostrarlo, y eran además mujeres austeras que deploraban la tendencia de ellos al derroche.

– Me parece sensato que te divorcies de Publilia -comentó Ático con delicadeza.

– Publilia fue muy desconsiderada con Tulia cuando estaba enferma.

Ático lanzó un suspiro.

– En fin, Marco, es muy difícil ser diez años menor que tu hijastra. Por no hablar de lo complicado que es vivir con una leyenda mayor que tu abuelo.


El pequeño Publio Cornelio Lentulo murió a principios de junio, a los seis meses de vida. Nacido al inicio del octavo mes in utero, había heredado de Dolabela la fuerza suficiente para intentar vivir, pero sus nodrizas encontraban repugnante su cuerpo descarnado y rojizo y no podían amarlo como su madre habría hecho si el amor por el padre no hubiera excluido todos los demás afectos. El niño abandonó la lucha tan plácidamente como Tulia, pasando de una pesadilla a un sueño. Cicerón mezcló sus cenizas con las de la madre y decidió enterrarlos juntos en el santuario… si llegaba a encontrar el trozo de tierra idóneo para su monumento.

Curiosamente, la muerte del niño puso fin al capítulo de Tulia en la mente de Cicerón. Empezó a recobrarse, proceso que se aceleró cuando por fin llegó a sus manos un ejemplar del «Anti-Catón» de César. Aún no se había publicado, pero se sabía que los hermanos Sosio estaban a punto de hacerlo. Cicerón lo encontró malévolo, rencoroso y desagradable. ¿De dónde había sacado César parte de su información? Contenía sabrosas anécdotas sobre el amor no correspondido de Catón por la esposa de Metelo Escipión, Emilia Lepida, fragmentos de la pésima poesía que había escrito después de ser rechazado por ella, extractos de su pleito (jamás entablado) contra Emilia Lepida por incumplimiento de promesa, un evocador relato del momento en que Catón anunció a sus hijos que nunca más se les permitiría ver a su madre. Revelaba incluso los más íntimos secretos de Catón. Como César fue el hombre con quien la primera esposa de Catón cometió adulterio, en el colmo de la indecencia divulgaba los sórdidos detalles de las técnicas amatorias de Catón. ¡César se las iba a pagar!

¡Pero y la prosa! Cicerón, consternado, se preguntó por qué él era incapaz de una prosa la mitad de buena. Y en cuanto al poema de César, Iter, todos lo consideraban una obra maestra, desde Varro hasta Lucio Piso, un gran experto en literatura. No es justo que un hombre tenga tanto talento, así que me alegro de que su odio a Catón lo haya sacado de quicio.

Luego Cicerón tuvo que ponerse del lado de César, una posición no precisamente cómoda, pero que debía adoptar en justicia.

Marco Claudio Marcelo, a quien César había indultado cuando su hermano, Cayo Marcelo el joven, se arrodilló y suplicó, había abandonado Lesbos y viajado a Atenas, y allí fue asesinado en el Pireo. Ciertas personas que no ocultaban su odio hacia César empezaron a difundir en el extranjero el rumor de que César había pagado a los asesinos de Marco Marcelo. Una calumnia que Cicerón no podía pasar por alto, pese a lo mucho que aborrecía a César. A su pesar, anunció públicamente que César no podía tener nada que ver con el asesinato. César era un asesino de la personalidad, prueba de ello su «Anti-Catón», pero no uno que asesinara en miserables callejones oscuros. Cicerón se tomó muchas molestias para desmentir el rumor.

La noticia de la decapitación de Cneo Pompeyo corría ya por toda Roma, junto con sus consecuencias. El decapitador, Cesenio Lento, había sido un prometedor colaborador de César, pero cuando César recibió la cabeza a través del asqueado Cayo Didio, Cesenio Lento se vio despojado inmediatamente de su parte del botín y enviado de regreso a Roma con la cáustica amonestación de César resonando aún en sus oídos. No habría promoción en el cursus honorum para semejante bárbaro; de hecho, Cesenio Lento fue expulsado del Senado cuando César tuvo tiempo de dedicarse a las responsabilidades de censor heredadas junto con muchos otros honores.

Así era César, pensó Cicerón: por un lado, escrupulosamente civilizado; por el otro, un intencionado denigrador de la virtud. Pero en absoluto era un hombre dispuesto a pagar por un asesinato. Eso jamás. Así pues, Cicerón demostró comprender en cierto modo a César, pero no lo suficiente. Lo que Cicerón nunca entendería era que sus propios impulsos e irreflexivos virajes eran la causa del antagonismo de César. Si él no hubiera denigrado tanto a César en su Catón César no habría denigrado a Catón en su «Anti-Catón». Causa y efecto.

4

¿Adónde se había ido el dinero? Aunque la parte del botín galo correspondiente a Marco Antonio había ascendido a mil talentos de plata, cuando se dispuso a pagar a sus acreedores descubrió que debía más del doble de esa cantidad. Sus deudas se elevaban a setenta millones de sestercios, y Fulvia no tenía las reservas en efectivo necesarias para pagarlas tras haber desembolsado ya treinta millones antes de la boda. El problema era que la subasta de propiedades confiscadas había reducido, momentáneamente, el valor de las tierras de primera calidad y vender tierras era la única manera en que ella podía reunir el dinero hasta recibir más ingresos. Aquel tercer marido estaba resultándole caro.

La gran fortuna de Fulvia había sido amasada inicialmente por su bisabuela, Cornelia, la madre de los Gracos, una romana de las de antes. Su nieta, que era la madre de Fulvia, no había visto razón alguna para cambiar la forma de administración. Así pues, las numerosas propiedades y negocios de Fulvia estaban enterrados en sociedades en las que participaba como capitalista o eran nominalmente de otra persona. Por tanto, vender bienes no era fácil, requería mucho tiempo y no contaba con la aprobación de su banquero, Cayo Opio, que sabía perfectamente adónde iba a parar el dinero.


– El problema es que llegué a la Galia demasiado tarde -dijo Antonio sombríamente a Décimo Bruto y a Cayo Trebonio.

Estaban los tres en la taberna de Murcio, en la parte alta de la Via Nova, tras haberse dado cita en la Escalinata Vestal.

– Es cierto. Llegaste después del alzamiento de Vercingetorix -convino Trebonio, que había estado con César durante cinco años y había recibido diez mil talentos. Con una sonrisa añadió-: Incluso entonces llegaste tarde, según recuerdo.

– ¡Mira quién fue a hablar! -gruñó Antonio-. Vosotros dos erais mariscales de César, y yo un simple cuestor. Siempre soy un poco demasiado joven para acceder al dinero de verdad.

– La edad no tiene nada que ver con eso -dijo Décimo Bruto arrastrando las palabras y enarcando una ceja. Antonio arrugó la frente.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó.

– Quiero decir que nuestra edad ya no nos permite luchar para llegar a ser cónsules electos. Mi elección como pretor de este año ha sido una farsa tan grande como lo fue la de Trebonio hace tres años. Debemos esperar los dictados de César para ver cuándo se nos permitirá ser cónsules. No es una decisión de los electores; es una decisión de César. A mí me ha prometido el consulado para dentro de dos años, pero ya veis a Trebonio: debería haber sido cónsul el año pasado, y todavía no lo es. Individuos como Vatia Isaurico y Lepido tienen más influencia y han de ser contentados antes -dijo Décimo Bruto, hablando más deprisa a medida que empeoraba su humor.

– No sabía que estabas tan indignado -comentó Antonio.

– Todos los auténticos hombres lo están, Antonio. Estoy dispuesto a admitir cualquier mérito de César por lo que se refiere a competencia, brillantez y esfuerzo… Sí, sí, es un genio. Pero ya sabes lo que se siente al verse eclipsado por alguien cuando, por el propio nacimiento, uno debería estar muy arriba. Tú eres medio Antonio y medio Julio; yo soy medio Junio Bruto y medio Sempronio Tuditano. Los dos somos de buen linaje y deberíamos tener una clara oportunidad de llegar a lo más alto. Vestidos con nuestras togas blancas, podríamos engatusar a los votantes, prometerles lo que fuera, mentir y sonreír. En lugar de eso, estamos al servicio de César, el rey de Roma. Lo que recibimos es por su gracia y favor, no por nuestros méritos. Resulta abominable. Abominable.

– Ya veo -dijo Antonio con sorna.

Trebonio escuchaba, preguntándose si Antonio y Décimo sabían realmente lo que decían. Por lo que a él se refería, no importaba qué derechos heredaba uno de sus antepasados, porque él no tenía antepasados ilustres. Era por completo una creación de César, y no habría recorrido ni la décima parte del camino sin la ayuda de César. Fue César quien compró sus servicios como tribuno de la Asamblea de la Plebe y le pagó para ocupar ese cargo; fue César quien descubrió sus aptitudes militares; fue César quien le encargó hacer maniobras independientes durante la guerra de las Galias; fue César quien lo hizo pretor; fue César quien lo nombró gobernador de la Hispania Ulterior. Yo, Cayo Trebonio, soy un hombre de César, comprado y sobradamente pagado. Mi riqueza se la debo a él; mi preeminencia se la debo a él. Si César no se hubiera fijado en mí, sería un don nadie. Eso aumenta más aún mi rencor hacia César, ya que cada vez que acometo una empresa, recuerdo que en el momento en que dé un paso en falso, César tiene la potestad de reducirme a la nada. A los aristócratas como estos dos puede perdonárseles algún que otro desliz, pero un don nadie como yo no tiene posibilidades de rectificar. Defraudé a César en la Hispania Ulterior, y cree que no me esforcé lo suficiente en expulsar a Labieno y a los dos Pompeyos. Por tanto, cuando nos encontramos en Roma, tuve que postrarme ante él y rogar su perdón, como si fuera una de sus mujeres. Decidió ser misericorde, reprenderme por suplicarle, decir que no había nada que perdonar, pero lo sé, lo percibí. No volverá a recurrir a mí; nunca seré cónsul con plenos poderes sino sólo un subalterno.

– ¿De verdad intentaste asesinar a César, Antonio? -preguntó de pronto.

Antonio parpadeó, y se volvió hacia Trebonio.

– Pues… sí, a decir verdad -contestó, e hizo un gesto de indiferencia.

– ¿Qué te indujo a hacerlo? -quiso saber Trebonio, intrigado.

Antonio sonrió.

– El dinero, ¿qué si no? Yo estaba con Poplicola, Cotila y Cimbro. Uno de ellos, no recuerdo quién, me recordó que soy heredero de César, de manera que se me antojó buena idea apropiarme del dinero de César en el acto. Pero todo quedó en nada. El viejo tenía guardias apostados por toda la Domus Publica, así que no pude entrar. -Lanzó un gruñido-. Lo que quiero saber es quién me delató, porque alguien lo hizo. César afirmó en la Cámara que me habían visto, pero me consta que no me vio nadie. Sospecho que fue Poplicola.

– César es tu pariente cercano, Antonio -dijo Décimo Bruto.

– ¡Ya lo sé! En aquel momento no me importó, pero Fulvia me sonsacó la historia cuando César la mencionó en la Cámara, y me hizo prometer que no volvería a levantar la mano contra él nunca -dijo con una mueca de aversión-. Me lo hizo jurar por mi antepasado Hércules.

– César es también pariente mío -dijo Décimo Bruto entre dientes-, pero yo no he hecho ningún juramento.

Cayo Trebonio tenía una apariencia taciturna por naturaleza, y una expresión siempre triste en los ojos grises. Mirando a Antonio le dijo:

– La cuestión es si tú harías lo mismo que Poplicola e irías con el cuento a César si te enteraras de que existe una conspiración para asesinarlo.

Se produjo un silencio. Antonio miró fijamente a Trebonio. También Décimo Bruto se volvió hacia él.

– Yo no voy con cuentos a nadie, Trebonio, ni siquiera para denunciar conspiraciones de asesinato.

– Eso suponía -respondió Trebonio-. Sólo quería asegurarme. Décimo golpeó ruidosamente la mesa con la palma de la mano. -Así no vamos a ninguna parte. Sugiero que hablemos de otro tema.

– ¿Qué tema? -preguntó Trebonio.

– En este momento ninguno de nosotros goza de la estima de César por una razón u otra. Este año me ha nombrado pretor, pero sin ningún cometido aceptable. ¿Por qué, pues, no me llevó a la Hispania Ulterior con él? Soy mejor al mando de un ejército que ineptos como Quinto Pedio. Pero César no está contento conmigo. En lugar de darme una palmada en la espalda por sofocar la sublevación de los Bellovaci, me dijo que había sido demasiado severo con ellos. -Torció el gesto. Su tez era tan clara que no parecía tener facciones definidas-. Nos guste o no, dependemos del favor del gran hombre, y tengo motivos para congraciarme con él. Quiero ese consulado aunque sea por su gracia y favor. Tú, Trebonio, mereces un consulado. Y tú, Antonio, tienes mucho que hacer si quieres salir adelante.

– ¿Adónde quieres llegar? -preguntó Antonio con impaciencia.

– Al hecho de que no nos conviene quedarnos aquí en Roma como tres rastreras arpías -dijo Décimo, arrastrando otra vez las palabras-. Tenemos que salirle al encuentro antes de que llegue aquí, cuanto antes mejor. En cuanto esté en Roma, se precipitará sobre él tal avalancha de aduladores que nos será imposible hablar con él. Los tres hemos trabajado con él durante años, y sabe que somos capaces de capitanear una tropa. Se sabe que tiene intención de invadir Partia. Pues bien, tenemos que dirigirnos a él cuanto antes para asegurarnos el cargo de legados superiores en esa campaña. Después de Asia, África e Hispania, tiene docenas de hombres capaces de ponerse al mando de un ejército, desde Calvino hasta Fabio Máximo. En cierta medida nosotros, amici, somos viejas glorias; las Galias quedan ya muy lejos. Así que debemos llegar hasta él y recordarle que somos mejores que Calvino o Fabio Máximo.

Los otros dos escuchaban con interés.

– Yo salí bien parado de la Galia -prosiguió Décimo Bruto-, pero el botín parto me haría tan rico como lo era Pompeyo Magno. Al igual que tú, Antonio, tengo gustos muy caros. Y como asesinar a un pariente es una acción sumamente reprobable, tendremos que buscar otra fuente de ingresos que no sea el testamento de César. No sé qué pensáis hacer vosotros, pero yo salgo mañana a reunirme con César.

– Te acompaño -dijo Antonio al instante.

– Y yo -convino Trebonio, recostándose satisfecho contra el respaldo.

El tema había sido planteado, y la reacción de los parientes de César no era en absoluto insatisfactoria. Trebonio no estaba seguro de cuándo había decidido que César debía morir, porque la idea había surgido de un modo inconsciente, y no tenía nada que ver con nobles intenciones. Se basaba en un odio puro: el odio del hombre que no tiene nada hacia el hombre que lo tiene todo.

5

Cuando Bruto regresó por fin de la Galia Cisalpina, venía de un humor raro, o al menos a su madre se lo parecía. Aunque era evidente que había disfrutado mucho del encargo de César, se lo veía aún más distraído que de costumbre, hasta el punto de que las mordacidades de Servilia caían en saco roto.

De todos los cambios, el más fascinante era el de su piel: se le había limpiado de una manera tan espectacular que ya podía apurar el afeitado. Quedaban las cicatrices como único testimonio de la repulsiva enfermedad que lo había atormentado durante casi veinticinco años. Al año siguiente, tanto él como Cayo Casio cumplirían los cuarenta, y ya les correspondía ser candidatos a pretores. Que lo fueran sólo dependía de César.

¡César! César, el indiscutible soberano del mundo, como Lucio Pontio Aquila, el amante de Servilia, le recordaba como mínimo una vez en cada encuentro. Éste había sido nombrado tribuno de la Asamblea de la Plebe, y bullía de impotencia. No podía vetar ninguna ley promulgada por un dictador, y se moría de ganas de encontrar una manera de exteriorizar su odio hacia César y todo aquello que representaba.

En cuanto a Cayo Casio, se dedicaba a pasear su mal humor por Roma; con poco que hacer, y escasas esperanzas de obtener la dichosa pretoría, mataba el tiempo en compañía de Cicerón, Filipo y otros de esa misma clase. Toda Roma estaba sorprendida de que hubiera abjurado de la noche a la mañana del estoicismo, y se hubiera convertido al epicureísmo, sin otro motivo, a juicio de Servilia, que el hecho de que Bruto se lo tomaba tan mal que lo evitaba. ¡Cosa difícil, siendo ambos visitantes tan asiduos de Cicerón!

En consecuencia, Servilia empleaba casi todas sus horas en hacer compañía a la reina Cleopatra, que se consumía de soledad en su mausoleo de mármol. La reina sabía, por supuesto, que Servilia había sido amante de César durante muchos años, pero, lejos de considerar esta circunstancia un riesgo para su amistad, la consideraba un vínculo; y Servilia comprendía su actitud.

– ¿Tú crees que César volverá? -le preguntó Cleopatra un día de finales de mayo.

– Opino igual que Cicerón, que no tiene más remedio -contestó rotundamente Servilia-. Si piensa ir a luchar contra los partos, antes tendrá mucho que solucionar en Roma.

– ¡Cicerón! -exclamó Cleopatra con una mueca-. Creo que nunca he conocido a nadie que se dé tantos aires.

– Tú tampoco le caes bien -dijo Servilia.

– ¡Mamá! -Era Cesarión, llegando al galope en un caballo de madera-. ¡Dice Filomena que no puedo salir!

– Si Filomena dice que no puedes salir, hijo mío, es que no puedes salir -contestó Cleopatra.

– Parece mentira que se parezca tanto a César -dijo Servilla con un nudo en la garganta. ¿Por qué, por qué no he sido yo la madre de su hijo? El mío habría sido romano, y patricio por los cuatro costados.

El niño partió al galope, aceptando la autoridad de su madre con la alegría de siempre.

– Sí, físicamente sí -dijo Cleopatra con una sonrisa tierna-, pero ¿te imaginas a César tan obediente, ni siquiera de pequeño?

– La verdad es que no. Oye, ¿y por qué no puede salir? Hace un día ideal para jugar al sol, y le iría bien la luz del día.

A Cleopatra se le nubló la expresión.

– Otra razón para querer que vuelva su padre. Hace tiempo que los transtiberinos esquivan a mi guardia y merodean con malas intenciones por la zona. Van armados con cuchillos, y se dedican a rajar narices y rebanar orejas. Ya ha habido algunos niños de la edad de Cesarión entre sus víctimas, y unas cuantas criadas mías.

– Pero, Cleopatra, querida, ¿para qué tienes guardia? ¡No encierres al niño! ¡Haz que salga, pero vigilado!

– Entonces querría jugar con los guardias.

– ¿Y qué tendría eso de malo? -preguntó Servilia, sorprendida.

– Que sólo puede jugar con sus iguales.

Servilia apretó los labios.

– Eso, Cleopatra, no lo entiendo ni yo, que vengo de mucho mejor linaje que tú. Pronto aprenderá a reconocer a sus pares, pero de momento le conviene el sol, el aire y el ejercicio.

– Tengo otra solución -dijo Cleopatra, decidida.

– Me muero de ganas de saberla.

– Voy a hacer que rodeen la finca con un muro muy alto.

– Eso no impedirá la entrada de los transtiberinos.

– Sí, sí la impedirá. Y haré que la guardia patrulle palmo a palmo.

Servilia puso los ojos en blanco, pero no insistió. En los meses que llevaba tratando a Cleopatra se había dado cuenta de las grandes diferencias que existían entre las romanas y las orientales. Una cosa era que la reina de Egipto tuviera millones de súbditos, y otra que estuviera dotada de un ápice de sentido común. Nada más conocerla había observado algo que la alivió un poco: César tal vez sintiera algo por Cleopatra, pero no estaba perdidamente enamorado. Conociéndole, lo más probable era que le sedujese la idea de ser padre reconocido de un rey. César se había acostado con varias reinas, pero siempre estaban casadas con otro, mientras que aquélla era toda suya. Cleopatra tenía sus atractivos, naturalmente, y lo que le faltaba de sentido común lo suplía con conocimiento de las leyes y el gobierno; sin embargo, cuanto más la conocía Servilia, menos miedo le tenía a la reina.


La mujer a quien frecuentaba Bruto era el polo opuesto de Cleopatra. A su regreso a Roma, la primera puerta a la que él había llamado había sido la de Porcia, que lo había acogido con toda la felicidad del mundo, aunque sin ofrecerle sus labios ni esos vehementes abrazos que lo levantaban en vilo. Y no por falta de amor, no, ni por dudas; la razón tenía un nombre, y ese nombre era Estatilo.

Estatilo, cuyos planes iniciales eran ir a Placentia a ver a Bruto, había acabado por quedarse en Roma y presentarse en casa de los Bibulos para ofrecer sus servicios al joven Lucio Bibulo. Dado que a éste no se le había ocurrido consultar a su madrastra, de repente Porcia se encontró viviendo en un remedo extraño de la casa de Catón, la de su infancia: relegada a segundo plano por un filósofo que no sólo bebía a todas horas, sino que, ante sus propios ojos, recurría a todas las argucias imaginables para incitar al mismo vicio a su pupilo. ¡Qué injusticia! ¿Por qué ella no había insistido más en que Lucio fuera a Hispania, junto a Cneo Pompeyo? Ya tenía edad para ser contubernalis, pero la muerte de Catón lo había desconsolado tanto que Porcia había tenido reparos en presionarle. La aparición de Estatilo hizo que lo lamentase.

Ésa era, y no otra, la razón de su actitud distante hacia Bruto, a quien devoraba con la vista pero sin olvidar la presencia de Estatilo. -Bruto, querido, se te han quitado todas las impurezas de la piel -dijo, ardiendo en deseos de acariciar su mejilla lisa y bien afeitada. -Yo creo que es por ti -dijo él, con una sonrisa iluminándole los ojos.

– Tu madre debe de estar contenta.

Bruto resopló.

– ¿Mi madre? Está demasiado ocupada con esa extranjera repugnante del otro lado del Tíber.

– ¿Cleopatra? ¿Te refieres a Cleopatra?

– ¿A quién, si no? Prácticamente viven juntas.


– Pues yo habría dicho que Cleopatra era la última persona con quien Servilia querría estar en buenos términos -dijo Porcia, estupefacta.

– Sí, yo también, pero ya ves que nos equivocábamos. Tengo claro que alguna maldad trama, pero no sé cuál. De momento sólo dice que se divierten juntas.

El primer encuentro, pues, quedó en miradas tímidas; caricias visuales, que también fueron el límite de las posteriores entrevistas. A veces sólo Estatilo hacía de carabina. Otras veces lo acompañaba Lucio.

En junio, Bruto consiguió estar con Porcia sin que los oyera nadie, y aunque le costó, fue derecho al grano.

– ¿Quieres casarte conmigo, Porcia? -preguntó.

Ella se encendió de pies a cabeza, convertida en una columna de fuego.

– ¡Sí, sí, sí! -exclamó.


Bruto volvió a casa con la intención de echar a Claudia sin mayores preámbulos. Tenía tantas ganas de divorciarse que ni siquiera se le ocurrió alegar motivos de peso, como la falta de hijos. Se limitó a llamar a Claudia a su presencia, comunicarle el divorcio y mandar que la llevasen en litera a casa de su hermano mayor. Los clamores de Apio Claudio resonaron hasta el otro confín de la ciudad, y éste no dudó en presentarse ante el cruel marido.

– ¡Esto no se hace!

Iba y venía dando gritos por el atrio, demasiado furioso para esperar a que Bruto le hiciera pasar a algún lugar más reservado.

A los pocos segundos apareció Servilia, atraída por el ruido, y Bruto se encontró entre un cuñado furibundo y una madre que lo estaba aún más.

– ¡Esto no se hace! -repitió ella.

Bruto, imbuido repentinamente de valor (ni él mismo supo si por el repentino cambio de su rostro, que se había vuelto respetable, o por su amor a Porcia), les plantó cara con la cabeza erguida y la mirada severa.

– Ya lo he hecho -dijo-, y no se hable más. Mi mujer no me gusta. Nunca me ha gustado.

– ¡Pues entonces devuélvele la dote! -vociferó Apio Claudio Pulcro.

Brutus arqueó las cejas y preguntó:

– ¿Qué dote? Vuestro difunto padre no me dio ninguna dote. ¡Venga, márchate!

Dio media vuelta y se encerró en su estudio.

– ¡Nueve años de matrimonio! -oyó que le decía Apio Claudio a Servilia-. ¡Nueve años de matrimonio! ¡Le llevaré a los tribunales!

Una hora después, oyendo los golpes de Servilia en la puerta del estudio, supo que su madre estaba dispuesta a seguir aporreándola el tiempo que hiciera falta. Más valía zanjar el asunto de una vez por todas, al menos parcialmente. La noticia de sus planes con Porcia podía esperar. Abrió la puerta con gesto decicido y se apartó.

– ¡Idiota! -escupió Servilia con fuego en sus ojos negros-. ¿Por qué lo has hecho? ¡De una mujer tan querida y tan buena persona como Claudia no puedes divorciarte así como así! -Por mí como si la quiere toda Roma. Yo no.

– Así no harás nuevas amistades.

– Ni espero hacerlas, ni me apetece.

– ¡Será la revolución! ¡Bruto, es una Claudia del más alto rango! ¡Y sin dote, además! Al menos concédele algo, para que tenga un mínimo de independencia económica -dijo Servilia, sosegándose un poco. De repente su mirada se volvió perspicaz-. ¿Se puede saber qué planes tienes?

– Poner orden en mi casa -dijo Bruto. -Concédele un poco de dinero.

– Ni un sestercio.

Servilia hizo rechinar los dientes. Bruto, a quien en otros tiempos aquel ruido había reducido a un muñeco tembloroso, lo soportó sin cambio alguno en su expresión.

– Doscientos talentos -dijo Servilia.

– Ni un sestercio, madre.

– ¡Tacaño despreciable! ¿Qué quieres, que te condene toda Roma?

A Bruto se le agotó la paciencia.

– Márchate -dijo.

El resultado fue que Servilia, en su obsesión por silenciar las malas lenguas, envió doscientos talentos a Claudia. También Lentulo Spinter el joven acababa de divorciarse de su mujer en circunstancias escandalosas, pero en comparación con el frío repudio de una esposa tan dulce e intachable por parte de alguien hasta entonces inofensivo como Bruto el escándalo de Lentulo parecía insignificante. En cuanto al propio Bruto, siguió adelante con su vida sin dar importancia a los reproches generales.

Al darse cuenta de que había perdido el ascendiente sobre su hijo, Servilia decidió quedarse al margen, observar y esperar. El tiempo revelaría las intenciones de Bruto, porque algo tramaba. Aparte de curársele la piel, también parecía habérsele curado el espíritu; pero si se engañaba tanto como para creer que su madre no tenía más ases en la manga, pronto recibiría una lección.

¿Qué estaba ocurriendo con su vida? Hasta donde le alcanzaba la memoria, todo eran decepciones.


La suposición de Servilia de que su hijo había salido de Roma al día siguiente y se había refugiado en su villa de Túsculo sólo para evitarla era razonable, pero errónea. Bruto pensaba en otras cosas que en su madre. Durante el viaje de veinticuatro kilómetros, realizado en un cómodo carpentum de alquiler, le ocupaban cuestiones bastante más placenteras; y es que tenía junto a él a su nueva esposa: Porcia.

La ceremonia, oficiada por el gran augur y flamen Quirinalis, se había efectuado en el propio domicilio de Lucio César, con sus libertos por únicos testigos; y, a juzgar por la calma con que el augur había reaccionado a la petición de la pareja, debía de presidir enlaces inesperados a diario. Tras juntarles las manos con su cinta de cuero rojo, y declararles marido y mujer, les condujo a la puerta, donde les despidió con los mejores deseos. Luego, nada más marcharse la feliz pareja, acudió a su escritorio; en Roma no había nadie a quien quisiera transmitir la fascinante noticia, pero sí a su primo Cayo, que estaba viajando desde Hispania a Roma.

La proximidad de la capital hacía que Túsculo careciese de villas tan fastuosas como las que los ricos o poderosos de Roma poseían en Miseno, Bayas y Herculano. Las villas tusculanas tendían a ser menores y más viejas, y a estar bastante pegadas entre sí. La de Bruto lindaba por un lado con la de Livio Druso Nerón, y por el otro con la de Catón (que había pasado a manos de un senador, ex centurión condecorado). El tercer límite era la Via Tusculana, y el cuarto la villa de Cicerón; hecho, este último, bastante inoportuno, debido a la manía de Cicerón de ir a ver a Bruto siempre que le sabía en casa. Sin embargo, la tarde en que llegó con Porcia, Bruto ya sabía que Cicerón tenía compromisos que le impedirían ir a verles antes del día siguiente, aunque estuviera al corriente de su llegada.

Ninguno de los dos tenía apetito para cenar lo que les habían preparado los criados. En cuanto pudieron abandonar la fiesta sin faltar al decoro, Bruto llevó a Porcia a ver la casa, y a continuación (con el miedo en el cuerpo) la condujo al lecho nupcial. Por haber conversado con ella cuando ya era esposa de Bibulus, conocía su escasa afición a la intimidad conyugal, y también sabía que sus propias dotes para el ejercicio amatorio eran muy mediocres.

Bruto nunca había compartido la obsesión por lo carnal común al resto de los hombres, ni en la adolescencia ni en el comienzo de la edad adulta. Siempre que había experimentado algún impulso natural, había logrado encauzarlo hacia tareas intelectuales. En gran medida era por culpa de Catón, convencido (tanto por fidelidad a las antiguas costumbres romanas como por su interpretación del estoicismo) de que los varones debían llegar al matrimonio tan vírgenes como las mujeres. Una parte de la culpa, sin embargo, había que echársela a Servilia, cuyo desprecio por la poca virilidad de su hijo había hecho de él un joven inseguro en todos los aspectos de la vida. Tampoco había que olvidar a Julia, a quien con tal ardor y durante tanto tiempo, había amado Bruto. Julia, nueve años menor, nunca había recibido de él nada más que un casto beso; y al cumplir los diecisiete años, cuando ya faltaba poco para que el enamorado viera terminada su espera, César la había casado con Pompeyo el Grande. Si de por sí ya había sido un duro golpe, todavía lo había agravado más la delectación de Servilia al explicarle que Julia estaba enamoradísima del viejo, y que a él, Bruto, le consideraba un hombre aburrido y feo.

En cuanto a Porcia, no por haber estado casada con Bibulo llegaba a la noche de bodas mejor preparada que Bruto, ya que su anterior marido ya había estado casado otras dos veces, con dos Domicias de los Enobarbos, y a ambas las había seducido César, el gran depredador. A los dieciocho años, al ser entregada arbitrariamente por su padre a Bibulo, Porcia se había visto obligada a convivir con un hombre amargado, próximo a la cincuentena y con dos hijos anteriores de la primera Domicia, a los que se sumaba Lucio, habido con la segunda. En cuanto a Bibulo, pese a sentirse muy halagado por el hecho de que Catón le hubiese hecho entrega de su única hija, no la hallaba muy de su gusto. Por un lado Porcia medía un metro ochenta de estatura, y él poco más de un metro sesenta; por el otro, Porcia no respondía al ideal de belleza femenina más común.

En suma, que Bibulo había desempeñado sus deberes conyugales con cierta indiferencia, sin ningún empeño en complacerla. Lo que le gustaba era pensar que su tercera esposa fuera hija de Catón, una de las pocas a quienes no podría robarle César. A saber cuál habría sido el destino de Bibulo si, después de gobernar Siria, hubiera regresado a Roma. Tras el asesinato de sus dos hijos en Alejandría, sólo le quedaba Lucio. En caso de que hubiera vuelto, quizás hubiera decidido tener hijos con Porcia; pero claro, no había vuelto. Mientras él permanecía en Éfeso, César cruzaba el Rubicón, y a Bibulo no se le había vuelto a ver por Roma. Porcia se había quedado viuda sin haber sido prácticamente esposa.

Ahí estaban, pues, los dos: sentados al borde de la cama, mudos y asustados; enamoradísimos, pero sin tener ni idea de cómo afectaría a ese amor la intimidad. Como era pleno verano, afuera aún era completamente de día. Al cabo de un rato Bruto giró la cabeza, y al contemplar el espeso cabello, tan brillante y rojo de Porcia experimentó un deseo que a ella bien seguro que no le repugnaría.

– ¿Me dejas que te suelte el pelo? -preguntó.

Los ojos grises de Porcia (en todo iguales a los de Catón, excepto en que expresaban temor) se abrieron mucho.

– Si quieres… -dijo-. Pero no pierdas los alfileres, que me he olvidado de poner otros de repuesto en el equipaje.

De hecho, Bruto era una persona demasiado cuidadosa para perderlos. Los fue quitando uno por uno, y amontonándolos en la mesita, mientras empezaba a disfrutar de la operación. ¡Qué sensación de vida, la de aquella masa de cabello que ella nunca se cortaba! Después de acariciarlo un poco lo dejó suelto, y una cascada de fuego se derramó sobre la cama.

– ¡Qué bonito! -susurró.

Porcia, que nunca había oído calificar nada suyo de bonito, se estremeció de placer. A continuación, las manos de Bruto empezaron a manipular su modesto vestido casero, retiraron la faja, desabrocharon el corte de la espalda, lo deslizaron por los hombros y trataron de extraer los brazos de Porcia de las mangas. Ella le ayudó, hasta que, al darse cuenta de que tenía los pechos al desnudo, volvió a taparse con la tela.

– Por favor -le rogó él-, déjame mirar. ¡Por favor!

Era todo tan nuevo… ¿Qué ganas podía tener alguien de mirar? Aun así, cuando Bruto le cubrió las manos con las suyas y las hizo descender con suavidad, Porcia se lo permitió con los dientes apretados y la mirada perdida.

Bruto estaba embelesado. ¿Cómo adivinar que los deplorables vestidos de Porcia, que parecían tiendas de campaña, contuvieran unos pechos tan exquisitos, pequeños y firmes, de pezoncitos tan deliciosamente rosados?

– ¡Qué maravilla! -musitó, antes de besarle uno.

A Porcia se le erizó la piel, y una oleada de calor le recorrió todo el cuerpo.

– Levántate para que te vea entera -ordenó él, descubriendo en su voz un nuevo matiz: firme, aterciopelado, un poco ronco.

Ella obedeció, sorprendida por el tono y sorprendida de sí misma. Entonces el vestido cayó alrededor de sus pies, dejándola en su tosca ropa interior de lino. Bruto también se la quitó, pero de una manera tan reverencial que Porcia no sintió el impulso de esconder la parte de su cuerpo que a Bibulo nunca le había interesado investigar. Claro que sus dos Domicias habían sido pelirrojas.

– ¡Eres de fuego toda tú! -dijo Bruto, deslumbrado.

A continuación la tomó, todavía de pie, entre sus brazos, le puso la cabeza en el vientre y empezó a acariciarla con la cara, y a besarla, mientras recorría su espalda y sus costados con las manos. Porcia cayó de espaldas en la cama, mientras Bruto se quitaba la túnica con dificultad y se dejaba ayudar como la había ayudado a ella. Estaban descubriendo el prodigio de tocarse, que no les dejaba respirar, y del que no se cansaban; estrechamente abrazados, se besaban con ardor, apasionadamente. Cuando Bruto se introdujo suavemente en Porcia, la llenó de gozo y de una extraña sensación, algo nuevo que iba creciendo, creciendo hasta que la hizo gritar, y él también gritó.

– Te quiero -dijo Bruto sin perder la erección.

– ¡Y yo siempre te he querido!

– ¿Otra vez?

– ¡Sí, sí! ¡Muchas, infinitas!


Con su hijo en Túsculo, y nadie a quien criticar, Servilia decidió hacer una visita a Cleopatra. Fue una agradable sorpresa encontrar allí a Lucio César, uno de los hombres más cultos de Roma. Los tres se enfrascaron en una animada conversación sobre el Catón y el «AntiCatón»; naturalmente estaban todos a favor de César, aunque Servilia y Lucio César tenían sus dudas sobre la sensatez del «Anti-Catón».

– Sobre todo por sus virtudes literarias -dijo Servilia-, que le han granjeado mucha audiencia.

– Lucio Pisón dice que el contenido le da igual, que es una prosa magnífica, de lo mejor de César -añadió Cleopatra.

– Ya. Típico de Lucio Pisón, que con tal de que la prosa sea magnífica es capaz de leer un libro sobre un escarabajo -objetó Lucio César. Arqueando una ceja, miró a Servilia y preguntó-: Esas anécdotas que no conocía nadie, ¿se las proporcionaste tú a César?

– Pues claro -dijo ella, satisfecha-, aunque no tengo el don de César de destripar la poesía de Catón, por ejemplo. Me limité a enviárselo todo. Y eso que había varios cajones.

– Hablar mal de los muertos es tentar a los dioses -observó Lucio César.

Las dos mujeres le miraron sorprendidas.

– No sé por qué -dijo Cleopatra-. Si hay gente que en vida ha sido insoportable, ¿qué sentido tiene que los dioses te obliguen a moderar cualquier comentario sobre ellos sólo porque hayan tenido la delicadeza de morirse? Te aseguro que cuando se murió mi padre di gracias a los dioses. Ni cambié de opinión sobre él, ni cambié de opinión sobre mi hermano mayor; y el día que se muera Arsinoe, no pienso decir nada bonito de ella.

– Estoy de acuerdo -dijo Servilia-. La hipocresía es detestable.

Lucio César levantó las manos en señal de rendición.

– ¡Señoras, por favor! ¡Lo único que hago es repetir lo que piensa casi toda Roma!

– Incluido el imbécil de mi hijo -dijo con despecho Servilia-. Hasta ha tenido la temeridad de escribir un «Anti-anti-Catón», o como haya que llamar a la refutación de una refutación.

– Lo comprendo -dijo Lucio-. Teniendo en cuenta lo unido que está a Catón…

– Ahora ya no -dijo Servilia-. Catón está muerto.

– ¿Y no te parece que el matrimonio de Bruto con Porcia es una manera de prolongar los lazos con Catón? -preguntó Lucio con total inocencia.

¿Cómo era posible que una sala tan amplia y luminosa quedara de pronto en la mayor oscuridad, como si en el interior se hubiese producido un eclipse total? Porque indudablemente el día se oscureció, y el ambiente se cargó de chispas de un relámpago invisible cuya fuente era Servilia, que estaba completamente rígida.

Cleopatra y Lucio César la miraron fijamente, hasta que Cleopatra venció el pasmo y acudió junto a su amiga.

– ¡Servilia! ¡Servilia! ¿Qué te pasa? -preguntó, cogiéndole una mano para frotársela.

Servilia la retiró.

– ¿Matrimonio con Porcia?

– No me digas que no lo sabías -dijo Lucio César, algo confuso.

El aire se había cargado de oscuridad.

– ¡Pues no, no lo sabía! ¿Y tú? ¿Cómo lo sabes?

– Porque los he casado esta mañana.

Servilia se levantó y salió con paso inestable, pidiendo a gritos su litera y sus criados.

– ¡Estaba convencido de que lo sabía! -le dijo Lucio a Cleopatra, que suspiró.

– No tengo fama de compasiva, Lucio, pero a Bruto y Porcia les compadezco.

Cuando al cabo de un rato Servilia llegó a su casa, ya era demasiado tarde para emprender el viaje a Túsculo. Sólo con verle la cara, los criados se echaron a temblar: estaba envuelta en una aura negra e impenetrauie.

– Epafrodito, tráeme un hacha -le dijo al intendente, a quien sólo llamaba por su nombre completo cuando ocurría algo grave. Epafrodito (único miembro de la servidumbre con bastante veteranía para haber vivido la crucifixión de la niñera que había dejado caer a Bruto de bebé) corrió en busca del hacha.

Servilia, hecha una fiera, fue al estudio de Bruto y empezó a destruirlo; daba hachazos al escritorio, a los divanes y a las sillas, de un golpe hacía volar botellas de vino y agua, y no dejó entera ni una sola de las copas de cristal alejandrino. Después sacó todos los rollos de sus casillas, vació los cajones de libros y, tras amontonarlos en el suelo, cogió una lámpara múltiple, la sacudió para verter todo el aceite en la pila de papeles y le prendió fuego. Al oler el humo, Epafrodito arrancó a los criados de su inmovilidad con órdenes de que trajesen cubos de arena de la cocina y cubos de agua de la fuente del peristilo y el impluvio del atrio, rezando por que la señora saliera del estudio antes de que ya no fuera posible apagar las llamas. En cuanto Servilia hubo salido por la puerta del estudio, Epafrodito puso manos a la obra, más asustado por el fuego que por la Clitemnestra que se alejaba con el hacha a rastras.

Servilia sólo se permitió un descanso cuando ya no quedó nada por demoler en el cubículo donde dormía Bruto, ni tampoco quedaba en pie ninguna de sus estatuas favoritas; aun así, seguía tan consumida por la rabia que lamentó no tener más pertenencias que destruir. ¡Ah, sí! ¡El busto de bronce de un joven, obra de Estrongilión! ¡El gran orgullo de Bruto! ¡En el atrio! Fue, cogió la escultura (tan pesada que sólo la ira le permitió levantarla) y se la llevó a su salón, donde la dejó en una mesa y se la quedó mirando. ¿Cómo destruir algo de bronce sin disponer de un horno?

– ¡Dito! -rugió.

Epafrodito apareció enseguida.

– Sí, domina.

– ¿Ves esto?

– Sí, domina.

– Pues llévatelo al río y tíralo.

– ¡Pero si es de Estrongilión! -protestó él.

– ¡Por mí como si es de Fidias o de Praxíteles! ¡Obedece! -Los ojos negros, fríos como la obsidiana, traspasaron al sirviente-. Obedece, Epafrodito. ¡Hermione! -rugió.

Enseguida apareció su doncella, como por arte de magia.

– Acompaña a Epafrodito al río, y asegúrate de que tire al agua esta… cosa. Si no, le crucifico.

Los dos viejos criados tuvieron que sumar sus fuerzas para llevarse el busto a trancas y barrancas.

– ¿Qué ha pasado? -susurró Hermione-. ¡No la veía así desde que César le dijo que no quería casarse con ella!

– No sé qué ha pasado, pero lo que sé es que si no la obedecemos nos crucificará -dijo Epafrodito, mientras dejaba el busto en manos de un esclavo joven y fuerte-. Formión, al Tíber, y deprisa.


Al despuntar el alba, ante la puerta había un carruaje de alquiler.

Servilia se acomodó en él sin cambiarse de ropa, y sin llevar criada.

– Todo el camino al galope -le dijo escuetamente al carpentarius.

– ¡Pero, domina, eso no puedo hacerlo! ¡Acabaría derrengada por las sacudidas!

– Oye, imbécil -masculló ella-, si te digo que al galope has de ir al galope. Me da igual las veces que tengas que cambiar de mulas.

¡Cuando digo al galope, es que es al galope!


Bruto y Porcia se habían levantado escandalosamente tarde, y por eso Servilia les sorprendió desayunando.

Cunnus! ¡Serpiente viscosa y rastrera! -exclamó con voz sibilante; y, sin detenerse ni un momento, se acercó a Porcia, echó un brazo hacia atrás y le dio un puñetazo en la sien a quien acababa de convertirse en su nuera. Porcia cayó atontada al suelo, y Servilia procedió a darle patadas sistemáticamente de la cabeza a los pies, concentrándose en la ingle y los pechos.

Para contenerla hicieron falta Bruto y dos criados varones.

– ¿Cómo has podido hacerme esto, ingrato? -chilló Servilia a su hijo, entre forcejeos, puntapiés y mordiscos al aire.

Porcia, que no parecía muy lesionada, se levantó sin ayuda. Luego se abalanzó sobre Servilia, la cogió por el pelo con una mano y empleó la otra para darle bofetadas.

– ¡A mí no me hables en ese tono soez, patricia estirada y monstruosa! -exclamó-. ¡Y no te atrevas a tocarme! ¡Ni a mí ni a Bruto!

¡Soy hija de Catón, y no estoy por debajo de nadie! ¡Como vuelvas a tocarme, haré que te arrepientas de haber nacido! ¡Vete a hacer de lameculos de tu reina extranjera, y a nosotros déjanos en paz!

Cuando dejó de hablar, tres criados habían conseguido separarlas. Las dos mujeres se miraban enseñándose los dientes, despeinadas y cubiertas de morados.

Cunnus! -rugió Servilia.

Bruto se interpuso.

– ¡Madre, Porcia, aquí mando yo, y exijo obediencia! No te corresponde encontrarme esposa, madre. Como ves, ya he elegido una. Si no la tratas con educación, si no le das la bienvenida a mi casa, te echaré. ¡Lo digo en serio! Ya sé que todos los hombres tienen el deber de dar alojamiento a sus madres, pero, si no tratas bien a mi mujer, yo dejaré de hacerlo. Porcia, te pido disculpas por el comportamiento de mi madre. Sólo puedo suplicarte que la perdones. -Se apartó-. ¿Ha quedado todo claro? En ese caso, mis sirvientes os soltarán.

Servilia se quitó de encima a los esclavos que la sujetaban, y preguntó en tono burlón, con las manos en el pelo: -¿Qué, Bruto, ya te ha salido un poco de carácter? -Pues sí, ya lo ves.

– ¿Cómo le has cazado, arpía? -preguntó a Porcia.

– Arpía lo serás tú, Servilia. Bruto y yo -dijo Porcia, acercándose a su esposo- estamos hechos el uno para el otro.

Cogidos de la mano, desafiaron a Servilia con la mirada.

– Te crees que lo tienes todo controlado, ¿eh, Bruto? Pues no -dijo Servilia-. ¡Vas muy desencaminado si esperas que sea amable con la descendiente de una esclava celtíbera y un sucio campesino tusculano! Como me eches, dejaré tu reputación tan por los suelos que se habrá terminado tu carrera: ¡Bruto, el cobarde que se escabullía de la instrucción, y que tiró la espada en Farsalia! ¡El prestamista que mata a viejos de hambre! ¡El que se divorcia de una mujer intachable después de nueve años de casados, y le niega una compensación! ¡César aún me escucha, y sigo teniendo influencia en el Senado! Y tú, gigantona sin seso, ¡tú no vales ni para limpiarle los zapatos a mi hijo!

– ¡Ni tú para lamerle las heces a Catón, serpiente adúltera! -se desgañitó Porcia.

Ave, Ave, ave! -dijo en la puerta (que estaba abierta) una voz alegre; y entró tan campante Cicerón, con los ojos brillantes, observando por turno a todos los actores de aquella deliciosa obra de teatro.

Bruto reaccionó muy bien: sonrió de oreja a oreja y, apartándose de su mujer y de su madre, fue a darle a Cicerón un apretón más que cordial.

– ¡Querido Cicerón, cuánto me alegro! -dijo-. No podrías ser más oportuno. Necesitaba tu ayuda para unos asuntillos. He empezado el epítome de esa historia de Roma tan rara que escribió Fanio, y según Estratón de Epiro es un ejercicio inútil…

Los dos hombres fueron a encerrarse en el estudio y dejó de oírse la voz de Bruto.

– ¡Tú no llegarás a vieja, Porcia! -bramó Servilia.

– ¡No te tengo miedo! -contestó Porcia a gritos-. ¡Lo tuyo es puro farol!

– ¡De eso nada! He sobrevivido en casa de los Livios Drusos sin nadie que me protegiera ni me tendiera la mano, cosa que no podía decir tu padre: él tenía a Cepio, nuestro hermano. ¡Mira, Porcia, mi madre hizo de puta con tu abuelo, o sea, que no te me pongas moralista! Al menos mi adulterio fue con un hombre que por su sangre puede ser rey de Roma, que es algo que no puede decirse en ningún caso del monigote de Catón. Más te vale no hacer planes de fundar una familia, guapa, porque los críos que pueda tener Bruto de ti no vivirán ni para que los desteten.

– ¡Amenazas vanas! ¡Eres más hueca que una caña, Servilia!


– En realidad no quería hablarte de Fanio -dijo Bruto, mientras las voces de las dos mujeres resonaban del otro lado de la puerta.

– Lo sospechaba -dijo Cicerón, todo oídos-. Ah, felicidades por la boda.

– ¡Cómo corren las noticias!

– Una noticia así es más veloz que el rayo, Bruto. Me he enterado esta mañana, por Dolabela.

– ¿Dolabela? ¿No estaba con César?

– Estaba, pero ahora que ya tiene lo que quería ha vuelto para hacer las paces con sus acreedores.

– ¿Qué quería? -preguntó Bruto.

– El consulado, y una buena provincia. César le ha prometido que el año que viene será cónsul, y que después de eso se irá a Siria -dijo Cicerón. Suspiró-. Por mucha voluntad que le ponga, no consigo que Dolabela me caiga mal, ni siquiera ahora que se niega a pagar la dote de Tulia. Dice que el hecho de que esté muerta anula cualquier pacto, y mal que me pese creo que tiene razón.

– Un poder como el de prometer consulados no debería tenerlo ningún romano-dijo Bruto, crispado.

– Completamente de acuerdo. ¿De qué querías hablar?

– De un tema que ya te había mencionado: considero conveniente ir al encuentro de César antes de que llegue a Roma.

– ¡Hazme caso y recapacita, Bruto! -exclamó Cicerón-. Ahora mismo es tal la muchedumbre que sale de Roma para recibir al Gran Hombre, que se han levantado enormes nubes de polvo. No te rebajes a seguir al rebaño.

– Creo que es mi obligación. Y la de Casio. Pero ¿qué le digo, Cicerón? ¿Cómo puedo descubrir sus planes?

Cicerón pareció dubitativo.

– A mí no tiene sentido preguntármelo, Bruto. No pienso unirme al rebaño. Yo me quedo aquí.

– Mis planes -dijo Bruto- son hablar de ti y de mí; que César tenga claro que lo he discutido todo contigo, y que pensamos igual.

– ¡No, no, no! -exclamó Cicerón, horrorizado-. ¡Rotundamente no! Mi nombre no beneficiaría en nada a vuestra causa, y menos desde lo del Catón. Si le indignó bastante como para escribir una réplica tan imprudente, está claro que para César Rex seré persona non grata. -Se animó-. He empezado a llamarle Rex. Porque actúa como un rey, ¿no? Cayo Julio César Rex; suena de maravilla.

– Lamento tu postura, Cicerón, pero no me disuadirá de ir a ver a César a Placentia-dijo Bruto.

– Tú tienes que hacer lo que te parezca más conveniente. -Cicerón se levantó-. Ya es hora de que vuelva a casa. Llevo unos días recibiendo tantas visitas… Creo que no hay nadie que no pase a saludarme. -Al acercarse a la puerta, le alivió no oír nada al otro lado-. Ah, ¿te he comentado que hace poco recibí una carta muy extraña? Es de alguien que pretende ser nieto de Cayo Mario, y podría decirse que me pide consejo. Le he contestado que creía que siendo pariente de César no necesitaría mi modesta ayuda. -Al llegar a la puerta de la casa, añadió-: Mi querido hijo está en Atenas (sí, claro, ya lo sabes), y quiere comprarse un carruaje. ¡Parece mentira! ¡Un carruaje! ¿Para qué tenemos pies, querido Bruto, si no es para desplazarnos, sobre todo a esa edad? -Emitió una risa aguda-. Le he escrito una carta diciéndole que le pida el dinero a su madre. ¡Que lo intente, que lo intente!

Nada más marcharse Cicerón, apareció Servilia.

– Vuelvo a Roma -se limitó a decir.

– Buenísima idea, madre. Espero que para cuando Porcia llegue a su nueva casa ya estéis un poco reconciliadas. -Le dio la mano para que subiera al carpentum-. Te aviso de que lo digo en serio. Si me ofendes, te echaré.

– Ofenderte lo haré de todos modos, pero tú a mí no me echas. El día que lo intentes, comprobarás el control que sigo teniendo sobre tu fortuna. El único hombre que me ha vencido es César, y tú, hijo mío, no vales ni lo que su dedo meñique.

Bruto fue a buscar a Porcia algo trastornado, pero contento de que ya hubieran pasado las dos peores visitas que pudieran recibir durante el día. ¿Mi madre dueña de mi fortuna? ¿En qué sentido? ¿A través de quién? ¿De mi banquero, Flavio Hemicilo? No. ¿De mi director, Matinio? Tampoco. Sólo puede ser mi director Escaptio, que siempre ha sido un títere en sus manos.

Su mujer estaba sentada en el jardín, contemplando un melocotonero cuyos frutos ya empezaban a madurar. Al oírle giró la cabeza y le tendió las manos con el rostro iluminado de alegría. ¡Oh, Porcia, cuánto te quiero! Mi columna de fuego.


– ¿Qué, qué te parece? -le preguntó Servilia a Casio.

– Entiendo perfectamente que estés en contra, Servilia, pero en muchos sentidos Bruto y Porcia forman buena pareja -dijo él-. Ya, ya sé que te da grima reconocer que se parezcan en algo, pero eso no quiere decir que no sea verdad. Son dos personas con poco sentido del humor, muy serias, y de miras tan estrechas que aburren. En el fondo, si he abjurado del estoicismo es por eso, porque no aguantaba tanta intransigencia.

Servilia miró a su varón favorito con todo el amor del mundo. Era tan marcial, tan viril, tan brusco y decidido… ¡Cuánto se alegraba de tenerle en la familia! Vatia Isaurico, casado con Junia Major, y Lepido, el marido de Junia Minor, eran dos aristócratas estirados y puntillosos, incapaces, por lo visto, de conciliar su adhesión a César con el hecho de que su suegra hubiera cometido adulterio con el Gran Hombre. En cambio Casio, que a causa de la paternidad de Tertula era el más directamente afectado, no permitía que el adulterio incidiese en sus simpatías personales.

– Me ha dicho Tertula que irás a ver a César.

– Sí, y espero que Bruto me acompañe, si Porcia no le disuade. -Casio sonrió haciendo una mueca-. Dudo que le parezca bien que su marido le dé coba a César.

– Tranquilo, éste lo hará sin decírselo a ella -dijo Servilia-. Pero ¿por qué es tan necesario?

– Munda -respondió Casio-. La victoria de César me alivió tanto… Siempre he aborrecido al rey sin corona de Roma, pero al menos forzó una decisión final. Hoy en día, la causa republicana está demasiado muerta para resucitarla. En mi condición de hombre perdonado que no ha cometido un solo error desde que César le concedió el perdón implícito (porque, con lo inteligente que es, nunca lo habría dado de palabra), pienso conseguir mi parte de los beneficios, aunque me repugne tratarle con educación. El año que viene quiero ser pretor, y Bruto también, pero cuando el Gran Hombre llegue a Roma ya no quedará ni un cargo libre. -Dirigió a Servilia una mirada irónica. Entre ellos dos no había secretos-. En cuanto a… esto… al yerno extraoficial de César, considero que se merece un buen empleo. De hecho, considero que se merece Siria más que Dolabela. ¿Tú no?

– Completamente -dijo ella-. Ve con mi bendición.

6

Mientras César y Octavio, conversadores incesantes, viajaban por la costa de la Hispania Citerior para cruzar los Pirineos, en el puerto marítimo de Narbo se vivía un alboroto sólo comparable a cuando Lucio César lo había usado como base mientras su primo Cayo combatía a los galos de largos cabellos. Narbo, atractiva ciudad en la desembocadura del Atax, era famosa por su buen pescado, sobre todo por el pez más suculento de todos: un animal muy plano que vivía en el lecho del estuario y al que había que desenterrar de su escondrijo; de ahí su nombre, mújol cavador.

Aun así, la gente de Narbo descartó de entrada que los más de sesenta senadores que llegaron a finales de junio lo hicieran para comer mújoles. La ciudad estaba al corriente de la llegada de César, y sabía que la importante comitiva venía a verle a él. La elección de Narbo se debía a que era el único lugar de suficientes dimensiones para alojar con el debido confort a tanta gente. Décimo Bruto, Cayo Trebonio, Marco Antonio y Lucio Minicio Basilo (primeros senadores en llegar, y nombres harto conocidos desde la campaña de César en la Galia) se instalaron de inmediato en la mansión de Lucio César, mantenida por su dueño con la esperanza de poder regresar algún día a un lugar que guardaba dentro de su corazón. El resto se repartió por las mejores posadas, o pidió ser acogido por algún próspero mercader romano. En Narbo había muchos, debido a que la ciudad servía de puerto a una fértil región que se extendía hasta Tolosa (magnífica ciudad del interior, a orillas del curso alto del río Garumna).

Hacía poco que Narbo se había visto promovida a un estatus todavía superior, cuando César había creado una provincia (la Galia Narbonense) que abarcaba desde el río Ródano hasta los Pirineos, y desde el Mare Nostrum al oppidum galo de Burdigala, incorporando de ese modo las tierras de los volcos tectosages y los aquitanos. En su nueva condición de capital, Narbo se había visto agraciada por un suntuoso palacio del gobernador, donde se alojarían César y los suyos. El primer beneficiario del edificio, que ya lo ocupaba, era el valeroso y erudito legado de César, Aulo Hirtio.


Marco Antonio pasó una sola noche en casa de Lucio César, porque al día siguiente Hirtio le invitó al palacio del gobernador. En la mansión de Lucio César quedaban, pues, Cayo Trebonio, Décimo Bruto y Basilo: nada más satisfactorio (ni aliviador) para el primero de los tres, que había decidido que ya era hora de empezar a tantear a determinadas personas sobre el tema de la muerte prematura de César.

Empezó con Décimo junio Bruto, a causa de lo que se habían dicho en la taberna de Murcio.

– La única manera de que tengamos alguna posibilidad en las elecciones de las que hablaste, Décimo, es que César ya no gobierne Roma -le dijo, mientras caminaban entre el bullicio de los muelles.

– Sí, Trebonio, me doy cuenta.

– Entonces ¿cómo te parece que podríamos poner punto final al gobierno de César?

– Sólo hay una manera: matándole.

– Hace tiempo -dijo Trebonio con su voz lastimera, contemplando el anclaje de una nave-, César denunció a Híbrida, el tío de Antonio, por sus atrocidades en Grecia. Fue un escándalo, a causa del parentesco entre César y los Antonios, pero el Gran Hombre (que entonces aún no era tan grande) dijo que no infringía los principios escritos de la familia porque el parentesco sólo era por Via matrimonial.

– Sí, me acuerdo del proceso. Híbrida hizo que se suspendiera acogiéndose a la protección de los tribunos, pero César le había vuelto tan impopular que al final no tuvo más remedio que exiliarse -dijo Décimo-. En mi caso, el parentesco con los julios es de sangre, pero bastante lejano, a través de una Popilia que era la madre del padre de Catulo César.

– ¿Tan lejano como para que te planteases unirte a un grupo decidido a matar a César?

– Sin la menor duda -dijo Décimo Bruto, y siguió caminando con la nariz arrugada por la peste a pescado, algas y barcos-. Aunque ¿para qué necesitas un grupo, Trebonio?

– Porque no tengo ninguna intención de sacrificar mi vida y mi carrera -dijo Trebonio con franqueza-. Quiero que haya bastantes personajes implicados como para que parezca una acción patriótica, que el Senado no se atreva a castigar.

– ¿Es decir, que no tienes planeado hacerlo aquí en Narbo?

– Lo único que pienso hacer en Narbo es tantear a una serie de personas, pero sólo después de escuchar y observar mucho. Si te lo pido aquí y ahora es porque así seremos dos los que escuchemos y observemos.

– Consulta a Basilo, y seremos tres.

– Sí, ya se me había ocurrido. ¿Tú crees que accedería?

– En cuanto se lo pidiéramos -dijo Décimo. Hizo una mueca de asco, pero no era por la peste-. Es como Híbrida: tortura a sus esclavos. Me han dicho que César está al corriente de sus actividades, y que ya no le ascenderán a ningún otro cargo.

Trebonio frunció el entrecejo.

– No es lo mejor para la imagen del grupo.

– Lo sabe muy poca gente. Para el rebaño senatorial es una persona importante.

En efecto: Lucio Minucio Basilo era un terrateniente del Piceno que afirmaba que sus orígenes familiares se remontaban a la época de Cincinato. La única prueba de ello que podía presentar era su palabra, pero, como había comprobado que la mayoría de sus compañeros de la Primera Clase se conformaban con ella, había llegado muy lejos. Ese mismo año César le había nombrado pretor. Aspiraba al consulado, pero acababa de enterarse de que César había sido informado de su vicio secreto, y de que había un testigo de por medio, un esclavo torturado. Al recibir de César una carta muy seca en la que le informaba del final de su carrera pública, Basilo había pasado de adorarle a odiarle. Tras cuatro años siendo uno de los legados de César en la Galia, representaba un duro golpe verse excluido de su círculo. Venía a Narbo para defenderse, pero con pocas esperanzas.

Al ser tanteado por Trebonio y Décimo Bruto, accedió de inmediato (y hasta con júbilo) a unirse a lo que Décimo había bautizado como el Círculo de Asesinos de César.

Ya eran tres. ¿Cuál sería el siguiente?

Lucio Estayo Murco había acudido a Narbo con toda confianza, sabedor de que César le tenía en gran estima. Era un gran navegante, con un historial de éxitos al mando de varias flotas de César. Sin embargo, se había unido a César por una causa de lo más elemental: saber que ganaría, y querer estar del lado vencedor. El problema era que César le caía enormemente antipático, y que el sentimiento, intuía, era mutuo; de ahí que su posición de favor pudiera cambiar de un momento a otro, sobre todo ahora que ya no había batallas que librar. Había sido pretor y quería ser cónsul, pero le agobiaba la certeza de que como sólo había dos consulados por año, y los favorecidos por César eran muchos, partía con muy pocas posibilidades.

Su nombre fue propuesto por Basilo, pero los tres acordaron no tantearle en Narbo. La estancia en Narbo no era para hacer tanteos, sino para confeccionar listas.

En Narbo había otros posibles miembros del Círculo de Asesinos de César, pero en todos los casos se trataba de simples senadores pedarii, representantes de relleno y con poco peso. Fueron incorporados a la lista Décimo Turulio, los hermanos Cecilio Metelo y Cecilio Buciolano y los hermanos Publio y Cayo Servilio Casca; también Cesenio Lento, el decapitador de Cneo Pompeyo, que estaba enfadadísimo.


Al tercer día de quinctilis, se produjo la esperada aparición en Narbo de César y su séquito, acompañados por los restos de la Décima Legión y de la Quinta Alauda (algo más nutrida la segunda).

Marco Antonio observó que César presentaba un aspecto de lo más saludable.

– ¡Querido Antonio -dijo César con cordialidad, dándole un beso en la mejilla-, qué alegría verte! A Aulo Hirtio también, naturalmente.

Viendo bajar a un hombre delgado de la calesa de César, Marco Antonio se distrajo y no oyó el resto de lo que le decían. ¿Podía ser el joven Cayo Octavio? ¡Sí, lo era! Pero venía muy cambiado. Lo cierto era que Marco Antonio jamás había prestado demasiada atención a su primo segundo, a quien presagiaba un futuro de bujarrón que sería la vergüenza de la familia, pero ahora el muchacho, sin dejar de ser tan afectado y guapito como _de costumbre, exudaba una serena confianza que hablaba muy bien de su desempeño como cadete de César.

Éste se giró hacia Octavio sonriendo, y le mandó acercarse.

– Ya ves que traigo a casi toda la familia. Sólo nos faltaba Marco Antonio para completarla. -Pasó un brazo por los hombros de Octavio, y se los estrechó ligeramente-. Entra, Cayo; entérate de qué alojamiento me tienen preparado.

Tras sonreír a Marco Antonio con naturalidad, Octavio hizo lo que se le pedía. Se estaba acercando Quinto Pedio. Antonio actuó con la debida celeridad.

– Vengo a disculparme, César. Y a suplicar tu perdón.

– Acepto lo uno y otorgo lo otro, Antonio.

En cuestión de segundos se reunieron todos, desde Quinto Pedio hasta el joven Lucio Pinario, el otro sobrino nieto de César, contubernalis de su primo Pedio. También estaban Quinto Fabio Máximo, Calvino, Mesala, Rufo y Polión.

– Tendré que buscar alojamiento -le dijo Antonio a Hirtio, contando a los presentes-. En casa del tío Lucio no puedo quedarme.

– No hace falta-dijo César cordialmente-. A Agripa, Pinario y Octavio ya los meteremos juntos donde quepan.

– ¿Agripa? -preguntó Antonio.

– Ahí le tienes -dijo César, señalándole-. Dime, Antonio, ¿alguna vez habías visto a un militar tan prometedor?

– Es Quinto Sertorio en guapo -dijo enseguida Antonio.

– Yo he pensado lo mismo. Está de contubernalis de Pedio, pero cuando me vaya a Oriente le transferiré a mi personal; a él y a uno de los tribunos militares de Pedio, Salvidieno Rufo, que en Munda estuvo al frente de la caballería y lo hizo estupendamente.

– Da gusto saber que aún salen buenos hombres de Roma.

– No, Antonio, de Roma no. ¡De Italia! ¡Sé más amplio de miras!

– Según mi recuento, han venido a darte coba sesenta y dos senadores -dijo Antonio cuando entraron juntos-. La mayoría son pedarii de relleno que nombraste tú, pero también han venido Trebonio, Décimo Bruto, Basilo y Estayo Murco. -Se quedó callado, mirando a César con semblante burlón-. Te veo muy encariñado con esa saltatrix tonsa de Octavio -dijo a bocajarro.

– No dejes que te engañen las apariencias, Antonio. Octavio dista mucho de ser una bailarinita imberbe. Tiene más visión política en su meñique que tú en todo tu corpachón. Desde poco después de Munda le llevo conmigo a todas partes, y si no me falla la memoria nunca había disfrutado tanto en, compañía de un joven. Tiene mala salud, y nunca será militar, pero lleva encima de los hombros una cabeza vieja y sabia. Lástima que se llame Octavio.

Una punzada de alarma tensó el cuerpo de Antonio.

– ¿No estarás pensando en adoptarle, y que se llame Julio César? -preguntó.

– No, por desgracia. Ya te digo que tiene mala salud. Demasiado mala para llegar a viejo -dijo César, sin mucha seriedad.

Apareció Octavio y dijo:

– En el piso de arriba, César; las habitaciones del fondo del pasillo. De momento no me vas a necesitar, o sea que si no te importa voy a ver dónde dejan las cosas Agripa y Pinario. ¿Te parece mal que me aloje con ellos?

– No, es lo que tenía previsto. Que te diviertas en Narbo, y no te metas en líos. Estás de permiso.

Los hermosos ojos de Octavio, grandes y grises, se demoraron en el rostro de César con manifiesta adoración, hasta que el joven asintió con la cabeza y desapareció.

– Se cree que el sol te sale por el culo -dijo Antonio.

– Da gusto saber que hay alguien que lo piensa, Antonio; sobre todo en mi propia familia.

– ¡Venga, hombre! Si Pedio te pide permiso hasta para tirarse un pedo.

– ¿Y tú qué haces, primo?

– Trátame bien y te trataré bien, César.

– He aceptado tus disculpas, pero estás a prueba, y te conviene recordarlo. ¿Ya has saldado tus deudas?

– No -dijo Antonio, malhumorado-, pero he podido pagar a los usureros una cantidad suficiente para que se callen. El resto se lo pagaré cuando Fulvia vuelva a estar boyante. También cuento con recibir una parte del botín parto.

Habían llegado a las habitaciones de César, donde ya estaba Hapd'efan'e pelando fruta. Antonio miró al médico con expresión de rechazo.

– Te tengo reservados otros planes -dijo César, comiéndose un melocotón.

Antonio se quedó de piedra, y le miró furibundo.

– ¡No, otra vez no! -replicó-. ¡No me pidas que te caliente la silla otros cinco años en Roma, porque no estoy dispuesto! ¡Quiero una campaña decente, con un botín decente!

– Lo tendrás, Antonio, pero no conmigo -dijo César sin levantar la voz-. El año que viene serás cónsul, y luego te irás a Macedonia con seis buenas legiones. Vatinio se quedará en Illyricum, y llevaréis a cabo una campaña conjunta hacia el norte, por las tierras del Danubio y Dacia. No tengo ningunas ganas de que en mi ausencia las fronteras de Roma se vean amenazadas por el rey Burebistas. Tú y Vatinio conquistaréis desde el Savus y el Dravus hasta el mar Euxino. Y tu parte del botín no será de legado, sino de general.

– Pero no será un botín parto -rezongó Antonio.

– Si las insignificantes campañas de los anteriores gobernadores de Macedonia indican algo, Antonio -dijo César sin perder los estribos-, predigo que saldrás de la campaña tan rico como Creso. Las tribus del Danubio tienen mucho oro.

– Sí, pero tendré que repartirlo con Vatinio -dijo Antonio.

– El botín de los partos habríais tenido que repartíroslo tú y dos docenas del mismo rango. Además, ¿no te das cuenta de que como general te llevarás toda la recaudación de la venta de esclavos? ¡Treinta mil talentos! -La mirada de César se volvió burlona-. Antonio, eres un caso flagrante de chico romano que nunca hacía los deberes, y que no ha llegado a dominar la aritmética. Aparte de eso, eres insaciable de nacimiento.


César se quedó en Narbo dos nundinae, organizando la nueva provincia de la Galia Narbonense y asignando propiedades grandes y fértiles a los escasos supervivientes de la Décima Legión. A la Quinta Alauda le tenía reservado marchar con él al este, hacia el valle del Rhodanus, donde pensaba distribuir tierras de no inferior calidad a sus integrantes. Aquellos legionarios sin igual, que se casarían con mujeres galas y mezclarían la sangre de dos pueblos guerreros excepcionales, eran un don inestimable para la Galia.

– Siempre ha sido como un rey -dijo Cayo Trebonio a Décimo Bruto, mientras veían a César circular entre los lisonjeros senadores-, pero la arrogancia se le está pronunciando a pasos agigantados. ¡César Rex! Si convencemos a todos los romanos importantes de que pretende coronarse rey de Roma, conseguiremos que no se nos inculpe, Décimo. Roma nunca ha castigado a los regicidas.

– Para convencer a los romanos importantes de que piensa coronarse rey de Roma, nos hace falta alguien que goce de la confianza de César-dijo Décimo, pensativo-; alguien como Antonio, que se rumorea que será uno de los cónsules del año que viene. Ya sé que no cometerá esa acción personalmente, pero siempre he intuido que tampoco la condenaría. ¿Tú crees que llegaría hasta el punto de presentarla como algo respetable?

– Es posible-dijo Trebonio, sonriendo-. ¿Se lo pregunto?

El ímprobo esfuerzo que estaba haciendo Antonio por mantener la sobriedad y servirle de algo a César volvía difícil hablar con él a solas, pero la última noche en Narbo, Trebonio consiguió su objetivo invitándole a ver un caballo de excepcional belleza.

– Es un animal que aguantaría tu peso, Antonio, y vale más de lo que pide el dueño. Ya sé que tus acreedores te acosan, pero un cónsul necesita un caballo público mejor que el tuyo, que ya debe de estar para que lo jubilen. No olvides que el Tesoro sufraga los caballos públicos.

Antonio mordió el anzuelo, y al ver al animal (alto y fuerte pero ágil, con un pelaje muy atractivo de manchas grises claras y oscuras) quedó encantado. Concluido el negocio, volvió caminando a la ciudad en compañía de Trebonio.

– Ahora voy a decirte un par de cosas -dijo Trebonio-, pero no quiero que me contestes. Sólo te pido que escuches. Tampoco hace falta que me digas que por el mero hecho de abordar un tema así pongo mi vida en tus manos. Al margen de que estés en acuerdo o en desacuerdo conmigo, me niego a creer que seas capaz de acusarme ante César. Ya sabes de qué tema se trata, claro: de matarle. En estos momentos, somos bastantes los que consideramos que es una medida imprescindible para que Roma vuelva a ser libre, pero no podemos precipitarnos, porque es necesario que los de la Primera Clase nos vean como paladines de la libertad, auténticos patriotas que le hacen a Roma un enorme favor.

Se quedó callado mientras dos senadores los adelantaban.

– Me doy cuenta de que tu juramento a Fulvia no se puede romper; por lo tanto, no te pido que ingreses en el Círculo de Asesinos de César. (El nombre es idea de Décimo. Puede entenderse como una conspiración, pero también como una broma; ¡las paredes oyen!) Lo que hago es pedirte que nos prestes ayuda sin infringir tu juramento; concretamente, que hagas que parezca que César está a punto de ceñirse la diadema. Ya hay gente que lo dice, pero en general se considera un bulo inventado por los enemigos confesos de César; por eso no ha hecho mella en los plutócratas de verdad, como Flavio Hemicilo o Ático. Como bien dice Décimo, es necesario que alguien del círculo de César presente su conversión en rey de Roma como algo previsible, cantado.

Pasaron otros dos senadores, y Trebonio levantó la voz ensalzando con fervor el nuevo caballo público de Antonio.

– Ha empezado a correr el rumor de que el año que viene serás cónsul -dijo Trebonio, reanudando su exposición-, y que, cuando César salga de Roma para luchar contra los partos, te quedarás a gobernar la ciudad hasta finales de año, cuando emprenderás con Vatinio una campaña en Dacia. No me preguntes cómo me he enterado. El caso es que lo sé. Supongo que no estás tan contento como pueda creer César, y lo comprendo. El botín es dudoso. Los germanos no tienen un tesoro como el de Atatuca, ni un centro de culto lleno de imágenes votivas de oro, como los druidas. Tendrás que obligar a los bárbaros a revelarlos emplazamientos de sus túmulos, y que yo sepa no eres ningún Labieno. En cuanto a la venta de esclavos, ¿quién los comprará? El mercado más grande es el reino de los partos, que mientras tengan a César encima no comprarán ningún esclavo. En cambio, muerto César, todo cambia, ¿verdad?

Antonio se agachó para atarse una bota, y Trebonio vio que le temblaban los dedos. El mensaje no estaba cayendo en oídos sordos, no.

– En suma, que en tu calidad de cónsul electo en lo que queda de año, y de cónsul de facto para el que viene, estás en una posición perfecta para tomar una serie de pequeñas medidas que hagan que parezca que César aspira a convertirse en rey. Dicen que se erigirá una estatua suya donde Quirino. ¿Y si el Senado votase a favor de concederle un palacio en el Quirinal, al lado del templo de Quirino, y coronarlo con un frontón de templo? ¿Y si se estableciera un culto a la clemencia de César, pero con cierta apariencia de culto divino? ¿Y si el flamen fueras tú? ¿Verdad que la gente no tendría más remedio que tomárselo en serio?

Trebonio hizo una pausa para recuperar aliento.

– Tengo muchas ideas en el mismo sentido, y estoy seguro de que a ti se te ocurrirán otras tantas. Lo que debemos hacer es lograr que parezca que César jamás renunciará a su poder, y que su objetivo es convertirse en un dios en la tierra. Como el primer paso en esa dirección es ser rey, las dos cosas pueden presentarse como una sola. Verás, en el Círculo de Asesinos de César no hay nadie que tenga ganas de que le procesen por traición perduellio, ni que le castiguen por el crimen; nuestra intención es ser héroes, pero para eso hace falta crear un estado de ánimo entre la Primera Clase, que es la única que importa. En las clases inferiores todos piensan que César ya es un dios y un rey, y no sólo están encantados con ello sino que le adoran. Él les da trabajo, oportunidades, prosperidad… ¿Qué les importa quién y cómo gobierne? Nada. Ni siquiera a la Segunda Clase. Lo que hay que conseguir es que la primera odie a muerte a César Rex.

Ya se acercaban a la mansión de Lucio César.

– No digas nada, Antonio. La única respuesta que necesitamos son tus actos.

Trebonio se despidió con una inclinación de cabeza y, sonriendo como si hubieran estado hablando de cualquier trivialidad, entró en la casa. Marco Antonio, por su parte, fue hacia el palacio del gobernador. Y también sonreía.


Al alba, cuando la enorme comitiva salió de Narbo, César invitó a Antonio a su carruaje. Cayo Octavio montó en otro con Décimo Bruto, sin sentirse ofendido en lo más mínimo.

– Tú y yo, joven Octavio, somos parientes lejanos -dijo Décimo Bruto, mientras ocupaba su asiento con un suspiro de fatiga. La estancia en Narbo había sido agotadora, cargada de una tensión que no se aliviaría hasta tener la seguridad de que Antonio no se había chivado.

– Es verdad -dijo Octavio, de excelente humor.

Fue el preludio de un viaje lleno de conversaciones banales, que terminó a los tres días en Arelate, donde César permaneció un nundinum para organizar la Quinta Alauda. Cuando las calesas iniciaron el ascenso por la Via Domitia hacia el paso de Mons Genava, Octavio volvía a estar en la de César, y el compañero de viaje de Décimo Bruto era Marco Antonio. No, no se había chivado. ¡Qué alivio!

– ¿Y bien? ¿Ya has caído en desgracia? -preguntó Décimo-. Decididamente, Antonio, a ti hay que amordazarte.

Antonio le dirigió una amplia sonrisa.

– No, el Gran Hombre y yo estamos en buenas relaciones. El problema es que soy tan corpulento que no queda sitio para un secretario, y el mariposón de la cara guapa no ocupa mucho espacio. Menudo personaje, ¿eh?

– Sí -respondió enseguida Décimo-, pero no en el sentido en que lo dices. Cayo Octavio es peligrosísimo.

– ¡Supongo que lo dices en broma! De tanto esperar a saber si me he chivado, te ha trastornado la tensión, Décimo.

– Ni mucho menos, Antonio. ¿Te acuerdas de lo que cuentan que le dijo Sila a Aurelia, cuando ella suplicaba por la vida de César? Entonces debía César de tener más o menos la edad de Octavio. «¡Está bien, tú ganas! ¡Le perdono la vida! Pero te aviso de una cosa: veo muchos Marios en este joven.» Pues yo en éste veo muchos Marios.

– Está claro que se te ha nublado el juicio -dijo Antonio, haciendo un ruido grosero y cambiando de tema-. La próxima parada es Cularo.

– ¿Y qué pasa en Cularo?

– Que hay una reunión de los vocontios. El Gran Hombre les cederá a perpetuidad las que tradicionalmente han sido sus tierras, en honor del viejo Cneo Pompeyo Trogo.

– Por mucho que me duela, tengo que reconocerle una virtud -dijo Décimo Bruto refiriéndose a César-: que nunca olvida los favores. En todos estos años de campañas en la Galia, Trogo ha sido un apoyo muy valioso, y los vocontios se han ganado a pulso la condición de amigos y aliados. Desde que Trogo se incorporó al mando, los vocontios ya no han hecho nuevas incursiones. Otro punto a su favor es que tampoco se unieron a Vercingetorix.

– Cuando lleguemos aTaurasia me adelantaré -anunció Antonio.

– ¿Para qué?

– Es que Fulvia sale de cuentas, y me gustaría estar con ella. Décimo Bruto estalló en carcajadas.

– ¡Antonio! ¡Ahora sí que te tienen en el bote! ¿Cuántos hijos tienes ya?

– Legítimos sólo una, y es imbécil. Ten en cuenta que los de Fadia se murieron todos durante aquella epidemia; claro que con una madre así no se perdió gran cosa. Fulvia es diferente. Este crío podrá decir que es biznieto de Cayo Graco.

– ¿Y si es niña?

– Según Fulvia, es niño, y por algo lo dirá.

– Dos niños y dos niñas con Clodio, un niño con Curio… Sí, tienes razón, por algo lo dirá.


La Via Domitia descendía a la gran llanura del río Padus a la altura de Placentia, capital de la Galia Cisalpina y sede del gobernador Cayo Vibio Pansa, uno de los dirigentes más leales a César. Siendo como era sucesor de Bruto, les recibió encantado a éste y a Casio cuando llegaron a la ciudad.

– Bruto, amigo mío, has hecho una espléndida labor -dijo efusivamente-. Con un predecesor como tú, no me queda casi nada más que hacer que aplicar tus edicta. ¿Venís a ver a César?

– La verdad es que sí; o sea, que tendrás la casa invadida -dijo Bruto, un poco descolocado por los elogios-. Cayo Casio y yo nos alojaremos en la posada de Tigelio.

– ¡Ni hablar! ¡No pienso permitirlo! He recibido un mensaje de César diciendo que su grupo lo compondrán él, Quinto Pedio, Calvinos y tres contubernales. Décimo Bruto y Cayo Trebonio siguen camino hacia Roma, como todos los que han conseguido no quedarse rezagados -dijo Pansa.

– Pues entonces muchas gracias, Pansa -dijo Casio sin rodeos.

Cuando ocuparon sus cuatro habitaciones, le comentó a Bruto:

– Espero que no tengamos que esperar demasiado, porque con lo aburrido que es Pansa…

– Mmm-murmuró Bruto, pensando en otra cosa; concretamente en Porcia, a quien echaba muchísimo de menos. A ello se sumaba, en honor a la verdad, el sentimiento de culpa de no haberle contado adónde iba.


La espera fue mínima. César apareció al día siguiente, a tiempo para cenar, y, si bien al verles se mostró algo más imperioso de la cuenta (al menos para el gusto de Casio), su alegría era sincera.

Fueron siete los que se reclinaron a cenar: César, Calvino, Quinto Pedio, Pansa, Bruto, Casio y Cayo Octavio. De acuerdo con la tradición, la esposa de Pansa, Fufia Calena, no le había acompañado a aquella provincia; por lo tanto, no había mujeres que entorpecieran con trivialidades la conversación.

– ¿Dónde está Quinto Fabio Máximo? -preguntó Pansa a César.

– Se ha adelantado con Antonio. Como lo hizo tan bien en Hispania, se le dedicará un triunfo. A Quinto Pedio también.

Casio apretó los labios, pero sin decir nada. No se le había pasado por la cabeza que la victoria sobre unos enemigos puramente romanos pudiera celebrarse can triunfos. ¿O acaso César pensaba presentarlo como una rebelión hispánica? No, imposible; para eso no se había sublevado una parte suficiente de la Ulterior, y la Citerior ni siquiera había participado.

– ¿Tú también vas a tener tu triunfo? -preguntó Pansa.

– Pues claro -dijo César, con una sonrisa ligeramente maliciosa.

Ni siquiera se molestará en intentar esconder que el enemigo era romano, pensó Casio. ¡Cómo se regodeará en una victoria tan patética! Me gustaría saber si ha guardado la cabeza de Pompeyo en agua y sal, para enseñarla en el desfile.

Quedaron todos en silencio, concentrados en comer. Casio no era el único a quien incomodaba el hecho de que el enemigo hubiera sido romano.

– ¿Qué, Bruto, últimamente has escrito algo? -preguntó César. Bruto dio un respingo, saliendo de sus ensoñaciones sobre Porcia, y le miró a la cara con sus ojos castaños de expresión triste. -Pues sí -dijo-, ni más ni menos que tres disertaciones.

– Tres.

– Sí. Me gusta simultanear varios proyectos. He tenido la suerte -añadió sin pensar- de que los manuscritos estuvieran en Túsculo, y se han salvado del fuego.

– ¿Fuego?

Bruto se puso muy rojo y se mordió el labio.

– Pues… sí, es que en mi estudio de Roma hubo un incendio. Se me quemaron todos mis libros y papeles.

Edepol! ¿Y tienes la casa convertida en cenizas?

– No, la casa está intacta. Nuestro intendente reaccionó deprisa.

– Epafrodito. Sí, ya me acuerdo de que es una joya. ¿Dices que no se ha salvado ni un solo libro o papel? Me extraña, porque lo normal es tenerlos repartidos por las cuatro paredes del estudio, y además están las mesas, el escritorio… -dijo César, mientras comía frutos secos.

– Es verdad -dijo Bruto, cada vez más angustiado.

Se notaba que la inteligencia que había detrás de aquellos ojos claros había detectado un misterio. Casio consideró posible, incluso, que hubiera adivinado la realidad. Sin embargo, como Bruto no era una presa digna de un felino de tales dimensiones, el tema quedó zanjado mediante unas palabras llenas de autoridad:

– Háblanos un poco de los manuscritos de Túsculo.

– Pues hay una de las disertaciones que es sobre la virtud, la otra sobre la paciencia sumisa, y la tercera sobre el deber-dijo Bruto, recuperándose.

– ¿Qué tienes que decir de la virtud, Bruto?

– Pues… que de por sí ya garantiza la felicidad. Cuando un hombre es virtuoso de verdad, César, su felicidad no puede ser destruida ni por la pobreza ni por la enfermedad ni por el exilio.

– ¡No me digas! Me dejas de piedra, porque con una vida tan plena como la tuya… Un argumento estoico de esas características debería ser del agrado de Porcia. Te felicito de corazón por tu boda -dijo César, muy serio.

– Ah, gracias, muchas gracias.

– La paciencia sumisa… Pero ¿es una virtud? -preguntó César. Se contestó a sí mismo-: ¡Rotundamente no!

Calvino soltó una carcajada.

– Una respuesta muy de César.

– No, muy de hombre -se oyó decir desde el diván del fondo-. La paciencia es una auténtica virtud, pero la sumisión sólo es admirable como virtud en las mujeres -afirmó Octavio.

Casio dejó de mirar al derrotado Bruto, y al fijarse en el joven Octavio se llenaron de sorpresa sus profundos ojos marrones. Tenía en la punta de la lengua decir que a alguien tan femenino como aquel mocoso no le atribuía autoridad para hablar sobre respuestas varoniles, pero una vez más se reprimió. Y lo que le detuvo fue la cara de César. ¡Por todos los dioses! ¡Nuestro gobernante está orgulloso de este pisaverde! ¡Es más, respeta su opinión!

Se llevaron el último plato. Sólo quedaban el vino y el agua. ¡Qué cena tan peculiar, tan fraguada de tensiones ocultas! A Casio le costaba identificar la fuente exacta de las tiranteces. Al principio, como era inevitable, le echó la culpa a César, pero a medida que avanzaba la cena fue trasladándola más y más al joven Cayo Octavio. Para empezar, parecía mentira lo bien que se llevaba con su tío abuelo. Le bastaba con abrir la boca para ser escuchado no como un humilde cadete, sino como un legado. Y no se trataba únicamente de César; también Calvino y Pedio bebían de los labios del chaval. Aun así, Casio no podía acusarle de insolente, maleducado, atrevido ni aun de presuntuoso, puesto que Octavio se mantenía casi siempre al margen, y dejaba la voz cantante a sus mayores, excepto aquellos comentarios esporádicos, a veces repelentes, pero siempre de una clarividencia asombrosa, que pronunciaba con una mezcla de afabilidad y firmeza. Eres un hombre profundo, Octavio, se dijo Casio.

– Bueno, vamos a lo importante -dijo César, de forma tan inesperada que sacó a Casio de sus reflexiones sobre Cayo Octavio.

– ¿Lo importante? -preguntó Pansa, azorado.

– Sí, pero tranquilo, Pansa, que no tiene nada que ver con las provincias. Marco Bruto, Cayo Casio, el año que viene es año de pretorías -dijo César-. Bruto, te propongo ser praetor urbanus. A ti, Casio, praetor peregrinus. ¿Aceptáis?

– ¡Sí, por favor! -exclamó Bruto, animándose.

– Sí, acepto -dijo Casio, no tan contento.

– Considero que el cargo de pretor urbano es el que mejor conviene a tus cualidades, Bruto, mientras que el de pretor en el extranjero se adecúa más al perfil de Casio. Tú, con tu amor al trabajo meticuloso, promulgarás los edicta más indicados y te ceñirás a ellos -le dijo César a Bruto. Luego miró a Casio-. En cuanto a ti, Casio, tienes mucha experiencia con los que no son ciudadanos, viajas mucho y deprisa, y sabes pensar con rapidez. Por lo tanto, pretor en el extranjero.

¡Ah!, pensó Casio, relajándose en el diván. El viaje ha valido la pena. Conque Dolabela pretende quedarse con Siria, ¿eh?

Bruto se hallaba en un estado de exaltación. ¡Pretor urbano! ¡Lo máximo! ¡Porcia lo entenderá! ¡Seguro que lo entiende!

Octavio pensó que parecían dos gatos en un charco de nata.

7

Cuando César salió de Placentia, iba solo; incluso a Cayo Octavio se le dijo que tendría que hacer el viaje a Roma por su cuenta. Así pues, las pocas calesas que recorrían al galope la Via Emilia Scauri, en dirección a la costa y la Via Aurelia de Etruria, no contenían a nadie más que los secretarios y criados de César, así como a Hapd'efan'e.

Ya estaba sextilis muy avanzado; faltaban, pues, menos de siete meses para marchar hacia Siria y emprender una guerra de las de verdad. En definitiva, había mucho trabajo por delante: por un lado lo que quedaba por hacer para Roma e Italia; por el otro, los miles de preparativos que comportaba planificar una campaña de cinco años, con quince legiones de infantería y diez mil jinetes germanos, galos y gálatas. El papel de praefectus fabrum corría a cargo de Cayo Rabirio Póstumo, mientras que Publio Ventidio, el viejo y fiel mulero, se ocupaba del reclutamiento y la instrucción. En aquella campaña no iban a participar reclutas primerizos; afortunadamente, ningún viejo legionario podía soportar más de un año de paz y de tranquilidad, y el índice de reenganches era altísimo. Bajo la supervisión de Ventidio, se procedía a una cuidadosa selección de los veteranos que volvían a alistarse, con la finalidad de componer seis legiones imbatibles con la flor y nata, mientras el resto se repartía por las otras nueve con el criterio de que ninguna tuviera un nivel de experiencia superior a las demás. Artillería: cien piezas por legión, sin contar las armas pequeñas. Artificieros y personal no combatiente especializado en todo lo imaginable.

El viaje por carretera se le pasó volando en dictar toda clase de asuntos a los apelotonados secretarios, desde temas militares, pasando por cuestiones romanas, italianas, de obras públicas que resultaban imprescindibles, hasta la del canal del istmo de Corinto o un nuevo puerto en Ostia… Había que desecar las lagunas pontinas, erigir más acueductos que abasteciesen a Roma, y desviar el Tíber para que tanto el-Campus Martius como el Campus Vaticanus quedasen en la misma orilla que la ciudad. Como Italia no tenía ninguna Via Julia Caesaris, era necesario construir una entre Roma y Firmum Picenum, a fin de volver accesibles las partes de los Apeninos que lo eran menos.

Y los comisarios agrarios debían espabilar un poco, pandilla de vagos, pues no era cuestión de que los veteranos de César establecidos en Italia esperaran varios años a que les concedieran tierras. Para evitar que fueran expoliados por esposas codiciosas, embaucadores y terratenientes ávidos, César había promulgado una ley que les prohibía vender las propiedades asignadas durante veinte años. A ese respecto, le había molestado un comentario de Bruto en Placentia: Bruto sabía tan poco de la naturaleza humana (¡qué «paciencia sumisa» ni qué ocho cuartos!) que tenía la idea peregrina de que la prohibición de los veinte años era una manera de evitar que los soldados se vendieran las tierras para gastarse el dinero en vino y putas. Éste era el concepto que él tenía de las clases bajas. ¡Despreciarles como capaces de destruir felicidad, él, que nada sabía de la pobreza, la enfermedad ni el exilio! En el Palatino tendrían que haber crecido todos pobres, como César, que aunque no lo hubiera sido de solemnidad (a diferencia de Sila), conocía de primera mano el sufrimiento que traía consigo la pobreza, las vidas que agostaba…

¡Qué fascinante, que un año de gobernar la Galia Cisalpina le hubiera curado los granos a Bruto! La autoridad le había liberado de sus miserias… y también (ya era hora) de Servilia, hasta el punto de haberse divorciado de Claudia nada más volver a Roma, y haberse casado con la hija de Catón. En cuanto al incendio en el estudio, César tenía tan clara la razón como si hubiera estado delante.

Había llegado el momento de que la Galia Cisalpina se integrase a Italia y dejase de ser gobernada como provincia. Ahora que todos sus habitantes ya eran ciudadanos de pleno derecho, ¿qué sentido tenía mantener una barrera artificial, y que Roma enviase un gobernador en lugar de gobernada directamente? También a los sicilianos convenía otorgarles la ciudadanía, aunque fuera a riesgo de una enconada oposición (incluso entre los de su círculo). Había demasiados descendientes de griegos, pero bueno, eso también podía decirse en Italia de Roma para abajo, ¿no? Gente más pequeña, más morena…

No estaba bien que Alejandría contase con una biblioteca de casi un millón de textos, mientras que Roma no tenía ninguna. ¡Varrón! El encargo perfecto para Marco Terencio Varrón: conseguir varias copias de todos los libros existentes, y reunirlas bajo el mismo techo.


El problema que no compartió con sus secretarios por medio del dictado fue el destino de Roma en su ausencia, motivo de angustia desde que la situación en Siria le había hecho comprender que no había más remedio que eliminar el reino de los partos, o el ámbito del Mare Nostrum dejaría de ser occidental. Saberse el único capaz de invadir y aplastar al imperio parto no era una muestra de vanidad desmesurada, sino de conocimiento de sí mismo, de su propia voluntad, capacidades y genio. Nada tenía que ver la verdad con la vanidad.

Si César no conquistaba a los partos, no sólo seguirían siendo una amenaza, sino que a la larga invadirían el mundo occidental. El don que les faltaba a la mayoría de los políticos, a César le sobraba: el de la previsión. Veía desplegarse en su cerebro los siglos por venir, y pensaba más en ellos que en los que ya estaban consignados en los libros de historia. Los partos eran un conjunto belicoso y dispar de pueblos remotamente emparentados, unidos bajo un rey y un gobierno central. En el fondo se parecían a Roma, con la diferencia de que en Roma no había rey. Si llegaba a darse el caso de que un solo hombre, con una idea clara, uniese a los pueblos de aquel vasto imperio y los dotase de una sola manera de pensar, no habría ninguna civilización que se les resistiese. El único que podía impedirlo era César; nadie más que él tenía la amplitud de miras necesaria para darse cuenta de lo que se avecinaba.

Lo malo era que Roma no constituía un todo indisociable; de ahí que en ausencia de César se convirtiese en un problema mayúsculo. César había decidido que la única manera de impedir la desintegración de lo que había conseguido hasta la fecha era dotar al corazón del universo de un sistema de controles y equilibrios encaminado a evitar que cualquier otro hombre hiciera lo mismo que él. Ya lo había intentado Sila promulgando una nueva constitución, pero sólo había durado quince años porque no era nueva, sino una tentativa de volver al pasado.

La solución de César era más compleja. En ese momento, la res publica estaba en condiciones muy superiores a las del inicio de su primera dictadura. Las leyes se estaban asentando, y eran buenas, aunque no se lo parecieran a algunos de la Primera Clase. El comercio se había recuperado tanto que ya no había agitadores que pidiesen la cancelación general de las deudas. La solución de César a los problemas financieros de la capital había beneficiado tanto a los deudores como a los acreedores, y unos y otros la aclamaban. Por primera vez en varias décadas funcionaban los tribunales, no había pegas con los jurados, resultaba más difícil defenderlos privilegios, las asambleas empezaban a entender su papel en el gobierno de Roma, y existían menos posibilidades de que el Senado quedara bajo el dominio de un grupo reducido, como el de los boni.

En realidad, el problema no radicaba en ningún grupo en especial. Si algún fallo había cometido César, era el de haberlo realizado todo prácticamente en solitario, como autócrata. Porque había otras personas que se consideraban capaces de lo mismo. La larga duración de la dictadura de César había generado un cambio de ambiente; él lo sabía, pero no encontraba la manera de solucionarlo, como no fuera siendo dictador hasta la muerte y esperando que Roma, para entonces, hubiera aprendido bastante como para no retroceder, sino seguir progresando. ¿Hacia dónde? Eso no lo sabía. Lo único que estaba en su mano era demostrar el acierto de los cambios que había introducido, y confiar en que sus sucesores apreciaran su valía con la claridad necesaria para conservarlos.

Nada de ello solucionaba el problema de sus cinco años de ausencia. Al principio le había parecido que lo más conveniente era llevarse a Marco Antonio, que por naturaleza era propenso a los abusos de poder; Antonio, sin embargo, había creado problemas con las legiones, y había pretendido controlar el ejército para convertirse en el primer hombre de Roma, cuando no en su dictador. Llevarse a Antonio, por lo tanto, significaba arriesgarse a importantes motines en cuanto surgiesen las primeras dificultades. Podía repetirse lo de la expedición de Lúculo y Clodio al este de Anatolia. No, a Antonio mejor dejarle en Roma. Para eso había que nombrarle cónsul, y a continuación darle un mando proconsular para alejarlo de Italia en calidad de general de un ejército propio, a fin de distraerle de los asuntos italianos.

Pero ¿cómo controlar al cónsul Antonio? Lo primero que debía hacer César era seguir siendo dictador, y, en consecuencia, dejar todas las fuerzas que quedasen en Italia bajo el control de un Maestro del Caballo. Que nunca volvería a ser el propio Marco Antonio. Un excelente candidato era Lepido; la pega era que insistiría en asumir el gobierno de alguna provincia, y tendría que sustituirle Calvino como Maestro del Caballo. Lo segundo era cerciorarse de que Antonio fuera el cónsul inferior. El superior sería el propio César, hasta partir para Oriente. Después, el cónsul superior tendría que ser una persona hostil a Antonio, alguien que tuviera mucho gusto en controlarle hasta verle partir a Macedonia como procónsul. En el fondo sólo había un candidato: Publio Cornelio Dolabela.

Por otro lado, ni en Italia ni en la Galia Cisalpina habría guarniciones compuestas por legiones de veteranos. A la hora de dotar militarmente a las provincias, César recurriría a las legiones profesionales que no se llevase con él, y dentro del semicírculo de los Alpes limitaría la actividad militar al reclutamiento y la instrucción. Sexto Pompeyo estaba en Hispania, luchando contra Carrinas, y no se rendiría fácilmente. Por sí solo no representaba una gran amenaza, pero aun así era necesario dotar a las Hispanias y las Galias de gobernadores enérgicos; hombres de su plena confianza, que no albergasen simpatías hacia Marco Antonio.


El tiempo pasaba tan deprisa que llegó a su villa de las afueras de Lanuvium sin haber agotado sus reflexiones. Quedaba una tarea pendiente, que no se atrevía a seguir postergando: la de hacer testamento. Por eso había decidido no pasar por Roma, que sólo quedaba a treinta kilómetros. Para solucionar aquel asunto necesitaba estar a solas.

Los Julios tenían propiedades en el Lacio desde siempre, pero aquella villa se la había comprado a Fulvia, cuando ella vendía sus tierras para pagar las deudas de Antonio. El primer dueño, Publio Clodio, había sido asesinado al volver de inspeccionar las obras, y por eso Fulvia, su heredera, había tomado tal odio a la mansión que no había querido terminarla; conque así había quedado, un prodigio arquitectónico cojo, hasta que lo había completado el nuevo dueño, César. La villa estaba situada en los montes Albanos, a cierta distancia de Lanuvium y muy apartada de la Via Apia. Como la habían construido al borde de un precipicio, sobre pilares de treinta metros, desde la galería el panorama era impresionante: un primer plano montuoso, en segundo término la llanura del Lacio, y como trasfondo soñador el mar Toscano. Cada vez que el Etna o las islas Vulcanias entraban en erupción y escupían humo (lo cual sucedía a menudo), las puestas de sol eran maravillosas. Varrón, experto en fenómenos naturales, insistía en que se estaba fraguando un terrible cataclismo en la cadena de volcanes de Italia, basándose en que los Campos Ygneos de detrás de Puteoli y Neapolis estaban mostrando una creciente actividad.


¿Quién, quién, quién? ¿Quién sería el heredero de César?


A Antonio, cosa extraña, César lo descartó definitivamente al reconocer su silueta en el patio del palacio del gobernador de Narbo. Aunque su cuerpo -de voluminoso tórax, hombros y brazos descomunales, barriga lisa y muslos y pantorrillas musculosos- nunca sufrió el menor deterioro a pesar de los excesos físicos que él cometía a conciencia, al verle bajo el sol del atardecer César había observado indicios claros y terribles de degradación interna, erosión moral y empobrecimiento emocional. Los estragos de la buena vida, sin duda, pero también la angustia de las deudas, y el exceso de una ambición brutal sumado a la falta de sentido común.

En cuanto a Quinto Pedio, no obstante todas sus cualidades siempre sería un caballero de la Campania, ese rasgo lo había transmitido a sus descendientes: sus hijos eran como él, ni en el aspecto ni en el modo de actuar habían salido a los Julios, pese a ser hijos de una patricia, Valeria Messala. Lucio Pinario tampoco prometía mucho. Los Pinarios ya hacía mucho tiempo que no eran los poderosos patricios de antaño. La hermana de César, Julia Major, se había casado con el abuelo de Pinario, un gandul que falleció poco después. A la hora de volverla a casar, César, harto de que las mujeres de su familia eligiesen maridos pobres, se la había dado al padre de Quinto Pedio. Al principio ella había protestado, pero sólo hasta descubrir lo bien que se vivía siendo la mimada de un viejo. A la hermana menor de César, Julia Minor, no se le había permitido elegir marido. César, el joven paterfamilias, le había encontrado a un terrateniente riquísimo del Lacio, concretamente de Aricia: Marco Atio Balbo, de quien Julia había tenido un hijo y una hija (la Atia que se había casado con Cayo Octavio, de Velitres, en el corazón del Lacio, y en segundas nupcias casó con el ilustre Filipo). El hermano de Atia había muerto sin descendencia.


Después de la criba, los únicos candidatos eran Décimo junio Bruto Albino y Cayo Octavio.


Décimo Bruto estaba en la flor de la vida, y nunca había dado un paso en falso. Tras lograr el generalato por sus brillantes campañas por tierra y mar en la Galia Trasalpina, había ejercido de pretor en el tribunal de homicidios. César sólo tenía un reproche que hacerle: que hubiera sido tan despiadado con la rebelión de los belovacos, cuando gobernaba la Galia Trasalpina. Aun así, había aceptado sus explicaciones de que los belovacos eran los únicos que habían conservado su fuerza mucho después de la partida de César, creyendo que el siguiente gobernador carecería de la misma determinación.

El nombramiento de Décimo como cónsul ya no podía dilatarse mucho. Sin embargo, César tampoco pensaba llevárselo a Oriente, aunque por muy distintos motivos que en el caso de Antonio. Como Décimo le merecía una confianza ciega, quería que permaneciera vigilando Roma e Italia. Una vez terminada su etapa como cónsul, iría a gobernar la Galia Cisalpina, que por su posición geográfica era la que mayores facilidades ofrecía para esta vigilancia de Roma e Italia.

Cayo Octavio cumpliría dieciocho años a finales de septiembre. César le tenía en grandísima estima, pero lo consideraba demasiado joven y enfermizo. Había consultado a Hapd'efan'e sobre el asma del chico, esperando ver disipados sus temores (ya que durante los meses en Hispania casi no había padecido ningún ataque), pero la larga conversación no había servido para tranquilizarle. Según Hapd'efan'e, la buena racha se debía a que Octavio se sentía seguro en compañía de César. Seguiría mejorando mientras César formase parte de su mundo, incluso durante la expedición a Oriente.

Pero el sucesor de César sólo tomaría posesión de su herencia a la muerte de César. El heredero de César se vería privado de la presencia de César. Y la muerte, pensó éste, no puede estar muy lejos, a menos que se equivocara el jefe de los druidas, Cathbad, que le había prometido que se ahorraría las miserias de la vejez, pues moriría en la flor de la vida. César ya había cumplido cincuenta y dos años, y podían quedarle unos diez años de vigor.


Cerró los ojos y recordó los rostros de los posibles candidatos.

Décimo Bruto, rubio hasta la insipidez; pero en quien, si se le miraba con atención, se advertían unos ojos acerados y de gran inteligencia, una boca firme y vigorosa, y unas facciones propias de alguien que había que tomar en consideración. Un punto en contra era la sangre de fellatrix de su madre. Los Sempronios Tuditanos eran disolutos, y César ya había oído rumores sobre Décimo Bruto.

La cara alejandrina de Cayo Octavio: ligeramente afeminada, con demasiado ángel, a decir verdad, y lastrada por unas orejas de soplillo que él no podía disimular ni dejándose el pelo más largo de la cuenta. Pero si uno se fijaba bien, se advertía que los ojos eran los de una persona temible y sutil, y que la boca y la barbilla poseían gran firmeza. Su punto en contra era el asma.


¡César, César, decídete!


¿Qué le había dicho Lucio? Algo como que la suerte de César estaba vinculada a su nombre, que no necesitaba confiar en nada más.

«¡Los dados están echados!», dijo en griego, por segunda vez en su vida. La primera había sido justo antes de cruzar el Rubicón.

Cogió una hoja de papel, mojó la pluma de junco en el tintero y empezó a escribir.

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