Epílogo de la autora

Centrada en torno al fallecimiento de Cayo Julio César, el último gran agitador republicano, El caballo de César pone fin a mi serie de novelas sobre la Roma republicana.

En rigor, Octavio/Octaviano/Augusto pertenece más al Imperio que a la República, por lo que, tras abordar su infancia y su aparición en el escenario mundial, considero oportuno poner fin a lo que ha sido un ejercicio creativo enormemente gratificante: hacer que la historia cobre vida sin distorsionarla más allá de lo que imponían las limitaciones de mi erudición.

Siempre que el autor permanezca fiel a la historia y se resista a la tentación de volcar sus propias actitudes, ética, moral e ideales modernos sobre el periodo histórico concreto y sus personajes, la novela es un medio excelente para explorar una época distinta. Permite adentrarse en la mente de los personajes y recorrer el laberinto de sus pensamientos y emociones, un lujo prohibido para los historiadores profesionales pero que puede hacer comprensibles acontecimientos que de otro modo resultan inexplicables, misteriosos o incoherentes. A lo largo de estos seis libros he tomado los acontecimientos externos de algunas vidas muy famosas y he tratado de crear seres humanos creíbles, dotados de todas las complejidades que el sentido común dicta que debieron de poseer.

Lo que me atrajo del periodo fueron tres aspectos distintos: en primer lugar, que no había sido recreado hasta la saciedad por otros escritores; en segundo lugar, su relevancia para la civilización occidental moderna en el sentido de que buena parte de nuestros sistemas de justicia, gobierno y comercio tienen su origen en la República romana; y por último, aunque no por ello menos importante, el hecho de que rara vez han subido al escenario de la historia personajes de tan extraordinario talento en tan breve espacio de tiempo, hasta el punto de haberse conocido entre sí en vida. César conoció a Mario, Sila y Pompeyo Magno, y todos, de una forma u otra, dieron forma al curso de su vida, como hicieron otras figuras históricas famosas como Catón el Uticense y Cicerón. Sin embargo, hacia el final de El caballo de César, han desaparecido todos, incluido el propio César, y lo que permanece es su legado a la experiencia romana que les sucede: el sobrino nieto de César, Cayo Octavio, quien iba a convertirse en César Imperator y luego en Augusto. ¡Si no me detengo ahora, no lo haré nunca!


Y ahora vayamos a algunos aspectos concretos.


El espectro de William Shakespeare siempre está presente en nuestras ideas preconcebidas acerca de Bruto, Casio, Marco Antonio y el asesinato de César. No sin antes pedir disculpas al Bardo, he decidido seguir las fuentes antiguas que afirman que César no dijo nada antes de morir, y que Marco Antonio no tuvo ocasión de pronunciar una gran oración funeraria antes de que la multitud acudiese en tropel.

La etimología de la palabra «asesino» es posterior a este periodo, pero he decidido utilizarla en mi texto por su especificidad para el lector moderno. En ocasiones, un vocablo más moderno es más satisfactorio que cualquier palabra que un hablante de latín pudiera haber empleado, pero he intentado que esto ocurriera lo menos posible. Algunas palabras son intraducibles, y aparecen en el texto en latín, como pomerium, mos maiorum y contio.

Puede que el lector se sienta intrigado por algunos de los acontecimientos menos difundidos de estos años en general bien conocidos: la marcha de Catón hacia la provincia de África y el destino de la cabeza de Bruto, por ejemplo. Otros, como la batalla de Filipos, son tan confusos que intentar esclarecerlos es poco menos que imposible. Las fuentes antiguas más leídas, Plutarco y Suetonio, deben complementarse con la lectura de muchísimas otras, como Apiano, Dión Casio y las cartas, discursos y ensayos de Cicerón. Hay una bibliografía disponible en el caso de que cualquier lector interesado desee escribirme a P.O. Box 333, Norfolk Island, vía Australia.


Una de las libertades que me he tomado con la historia tiene que ver con la famosa cobardía de Octaviano durante la campaña que culminó en la batalla de Filipos. Cuanto más ahondaba en los primeros años de su vida, más inverosímil me parecía esa supuesta cobardía. Hay muchos otros aspectos de su carrera en esta época de su vida que indican que no le faltaba valor: poseía una capacidad de resistencia asombrosa y acometió difíciles empresas, como dos marchas sobre Roma en la adolescencia, con todo el aplomo de un Sila o un César. Y por cierto, no estoy sola cuando hago que el muchacho robe los fondos para la guerra de César, pues sir Ronald Syme también opina que fue él quien lo hizo.

Volviendo a la pretendida cobardía de Octaviano, se me ocurrió que quizás hubiese una razón física para explicar su comportamiento. Lo que me intrigaba era la afirmación de que Octaviano «se escondió en las marismas» durante el primer enfrentamiento de Filipos, una batalla que, nos consta, produjo tanto polvo que Casio ni siquiera podía ver el campamento de Bruto desde el suyo. En esa conducta se halla, a mi juicio, la respuesta al enigma. ¿Y si Octaviano padecía asma? El asma es una enfermedad en ocasiones peligrosa para la vida, puede aplacarse (o agravarse) con la edad, y se ve afectada por los cuerpos extraños del aire, desde el polvo al polen pasando por el vapor de agua, además de por el estrés emocional. Se ajusta muy bien a lo que sabemos del joven César Augusto. Es probable que, después de haberse cimentado su poder, cuando disfrutaba de una vida privada más estable y disponía del oro de Egipto para levantar de nuevo el Imperio, padeciese menos ataques de asma o ninguno en absoluto. A pesar de que viajaba, no era un viajero empedernido como César ni tampoco parece haber gozado de la buena salud de éste. En el caso de que, efectivamente, Octaviano hubiese padecido asma, este hecho convierte en lógico todo cuanto le ocurrió durante esa campaña en Macedonia, incluyendo su huida hacia las brisas marinas y el aire más limpio de las marismas mientras la zona de tierra firme quedaba bajo una impenetrable nube de polvo. Mi decisión de recurrir al asma no es ninguna excusa con el objetivo de hacer que Octaviano parezca bueno, sino que se trata, sencillamente, de un intento de explicar su conducta de un modo razonable y verosímil.


En cuanto a la cuestión de la «epilepsia», dispongo de experiencia profesional en mi auxilio. En una época en que no existía medicación contra las convulsiones, la agudeza mental de César, incluso al final de su vida, incide negativamente en una condición de epiléptico de larga duración y naturaleza generalizada, aunque el único ataque descrito en las fuentes antiguas parece haber sido uno generalizado. Muchos estados fisiológicos alterados pueden provocar un raro ataque en personas que suelen padecerlos con regularidad, pues la epilepsia es más un síntoma que una enfermedad. Los traumatismos, las lesiones cerebrales que ocupan mucho espacio, la inflamación cerebral, los desequilibrios electrolíticos graves y la hipoglucemia aguda, entre otras causas, pueden provocar ataques. Puesto que las fuentes antiguas insisten en la indiferencia de César a la comida, decidí atribuir su crisis epiléptica a un ataque de hipoglucemia (bajo nivel de azúcar en la sangre) tras una enfermedad sistémica en la que podía haber estado relacionado el páncreas.

Se ha escrito tanto acerca del significado de que César llevase las botas rojas altas de los reyes albanos en los últimos dos meses de su vida que un espíritu travieso me empujó a dotarlo de venas varicosas. El calzado romano era bajo y poco adecuado para las varices, en tanto que una bota alta y de cordones bien atados aliviaría ese problema. ¡Tengo las mismas posibilidades de haber dado en el clavo que de haberme equivocado!

No resulta extraño que los historiadores, cuyas inclinaciones académicas están orientadas hacia terrenos más bien alejados de la medicina, a menudo malinterpreten la salud y la enfermedad. Es sólo que me parece -sobre todo en una época en que el conocimiento y el tratamiento de las dolencias no estaba tan extendido como ahora- que muchos personajes históricos famosos debieron sin duda de padecer enfermedades corrientes como diabetes, asma, venas varicosas, fallos cardiacos y las famosas hemorroides de Napoleón. El cáncer era muy común, la pulmonía muchas veces mortal, y la poliomielitis asolaba las siete colinas de Roma todos los veranos. La descripción de la peste de Egipto recuerda sospechosamente a la peste negra, y es muy posible que lo fuera.

Existen aspectos de la relación de Cleopatra con César y su posterior relación con Marco Antonio que se suelen pasar por alto, aunque no deberían.

Siempre hay que mantenerse escépticos frente a la figura de Cleopatra. Para Octaviano/Augusto, calumniarla era una cuestión política, y puesto que no osaba enfrentarse en una guerra civil con Antonio, encontró en ella a su enemiga extranjera. En su calidad de primer gran maestro en propaganda política, Octaviano es responsable de la reputación de Cleopatra como mujer sexualmente promiscua, hasta el extremo de negar que Cesarión fuese hijo de César. La verdad es que las condiciones de su reinado la habrían llevado a mantenerse virgen, y aún es más, como descendiente de la estirpe de los Tolomeos se habría visto obligada a no rebajarse nunca a emparejarse con un simple mortal. Circunstancias como las inundaciones en los Codos de la Muerte y un marido ptolemaico no disponible convirtieron a César en un esposo idóneo; en general, se lo consideraba un dios en toda la franja oriental del Mediterráneo cuando desembarcó en Alejandría.

Sin embargo, tras introducir una nueva línea de sangre divina en su linaje, Cleopatra debió enfrentarse con el problema de reforzar esa nueva sangre juliana. Su primera opción para conseguirlo habría sido concertar el matrimonio de Cesarión con una hermana, pero cuando eso no sucedió, tuvo que encontrar otra fuente de sangre juliana. La madre de Marco Antonio era una Julia, de modo que él sí reunía los requisitos. No hay duda de que, de haber vivido, Cesarión se habría casado con su hermanastra por parte de Marco Antonio, Cleopatra Selene. La única alternativa al dilema de Cleopatra, aparte de una esposa juliana para Cesarión, era el matrimonio con su otra hermanastra, Arsinoe, una alternativa que no podía aprobar, pues habría conducido a su propio asesinato.

Así, había excelentes razones dinásticas por las que Cleopatra se casó con Marco Antonio y tuvo hijos con él. De este modo aseguraba la estirpe de Tolomeo César, pero Octaviano acabó con todas las esperanzas de Cleopatra matando a Cesarión antes de que su pequeña hermanastra alcanzase la edad de casarse. Aquella niña, Cleopatra Selene, fue criada por Octaviana y al final se unió en matrimonio con el rey Juba II de Numidia. Octaviana también crió a su hermano mellizo, Tolomeo Helios, y al hermano pequeño de ambos, Tolomeo Filadelfo.


Y ahora, los dibujos. [No recogidos en esta versión]


Pocas veces un pueblo anterior a la fiel cámara fotográfica ha dejado un legado tan inmensamente rico de retratos, «con todas sus imperfecciones», como los romanos. La identificación de los bustos depende en gran medida de los perfiles de las monedas, pues los bustos casi nunca llevaban nombre. Estos retratos tan poco favorecedores se pintaban como si de una figura de cera se tratara, lo que significa que no los vemos hoy como eran en la antigüedad. Es por esta razón por lo que he intentado que los bustos cobren vida dibujándolos. Puesto que no soy ninguna artista, ruego que me perdonen sus defectos. La mayoría han perdido el cuello, y esa parte me creó no pocos problemas. He mantenido el cabello estilizado para poner de relieve el genio del barbero romano, que por lo visto sofocaba asombrosamente bien la rebelión del pelo de sus clientes.

En primer lugar, los bustos autentificados.

Todos los buenos bustos de César poseen ciertas similitudes: las arrugas de la frente, las comisuras de los ojos, las orejas, los pómulos extraordinarios y los labios ligeramente curvados hacia arriba.

Casio está dibujado a partir del busto de Montreal y confirma la impresión que se obtiene de la famosa carta del «naufragio» de Cicerón: que Casio no estaba flaco ni tenía aspecto famélico.

Hay muchos bustos de César Augusto, y de todas las edades salvo de la vejez. Aunque sí poseen ciertas reminiscencias de Alejandro Magno, un examen minucioso siempre revela las orejas prominentes y la nariz no clásica.

El Catón que conocemos es Catón gracias a un busto encontrado en el norte de África, donde se lo adoraba.

La joven Cleopatra está dibujada a partir de la cabeza de mármol de Berlín, pero ninguno de sus retratos existentes hacen justicia a la enorme nariz aguileña que aparece en sus retratos en monedas: era verdaderamente gigantesca.

Lepido, Cicerón y Agripa son auténticos.

El busto de Bruto está en el Museo del Prado de Madrid, y cabe señalar el fascinante músculo de la mejilla derecha.

Marco Antonio es un personaje escurridizo, puede que ningún otro romano tenga tantos supuestos retratos como él, todos muy distintos unos de otros, así como perfiles en moneda, que representan una nariz grande y una barbilla que apuntan la una hacia la otra por encima de una boca de labios gruesos. He decidido dibujar a partir del busto que más se parece al perfil de la moneda.

Y ahora viene un grupo de tres dibujos que no son auténticos pero que guardan ciertas similitudes con algunas personas cuya existencia está suficientemente documentada: se dice que el Lucio César es un busto del gran César, pero no lo es, pues las arrugas de la frente han desaparecido, así como las de las comisuras de los ojos; la forma del cráneo y la cara no se corresponden con la realidad y se produce una asimetría general que el rostro de César no posee. No sé si es realmente Lucio César, pero el individuo sin duda parece juliano.

Calpurnia me recordó a un busto auténtico de su padre, Lucio Calpurnio Piso. Puedo decir lo mismo de Porcia.

El resto de los dibujos se inspiran en bustos de la época, pero anónimos. Están ahí porque tiene su gracia ponerle nombre a un rostro, y sostengo que mi casting es mejor que el de Hollywood.

Загрузка...