VI

TIEMPOS DIFÍCILES, TAREAS INGRATAS

Desde sextilis (agosto) hasta finales de diciembre del 46 a.C.

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La Domus Publica había cambiado para bien en su exterior. La planta baja, más antigua, estaba construida con bloques de toba y tenía las ventanas rectangulares; el pontífice máximo Ahenobarbo le había añadido un piso superior de opus incertum revestido de ladrillo, con ventanas en arco. El pontífice máximo César agregó un frontón sobre la entrada principal y dio a toda la fachada de aquel feo edificio un aspecto más uniforme revistiéndolo de mármol pulido. Dentro conservaba su venerable belleza, ya que César, pontífice máximo desde hacía diecisiete años, no permitía el menor abandono.

Ya era hora, pensó tras regresar finalmente de Cerdeña, de empezar a ofrecer recepciones, de sugerir a Calpurnia que fuera la anfitriona de las celebraciones de la Bona Dea en noviembre; si el dictador César iba a quedarse en Roma durante muchos meses, bien podía causar cierto revuelo.

Sus aposentos estaban en la planta baja: un dormitorio y un estudio, y, donde solía vivir su madre, dos despachos para su secretario principal, Cayo Faberio. Éste lo saludó con una satisfacción un tanto excesiva y no lo miró a los ojos.

– ¿Tan ofendido estás por no haberte llevado a África? Pensé que era mejor darte un descanso, Faberio -dijo César.

Faberio se sobresaltó y negó con la cabeza.

– No, César, no estoy ofendido ni mucho menos. En tu ausencia he podido trabajar mucho y ver a ratos a mi familia.

– ¿Cómo están?

– Muy contentos de trasladarse al Aventino. El monte Orbio lamentablemente está en decadencia.

César dejó ahí la conversación, pero tomó mentalmente nota para averiguar qué le preocupaba al más antiguo de sus secretarios.

Cuando entró en los aposentos de su esposa en la planta superior, se arrepintió de inmediato, porque Calpurnia tenía invitadas: Marcia y Porcia, la viuda y la hija de Catón. ¿Por qué las mujeres elegían amistades tan peculiares? No obstante, ya era demasiado tarde para retroceder. Era mejor afrontarlo. Calpurnia, advirtió César, era cada vez más bella con la edad. A los dieciocho años había sido una muchacha de aspecto agradable, tímida y callada, y César sabía de sobra que su conducta durante los años de su ausencia había sido irreprochable. Ahora, con casi treinta años, tenía mejor figura, mayor compostura, y estaba muy favorecida con su nuevo peinado. La repentina aparición de César no le causó la menor agitación, pese a que ser sorprendida con aquellas dos mujeres debería haberla abochornado.

– César -dijo, levantándose y acercándose a besarlo.

– ¿Es ése el gato que te regalé? -preguntó él, señalando a una oronda bola de pelo rojizo que descansaba en el triclinio.

– Sí, ése es Félix. Está ya viejo, pero goza de buena salud.

César se había adelantado para tomar la mano de Marcia y sonreír a Porcia cordialmente.

– Señoras, un triste encuentro. Habría dado cualquier cosa porque fuera más feliz.

– Lo sé -contestó Marcia, parpadeando para disipar las lágrimas-. ¿Estaba… estaba bien antes…?

– Muy bien, y era un hombre muy querido en Utica. Tanto es así que los habitantes de la ciudad le han dado el sobrenombre de «Uticense». Fue muy valiente -dijo César, sin hacer ademán de sentarse.

– ¡Claro que fue valiente! -replicó Porcia con la misma voz áspera y estridente de su padre-. ¡Era Catón!

¡Cuánto se parecía a él! Era una lástima que fuera una muchacha, y el joven Marco el varón. Aunque ella nunca habría suplicado un indulto: habría ido a Hispania o estaría muerta.

– ¿Vives con Filipo? -preguntó a Marcia. Por el momento sí -respondió ella, y dejó escapar un suspiro-. Quiere que vuelva a casarme, pero no es ése mi deseo.

– Si no lo deseas, no debes hacerlo. Hablaré con él.

– ¡Oh, sí, hazlo! -gruñó Porcia-. Eres el rey de Roma, y todas tus órdenes deben obedecerse.

– No, no soy rey de Roma, ni quiero serlo -contestó César tranquilamente-. Lo decía con buena intención, Porcia. ¿Cómo te va?

– Desde que Marco Bruto compró todas las propiedades de Bibulo, vivo en la casa de Bibulo con el hijo menor de éste.

– Me alegra saber que Bruto ha sido tan generoso. -Viendo a varios gatos más, César los utilizó como excusa para escabullirse-. Tienes suerte, Calpurnia. Estos animales me provocan escozor en la piel y me hacen llorar. Ave, señoras.

Y escapó.


Faberio le había dejado la correspondencia importante sobre la mesa. Arrugando la frente, vio un pergamino que llevaba fecha de mayo, y el sello de Vatio Isaurico. Antes de abrirlo supo que contenía malas noticias.


Siria se ha quedado sin gobernador, César. Tu joven primo Sexto Julio César ha muerto.

¿Conociste por casualidad a un tal Quinto Cecilio Baso cuando pasaste el año pasado por Antioquía? Por si no fue así, será mejor que te explique quién es. Miembro romano de las Dieciocho, fijó su residencia en Tiro y entró en el negocio del tinte púrpura tras servir con Pompeyo Magno durante sus campañas en Oriente.

Habla fluidamente medo y persa, y ahora se dice que tiene amigos en la corte del rey de Partia. Sin duda es muy rico, y no todos sus ingresos proceden del púrpura tirio.

Cuando impusiste aquellos severos castigos a Antioquía y las ciudades de la costa fenicia por su firme apoyo a los republicanos, Baso se vio muy afectado. Fue a Antioquía y consultó a algunos tribunos militares de la legión siria, antiguos amigos, todos ellos hombres que habían luchado al servicio de Pompeyo Magno. Poco después, el gobernador Sexto César tuvo noticia de que tú habías muerto en la provincia de África y la legión siria estaba inquieta. El gobernador se reunió en asamblea con la legión a fin de aplacar a los hombres, pero lo asesinaron y aclamaron a Baso como su nuevo comandante.

A continuación Baso se autoproclamó nuevo gobernador de Siria, con lo cual todos tus adeptos del norte de Siria huyeron de inmediato a Cilicia. Como yo me encontraba en Tarso visitando a Quinto Filipo, pude actuar con presteza: envié una carta a Marco Lépido a Roma y le pedí que mandara un gobernador a Siria lo antes posible. Según su respuesta, ha enviado a Quinto Cornificio, que debería responder bien. Éste y Vatinio realizaron una brillante campaña en Ilírico el año pasado.

Pero Baso se ha afianzado de manera formidable. Marchó hacia Antioquía, que le cerró las puertas y le negó la entrada. Así que nuestro amigo el comerciante de púrpura siguió adelante hasta Apameia: a cambio de numerosos favores comerciales, ésta se declaró a favor de Baso, que entró en la ciudad y se estableció allí, nombrando a Apameia capital de Siria.

Ha cometido muchas fechorías, César, y sin duda está aliado con los partos. Ha concertado una alianza con el nuevo rey de los árabes esquenitas, un tal Alcaudonio, quien, dicho sea de paso, fue uno de los árabes que acompañaban a Abgaro cuando éste llevó a Marco Craso a la trampa de los partos en Carres. Alcaudonio y Baso se afanan en reclutar tropas para un nuevo ejército sirio. Imagino que los partos van a invadir, y que el ejército sirio de Baso se unirá a ellos para enfrentarse a Roma en Cilicia y la provincia de Asia.

Esto significa que tanto Quinto Filipo como yo estamos también reclutando hombres y hemos mandado un aviso a los reyes adheridos a Roma.

El sur de Siria está tranquilo. Tu amigo Antipater se asegura de que los judíos queden fuera de los planes de Baso y ha solicitado soldados, armas y provisiones a la reina Cleopatra de Egipto en previsión de la invasión parta. La reconstrucción y fortificación de las murallas de Jerusalén puede resultar más vital de lo que preveías.

Se han producido incursiones partas a lo largo del Éufrates, pero el territorio de los árabes esquenitas no ha padecido. Quizá pensabas que el lado oriental del Mare Nostrum estaba en paz, pero dudo que Roma pueda llegar a decir eso respecto a ninguna de las zonas de su mundo. Siempre hay alguien deseando arrebatarle sus posesiones.


¡Pobre Sexto César, nieto del tío de César, Sexto! Esa rama de la familia (la más antigua) no había tenido la legendaria suerte de César. Los césares patricios utilizaban tres nombres de pila: Sexto, Cayo y Lucio. Si un Julio César tenía tres hijos, el primero era Sexto, el segundo Cayo y el tercero Lucio. El padre de César era el hijo segundo, no el primero, y sólo el matrimonio de la hermana mayor de su padre con el «hombre nuevo» Cayo Mario, inmensamente rico, había permitido a su padre disponer del dinero necesario para permanecer en el Senado y ascender en el cursus honorum, los sucesivos escalafones que llevaban a las principales magistraturas. La hermana menor de su padre se había casado con Sila, así que César podía decir en rigor que tanto Mario como Sila eran sus tíos. Eso había resultado muy conveniente a lo largo de los años.

El hermano mayor de su padre, Sexto, había sido el primero en morir, a causa de una inflamación pulmonar durante un crudo invierno de campaña durante la guerra civil itálica. ¡Los pulmones! De pronto César recordó dónde había visto antes los defectos que percibió en el joven Cayo Octavio. En el tío Sexto. Él tenía ese mismo aspecto: el pecho pequeño, la caja torácica estrecha. César no había dispuesto de un solo momento para preguntar a Hapd'efan'e, y ahora podría ofrecer al médico-sacerdote más información. El tío Sexto padecía de ahogos, solía ir a los Campos de Fuego próximos a Puteoli una vez al año para inhalar los vapores de azufre que emanaba la tierra entre borbotones de lava y llamas. Recordaba que, según su padre, los ahogos aparecían de vez en cuando en un Julio César; era un rasgo de la familia. ¿Un rasgo que Cayo Octavio había heredado? ¿Por eso el muchacho no asistía regularmente a la instrucción militar para jóvenes del Campo de Marte?

César hizo llamar a Hapd'efan'e.

– ¿Te ha dado Trogo una habitación agradable, Hapd'efan'e? -preguntó.

– Sí, César. Unos hermosos aposentos para invitados con vistas al amplio peristilo. Tengo espacio para guardar mis medicamentos y mis instrumentos, y Trogo me ha encontrado un aprendiz. Me gusta esta casa y me gusta el Foro romano. Son lugares antiguos.

– Háblame de los ahogos.

– Ah -dijo el médico-sacerdote, abriendo de par en par sus ojos oscuros-. ¿Te refieres a ese ruido anhelante que emiten algunos pacientes al respirar?

– Sí.

– Pero al espirar, no al inspirar.

César respiró de manera experimental.

– Al expulsar el aire, sin duda.

– Sí, conozco el síntoma. En épocas en que no hay flores ni cosechas y los días son sin viento y relativamente secos, el paciente se encuentra bastante bien a menos que lo altere una emoción dolorosa. Pero cuando flotan en el aire partículas de polen, paja o polvo, o la humedad es alta, el paciente respira con dificultad. Si no se lo aparta de la causa de esa irritación, padece un ataque grave con ahogos y tos hasta que tiene arcadas y se pone morado en sus esfuerzos por respirar. A veces muere.

– Mi tío Sexto padecía esa dolencia, y en efecto murió, pero por lo visto de una inflamación pulmonar debida al frío extremo. El médico de la familia la llamó «disnea», según recuerdo -dijo César.

– No, no es disnea. Eso consiste en un esfuerzo continuo por respirar, más que en una situación episódica-contestó Hapd'efan'e con firmeza.

– ¿Y esa enfermedad episódica que no es la disnea puede heredarla un miembro de la familia?

– Sí, sin duda. Su nombre griego es «asma».

– ¿Cuál es el mejor tratamiento, Hapd'efan'e?

– ¡No el que utilizan los griegos, desde luego! Ellos proponen sangrías, laxantes, cataplasmas calientes, una poción a base de hidromiel mezclada con hisopo, y pastillas de gálbamo y trementina. Estas últimas es posible que ayuden un poco, debo admitirlo. Pero en nuestra tradición médica se dice que los asmáticos poseen una especial sensibilidad, que se toman las cosas más a pecho que otros. Tratamos los ataques con inhalaciones de vapores de azufre, pero centramos nuestros esfuerzos en evitar los ataques. Recomendamos al paciente permanecer alejado del polvo, las partículas de hierba o paja, el pelo de animal, el polen, y la excesiva humedad marina -explicó Hapd'efan'e.

– ¿Es una enfermedad crónica?

– En algunos casos sí, César, pero no siempre. A veces desaparece después de la infancia. Una vida doméstica armoniosa y un estado de tranquilidad general son favorables.

– Gracias, Hapd'efan'e.

Una de sus preocupaciones respecto a Cayo Octavio se había aclarado, pero encontrar una solución sería muy difícil. El muchacho no debía acercarse a caballos y mulas. Sí, también había sido éste el caso del tío Sexto. Sería casi imposible que hiciera la instrucción militar, y sin embargo era absolutamente obligatoria para un hombre con aspiraciones a cónsul. Por ese lado, Bruto no tenía problema. Su familia era tan poderosa, con tan insignes antepasados, y su fortuna tan grande, que nadie tendría jamás la falta de delicadeza de aludir al escaso espíritu marcial de Bruto. Octavio, en cambio, carecía de antepasados imponentes por línea paterna, y llevaba el nombre de su padre. La sangre juliana patricia le venía por línea materna, no estaba presente en sus apellidos. ¡Pobre! Su camino al consulado sería difícil, casi insuperable. Y eso si vivía lo suficiente.

César, desilusionado, se levantó y empezó a pasearse. Aparentemente Cayo Octavio no tenía probabilidades suficientes de sobrevivir para nombrarlo su heredero. Otra vez Marco Antonio, oh, ¡Qué horrenda perspectiva!


Lucio Marcio Filipo le había enviado una invitación a cenar en su amplia casa del Palatino para «celebrar su regreso a Roma», decía la gentil nota.

Maldiciendo la pérdida de tiempo, pero conscientes de que las obligaciones familiares exigían su asistencia, César y Calpurnia llegaron en la novena hora de luz y descubrieron que eran los únicos invitados. Dueño de un comedor con capacidad para seis triclinios, Filipo solía llenarlos los seis, pero no fue así aquel día. En la cabeza de César sonó una señal de alarma. Se quitó la toga, se aseguró de que el ralo cabello le tapaba el cuero cabelludo -se lo dejaba crecer en la coronilla y se lo echaba hacia delante- y aceptó una palangana del criado para lavarse los pies. Naturalmente se le adjudicó el locus consularis, el lugar de honor en el triclinio de Filipo, éste se colocó a su lado, y junto a él se situó Cayo Octavio, de modo que Filipo quedó en medio. El primogénito de Filipo no estaba presente; ¿se debía a eso su presentimiento de que algo ocurría?, se preguntó César. ¿Le habían convocado para informarle de que Filipo se divorciaba de su esposa por adulterio con su hijo? No, no, claro que no. Ésas no eran noticias que se comunicaran en una cena con la esposa delante. Marcia tampoco estaba presente; sólo Atia y su hija, Octavia, acompañaban a Calpurnia en las tres sillas situadas frente a ellos en la mesa.

Calpurnia estaba deliciosa con un elegante vestido azul drapeado que hacía juego con sus ojos; lucía la nueva clase de mangas, abiertas desde el hombro y abrochadas en intervalos en el exterior del brazo mediante pequeños botones con piedras preciosas. Atia había elegido una tela de color añil que, dada su tez clara, la favorecía; y la mucha cha, Octavia, iba exquisitamente ataviada de rosa claro. ¡Cuánto se parecía a su hermano! La misma mata de pelo rubio y ondulado, la cara oval, los pómulos altos y la nariz respingona. Sólo sus ojos eran distintos, de color aguamarina claro.

Cuando César sonrió a Octavia, ella le devolvió la sonrisa, revelando unos dientes perfectos y un hoyuelo en la mejilla derecha. Sus miradas se cruzaron, y César involuntariamente respiró hondo a causa del asombro. ¡Tía Julia! El alma plácida y delicada de la tía Julia le miraba, le infundía calor. Octavia es la tía Julia renacida. Le regalaré un frasco del perfume de la tía Julia y me recrearé con su aroma. Esta muchacha despertará el observó a su hermano, – cubriendo es una valiosísima perla. Luego César observó a su hermano, descubriendo que éste miraba a su hermana con un afecto incondicional. Adora a su hermana mayor, pensó La comida estaba a la altura de las posibilidades de Filipo e incluía su plato preferidopara las cenas con invitados: una masa suave y amarillenta de crema batida con huevos y miel dentro de un tonel lleno de una mezcla de nieve y sal. Lo traían al galope desde el monte desde el monte Fiscelo, la montaña más alta de Italia. Los dos jóvenes saborearon la masa helada con expresión de éxtasis, al igual que Calpurnia y Filipo. César rehusó probarla; también Atia.

– Entre los huevos y la crema, tío Cayo, sencillamente no me atrevo -dijo ella, y se echó a reír pero con nerviosismo-. Ten, toma unas fresas.

– Para Filipo poco importa que no sea ya temporada -comentó César, cada vez más intrigado ante la aprensión que se palpaba en el aire. Se recostó contra su cabezal y miró a Filipo con expresión burlona, enarcando una ceja-. Tiene que haber algún motivo para esta ocasión, Lucio. Sácame de dudas.

– Como te decía en mi nota, es para festejar tu regreso a Roma. Ahora bien, existe también otro motivo para la celebración, lo admito -dijo Filipo con un tono tan suave como su crema helada.

César, algo tenso, comentó:

– Puesto que mi sobrino nieto es hombre desde hace casi ocho meses, sin duda no guarda relación con él. Por tanto debe de guardar relación con mi sobrina nieta. ¿Está prometida?

– Lo está-dijo Filipo.

– ¿Dónde está el futuro novio?

– En sus tierras etruscas.

– ¿Puedo saber su nombre?

– Cayo Claudio Marcelo el Joven -contestó Filipo con displicencia.

– El Joven -repitió César.

– Bueno, no podría ser el otro. Se fuee al extranjero, sin indulto.

– No sabía que el Joven se quedó en Italia.

– Considerando que no hizo nada malo y que se quedó en Italia, ¿por qué necesita un indulto? -preguntó Filipo, comenzando a enfadarse.

– Porque era cónsul principal cuando crucé el Rubicón, y no intentó persuadir a Pompeyo Magno y los boni para que llegaran a un acuerdo conmigo.

– Vamos, César, sabes que estaba enfermo. Lentulo Crus hizo todo el trabajo, aunque como cónsul menor no tenía las fasces en enero. En cuanto juró el cargo, Marcelo el Joven, se vio obligado a guardar cama, y estuvo postrado durante muchas lunas. Dado que ninguno de los médicos encontró la causa de su enfermedad, siempre he opinado que fue su manera de evitar el disgusto de su hermano y su primo, mucho más militantes.

– Es un cobarde, insinúas.

– No, un cobarde no. A veces, César, te dejas llevar demasiado por tu mente jurídica. Marcelo el Joven es simplemente un hombre prudente con la visión necesaria para darse cuenta de que eres invencible. No es una deshonra para ningún hombre tratar astutamente con sus parientes menos perspicaces -dijo Filipo con una mueca-. Los parientes pueden ser un gran estorbo. Fíjate en mí, obstaculizado por una madre como Pala y un hermanastro que intentó asesinar a su propio padre. Por no hablar de mi padre, que no hizo más que escabullirse. A causa de ellos adopté el punto de vista epicúreo y he permanecido decididamente neutral durante toda mi vida política. Y fíjate en tu propio caso con Marco Antonio. -Filipo frunció el entrecejo y apretó los puños, pero consiguió dominarse-. Después de Farsalia, Marcelo el Joven se recobró deprisa, y asiste al Senado desde que tú abandonaste África. Ni siquiera Antonio puso reparos a su presencia, y Lepido le dio la bienvenida.

César permaneció inexpresivo, manteniendo fría su mirada.

– ¿Te complace este compromiso, Octavia? -preguntó, volviéndose hacia ella y recordando que la tía Julia se había casado con Cayo Mario con ánimo de sacrificio, aunque por lo visto con el tiempo llegó a amarlo. César prefería recordar el dolor que Mario le causó.

Octavia se estremeció.

– Sí, me complace, tío Cayo.

– ¿Solicitaste tú este compromiso?

– No me corresponde a mí solicitarlo -respondió ella, y el color abandonó sus mejillas y labios.

– ¿Lo conoces, a ese hombre de cuarenta y cinco años?

– Sí, tío Cayo.

– ¿Y esperas con ilusión la vida de casada a su lado?

– Sí, tío Cayo.

– ¿No hay nadie más con quien prefieras casarte?

– No, tío Cayo -susurró la muchacha.

– ¿Dices la verdad?

Pálida, apartó de él su mirada aterrorizada.

– Sí, tío Cayo.

– En ese caso, te doy mi enhorabuena, Octavia -dijo César, dejando las fresas-. Sin embargo, como pontífice máximo prohíbo el matrimonio confarreatio. Será un matrimonio ordinario, y conservarás pleno control de tu dote.

Tan pálida como su hija, Atia se levantó con una anormal torpeza.

– Calpurnia, ven a ver el ajuar de Octavia. Las tres mujeres salieron rápidamente con la cabeza gacha. Con tono relajado, César se dirigió a Filipo:

– Ésta es una alianza muy extraña, amigo mío. Has comprometido a la sobrina nieta de César con uno de los enemigos de César. ¿Qué te da derecho a hacer eso?

– Tengo todo el derecho -respondió Filipo mirándole airado-. Soy el paterfamilias; tú no. Cuando Marcelo el joven vino a hacerme esta proposición, la consideré la mejor que tenía.

– Tu posición como paterfamilias es discutible. Legalmente habría dicho que Octavia está bajo la custodia de su hermano, ahora que ha llegado a la mayoría de edad. ¿Has consultado a su hermano?

– Sí -contestó Filipo entre dientes.

– ¿Y cuál ha sido tu respuesta, Octavio?

El mayor de edad se levantó del triclinio y se sentó en la silla situada frente a César, desde donde podía ver directamente a su tío abuelo.

– Medité la propuesta detenidamente, tío Cayo, y recomendé a mi padrastro que la aceptara.

– Dame tus razones, Octavio.

La respiración del muchacho era audible, un estertor húmedo en cada espiración, pero obviamente no estaba dispuesto a amilanarse, pese a que la tensión emocional, según Hapd'efan'e podía producirle ahogo.

– En primer lugar, Marcelo el joven había tomado posesión de las fincas de su hermano, Marco, y de su primo, Cayo. Las compró en subasta. Cuando tú elaboraste la lista de las propiedades confiscadas, tío, no incluiste las de Marcelo el joven, Así que mi padre y yo dimos por supuesto que Marcelo era un pretendiente adecuado. Por tanto su riqueza fue mi primera razón. En segundo lugar, los Claudio Marcelo son una gran familia de nobles plebeyos que cuenta con cónsules desde hace muchas generaciones, y con estrechos lazos con los Cornelios patricios de la rama Lentulo. Los hijos que tenga Octavia con Marcelo el Joven tendrán una gran influencia social y política. En tercer lugar, no creo que la conducta de este hombre ni la de su hermano, Marco el cónsul, haya sido deshonesta o poco ética, aunque admito que Marco fue para ti un terrible enemigo. No obstante, él y Marcelo se unieron a la causa republicana porque la consideraban justa, y tú precisamente, tío Cayo, jamás has castigado a nadie por eso. Si el pretendiente hubiera sido Cayo Marcelo, mi decisión habría sido distinta, porque mintió al Senado y a Pompeyo Magno. Ésta es una ofensa que tú y yo, como todos los hombres decentes, encontramos abominable. En cuarto lugar, observé a Octavia con mucha atención cuando se conocieron, y luego hablé con ella. Aunque quizás a ti no te guste, tío, sí resultó del agrado de Octavia. No es mal parecido; ha leído mucho y es culto y de buen carácter. Y está perdidamente enamorado de mi hermana. En quinto lugar, su posición futura en Roma depende en gran medida de tu favor. El matrimonio con Octavia refuerza esa posición, lo cual nos lleva al sexto punto: será un excelente marido. Dudo que Octavia llegue a tener motivos para reprocharle una infidelidad o un trato que yo mismo podría encontrar vejatorio. -Octavio cuadró sus estrechos hombros-. Éstas son mis razones para considerarlo un marido idóneo para mi hermana.

César se echó a reír.

– Muy bien, joven amigo. Ni siquiera César podría haber sido más objetivo. Veo que cuando convoque la reunión del Senado deberé tomar muy en cuenta a Cayo Claudio Marcelo el joven, lo bastante astuto para fingir una enfermedad, lo bastante sagaz para adquirir las propiedades de su hermano y su primo, y lo bastante emprendedor para consolidar su posición ante el dictador César mediante un matrimonio político. -Se irguió en el triclinio-. Dime una cosa, Octavio: si la situación cambiara y apareciera una proposición de matrimonio aún más deseable para tu hermana, ¿romperías el compromiso?

– Naturalmente, César. Quiero mucho a mi hermana, pero procuramos que nuestras mujeres comprendan que siempre deben ayudarnos a favorecer nuestras carreras y nuestras familias casándose con quienes se les indica. A Octavia nunca le ha faltado nada, nunca se ha privado de ropas caras y ha tenido una educación digna de Cicerón. Es consciente de que el precio de su comodidad y sus privilegios es la obediencia.

El resuello iba mitigándose; Octavio había superado su prueba relativamente indemne.

– ¿Qué se rumorea por ahí? -preguntó César a Filipo, que estaba visiblemente aliviado.

– He de decir que Cicerón está en su villa de Túsculo escribiendo una nueva obra maestra -dijo Filipo, incómodo. No había sido una cena tranquila, y notaba ya que necesitaba laserpicium.

– Advierto en tus palabras un tono pesimista. ¿Cuál es el tema?

– Un elogio a Catón.

– Ah, ya veo. De ahí deduzco que aún se niega a ocupar su puesto en el Senado.

– Sí, pero Ático intenta hacerlo entrar en razón.

– ¡Eso es imposible! -dijo César cruelmente-. ¿Qué más?

– El pobre Varro está fuera de sí. Cuando Antonio era Maestro del Caballo, utilizó su autoridad para despojar a Varro de algunas de sus mejores fincas, que puso a su propio nombre. Esas rentas le vienen bien ahora que ya no es Maestro del Caballo. Los prestamistas lo acosan para que devuelva el préstamo que pidió para pagar ese monumento al mal gusto, el palacio de Pompeyo en las Carinas.

– Gracias por la información. La tendré en cuenta -dijo César sombríamente.

– Y hay otra cosa, César, que creo que te interesa saber, aunque me temo que será un golpe.

– Asesta el golpe, Filipo.

– Se trata de tu secretario, Cayo Faberio.

– Sabía que pasaba algo. ¿Qué ha hecho?

– Ha estado vendiendo la ciudadanía romana a extranjeros.

Ay, Faberio, Faberio! ¡Después de tantos años! Parece que nadie, excepto el propio César, puede esperar uno o dos meses más para recibir su parte del botín. La celebración de mis triunfos es inminente, y junto con su parte, Faberio habría obtenido el estatus de caballero.

Ahora se ha quedado sin nada.

– ¿Son sus manejos a gran escala?

– Lo bastante grande para comprar una mansión en el Aventino.

– Mencionó una casa.

– Yo no consideraría una simple casa la antigua residencia de Afranio.

– Ni yo. -César volvió a reclinarse en el triclinio y esperó a que el criado le pusiera las sandalias y abrochara las hebillas-. Octavio, acompáñame a casa -ordenó-. Calpurnia puede quedarse a hablar con las mujeres un rato más. Después le enviaré una litera. Gracias, Filipo, por la bienvenida… y por los rumores. Muy esclarecedores.

Una vez que se hubo marchado el incómodo invitado, Filipo se calzó unas zapatillas sin talón y fue al salón de su esposa, donde encontró a Calpurnia y Octavia examinando montones de ropa nueva mientras Atia las observaba.

– ¿Lo ha aceptado? -susurró Atia, acercándose a la puerta. -Después de hablar Octavio, César se ha aplacado. Tu hijo es un joven extraordinario, querida.

– ¡Qué alivio! Octavia desea mucho este matrimonio.

– Creo que César designará a Octavio heredero suyo. Una expresión de terror apareció en el rostro de Atia. -¡Ecastor, no!


Como la cómoda casa de Filipo se encontraba en el mismo lado del Palatino que el Circo Máximo y miraba más al oeste que al norte, César y su acompañante, los dos togados, caminaron hasta el Foro superior, doblaron la esquina del centro comercial y descendieron por la cuesta del Clivus Sacer hasta la Domus Publica. César se detuvo.

– Dile a Trogo que mande una litera a Calpurnia, si no te importa -pidió a Octavio-. Quiero inspeccionar mis nuevas edificaciones.

Octavio volvió al cabo de un momento, y prosiguieron su paseo. El sol, ya muy bajo, doraba los pisos rematados en arco del Tabulario y cambiaba sutilmente los colores de los templos del Capitolio. Aunque Júpiter óptimo Máximo dominara la colina más alta y Juno Moneta el Arx, que era la más baja, casi hasta el último palmo de espacio estaba ocupado por algún templo consagrado a algún dios o algún aspecto de un dios, siendo los más antiguos pequeños y grises, y los más nuevos rebosantes de color y resplandecientes por el abundante uso del dorado. Sólo la ligera depresión entre los dos montículos, el Asilum, era un terreno libre, poblado de pinos, álamos y varios árboles procedentes de África parecidos al helecho.

La Basílica Julia estaba totalmente acabada; César contempló con gran satisfacción su belleza y tamaño. De dos plantas, el nuevo juzgado tenía la fachada de mármol de colores, columnas corintias separadas por arcos bajo los cuales se alzaban estatuas de sus antepasados: Eneas, Rómulo, el Quinto Marcio Rex que había construido el acueducto, Cayo Mario, Sila y Catulo César. Allí estaba su madre, su primera esposa, Cinila, las dos tías Julias, y Julia, su hija. Eso era lo mejor de ser el soberano del mundo: podía erigir estatuas de quien quisiera, incluidas mujeres.

– Es tan maravillosa que vengo a contemplarla a menudo -dijo Octavio-. Ya no habrá que aplazar los juicios por culpa de la lluvia o la nieve.

César siguió hasta la nueva Curia Hostilia, sede del Senado. El Pozo de los Comitia había desaparecido para dejarle sitio. César había hecho construir una nueva tribuna mucho más alta y amplia que se extendía frente al Foro en toda su longitud, adornada con estatuas y unas columnas que sostenían los mascarones de los barcos capturados. Se decía que estaba alterando el mos maiorum con tantos cambios; pero él hacía caso omiso. Ya era hora de que Roma ofreciera un aspecto mejor que lugares como Alejandría y Atenas. La nueva Basílica Porcia de Catón seguía al pie de la Colina de los Banqueros porque, pese a sus reducidas dimensiones, era muy reciente y lo bastante atractiva para merecer ser conservada.

Más allá de la Basílica Porcia y la Curia Hostilia estaba el Foro Julio, una colosal construcción que había exigido la expropiación de los locales comerciales situados frente a la Colina de los Banqueros y la excavación de la pendiente para allanarla. No sólo eso, sino que además las Murallas Servias estorbaban por la parte trasera, César tuvo que pagar para trasladar esas sólidas fortificaciones en torno a su nuevo foro. Éste era un gran patio rectangular pavimentado de mármol y rodeado en sus cuatro lados por magníficas columnas corintias de mármol púrpura cuyos capiteles eran de hojas de acanto doradas. Una espléndida fuente adornada con estatuas de ninfas ocupaba el espacio central, y su único edificio, un templo dedicado a Venus Genetrix, se alzaba al fondo sobre un alto podio con gradas. El templo era del mismo mármol púrpura, con las mismas columnas corintias, y en lo alto del frontón tenía una biga dorada, una estatua de Victoria conduciendo dos caballos alados. Sólo la biga reflejaba los rayos del sol poniente.

César sacó una llave y entraron en la cella, una amplia habitación con un techo artesonado adornado con rosas. Las pinturas colgadas de las paredes cortaron la respiración a Octavio.

– La Medea es de Timomaco de Bizancio -dijo César-. Pagué ochenta talentos por ella, pero vale mucho más.

Sin duda, pensó Octavio, impresionado. Asombrosamente natural, la obra mostraba a Medea dejando caer en el mar los restos ensangrentados de los hermanos que había asesinado para entorpecer la persecución de su padre y poder escapar con Jasón.

– La Afrodita surgiendo de la espuma del mar y el Alejandro Magno son del incomparable Apeles, un genio. -César sonrió-. Sin embargo creo que es mejor que no te diga el precio. Con ochenta talentos no pagaría ni una de las conchas de Apeles.

– Pero están aquí en Roma -dijo Octavio con fervor-. Eso por sí solo hace que una pintura extraordinaria valga el precio que costó. Si Roma las tiene, no las tienen Atenas o Pérgamo.

La estatua de Venus Genetrix -Venus la Progenitora- se alzaba en el centro de la pared del fondo de la cella, tan bien pintada que la diosa parecía a punto de descender de su pedestal dorado. Al igual que la estatua de Venus Victrix en lo alto del teatro de Pompeyo, tenía el rostro de Julia.

– La esculpió Arcesilao -dijo César de pronto, dándose la vuelta.

– Apenas recuerdo a Julia.

– Una lástima -comentó César con un temblor en la voz-. Julia era una perla de valor inestimable.

– ¿Quién es el escultor de tus propias estatuas? -preguntó Octavio.

A un lado de la efigie de Venus se alzaba un César con armadura y en el otro un César togado.

– Un individuo que encontró Balbo. Mis banqueros han encargado una estatua ecuestre mía para colocarla en el Foro, a un costado de la fuente. Yo encargué una estatua de Génitor para el otro lado. Es tan famoso como el Bucéfalo de Alejandro.

– ¿Qué irá allí? -preguntó Octavio, señalando un plinto vacío de madera negra incrustada con piedras y esmalte de un peculiar diseño.

– Una estatua de Cleopatra con su hijo engendrado por mí. Ella misma quería donarla a Roma, y como dice que será de oro macizo, he preferido no colocarla fuera, donde alguien podría tener la idea de llevársela a pequeños fragmentos -dijo César, y soltó una carcajada.

– ¿Cuándo llegará a Roma Cleopatra?

– No lo sé. Como ocurre con todos los viajes, incluso el último, depende de los dioses.

– Algún día también yo construiré un Foro.

– El Foro Octavio, una ambición magnífica.


Octavio dejó a César ante su puerta y empezó a subir la cuesta hacia la casa de Filipo, más consciente que nunca de su crónica insuficiencia respiratoria cuando se veía obligado a realizar esa clase de esfuerzos. Anochecía y estaba bajando la temperatura. La decoración del día da paso a la de la noche, pensó Octavio cuando el lento y pesado aleteo de los búhos sustituyó el sonido suave del vuelo de los pajarillos. Una enorme nube se elevó por encima del Viminal, teñida de rosa por los últimos rayos de sol.

Noto un cambio en César. Parece cansado, aunque no es un agotamiento físico. Es más bien como si comprendiera que no le agradecerán sus esfuerzos, que las insignificantes criaturas que se arrastran a sus pies le reprocharán con envidia su brillantez, su capacidad para llevar a cabo lo que ellos no tienen esperanzas de hacer. «Como todos los viajes, incluso el último». ¿Por qué se habrá expresado así?

Un poco más allá de las antiguas columnas cubiertas de liquen de la Porta Mugonia, la pendiente era aún mayor; Octavio se detuvo a descansar apoyando la espalda contra una de ellas, pensando que la otra parecía un lemur pensativo huido del submundo, con su cuerpo rechoncho y su gorro en forma de champiñón. Se irguió, avanzó un poco más y se detuvo frente al camino que conducía a las Cabezas de Buey, sin duda la peor zona del Palatino.

Yo nací en una casa de ese camino. El padre de mi padre, un hombre conocido por, su tacañería, vivía aún y mi padre no había recibido todavía su herencia. Antes de que pudiéramos trasladarnos, mi padre murió, y mi madre eligió a Filipo. Un hombre de poca importancia para quien los placeres de la carne son lo principal.

César desprecia los placeres de la carne. No a modo de filosofía, como Catón, sino simplemente por parecerle intrascendentes. Para él, el mundo está lleno de cosas que deben arreglarse, cosas que sólo él sabe cómo enmendar. Porque se lo plantea todo incesantemente, reflexiona, analiza, lo descompone todo en sus partes integrantes y luego las une de una manera mejor, más práctica.

¿Cómo es posible que él, el noble más augusto de todos, no se vea condicionado por su origen y pueda ver más allá de eso hasta distancias ilimitadas? César es un hombre ajeno a las clases. Es el único hombre que conozco directa o indirectamente capaz de comprender tanto las situaciones generales como los más nimios detalles. Deseo con toda mi alma ser otro César, pero no tengo una mente como la suya. No soy un genio universal. No sé escribir obras de teatro y poemas, pronunciar brillantes discursos en cualquier momento, construir un puente o una torre de sitio, redactar grandes leyes sin esfuerzo, tocar instrumentos musicales, capitanear de manera impecable a las tropas en una batalla, escribir lúcidos comentarios, empuñar la espada y el escudo para combatir en primera línea, viajar ligero como el viento, dictar a cuatro secretarios a la vez, y todas esas otras hazañas legendarias que él realiza gracias a la amplitud de su mente.

Tengo una salud frágil, que puede empeorar; es un hecho que afronto a diario. Pero puedo planificar; tengo intuición para escoger la alternativa correcta; pienso con agilidad, y estoy aprendiendo a sacar el mayor partido a mi escaso talento. Si algo tenemos en común César y yo es la absoluta negativa a rendirnos o abandonar. Y quizás a la larga sea ésta la clave. De alguna manera, seré tan grande como César.

Empezó a ascender por el Clivus Palatinus, una figura menuda que se fundió gradualmente con la oscuridad hasta formar parte de ella. Los gatos del Palatino, buscando ratones o pareja, saltaban de sombra en sombra, y un perro viejo, al que le faltaba media oreja, levantó la pata para orinar en la Porta Mugonia, demasiado sordo para oír a los murciélagos.


Cayo Faberio, que había colaborado con César durante veinte años, fue despedido con deshonor; César convocó a la Asamblea Popular para presenciar la destrucción de las tablas donde se habían inscrito los nombres de los falsos ciudadanos de Faberio.

– Se ha tomado buena nota de estos nombres, ninguno tendrá jamás nuestra ciudadanía -anunció a la concurrencia-. Cayo Faberio ha devuelto el dinero que recibió a cambio de las falsas ciudadanías, y ha dicho que lo donará al templo de Quirino, el dios de todos los verdaderos ciudadanos romanos. Además, la parte del botín de guerra correspondiente a Cayo Faberio se dejará en el fondo general para ser repartida.

César cruzó su nuevo estrado, más alto que el anterior, bajó por los peldaños y hizo subir a Marco Terencio Varro, una pequeña figura.

– ¡Ven aquí, Marco Antonio! -llamó.

Sabiendo lo que le esperaba, Antonio ascendió ceñudo, y se plantó ante Varro mientras César informaba a la asamblea de que Varro había sido buen amigo de Pompeyo Magno pero nunca había participado en la conspiración republicana. El noble sabino, un gran erudito, recibió las escrituras de sus propiedades devueltas, más un millón de sestercios de multa que César impuso a Antonio por los trastornos causados a Varro. A continuación Antonio tuvo que disculparse públicamente.

– No tiene importancia -dijo Fulvia con delicadeza cuando Antonio entró en su casa inmediatamente después de la asamblea-. Cásate conmigo, y podrás utilizar mi fortuna, mi querido Antonio. Ahora estás divorciado, no hay ningún impedimento; cásate conmigo.

– No me gusta estar en deuda con una mujer -replicó Antonio.

Gerrae! -exclamó ella-. Mira tus dos esposas.

– Me las impusieron, y no es éste tu caso. Pero César por fin ha fijado las fechas, para la celebración de sus triunfos, así que recibiré mi parte del botín de las Galias en menos de un mes. Entonces me casaré contigo. -En su rostro apareció una expresión de ira-. Primero la Galia, luego Egipto por el rey Tolomeo y la princesa Arsinoe, luego Asia Menor por el rey Farnaces y por último África por el rey Juba. ¡Como si César nunca hubiera oído hablar de los republicanos! ¡Qué farsa! Podría matarle. Me nombra su Maestro del Caballo y con eso me deja fuera del botín de Egipto, Asia Menor y África. Yo tuve que quedarme en Italia en lugar de ir a combatir a su servicio. ¿Y me ha dado las gracias? No. Ahora prescinde de mí.

Una nerviosa doncella entró apresuradamente.

Domina, domina, el pequeño Culio se ha caído y se ha golpeado la cabeza.

Fulvia ahogó una exclamación, levantó las manos y salió corriendo.

– ¡Oh, ese niño! ¡Me va a matar! -se lamentó.

Tres hombres habían presenciado este interludio no muy romántico: Poplicola, Cotila y Lucio Tilio Cimbro.

Cimbro se había incorporado al Senado como cuestor un año antes de que César cruzara el Rubicón, y apoyó su causa en la Cámara. A diferencia de Antonio esperaba una parte del botín asiático y africano, pero era poca cosa en comparación con lo que Antonio recibiría por su participación en la Galia. Sus vicios eran caros, su relación con Poplicola y Cotila duraba ya desde hacía unos años y su vínculo con Antonio se había estrechado desde el regreso de Antonio a Italia después de Farsalia. Sin embargo, hasta esta esclarecedora escena, no había percibido el profundo odio de Antonio hacia su primo César; realmente daba la impresión de que fuera capaz de asesinarlo.

– ¿No decías, Antonio, que estás destinado a ser heredero de César? -preguntó Poplicola con despreocupación.

– Lo digo desde hace años. ¿Qué tiene eso que ver ahora?

– Creo que Poplicola busca la manera de introducir el tema en nuestra conversación-dijo Cotila diplomáticamente-. Eres el heredero de César, ¿no es así?

– Tengo que serlo -se limitó a contestar Antonio-. ¿Quién podría serlo si no?

– En ese caso, si te molesta depender económicamente de Fulvia porque la amas, tienes otra fuente, ¿no? En comparación con César, Fulvia es pobre -continuó Cotila.

Súbitamente interesado, con un brillo en los ojos, Antonio lo miró.

– ¿Insinúas lo que creo entender, Cotila?

Cimbro se apartó discretamente del campo de visión de Antonio, procurando pasar inadvertido.

– Los dos lo insinuamos -dijo Poplicola-. Lo único que tienes que hacer para salir de deudas para siempre es matar a César.

Quirites, brillante idea! -Antonio alzó los puños en un gesto de euforia-. Además, sería muy fácil.

– ¿Quién de nosotros debería hacerlo? -preguntó Cimbro, reincorporándose a la conversación.

– Lo haré yo mismo. Conozco sus hábitos -respondió Antonio-. Trabaja hasta la octava hora de la noche, luego se acuesta cuatro horas y duerme profundamente. Puedo saltar la tapia de su peristilo privado, matarlo y volver a salir sin que nadie se dé cuenta. A la décima hora de la noche. Y después, si hay una investigación, la coartada será que nosotros cuatro estábamos bebiendo en la taberna del viejo Murcio en la Via Nova.

– ¿Cuándo lo harás? -quiso saber Cimbro.

– Esta noche -contestó Antonio alegremente-. Antes de que se me pase la ira.

– Es un pariente cercano -le recordó Poplicola. Antonio prorrumpió en carcajadas.

– ¡Vaya, Lucio! ¡Mira quién fue a hablar! Tú intentaste matar a tu propio padre.

Los cuatro se echaron a reír estentóreamente. Cuando Fulvia regresó, encontró a Antonio de excelente humor.

Pasada la media noche Antonio, Poplicola, Cotila y Cimbro entraron tambaleantes y algo ebrios en la taberna del viejo Murcio y se apropiaron de la mesa del fondo con la excusa de que necesitaban quedarse cerca de la ventana por si alguno quería vomitar.

Cuando la campana del vigilante del Foro anunció la décima hora de la noche, Antonio salió furtivamente por la ventana, y Cotila, Cimbro y Poplicola se apiñaron en torno a la mesa y prosiguieron su ruidosa juerga como si Antonio continuara con ellos.

Esperaban que tardara un rato, ya que la Via Nova estaba en una eminencia rocosa de unos diez metros de altura; Antonio tendría que recorrer una corta distancia hasta la Escalera de los Joyeros, que lo llevaría hasta la parte trasera del Porticus Margaritaria y la Domus Publica.

Regresó antes de lo previsto con expresión airada.

– ¡No puedo creerlo! -exclamó sin aliento-. Sobre la tapia del peristilo estaban sentados unos criados con antorchas.

– ¿Es una nueva costumbre de César, eso de tener guardia? -preguntó Cimbro con curiosidad.

– No lo sé -gruñó Antonio-. Es la primera vez que intento entrar sin ser visto en el edificio durante la noche.


Dos días después César convocó al Senado por primera vez desde su regreso. El lugar elegido fue la Curia de Pompeyo en el Campo de Marte, detrás del patio de las cien columnas y la mole del teatro. Aunque representaba una larga caminata, los convocados respiraron con alivio. La Curia de Pompeyo se había construido específicamente para las sesiones del Senado, y podía alojar con holgura y en el debido orden a todo el mundo. Como se hallaba fuera del pomerium en la época en que existía la Curia Hostilia del Foro, se utilizaba sobre todo para los debates sobre la guerra extranjera, un tema que se consideraba inadecuado para tratarlo dentro del pomerium.

César estaba ya sentado en su silla curul sobre el podio, con una mesa plegable delante cubierta de documentos, y tablas de cera y una púa de acero utilizada para escribir en la cera. No prestó atención a los hombres que iban entrando; había hecho que los esclavos de éstos colocaran sus asientos en las gradas: la grada superior para los pedarii los senadores con voto pero sin voz; la central para los magistrados de menor rango, es decir, ex ediles y ex tribunos de la Asamblea de la Plebe; y la grada más baja para los ex pretores y cónsules.

Sólo cuando Fabio, el jefe de los lictores, le tocó el hombro, levantó la cabeza y miró alrededor. No está mal la concurrencia en los bancos traseros, pensó. Hasta el momento había nombrado a doscientos hombres nuevos, incluidos los tres centuriones que habían ganado la corona civica. En su mayoría pertenecían a las familias que constituían las Dieciocho Centurias, pero algunos eran de importantes familias itálicas, y unos cuantos, como Cayo Helvio Cina, de la Galia Cisalpina. Los nombramientos «inapropiados» no habían contado con la aprobación de los miembros de las familias romanas de más rancio abolengo, que consideraban el Senado un organismo de su uso exclusivo. Había corrido la voz de que César estaba llenando el Senado de galos con calzones y legionarios de bajo rango, y también se rumoreaba que se proponía proclamarse rey de Roma. Diariamente desde su llegada de África alguien preguntaba a César cuándo iba a «restaurar la república», cosa que él pasaba por alto. Cicerón había estado protestando muy alto acerca de la gradual pérdida de exclusividad del Senado, una actitud exacerbada por el hecho de que él mismo no era un Romano de los Romanos, sino un Hombre Nuevo de una zona rural: cuantos más hombres como él estaban presentes en el Senado, menos brillaba su propio triunfo por conseguir el escaño contra todo pronóstico. Además era un esnob desmedido.

Unos cuantos hombres que César deseaba ver estaban sentados en los bancos delanteros: los dos Mannio Emilio Lepido, padre e hijo; Lucio Volcatio Tulo el Viejo; Calvino; Lucio Piso; Filipo; dos miembros del gens de Apio Claudio Pulcro. Y había también algunos hombres que no deseaba ver en la misma medida: Marco Antonio y el prometido de Octavia, Cayo Claudio Marcelo el joven. Pero Cicerón no estaba. César apretó los labios. Sin duda sus elogios a Catón lo tenían demasiado ocupado para asistir.

El podio estaba bastante concurrido. Lo ocupaban él mismo y Lepido, los dos cónsules y seis de los pretores, incluido su incondicional aliado Aulo Hirtio y el hijo de Volcatio Tulo. El insoportable Cayo Antonio estaba en el banco tribunicio, junto con los demás miembros del tribunato de la Asamblea de la Plebe, no menos pesados que él.

Son suficientes, pensó César, contándolos y viendo que había quórum. Se levantó y, cubriéndose la cabeza con un pliegue de la toga, pronunció las oraciones, luego aguardó a que Lucio César consultara los auspicios, y fue derecho al grano.

– En primer lugar, una mala noticia, padres conscriptos -dijo con su voz grave de costumbre; la acústica en la Curia de Pompeyo era buena-. Se me ha informado de que el menor de los hijos del gran cónsul, ha muerto. Lo echaremos de menos. Siguió adelante como si la siguiente noticia no fuera a causar sensación, y cogió por tanto desprevenidos a los senadores.

– Me veo obligado a llamar vuestra atención sobre una segunda cuestión desagradable. Marco Antonio ha atentado contra mi vida. Se le vio intentando entrar en la Domus Publica a una hora en la que se sabe que duermo y que no hay nadie en el interior. No vestía indumentaria normal, sólo una túnica y llevaba un cuchillo. Tampoco era normal el camino de entrada: la tapia de mi peristilo privado.

Antonio permaneció inmóvil, tenso de asombro. ¿Cómo se había enterado César? Nadie lo había visto, nadie.

– Menciono este asunto sin intención de tomar medidas. Simplemente os llamo la atención al respecto y me tomo la libertad de informar a todos de que no vivo tan desprotegido como puede parecer. Así pues, aquellos de vosotros que no aprobáis mi dictadura, mis métodos, mejor será que lo penséis dos veces antes de decidir que queréis librar a Roma del tirano César. Os digo con franqueza que mi vida ha sido ya suficientemente larga, tanto en años como en fama. Sin embargo, aún no estoy tan cansado de ella como para no impedir que se le dé fin mediante un asesinato. Eliminadme, y os aseguro que Roma padecerá males peores que el dictador César. La actual situación de Roma es casi la misma que cuando Lucio Cornelio Sila asumió la dictadura; necesita una mano fuerte, y en mí tiene esa mano. Una vez que haya elaborado y aplicado mis leyes y me haya cerciorado de que Roma sobrevivirá para llegar a ser aún más grande, renunciaré a la dictadura. No obstante, no lo haré hasta que mi labor esté concluida, y puede llevarme muchos años. Así que quedáis advertidos, y no pidáis más que «devuelva la república» a su anterior esplendor. ¿Qué esplendor? -dijo con voz atronadora, sobresaltando a su atónita audiencia-. Repito: ¿Qué esplendor? Un grupúsculo de hombres rebeldes, obstinados y presuntuosos que defendían celosamente sus privilegios. El privilegio de ir a gobernar una provincia y saquearla. El privilegio de ofrecer a sus socios la oportunidad de ir a una provincia y saquearla. El privilegio de tener una ley para unos y otra ley para otros. El privilegio de destinar incompetentes a los cargos públicos por el mero hecho de que tienen un gran apellido. El privilegio de votar para impedir la aprobación de leyes que son absolutamente necesarias. El privilegio de mantener el mos maiorum en una forma apta sólo para una pequeña ciudad-estado, pero no para un imperio mundial.

Los senadores permanecían todos erguidos en sus asientos, boquiabiertos. Algunos hacía ya tiempo que no oían a César expresar sus ideas radicales en la Cámara. Otros lo oían por primera vez.

– Si creéis que toda la riqueza y los privilegios de Roma deben pertenecer a las Dieciocho de las que provenís, senadores, os pondré en vuestros sitios. Me propongo reestructurar nuestra sociedad para distribuir la riqueza de manera más equitativa. Promulgaré leyes para fomentar el desarrollo de las clases tercera y cuarta, y mejoraré la situación del censo por cabezas alentándolos a emigrar a lugares donde pueden ascender a clases superiores. Después, introduciré una investigación de los recursos de quienes se benefician de la distribución del grano gratuito, para que los hombres que pueden permitirse pagar por el grano dejen de obtenerlo sin coste alguno. En la actualidad trescientas mil personas reciben el subsidio de grano gratuito. Reduciré esa cifra a la mitad de la noche a la mañana. También prohibiré que un hombre libere a sus esclavos a fin de beneficiarse del subsidio de grano. ¿Cómo voy a hacerlo? Creando un nuevo tipo de censo en noviembre. Mis agentes del censo irán de puerta en puerta por toda Roma, Italia y las provincias. Recogerán abundante información sobre la vivienda, los alquileres, la higiene, los ingresos, la población, los niveles de alfabetización, la delincuencia, los incendios, y el número de hijos, ancianos y esclavos de cada familia. Mis agentes preguntarán también a los miembros del censo por cabezas si desean emigrar al extranjero para establecerse en las colonias que yo fundaré. Dado que Roma cuenta ahora con un gran excedente de barcos de transporte de tropas, los utilizaré.

Piso tomó la palabra.

– César, todo ciudadano de Roma está autorizado al subsidio de grano gratuito, sea rico o pobre. Te lo advierto: me opondré a cualquier intento de imponer una investigación de los recursos.

– Oponte cuanto quieras, Lucio Piso; la ley entrará en vigor de todos modos. ¡No admitiré que se me contradiga! Y te aconsejo que no te opongas; eso perjudicará tu carrera. La medida es justa. ¿Por qué habría de pagar Roma a hombres como tú, que pueden comprar el grano? -preguntó César con dureza.

Se produjo un rumor de voces y se vieron expresiones sombrías: el César arrogante y despótico de siempre había vuelto. Sin embargo los rostros de los bancos traseros mostraban alarma pero no cólera. Debían su posición a César y votarían a favor de sus leyes.

– Aparecerán innumerables leyes agrarias -prosiguió César-, pero no hay necesidad de violencia, así que no os pongáis furiosos. Todas las tierras que se adquieran en Italia y en la Galia Cisalpina para el retiro de los legionarios se pagarán por adelantado y según su valor real, pero la mayor parte de la legislación agraria afectará a tierras extranjeras en las Hispanias, las Galias, Grecia, Epiro, Ilirico, Macedonia, Vitinia, Ponto, África Nova, los territorios de Publio Sitio y las Mauritanas.

»Al tiempo que algunos de los miembros del censo por cabezas y algunos de nuestros legionarios vayan a establecerse a estas colonias, concederé la plena ciudadanía a los habitantes de las provincias que la merezcan: médicos, maestros, artesanos y comerciantes. Si residen en Roma, pasarán a formar parte de las cuatro tribus urbanas, pero si residen en Italia, se integrarán en la tribu rural de su distrito.

– ¿Tienes previsto hacer algo con los tribunales, César? -preguntó el pretor Volcatio Tulo en un intento de aplacar a la Cámara.

– Sí, por supuesto. El tribunus aerarius desaparecerá de la lista del jurado -anunció el dictador, cambiando de tema de buen grado-. El Senado aumentará su número hasta los mil miembros. Éstos, junto con los caballeros de las Dieciocho, proporcionarán jurados más que suficientes para los tribunales. El número de pretores pasará a ser de catorce por año, a fin de acelerar las vistas en los tribunales más ocupados. Cuando mi legislación esté aplicada, apenas será necesario el Tribunal de Extorsión, porque los gobernadores y grandes comerciantes de las provincias estarán demasiado controlados para poder ejercer la extorsión. Las elecciones se regularán mejor, así que el Tribunal de Sobornos también se anulará. En tanto que los delitos ordinarios como el asesinato, el robo, la violencia, la malversación de fondos y la bancarrota requieren más juzgados y más tiempo. También tengo intención de aumentar las penas por asesinato, pero no de un modo que altere el mos maiorum. No se introducirán la pena de muerte ni la pena de prisión por un delito, pues son conceptos ajenos al pensamiento y a la cultura romanos. En cambio, aumentaré el tiempo de exilio e impediré que un hombre condenado al exilio se lleve consigo su dinero.

– ¿Tu objetivo es la república ideal de Platón, César? -preguntó Piso con sorna; era el que más ofendido se sentía.

– En absoluto -contestó César cordialmente-. Mi objetivo es una república romana justa y práctica. Consideremos la violencia, por ejemplo. Quienes desean organizar bandas callejeras encontrarán mayores dificultades, porque voy a abolir todos los círculos y hermandades excepto aquellos de intención inocua como las sinagogas judías y los gremios profesionales… y los círculos funerarios, naturalmente. Determinados colegios y otros lugares donde se reúnen regularmente los alborotadores desaparecerán. Cuando los hombres tengan que comprar su propio vino, beberán menos.

– He oído el rumor de que planeas dividir los latifundios -dijo Filipo, un gran terrateniente.

– Gracias por recordármelo, Lucio Filipo -contestó César con una amplia sonrisa-. No, los latifundios no se dividirán a menos que el Estado los haya comprado para repartir las tierras entre los soldados. Ahora bien, en el futuro no se permitirá a ningún latifundista explotar sus tierras sólo con esclavos. Un tercio de sus trabajadores deberán ser hombres libres de la región. Esto favorecerá a los pobres sin empleo de las zonas rurales y también a los mercaderes locales.

– ¡Eso es absurdo! -bramó Filipo, enrojeciendo-. Vas a introducir una legislación que se entrometerá en todo. Pronto un hombre tendrá que pedir permiso incluso para mear. Tú, César, te propones despojar a Roma deliberadamente de la Primera Clase. ¿De dónde sacas esas delirantes ideas? ¡Ayudar a los pobres de las zonas rurales! Un hombre tiene derechos, y uno de ellos es el derecho a administrar sus negocios y empresas como desee. ¿Por qué he de pagar un sueldo a un tercio de los trabajadores de mi latifundio si puedo comprar esclavos baratos y no pagarles?

– Todo el mundo debería pagar un sueldo a sus esclavos, Filipo. ¿No te das cuenta de que tienes que comprar tus esclavos? -preguntó César-. ¿Y luego tienes que construir una ergastula para albergarlos, comprar comida para alimentarlos y utilizar el doble de trabajadores para supervisar a esos hombres remisos? Si se te diera bien la aritmética o tuvieras agentes capaces de sumar dos y dos, no tardarías en caer en la cuenta de que sale más barato dar empleo a hombres libres. Te ahorras el desembolso inicial, y no necesitas proporcionarles albergue ni alimentarlos. Vuelven cada noche a su propia casa y comen el fruto de sus propios huertos porque tienen esposa e hijos que los cultivan.

Gerrae! -gruñó Filipo, empezando a ceder.

– ¿Cómo? ¿No habrá leyes suntuarias? -preguntó Piso.

– Sí, y no pocas -contestó César de inmediato-. Los lujos tendrán una severa carga impositiva, y si bien no prohibiré la construcción de tumbas caras, el hombre que edifique una tendrá que pagar al erario de Roma la misma cantidad de dinero que pague al constructor de la sepultura. -Miró a Lepido, que no había dicho ni una sola palabra, y enarcó una ceja-. Cónsul menor, sólo una cuestión más y podrás disolver la reunión. No habrá debate.

Miró de nuevo a la Cámara y pasó a explicar que se proponía ajustar el calendario a las estaciones, y que por tanto el presente año tendría 455 días: mercedonius había terminado, pero un periodo de 67 días llamado intercalaris se añadiría también tras el último día de diciembre. El día de Año Nuevo, cuando por fin llegara, caería exactamente donde le correspondía: transcurrido un tercio del invierno.

– No hay adjetivos para calificarte, César -declaró Piso antes de marcharse, temblando de la cabeza a los pies-. Eres un… un… un monstruo.

Simulando sentirse ultrajado por una acusación injusta, Antonio esperó hasta poder hablar él mismo con César.

– ¿Qué te propones, César, al acusarme de intento de asesinato? Y acto seguido empiezas a hablar de devolver la república a sus días de esplendor sin darme siquiera oportunidad de defenderme. -Acercó el rostro al de César con actitud hostil-. Primero me humillas en público y ahora me acusas de intento de asesinato en el Senado. No es verdad, pregúntaselo a cualquiera de los tres hombres con los que pasé toda la noche en la taberna de Murcio.

César lanzó una mirada a Lucio Tilio Cimbro, que descendía del lado derecho de la última grada seguido por el esclavo que le llevaba el asiento. Un hombre interesante. Siempre con información útil.

– Vete, Antonio -dijo con hastío-. Como ya he comentado, no tengo intención de tomar medidas. No obstante, he pensado que tu estúpido jugueteo con el asesinato era un excelente pretexto para informar a la Cámara de que no se librarán de mí tan fácilmente. ¿Van tus apuros económicos peor que de costumbre, quizá?

– Voy a casarme con Fulvia y pronto dispondré de mi parte del botín de las Galias -replicó Antonio-. ¿Qué necesidad tengo de asesinarte?

– Una pregunta, Antonio: ¿cómo sabes cuándo se produjo el intento de asesinato si no fuiste tú? He olvidado mencionar la fecha. Claro que lo intentaste. En un ataque de ira después de la disculpa a Varro. Ahora vete.

Acercándose, Lucio César le comentó a su primo:

– No albergo esperanzas con respecto a Antonio.

Casi en la puerta, tras salir sus lictores, César se dio media vuelta para contemplar el ostentoso salón con los espléndidos mármoles cuya combinación de colores no era del todo acertada, ¡típico de su autor! Y al fondo del estrado que ocupaban los magistrados curules se alzaba la estatua de Pompeyo Magno, envuelto en su toga de mármol blanco con una orla de mármol púrpura, con su rostro, sus manos, el brazo derecho y las pantorrillas pintados en el tono exacto de su piel, sin omitir las pequeñas pecas. El cabello dorado estaba magníficamente realizado, y en los ojos de un vivo color azul parecía haber una chispa de vida.

– Un extraordinario parecido -dijo Lucio siguiendo la mirada de su primo-. ¿No se te ocurrirá emular a Magno erigiendo una estatua tuya detrás de los magistrados curules en tu nueva Curia?

– Bien pensado, Lucio, no es mala idea. Si pasara fuera diez años, cada vez que el Senado se reuniera en su Curia recordaría el hecho de que un día regresaría.

Salieron, cruzaron la columnata y tomaron el camino de vuelta a la ciudad.

– Quería hacerte una pregunta, Lucio. ¿Cómo se desenvolvió el joven Cayo Octavio en su etapa como prefecto de la ciudad?

– ¿No se lo preguntaste tú mismo, Cayo?

– Él no lo mencionó, y admito que yo lo olvidé.

– No temas; lo hizo muy bien. Aun siendo praefectus urbi, ocupó el palco de pretor urbano con una admirable mezcla de humildad y aplomo. Resolvió las dos o tres inevitables situaciones conflictivas como un veterano: muy sereno, formuló las preguntas adecuadas y pronunció el veredicto correcto. Sí, lo hizo muy bien.

– ¿Sabes que padece la enfermedad del ahogo?

Lucio se detuvo.

Edepol! No, no lo sabía.

– Eso plantea un dilema, ¿no crees?

– Sí, desde luego.

– Aun así, opino que ha de ser él, Lucio.

– Aún queda tiempo de sobra. -Lucio rodeó los hombros de César con un brazo y le dio un reconfortante apretón-. No olvides la suerte de César, Cayo. Decidas lo que decidas, estará marcado por la suerte de César.

2

Cleopatra llegó a Roma a finales del primer nundinum de septiembre. Se trasladó desde Ostia en una litera con cortinas, con una enorme procesión de acompañantes por delante y por detrás, incluido un destacamento de la Guardia Real cuyos componentes iban revestidos de sus extrañas armaduras, pero montados en corceles blancos como la nieve con arreos adornados de tachuelas púrpura. El hijo de Cleopatra, un poco enfermo, viajaba en otra litera con sus nodrizas, y en una tercera se hallaba el rey Tolomeo XIV, el esposo de trece años de Cleopatra. Las tres literas llevaban cortinas de paño dorado, piedras preciosas incrustadas en la madera labrada que destellaban bajo el intenso sol de aquel hermoso día de principios de verano, penachos de plumas de avestruz salpicados de polvo de oro meciéndose en los cuatro ángulos de los techos revestidos de azulejos. Cada una de ellas era transportada por ocho fornidos hombres de piel muy negra, vestidos con faldellines de paño dorado y anchos collares de oro, enseñando los enormes pies descalzos. Apolodoro viajaba en un palanquín con toldo a la cabeza de la columna, con un alto báculo de oro en la mano derecha, su tocado de paño dorado, anillos en los dedos y la cadena propia de su cargo en torno al cuello. Los varios cientos de acompañantes, incluso el más humilde de todos ellos, lucían costosas túnicas; la reina de Egipto estaba decidida a causar impresión.

Habían partido al amanecer acompañados durante el trecho inicial por buena parte de los habitantes de Ostia, y cuando Ostia quedó atrás, otros los sustituyeron; cualquiera que tuviera ocasión de estar en la Via Ostiensis esa mañana consideró más divertido unirse al desfile real que dedicarse a sus asuntos de costumbre. El lictor Cornelio, designado para actuar como guía, fue a recibir la comitiva a unos dos kilómetros de las Murallas Servias y la contempló con profunda veneración. ¡Lo que tendría para contar cuando regresara al colegio de lictores! A esas horas era ya mediodía, y Apolodoro miró las imponentes almenas con alivio. Pero Cornelio los condujo en torno al Aventino hasta los muelles del puerto de Roma, donde se detuvieron. El chambelán mayor arrugó la frente. ¿Por qué no entraban en la ciudad? ¿Por qué habían llevado a su majestad a aquel barrio sórdido y decrépito?

– Cruzaremos el río en barco por aquí -explicó Cornelio.

– ¿En barco? Pero si la ciudad está a nuestra derecha.

– Ah, no vamos a entrar en la ciudad -dijo Cornelio con afable inocencia-. El palacio de la reina está al otro lado del Tíber, al pie de la colina Janiculana, y éste es el punto mejor para cruzar; hay muelles a los dos lados.

– ¿Por qué no está el palacio de la reina dentro de la ciudad?

– Eso sería imposible -dijo Cornelio-. La ciudad está prohibida a cualquier soberano ungido porque entrar en ella implica cruzar el pomerium sagrado y renunciar a todo poder imperial.

– ¿Pomerium? -preguntó Apolodoro.

– Los límites invisibles de la ciudad. Dentro, nadie tiene imperium excepto el dictador.

A esas alturas, la mitad de las personas presentes en el puerto de Roma se habían congregado para contemplar el espectáculo, tanto los trabajadores de las cuadras, establos matadero como los pastores del Campus Lanatarius. Cornelio lamentó no haberse llevado a otros lictores para mantener a raya a la muchedumbre. ¡Era como un circo! Y así veía Roma aquella parada, como un circo inesperado y maravilloso en un día laborable corriente. Por suerte para los egipcios, enseguida una serie de barcazas se acercaron al muelle; las literas y el palanquín embarcaron rápidamente a bordo de la primera de ellas, y la multitud de acompañantes tuvo que apretujarse en las otras, quedando la última para la Guardia Real, cuyos hombres desmontaron y trataron de aplacar a sus nerviosos caballos.

El ceño de Apolodoro se hizo aún más acusado cuando los desembarcaron junto a los miserables callejones del Transtiberim, donde se vio obligado a ordenar a la Guardia Real que rodeara los palanquines en apretada formación para evitar que los habitantes andrajosos y mugrientos arrancaran con sus cuchillos las piedras preciosas que adornaban los postes de las literas; incluso las mujeres parecían llevar cuchillos. Tampoco le complació advertir, después de otro largo paseo, que el palacio de la reina carecía de muros para impedir la entrada de los transtiberinos.

– Se cansarán y volverán a sus casas -aseguró Cornelio que, despreocupado, encabezó la marcha a través de un arco que daba a un patio.

La reacción de Apolodoro fue apostar a la Guardia Real ante esa entrada y ordenar que permanecieran allí hasta que los transtiberinos se marcharan. ¿Qué clase de lugar era aquél donde no había muros para excluir a la escoria de la humanidad de las residencias de sus superiores? ¿Y qué clase de lugar era aquél donde se designaba a un solo lictor sin sus fasces para escoltar a su majestad? ¿Dónde estaba César?

Las pertenencias de la reina habían llegado antes que ella, a fin de garantizar que cuando saliera de su litera y entrara en el amplio atrio, su mirada se posara en un interior debidamente decorado, desde pinturas y tapices en las paredes hasta alfombras, sillas, mesas, triclinios, estatuas, su gran colección de pedestales con bustos de todos los Tolomeos y sus esposas…, en suma, un ambiente acogedor.

Cleopatra no estaba de buen humor. Naturalmente, había observado a través de las cortinas aquel paisaje extraño salpicado de colinas, había visto las sólidas Murallas Servias, los tejados de terracota en las colinas situadas dentro de esas murallas, los pinos altos y delgados, los frondosos árboles, los pinos en forma de parasoles. Para ella, al igual que para Apolodoro, fue también una sorpresa el ver que rodeaban la ciudad y entraban en una zona portuaria cubierta de montones de cacharros rotos y pestilente basura. ¿Dónde estaba la guardia de honor que debería haber enviado César? ¿Por qué habían tenido que cruzar aquel… aquel "arroyo" para ir a un barrio aún peor y dirigirse luego apresuradamente a aquel rincón perdido? ¿Y por qué, además, César no había contestado a ninguna de las muchas notas que ella le había enviado desde su llegada a Ostia, excepto la primera? Y en ese lacónico comunicado simplemente le decía que se trasladara a su palacio cuando deseara.

Cornelio la saludó con una reverencia. La conocía de Alejandría, pero estaba lo bastante habituado a los soberanos orientales para saber que no lo reconocería. Y así fue; su majestad estaba enfadada.

– Te transmito saludos de César, majestad-dijo él-. En cuanto disponga de tiempo te visitará.

– En cuanto disponga de tiempo me visitará -repitió ella a Cornelio, que ya se retiraba-. ¡Me visitará! ¡Pues cuando me visite, se arrepentirá de haber venido!

– Cálmate y compórtate como es debido, Cleopatra -dijo Carmian con firmeza; criada desde la infancia con la reina, ella y Iras no la temían, adivinaban todos sus estados de ánimo.

– Es muy bonito -comentó Iras, echando un vistazo alrededor-. Me encanta el enorme estanque en medio del salón, y qué buena idea decorarlo con delfines y tritones. -Alzó la vista al cielo con menos aprobación-. Tendrían que haber puesto techo, ¿no?

Cleopatra seguía de mal humor.

– ¿Y Cesarión? -preguntó.

– Lo han llevado directamente a sus habitaciones. Pero no te preocupes, se recuperará.

La reina vaciló por un momento, mordiéndose los labios. De pronto se encogió de hombros.

– Estamos en una tierra extraña de altas montañas y árboles raros, así que supongo que cabe prever que las costumbres sean igualmente extrañas y peculiares. Ya que por lo visto César no va a venir corriendo a darme la bienvenida, no tiene sentido que siga con toda mi indumentaria real puesta. ¿Dónde están las habitaciones del niño y mis aposentos?

Tras ponerse un sencillo vestido griego y comprobar que Cesarión estaba mejor, recorrió el palacio con Carmian e Iras.

Más bien pequeño, pero suficiente, dictaminaron. César le había cedido uno de sus libertos, Cayo julio Cnifo, como su mayordomo romano, que se ocuparía de la compra de alimentos y artículos domésticos entre otras cosas.

– ¿Por qué no hay cortinas de gasa en las ventanas y alrededor de las camas? -preguntó Cleopatra.

Cnifo la miró perplejo. -Lo siento, no comprendo.

– ¿No hay aquí mosquitos? ¿No hay mariposas nocturnas y bichos?

– Sí, tenemos bastantes, Majestad.

– Entonces debéis evitar que entren. Carmian, ¿hemos traído gasa?

– Sí, más que suficiente.

– Entonces encárgate de que la coloquen alrededor de la cuna de

Cesarión de inmediato.

Cleopatra no había descuidado la religión; había acarreado consigo un selecto panteón de dioses, cuyas figuras no eran de oro macizo sino de madera, vestidas y pintadas como correspondía: Amón-Ra, Pta, Sejmed, Orus, Nefertén, Osiris, Isis, Anubis, Bastet, Taueret, Sobek y Hathor. Para atender a los dioses y a las devociones de la reina, la acompañaba un sumo sacerdote, Pu'em-re, y seis mete-en-sa como ayudantes.

El agente, Amonio, había ido a Ostia para visitar a su reina en varias ocasiones y se había asegurado de que los constructores incluyeran una habitación con las paredes enyesadas; en ésta colocarían el templo en cuanto los mete-en-sa hubieran pintado en las paredes las oraciones, los sortilegios y los papiros con los signos reales de Cleopatra, Cesarión y Filadelfo.

Cleopatra, cada vez más deprimida, se postró ante Amón-Ra. La oración formal, en egipcio antiguo, la pronunció en voz alta, pero al concluirla permaneció de rodillas, las manos y la frente contra el frío suelo de mármol, y rezó en silencio.

Dios del Sol, portador de la luz y la vida, protégenos en este desalentador lugar al que hemos llevado tu culto. Estamos lejos de casa y de las aguas del Nilo, y hemos venido sólo para mantener la fe en ti, con todos nuestros dioses grandes y pequeños, del cielo y del río. Hemos viajado al oeste, al Reino de los Muertos, para ser fecundados otra vez, ya que Osiris reencarnado no puede venir a Egipto con nosotros. El Nilo inunda perfectamente, pero si queremos mantener la Inundación, es hora de que engendremos otro hijo. Ayúdanos, te lo ruego, prolonga nuestro exilio entre estos infieles, conserva indemne a nuestra divinidad, tensos nuestros nervios, fuerte nuestro corazón, fecundo nuestro útero. Permite que nuestro Hijo, Tolomeo César Horus, conozca a su divino padre, y concédenos una hermana para él a fin de que puedan casarse y mantener pura nuestra sangre. El Nilo debe inundar. La faraona debe volver a concebir, muchas veces.


Cuando Cleopatra partió de Alejandría con su flota compuesta de diez naves de guerra y sesenta barcos de transporte, su entusiasmo había contagiado a cuantos viajaban con ella. No albergaba temores por Egipto en su ausencia: Publio Rufrio lo custodiaba con cuatro legiones y el tío Mitrídates de Pérgamo ocupaba el Recinto Real.

Pero para cuando recalaron en Paraetonio a cargar agua, su entusiasmo se había apagado. ¿Quién habría imaginado el aburrimiento de no ver nada más que mar? En Paraetonio aumentó la velocidad de la flota, ya que Apeliotes, el viento del este, empezó a soplar y los impulsó en dirección oeste hacia Utica, muy tranquila y sumisa tras la guerra de César. Después Auster, el viento del sur, apareció para llevarlos al oeste de la costa de Italia. Cuando la flota atracó en Ostia sólo había navegado veinticinco días desde que zarpó de Alejandría.

Allí, en Ostia, la reina se quedó a bordo de su buque insignia hasta que todos sus enseres se hubieron desembarcado y llegó la noticia de que su palacio estaba a punto. Mientras tanto, acribillaba a César con cartas, y cada día se plantaba junto a la borda esperando verle aparecer. En su lacónica nota, César sólo le había dicho que estaba ocupado en la redacción de una lex agraria, fuera lo que fuera, y no tenía tiempo para visitarla. ¿Por qué sus comunicados eran siempre tan poco afectuosos? Le hablaba como si ella fuera un gobernante suplicante cualquiera, una molestia para quien encontraría tiempo sólo cuando pudiera. ¡Pero ella no era un gobernante cualquiera, ni una suplicante! Era la faraona, su esposa, la madre de su hijo, la hija de Amón-Ra.

Cesarión había contraído unas fiebres cuando estaban atracados en aquel puerto lodoso y horrendo. ¿Acaso le importaba a César? No, a César no le importaba. Ni siquiera había contestado a esa carta.

Ahora allí estaba ella, lo más cerca de Roma que llegaría a estar, si era cierto lo que el lictor Cornelio había dicho, y César aún no aparecía.

Al anochecer accedió a comer lo que Carmian e Iras le llevaron, pero no antes de darlo a probar.

Un miembro de la casa de Tolomeo no sólo daba un poco de co mida y bebida a un esclavo; un miembro de la casa de Tolomeo daba comida y bebida al hijo de un esclavo cuyo amor por sus retoños fuera evidente. Una excelente precaución. Al fin y al cabo, su hermana Arsinoe estaba allí en Roma, aunque, no siendo una soberana ungida, sin duda vivía dentro de las murallas, en casa, según había informado Amonio, de una noble llamada Cecilia. Viviendo en la abundancia.

El aire de esa tierra era distinto, y no le gustaba. Después de oscurecer refrescaba de un modo desconocido para ella, pese a que supuestamente estaban a principios del verano. Este frío mausoleo de piedra donde ella se alojaba hacía más penetrante la niebla que se elevaba del supuesto río, que se veía desde la galería. Qué humedad. Qué sensación de extrañamiento. Y ni rastro-de César.

No se acostó hasta la hora media de la noche según el reloj de agua, y una vez en la cama se agitó y dio vueltas hasta que por fin concilió el sueño tras oír cantar el gallo. Todo un día en tierra y ni rastro de César. ¿Vendría a verla alguna vez?


Lo que la despertó fue un instinto. Ningún sonido, ningún rayo de sol, ningún cambio en la atmósfera tenía el poder que Cha'em le había insuflado de niña en Menfis. «Cuando no estés sola, te despertarás», le había dicho, y había soplado sobre ella. Desde entonces, la silenciosa presencia de otra persona en la habitación la despertaba. Como ocurrió en ese momento, y ella actuó tal como Cha'em se lo había enseñado. Abre los ojos un poco y no te muevas. Observa hasta que identifiques al intruso y sólo entonces reacciona de la manera adecuada.

César, sentado en una silla junto a los pies de la cama, no la miraba a ella, sino que tenía la mirada perdida a lo lejos como a veces hacía. Aunque la habitación no estaba iluminada, se veía claramente que era él. El corazón le dio un vuelco a Cleopatra, su amor por él le salió a borbotones en un torrente de emoción, junto con un terrible dolor. No es el mismo. Inconmensurablemente más viejo, muy cansado. Su belleza es tal que perdurará después de la muerte, pero ha perdido algo. Sus ojos siempre fueron claros, pero ahora sus iris tienen un tono muy pálido y contrastan más con el aro negro que los rodea. De pronto, a Cleopatra todo su rencor y su irritación se le antojaron insignificantes; esbozó una sonrisa, fingió despertar y verlo, y levantó los brazos en un gesto de bienvenida. No soy yo quien necesita auxilio.

César la miró, le dirigió su maravillosa sonrisa y al levantarse se quitó la toga que lo envolvía. A continuación la rodeó con los brazos, aferrándose a ella como un náufrago a una tabla. Se besaron, primero como si exploraran la suavidad de los labios, luego profundamente. No, Calpurnia, él no es así contigo. Si lo fuera, no me necesitaría, y me necesita desesperadamente. Lo percibo en todo el cuerpo y respondo a él con todo el cuerpo.

– Te noto más redonda, flacucha-dijo él, acariciándole el cuello con la boca y los pechos con las palmas de las manos.

– Y tú estás más delgado, anciano -contestó ella, arqueando la espalda.

Cleopatra conceniró sus pensamientos en su útero a la vez que se abría a él y lo abrazaba con fuerza pero con ternura. -Te amo -dijo ella.

– Y yo a ti -dijo él, y era verdad.

Existía una magia divina en unirse a una soberana ungida; nunca antes lo había sentido tan intensamente, pero César seguía siendo César, y su mente nunca se relajaba por completo, así que aunque hizo el amor con ella ardientemente durante largo rato, la privó de su propio clímax. Cesarión no tendría una hermana, nunca la tendría. Darle una hija a Cleopatra era un crimen contra todo lo que representaba Júpiter óptimo Máximo, lo que representaba Roma, lo que representaba él.

Ella no se dio cuenta de su omisión, al estar demasiado satisfecha, demasiado alejada del pensamiento consciente, demasiado turbada por estar otra vez con él después de casi diecisiete meses.

– Estás toda mojada, es hora del baño -dijo él para reforzar el engaño; César tenía la suerte de que ella segregaba abundantes fluidos. Mejor que no se diera cuenta.

– Tienes que comer, César -dijo Cleopatra después del baño-, pero ¿antes no querrás ver al niño?

Cesarión ya se había recuperado y volvía a estar tan alegre y ruidoso como de costumbre. Tendió los brazos a su madre, que lo cogió y se lo mostró orgullosa a su padre.

Supongo, pensó César, que de niño me parecía mucho a éste. Incluso yo veo que es indiscutiblemente mío, aunque lo reconozco sobre todo por el parecido con mi madre y mis hermanas. Tiene la misma mirada de curiosidad que tenía Aurelia, y su expresión no es la mía. Un niño precioso, robusto y bien alimentado, pero no gordo. Sí, es un auténtico César. No engordará como los Tolomeos. De su madre sólo ha heredado los ojos, pero no el color. Tiene las órbitas menos hundidas que las mías y los ojos de un azul más oscuro.

Sonrió.

– Dile ave a tu tata, Cesarión -dijo en latín.

El niño abrió los ojos de par en par complacido y se volvió hacia su madre.

– ¿Éste es mi tata? -preguntó en un latín de extraño acento.

– Sí, tu tata por fin ha venido.

Al instante el niño tendió los brazos hacia él. César lo cogió, lo abrazó, lo besó y le acarició el cabello espeso y dorado mientras Cesarión se acurrucaba contra él como si conociera desde siempre a aquel extraño. Cuando Cleopatra fue a tomarlo de los brazos de César, el niño se negó a volver con su madre. En su mundo ha echado de menos a un hombre, pensó César, y necesita a un hombre.

Olvidándose de la cena, se sentó con su hijo en el regazo y descubrió que la criatura hablaba mucho mejor el griego que el latín, no incurría en un lenguaje infantil y construía las frases correctamente. Tenía sólo quince meses, y sin embargo era ya un hombre.

– ¿Qué quieres hacer cuando seas mayor? -preguntó César.

– Quiero ser un gran general como tú, tata.

– ¿No faraón?

– ¡Bah, faraón! Tengo que ser faraón, y lo seré antes de llegar a mayor -contestó el niño, poco entusiasmado al parecer con su destino regio-. Yo quiero ser general.

– ¿A quién declararías la guerra?

– A los enemigos de Roma y Egipto.

– Todos sus juguetes tienen que ver con la guerra -dijo Cleopatra con un suspiro-. A los once meses tiró los muñecos y exigió una espada.

– ¿A esa edad ya hablaba?

– Sí, frases enteras.

En ese momento aparecieron las niñeras para llevárselo a comer. Esperando lloros y protestas, César vio con cierto asombro que su hijo aceptaba lo inevitable de buen grado.

– No tiene mi orgullo ni mi temperamento -comentó César mientras cruzaban el comedor, tras prometer a Cesarión que volvería-. Tiene mejor carácter.

– Es dios en la tierra -se limitó a decir Cleopatra. Acomodándose junto a César en su mismo triclinio, preguntó-: Y ahora dime: ¿por qué estás tan cansado?

– Por la gente -respondió él vagamente-. Roma no ve con buenos ojos el gobierno de un dictador, y encuentro continua oposición.

– Pero tú decías que querías oposición. Ten, tómate tu zumo.

– Existen dos clases de oposición -explicó César-. Yo deseaba un ambiente de debate inteligente en el Senado y los comitia, no continuas peticiones de «devolver la República», como si la República fuera una entidad desaparecida afín a la utopía de Platón. ¡Utopía! -Dejó escapar un soplido de disgusto-. Esa palabra significa «ninguna parte». Cuando pregunto qué tienen de malo mis leyes, se quejan de que son demasiado largas y complicadas de leer, así que no las leen. Cuando pido sugerencias, se quejan de que no les he dejado nada que sugerir. Cuando pido cooperación, se quejan de que los obligo a cooperar, quieran o no. Reconocen que muchos de mis cambios son sumamente beneficiosos, y luego se quejan de que lo cambio todo, y de que el cambio está mal. Así que la oposición que me encuentro es irracional, como lo era la de Catón.

– Pues ven y habla conmigo -se apresuró a decir Cleopatra-. Tráeme tus leyes y yo las leeré. Cuéntame tus planes y yo haré una crítica constructiva. Exponme tus ideas y te daré una opinión meditada. Si lo que necesitas es otra mente, amor mío, la mía es la mente de un dictador con diadema. Déjame ayudarte, por favor.

César le cogió la mano, se la llevó a los labios y se la besó, y la sombra de una sonrisa asomó a sus ojos con algo de su antiguo vigor y vida.

– Así lo haré, Cleopatra, así lo haré. -Su sonrisa se tornó más amplia; su mirada, más sensual-. Con el paso del tiempo has adquirido una belleza especial, amor mío. No eres una Afrodita de Praxíteles, no, pero la maternidad y la madurez te han convertido en una mujer deliciosamente deseable. Echaba de menos tus ojos de leona.


Dijo Cicerón a Marco Junio Bruto en una carta escrita dos nundinae después:


Te perderás la celebración de los triunfos del Gran Hombre, mi querido Bruto, allí inmovilizado entre los ínsubros. Afortunado tú. La primera celebración, por la Galia, tendrá lugar mañana, pero yo me niego a asistir. Por tanto no veo razón para retrasar esta misiva, rebosante como está de noticias amorosas y matrimoniales.

La reina de Egipto ha llegado. El César la ha acomodado con todo lujo en un palacio al pie de la colina Janiculana, lo suficientemente lejos río arriba para ver al otro lado del Padre Tíber, el Capitolio y el Palatino en lugar de los burdeles del Puerto de Roma.

Ninguno de nosotros tuvo el privilegio de contemplar el desfile triunfal privado de la faraona cuando llegó por la Via Ostiensis, pero según cuentan iba envuelta en oro, desde las literas hasta la indumentaria.

La acompañaba el presunto hijo de César, un niño de poco más de un año, y su marido de trece años, el rey Tolomeo no sé cuántos, un muchacho hosco y adiposo, sin ningún actractivo y con un saludable temor a su hermana mayor/esposa. ¡Incesto! El juego que practica toda la familia. Ya dije eso acerca de Publio Clodio y sus hermanas en su día. Recuérdalo.

En la comitiva hay esclavos, eunucos, niñeras, tutores, consejeros, secretarios, escribas, contables, médicos, herbolarios, hechiceras, sacerdotes, un sumo sacerdote, nobles menores, una guardia real de doscientos hombres, un filósofo o cuatro, incluido el gran Filostrato y el aún mayor Sosígenes, músicos, bailarines, actores, magos, cocineras, lavaplatos, lavanderas, modistas y varias sirvientas. Naturalmente viaja con todos sus muebles preferidos, su ropa blanca, sus vestidos, sus joyas, sus cofres de dinero, los instrumentos y aparatos de su peculiar culto religioso, telas para túnicas nuevas, abanicos y plumas, colchones, almohadas, cabezales, alfombras, cortinas, biombos, cosméticos, y su propia provisión de especias, esencias, bálsamos, resinas, inciensos y perfumes. Y eso sin contar sus libros, sus espejos, sus instrumentos astronómicos, y su propio adivino privado Caldeo.

Según se dice, su séquito asciende a más de mil personas, así que lógicamente no caben todas en el palacio. César les ha construido una aldea en la periferia del Transtiberim, y los transtiberinos están furiosos. Es una guerra a muerte entre los nativos y los intrusos, hasta el punto de que César ha promulgado un edicto según el cual todo transtiberino que alce un cuchillo para cortar la nariz o las orejas a un forastero detestado será enviado a una de las nuevas colonias, le guste o no.

La he conocido, es una mujer increíblemente altiva y arrogante. Ofreció una recepción para nosotros los campesinos romanos con el beneplácito oficial de César, mandó unas suntuosas barcazas a recogernos cerca del Pons Aemilius y, cuando desembarcamos, nos transportaron en literas y palanquines llenos de almohadones y alfombras de pieles. Nos recibió en audiencia -literalmente- en el amplio atrio y nos invitó a utilizar también libremente la galería. Cleopatra es muy menuda, me llega al ombligo, y eso que yo no soy alto. Tiene un pico por nariz, pero unos ojos extraordinarios. El Gran Hombre, que está encaprichado, los llama ojos de leona. Me produjo vergüenza ajena presenciar su comportamiento con ella: está como un mozalbete con su primera prostituta.

Manio Lepido y yo curioseamos un poco por allí y encontramos el templo. Mi querido Bruto, nos quedamos atónitos. Había nada menos que doce estatuas de aquellos seres, cuerpos de hombre o mujer pero cabeza de animal: halcón, chacal, cocodrilo, león, vaca, etc. El peor era una mujer, con el vientre muy hinchado y grandes pechos flácidos, coronada con una cabeza de hipopótamo… ¡Absolutamente repugnante! Entonces entró el sumo sacerdote -hablaba un excelente griego- y se ofreció a explicarnos quién era cada uno, mejor dicho, qué era cada uno en aquel extraño y desconcertante panteón. Llevaba la cabeza afeitada, una prenda de hilo blanco con pliegues y un collar de oro y piedras preciosas que debía de valer tanto como toda mi casa.

La reina iba cubierta de paño de oro de la cabeza a los pies. Con sus joyas podría comprarse toda Roma. Entonces salió César de algún santuario interior con su niño, que no se mostró nada tímido. Nos sonrió como si fuéramos nuevos súbditos y nos saludó en latín. Debo decir que se parece mucho a César. Sí, fue una ocasión regia, y empiezo a sospechar que la reina pretende engatusar a César para que lo designe rey de Roma. Querido Bruto, nuestra amada República se aleja cada vez más, y esta avalancha de nueva legislación al final despojará a la Primera Clase de todos sus antiguos derechos.

Cambiando de tema, Marco Antonio se ha casado con Fulvia. ¡Ésa sí es una mujer que realmente aborrezco! Seguramente ha llegado a tus oídos que César dijo en la Cámara que Antonio había intentado asesinarlo.

Pese a lo mucho que deploro a César y todo aquello que representa, me alegro de que Antonio fracasara. Si Antonio fuera el dictador, las cosas serían aún peores.

Más interesante aún es la boda entre la sobrina nieta de César, Octavia, y Cayo Claudio Marcelo el joven. Sí, has leído bien. Ha salido bien librado, mientras que su hermano y su primo están en el exilio, despojados de sus propiedades. Así es Marcelo el joven, debo añadir. Esta alianza ha tenido una consecuencia en extremo fascinante que casi me indujo a faltar a mis principios y acudir al Senado. Ocurrió durante una sesión del Senado convocada por César para debatir la primera serie de sus leyes agrarias. Mientras los senadores se dispersaban al final de la asamblea, Marcelo el Joven pidió a César el indulto para su hermano Marco, que sigue en Lesbos. Cuando César se negó varias veces, ¿me creerás si te digo que Marcelo el joven se postró de rodillas y le suplicó? Y ese individuo repelente, Lucio Piso, se sumó al ruedo, aunque no se arrodilló. Dicen que César quedó desconcertado, casi horrorizado. Retrocedió hasta chocar con la estatua de Pompeyo Magno, gritando a Marcelo el joven para que se levantara y dejara de hacer el ridículo. El resultado fue que Marco Marcelo ha sido indultado. Marcelo el joven va por ahí diciendo que se propone restituir a su hermano Marco todas las fincas. No podrá hacer lo mismo con su primo Cayo Marcelo, ya que he sabido que falleció de una enfermedad fulminante. Su hermano Marco volverá a Roma después de visitar Atenas, nos contó Marcelo el joven.

Desde luego, los Claudio Marcelo no son santos de mi devoción, como sabes. Fuera cual fuera la razón de su renuncia al estatus patricio y su incorporación a la plebe, es ya demasiado lejana para conocerse, pero el hecho de que lo hicieran dice mucho sobre ellos, ¿no?

Volveré a escribirte cuando tenga más noticias.


Cuando César explicó a Cleopatra la aversión de Roma a los reyes y las reinas y el significado de cruzar el pomerium, la natural indignación de la reina de Egipto por no ser admitida en la ciudad se desvaneció. Cada lugar tenía sus tabúes, y los de Roma estaban todos ligados a la idea de la República, a un rechazo de la soberanía absoluta que rayaba en el fanatismo y, de hecho, engendraba fanáticos como Marco Porcio Catón el Uticense, cuyo horroroso suicidio era aún la comidilla de Roma.

Para Cleopatra, la soberanía absoluta era un hecho natural, pero si no podía entrar en la ciudad, no podía. Cuando lloró al pensar que no vería la celebración de los triunfos de César, él le dijo que un caballero amigo de su banquero Opio, un tal Sexto Perquitieno, le había propuesto que la reina compartiera su balcón con él. Como la casa de éste estaba construida en el monte del Capitolio con vistas al Campo de Marte, Cleopatra vería el comienzo del desfile, y lo seguiría hasta que doblara la curva del Capitolio para entrar en la ciudad por la Porta Triunfalis, una puerta especial abierta sólo para los triunfos.

Los legionarios veteranos de la campaña gala marcharían en esta primera celebración, lo cual representaba sólo cinco mil hombres; únicamente unos cuantos de cada una de las legiones participantes en la guerra de las Galias seguían bajo las Águilas, ya que Roma no mantenía un ejército regular con servicio prolongado. Aunque el mayor de los veteranos de las Galias contaría sólo treinta y un años si se había alistado a los diecisiete, el desgaste natural de la guerra, las heridas y el retiro habían mermado su número.

Pero cuando se dio la orden de marchar, la Décima descubrió con consternación que no iría a la cabeza. Se había concedido ese honor a la Sexta. Tras tres amotinamientos, la Décima había perdido el favor de César, y desfilaría la última.

Las once legiones originales entre la Quinta Alauda y la Decimoquinta aportaron estos cinco mil veteranos, ataviados con túnicas nuevas, con nuevos penachos de pelo de caballo en los yelmos, y empuñaban bastones enguirnaldados con hojas de laurel (no se permitía el uso de armas reales). Los portaestandartes lucían armadura de plata, y los aquilíferos, portadores del águila de plata de cada legión, llevaban pieles de león sobre la armadura de plata. No fue compensación para la desventurada Décima, que decidió vengarse de una manera peculiar.

Aquélla era una parada en la que podían participar los cónsules del año, ya que el triunfador, cuyo imperium tenía que superar el de todos los demás, era dictador. Por tanto, Lepido se sentó con los otros magistrados curules en el podio de Castor en el Foro. El resto del Senado encabezó el desfile; lo formaban en su mayoría miembros recién nombrados por César, así que los senadores, alrededor de quinientos, constituían una imponente parte del desfile, aunque por desgracia pocos llevaban togas orladas de púrpura.

Al Senado seguían los tubilustra, una banda de cien hombres que hacían sonar las trompetas de oro con cabeza de caballo que un Ahenobarbo anterior había traído de su campaña en la Galia contra los arverni. Luego venían las carretas con el botín, intercaladas con grandes carromatos de plataforma plana que hacían las veces de escenarios donde unos actores debidamente ataviados y rodeados del debido decorado representaban los incidentes de la campaña. Los empleados de los banqueros de César que habían asumido la colosal labor de organizar aquel imponente espectáculo habían echado el resto en su esfuerzo por encontrar actores suficientes que se parecieran a César, ya que él ocupaba un lugar destacado en las escenas de la mayoría de los carromatos, y en Roma todos lo conocían.

Allí estaban todas las escenas famosas: reproducción de la plataforma del sitio de Avarico; un barco veneciano de roble con velas de cuero y obenques de hierro; César en Alesia yendo al rescate del campamento en el que habían irrumpido los galos; un mapa de las dobles murallas que rodeaban Alesia; Vercingetorix sentado con las piernas cruzadas en el suelo al someterse a César; una maqueta de la meseta y su fortaleza en Alesia; carros abarrotados de estrafalarios galos melenudos, el largo cabello acartonado con arcilla para darle grotescas formas, sus ropajes vistosos, sus largas espadas (de madera plateada) en alto; todo un escuadrón de caballería de Remi con sus brillantes atuendos; el famoso sitio de Quinto Cicerón y la Séptima contra la plena potencia de sus enemigos; la representación de una fortaleza británica; un carro de guerra británico con cochero, lancero y un par de pequeños caballos incluidos; y otras veinte escenas. Cada carreta o carromato iba arrastrado por una yunta de bueyes adornados con flores, enajaezados de escarlata, verde chillón, vistoso azul y amarillo.

En medio de toda esta fabulosa exhibición danzaban grupos de rameras con togas de color fuego, acompañadas de enanos saltarines con capotes de retazos de muchos colores llamados centunculi, músicos de toda clase, hombres que sacaban fuego por la boca, magos y fenómenos. No se exhibían coronas de oro ni guirnaldas, ya que los galos no habían ofrecido ninguna a César, pero en las carretas con el botín resplandecían los tesoros de oro. En Atuatuca, César había encontrado las riquezas acumuladas de los cimbrios germánicos y los teutones, y también había reunido preciosas ofrendas votivas guardadas por los druidas en Carnuto durante siglos.

Luego vinieron las víctimas sacrificiales: dos bueyes blancos que se ofrecerían a Júpiter óptimo Máximo cuando el triunfador llegara al pie de la escalinata de su templo en el Capitolio, un destino situado a unos cinco kilómetros de distancia de aquella procesión que recorría el velabro y el Foro Boario, luego entraba en el Circus Maximus, daba una vuelta, salía por el extremo de Capena a la Via Triunfalis y finalmente recorría todo el Foro romano hasta el pie del monte Capitolino, donde se detenía. Allí los prisioneros de guerra condenados a muerte fueron conducidos al Tuliano, donde los estrangulaban; allí las carretas y los participantes secundarios se dispersaron; allí el oro fue devuelto al erario; y allí las legiones entraron en el Vicus lugarius para marchar de regreso hacia el Campo de Marte a través del Velabro, donde celebrarían un banquete y esperarían el reparto de dinero por parte de los pagadores de las legiones. Sólo el Senado, los sacerdotes, los animales sacrificiales y el triunfador ascendieron por el monte Capitolino hasta el templo de Júpiter óptimo Máximo, acompañados ahora por unos músicos especiales que tocaban el tibicen, una flauta hecha con la espinilla de un enemigo muerto.

Los dos bueyes blancos iban adornados con guirnaldas y flores y llevaban los cascos y los cuernos dorados; los guiaban el popa, el cultarius y sus acólitos, que realizarían expertamente el sacrificio.

Les seguían el colegio de pontífices y el colegio de augures con sus togas multicolores de rayas escarlata y púrpura, cada augur con su lituus, un bastón con arabescos que lo distinguía de los pontífices. Detrás caminaban los otros colegios sacerdotales menores con sus túnicas específicas, el flamen Martialis con un aspecto muy extraño envuelto en su pesada capa circular, con sus coturnos de madera y su yelmo apex de marfil. En la celebración de los triunfos de César no habría flamen Quirinalis, ya que Lucio César desfilaba en calidad de augur jefe y no en su otra función, ni tampoco había flamen Dialis, ya que ese sacerdote de Júpiter en particular era de hecho César, exento desde hacía mucho de sus obligaciones.

La siguiente sección del desfile era siempre muy bien recibida por la multitud, ya que la formaban los prisioneros. Cada uno iba vestido con sus mejores galas, oro y joyas, la viva imagen de la salud y la prosperidad; Roma, en la celebración del triunfo, no exhibía prisioneros maltratados o apaleados. Por esta razón los hospedaban en la mansión de algún potentado mientras aguardaban aquel momento. La Roma de la República no encerraba a nadie en prisiones.

El rey Vercingetorix era el primero; sólo él, Coto y Lucterio morirían. Vercasivellauno, Eporedorix y Biturgo -y todos los demás, prisioneros de guerra menos importantes- regresarían ilesos junto a sus pueblos. En otro tiempo, muchos años atrás, Vercingetorix se había maravillado ante la profecía que decía que pasarían seis años entre su captura y su muerte; en ese momento sabía que se cumpliría. Gracias a la guerra civil y otros problemas, César había tardado seis años en celebrar su triunfo sobre la Galia Trasalpina.

El Senado había decretado un privilegio muy especial para César: lo precederían sesenta y dos lictores en lugar de los habituales veinticuatro propios de un dictador. Cantores y danzarinas especiales acompañarían a los lictores, entonando loas al triunfador César.

Así pues, cuando llegó el turno a César, el desfile llevaba ya en marcha dos largas horas de verano. Iba montado en el carro triunfal, un vehículo de cuatro ruedas extremadamente antiguo más parecido a la carroza ceremonial del rey de Armenia que a la cuádriga de dos ruedas; tiraban de él cuatro caballos grises idénticos con crines y colas blancas, elegidos por César. Éste lucía las vestiduras triunfales, que consistían en una túnica bordada con hojas de palma y una toga púrpura bordada profusamente en oro. En la cabeza llevaba una corona de laurel, en la mano derecha una rama de laurel, y en la izquierda el cetro retorcido de marfil propio del triunfador, coronado por un águila de oro. Su cochero vestía una túnica púrpura, y en la parte trasera del espacioso carruaje un hombre con túnica púrpura sostenía una corona de hojas de roble doradas sobre la cabeza de César y de vez en cuando entonaba la advertencia que se daba a todos los triunfadores: «Respice post te, hominem te memento». *

Aunque Pompeyo Magno había sido demasiado vanidoso para seguir la antigua costumbre, César sí lo hizo. Se pintó la cara y las manos con minim de vivo color rojo, imitando el rostro y las manos de terracota de la estatua de Júpiter óptimo Máximo en su templo. Sólo el triunfo permitía que un romano imitara hasta tal punto a un dios.

Detrás del carro triunfal iba el caballo de guerra del César, el famoso Génitor (en realidad el actual era uno de los varios que había tenido a lo largo de los años, que César criaba a partir del Génitor original, un regalo de Sila), cubierto con el paludamentum escarlata del general. Para César, habría sido inconcebible celebrar el triunfo sin que Génitor, el símbolo de su legendaria suerte, disfrutara de su propia pequeña celebración.

En pos de Génitor venía la muchedumbre de hombres que consideraba que la campaña gala de César los había liberado de la esclavitud; todos llevaban el gorro de la libertad en la cabeza, un tocado cónico que identificaba a los libertos. A continuación desfilaban aquellos de sus legados en la guerra de las Galias que en ese momento estaban en Roma, todos con armadura y montados en sus Caballos Públicos.

Y en último lugar el ejército, cinco mil hombres de once legiones que mientras marchaban gritaban: "¡Io triunfe!" Las canciones obscenas vendrían más tarde, cuando hubiera más gente para oírlas y reír.

Cuando César subió al carro triunfal, se desprendió la rueda izquierda delantera, lanzándolo contra el adral frontal y haciendo caer al hombre que sostenía la corona de hojas de roble y provocando los nerviosos relinchos y espantadas de los caballos.

Una ahogada exclamación colectiva surgió de entre los espectadores.

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué está la gente sorprendida? -preguntó Cleopatra a Sexto Perquitieno, que había palidecido.

– ¡Un terrible augurio! -susurró éste haciendo con la mano la señal para protegerse del mal de ojo.

Cleopatra lo imitó.

El retraso fue mínimo. Como por arte de magia, apareció una rueda nueva y se encajó rápidamente. César permaneció a un lado, moviendo los labios. Aunque Cleopatra no lo sabía, estaba recitando un sortilegio.

Lucio César, el augur jefe, se había acercado de inmediato.

– No, no -le dijo César sonriendo-. Expiaré el augurio subiendo de rodillas por la escalinata del templo de Júpiter óptimo máximo.

Edepol!, Cayo, no podrás. Hay cincuenta peldaños.

– Puedo, y lo haré. -Señaló un frasco sujeto con una correa al costado interior del carro-. Tengo una poción mágica.

El carro triunfal se puso en marcha, y pronto el ejército avanzaba para formar la retaguardia del desfile, tres kilómetros por detrás del Senado. En el Foro Boario el triunfador tuvo que detenerse y saludar a la estatua de Hércules, siempre desnudo excepto en los días triunfales, cuando también él vestía la indumentaria triunfal.

Ciento cincuenta mil personas se aglomeraban en las largas gradas del Circus Maximus; hasta los criados de Cleopatra en su palacio oyeron los vítores y el alboroto causados por la entrada de César. Pero para cuando su carro hubo subido a lo largo de uno de los lados de la spina, por su extremo de Capena, descendido por el otro lado y vuelto a subir en dirección a la salida de Capena, el ejército estaba ya dentro, y la multitud estaba agotada de tanto vociferar. Así que cuando la Décima empezó a entonar su nueva canción de marcha, todos callaron para escuchar.

Dejad paso al vendedor de rameras,

fijaos en su noble cabeza,

en su miembro viril que visita todos los coños;

a todas se las folla, en el lecho o en la silla.

En Bitinia vendió el culo

su almirante necesitaba velocidad

así que César no tardó en correrse

entre sábanas de hilo dignas de un rey.

Nunca ha perdido una sola batalla

pese a que su polla es de poco tamaño.

Sabe enardecer y poseer a quien quiere

nuestro rey de Roma listo y apañado.

César llamó a Fabio y Cornelio, que seguían a los sesenta y dos lictores que lo precedían.

– Id a decir a la Décima que si no dejan de cantar esa canción, los privaré de su parte del botín y los licenciaré sin tierras -ordenó.

Transmitieron el mensaje, y la cantinela cesó de inmediato, pero mucho se especuló en el colegio de lictores sobre cuál de los versos ofendió más a César; la conclusión de Fabio y Cornelio fue que la alusión a la venta del culo lo había sacado de quicio, pero otros lictores se decantaron por la frase del «rey de Roma». Desde luego, no fue por el contenido obsceno de la canción de la Décima; eso era lo corriente.


Cuando terminó la celebración, caía la noche. El reparto del botín tendría que dejarse para la mañana siguiente. El Campo de Marte se convirtió en campamento, ya que todos los veteranos retirados estaban también allí, después de presenciar los actos entre la muchedumbre. Los legionarios tenían que recoger su parte en persona a menos que, como ocurría en el caso del triunfo de César, muchos de los veteranos vivieran en la Galia Cisalpina. Algunos se agruparon y nombraron un representante con un documento de autorización, lo cual contribuiría a aumentar las dificultades con las que inevitablemente se enfrentarían los pagadores de las legiones.

Los soldados rasos recibieron veinte mil sestercios por cabeza (una cantidad superior a la paga de veinte años de servicio); los centuriones de segunda recibieron más de cuarenta mil sestercios, y los centuriones de primera ciento veinte mil sestercios. Eran unas gratificaciones enormes, mayores que las de cualquier otro ejército en la historia, incluso que las del ejército de Pompeyo Magno después de conquistar Oriente y duplicar el contenido del erario. Pese a este botín, los soldados de todos los rangos se marcharon indignados. ¿Por qué? Porque César había apartado un pequeño porcentaje y lo había entregado a los pobres de Roma, cada uno de los cuales recibió cuatrocientos sestercios, treinta y seis libras de aceite y quince modii de trigo. ¿Qué habían hecho los pobres para merecer una parte? Los pobres no cabían en sí de gozo, pero no así el ejército.

La opinión general entre los militares era que César tramaba algo, pero ¿qué? Al fin y al cabo, nada podía impedir a un liberto pobre alistarse en las legiones, así pues, ¿por qué César hacía una donación a hombres que no se habían alistado?


Las celebraciones por los triunfos por Egipto, Asia Menor y África siguieron en rápida sucesión, ninguna tan espectacular como la de la Galia, pero todas muy por encima de la media. El triunfo de Asia incluía un carro que mostraba a César en Zela rodeado de todas sus coronas: sobre esta escena había un gran cartel bellamente escrito donde se leía: VENI, VIDI, VICI. La celebración por el triunfo de África fue la última, y la que obtuvo menos aprobación por parte de la elite romana, porque César, dejando que su indignación se impusiera a su sentido común, utilizó los teatrillos de los carromatos para escarnecer al alto mando republicano. Allí aparecían Metelo Escipión abandonándose a la pornografía, Labieno mutilando soldados romanos, y Catón bebiendo vino.

Los triunfos no fueron el final de los entretenimientos extraordinarios de ese año. César organizó también unos magníficos juegos funerarios por su hija, Julia, que había contado en vida con el afecto del pueblo de Roma. Había crecido en Subura rodeada de personas sencillas, y nunca se situó por encima de ellas. Por eso la habían incinerado en el Foro romano, y por eso sus cenizas yacían en una magnífica tumba del Campo de Marte, un hecho insólito.

Se representaron obras en el teatro de piedra de Pompeyo y en los escenarios provisionales levantados allí donde había espacio suficiente; gozaban de gran popularidad las comedias de Plauto, Enio y Terencio, pero a la gente le gustaban más las sencillas farsas atelanas. Se trataba de unas pantomimas llenas de personajes ridículos con máscaras. No obstante, debían tenerse en cuenta todos los gustos, así que un pequeño espacio se reservó para los elevados dramas de Sófocles, Esquilo y Eurípides.

César instituyó asimismo un certamen para la presentación de nuevas obras y ofreció un generoso premio para el ganador.

– Mi querido Salustio, deberías escribir obras además de textos de historia-dijo César.

Mejor sería que Salustio se hubiera dedicado a eso. Había tenido que abandonar el cargo de gobernador en la provincia de África tras haberla desvalijado sin pudor. El asunto llegó a oídos de César, quien pagó personalmente millones para compensar a los plutócratas del grano y el comercio agraviado. Y sin embargo César seguía sintiendo simpatía por Salustio.

– No, no soy un dramaturgo -respondió Salustio, moviendo la cabeza en un gesto de repugnancia ante la sola idea-. Estoy ocupado escribiendo una historia muy precisa de la conspiración de Catilina.

César parpadeó.

– ¡Por todos los dioses, Salustio! Espero que pongas por las nubes a Cicerón.

– Nada más lejos -contestó alegremente el impenitente saqueador de su provincia-. Culpo de todo el asunto a Cicerón. Él fabricó una crisis para elevar su consulado por encima de la banalidad.

– Roma podría alborotarse tanto como Utica cuando la publiques.

– ¿Publicarla? No, no me atrevería a publicarla, César. -Rió entre dientes-. Al menos no hasta que Cicerón haya muerto. Espero no tener que esperar veinte años.

– No me extraña que Milo te hiciera azotar por coquetear con su querida Fausta -comentó César, y soltó una carcajada-. Eres incorregible.

Los juegos funerarios de Julia no se redujeron a obras de teatro. César cubrió con una carpa todo el Foro romano y su Foro julio, y ofreció combates de gladiadores, espectáculos con bestias salvajes, luchas entre prisioneros de guerra condenados, y exhibiciones de la última moda marcial, los duelos con espadas largas y finas inútiles en una batalla.

Tras lo cual ofreció un banquete público en nada menos que veintidós mil mesas. Entre las exquisiteces se incluían seis mil angulas de agua dulce que tuvo que pedir a su amigo Lucilio Hirro, que se negó a cobrárselas. El vino corrió como el agua, las mesas rebosaban comida y quedaron sobras suficientes para que los pobres se llevaran a casa sacos enteros para completar su dieta durante mucho tiempo.


Cicerón seguía escribiendo a Bruto a la Galia Cisalpina.


Sé que ya te he hablado de la vergonzosa sátira que hizo César sobre los héroes republicanos en África, pero continúo indignado por ello. ¿Cómo puede ese hombre tener tan excelente gusto por lo que se refiere a juegos y espectáculos, y sin embargo mofarse de sus meritorios oponentes romanos?

No obstante, no te escribo por eso. Por fin me he divorciado de la arpía de Terencia. ¡Treinta años de suplicio! Así que ahora soy un solterón disponible de sesenta años, una sensación muy extraña y liberadora. Hasta el momento se me han ofrecido dos viudas: una, la hermana de Pompeyo Magno; la otra, su hija. ¿Sabías que Publio Sila murió de repente? El Gran Hombre se llevó un disgusto; siempre le había inspirado simpatía, no entiendo por qué. Una persona cuyo padre fue adoptado por un hombre como Sexto Perquitieno el Viejo y criado en esa casa tiene que ser un bellaco. Así que su Pompeya se ha quedado viuda. Sin embargo yo prefiero a la otra Pompeya. Para empezar, es treinta años más joven. Por otra parte, parece una viuda bastante optimista que apenas ha guardado luto por Fausto Sila. Probablemente ello se debe a que el Gran Hombre le permitió conservar todas sus propiedades, que son muchas. No me casaré con una mujer pobre, mi querido Bruto, pero tampoco me casaré, después de Terencia, con una mujer que tiene total control de su propia fortuna. Así que quizá ninguna Pompeya Magna sea la elección acertada. Los romanos dejamos mucha autonomía a las mujeres.

Se ha producido otro divorcio entre los Tulio Cicerón. Mi querida Tulia ha roto por fin su unión con el jabalí rabioso de Dolabela. Solicité que se le devolviera la dote, como es mi derecho cuando la esposa ha sido la parte perjudicada. Para mi sorpresa Dolabela accedió. Creo que intenta recuperar el favor de César, y de ahí la prometida devolución. César está obsesionado por que las mujeres reciban un trato correcto, y prueba de ello es su preocupación por Antonia Híbrida. ¿Y qué ha pasado entonces? Tulia me informa de que está embarazada de Dolabela. ¿Qué les pasa a las mujeres? Y no sólo eso, sino que además está muy abatida, no parece interesada en el niño que está en camino, y tiene la temeridad de culparme por el divorcio. Dice que yo la convencí con mis sermones. Me rindo.

Sin duda Cayo Casio te habrá escrito para anunciarte que regresa de la provincia de Asia. Creo que él y Vatia Isáulico no tienen nada en común excepto sus esposas, tus hermanas.

Bueno, Vatia se unió a César y no hay modo de desprenderle. Por lo que Casio me cuenta en su carta, Vatia es un gobernador muy estricto, ha regulado los tributos y los diezmos de la provin cia de Asia (aunque la normativa no entrará en vigor hasta dentro de varios años) a fin de que un publicanos o cualquier otra clase de comerciante romano no pueda obtener ni un sestercio de beneficio desde Amanus hasta Propondis. Te pregunto, Bruto, para qué tiene Roma provincias si no permite a los romanos sacar uno o dos sestercios de ellas.

Sinceramente, creo que César opina que Roma debería pagar a sus provincias, no a la inversa.

Cayo Trebonio ha llegado a Roma, expulsado de la Hispania Ulterior por Labieno y los dos Pompeyos, a lo que parece. Tuvo que hacer grandes esfuerzos después de la deplorable conducta de Quinto Casio cuando era gobernador; era una especie de Cayo Verres, dicen. Los tres republicanos se entregaron a un júbilo histérico y han estado reuniendo legiones con notable éxito. Tras anclar sus muchas naves en aguas baleares, Cneo Pompeyo vive ahora en Corduba como nuevo gobernador romano. Labieno es el comandante militar.

Me pregunto qué planea César.


– Creo que César viajará a Hispania tan pronto como concluya su actual legislación -dijo Calpurnia a Marcia y Porcia.

Los ojos de Porcia se encendieron y en su rostro asomó una expresión de esperanza.

– ¡Esta vez será diferente! -exclamó, golpeándose la palma de la mano izquierda con el puño derecho, entusiasmada-. Cada día que pasa las legiones de César son más desafectas, y desde los tiempos de Quinto Sertorio, Hispania ha producido legionarios tan buenos como los de Italia. Esperad y veréis: Hispania será el fin de César. Rogaré por ello.

– Vamos, Porcia -dijo Marcia, cruzando una triste mirada con Calpurnia-, recuerda quién nos acompaña.

– Bah -replicó Porcia, cogiendo la mano de Calpurnia-. ¿Por qué habría de importarle a la pobre Calpurnia? César se pasa el tiempo al otro lado del Tíber con esa mujer.

Muy cierto, pensó Calpurnia. Las únicas noches que duerme en su cama de la Domus Publica son las vísperas de una reunión del Senado. Cuando no es así, está con ella. Estoy celosa y no me gusta sentir celos. Odio a esa mujer, pero aún amo a César.

– Creo que la reina es muy ducha en cuestiones de gobierno -dijo Calpurnia con compostura-, y que él dedica al amor muy poco del tiempo que pasa con ella. Por lo que dice, hablan de sus leyes. Y de asuntos políticos.

– ¿Quieres decir que tiene la desfachatez de pronunciar su nombre ante su esposa? -preguntó Porcia con incredulidad.

– Sí, con frecuencia. Por eso no me preocupa mucho. César no ha cambiado en su trato conmigo. Soy su esposa. En el peor de los casos, ella es su amante, aunque me gustaría ver al niño -añadió con tristeza.

– Dice mi padre que es un niño precioso -dijo Marcia, y de inmediato arrugó la frente-. Lo interesante es que el hijo de Atia, Octavio, detesta a la reina y se niega a aceptar que el niño sea hijo de César. Aunque mi padre dice que sin duda el niño es hijo de César, pues se le parece mucho. Octavio la llama la reina de las bestias, a causa de sus dioses, que por lo visto tienen cabeza de animal.

– Octavio tiene celos de ella -afirmó Porcia.

Calpurnia abrió los ojos desmesuradamente.

– ¿Celos? Pero ¿por qué?

– No lo sé, pero mi Lucio lo conoce de la instrucción en el Campo de Marte, y asegura que no lleva esos celos en secreto.

– No sabía que Octavio y Lucio Bibulo fueran amigos -dijo Marcia.

– Son de la misma edad, diecisiete años, y Lucio es uno de los pocos que no se burla de Octavio cuando va a hacer la instrucción.

– ¿Por qué han de burlarse de él? -preguntó Calpurnia, perpleja.

– Porque tiene ahogos., Mi padre -prosiguió Porfia, transfigurada por la mera mención de Catón- diría que Octavio no debería ser castigado por lo que es una imposición de los dioses. Mi Lucio está de acuerdo.

– Pobre muchacho. No lo sabía -dijo Calpurnia.

– Como vivo en esa casa, yo sí lo sé -comentó Marcia sombríamente-. Hay momentos en que Atia teme por la vida de Octavio.

– Pero aún no entiendo por qué tiene celos de la reina Cleopatra -dijo Calpurnia.

– Está celoso porque ella le ha robado a César -le informó Marcia-. César pasaba mucho tiempo con Octavio hasta que la reina llegó a Roma. Ahora se ha olvidado de que Octavio existe.

– Mi padre condena los celos -declaró Porfia-. Dice que destruyen la paz interior.

– No creo que seamos muy celosas, y sin embargo ninguna de nosotras disfruta de paz interior -apuntó Marcia.

Calpurnia cogió un gatito que pasaba por allí y le besó la cabeza lustrosa y redonda.

– Tengo el presentimiento -dijo rozando con la mejilla el abultado vientre del animal- de que la reina Cleopatra tampoco está en paz.


Una sagaz conjetura. Tras enterarse de que César iría a Hispania para atajar la rebelión republicana, Cleopatra se mostró consternada.

– ¡Pero no puedo vivir en Roma sin ti! -dijo-. Me niego a quedarme aquí sola.

– Te diría que volvieras a Egipto, pero en otoño e invierno el mar es peligroso entre aquí y Alejandría -contestó César, conteniendo el mal genio-. Ten paciencia, amor mío, la campaña no será larga.

– He oído decir que los republicanos tienen trece legiones.

– Imagino que eso como mínimo.

– Y tú has licenciado a todas tus legiones veteranas menos dos.

– La Quinta Alauda y la Décima. Pero Rabirio Póstumo, que ha accedido a actuar otra vez como mi praefectus fabrum, está reclutando hombres en la Galia Cisalpina y allí muchos de los veteranos licenciados están bastante aburridos como para reengancharse. Contaré con ocho legiones, suficientes para derrotar a Labieno -dijo César, y se inclinó para darle un largo beso. Está todavía irritada, pensó él. Mejor cambiar de tema-. ¿Has examinado los datos del censo?

– Sí, y son excelentes -contestó ella con calidez, dejándose llevar-. Cuando vuelva a Egipto, instituiré un censo similar. Lo que me fascina es cómo conseguiste adiestrar a miles de hombres para que reunieran la información puerta por puerta.

– A la gente le gusta hacer preguntas. El adiestramiento se centra en enseñarles a tratar con personas a quienes no les gusta que les pregunten sobre su vida.

– Tu talento me obnubila, César. Lo haces todo de una manera tan eficaz, y sin embargo tan rápida… Los demás vamos a rastras detrás de ti.

– Sigue con tus halagos, y no cabré por la puerta -dijo él con ligereza y luego frunció el entrecejo-. Al menos tus elogios parecen sinceros. ¿Sabes qué han puesto esos idiotas en la horrible cuádriga de oro que erigieron en el pórtico de Júpiter óptimo Máximo?

Cleopatra lo sabía. Si bien ella lo aprobaba y estaba de acuerdo, ya conocía a César lo bastante bien para entender por qué le había indignado tanto. El Senado y las Dieciocho habían encargado una escultura de oro de César en una cuádriga colocada sobre un globo del mundo, otro de los honores que le hacían contra su voluntad.

«Estoy en un dilema respecto a estos honores -le había confesado César hacía un tiempo-. Cuando los rechazo, me califican de grosero e ingrato, y cuando los acepto, me califican de altivo y arrogante. Les dije que me negaba a consentir esa espantosa construcción, pero han seguido adelante de todos modos.»

César no había visto «la espantosa construcción» hasta esa mañana, cuando la descubrieron. El escultor, Arcesilao, había hecho un buen trabajo; sus cuatro caballos eran magníficos. Gratamente sorprendido, César había dado una vuelta a su alrededor con ecuanimidad hasta fijarse en la placa sujeta en la parte delantera del carro. Decía, en griego, exactamente lo mismo que la estatua de él en el ágora de Éfeso: DIOS MANIFIESTO y todo lo demás.

– ¡Quitad esa abominación! -gritó.

Nadie hizo ademán de obedecer. Uno de los senadores llevaba una daga al cinto; César se la arrebató y la utilizó para hundirla en la superficie de oro cincelado hasta que la placa se desprendió.

– ¡Nunca digáis eso de mí! -ordenó, y se marchó, tan furioso que pisoteó la placa, que quedó convertida en un amasijo de metal.

Así pues, en ese momento Cleopatra dijo pacíficamente:

– Sí, ya lo sé. Y lamento que te ofendiera.

– No quiero ser rey de Roma. Y no quiero ser un dios -gruñó él.

– Eres un dios -se limitó a decir ella.

– ¡No, no es verdad! Soy un simple mortal, y muy sencillo, y padeceré el destino de todos los mortales, Cleopatra. ¡Moriré! ¿Lo oyes? ¡Moriré! Los dioses no mueren. Si me hicieran dios después de muerto sería distinto. Dormiría el sueño eterno y no sabría que era un dios. Pero mientras sea mortal, no puedo ser dios. ¿Y para qué necesito ser rey de Roma? Como dictador puedo hacer todo aquello que deba hacerse.


– Es como un toro atormentado por una multitud de niños que están a salvo al otro lado de la barrera -dijo Servilia a Cayo Casio con gran satisfacción-. ¡Me estoy divirtiendo! Y Pontio Aquila también.

– ¿Cómo está tu devoto amante? -preguntó Casio con dulzura.

– Trabajando para mí contra César, pero muy sutilmente. Desde luego, César no siente simpatía por él, pero la equidad es una de las debilidades de César, así que si un hombre promete, es ascendido, aun tratándose de un republicano indultado… y amante de Servilia -explicó con ironía.

– ¡Qué arpía eres!

– Y siempre lo he sido. Tenía que serlo para sobrevivir en la casa del tío Druso. Ya sabes que Druso me confinó en la habitación de los niños y me prohibió salir hasta que me casé con el padre de Bruto, ¿no? -preguntó.

– No, no lo sabía. ¿Por qué un Livio Druso haría una cosa así?

– Porque yo espiaba para mi padre, que era enemigo de Druso.

– ¿A qué edad?

– A los nueve, diez, once.

– Pero ¿por qué vivías con el hermano de tu padre en lugar de con tu padre? -quiso saber Casio.

– Mi madre cometió adulterio con el padre de Catón -respondió ella, contrayendo el rostro pese a la lejanía del recuerdo-, y mi padre decidió tratar a los hijos que tuvo con ella como si no fueran suyos.

– Eso lo explica -dijo Casio-, y sin embargo, ¿espiaste para él?

– Era un Servilio Cepio patricio -dijo ella, como si eso lo justificara todo.

Conociéndola, Casio supuso que así era.

– ¿Qué pasó con Vatia en la provincia de África? -preguntó ella.

– No me permitió recaudar las deudas mías ni las de Bruto.

– Ah, ya veo.

– ¿Cómo está Bruto?

Servilia enarcó las cejas con expresión de indiferencia.

– ¿Cómo voy a saberlo? A mí no me escribe más de lo que te escribe a ti. Él y Cicerón se cartean continuamente. Bueno, ¿y por qué no? Los dos son como dos viejas.

Casio sonrió.

– De camino hacia aquí vi a Cicerón en Túsculo, y me quedé en su casa a pasar la noche. Está muy ocupado escribiendo un elogio a Catón. Quizá te guste la idea. Aunque no, posiblemente no. No obstante, la inminencia de la guerra en las Hispanias le tenía muy agitado. Lo cual me sorprendió, dado lo mucho que detesta a César. Le pregunté por qué, y dijo que si los Pompeyos vencen a César, en su opinión serían mucho peores gobernantes de Roma que César.

– ¿Y qué contestaste a eso, querido Casio?

– Que, al igual que él, me conformaría con el tranquilo dictador que ya conocemos. Los Pompeyos proceden de Piceno, y nunca he conocido a un picentino que no fuera cruel hasta la médula. Rasca en la superficie de un picentino y debajo aparecerá un bárbaro.

– Por eso los picentinos son tan buenos tribunos de la Asamblea de la Plebe. Les gusta atacar por la espalda, y nunca son tan felices como cuando pueden cometer fechorías. ¡Bah! -dijo Servilia-. Al menos César es un romano de los de verdad.

– Tanto es así que tiene la ascendencia necesaria para ser rey de Roma.

– Al igual que Sila -coincidió ella-. Sin embargo, y también como Sila, no quiere ser rey de Roma.

– Si puedes afirmar eso tan rotundamente, ¿por qué tú y otros os esforzáis tanto por difundir la idea de que César arde en deseos de ceñirse la diadema?

– Por hacer algo -dijo Servilia-. Además, yo misma debo llevar dentro algo de picentina. Me encantan las fechorías.

– ¿Has conocido a su majestad? -preguntó Casio, notando crecer su propio carácter romano. Qué a gusto se sentía otra vez en Roma. Tertula quizá fuera medio de César, pero su otra mitad era pura Servilia, y las dos mitades se unían para hacer de ella una esposa fascinantemente seductora.

– Querido mío, su majestad y yo somos íntimas amigas -susurró Servilia-. ¡Qué tontas llegan a ser las mujeres romanas! ¿Te puedes creer que la mayoría de mis iguales han decidido llamar a la reina de Egipto infra dignitatem? Las muy tontas.

– ¿Por qué tú no la encuentras por debajo de tu dignidad?

– Me parece más interesante mantener buenas relaciones con ella. En cuanto César parta hacia Hispania, la pondré a la moda.

Casio frunció el entrecejo.

– Estoy seguro de que tus motivos no son admirables, mi querida suegra, pero sean cuales sean, se me escapan. Sabes muy poco de ella. podría ser una víbora más astuta que tú.

Servilia levantó los brazos y se desperezó.

– Ahí te equivocas, Casio. Sé mucho de Cleopatra. Tal vez ignores que su hermana menor pasó dos años aquí en Roma. César la exhibió, como cautiva en la celebración del triunfo egipcio. La alojaron con la vieja Cecilia, y como Cecilia es una buena amiga mía, conocí bastante bien a la princesa Arsinoe. Charlamos durante horas sobre Cleopatra.

– De esa celebración hace casi seis meses. ¿Dónde está la princesa Arsinoe ahora? -Casio miró a su alrededor en un gesto teatral-. Me sorprende que no viva aquí contigo.

– Viviría aquí si tuviera ocasión de acogerla. Por desgracia César la embarcó con rumbo a Éfeso el día después de la celebración. He oído decir que allí ha de servir en el templo de Artemis. En cuanto huya, se pondrá una buena recompensa a su cabeza. Por lo visto César prometió a Cleopatra que cortaría las alas a Arsinoe. ¡Qué lástima! Me hacía mucha ilusión reunir a las dos hermanas.

Casio se estremeció.

– Hay momentos, Servilia, en que me alegro profundamente de ser de tu agrado.

En respuesta, ella cambió de tema.

– ¿De verdad prefieres a César como dictador, Casio?

El rostro de Casio se ensombreció.

– Preferiría no tener dictador. Aceptar a un dictador es una ofensa contra Quirino -gruñó.

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