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EJÉRCITOS POR TODAS PARTES

Desde enero hasta sextilis (agosto) del 43 a.C.

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Quien marchó hacia dónde


Exactamente veinte años después de su memorable consulado, durante el cual (como contaría a todo aquel dispuesto a escucharlo) había salvado a su país, Marco Tulio Cicerón volvió a encontrarse en el centro de los acontecimientos. El miedo por su seguridad lo había hecho callar en muchas ocasiones durante el transcurso de aquellos veinte años, y la única ocasión en la que había tratado desesperadamente de salvar la República -cuando casi había disuadido a Pompeyo Magno de entablar una guerra civil- había fracasado por culpa de Catón. Sin embargo en aquellos momentos, con Marco Antonio en el norte, Cicerón no encontraría en toda Roma a nadie con el temple o los arrestos necesarios para evitar que él arrasara con todo. ¡Por fin la elocuencia resultaría más contundente que el ejército y la fuerza bruta!

A pesar de haber odiado a César y trabajado con tesón para socavar su autoridad, una parte de Cicerón siempre había sabido que éste era el ave fénix, capaz de resurgir de sus cenizas. Irónicamente, César había sido aclamado tras su incineración, cuando aquella estrella se había alzado para decirle a todo el mundo romano que César nunca, nunca se iría. Sin embargo, era más sencillo obrar en contra de Antonio porque éste le facilitaba argumentos: era ordinario, intemperante, cruel, impulsivo, irreflexivo. Arrastrado por la fuerza de su propia retórica, Cicerón se dispuso a destruir a Antonio con el convencimiento de que era un objetivo que carecía de la capacidad para volver a levantarse.

En su mente se agolpaban imágenes de la República restituida a su forma tradicional, a cargo de hombres que reverenciaran sus instituciones, que se alzaran como campeones del mos maiorum. Lo único que tenía que hacer era convencer al Senado y al pueblo de que los Libertadores eran los verdaderos héroes, que Marco Bruto, Décimo Bruto y Cayo Casio -los tres que Antonio había señalado como los peores enemigos de Roma- habían hecho lo correcto. Es decir, que Antonio estaba equivocado. Y si en esta ecuación tan simple Cicerón se descuidó de incluir a Octaviano fue porque tenía una buena razón: Octaviano era un joven de diecinueve años, una pieza menor que usar como señuelo en el tablero, y que llevaba dentro el germen de su propia destrucción.

Cuando Cayo Vibio Pansa y Aulo Hirtio fueron investidos como nuevos cónsules el día de Año Nuevo, el estatus de Marco Antonio varió. Ya no era cónsul, sino ex cónsul, y podía verse privado de todo el poder que hubiera acumulado. Como otros que le precedieron, no se había preocupado de obtener su cargo de gobernador y su imperium a través del cuerpo constitucionalmente habilitado para concedérselo, el Senado. Se había dirigido a la Asamblea de la Plebe. Por consiguiente, cabía argumentar que no todo el pueblo había consentido, pues los patricios estaban excluidos de la Asamblea de la Plebe. A diferencia de los otros comitia y del Senado, la Asamblea de la Plebe no estaba constreñida por tradiciones religiosas; no se rezaban las plegarias, los auspicios no se llevaban a cabo. A pesar de ser un razonamiento endeble, después de que hombres como Pompeyo Magno, Marco Craso y César hubieran obtenido provincias e imperium gracias a la Asamblea de la Plebe, Cicerón lo utilizó de todas formas.

Entre el segundo día de septiembre y el de Año Nuevo, había hablado en contra de Marco Antonio en cuatro ocasiones con un efecto contundente. El Senado, abarrotado de los títeres de Antonio, comenzaba a vacilar puesto que la conducta de éste los colocaba en una difícil situación. Aunque Cicerón no lo acompañó de una prueba tangible, el alegato de que Antonio había conspirado con los Libertadores para asesinar a César contenía suficiente lógica como para perjudicarle, y la descortesía de Antonio para con el heredero puso a sus seguidores en un apuro ya que en su mayoría se trataba de personas nombradas por César. Antonio había llegado al poder como sucesor de César, aun cuando éste no hacía mención de él en su testamento. Era un hombre maduro, heredero natural del formidable ejército de súbditos de César y se había retirado con un número suficiente de éstos como para consolidar su posición. Sin embargo, en aquellos momentos el verdadero heredero de César estaba atrayéndolos a su servicio, del primero al último. Octaviano todavía no podía decir que la mayoría de senadores se arrepentía de su relación con Antonio, no obstante Cicerón estaba concentrado en ayudarle en aquella tarea… por el momento. Una vez que los senadores se hubieran distanciado de Antonio, él, Cicerón, poco a poco los empujaría hacia los Libertadores, no hacia Octaviano. Lo que significaba que debía conseguir que pareciera que Octaviano prefería a los Libertadores antes que a Marco Antonio, dada la inaceptabilidad de éste. En esa tarea, a Cicerón le resultaba una valiosa ayuda el hecho de que Octaviano no fuera senador y, por consiguiente, no pudiera contrarrestar la actitud que Cicerón adoptaba respecto a él en su propio beneficio.

El gran abogado había emprendido aquella empresa durante una reunión del Senado celebrada hacia finales de diciembre, en la que se había creado una corriente enfrentada a Antonio contra la que éste no pudo luchar porque no se encontraba en Roma. De modo que tanto Octaviano como Antonio se vieron en el mismo aprieto, a merced de un estratega senatorial de primera categoría.


Cicerón contaba con un aliado poderoso en Vatia Isaurico, quien acusó a Antonio del suicidio de su padre y quien creía sin reservas que Antonio era uno de los conspiradores del asesinato. La influencia de Vatia era enorme, incluso entre los escaños del fondo, puesto que había sido, junto con Cneo Domitio Calvino, el más incondicional de los partidarios aristocráticos de César.

Al inicio del segundo día de enero, Cicerón se dispuso a desacreditar a Antonio de tal forma que el Senado refrendara a Décimo Bruto como el verdadero gobernador de la Galia Cisalpina, votara para echar a Antonio y lo declarara hostil, enemigo público. Tras los discursos de Cicerón y Vatia, los senadores quedaron sumidos en la mayor indecisión. Lo que todos y cada uno de ellos quería en realidad era continuar conservando el poco poder que poseían, y éste peligraría si se adherían a una causa perdida.

¿Estaban ya maduros? ¿Estaban preparados? ¿Era aquél el momento para pedir que se sometiera a voto la moción para declarar a Marco Antonio hostis, enemigo oficial del Senado y del pueblo de Roma? El debate parecía haber llegado a su fin y tras observar los rostros de cientos de pedarii de las gradas superiores era fácil adivinar hacia dónde se iba a decantar el voto: contra Antonio.

Lo que Cicerón y Vatia no tuvieron en cuenta fue el derecho de los cónsules a pedir a otros que se pronunciaran antes de una votación. El cónsul superior era Cayo Vibio Pansa, quien por tanto ostentaba las fasces para el mes de enero, y presidía la reunión. Estaba casado con la hija de Quinto Fufio Caleno, hombre de Antonio hasta la muerte, y la lealtad dictaba que debía hacer lo posible para proteger al amigo de su suegro, Marco Antonio.

– ¡Quisiera que Quinto Fufio Galeno nos diera su opinión! -voceó Pansa desde su escaño.

Ahí estaba. Él había hecho lo que había podido, a partir de entonces todo dependía de Caleno.

– Sugiero -dijo Galeno, con astucia- que, antes de que la Cámara lleve a cabo la votación sobre la moción de Marco Cicerón, se envíe una delegación a Marco Antonio. Deberíamos dar poder a sus integrantes para que ordenaran a Antonio levantar el sitio de Mutina y someterse a la autoridad del Senado y el pueblo de Roma.

– ¡Bien dicho! -exclamó Lucio Piso, un neutral.

Los pedarii se agitaron, comenzaron a sonreír. ¡Una salida!

– ¡Enviar una delegación a un hombre al que hace doce días esta Cámara declaró fuera de la ley es una locura! -bramó Cicerón.

– Eso es distorsionar un poco las cosas, Marco Cicerón -le advirtió Caleno-. La Cámara consideró la posibilidad de declararlo fuera de la ley, sin embargo no fue formalmente acordado. Si así fuera, ¿qué sentido tendría la votación de hoy?

– ¡Sutilezas semánticas! -espetó Cicerón-. ¿Acaso ese día la Cámara no elogió a los generales y a los soldados que se oponían a Marco Antonio? Es decir, los hombres de Décimo Bruto. O sea, el propio Décimo Bruto. ¡Sí, lo hizo!

A partir de aquello Cicerón se enzarzó en su usual diatriba contra Marco Antonio: éste había redactado leyes sin validez legal; había invadido el Foro con tropas armadas; había falsificado decretos, dilapidado grandes sumas de dinero público, vendido reinos, ciudadanías y exenciones tributarias; había mancillado los tribunales, introducido bandas de forajidos en el templo de la Concordia; había masacrado centuriones y tropas tanto en los alrededores de Brindisi como dentro de la ciudad, y había amenazado con matar a todo aquel que osara oponerse a él.

– ¡Enviar una delegación a ver a un hombre así es posponer una guerra inevitable y debilitar la indignación latente de Roma! ¡Propongo que se declare un estado de tumultus! ¡Que se suspendan los tribunales y otros asuntos gubernamentales! ¡Que los civiles vistan su atuendo militar! ¡Que se instituya una leva para formar soldados por toda Italia! ¡Que la suerte del Estado se confíe a los cónsules mediante un decreto supremo!


Cicerón hizo una pausa durante el alboroto que produjo aquella perorata altisonante. Se estremeció exultante, totalmente ajeno al hecho de que su oratoria estaba lanzando a Roma hacia una nueva guerra civil. ¡Sí, aquello era vida! ¡Volvía a producirse lo ocurrido durante su consulado, cuando había dicho más o menos lo mismo acerca de Catilina!

– También propongo -continuó cuando pudo hacerse oír- que se le conceda un voto de agradecimiento a Décimo Bruto por su paciencia y un segundo voto de agradecimiento a Marco Lepido por hacer las paces con Sexto Pompeyo. De hecho -añadió-, creo que debería erigirse una estatua de oro de Marco Lepido en la tribuna del Foro, pues lo último que necesitamos es una guerra civil doble.

Debido a que nadie sabía si lo estaba diciendo en serio o no, Pansa pasó por alto lo de la estatua de oro de Marco Lepido y con gran astucia desechó las mociones de Cicerón.

– ¿Existe algún otro asunto que la Cámara debiera considerar?

Vatia se alzó de inmediato y dio comienzo a un largo discurso en loor de Octaviano que tuvo que ser pospuesto a la caída del sol. Pansa dijo que la Cámara volvería a reunirse al día siguiente y todos los días que hicieran falta para dejar zanjado aquel asunto.

Vatia retomó su panegírico de Octaviano a la mañana siguiente.

– Admito que Cayo Julio César Octaviano es muy joven -dijo-, sin embargo no podemos soslayar ciertos hechos. Primero, que es el heredero de César. Segundo, que ha demostrado mayor madurez que la que corresponde a su edad. Y tercero, que cuenta con la lealtad de gran parte de las tropas veteranas de César. Propongo que sea admitido en el Senado de inmediato y que se le permita ostentar el consulado diez años antes de la edad usual. Puesto que es un patricio, la edad usual es de treinta y nueve años. Eso significa que estará cualificado como candidato de aquí a diez años, cuando cumpla los veintinueve. ¿Por qué recomiendo estas medidas extraordinarias? Porque, padres conscriptos, vamos a necesitar el servicio de todos los soldados veteranos de César que no sean partidarios de Marco Antonio. César Octaviano posee dos legiones de tropas veteranas y una tercera legión de tropas mixtas. Por consiguiente, también solicito que se le conceda a César Octaviano, en posesión de un ejército, el imperium de propretor, así como un tercio del mando contra Marco Antonio.

Aquello levantó un gran revuelo entre los presentes. Sin embargo demostró a muchos de los ocupantes de los escaños del fondo que no podían seguir apoyando a Marco Antonio de una manera tan incondicional como habían esperado, lo máximo que podían hacer era negarse a declararlo hostis. De modo que el debate siguió hasta el cuarto día de enero, fecha en que se aprobaron varias resoluciones. A Octaviano se le permitió la entrada en el Senado y tras concedérsele un tercio del mando de los ejércitos de Roma, también se votó otorgarle el dinero que Octaviano había prometido a sus tropas en concepto de bonificaciones. El gobierno de todas las provincias de Roma iba a seguir como en el mandato de César, lo que significaba que Décimo Bruto era oficialmente el gobernador de la Galia Cisalpina, y su ejército el oficial.

Aquel cuarto día el ambiente se animó con la aparición de dos mujeres en el pórtico, junto a las puertas de la Curia Hostilia: Fulvia y Julia Antonia. La madre y la mujer de Antonio iban vestidas de negro de pies a cabeza, igual que los dos hijos pequeños de Antonio, Antilo agarrado de la mano de su abuela y el recién nacido Iulo en los brazos de su madre. Los cuatro lloraban y berreaban, pero cuando Cicerón pidió que se cerraran las puertas, Pansa no lo permitió. Se percató de que la actuación de la madre, la mujer y los hijos de Antonio estaba haciendo mella entre los escaños del fondo y no quería que Antonio fuera declarado hostis, sino que se enviara una delegación.

Los delegados escogidos fueron Lucio Piso, Lucio Filipo y Servio Sulpicio Rufo, tres eminentes ex cónsules. Sin embargo, Cicerón luchó en contra de aquella delegación con uñas y dientes e insistió en que se sometiera a votación. Ante lo cual el tribuno de la plebe, Salvio, vetó una votación, y por consiguiente la Cámara tuvo que aprobar la delegación. Marco Antonio seguía siendo ciudadano romano, pero un ciudadano que actuaba desafiando al Senado y al pueblo de Roma.

Hartos de permanecer sentados en sus escaños, los senadores organizaron la delegación con prontitud. Piso, Filipo y Servio Sulpicio recibieron instrucciones de visitar a Antonio en Mutina e informarle de que el Senado deseaba que se retirara de la Galia Cisalpina, que no se acercara con su ejército a menos de trescientos kilómetros de Roma y que se sometiera a la autoridad del Senado y el Pueblo. Tras transmitir su mensaje a Antonio, la delegación debía solicitar una audiencia ante Décimo Bruto para garantizarle que era el gobernador legítimo y contaba con el beneplácito del Senado.

– Pensándolo bien -dijo Lucio Piso con pesimismo a Lucio César, quien volvía a estar presente en la Cámara-, sinceramente no sé cómo ha sucedido todo esto. Antonio actuó con estupidez y arrogancia, sí; sin embargo, dime una sola cosa que haya hecho él que otro no haya hecho antes.

– Culpa a Cicerón -contestó Lucio César-. Las emociones obnubilan el sentido común de los hombres y nadie sabe agitar las emociones como Cicerón. Aunque dudo que aquel que lea lo que dice pueda hacerse la menor idea de lo que es escucharle. Es un portento.

– Tú te habrías abstenido, claro.

– ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Aquí estoy, Piso, entre el chacal de mi sobrino y un primo para quien no encuentro comparación en todo el reino animal. Octaviano es una creación completamente nueva.


Consciente de lo que se le venía encima, Octaviano marchó al norte desde Arretium hasta la Via Flaminia y había alcanzado Spoletium cuando la comisión del Senado dio con él. El imperium propretoriano del senador de diecinueve años estaba allí a la vista de sus tres legiones: seis lictores con túnicas rojas con las hachas en sus fasces. Los dos lictores que iban en cabeza eran Fabio y Cornelio y todos habían servido a César desde sus días de pretor.

– No está mal, ¿eh? -les comentó Octaviano a Agripa, Salvidieno y Mecenas con aire complaciente.

Agripa sonrió con orgullo, Salvidieno comenzó a planear la acción militar y Mecenas preguntó:

– ¿Cómo te las has arreglado, César?

– ¿Te refieres a Vatia Isaurico?

– Bueno, sí, supongo que es eso lo que quiero decir.

– Propuse unirme en matrimonio con la hija mayor de Vatia tan pronto como ésta alcance la mayoría de edad -contestó Octaviano, sin darle importancia-. Por fortuna, eso no ocurrirá hasta dentro de unos años y pueden suceder muchas cosas durante ese tiempo.

– Es decir, que no deseas casarte con Servilia Vatia.

– No deseo casarme con nadie, Mecenas, hasta que esté locamente enamorado, aunque puede que resulte de otra forma.

– ¿Acabaremos luchando contra Antonio? -preguntó Salvidieno.

– ¡De todo corazón, espero que no! -contestó Octaviano sonriendo-. Y aún menos mientras yo sea magistrado superior de la zona. Me contento con delegar en un cónsul: Hirtio, imagino.


Aulo Hirtio había comenzado su consulado en mal estado de salud, había aguantado toda la ceremonia de inauguración y luego se había retirado a su cama para recuperarse de una infección pulmonar.

De modo que cuando el Senado le notificó que debía comandar tres legiones más tras los pasos de Octaviano, atrapar al nuevo y joven senador y asumir el mando compartido de sus fuerzas combinadas, Hirtio no se encontraba en la mejor de las condiciones para salir a campo abierto. Lo cual no detuvo a aquel hombre leal y desinteresado. Se arrebujó en pieles y mantas, escogió una litera como medio de transporte y comenzó el largo viaje hacia el norte por la Via Flaminia hacia las fauces de un crudo invierno. Igual que Octaviano, no deseaba una batalla contra Antonio, estaba dispuesto a tomar cualquier otro camino que se le presentara.

Octaviano y él unieron sus fuerzas en la Via Emilia dentro de la provincia de la Galia Cisalpina, al sudeste de la gran ciudad de Bononia, y acamparon entre Claterna y Forum Cornelii para regocijo de aquellas dos ciudades, que así se aseguraban jugosos beneficios procedentes del ejército.

– Y aquí nos quedaremos hasta que el tiempo mejore -dijo Hirtio a Octaviano, mientras le castañeteaban los dientes.

Octaviano le miró, preocupado. No entraba en sus planes dejar que el cónsul muriera; lo último que deseaba era un papel demasiado preponderante. De modo que accedió a aquel programa con entusiasmo y procedió a vigilar la recuperación de Hirtio armado con el conocimiento de las dolencias pulmonares sobre las que tanto había aprendido de Hapd'efan'e.


La movilización en Italia iba viento en popa; en Roma casi nadie había reparado en la enemistad que Antonio había generado en amplios grupos de las comunidades itálicas que habían sufrido más en sus manos que la propia Roma. Firmum Piceno prometió dinero, los marrucinos del Samnio adriático septentrional amenazaron con desposeer de sus propiedades a los objetores marrucinos, y cientos de ricos caballeros itálicos subvencionaron el equipamiento de las tropas. La agitación era mayor fuera de Roma que dentro.

Cicerón, extasiado, aprovechó la oportunidad de volver a hablar en público contra Antonio a finales de enero, cuando la Cámara se reunió para discutir banalidades. Para entonces, el compromiso de Octaviano y la hija mayor de Vatia era conocido por todo el mundo y las cabezas asentían mientras los labios sonreían. La vieja costumbre de pactar alianzas políticas mediante el matrimonio todavía era corriente, una idea reconfortante cuando tantas cosas habían cambiado.

Las noticias habían volado: la delegación que estaba de vuelta no había llegado a ningún acuerdo con Antonio, aunque lo dicho por Antonio era un misterio. Lo cual no impidió a Cicerón pronunciar su séptima alocución contra éste. En esa ocasión atacó con saña a Fufio Galeno y a otros partidarios de Antonio por inventar razones por las que Antonio no podría estar de acuerdo con las condiciones del Senado.

– ¡Se le ha de declarar hostis! -bramó Cicerón.

– Ésa es una palabra que no debemos considerar a la ligera -objetó Lucio César-. Declarar a un hombre hostis es privarle de su ciudadanía y ponerle en peligro de ser atravesado por la espada del primer patriota que se encuentre con él. Estoy de acuerdo en que Marco Antonio ha sido un mal cónsul, que ha hecho muchas cosas que perjudicaron y desacreditaron a Roma, pero ¿hostis? Seguro que inimicus es castigo suficiente.

– ¡Por supuesto que piensas así! Eres tío de Antonio -replicó Cicerón-. ¡No voy a permitir que el ingrato conserve su ciudadanía!

La discusión continuó hasta el día siguiente, Cicerón se negó a echarse atrás. Tenía que ser hostis.

Regresaron entonces dos de los tres delegados. Servio Sulpicio Rufo había sucumbido al crudo invierno.

– Marco Antonio se niega a acatar las condiciones del Senado -anunció Lucio Piso, con mala cara y extenuado-, y ha presentado las suyas. Dice que entregará la Galia Cisalpina a Décimo Bruto… si se le permite conservar la Galia Trasalpina hasta cuatro años después de que Marco Bruto y Cayo Casio hayan terminado su consulado.

Cicerón se sentó, estupefacto. ¡Marco Antonio le estaba robando su primicia! ¡Proclamaba ante el Senado que cambiaba de bando, que reconocía los derechos de los Libertadores, quienes debían obtener todo lo que César les hubiera concedido antes de que lo asesinaran! ¡Pero si aquélla era su estratagema, la de Cicerón! Oponerse a Antonio era oponerse a los Libertadores.

La interpretación de Cicerón no fue la única. El Senado prefirió considerar la estratagema de Antonio como una repetición de la de César antes de que diera aquel paso fatídico y cruzara el Rubicón. Por consiguiente, se opuso a Antonio y pasó por alto las referencias a Bruto y a Casio, porque la opción era la misma que con César: acceder a las exigencias de Antonio era admitir que el Senado era incapaz de controlar a sus magistrados. De modo que la Cámara declaró un estado de tumultus, lo que significaba guerra civil, y autorizó a los cónsules Pansa e Hirtio a enfrentarse a Antonio en el campo de batalla mediante la aprobación del decreto supremo. Sin embargo, el Senado se negó a declarar hostis a Antonio. Fue inimicus. Una victoria para Lucio César, si bien una victoria pírrica. Todas las leyes de Antonio como cónsul fueron derogadas, lo que conllevó que su hermano pretor, Cayo, dejara de ser gobernador de Macedonia, que su apropiación de la plata de Ops fuera considerada ilegal, que su distribución de la tierra entre los veteranos se quedara a mitad de camino… Las repercusiones continuaron.


Justo antes de los idus de febrero llegó una carta de Marco Bruto en la que informaba al Senado de que Quinto Hortensio lo había ratificado como gobernador de Macedonia y que Cayo Antonio estaba arrestado en Apolonia como prisionero de Bruto. Todas las legiones de Macedonia, según Bruto, lo habían aclamado como gobernador y comandante.

¡Noticias nefastas! ¡Terroríficas! Aunque, bien mirado… Ante aquello, el Senado se encontró totalmente desconcertado, no sabía qué hacer. Cicerón abogó por que la Cámara ratificara oficialmente a Marco Bruto como gobernador de Macedonia y les preguntó a los partidarios de Antonio por qué estaban en contra de los dos Brutos, Décimo y Marco.

– ¡Porque son asesinos! -vociferó Fufio Caleno.

– Son patriotas -repuso Cicerón-. Patriotas.

En los idus de febrero el Senado proclamó a Bruto gobernador de Macedonia, le concedió un imperium proconsular y luego añadió Creta, Grecia e Ilírico a sus provincias. Cicerón estaba extasiado. En aquellos momentos sólo le quedaban dos cosas por hacer. La primera, ver a Antonio derrotado en un campo de batalla en la Galia Cisalpina. La segunda, ver a Dolabela desposeído de Siria, y ésta entregada a Casio en calidad de gobernador.


El primer aniversario del asesinato de César trajo consigo un nuevo horror, pues en esos idus de marzo Roma supo de las atrocidades cometidas por Publio Cornelio Dolabela. De camino a Siria, Dolabela había saqueado las ciudades de la provincia de Asia. Cuando alcanzó Esmirna, donde residía el gobernador Trebonio, entró en la ciudad furtivamente por la noche, hizo prisionero a Trebonio y exigió saber dónde se almacenaba el dinero de la provincia. Trebonio se negó a de círselo aun después de que Dolabela recurriera a la tortura. Ni el dolor más intenso que Dolabela pudiera infligirle consiguió soltar la lengua de Trebonio; Dolabela perdió los estribos, asesinó a Trebonio, le cortó la cabeza y la clavó en el pedestal de la estatua de César en el ágora. De este modo Trebonio fue el primer asesino en morir.

Las noticias desolaron a los partidarios de Antonio. ¿Cómo iban a defenderlo cuando su acólito se había comportado como un bárbaro? Cuando Pansa convocó una reunión inmediata de la Cámara, Fufio Galeno y sus compinches no tuvieron más remedio que votar, como todos los demás, que Dolabela fuera desposeído de su imperium y declarado hostis. Se confiscaron todas sus propiedades, aunque no eran gran cosa; Dolabela nunca había conseguido saldar sus cuentas.

Entonces estalló una nueva disputa por el hecho de que Siria contaba en aquellos momentos con una vacante en el puesto de gobernador. Lucio César propuso que le fuera concedida una comisión especial a Vatia Isaurico para llevar un ejército al este y negociar con Dolabela. Aquello irritó en grado sumo al cónsul superior Pansa.

– A Aulo Hirtio y a mí ya se nos habían concedido las provincias del este para el año que viene -le dijo a la Cámara-. Hirtio gobernará la provincia de Asia y Cilicia y yo, Siria. Este año nuestros ejércitos están embarcados en la lucha contra Marco Antonio en la Galia Cisalpina, no podemos luchar contra Dolabela en Siria al mismo tiempo. Por consiguiente, recomiendo que este año nos dediquemos a la guerra en la Galia y el año que viene, a la guerra en Siria contra Dolabela.

Los partidarios de Antonio consideraron aquella propuesta como su mejor baza. Antonio aún tenía que ser derrotado y estaban convencidos de que aquello no ocurriría. La proposición de Pansa haría que las legiones que se encontraban en Italia permanecieran allí durante lo que quedaba de año, y para entonces Antonio habría destrozado a Hirtio, Pansa y Octaviano, y todas las legiones le pertenecerían. Entonces él podría ir a Siria.

Cicerón contaba con una solución diferente: conceder el gobierno de Siria a Cayo Casio de inmediato. Puesto que nadie conocía el paradero de Casio, aquella propuesta fue una sorpresa para todos. ¿Acaso Cicerón sabía algo que el resto del Senado desconocía?

– ¡No le encomendéis esta tarea a un gusano como Vatia Isaurico, ni tampoco esperéis al año que viene para encomendársela a Pansa! -dijo Cicerón, olvidando el protocolo y la educación-. ¡Siria necesita nuestra ayuda ahora, no más tarde, la de un hombre joven y vigoroso, en todo su esplendor! Un hombre joven y vigoroso que conozca Siria en profundidad y que haya tratado con los partos. ¡Cayo Casio Longino! Es el mejor y el único para ese cargo de gobernador. Y más aún: concededle el poder de llevar a cabo requisas militares en Bitinia, Ponto, la provincia de Asia y Cilicia. Concededle un imperium ilimitado durante cinco años. ¡Nuestros cónsules Pansa e Hirtio tienen un trabajo hecho a medida en la Galia Cisalpina!

Por descontado, después se refirió a Antonio.

– ¡No olvidéis que Marco Antonio es un traidor! -bramó Cicerón-. Cuando el día de la Lupercalia tendió a César una corona, demostró al mundo entero que él era su verdadero asesino.

Un vistazo a los rostros de los asistentes le demostró que no había insistido lo suficiente en lo de Casio.

– ¡Considero a Dolabela igual de bárbaro que Antonio! ¡Conceded Siria a Cayo Casio de inmediato!

Sin embargo, Pansa no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer. Forzó una votación de la Cámara que les concedía a Hirtio y a él el mando de la guerra contra Dolabela para cuando la guerra en la Galia Cisalpina hubiera concluido. En aquellos momentos él estaba totalmente entregado a la guerra de la Galia Cisalpina y tenía que ponerle fin cuanto antes, de modo que por lo menos pudiera emprender la marcha hacia Siria aquel mismo año, no al siguiente. Con esta maniobra Pansa hizo recaer el cuidado de Roma en los pretores y se llevó más legiones a la Galia Cisalpina.

Al día siguiente de la partida de Pansa, el gobernador de la Galia Trasalpina, Lucio Munatio Planco, y el de la Hispania Citerior y de la Galia Narbonense, Marco Emilio Lepido, enviaron cartas al Senado en las que decían que agradecerían profundamente que el Senado llegara a un acuerdo con Marco Antonio, un romano tan leal como cualquiera de ellos. El mensaje estaba implícito: el Senado no debía olvidar que había dos ejércitos colosales acampados en la vertiente más alejada de los Alpes y que estaban bajo el mando de los gobernadores favorables a Marco Antonio.

¡Chantaje!, se dijo Cicerón, y asumió la responsabilidad de sentarse a escribir a Planco y a Lepido, aun sin contar con la autoridad para hacerlo. Con once discursos pronunciados en contra de Marco Antonio, había entrado en un estado de exaltación que le impedía ceder de ninguna de las maneras, de modo que lo que dijo a Planco y a Lepido fue imprudentemente arrogante: "¡Manteneos al margen de cosas acerca de las cuales apenas sabéis nada, preocupaos de vuestros propios problemas en vuestras provincias y no metáis las narices en los asuntos de Roma!" Como no pertenecía a la alta aristocracia, Planco se tomó la reprimenda de Cicerón con su sangre fría habitual, mientras que Lepido reaccionó como si lo hubieran pinchado con un aguijón. ¡Cómo osaba aquel mero hombre nuevo reprender a un Emilio Lepido!

2

Después de marzo, el tiempo en Italia mejoró ligeramente; Hirtio y Octaviano levantaron el campamento y se trasladaron cerca de Mutina, con lo que obligaron a Antonio, quien tenía el control de Bononia, a abandonar la ciudad y a concentrar todas sus legiones alrededor de Mutina.

Cuando recibieron la noticia de que Pansa había salido de Roma con tres legiones de reclutas, Hirtio y Octaviano prefirieron esperarlo antes de lanzarse a la batalla contra Antonio. Sin embargo, Antonio también sabía que Pansa se aproximaba y cayó sobre él antes de que pudiera unir sus fuerzas con las de los otros dos comandantes. El combate tuvo lugar en Forum Gallorum, a poco más de diez kilómetros de Mutina, y se decidió a favor de Antonio. El propio Pansa resultó herido de muerte, aunque consiguió hacer llegar a Hirtio y a Octaviano el aviso de que estaba siendo atacado. Los posteriores despachos oficiales a Roma dijeron que Hirtio había ordenado a Octaviano permanecer en la retaguardia y defender el campamento mientras él acudía en ayuda de Pansa. Sin embargo, la verdad era que Octaviano había tenido un ataque de asma.

Antonio demostró con total claridad qué tipo de general era en el Forum Gallorum. Tras haber derrotado a Pansa de forma aplastante, no hizo intento alguno por reagrupar sus tropas y marchar en busca de refugio, sino que dejó que sus hombres se comportaran como unos salvajes, que saquearan los carromatos de aprovisionamiento de Pansa y que se desperdigaran en todas direcciones. Al llegar Hirtio por sorpresa, Antonio no estaba en condiciones de presentar batalla y sufrió una derrota tan estrepitosa que perdió la mejor parte de su ejército y él se salvó a duras penas. De modo que los honores absolutos del día fueron para Aulo Hirtio, el apreciado y cultivado mariscal de César.

Días después, el vigesimoprimero de abril, Hirtio y Octaviano empujaron a Antonio a una segunda batalla y la derrota fue tan aplastante que no le quedó más remedio que levantar el sitio de sus campamentos en Mutina y huir hacia el oeste por la Vía Emilia. Aunque Hirtio había estado al mando y suyo había sido el plan de ataque seguido por Octaviano, éste dividió sus legiones en dos y puso a Salvidieno al mando de una mitad y a Agripa al frente de la otra. No se le había escapado el hecho de que no era general, pero tampoco tenía intención de poner al frente de sus legiones legados que por nacimiento y antigüedad pudieran reclamar la mitad de la victoria para sí.

Pese a que habían ganado -y que el asesino Lucio Pontio Aquíla, que luchaba en el bando de Antonio, había muerto- la Fortuna no estuvo completamente de parte de Octaviano. Mientras supervisaba la batalla desde un montículo a lomos de su caballo, Aulo Hirtio fue derribado por una lanza y falleció allí mismo. Al día siguiente, Pansa pereció a causa de sus heridas, lo que dejó a César Octavia no como único comandante que les quedaba al Senado y al Pueblo. A excepción de Décimo Bruto, liberado del sitio de Mutina y muy preocupado por no haber tenido la oportunidad de luchar contra Antonio.

– La única legión que Antonio consiguió salvar ilesa es la Quinta Alauda -le informó Octaviano a Décimo Bruto cuando se reunieron en Mutina-, pero cuenta con algunas cohortes del resto de sus fuerzas y avanza hacia el oeste con mucha rapidez.

Para Octaviano aquél era un encuentro desagradable; como comandante legítimo del Senado, estaba obligado a mostrarse cordial y cooperativo en su trato con aquel asesino. Por eso se mostró estirado, reservado y frío.

– ¿Tienes intención de seguir a Antonio? -preguntó.

– Sólo después de ver qué ocurre -contestó Décimo, al que le gustaba tanto Octaviano como él a éste-. Has llegado muy lejos desde que eras el contubernalis personal de César, ¿no? Heredero de César, senador, imperium propretor… ¡Caramba, caramba!

– ¿Por qué le mataste? -preguntó Octaviano.

– ¿A César?

– ¿Qué otra muerte podía interesarme más?

Décimo cerró sus ojos claros, inclinó hacia atrás su cabeza rubia y habló con distraída indiferencia.

– Lo maté porque todo lo que yo o cualquier otro noble romano tenía era por obra y gracia de su voluntad. Se imbuyó de la autoridad de un rey, por no decir del título, y se consideró el único hombre capaz de gobernar Roma.

– Tenía razón, Décimo.

– No la tenía.

– Roma -dijo Octaviano- es un imperio mundial. Eso significa una nueva forma de gobierno. La elección anual de un grupo de magistrados ya no funciona, ni siquiera los imperia quinquenales para gobernar en las provincias, solución de Pompeyo Magno, y de César también, al principio. Sin embargo, César vio lo que tenía que hacerse mucho antes de ser asesinado.

– ¿Acaso aspiras a ser el nuevo César? -preguntó Décimo, con malicia.

– Soy el próximo César.

– De nombre, nada más. No te desharás tan fácilmente de Antonio.

– Pero lo conseguiré tarde o temprano -aseguró Octaviano.

– Siempre habrá un Antonio.

– No estoy de acuerdo. A diferencia de César, no tendré clemencia con aquellos que se opongan a mí, Décimo. Eso te incluye a ti y a los otros asesinos.

– Eres un mocoso engreído que necesita una buena azotaina, Octaviano.

– No lo soy. Soy César. Y el hijo de un dios.

– Ah, sí, la stella critina. Bien, César es menos peligroso ahora que es un dios que cuando era un hombre de carne y hueso.

– Cierto. Sin embargo, como dios, sigue ahí para sacarle provecho. Y yo se lo sacaré… como dios.

Décimo estalló en carcajadas.

– ¡Espero vivir lo suficiente para ver cómo Antonio te propina esa azotaina!


Aunque Décimo Bruto le ofreció su casa de Mutina con aparente sinceridad, Octaviano rehusó alojarse en ella; permaneció en el campamento para celebrar los funerales de Pansa y de Hirtio y devolver sus cenizas a Roma.

Dos días después, Décimo fue a verlo, muy agitado.

– He oído que Publio Ventidio se ha puesto en marcha para reunirse con Antonio con tres legiones que ha reclutado en Piceno -dijo.

– Interesante -observó Octaviano, con indiferencia-. ¿Qué crees que debería hacer al respecto?

– Detener a Ventidio, por supuesto -contestó Décimo, desconcertado.

– No depende de mí, depende de ti. Tú eres quien posee el imperium proconsular, tú eres el gobernador designado por el Senado.

– ¿Has olvidado, Octaviano, que mi imperium no me permite entrar en Italia? Aquel que detenga a Ventidio tendrá que entrar en Italia, porque está atravesando Etruria y avanza hacia la costa toscana. Además -añadió Décimo con franqueza-, mis legiones están formadas por reclutas inexpertos incapaces de hacer frente a los picentinos de Ventidio. Las suyas están formadas por veteranos de Pompeyo Magno que éste estableció en sus propias tierras, en Piceno. Tus hombres son veteranos y los reclutas que trajeron Hirtio y Pansa o bien son veteranos o bien se han curtido aquí. De modo que has de ser tú el que vaya tras Ventidio.

La mente de Octaviano trabajó a toda velocidad. Sabe que no puedo actuar como general, desea que me propinen esa azotaina. Bien, creo que Salvidieno podría hacerlo, pero no es mi problema. No me atrevo a moverme de aquí. Si lo hago, el Senado me considerará otro joven Pompeyo Magno, engreído y desmesuradamente ambicioso. A menos que me ande con cuidado, me lo quitarán todo, y no me refiero sólo al mando. La vida misma. ¿Cómo lo hago? ¿Cómo le digo que no a Décimo?

– Me niego a lanzar a mi ejército contra Publio Ventidio -resolvió con frialdad.

– ¿Por qué? -preguntó estupefacto Décimo con un grito ahogado.

– Porque me lo pide uno de los asesinos de mi padre.

– ¡Bromeas! ¡En esto estamos en el mismo bando!

– Nunca estoy en el mismo bando que los asesinos de mi padre.

– ¡Pero se ha de detener a Ventidio en Etruria! ¡Si se reúne con Antonio, volveremos a estar en las mismas!

– Si es así, que así sea -sentenció Octaviano.

Suspirando con alivio, miró a Décimo marcharse lleno de indignación. Ahora tenía una excusa perfecta para no moverse. Un asesino le había dicho lo que tenía que hacer y sus tropas le apoyarían en su negativa a seguir la recomendación de Décimo.

No confiaba en absoluto en el Senado. Los hombres que conformaban aquel cuerpo deseaban con fervor un pretexto para declarar hostis al heredero de César, y si el heredero de César entraba en Italia, aquello sería un pretexto. Cuando entre en Italia con un ejército, se dijo Octaviano, será para marchar sobre Roma por segunda vez.

Un nundinum después recibió la confirmación de que su intuición había sido correcta. Llegó una misiva del Senado en la que se aclamaba Mutina como una gran victoria. Sin embargo, el triunfo recayó sobre Décimo Bruto, que no había tomado parte en la batalla. Además el Senado dio instrucciones a Décimo para que tomara el mando en la guerra contra Antonio y le concedió todas las legiones, incluyendo aquellas que pertenecían a Octaviano, cuya recompensa fue algo mucho menor e ignominiosa: la ovación. Las fasces de los cónsules muertos, dijo el Senado, permanecerían de nuevo en el templo de Venus Libitina hasta que se eligieran nuevos cónsules… Aunque no mencionaba ninguna fecha para la elección y Octaviano tenía la impresión de que dicha elección nunca se llevaría a cabo. Para mayor contrariedad de Octaviano, el Senado faltó a su promesa de pagar las bonificaciones de sus tropas. Finalmente se nombró un comité para negociar con los representantes de la legión cara a cara, pasando por encima de sus comandantes, y ni Octaviano ni Décimo iban a formar parte de aquel comité.

– ¡Bien, bien, bien! -dijo el heredero de César a Agripa-. Ya sabemos a qué atenernos, ¿no?

– ¿Qué piensas hacer, César?

Nihil. Nada. Cruzarme de brazos. Esperar. Y dicho sea de paso -añadió-, no veo por qué tú y otros cuantos no podéis informar con discreción a los representantes de la legión de que el Senado se ha reservado arbitrariamente el derecho de decidir por sí mismo la cantidad que mis soldados percibirán. Y poned de relieve que los comités senatoriales son escandalosamente mezquinos.


Las legiones de Hirtio habían acampado por su cuenta, mientras que las tres legiones de Pansa estaban acampadas con las tres de Octaviano. Décimo tomó el mando de las legiones de Hirtio a finales de abril y pidió que Octaviano le entregara las suyas y las de Pansa. Octaviano, con educación, pero inflexible, se negó, manteniendo con firmeza que el Senado le había concedido su cargo y que su misiva no era lo bastante específica como para convencerle de que Décimo estuviera autorizado a tomar el mando de sus legiones.

Muy enojado, Décimo envió una orden directa a las seis legiones cuyos representantes le dijeron sin tapujos que pertenecían al joven César y que preferían quedarse con el joven César. Éste pagaba bonificaciones decentes. Además, ¿por qué deberían prestar sus servicios a un hombre que había asesinado al viejo general? Se mantendrían fieles a un César, no querían verse involucrados con un asesino.

De este modo, Décimo se vio obligado a marchar hacia el oeste tras los pasos de Antonio con algunas de sus propias tropas de Mutina y las tres legiones de reclutas itálicos de Hirtio que, curtidos en Mutina, eran por consiguiente los mejores hombres de los que disponía. Aunque ¡qué no daría por tener las seis legiones de Octaviano!

Octaviano se retiró a Bononia y allí acampó con la esperanza de que Décimo encontrara su ruina. Puede que Octaviano no fuera un general, pero sin duda era un estudiante de la política y las luchas por el poder. Sus propias perspectivas eran pocas y desfavorables si Décimo no fracasaba. Octaviano sabía que si Antonio se unía a Ventidio y conseguían atraer a Planco y a Lepido a su bando, lo único que Décimo tenía que hacer era llegar a un acuerdo con Antonio. Una vez conseguido aquello, todos juntos se volverían contra él, Octaviano, para destrozarlo. Su única esperanza era que Décimo fuera demasiado orgulloso y demasiado corto de vista para ver que negarse a unirse a Antonio anunciaba su ruina.


Nada más recibir la presuntuosa carta de Cicerón en la que le decía que se preocupara de sus propios asuntos en sus provincias, Marco Emilio Lepido reunió sus legiones y las trasladó a las inmediaciones de la orilla occidental del río Ródano, la frontera de la provincia narbonense. Fuera lo que fuese lo que ocurriera en Roma y en la Galia Cisalpina, su intención era estar en posición de demostrar a los advenedizos como Cicerón que los gobernadores de provincia formaban una parte igual de grande del tumultus que cualquier otro. Era el Senado de Cicerón el que había declarado inimicus a Marco Antonio, no el Senado de Lepido.

Lucio Munatio Planco en la Galia Trasalpina no estaba muy seguro de a qué Senado servía, pero un estado de tumultus en Italia era lo bastante grave como para reunir sus diez legiones al completo y dirigirse hacia el sur a lo largo del Ródano. Cuando alcanzó Arausio, se detuvo en seco; sus exploradores le informaron de que Lepido y su ejército de seis legiones estaban acampados a tan sólo cuarenta millas de allí.

Lepido envió a Planco un mensaje cordial que rezaba: «¡Ven a visitarme!»

Aunque conocía que Antonio había sido derrotado en Mutina, el precavido Planco no sabía nada de Ventidio y de las tres legiones de picentinos que marchaban en auxilio de Antonio, o de la negación de Octaviano a cooperar con Décimo Bruto. De este modo, Planco decidió hacer caso omiso de la cordial tentativa de acercamiento de Lepido. Dio media vuelta y avanzó un poco hacia el norte para ver qué ocurría a continuación.

Entretanto, Antonio se había apresurado a llegar a Dertona y allí tomó la Vía Emilia Escauri hacia la costa del mar toscano de Genua, donde se encontró con Ventidio y las tres legiones picentinas. Entonces dejaron una pista falsa para el perseguidor Décimo Bruto con la intención de hacerle creer que avanzaban por la Via Domitia en dirección a la Galia Trasalpina en vez de dirigirse hacia la costa. La treta surtió efecto. Décimo pasó Placentia y tomó la Via Domitia a través de los Alpes, mucho más al norte de Antonio y Ventidius, quienes siguieron el camino de la costa y se asentaron en el Foro Julio, una de las recientes colonias de veteranos de César. Lepido, marchando hacia el este desde el río Ródano, llegó a la orilla opuesta del riachuelo del Foro Julio y asentó su ejército con toda tranquilidad. Al verse y encontrarse, las tropas de ambos ejércitos confraternizaron… con ayuda de dos de los legados de Antonio. La Décima legión, que servía con Lepido, era por tradición partidaria de Antonio desde los días en que éste había promovido un motín en Campania. Así que Antonio lo tuvo fácil en el Foro Julio, Lepido aceptó lo inevitable y unió fuerzas con él y con Ventidio.

Por entonces, mayo estaba tocando a su fin e incluso hasta el Foro Julio llegaron los rumores de que Cayo Casio estaba invadiendo Siria. Interesante, pero de poca importancia. Los movimientos de Planco y su ingente ejército en el Ródano eran más preocupantes que Casio en Siria.

Planco había estado acercando poco a poco sus legiones a Antonio, pero cuando sus exploradores le informaron de que Lepido también se encontraba en el Foro julio, a Planco le invadió el pánico y se retiró hasta Cularo, bien al norte de la Via Domitia, y envió un aviso a Décimo Bruto, que todavía estaba allí. Cuando Décimo recibió aquella misiva, se dirigió de inmediato hacia Cularo y se reunió con Planco a principios de junio.

Allí ambos decidieron que juntarían sus ejércitos y que serían fieles al Senado del momento, el de Cicerón. Al fin y al cabo, Décimo tenía el mando completo y Planco era un gobernador legítimo. Cuando luego se enteró de que Lepido también había sido declarado inimicus por el Senado de Cicerón, Planco se felicitó por haber escogido con acierto.

El problema era que Décimo había cambiado sobremanera, había perdido su antiguo brío, aquella asombrosa capacidad militar que había demostrado con tanta contundencia durante la guerra de César contra los galos. Se negó a abandonar las inmediaciones de Cularo, alegando estar preocupado por la inexperiencia de la mayoría de sus tropas, e insistió en que no debían hacer nada para provocar una confrontación con Antonio. Sus catorce legiones no eran suficientes…, ¡distaban mucho de ser suficientes!

De modo que todo el mundo se limitó a esperar, los dos bandos estaban poco seguros del éxito si acababa por estallar una batalla campal. No era una contienda ideológica bien definida entre dos facciones cuyos soldados creyeran fervorosamente en la causa por la que luchaban, y no había héroes en ninguna parte.

A principios de sextilis, la balanza se inclinó a favor de Antonio. Polio y sus dos legiones llegaron de la Hispania Ulterior para unirse a él y a Lepido. ¿Por qué no?, se preguntó Polio, sonriendo. Nada interesante ocurría en su provincia desde que el Senado de Cicerón concedió el mando del Mare Nostrum a Sexto Pompeyo… ¡Qué estupidez!

– Francamente -dijo Polio, sacudiendo la cabeza con desesperanza-, van de mal en peor. Cualquiera con un mínimo de sentido común se daría cuenta de que lo único que Sexto Pompeyo está haciendo es reunir fuerzas para chantajear a Roma con el abastecimiento de grano. Además, ha hecho que la vida sea sumamente aburrida para un historiador como yo. Tendré más tema sobre el que escribir si estoy contigo, Antonio. -Miró alrededor, extasiado-. ¡Escoges buenos campamentos! El pescado y la temperatura del agua son magníficos, los Alpes marítimos son un estupendo telón de fondo… ¡Mucho más bonito que Corduba!

Si la vida sonreía a Polio, no hacía otro tanto con Planco. Para empezar, él tenía que soportar las eternas quejas de Décimo Bruto. Y además, cuando al indiferente Décimo no le apetecía, recaía sobre él la tarea de escribir al Senado tratando de explicar por qué Décimo y él no se habían lanzado contra Antonio y su colega inimicus Lepido. Tenía que dirigir todos los tiros contra Octaviano, culparlo por no haber detenido a Ventidius y condenarlo por negarse a entregar sus tropas.

Nada más llegar Polio, los dos inimici propusieron a Planco que se uniera a ellos. Abandonando a Décimo Bruto a su suerte, Planco aceptó con alivio. Marchó hacia el Foro Julio y su ambiente festivo, sin reparar, a medida que descendía las laderas orientales del valle del Ródano, en que todo estaba anormalmente seco, que los cultivos de aquella región fértil no producían espigas.


El pánico sobrecogedor y la depresión que había experimentado tras la muerte de César volvían a atormentar de nuevo a Décimo Bruto; después de que Planco lo abandonara, alzó las manos al cielo y renunció a sus deberes militares y a su imperium. Tras dejar a sus desconcertadas legiones en Cularo, él y un pequeño grupo de amigos emprendieron la marcha por tierra para unirse a Marco Bruto en Macedonia. No era un empeño imposible, pues Décimo hablaba varias lenguas galas con fluidez y no preveía problemas durante el camino. Estaban en pleno verano, todos los pasos alpinos estaban abiertos y cuanto más al este viajaban, más bajas eran las montañas y más transitables.

Las cosas le fueron bien hasta que entró en las tierras de los brenni, quienes poblaban las alturas más allá del paso hacia la Galia Cisalpina que llevaba su nombre, Brenni. Allí la partida fue hecha prisionera por los brenni y fueron conducidos ante su jefe, Camilo. Convencido de que todos los galos detestarían a César, su conquistador, y con la intención de impresionar a Camilo, uno de los amigos de Décimo le dijo al jefe que aquél era Décimo Bruto, el que había asesinado al gran César. El problema era que César había pasado a formar parte junto con Vercingetorix, del folclore de los galos, y era idolatrado como un supremo héroe marcial.

Camilo estaba al tanto de todo lo que ocurría, de modo que envió una misiva a Antonio al Foro julio en la que le informaba de que tenía a Décimo Junio Bruto cautivo. ¿Qué era lo que el gran Marco Antonio deseaba que hiciera con él?

«Mátalo» fue la seca respuesta de Antonio, acompañada de una abultada bolsa llena de monedas de oro.

Los brenni mataron a Décimo Bruto y enviaron su cabeza a Antonio como prueba de que se habían ganado el dinero.

3

El último día de junio, el Senado declaró a Marco Emilio Lepido inimicus por unirse a Antonio y confiscó sus propiedades. El hecho de que fuera el pontifex maximus generó algo de confusión, puesto que el sacerdote supremo de Roma no podía ser despojado de su alto sacerdocio ni el Senado podía negarle el gran emolumento que recibía del Erario cada año. Si le hubieran declarado hostis no habría habido problema; pero siendo inimicus, sí. Aunque Bruto, cuando escribía desde Macedonia, se lamentaba de la situación de indigencia de su hermana Junila, la verdad era que ella continuaba viviendo con todas las comodidades en la Domus Publica, y que podía utilizar cualquier villa que le apeteciera entre Antium y Surrentum. Nadie se apropió de las joyas, el vestuario o los sirvientes de Junila, ni Vatia Isaurico, casado con su hermana mayor, habría aprobado ninguna medida fiscal por parte del Estado que afectara a su bienestar. Lo único que Bruto estaba haciendo era jugar a la política al modo tradicional, algunos asnos le creerían y llorarían.

Los Libertadores que quedaban en Roma iban siendo cada vez menos numerosos. Lucio Minucio Basilo, tan aficionado a torturar a sus esclavos, acabó torturado y asesinado cuando sus esclavos se alzaron en masa contra él. Su muerte no se consideró una pérdida, especialmente entre los Libertadores que quedaban, desde los hermanos Cecilio hasta los hermanos Casca. Seguían asistiendo al Senado, aunque en privado se preguntaban durante cuánto tiempo podrían hacerlo. César Octaviano los acechaba mediante sus agentes. Roma parecía plagada de ellos y lo único que hacían era preguntar a la gente por qué los Libertadores seguían sin castigo.

De hecho, Antonio, Lepido, Ventidio, Planco, Polio y sus veintitrés legiones preocupaban a los de Roma mucho menos de lo que les preocupaba Octaviano. El Foro Julio parecía encontrarse lejísimos comparado con Bononia, que se hallaba justo en el cruce de la Via Emilia y la Va Annia, dos caminos que conducían a Roma. Incluso Bruto, en Macedonia, consideraba a Octaviano una amenaza aún mayor para la paz que Marco Antonio.

El objeto de toda aquella preocupación descansaba plácidamente en Bononia y no hacía ni decía nada. El resultado fue que acabó envuelto en misterio: nadie podía decir con certeza qué se traía entre manos César Octaviano. Los rumores decían que deseaba el consulado -que seguía vacante-, pero cuando se les preguntaba a Filipo, su padrastro, y a Marcelo el joven, su cuñado, éstos no soltaban prenda.

Por entonces la gente sabía que Dolabela estaba muerto y que Casio gobernaba Siria, pero, como el Foro Julio, Siria estaba a una distancia enorme comparada con Octaviano en Bononia.

Entonces, para horror de Cicerón (aunque en secreto acariciaba la idea), se levantó un nuevo rumor: que Octaviano quería ser el cónsul subalterno con Cicerón como cónsul superior. El hombre joven sentado a los pies del hombre sabio, venerable y mayor, para aprender sus artimañas. Romántico. Delicioso. Sin embargo, todavía exhausto por la larga serie de discursos contra Marco Antonio, Cicerón conservaba suficiente sentido común como para intuir que la imagen que sus palabras evocaban era totalmente falsa. No se podía confiar en Octaviano en lo más mínimo.

Hacia finales de julio, cuatrocientos centuriones y veteranos llegaron a Roma y solicitaron audiencia con el Senado al completo; traían consigo un mandato del ejército y propuestas de Cayo Julio César Filius. Para ellos, las bonificaciones prometidas. Para César Filius, el consulado. El Senado se negó en rotundo a una cosa y la otra.

El último día del mes rebautizado en honor a su padre adoptivo, Octaviano cruzó el Rubicón en dirección a Italia con ocho legiones y luego continuó su camino con dos legiones de tropas cuidadosamente seleccionadas. El pánico cundió en el Senado, el cual envió una delegación para rogar a Octaviano que detuviera su marcha. Se le permitiría optar al consulado sin necesidad de presentarse en la ciudad, así que no había ninguna razón para que continuase.

Mientras tanto, dos legiones de veteranos de la provincia de África llegaron a Ostia. El Senado se hizo con ellas de inmediato y las colocó en la fortaleza del Janículo desde donde podían contemplar los jardines de César y el palacio desocupado de Cleopatra. Los caballeros de la Primera Clase y los miembros del escalafón más alto de la Segunda Clase se revistieron de sus corazas y una milicia de jóvenes caballeros fue reclutada para que se encargara de las Murallas Servias.

Todo aquello no fue más que aferrarse a un clavo ardiendo; quienes supuestamente estaban al mando no sabían qué hacer y aquellos con un estatus inferior al de la Segunda Clase se dedicaron con tranquilidad a sus propios asuntos. Cuando los poderosos cayeran, sería la sangre de éstos la que se derramaría. La única ocasión en la que el pueblo llano sufría era cuando se sublevaba y ni siquiera los más humildes tenían intención de hacerlo. Se seguían emitiendo los subsidios de cereales, el comercio continuaba con su actividad habitual, por lo tanto los puestos de trabajo estaban asegurados, al mes siguiente vendrían los ludi Romani y nadie en su sano juicio se atrevería a entrar en el Foro Romano, que era donde por lo general se derramaba la sangre de los poderosos.

Los poderosos siguieron aferrándose a un clavo ardiendo. Cuando se extendió el rumor de que dos de las legiones originales de Octaviano, la Martia y la Cuarta, estaban a punto de abandonarlo y ayudar a la ciudad, se produjo un enorme suspiro de alivio… que se convirtió en un grito de desesperación cuando se descubrió que el rumor era infundado.

El decimoséptimo día de sextilis, el heredero de César entró en Roma sin encontrar oposición. Las tropas apostadas en la fortaleza del Janículo retiraron sus espadas y pilla y se pasaron a las filas del invasor entre vítores y flores. La única sangre que se derramó fue la del pretor urbano, Marco Cecilio Cornuto, quien se dio muerte con su propia espada cuando Octaviano entró en el Foro. El pueblo llano lo aclamó con júbilo exultante, pero del Senado no hubo señal alguna. Con mucha corrección, Octaviano se retiró junto con sus hombres al Campo de Marte, donde recibiría a todo aquel que solicitara verle.

Al día siguiente, el Senado capituló, preguntó con humildad si César Octaviano se presentaría como candidato a las elecciones cónsules que iban a tener lugar de inmediato. Como segundo candidato, los senadores propusieron con timidez al sobrino de César, Quinto Pedio. Octaviano se dignó aceptar y fue elegido cónsul superior con Quinto Pedio como su inferior.


El decimonoveno día de sextilis, cuando aún le faltaba más de un mes para cumplir veinte años, Octaviano ofrendó su propiciatorio toro blanco en el Capitolio y fue investido. Doce buitres volaron en círculo por encima de su cabeza, un augurio tan profético e impresionante como no se había visto en Roma desde los tiempos de Rómulo. Aunque su madre y su hermana estaban excluidas de aquella reunión de hombres, Octaviano contó encantado los rostros presentes, desde su escéptico padrastro hasta los consternados, senadores. Lo que el perplejo Quinto Pedio pensara, su joven primo lo ignoraba… O no le importaba.

Aquel César había llegado al escenario del mundo y no lo iba a dejar a destiempo.

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