XIV

FILIPOS: TODO A MEDIAS

Desde junio hasta diciembre del 42 a.C.

1

Marco Antonio y Octaviano tenían cuarenta y tres legiones bajo su mando, veintiocho de ellas en Italia. Las otras quince estaban distribuidas entre las provincias controladas por los triunviros, excepto África, que estaba tan aislada y absorta en su guerra local que por el momento tenía que esperar.

– Tres legiones en la Hispania Ulterior y dos en la Hispana Citerior -dijo Antonio a su consejo de guerra en las calendas de junio-. Dos en la Galia Narbonesa, tres en la Galia Trasalpina, tres en la Galia Cisalpina y dos en Ilírico. Eso pone una buena barrera entre nuestras provincias y los germanos y dacios; disuadirá a Sexto Pompeyo de entrar en las Hispanias, y si surge la ocasión, Lepido, tendrás tropas a tu disposición para África. -Dejó escapar un gruñido-. La comida, naturalmente, será lo más difícil de administrar, entre las legiones y los tres millones de habitantes de Italia, pero tendrás que arreglártelas en nuestra ausencia, Lepido, en cuanto atrapemos a Bruto y Casio, nuestra situación económica mejorará.

Octaviano escuchó en silencio mientras Antonio pasaba a exponer sus planes con mayor detalle, satisfecho de los seis primeros meses de aquella dictadura de tres hombres. Las proscripciones habían aumentado en casi veinte mil talentos de plata los fondos del Erario, y Roma estaba muy tranquila, demasiado ocupada en lamerse las heridas para crear problemas, incluso entre los elementos menos cooperativos del Senado. Gracias a la venta de aquellas características sandalias de piel marrón a los hombres deseosos de rango senatorial, este organismo volvía a alcanzar los mil miembros previstos por César. Si alguno de ellos era de las provincias, ¿qué más daba?

– ¿Cuál es la situación en Sicilia? -preguntó Lepido.

Antonio esbozó una adusta sonrisa y enarcó las cejas expresivamente mirando a Octaviano.

– Sicilia es tu provincia, Octaviano. ¿Qué propones en nuestra ausencia?

– Sentido común, Marco Antonio -contestó Octaviano tranquilamente. Nunca se molestaba en pedirle a Antonio que lo llamara César; sabía cuál sería la respuesta. Antonio haría caso omiso.

– ¿Sentido común? -repitió Fufio Caleno sin comprender.

– Desde luego. De momento debemos permitir que Sexto Pompeyo vea Sicilia como su feudo privado, y seguir comprándole grano como si fuera un legítimo vendedor de cereales. Tarde o temprano los enormes beneficios que obtenga volverán a las arcas de Roma, es decir, cuando tengamos la posibilidad de tratar con él como un elefante trata con un ratón: aplastándolo. Entre tanto propongo que lo alentemos a invertir parte de sus fraudulentas ganancias dentro de Italia. Incluso dentro de Roma. Si eso lo induce a suponer que algún día podrá regresar y disfrutar del antiguo estatus de su padre, tanto mejor.

Antonio lo miró con ira.

– ¡No me gusta pagarle! -exclamó.

– Tampoco a mí, Antonio, tampoco a mí. Sin embargo, dado que el Estado no es dueño del grano de Sicilia, a alguien debemos pagarle por él. El Estado siempre ha cobrado el diezmo, pero eso ahora no podemos hacerlo. En esta época de malas cosechas, Sexto Pompeyo exige quince sestercios por modius, lo cual es extorsión, estoy de acuerdo. -Desplegó su amable y encantadora sonrisa no desprovista de coquetería-. Bruto y Casio pagan diez sestercios el modius; es una rebaja, pero desde luego tampoco les sale gratis. Sexto Pompeyo, como otros que conozco, tendrá su merecido.

– El muchacho tiene razón-dijo Lepido.

Otra pulla contra Octaviano. ¡"El muchacho"! También tú tendrás tu merecido, arrogante don nadie. Algún día todos me llamaréis por mi legítimo nombre. Si es que os dejo vivir, claro está.

Lucio Decidio Saxa y Cayo Norbano Flaco se habían llevado ya ocho de las veintiocho legiones a Apolonia a través del Adriático, con órdenes de marchar hacia el este por la Via Egnatia hasta encontrar un refugio inexpugnable en el que poder esperar al grueso del ejército. Era una buena estrategia por parte de Marco Antonio. Cuando Bruto y Casio marcharon hacia el oeste por la misma carretera, tuvieron que ser atajados muy al este del Adriático, y una fuerza de ocho legiones formidablemente atrincheradas los obligaría a detenerse por grande que fuera su ejército.

Las noticias procedentes de la provincia de Asia eran fragmentarias y poco fiables, algunas fuentes insistían en que a los Libertadores les faltaban aún muchos meses para poder iniciar su invasión, otras sostenían que la iniciarían en cualquier momento. Bruto y Casio estaban en Sardis, después de haber obtenido un éxito asombroso en sus campañas de primavera. ¿Qué los retrasaba? El tiempo era oro cuando uno estaba en guerra.

– Debemos enviar otras veinte legiones a Macedonia -prosiguio Antonio-, y habremos de hacerlo en dos partes: no tenemos barcos de transporte suficientes para mandarlas a la vez. No me propongo utilizar las veintiocho en mi fuerza de ataque. En Macedonia occidental y Grecia propiamente dicha ha de haber tropas que nos garanticen el suministro de alimentos.

– Apenas hay alimentos allí -objetó Publio Ventidio.

– Me llevaré las siete legiones restantes directamente a Brindisi por la Via Apia-dijo Antonio sin prestar atención a Ventidio-. Octaviano, tú conducirás tus trece legiones por la Via Popilia al oeste de Italia, junto con todos los barcos de guerra que consigamos. No quiero a Sexto Pompeyo en las inmediaciones de Brindisi mientras transportamos las tropas, así que tu misión consiste en mantenerlo en el mar de Toscana. No creo que le interesen demasiado los acontecimientos al este de Sicilia, pero tampoco quiero tentarlo. Le sería más fácil volver a establecerse en una Roma de los Libertadores que en una Roma triunviral.

– ¿Quién será el almirante? -preguntó Octaviano.

– Elígelo tú, estás al mando.

– Salvidieno, pues.

– Buena elección -dijo Antonio con manifiesta aprobación, y lanzó una mirada burlona a los veteranos militares como Caleno, Ventidio, Carrinas, Vatinio y Polio.

Volvió a casa junto a Fulvia, complacido por la marcha de los acontecimientos.

– El muchacho no ha puesto ningún reparo -dijo, con la cabeza apoyada en los pechos de Fulvia mientras compartían un triclinio durante la cena; por una vez cenaban solos, un agradable cambio.

– Está demasiado tranquilo -comentó ella, llevándose un camarón a la boca.

– Eso pensaba yo, pero he cambiado de idea, meum mel. Puede hacerme la vida imposible, y está dispuesto a ello. Es astuto y retorcido, lo admito, pero no está a la altura de César cuando se trata de apostarlo todo a una sola carta. Octaviano es un Pompeyo Magno: no le gusta correr riesgos.

– Tiene paciencia -dijo ella pensativamente.

– Pero desde luego no está en situación de desafiarme.

– Me pregunto si alguna vez ha creído que lo estaba -dijo ella y succionó una ostra-. ¡Están deliciosas! Pruébalas.

– ¿Cuando marchó sobre Roma y se autoproclamó cónsul superior, quieres decir? -Antonio se echó a reír y sorbió una ostra-. ¡Es verdad! ¡Están exquisitas! Sí, pensó que me había derrotado, el muchacho.

– Yo no estoy tan segura -dijo Fulvia lentamente-. Octaviano realiza extrañas maniobras.


– Desde luego no estoy en posición de desafiar a Antonio -decía Octaviano a Agripa en ese mismo momento.

También ellos estaban cenando, pero sentados en duras sillas a ambos lados de una pequeña mesa donde había un plato con pan crujiente, un poco de aceite en cuencos para untar y un montón de sencillas salchichas asadas.

– ¿Cuándo planeas desafiarlo? -preguntó Agripa con el mentón reluciente a causa de la grasa de las salchichas. Había pasado la mayor parte del día haciendo ejercicio con Estatilio Tauro, y estaba muerto de hambre. Aquella simple comida era de su agrado, pero nunca dejaba de sorprenderle que un miembro de la alta aristocracia como César prefiriera también la comida sencilla.

– No diré nada hasta que regrese a Roma en igualdad de condiciones con él por lo que se refiere al ejército y al pueblo. Mi principal obstáculo es la codicia de Antonio. Intentará apropiarse de todos los laureles de la victoria cuando venzamos a Bruto y Casio. Y los venceremos, de eso no tengo la menor duda. Pero cuando los dos bandos se enfrenten, mis tropas tendrán que contribuir a la victoria tanto como las de Antonio… y yo he de estar al frente -dijo Octaviano respirando con dificultad.

Agripa ahogó un suspiro. Aquel tiempo espantoso, con tanto polvo y heno en el aire estaba pasándole factura a César. Éste no se encontraba bien, no estaría bien hasta que una buena lluvia hiciera posarse el polvo y crecer la hierba. No obstante, Agripa sabía que no debía aludir a los resuellos. Lo único que podía hacer era estar a su servicio.

– Hoy he oído que Cneo Domitio Calvino ha abandonado su retiro -comentó Agripa, apartando los extremos tostados de una salchicha y reservándolos para el final. Se había criado en una familia frugal y valoraba esos placeres.

Octaviano irguió la espalda.

– ¿Ah, sí? ¿Para aliarse con quién, Agripa?

– Con Antonio.

– Una lástima.

– Eso mismo pienso yo.

Octaviano se encogió de hombros y arrugó la nariz. -Bueno, son camaradas de viejas campañas.

– Calvino está al frente de la operación de embarque en Brindisi. Todos los barcos de transporte han regresado de Macedonia indemnes, pero no pasará mucho tiempo antes de que la flota enemiga intente asediarnos.


Cneo Pompeyo Ahenobarbo apareció para bloquear el puerto de Brindisi cuando Antonio partió de Capua con sus siete legiones, y a aquél se le unió Estayo Murco antes de que Antonio llegara a su destino. Con casi ciento cincuenta galeras frente a la costa y la flota triunviral acompañando a Octaviano y sus hombres a lo largo de la costa occidental de Italia, Antonio no tuvo más alternativa que esperar una ocasión para romper el cerco. Lo que necesitaba era un viento continuo del suroeste, ya que le daría la oportunidad de poner mucha distancia entre él y sus perseguidores, siempre y cuando Murco y Ahenobarbo estuvieran donde solían situarse las naves para un bloqueo, al sur. Pero el viento no sopló del suroeste.

Consciente de que el heredero de César debía emular a su divino padre en velocidad de movimiento, Octaviano apremió a sus trece legiones y llegó al tramo inferior de la Via Popilia en Brutium a mediados de junio, seguido por la flota de Salvidieno a dos kilómetros mar adentro. Aparecieron algunos de los rápidos trirremes de Sexto Pompeyo, pero Salvidieno se desenvolvió asombrosamente bien en la serie de escaramuzas que tuvieron lugar entre Bibo y Regium. Para quienes avanzaban por tierra, la marcha era agotadora; la ruta era tres veces más larga que la Vía Apia hasta Brindisi, ya que costeaba el litoral desde la bota italiana hasta Tarento.

Cuando Octaviano tenía Sicilia claramente a la vista al otro lado del estrecho de Mesana, llegó una lacónica nota de Antonio: Ahenobarbo y Murco lo tenían acorralado; no podía sacar una sola mula ni un solo legionario a través del Adriático. Por tanto Octaviano tendría que abandonar su intento de contener a Sexto Pompeyo y enviar la flota a Brindisi de inmediato.

Lo único que impidió satisfacer este deseo de Antonio fue Sexto Pompeyo, cuya flota principal había decidido bloquear la salida sur del estrecho poco después de que Octaviano hubiera enviado a Salvidieno a toda vela hacia Brindisi. Atrapado en medio de un caos, el desafortunado Salvidieno colocó a sus naves en formación de combate con demasiada lentitud, y se encontró con que las galeras más rápidas de Sexto Pompeyo se habían deslizado entre las suyas antes de que él pudiera alinear la siguiente fila de naves. En consecuencia, la primera etapa del conflicto se decantó por completo del lado de Sexto Pompeyo, pero no de manera tan decisiva como él esperaba; el joven militar pizantino tampoco era perezoso en el mar.

– Yo podría hacerlo mejor -masculló Agripa.

– ¿Cómo? -preguntó Octaviano, fuera de sí de inquietud.

– Quizá sea porque estoy viendo el combate desde la orilla, César, pero sé cómo debería actuar Salvidieno. Para empezar, mantiene detrás a su escuadrón de liburneas cuando debería situarlo en primera fila; son más rápidas y ágiles que cualquiera de los barcos de Sexto Pompeyo -explicó Agripa.

– La próxima vez el mando de la flota es tuyo. ¡Qué mala suerte! ¡Quinto Salvidieno, sal de ahí! ¡Necesitamos tu flota en Brindisi, no en el fondo del mar! -gritó Octaviano, con los puños apretados.

¡Está deseando con todas sus fuerzas que Salvidieno salga de ese atolladero!, pensó Agripa.

De pronto se levantó el viento del noroeste e impulsó a los barcos más pesados de Salvidieno a través de las filas de Sexto Pompeyo permitiendo que las naves más pequeñas siguieran su estela; la flota triunviral se encaminó hacia el sur para recalar en Regium con dos trirremes averiados, aunque las demás galeras no habían sufrido graves daños.

– Estatilo -ordenó bruscamente Octaviano a Cayo Estatilo Tauro-, coge un bote y alcanza a Salvidieno. Dile que debe ir a Brindisi cuanto antes y luego volver aquí. El ejército seguirá adelante como pueda. ¡Heleno! ¿Dónde está Heleno? -gritó llamando a su liberto preferido, Cayo Julio Heleno.

– Aquí, César.

– Toma nota de esta carta: «Esto es absurdo, Sexto Pompeyo. Soy Cayo Julio César Divi Filius, al mando de ese ejército que, como sin duda te habrán informado los capitanes de tus naves, avanza por la Via Popilia acompañado por mar de una flota. Con mucho gusto te concedo que has vencido en el enfrentamiento naval, pero me pregunto si hay alguna posibilidad de que nos reunamos a conferenciar. Nosotros dos solos. Es preferible que no sea ni en el mar ni en un lugar al que deba accederse por vía marítima. Con esta nota te envío a cuatro rehenes con la esperanza de que accedas a reunirte conmigo en Caulonia dentro de un nundinum

Cayo Cornelio Galo, los hermanos Cocceyo y Cayo Sosio fueron designados para ir en calidad de rehenes; Cornelio Galo, que no era un patricio Cornelio sino de una familia de la Galia Liguria, era una de las personas más cercanas a Octaviano, como sabía todo el mundo; incluso un exiliado como Sexto Pompeyo sería consciente del valor que tenía para Octaviano. La nota, Galo y los demás subieron a bordo de una pequeña embarcación que surcó las aguas engañosamente plácidas donde acechaban los horrendos monstruos Escila y Caribdis.

El ejército tenía ahora que llegar a Caulonia, en la suela de la bota que formaba Italia, en sólo ocho días; eran únicamente ciento veinte kilómetros, pero ¿quién sabía cómo estaría la carretera? Aquélla no era una ruta de legionarios, y los Apeninos, que llegaban hasta el mar de Sicilia, constituían un territorio elevado y escabroso. Las carretas de bueyes y la artillería se habían trasladado a Ancona con el resto de pertrechos para ser embarcadas desde allí, así que sólo marchaban hombres y mulas.

Finalmente fue un recorrido fácil. La carretera se hallaba en buen estado salvo por algún que otro desprendimiento de tierras, y el ejército llegó a Caulonia en tres días. Octaviano mandó que siguiera adelante bajo las órdenes de otro hombre apodado también Galo, Lucio Caninio Galo. Inicialmente había designado a Agripa para la misión, pero éste se negó a dejarlo al cuidado de quienes, como él mismo dijo, eran "Criados y necios".

– ¿Quién sabe si ese hijo de Pompeyo Magno es un hombre de honor? -agregó-. Me quedo contigo, y también se quedan Tauro y una cohorte de la Legio Martia.


Sexto Pompeyo llegó a Caulonia el octavo día, justo después del amanecer, lo que hizo pensar al comité de recepción que había pasado la noche fondeado en los alrededores. Su barco solitario, un elegante birreme, era más veloz que cualquiera de los que se encontraban en el supuesto puerto. Tras arribar a la playa de guijarros en un bote pequeño con unos cuantos remeros, partió en busca de un buen desayuno.

Octaviano se acercó a recibirlo con una sonrisa y le tendió la mano derecha.

– Ahora entiendo las habladurías -dijo Sexto, estrechándosela. -¿Qué habladurías? -preguntó Octaviano, acompañando a su invitado a la casa del duumvir, seguidos por Agripa. -Dicen que eres muy joven y guapo.

– Los años ya se ocuparán de eso.

– Cierto.

– Tú te pareces mucho a las estatuas de tu padre, aunque tienes la piel más oscura.

– ¿No lo has visto nunca, César?

¡Le llamaba «César»! Aunque ya estaba predispuesto a que Sexto le cayera bien, Octaviano lo miró aún con mejores ojos.

– Lo vi de lejos, cuando yo era pequeño, pero él no trataba con Filipo y los epicúreos.

– Sí, es verdad.

Entraron en la casa, donde los recibió un sobrecogido duumvir que los acompañó a la sala de recepciones.

– Tú y yo somos más o menos de la misma edad, César -dijo Sexto, sentándose-. Yo tengo veinticinco años, ¿y tú? -Cumplo veintiuno en septiembre.

Heleno los atendía, y el atento Agripa permanecía junto a la puerta, con la espada envainada y el semblante adusto.

– ¿Es necesario que Agripa esté aquí? -preguntó Sexto mientras partía el pan con avidez.

– No, pero él cree que sí -contestó Octaviano con tranquilidad-. No es ningún cotilla. Lo que digamos no saldrá de aquí.

– ¡Ah, no hay nada mejor que pan fresco después de cuatro días en alta mar! -exclamó Sexto, partiéndolo y mascando con fruición-. A ti no te gusta el mar, ¿no es así?

– Lo odio -repuso Octaviano con franqueza, estremeciéndose. -Sí, hay hombres que lo odian, lo sé. A mí me pasa todo lo contrario, soy el hombre más feliz cuando el mar está agitado.

– ¿Quieres un poco de vino caliente?

– Sí, pero sólo un poco -contestó Sexto con cautela.

– Me aseguré de que el hierro con que lo entibiaron estuviera al rojo, así que no se te subirá a la cabeza, Sexto Pompeyo. A mí me gusta tomar algo caliente a primera hora de la mañana, y esto es mucho mejor que el vinagre con agua caliente de mi padre.

Así siguieron conversando mientras comían, de manera agradable y sin provocaciones. De pronto Sexto Pompeyo puso las manos entre las rodillas y miró fijamente a Octaviano.

– ¿Por qué querías hablar conmigo, César?

– Verás, quería aprovechar que estoy aquí; es posible que pasen años antes de que tenga otra oportunidad de hablar contigo -contestó Octaviano sin inmutarse-. He venido aquí con mi ejército y nuestra flota a fin de mantenerte en el mar Toscano. Como es lógico, queremos enviar a nuestras fuerzas a través del Adriático para detener a los Libertadores en Macedonia, y Marco Antonio cree que prefieres los Libertadores al Triunvirato. Por eso no quiere que merodees por Brindisi ni te acerques a las escuadras de los Libertadores.

– Hablas como si tú tampoco supieras muy bien si apoyo a los Libertadores -dijo Sexto con una sonrisa.

– Yo estoy abierto a todas las posibilidades, Sexto Pompeyo, y sospecho que tú también. Por lo tanto, no deduzco automáticamente que apoyas a los Libertadores. Intuyo que tú sólo te apoyas a ti mismo. Por eso he pensado que dos jóvenes tan abiertos como nosotros debíamos hablar a solas, sin esos veteranos guerreros, tan experimentados en el campo de batalla y el foro, que nos recuerdan lo jóvenes e ingenuos que somos. -Octaviano esbozó una amplia sonrisa-. Podría decirse que tú y yo tenemos competencias bastante parecidas. Se supone que yo debo ocuparme del suministro de grano, cuando en realidad quien se ocupa eres tú.

– ¡Bien dicho! Sigue, me tienes intrigado.

– La facción de los Libertadores es numerosa y augusta -dijo Octaviano, mirando a Sexto a los ojos-. Tanto que incluso un Sexto Pompeyo podría verse enterrado bajo una plétora de junios, Casios, Claudios y Cornelios patricios, Calpurnios, Emilios, Domitios, ¿sigo?

– No -repuso Sexto Pompeyo entre dientes.

– Es verdad que puedes proporcionar una flota numerosa y competente a los Libertadores, pero poco más aparte del grano (que, según mis agentes, los Libertadores tampoco necesitan, ya que arrasaron el interior de Tracia y toda Anatolia) y has llegado a un buen acuerdo con el rey Asander de Cimeria. Por lo tanto creo que lo mejor que puedes hacer es no aliarte con los Libertadores. De hecho, debes desear que Roma no acabe en sus manos. Ellos no te necesitan tanto como yo.

– Eso en cuanto a ti, César. Pero ¿y Marco Antonio y Marco Lépido?

– Son guerreros veteranos, con mucha experiencia en el campo de batalla y el Foro. Mientras Roma e Italia tengan qué comer, y nosotros podamos comprar grano para nuestras fuerzas, no les importa lo que yo haga. O con quién llego a pactar, Sexto Pompeyo. ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Adelante.

– ¿Tú qué quieres?

– Sicilia -contestó Sexto-. Quiero Sicilia. Sin una pelea. Octaviano asintió sabiamente.

– Una ambición práctica para un hombre de mar que está en la ruta del grano. Y factible.

– Estoy en ello -dijo Sexto-. Ya tengo las costas y he obligado a Pompeyo Bitínico a aceptarme como gobernador.

– Claro, es un Pompeyo -observó Octaviano con suavidad. La piel aceitunada de Sexto se sonrojó.

– ¡Pero no es de mi familia! -espetó.

– No, es hijo del cuestor de Junio junco. Cuando junco era gobernador de la provincia de Asia y mi padre se hizo con Bitinia, Pompeyo y junco llegaron a un acuerdo. Éste se quedó con el botín, y Pompeyo se llevó la fama. El primer Pompeyo Bitínico tampoco era gran cosa.

– ¿He de pensar que, si yo asumiera el mando de la milicia siciliana y matara a Pompeyo Bitínico hijo, me nombrarías gobernador de Sicilia, César?

– Por supuesto -contestó Octaviano con afabilidad-. Siempre y cuando aceptes vender el grano de Sicilia a la Roma de los triunviros a diez sestercios el modius. Al fin y al cabo, ya no tendrás intermediarios si los latifundia y los medios de transporte son de tu propiedad. Supongo que eso es lo que quieres, ¿no es cierto?

– Ah, sí. Tanto la cosecha como la flota del grano serán míos.

– Bien, pues…, tendrás tan pocos gastos indirectos, Sexto Pompeyo, que ganarás más vendiendo al Erario a diez sestercios el modius que lo que ganas ahora, vendiendo a cualquiera a quince sestercios el modius.

– Es verdad.

– Otra pregunta muy importante: ¿Este año habrá cosecha en Sicilia? -preguntó Octaviano.

– Sí. No será abundante, pero algo habrá.

– Eso nos deja con la polémica cuestión de África. Si Sextio en la provincia nueva consigue vencer a Cornificio en la provincia vieja y el grano africano vuelve a-invadir Italia, por supuesto tú lo interceptarás. ¿Aceptarías vendérmelo también por diez sestercios el modius?

– Si me dejan tranquilo en Sicilia, y si se suprimen las viejas colonias en torno a Vibo y Rhegium en Brutium, sí -contestó Sexto Pompeyo-. Vibo y Rhegium necesitan sus tierras públicas.

Octavio tendió la mano.

– ¡Trato hecho!

Sexto Pompeyo se la estrechó.

– ¡Trato hecho!

– Escribiré a Marco Lepido de inmediato y haré que trasladen las viejas colonias a Bradanus alrededor del Metapontum y al Aciris alrededor de Heracleia -dijo Octaviano, muy satisfecho-. En Roma tendemos a olvidar esas tierras; ¡están tan lejos! Pero los habitantes son de origen griego, y no tienen poder político.

Los dos jóvenes se despidieron con suma cordialidad, ambos conscientes de que ese acuerdo verbal amistoso duraría poco; cuando los acontecimientos lo permitieran, los triunviros (o los Libertadores) tendrían que arrebatar Sicilia a Sexto Pompeyo y expulsarlo de la zona marítima. Pero de momento, bastaba. Roma e Italia se alimentarían con el grano al precio antiguo, y habría suficiente para todos. Era el mejor acuerdo que Octaviano habría podido imaginar en una época de sequía tan terrible. Lo que sería de Aulo Pompeyo Bitínico no le preocupaba en absoluto, pues su padre había ofendido a Divus Julio. En cuanto a África, Octaviano también se había ocupado de eso y escrito a Publio Sitio y su familia en su feudo de Numidia para pedir a Sitio que, por Divus Julio, ayudara a Sextio; a cambio, el hermano de Sitio sería tachado de la lista de proscritos y se le restituirían sus propiedades. Cales podía abrir sus puertas.

Tras liberar a los cuatro rehenes, Sexto Pompeyo se hizo a la mar.

– ¿Qué piensas de él? -preguntó Octaviano a Agripa.

– Que es el digno hijo de un gran hombre. Y ésa es su perdición, así como una ventaja. No compartirá el poder, incluso aunque crea que cualquiera de los triunviros o los asesinos están a su altura en el mar.

– Lástima que no haya podido convertirlo en un partidario leal.

– Eso no lo harás -dijo Agripa con énfasis.


– Ahenobarbo ha desaparecido, no sé dónde está ni cuándo volverá -dijo Calvino a Octaviano cuando éste llegó a Brindisi-. Eso significa que los sesenta barcos de Murco están bloqueados. Son muy buenos, y también lo es Murco, pero Salvidieno anda por ahí, medio escondido. Tenemos razones para creer que Murco no lo sabe. De modo que en mi opinión, y Antonio está de acuerdo, deberíamos cargar todos nuestros barcos de transporte hasta los topes y ponernos en marcha.

– Como quieras -dijo Octaviano. Se dio cuenta de que no era el mejor momento para anunciar el éxito de sus negociaciones con Sexto; decidió volver a escribir a Lepido en Roma para asegurarse de que ese gusano captaba el mensaje.

El puerto de Brindisi tenía una bahía maravillosa, con muchos malecones y un número casi ilimitado de embarcaderos, de modo que los soldados, refunfuñando y gimiendo, tan sólo tardaron dos días en embarcar en los cuatrocientos barcos de transporte disponibles. Los malhumorados centuriones se las arreglaron para que cupieran dieciocho de las veinte legiones; hombres y mulas estaban tan apretados que los barcos menos sólidos no habrían resistido el menor temporal.

En ausencia de Ahenobarbo, la técnica de Estayo Murco consistió en esconderse detrás de la isla en la bocana del puerto y abalanzarse sobre los barcos que se aventuraran a salir. Tenía la ventaja del viento de esa época del año, pues el único que habría favorecido al Triunvirato era el de poniente, y aquélla era la temporada de los etesios, no la del céfiro.

Los barcos de transporte zarparon a centenares en las calendas de sextilis, saliendo del puerto a tan poca distancia los unos de los otros que los remos casi se tocaban. En el mismo momento en que se inició el éxodo masivo, Salvidieno trajo su flota del noreste con un viento favorable y la hizo formar un semicírculo en torno a la isla para acorralar a Murco. Éste podía salir, pero no sin una batalla naval, y no estaba en Brindisi para librar batallas navales, sino para hundir los barcos de transporte. Ah, ¿por qué Ahenobarbo se había ido a toda prisa a la caza de una supuesta segunda expedición egipcia?

Sin poder hacer nada, Murco tuvo que ver cómo zarpaban los cuatrocientos barcos de transporte de Brindisi a lo largo del día y parte de la noche, a la luz de las fogatas en lo alto de las elevadas torres que sobre almadías había construido Antonio con intenciones ofensivas; nunca habían servido, pero ahora tuvieron su utilidad. El oeste de Macedonia estaba a ochenta millas; la mitad de los barcos iba a Apolonia y la otra a Dirraquio, donde, con suerte, les esperaría la caballería, el equipo pesado, la artillería y el equipaje, llegados de Ancona.

Si Italia estaba seca, Grecia y Macedonia estaban mucho peor, incluso la húmeda costa epirota. Las lluvias que habían perseguido a otros generales, desde Paulo hasta César, no habían caído ni caerían, y los cascos de los caballos de Antonio, junto con los bueyes y las mulas sueltas, habían pisado la poca hierba que quedaba convirtiéndola en una fina paja que los vientos etesios levantaron y enviaron hacia Italia.

Cuando el barco de transporte todavía no había salido del puerto, Octaviano empezó a jadear tan sonoramente que sus resuellos acabaron formando parte de los ruidos propios de un barco destartalado en una travesía peligrosa. Agripa, siempre atento, decidió que no era el mareo lo que contribuía a la enfermedad de Octaviano; el mar estaba como una balsa de aceite y el barco tan cargado que parecía un trozo de corcho, y apenas se balanceaba incluso cuando viró hacia el noreste impulsado por los remos. No, Octaviano sólo padecía de asma.

Como ninguno de los dos quiso mostrarse demasiado exigente cuando su barco se llenó de soldados rasos, se instalaron en una pequeña sección del puente justo detrás del mástil, donde no estorbaban a los timoneles y al capitán, pero estaban rodeados de hombres. Agripa insistió en que Octaviano mandara colocar allí una cama de aspecto extraño, uno de cuyos extremos estaba levantado en un ángulo abrupto; tenía varias mantas para amortiguar la dureza de la madera, pero no un colchón. Ante la mirada asustada de legionarios a los que no conocía (la Legio Martia era una de las dos unidades que se habían quedado en Brindisi), Agripa instaló a Octaviano incorporado en la cama para que pudiera recuperar el aliento. Una hora después, cuando navegaban por el Adriático, Octaviano, sostenido por Agripa, pugnaba tenazmente por respirar, apretándole las manos a Agripa con tanta fuerza que éste tardó dos días en recuperar toda la sensibilidad. Los ataques de tos sacudían de tal modo al enfermo que al final vomitó, lo que pareció aliviarlo temporalmente, pero tenía el rostro lívido y ceniciento, y los ojos apagados.

– ¿Qué le pasa, Marco Agripa? -preguntó un centurión subalterno.

Conocen mi nombre, así que saben quién es.

– Una enfermedad del dios Marte de las Legiones -contestó Agripa, pensando velozmente-. César es el hijo del dios julio, y parte de su herencia consiste en acaparar sobre su persona todas las enfermedades.

– ¿Por eso no nos mareamos? -preguntó un soldado raso, estupefacto.

– Claro -mintió Agripa.

– ¿Y si prometemos hacer ofrendas a Marte y Divus Julio por él? -preguntó otro soldado.

– Eso le ayudará -contestó Agripa muy serio. Miró alrededor-. Y también le iría bien algo que lo resguarde del viento.

– Pero si no sopla viento-objetó el centurión subalterno.

– Hay mucho polvo en el aire -explicó Agripa, improvisando otra vez-. Toma, coge estas dos mantas. -Sacó dos mantas de debajo del cuerpo de Octaviano, que estaba casi inconsciente-. Cuélgalas alrededor. Así no nos llegará el polvo. Ya sabéis lo que decía Divus Julio: el polvo es el enemigo del soldado.

Las mantas no le harán ningún daño, pensó Agripa. Lo importante es que estos hombres no menosprecien a su comandante porque esté enfermo; tienen que creer en él, no despreciarlo por débil. Si es verdad lo que dijo Hapd'efan'e sobre el polvo en el aire, Octaviano no va a mejorar mucho conforme avance la campaña. Así que insistiré con eso de que es hijo de Divus julio, y diré que es una víctima universal para llevar la victoria al ejército, pues Divus Julio no sólo es un dios para el pueblo de Roma, sino también para sus tropas.

Hacia el final de la travesía y tras una larga noche en medio de la desierta inmensidad del mar, Octaviano empezó a recuperarse. Salió de su trance y, tras contemplar las caras que lo rodeaban, sonrió y tendió la mano derecha al centurión subalterno.

– Ya casi hemos llegado -dijo sin aliento-. Estamos a salvo.

El soldado le cogió la mano y se la apretó ligeramente.

– Gracias a ti, César. Qué valiente eres, al enfermar por nosotros. Sorprendido, Octaviano miró a Agripa. Al ver una severa mirada de advertencia en los profundos ojos verdes de Agripa, volvió a son reír.

– Hago todo lo que sea necesario -dijo- por el bien de mis legiones. ¿Están los demás barcos a salvo?

– Perfectamente, César -contestó el centurión.


Tres días después, cuando todas las legiones ya habían llegado sanas y salvas porque, según se rumoreaba, César Divus Filiusse había sacrificado por ellas, los dos triunviros se dieron cuenta de que se habían interrumpido las comunicaciones con Brindisi.

– Es probable que continúen interrumpidas para siempre -dijo Antonio cuando fue a visitar a Octaviano a su casa en lo alto de la colina del campamento de Petra-. Supongo que la flota de Ahenobarbo ha vuelto, así que ningún barco podrá salir de allí, ni siquiera uno pequeño. Eso significa que las noticias de Italia tendrán que venir por Ancona. -Entregó a Octaviano una carta sellada-. Esto te ha llegado así, junto con una carta de Calvino y Lepido. Me han dicho que has llegado con Sexto Pompeyo a un acuerdo que garantiza el suministro de grano. ¡Muy astuto por tu parte! -exclamó, irritado-. Lo peor es que un legado estúpido de Brindisi retuvo la Legio Martia y diez cohortes de tropas hasta el último momento, así que ahora no las tenemos.

– Lástima -se lamentó Octaviano, sujetando la carta. Estaba tumbado en un triclinio, con la espalda apoyada en varios cojines, y se le veía muy enfermo. Aunque seguía respirando con dificultad, había menos polvo en el aire gracias a la altura de la casa sobre el campamento de Petra. No obstante, había adelgazado y tenía los ojos hundidos y un aspecto agotado-. Necesitaba la Legio Martia.

– No me sorprende, ya que se amotinó y se puso de tu lado.

– Eso es agua pasada, Antonio. Los dos estamos en el mismo bando -replicó Octaviano-. ¿Nos olvidamos de lo que queda en Brindisi y nos dirigimos hacia el este por la Via Egnatia?

– Sin duda. Norbano y Saxa no están muy al este de Filipos, ocupan dos puertos de las montañas costeras. Parece que Bruto y Casio se han puesto definitivamente en marcha desde Sardis y el Helesponto, pero tardarán un tiempo antes de encontrarse con Norbano y Saxa. Nosotros llegaremos antes. O al menos yo. -Los ojos de color castaño rojizo observaron a Octaviano con atención-. Si quieres que te dé un consejo, quédate aquí, talismán de la suerte de las legiones. Estás demasiado enfermo para viajar.

– Acompañaré a mi ejército -afirmó Octaviano con obstinación.

Antonio se golpeó el muslo con los dedos, frunciendo el entrecejo.

– Tenemos dieciocho legiones aquí y en Apolonia. Las cinco con menos experiencia tendrán que quedarse para guarnecer el oeste de Macedonia: tres en Apolonia y dos aquí. Si te quedas, las tendrás bajo tu mando.

– Insinúas que habrán de ser mis legiones las que se queden.

– Si las tuyas son las que tienen menos experiencia, sí -espetó Antonio.

– De modo que, de las trece que emprendan la marcha, ocho serán tuyas y cinco mías. Bien está, pues, que las cuatro legiones de Norbano que ya han salido sean mías -dijo Octaviano-. Tú tienes la mayoría.

Antonio soltó una pequeña carcajada.

– ¡Ésta es la guerra más extraña de todas las guerras! Dos mitades contra dos mitades; me han dicho que Bruto y Casio no se llevan mucho mejor que nosotros.

– Es lo que suele suceder cuando hay dos comandantes, Antonio. Algunas mitades son más grandes que otras, nada más. ¿Cuándo piensas ponerte en camino?

– Me llevaré a mis ocho legiones dentro de un nundinum. Tú me seguirás al cabo de seis días.

– ¿Cómo están nuestras provisiones de comida? ¿El grano?

– Bien, pero no tenemos suficiente para una guerra muy larga, y no nos llegará nada de Grecia o Macedonia, pues no se ha recolectado absolutamente nada. Este invierno habrá hambruna en la región.

– En ese caso -dijo Octaviano pensativamente-, lo lógico es que Bruto y Casio libren una guerra al estilo de Fabio, ¿no te parece? Evitarán a toda costa una batalla decisiva y esperarán a que nos muramos de hambre.

– Exacto. Así que debemos provocar una batalla, ganarla y comernos los alimentos de los Libertadores.

Tras despedirse con un brusco movimiento de cabeza, Antonio se alejó.


Octaviano dio la vuelta a la carta para mirar el sello, que era de Marcelo el Joven. ¡Qué extraño! ¿Por qué le habría escrito su cuñado? Sintió una punzada de preocupación: Octavia debía de estar a punto de dar a luz a su segundo hijo. ¡No, mi Octavia no!

Pero la carta era de Octavia.


Te alegrará saber, mi querido hermano, que he dado a luz a un niño hermoso y sano. Apenas he sufrido, y estoy bien.

Ay, pequeño Cayo, mi marido dice que debo escribirte antes de que lo haga alguien que te quiere. Sé que debería hacerlo nuestra madre, pero no lo hará. Siente demasiado su vergüenza, aunque es más una desgracia que una vergüenza, y yo la quiero igual.

Los dos sabemos que nuestro hermanastro Lucio ha estado enamorado de nuestra madre desde que ella se casó con Filipo. Ella prefirió pasarlo por alto o realmente no se dio cuenta. Sin duda, no tiene nada que reprocharse en todos los años que estuvo casada con Filipo. Pero tras la muerte de su marido, se sintió muy sola, y Lucio siempre se hallaba presente. Tú estabas muy ocupado, o bien ni siquiera estabas en Roma, y yo tenía a la pequeña Marcela, y luego volví a quedarme embarazada, así que confieso que no he estado lo suficientemente atenta. De modo que debo culparme a mí misma de lo ocurrido. La culpa es mía. Sí, la culpa es mía.

Nuestra madre espera un hijo de Lucio, y se han casado.


Octaviano soltó la carta y sintió un creciente hormigueo en la mandíbula, que sus labios se separaban en una mueca de asco, de vergüenza, rabia, angustia. La sobrina de César era poco más que una prostituta. ¡La sobrina de César! La madre de César Divus Filius.

Lee el resto, César. Acaba la carta, y acaba con ella.


Como tiene cuarenta y cinco años, no se dio cuenta de que estaba embarazada, querido hermano, de modo que cuando lo supo ya era tarde para evitar un escándalo. Por supuesto, Lucio enseguida se mostró dispuesto a casarse con ella. De todos modos ya tenían pensado hacerlo cuando concluyera su duelo por Filipo. La boda se celebró ayer, muy discretamente. El querido Lucio César se ha portado muy bien con ellos, pero aunque su dignitas no se ha visto mermada entre sus amigos, no tiene la menor influencia sobre las mujeres que "mandan en Roma", no sé si me entiendes. Los cotilleos han sido maliciosos y amargos; tanto más, dice mi marido, por tu elevada posición.

Nuestra madre y Lucio se han ido a vivir a la villa de Miseno, y no volverán a Roma. Te escribo con la esperanza de que entiendas, como yo, que estas cosas pueden pasar, y no son una señal de depravación. ¿Cómo no voy a quererla, cuando ella siempre ha sido todo lo que debe ser una madre? Y todo lo que debe ser una matrona romana.

¿Le escribirás, pequeño Cayo, y le dirás que la quieres, que lo entiendes?


Cuando Agripa entró poco después, encontró a Octaviano tumbado en el triclinio, apoyado en los almohadones, con el rostro empapado de lágrimas y respirando mucho peor.

– César, ¿qué ocurre?

– Una carta de Octavia. Mi madre ha muerto.

2

Bruto y Casio se desplazaron hacia el oeste desde el golfo de Melas en septiembre, sin esperar encontrarse con los ejércitos triunvirales hasta llegar a Macedonia, en algún lugar entre Tesalónica y Pela. Casio estaba convencido de que el enemigo no avanzaría al este de Tesalónica en tan mal año, ya que con eso prolongaría sus canales de aprovisionamiento de manera insostenible, dado que la armada de los Libertadores era dueña del mar.

Entonces, justo después de que Bruto y Casio cruzaran el río Hebro por Aeno, el rey Rascupolis apareció con algunos de sus nobles a lomos de un hermoso caballo y vestido de púrpura tirio.

– He venido a avisaros de que hay un ejército romano de unas ocho legiones repartido entre los dos pasos que atraviesan las montañas al este de Filipos -dijo. Tragó saliva con semblante apesadumbrado-. Mi hermano Rascus va con ellos y los asesora.

– ¿Cuál es el puerto más cercano? -preguntó Casio sin alterarse por lo que ya no tenía remedio.

– Neapolis. Está comunicado con la Via Egnatia por una carretera que desemboca en ella entre los dos pasos de montaña.

– ¿Está Neapolis lejos de la isla de Tasos?

– No, Cayo Casio.

– Entiendo la estrategia de Antonio -comentó Casio tras un momento de reflexión-. Se propone impedirnos la entrada a Macedonia, y para eso ha enviado ocho legiones. No para presentar batalla, sino para evitar nuestro avance. No creo que Antonio quiera combatir; no le conviene. Y ocho legiones no son suficientes, eso lo sabe. ¿Quién está al mando de esa avanzadilla?

– Decidio Saxa y Cayo Norbano -hijo Rascupolis-. Están muy bien situados y no será fácil desalojarlos.

La escuadra de los Libertadores recibió órdenes de ocupar el puerto de Neapolis, así como la isla de Tasos, asegurando así el rápido transporte de provisiones al ejército cuando éste llegara.

– Porque debemos llegar-dijo Casio al reunirse con sus legados, almirantes y con Bruto, quien, callado, volvía a estar abatido por alguna inexplicable razón-. Murco y Ahenobarbo tienen controlado el Adriático y bloquean Brindisi, así que Patisco, Parmensis y Turulio se encargarán de las operaciones marítimas en las inmediaciones de Neapolis. ¿Existe algún riesgo de que aparezca una flota triunviral?

– Ninguno -dijo Turulio categóricamente-. Su única escuadra, muy numerosa pero no lo suficiente, les permitió sacar a la mayor parte de su ejército de Brindisi, pero cuando regresó Ahenobarbo, su flota se vio obligada a retirarse a Tarentum. Su ejército no conseguirá más que padecimientos en el Egeo, puedes estar tranquilo.

– Lo cual confirma mi hipótesis de que Antonio no traerá el grueso de su ejército al este de Tesalónica-continuó Casio.

Más tarde Bruto preguntó a Casio en privado:

– ¿Por qué estás tan seguro de que los triunviros no querrán librar batalla?

– Por la misma razón por la que no lo queremos nosotros -contestó Casio, esforzándose para no perder la paciencia-. No les conviene.

– No entiendo por qué, Casio.

– Entonces acepta mi palabra. Acuéstate, Bruto. Mañana marcharemos hacia el oeste.


Muchos kilómetros cuadrados de marismas y una sierra alta y escarpada obligaban a la Via Egnatia a adentrarse más de quince kilómetros en la llanura del río Ganga, en la cual se alzaba el antiguo pueblo de Filipos sobre una meseta rocosa. En el cercano monte Pangeo, Filipo, padre de Alejandro Magno, había encontrado los fondos necesarios para financiar sus guerras, destinadas a unir Grecia y Macedonia: el Pangeo había sido muy rico en oro, pero los filones se habían agotado hacía mucho tiempo. Filipos aún sobrevivía gracias a sus fértiles tierras, fértiles si las inundaciones eran favorables, pero su población se había reducido a no más de un millar de almas cuando los Libertadores y los triunviros se encontraron allí dos años y medio después de la muerte de César. Saxa se había apostado con cuatro legiones en el paso de Corpilano, el que se hallaba más al este de los dos, en tanto que Norbano ocupaba el paso Sapeano con sus cuatro legiones.

Cabalgando junto a Casio, Rascupolis y los legados para ver cómo se había atrincherado Saxa, Bruto advirtió que Saxa no veía el mar, en tanto que Norbano, más al oeste, tenía dos torres de vigilancia desde las que se avistaba cualquier movimiento en el agua. Tímidamente, Bruto sugirió a Casio:

– ¿Por qué no inducimos a Saxa a salir del paso Corpilano émbarcando una de nuestras legiones en los barcos de transporte y haciéndola navegar cerca de la costa para que dé la impresión de que la mitad de nuestro ejército se dirige a Neapolis para marchar desde allí por la carretera y atacarlo por el flanco?

Asombrado ante aquella inesperada prueba de sagacidad militar, Casio parpadeó.

– Bueno, si alguno de ellos tiene la talla de César como comandante, no dará resultado, porque situarse entre ellos no obligará a ninguno de los dos a moverse, pero si no están a la altura de César, quizá se dejen llevar por el pánico. Lo intentaremos. Enhorabuena, Bruto.

Cuando una numerosa flota cargada de soldados estuvo a la vista de las torres de vigilancia de Norbano y puso rumbo a Neapolis, Norbano mandó un desesperado mensaje a Saxa rogándole que se retirara apresuradamente.

Saxa siguió el consejo.

Los Libertadores atravesaron el paso Corpilano, lo cual significaba que tenían comunicación directa con Neapolis, pero allí se quedaron. Unidos en el paso Sapeano, Saxa y Norbano habían fortificado su posición en tal medida que era imposible desalojarlos.

– No están a la altura de César, pero saben que no podemos desembarcar nuestras fuerzas al oeste de su posición y antes de Anfípolis -dijo Casio-. Seguimos inmovilizados.

– ¿No podemos simplemente soslayarlos y desembarcar en Anfípolis? -preguntó Bruto, estimulado por su brillante idea anterior.

– ¡Cómo! ¿Y situarnos en medio de una tenaza? Antonio se desplazaría al este de Tesalónica si supiera que tenía ocho legiones para atacarnos por la retaguardia-dijo Casio con tono de paciente tolerancia.

– Ah.

– Ejem…, si se me permite hablar, Cayo Casio, os informaré de que hay un camino de cabras que atraviesa las cumbres por encima del paso Sapeano -terció Rascupolis.

Nadie prestó mucho caso al comentario durante tres días, pues ambos comandantes habían olvidado sus lecciones de historia sobre las Termópilas, donde finalmente logró reducirse a Leónidas y sus espartanos a través de un camino de cabras llamado Anopea. Por fin Bruto lo recordó, porque Catón el Censor había hecho lo mismo en ese mismo desfiladero, sorprendiendo a los defensores por el flanco.

– Es un auténtico camino de cabras -explicó entonces Rascupolis-, así que deberá ensancharse para el paso de las tropas. Eso puede hacerse, pero sólo si los excavadores trabajan en total silencio y llevan agua consigo. Creedme, no hay agua hasta que el camino termina en un arroyo.

– ¿Cuánto tiempo llevaría esa tarea? -preguntó Casio, sin tener en cuenta el hecho de que los nobles tracios no eran expertos en los trabajos manuales.

– Tres días -contestó Rascupolis, calculando a bulto-. Yo personalmente acompañaré a los hombres para demostrar que no miento.

Casio encargó la misión al joven Lucio Bibulo, que partió con un grupo de avezados zapadores, cada uno de los cuales llevaba agua para tres días. El trabajo era sumamente peligroso, ya que debía realizarse justo por encima de las fuerzas de Saxa y Norbano, pero Lucio Bibulo, en cuanto empezó, no se planteó siquiera volver atrás. Ésa era su oportunidad de destacar. Al final de los tres días se les acabó el agua pero no vieron ningún arroyo. Muertos de sed y asustados, los hombres hubieran necesitado que se les animara y persuadiera para seguir trabajando cuando amaneció el cuarto día, pero el joven Lucio Bibulo se parecía demasiado a su difunto padre para recurrir a la paciencia y la persuasión. En lugar de eso les ordenó que siguieran so pena de ser azotados, y ante esto los hombres se sublevaron y empezaron a arrojar piedras al desdichado Rascupolis. Sólo un leve rumor de agua les devolvió la sensatez; los zapadores corrieron a beber y luego acabaron el camino y regresaron al campamento de los Libertadores.

– ¿Por qué no enviaste a alguien a por más agua? -preguntó Casio, atónito por la estupidez de Lucio Bibulo.

– Dijiste que había un arroyo.

– En el futuro recuérdame que te ponga en un puesto más acorde con tu mentalidad -gruñó Casio-. ¡Los dioses me libren de los nobles sin cerebro!

Puesto que ni Bruto ni Casio deseaban entrar en combate, su ejército marchó por la nueva carretera haciendo el mayor ruido posible. El resultado fue que Saxa y Norbano se retiraron ordenadamente a Anfípolis, un gran puerto maderero a ochenta kilómetros al oeste de Filipos. Allí, bien instalados -pero maldiciendo al príncipe Rascus, que no les había hablado del camino de cabras-, enviaron un mensaje a Marco Antonio, que se acercaba rápidamente.

Así, a finales de septiembre, Bruto y Casio tenían controlados los dos pasos de montaña, y pudieron avanzar hasta la llanura del río Ganga para levantar un amplio campamento. Ese año no había peligro de inundaciones.

– Filipos es una buena posición -dijo Casio-. Controlamos el Egeo y el Adriático; Sicilia y las aguas cercanas están en manos de nuestro amigo y aliado Sexto Pompeyo; la hambruna seguía generalizada y los triunviros no encontrarán comida en ninguna parte. Permaneceremos aquí durante algún tiempo; esperaremos a que Antonio se dé cuenta de que está derrotado y se retire a Italia. En ese momento iniciaremos la invasión. Pero por entonces sus tropas estarán tan famélicas, y toda Italia tan harta del Triunvirato, que conseguiremos una victoria incruenta.


Levantaron un campamento debidamente fortificado, pero dividido en dos partes. Casio ocupó la colina al sur de la Via Egnatia, quedando su otro flanco protegido por kilómetros de marisma más allá de la cual se extendía el mar. Bruto se apostó en las dos colinas gemelas al norte de la Via Egnatia, su otro flanco protegido por escarpadas paredes de roca y desfiladeros intransitables. Ambos compartían una puerta principal en la propia Via Egnatia, pero una vez superada esa entrada común, había dos campamentos independientes con fortificaciones independientes. No existía libre acceso entre ambos, lo cual significaba que los soldados no podían desplazarse de uno a otro lado de la carretera.

La distancia entre la cima de la colina de Casio y la cima de la colina de Bruto era de alrededor de un kilómetro y medio, así que entre estas dos elevaciones construyeron una muralla sólidamente fortificada en el lado oeste. Esta muralla no formaba una línea recta; se curvaba hacia atrás en el centro, allí donde cruzaba la carretera ante la puerta principal, dibujando un gran arco. Dentro de la muralla, cada campamento tenía sus propias líneas interiores de fortificación, que se extendían a cada lado de la Via Egnatia hasta el comienzo del paso Sapeano.

– Nuestro ejército es demasiado numeroso para un único campamento -explicó Casio durante una reunión con sus legados y los de Bruto-. Al disponer de dos campamentos separados, si el enemigo penetra en uno, no podrá entrar en el otro. Eso nos da tiempo para organizar la ofensiva. La carretera de Neapolis nos permite traer provisiones fácilmente. Sí, bien pensado, en el improbable caso de que seamos atacados, estaremos en disposición de defendernos.

Ninguno de los presentes lo contradijo. Lo que preocupaba a todos los presentes era la noticia de que Marco Antonio había llegado a Anfípolis con ocho legiones más y miles de hombres a caballo. No sólo eso, sino que además Octaviano estaba en Tesalónica y tampoco tenía intención de detenerse, pese a que llegaban informes de que estaba tan enfermo que debía viajar en litera.

Casio cedió lo mejor de todo a Bruto. Lo mejor de la caballería, las mejores legiones de veteranos de César, la mejor artillería. No sabía cómo apuntalar a su timorato, vacilante y poco marcial compañero en aquella gran empresa. Bruto tenía todos esos defectos por más que de vez en cuando mostrara alguna inspiración en cuestiones de táctica. Sardis había demostrado a Casio que a Bruto le interesaban más las abstracciones que las necesidades prácticas generadas por la guerra. El problema de Bruto no era exactamente la cobardía, no era sólo que la guerra y las batallas lo horrorizaran, sino más bien su incapacidad para interesarse por las cuestiones militares. Cuando debería haber estado estudiando mapas y visitando a sus hombres para levantarles la moral, estaba acurrucado con sus tres filósofos discutiendo sobre tal o cual tema, o escribiendo una de aquellas escalofriantes cartas a su esposa muerta. Sin embargo, cuando se le reprochaban sus estados de ánimo y su depresión crónica, negaba que los padeciera. O a veces hablaba del asesinato de Cicerón y de que se lo haría pagar a los triunviros, por poco apto que fuera para ese cometido. Tenía una especie de fe ciega en la justicia tal como él la entendía, y no daba crédito a que hombres malvados como Antonio y Octaviano tuvieran oportunidad de vencer. Él defendía la restauración de la antigua República y las libertades de los nobles romanos, causas que no podían perderse. Hombre muy distinto, Casio se encogía de hombros y simplemente hacía lo que estaba en sus manos para proteger a Bruto de sus debilidades. Que Bruto tuviera lo mejor de todo, y que Vediovis, dios de las dudas y las decepciones quisiera que fuera bastante.

Bruto ni siquiera llegó a darse cuenta de lo que Casio había hecho por él.


Antonio llegó a la llanura del río Ganga el último día de septiembre y levantó el campamento a unos dos kilómetros de la muralla occidental en forma de arco de los Libertadores.

Tomó clara conciencia de lo desventajosa que era su posición. No tenía leña y las noches eran muy frías, los mejores alimentos de la caravana tardarían aún varios días en llegar, y el agua de los pozos que excavaron era más sucia y salobre que la del río. Los Libertadores, dedujo, debían de tener acceso a buenos manantiales en la sierra rocosa que se alzaba a sus espaldas, así que envió hombres a explorar el monte Pangeo, donde encontró agua potable, que inicialmente tuvo que transportar al campamento hasta que sus ingenieros, utilizando soldados como peones, construyeron un acueducto improvisado.

No obstante, hizo lo que haría cualquier general romano competente: proteger y fortificar su posición con murallas, parapetos, torres y zanjas. Luego dispuso la artillería. A diferencia de Bruto y Casio, construyó un solo campamento para sus soldados de a pie y los de Octaviano, y añadió un pequeño campamento a cada lado para la caballería, cuyos animales beberían el agua salobre. A continuación colocó a sus dos legiones peores en el pequeño campamento del lado del mar, donde estaba localizado su propio cuartel, y dejó espacio suficiente en el otro campamento pequeño para las dos legiones que Octaviano traería consigo. Éstas actuarían como reserva.

Después de estudiar el terreno, decidió que allí cualquier batalla tendría que ser librada por la infantería, así que en plena noche y en secreto mandó a todos sus soldados de caballería, excepto a tres mil, de regreso a Amfípolis. Al situar el cuartel y los aposentos de Octaviano en el otro campamento pequeño, simétricamente situado con respecto al suyo, no se le ocurrió pensar que la enfermedad de Octaviano se vería agravada por la proximidad de los caballos. Sencillamente le indignaba que las legiones siguieran admirando a aquel insignificante cobarde pese a sus afeminadas quejas, y que de hecho parecieran pensar que Octaviano intercedía ante Marte en nombre de ellos.

Todavía en litera, Octaviano llegó con sus cinco legiones a primeros de octubre, y la caravana de pertrechos apareció un día después. Cuando Octaviano vio el campamento que Antonio le había destinado, miró a Agripa con desesperación, pero tuvo el sentido común de no presentar una protesta a Antonio.

– En todo caso no lo entendería; él tiene una salud excelente. Plantaremos mi tienda al fondo, junto a las empalizadas exteriores, donde, espero, la brisa marina que llega a través de esas marismas quizá se lleve el polvo que levantan los cascos de los caballos.

– Será lo mejor -convino Agripa, asombrado ante el temple de que hacía gala César. Tiene una voluntad, pensó, muy superior a la de un simple mortal. Se resiste a rendirse, y más aún a morir, aunque sólo sea porque en cualquiera de los casos Antonio sería el principal beneficiario.

– Si cambia el viento o aumenta el polvo, César -añadió Agripa-, puedes salir por esa pequeña puerta y acercarte a las marismas en busca de alivio.


En Filipos ambos bandos disponían de diecinueve legiones y podían poner en combate a unos cien mil soldados de infantería, pero los Libertadores contaban con más de veinte mil caballos, en tanto que Antonio había reducido los suyos de trece mil a sólo tres mil.

– Las cosas han cambiado desde la época de César en la Galia -dijo Antonio a Octaviano mientras cenaban-. Él se consideraba con ventaja si tenía dos mil caballos que lanzar contra media Galia, y además unas cuantas levas de sugambros. Creo que en el campo de batalla nunca dispuso de más de un jinete por cada tres o cuatro del enemigo.

– Sé que haces ir de un lado para otro a tus soldados de caballería, como si aún tuvieras miles y miles, Antonio, pero no los tienes -dijo Octaviano, que comió con desgana un trozo de pan-. En cambio, tus oponentes tienen un gran campamento de caballería en lo alto del valle, por lo que me ha dicho Agripa. ¿Eso por qué? ¿Tiene algo que ver con César?

– No encuentro forraje -contestó Antonio, limpiándose el mentón-, así que tendré que contentarme con la caballería de que dispongo, como hacía César. Va a ser una laboriosa batalla centrada en la infantería.

– ¿Crees que los hombres combatirán?

– No quieren, lo sé. Pero al final tendrán que luchar, porque no vamos a marcharnos hasta que lo hagan.


La repentina llegada de Antonio había desconcertado a Bruto y Casio, convencidos como estaban de que se quedaría en Amfípolis hasta darse cuenta de que su presencia en Tracia no servía de nada. Y sin embargo allí estaba, al parecer deseoso de batalla.

– No presentaremos batalla-dijo Casio, observando con expresión ceñuda las marismas.

Al día siguiente empezó a trabajar en el flanco expuesto del lado de las marismas, con la idea de prolongar sus fortificaciones hasta el centro de las propias marismas, impidiendo así a las tropas de los triunviros rodearlos para atacar por la retaguardia. Simultáneamente empezaron a añadirse zanjas, murallas y empalizadas a la puerta de la Via Egnatia; hasta ese momento Casio había pensado que el río Ganga, cuyo cauce pasaba frente a sus dos colinas, proporcionaría protección suficiente, pero era evidente que el nivel del agua descendía a diario en aquel otoño frío y seco de un año frío y seco. Los hombres no sólo podían vadearlo, sino que podían luchar en él. Por tanto se requerían más defensas, más fortificaciones.

– ¿Por qué están tan ajetreados? -preguntó Bruto a Casio desde lo alto de la colina de Casio, señalando con la mano el campamento triunviral.

– Porque se preparan para un importante combate.

– Ah -dijo Bruto con voz ahogada, y tragó saliva.

– No habrá combate -añadió Casio con tono tranquilizador.

– ¿Por eso has prolongado tus defensas hasta el interior de las marismas?

– Sí, Bruto.

– Me pregunto qué pensaran de todo esto los habitantes de Filipos.

Casio lo miró con cara de perplejidad.

– Tiene alguna importancia lo que piensen los habitantes de Filipos?

– Supongo que no -respondió Bruto con un suspiro-. Era simple curiosidad.


A lo largo de octubre no se produjeron más que unas cuantas escaramuzas menores entre grupos que salían en busca de forraje. A diario los triunviros permanecían alerta en espera de la batalla; a diario los Libertadores los ignoraban.

Casio pensaba que el ritual diario de blandir las armas realizado por el enemigo era lo único que hacían los triunviros, pero se equivocaba. Antonio había decidido atacar a Casio por el flanco de las marismas, y había concentrado en ello aun tercio de todo su ejército. Ordenó a los no combatientes y los auxiliares de la caravana de pertrechos que se endosaran la armadura e imitaran a los soldados en la exhibición ritual de las armas mientras los soldados se entregaban con ahínco a sus tareas. Para ellos el trabajo era señal de que la batalla se acercaba, y cualquier soldado que se preciara esperaba con entusiasmo la batalla. La moral era alta y predominaba el optimismo, porque sabían que tenían buenos generales y que la mayoría de los hombres sobrevivirían al combate. No sólo los dirigía el gran Marco Antonio, sino también César Divi Filius, que era la víctima expiatoria del ejército y la niña de sus ojos.

Antonio empezó a abrir un canal transitable a través de las marismas y a lo largo de las defensas construidas por Casio, con la intención de rodear el campamento para llegar a la retaguardia y bloquear la carretera de Neapolis, además de atacar el punto vulnerable de Casio. Durante diez días seguidos fingió llamar a sus hombres para la batalla mientras más de un tercio de ellos trabajaban en las marismas, ocultos a la vista de Casio por los juncos y la hierba alta. Éstos construyeron una firme pasarela, llevando incluso pilares para levantar sólidos puentes por encima de las zonas pantanosas más profundas, y todo en completo silencio. Mientras avanzaban equiparon la pasarela con salientes que servirían de base para unas fortificaciones que, dotadas de torres y parapetos, serían casi inexpugnables.

Pero Casio no vio nada ni oyó nada.


El vigesimotercer día de octubre, Casio cumplió cuarenta y dos años; Bruto tenía cuatro meses y medio menos que él. Por derecho Casio debería haber sido cónsul ese año; en lugar de eso, estaba en Filipos esperando a un ejército resuelto. Hasta qué punto era un ejército resuelto lo descubrió al amanecer del día de su cumpleaños. Antonio abandonó su actitud secreta y mandó una columna de tropas de asalto a ocupar todos los salientes y utilizar los materiales allí acumulados para convertirlos en fortalezas.

Consternado, Casio se apresuró a contrarrestar la maniobra de Antonio intentando prolongar sus fortificaciones hasta el mar; utilizó a todo su ejército y lo obligó a trabajar sin contemplaciones. No pensó en nada más, ni siquiera en la posibilidad de que aquella ocasión de Antonio fuera algo más importante que la tentativa de un ejército por superar al otro por el flanco. Si se hubiera detenido a pensar, acaso habría comprendido lo que se avecinaba, pero no fue así. De modo que no se dedicó a preparar a sus tropas para la batalla, y se olvidó totalmente de Bruto y sus legiones, a quienes no mandó mensaje alguno, y menos aún órdenes. Como no sabía nada de Casio, Bruto, viendo todo aquel alboroto, supuso que él debía quedarse de brazos cruzados.

A mediodía Antonio atacó por dos frentes, utilizando la mayor parte de los ejércitos de ambos jefes; sólo dejó en reserva dentro del pequeño campamento a las dos legiones más inexpertas de Octaviano. Antonio dispuso a sus hombres en línea de cara al este frente al campamento de Casio; luego orientó hacia el sur a la mitad de sus hombres para arremeter contra los de Casio mientras éstos trabajaban denodadamente en las marismas. Entretanto la otra mitad atacó la puerta principal desde la carretera, pero por el lado de Casio. Los soldados apostados ante la puerta principal tenían escalas y garfios, y entraron en combate con gran entusiasmo, contentos de que por fin se hubiera iniciado la batalla.

Lo cierto era que incluso mientras Antonio atacaba, Casio seguía convencido de que Antonio no quería guerrear. Pese a que él y Antonio eran prácticamente de la misma edad, nunca habían coincidido en los mismos círculos ni en la infancia ni en la adolescencia ni en la vida adulta. Antonio, el demagogo fanfarrón plagado de vicios; Casio, el vástago marcial de una familia plebeya igualmente antigua y noble, que siempre tomaba el camino correcto. Cuando se encontraron en Filipos ninguno de los dos conocía la manera de pensar del otro. Así pues, Casio no tomó en consideración la temeridad de Antonio, dando por supuesto que su rival actuaría como él. En ese momento, la batalla ya iniciada, era ya demasiado tarde para organizar su resistencia o avisar a Bruto.

Las tropas de Antonio corrieron hacia la muralla de Casio bajo una lluvia de proyectiles e hicieron retroceder a la primera línea de Casio, que formó ante la muralla en terreno seco. En cuanto cayó la primera línea, los soldados triunvirales se abalanzaron contra las defensas exteriores de Casio y dejaron aislados a quienes aún trabajaban en las marismas. Éstos, buenos legionarios como eran, llevaban consigo sus armas y sus armaduras, de modo que se aprestaron rápidamente para el combate y corrieron a sumarse a la lucha, pero Antonio mandó contra ellos unas cuantas cohortes y los obligó a volver, sin jefes, a las marismas. Allí intervinieron las tropas de asalto instaladas en las fortalezas del puente, que rodearon a los hombres de Casio como si fueran corderos. Algunos consiguieron evitar la captura, se escabulleron por detrás de la colina de Casio y fueron a refugiarse en el campamento de Bruto.

Habiéndose asegurado el éxito en la marisma, Antonio se concentró en el asalto de la puerta principal, donde sus hombres habían derribado parte de la muralla y se disponían a arremeter contra la línea interior de las fortificaciones de Casio.

En el campamento de Bruto, miles de soldados, dispuestos a lo largo de la muralla de la Via Egnatia, esperaban atentos el sonido de una corneta o las órdenes de un legado. En vano. Nadie les dio instrucciones de acudir al rescate de Casio. Así que a las dos de la tarde, los soldados expectantes tomaron la iniciativa. Sin aguardar órdenes, desenvainaron sus espadas, saltaron desde la muralla de Bruto y atacaron a los hombres de Antonio mientras éstos intentaban destruir las defensas interiores de Casio. Su esfuerzo dio resultado hasta que Antonio movilizó a parte de sus fuerzas de reserva y las dispuso entre sus soldados y los de Bruto, que estaban en situación de desventaja porque atacaban cuesta arriba.

Aquellos hombres de Bruto eran los valerosos veteranos de César; en cuanto vieron perdida su causa, la abandonaron e iniciaron otra lucha. Se dieron media vuelta y atacaron el pequeño campamento de Octaviano, irrumpiendo en él sin la menor dificultad. Contenía las dos legiones de reserva, el grueso de la caravana de pertrechos y unos cuantos soldados de caballería. No eran rival para los atacantes. Los veteranos de César tomaron el campamento, mataron a los defensores que se resistieron y penetraron en el campamento principal donde no había un solo defensor. A las seis de la tarde, tras saquear por completo el campamento triunviral, se dieron media vuelta y regresaron a la colina de Bruto en la oscuridad.


Al principio del conflicto se levantó una gran nube de polvo, de tan seco como estaba el terreno fuera de las marismas; nunca estuvo el aire tan turbio en una batalla como en aquel primer enfrentamiento de Filipos. Gracias a eso se libró Octaviano de la ignominia de ser capturado; notando que su asma empeoraba, salió por la pequeña puerta con la ayuda de Heleno y se encaminó hacia las marismas, donde pudo ponerse de cara al mar y respirar.

Pero para Casio aquella opaca nube significó una total pérdida de contacto con lo que ocurría, ahora que el combate en la marisma se había decantado claramente del lado de Antonio. Ni siquiera desde lo alto de la colina de su campamento Casio veía nada; el campamento de Bruto, a tan corta distancia, se había perdido de vista. Sí sabía, no obstante, que el enemigo penetraba en sus defensas por la Via Egnatia, y que su campamento estaba inevitablemente condenado a sucumbir. ¿Se hallaba Bruto bajo un asalto igual de feroz? ¿Estaba también condenado el campamento de Bruto? Tenía que suponer que así era, pero no lo veía.

– Voy a buscar un lugar elevado -dijo a Cimbro y Quinctilio Varo-. Marchaos, creo que nos han derrotado. Creo…, pero no lo sé. Titinio, ¿me acompañas? Quizá desde Filipos veamos qué ocurre.

Así, pues, a las cuatro y media de la tarde, Casio y Lucio Titinio montaron en sus caballos y salieron por la puerta trasera. Rodearon la colina de Bruto y llegaron al camino que ascendía a la meseta de Filipos. Una hora después, ya al anochecer, se elevaron por encima de la nube de polvo y contemplaron la llanura. Vieron que abajo reinaba la oscuridad y que la nube parecía una segunda llanura, plana y uniforme, por encima de la otra.

– Bruto también debe de haber sido derrotado -dijo Casio a Titinio con voz apagada-. Hemos venido hasta aquí, y para nada.

– Aún no podemos estar seguros -contestó Titinio a modo de consuelo.

En ese momento un grupo de jinetes surgió de la bruma parda, ascendiendo al galope hacia ellos por la ladera del monte.

– Caballería triunviral-dijo Casio, mirándolos con atención. -Podrían ser de los nuestros. Permíteme que los intercepte y lo averigüe -dijo Titinio.

– No, parecen germanos. No vayas, por favor.

– Casio, también nosotros tenemos soldados germanos. Allá voy. Espoleando a su montura, Titinio se dio media vuelta y descendió para salir al paso a los jinetes. Casio, que lo observaba, vio cómo rodeaban a su amigo y lo prendían. Los gritos llegaron hasta él.

– Lo han atrapado -dijo a Píndaro, el liberto que le llevaba el escudo, y después desmontó y se desabrochó la coraza-. Como liberto, Píndaro, no me debes nada excepto mi muerte.

Desenfundó el puñal, el mismo que había hundido tan cruelmente en el rostro de César. Curiosamente, en ese momento sólo recordó lo mucho que había odiado entonces a César. Tendió el puñal a Píndaro.

– Clávalo bien -dijo, descubriendo su costado izquierdo para recibir el golpe.

Píndaro lo clavó bien. Casio se desplomó de bruces en el camino. Sollozando, su liberto lo contempló y luego montó a lomos de su caballo y lo espoleó en dirección al pueblo.

Pero los soldados de caballería germanos eran de los Libertadores, e iban hacia allí con la intención de informar a Casio de que los hombres de Bruto habían irrumpido en el campamento triunviral y obtenido una victoria. El primer enfrentamiento de Filipos había sido un empate. Con Titinio en medio del grupo, los jinetes ascendieron por la cuesta y encontraron a Casio muerto en el camino, mientras su caballo le acariciaba el rostro con el hocico. Saltando de la silla Titinio corrió hacia él, lo abrazó y lloró.

– ¡Casio, Casio, era una buena noticia! ¿Por qué no has esperado?

No le vio sentido a seguir vivo si Casio había muerto. Titinio sacó su espada y se dejó caer sobre ella.


Bruto había pasado casi toda aquella tarde aterradora en lo alto de su colina, intentando en vano ver el campo de batalla. No sabía qué ocurría; no sabía que varias de sus legiones habían tomado la iniciativa y conseguido una victoria; no sabía qué esperaba Casio que él hiciera. Nada, suponía.

– Nada, supongo -fue lo que dijo a sus legados, a sus amigos, y a todos aquellos que acudieron a él para apremiarle a que hiciera algo, cualquier cosa.

Fue Cimbro, con el cabello alborotado y sin aliento, quien le anunció la victoria y le informó del botín que sus legiones, gritando de júbilo, habían traído de la otra orilla del río Ganga.

– Pero… pero Casio no… no ha ordenado eso -dijo Bruto tartamudeando, con una mirada de consternación.

– Lo han hecho de todos modos, y ha sido lo mejor para ellos. Y lo mejor también para nosotros, plañidero -replicó Cimbro, agotada su paciencia.

¿Dónde está Casio? ¿Y los demás?

– Casio y Titinio han subido a Filipos para intentar ver qué ocurría en medio de esta nube de polvo. Quinctilio Varo ha creído que todo estaba perdido y se ha arrojado sobre su propia espada. En cuanto a los demás, no sé nada. ¿Ha habido alguna vez batalla más confusa?

Oscureció y lentamente el polvo empezó a posarse. En ninguno de los dos bandos nadie sería capaz de evaluar los resultados del día hasta la mañana siguiente, así que los Libertadores supervivientes se reunieron a comer en la casa de madera de Bruto, se bañaron y se cambiaron de ropa.

¿Quién ha muerto hoy? -preguntó Bruto antes de servirse la cena.

– El joven Lúculo -contestó Quinto Ligario, uno de los asesinos.

– Lentulo Spinter, luchando en las marismas -dijo Pacuvio Antistio Labeo, otro asesino.

– Y Quinctilio Varo -añadió Cimbro, también asesino.

Bruto lloró, sobre todo por el imperturbable innovador Spinter, hijo de un hombre más torpe y menos valioso.

En el exterior se oyó un alboroto, y el joven Catón irrumpió con la mirada enloquecida.

– ¡Marco Bruto! -exclamó-. ¡Ven! ¡Sal!

El tono de su voz impulsó a la docena de hombres presentes a levantarse y acercarse a la puerta. Fuera, en el suelo, yacían los cadáveres de Cayo Casio Longino y Lucio Titinio en una tosca litera. Bruto dejó escapar un débil chillido, cayó de rodillas y, cubriéndose el rostro con las manos, empezó a balancearse de atrás hacia delante.

– ¿Cómo ha sido? -preguntó Cimbro asumiendo el control.

– Los han traído unos soldados de caballería germanos -explicó Marco Catón, muy rígido, en actitud marcial; su padre no le habría reconocido-. Por lo visto, Casio los tomó por soldados de Antonio que iban en su búsqueda para tomarlo prisionero, cuando él y Titinio estaban en el camino de Filipos. Titinio salió al paso de los militares y averiguó que eran de los nuestros, pero cuando volvió para comunicárselo a Casio, éste ya se había suicidado. Entonces Titinio se dejó caer sobre su espada.


– ¿Y dónde estabas tú mientras ocurría todo esto? -bramó Marco Antonio, de pie entre las ruinas de su campamento.

Apoyado en Heleno, y sin querer mirar al callado Agripa, que tenía la mano en el puño de la espada, Octaviano, sin achicarse, fijó la vista en los ojos pequeños y coléricos de Antonio.

– En las marismas, intentando respirar.

– ¡Mientras esos cunni nos robaban los fondos para la guerra!

– Estoy seguro de que los recuperarás, Marco Antonio -resolló Octaviano, bajando sus pestañas largas y claras.

– En eso tienes razón, bobo inútil, los recuperaré. ¡Niño mimado, nunca serás un buen comandante! Yo me consideraba ya vencedor, cuando unos cuantos renegados del campamento de Bruto estaban saqueando mi campamento. ¡Mi campamento! ¡Y para colmo han muerto varios miles de hombres! ¿De qué vale matar a ocho mil hombres de Casio si yo pierdo otros muchos en mi propio campamento? ¡No serías capaz de organizar ni una pelea de broma!

– Yo nunca he pretendido ser capaz de organizar una pelea de broma -respondió Octaviano con serenidad-. Tú has tomado las decisiones de hoy, no yo. Apenas te has molestado en anunciarme que atacabas, y desde luego no me has invitado a participar en tu Consejo.

– ¿Por qué no lo dejas y te vas a casa, Octaviano?

– Porque soy co-comandante en esta guerra, Antonio, te guste o no. He aportado el mismo número de hombres (hoy ha muerto mi infantería, no la tuya) y más dinero que tú, por más que grites y fanfarronees. En el futuro, te recomiendo que me incluyas en tus consejos de guerra y planifiques mejor la defensa de tu campamento.

Con los puños apretados, Antonio expectoró y escupió en el suelo a los pies de Octaviano. A continuación se marchó hecho una furia.

– Déjame matarlo, por favor -rogó Agripa-. Lo vencería, César, estoy seguro. Está haciéndose viejo y bebe demasiado. Déjame matarlo. Puedo hacerlo en una lucha justa: lo retaré a un duelo.

– No, hoy no -contestó Octaviano, y se dio media vuelta con intención de regresar a su maltrecha tienda. Los no combatientes cavaban fosas a la luz de las antorchas porque había muchos caballos que enterrar. Un caballo muerto equivalía a un soldado de caballería que no podía combatir, como los hombres de Bruto bien sabían-. Has participado en lo más enconado del combate, Agripa. Tauro me lo ha dicho. Lo que necesitas es dormir, no batirte en duelo con un vulgar gladiador como Antonio. Tauro me ha contado que has ganado nueve phalerae de oro por ser el primero en saltar al otro lado de la muralla de Casio. Tu recompensa debería haber sido una corona vallaris, pero, según Tauro, Antonio se ha negado porque había dos murallas y tú no has sido el primero en saltar las dos. Estoy orgulloso de ti. Cuando combatamos contra Bruto, tú estarás al frente de la Cuarta legión.

Aunque muy complacido por el elogio, a Agripa le preocupaba más César que su propia suerte. Después de la inmerecida reprensión del animal de Antonio, pensó, César debería tener la cara amoratada y estar agonizando. En lugar de eso, la discusión había actuado, al parecer, como una medicina mágica, mejorando su estado. ¡Qué tranquilo se le veía! No se había alterado en absoluto. Poseía su propia clase de valentía. Antonio no llegará a ninguna parte si intenta minar la reputación de César entre las legiones mofándose de él y tachándolo de cobarde. Saben que César está enfermo, y creen que hoy su enfermedad les ha ayudado a conseguir una gran victoria. Porque es una gran victoria. Las tropas que hemos perdido eran las peores, mientras que los hombres que han perdido los Libertadores eran los mejores de Casio. No, las legiones no creerán que César es un cobarde. Serán los compinches de Antonio y los falsos generales del Senado que están en Roma, los que creerán las mentiras de Antonio. Allí se olvidará de mencionar la enfermedad de César.


El campamento de Bruto estaba lleno a rebosar. Unos veinticinco mil soldados de Casio habían conseguido refugiarse en su interior. Algunos estaban heridos, la mayoría estaban sólo exhaustos, primero por el trabajo en las marismas y luego por el combate. Bruto hizo sacar raciones extra de intendencia, obligó a los panaderos no combatientes a trabajar con el mismo ahínco con el que se habían afanado los soldados en las marismas, y ofreció a éstos pan recién hecho y sopa de lentejas con abundante tocino. Hacía frío, y no era fácil encontrar leña porque los árboles talados de las colinas aún estaban demasiado verdes para arder. La sopa y el pan con aceite les serviría para entrar en calor.

Al imaginarse cómo reaccionarían los soldados al conocer la muerte de Casio, Bruto sintió pánico. Cargó los nobles cadáveres en una carreta y en secreto los mandó a Neapolis bajo la supervisión del joven Catón, que recibió instrucciones de incinerarlos allí y enviar las cenizas a Roma antes de regresar. ¡Qué terrible, qué irreal era ver el rostro de Casio privado de vida! Aquél había sido el rostro más vivo que había visto jamás. Habían sido amigos desde la escuela, se habían convertido en cuñados, sus vidas habían estado inseparablemente ligadas aun antes de que la acción de matar a César los uniera para bien o para mal. Ahora estaba solo. Las cenizas de Casio serían entregadas a Tertula, que tanto había deseado tener hijos sin conseguirlo. Parecía el destino de las mujeres julianas; en eso, ella había salido a César. Ya era demasiado tarde para tener hijos. Demasiado tarde para ello, demasiado tarde también para Marco Bruto. Porcia está muerta, mi madre viva. Porcia está muerta, mi madre viva. Porcia está muerta, mi madre viva.

Cuando el cadáver de Casio estuvo en camino, Bruto notó que le invadía una peculiar sensación de fuerza; la empresa había quedado plenamente en sus manos, era él el único Libertador superviviente que importaba para los libros de Historia. Así que envolvió su cuerpo flaco y encorvado en una capa y se dispuso a hacer lo posible por reconfortar a los hombres de Casio. Sentían hondamente la derrota, descubrió Bruto yendo de grupo en grupo para hablar con ellos y calmarlos. No, no, no ha sido culpa vuestra, no os ha faltado valor ni determinación. Antonio, militar sin principios, os atacó por sorpresa, no actuó como un hombre de honor. Lógicamente deseaban saber cómo estaba Casio, por qué no los visitaba él. Convencido de que la noticia de su muerte los desmoralizaría por completo, Bruto mintió: Casio estaba herido, tardaría unos días en poder levantarse otra vez. El engaño dio resultado.

Cuando se acercaba el amanecer, convocó a sus propios legados, tribunos y centuriones superiores para celebrar una conferencia.

– Marco Cicerón-dijo Bruto al hijo de Cicerón-, es tu misión hablar con mis centuriones e incorporar a los soldados de Casio a mis legiones, aunque éstas queden demasiado nutridas. Pero averigua si algunas de sus legiones ha sufrido tan pocas bajas que no hará falta disolverla.

El joven Cicerón asintió con entusiasmo; el aspecto más doloroso de ser el hijo del gran Cicerón era que en justicia debería haber sido el hijo de Quinto Cicerón, mientras que el joven Quinto debería haber sido el vástago del gran Cicerón. Porque Marco el joven era un guerrero y tenía pocas inquietudes intelectuales, en tanto que Quinto el Joven había sido estudioso e idealista. La tarea que Bruto acababa de encomendarle era idónea para sus aptitudes.

Pero después de reconfortar a los hombres de Casio, Bruto perdió aquella súbita energía y volvió a caer en su desaliento habitual.

– Pasarán unos días antes de que podamos presentar batalla -dijo Cimbro.

– ¿Presentar batalla? -repitió Bruto sin comprender-. No, Lucio Cimbro, no vamos a presentar batalla.

– ¡Pero debemos hacerlo! -exclamó Lucio Bibulo.

Los tribunos y centuriones cruzaron entre sí miradas de despecho; era obvio que todos deseaban ir a la batalla.

– Permaneceremos aquí sin movernos -contestó Bruto, irguiéndose con toda la dignidad de que pudo hacer acopio-. No presentaremos batalla. Repito: no presentaremos batalla.


Sin embargo al amanecer Antonio había hecho formar a sus tropas para la batalla. Molesto, Cimbro reunió al ejército de los Libertadores para hacer lo mismo. Se produjo de hecho un conato de enfrentamiento, interrumpido por la retirada de Antonio, ya que sus hombres estaban cansados, y sus campamentos necesitaban atención inmediata. Sólo había pretendido demostrar a Bruto que iba en serio, que no pensaba rendirse.

Al día siguiente Bruto convocó una asamblea general de toda su infantería y pronunció un breve discurso que sembró el desánimo entre la tropa. Bruto anunció que no tenía intención de presentar batalla en el futuro. No era necesario, y la prioridad era proteger sus valiosas vidas. Marco Antonio había actuado por encima de sus posibilidades, porque no quedaban cultivos ni animales en Grecia, en Macedonia y en el oeste de Tracia, así que iba a morirse de hambre. Las flotas de los Libertadores controlaban los mares, y Antonio y Octaviano no podrían obtener provisiones en ninguna parte.

– Así que relajaos, tenemos comida suficiente hasta la cosecha del próximo año si es necesario -concluyó-. Sin embargo, mucho antes de eso, Marco Antonio y César Octaviano habrán muerto de inanición.

Más tarde Cimbro dijo entre dientes:

– Eso ha sentado muy mal, Bruto. Quieren luchar. No quieren quedarse de brazos cruzados y comer mientras el enemigo se muere de hambre. Quieren luchar. Son soldados, no asiduos al Foro.

En respuesta, Bruto requirió sus fondos para la guerra y entregó a todos y cada uno de sus soldados cinco mil sestercios en efectivo en agradecimiento por su valor y lealtad. Pero el ejército lo interpretó como un soborno y perdió el poco respeto que sentía por Marco Bruto. Él intentó suavizar la situación prometiéndoles una campaña breve y lucrativa en Grecia y Macedonia después de que los triunviros se dispersaran para ir en busca de algo que comer, ya fuera paja, insectos o semillas. Bruto también apuntó la posibilidad de saquear Lacedomonia o Tesalónica, las dos ciudades más ricas todavía intactas.

– El ejército no quiere saquear ciudades, quiere combatir -insistió Quinto Ligario, furioso-. Quiere combatir aquí.

Pero por más que se lo repitieran, Bruto se negó a luchar.


A principios de noviembre el ejército triunviral estaba en un grave aprieto. Antonio envió grupos en busca de alimentos a lugares tan alejados como Tesalia y el valle del río Axio, mucho más allá de Tesalónica, pero regresaron con las manos vacías. Sólo una incursión en el territorio de los besios, en las orillas del río Estrimón, les proporcionó grano y legumbres, ya que Rascus, sintiéndose culpable por no haberse acordado del camino de cabras del paso Sapeano, se ofreció a guiarlos. La presencia de Rascus no había mejorado las relaciones entre Antonio y Octaviano: el príncipe tracio se negaba a tratar con Antonio e insistía en hablar con César, quien lo trataba con una deferencia de la que Antonio habría sido incapaz. Las legiones octavianas regresaron con víveres suficientes para resistir otro mes, pero no más.

– Ya es hora de que hablemos, Octaviano -dijo Antonio poco después.

– Siéntate, pues -respondió Octaviano-. ¿De qué tenemos que hablar?

– De estrategia. Como comandante eres un inepto, muchacho, pero desde luego eres un político hábil, y quizás un político hábil es lo que necesitamos. ¿Tienes alguna idea?

– Unas cuantas -contestó Octaviano con rostro inexpresivo-. Para empezar, creo que deberíamos prometer a nuestras tropas una gratificación de veinte mil sestercios.

– ¡Estás de broma! -exclamó Antonio, irguiéndose de inmediato-. Aunque hemos perdido bastantes hombres, esa paga ascendería a ocho mil talentos de plata, y no hay tal cantidad de dinero a este lado del Mare Nostrum.

– Eso es cierto. No obstante creo que debemos prometérsela. Por ahora con eso basta, mi querido Antonio. Nuestros hombres no son estúpidos; saben que no tenemos el dinero. Sin embargo, si podemos tomar el campamento de Bruto intacto y cerrar la carretera de Neapolis, encontraremos muchos miles de talentos de plata. Nuestras tropas son lo bastante inteligentes para darse cuenta de eso. Un incentivo más para forzar la batalla.

– Te entiendo. Muy bien, estoy de acuerdo. ¿Algo más?

– Según mis agentes, Bruto está sumido en un mar de confusiones.

– ¿Tus agentes?

– Uno hace lo que está al alcance de sus aptitudes físicas y mentales, Antonio. Como tú repites una y otra vez, mis aptitudes físicas y mentales no son las de un general. Sin embargo, hay en mí mucho de Ulises, y como ese héroe astuto, tengo hombres en nuestra propia Ilium, uno o dos en altas posiciones de la cadena de mando. Me facilitan información.

Antonio lo miró boquiabierto.

– ¡Eres listo, por Júpiter!

– Sí, lo soy -admitió Octaviano sin darle importancia-. Según mis agentes, a Bruto le preocupa que tantos de sus soldados estuvieran antes al servicio de César. Duda de su lealtad. Los hombres de Casio también le inquietan; piensa que no confían en él.

– ¿Y en qué medida el estado de ánimo de Bruto se debe a los comentarios de tus agentes? -preguntó Antonio con sagacidad.

César sonrió.

– En cierta medida, sin duda. Es vulnerable, nuestro Bruto. Un filósofo y un plutócrata en una sola persona. Ninguna de sus dos mitades cree en la guerra: el filósofo porque la considera repugnante y destructiva; el plutócrata porque es mala para los negocios.

– ¿Qué tiene eso que ver con lo que intentas hacer?

– Que Bruto es vulnerable. Puede obligársele a presentar batalla, creo. -Octaviano se reclinó con un suspiro-. En cuanto a cómo debemos provocar a sus hombres para que insistan en luchar, lo dejo en tus manos.

Antonio se levantó y contempló con el entrecejo fruncido la cabeza dorada.

– Una pregunta más.

– ¿Sí? -dijo Octaviano, mirándolo con un tenue brillo en los ojos.

– ¿Tienes agentes en nuestro ejército?

Otra de las sonrisas de César.

– ¿Tú qué crees?

– Creo que eres un retorcido, Octaviano. Y eso era algo que no podía decirse de César. Él siempre era recto como una flecha. Te desprecio.


A medida que avanzaba noviembre se iba agudizando el dilema de Bruto. Mirara adonde mirara, encontraba muestras de oposición, ya que todos deseaban una sola cosa: la batalla. Para aumentar aún más sus tribulaciones, Antonio hacía formar cada día a su ejército, y los hombres de las primeras filas empezaban a gañir como perros hambrientos, a aullar como perros en celo, a gimotear como perros apaleados. Luego insultaban a gritos a los soldados de los Libertadores, les decían que eran cobardes, débiles, que les daba miedo luchar. El alboroto penetraba en todos los rincones del campamento de Bruto, y cuantos oían las voces de los soldados triunvirales hacían rechinar los dientes, aborrecían aquellas ofensas… y aborrecían a Bruto por no aceptar la batalla.

El décimo día de noviembre Bruto empezó a flaquear. Al acoso a que lo sometían los demás asesinos, sus legados y sus tribunos, se había sumado el coro de los centuriones y soldados. Sin saber qué hacer, Bruto cerró su puerta y se quedó dentro de la casa con la cabeza entre las manos. La caballería asiática se marchaba en tropel sin molestarse siquiera en disimular. Desde antes del primer enfrentamiento de Filipos, para que los caballos pudieran pastar y beber había que conducirlos a los montes al menos una vez al día. Al igual que Antonio, Casio había previsto que el combate no requeriría mucha caballería, así que había empezado a enviar a casa a parte de la fuerza montada. Ahora, después del primer enfrentamiento de Filipos, en lugar de marcharse en pequeños grupos, la caballería abandonaba el campamento en tropel. Si llegaba el enfrentamiento, Bruto no podría poner en el campo de batalla a más de cinco mil caballos, pero no entendía que incluso esa cantidad sería excesiva. A él se le antojaba muy escasa.

Cuando se aventuraba a salir de la casa, sólo porque consideraba que era su obligación de vez en cuando, los cuchicheos y los gritos parecían darle a entender que muchos de sus soldados habían servido antes a César, y que a diario distinguían los rubios cabellos del heredero de César cuando éste pasaba revista ante la primera línea sonriendo y bromeando con sus hombres. Así que Bruto volvía a esconderse, sentándose con la cabeza entre las manos.

Finalmente, un día antes de los idus, Lucio Pilio Cimbro irrumpió en la casa sin previo aviso, se acercó al sorprendido Bruto y lo obligó a ponerse en pie.

– ¡Bruto, te guste o no, vas a luchar! -gritó Cimbro, fuera de sí a causa de la ira.

– No, sería el final. Deja que el enemigo se muera de hambre -gimió Bruto.

– Da la orden de que tus hombres se dispongan a combatir mañana, Bruto, o te relevaré del mando y la daré yo mismo. Y no creas que esto sólo es cosa mía; tengo el respaldo de todos los Libertadores, los otros legados, los tribunos, los centuriones y los soldados -dijo Cimbro-. Decídete, Bruto: ¿deseas conservar el mando o vas a cedérmelo?

– Que así sea -dijo Bruto en voz apagada-. Da las órdenes necesarias. Pero cuando todo haya acabado y estemos derrotados, recuerda que no era mi deseo.


Al amanecer, el ejército de los Libertadores salió del campamento de Bruto y formó a ese lado del río. Nervioso y asustado, Bruto había dado instrucciones a los tribunos y centuriones para que los soldados nunca se alejaran demasiado del campamento, con objeto de que pudieran entrar en él de nuevo, y de que todos tuvieran una vía segura para la retirada. Tribunos y centuriones, asombrados, hicieron caso omiso de esa orden. ¿Qué pretendía, decir a los hombres que la batalla estaba perdida antes de empezar?

Pero Bruto consiguió hacer llegar el mensaje a la tropa de todos modos. Mientras Antonio y Octaviano pasaban revista a sus hombres estrechándoles la mano, sonriendo, bromeando y deseándoles la protección de Marte Invicto y Divus Julius, Bruto, a lomos de un caballo, trotó ante sus soldados diciéndoles que si ese día perdían la batalla, la culpa sería de ellos. Eran ellos quienes habían insistido en combatir, él personalmente no quería saber nada de la batalla, se había visto obligado a aceptarla contra su propio sentido común. Lo decía con el semblante afligido, los ojos llorosos y los hombros encorvados. Cuando acabó su discurso, la mayoría de los soldados se preguntaban por qué se habían alistado en un ejército capitaneado por aquel derrotista.

Tuvieron tiempo de sobra para expresarse mutuamente ese sentimiento, dado que no sonó ninguna corneta con el toque de combate. Desde el amanecer permanecían en sus filas, apoyados en su escudo y sus pila, alegrándose de que fuera un día nublado de finales de otoño. A mediodía los no combatientes repartieron comida y los hombres de los dos ejércitos comieron en sus puestos, y luego siguieron apoyados en su escudo y sus pila.

¡Qué farsa!! Plauto no podía haber escrito una comedia más ridícula.

– Da la orden de batalla, Bruto, o despójate de la capa de general -dijo Cimbro a las dos de la tarde.

– Dame una hora más, Cimbro, sólo una hora más. Así será ya demasiado tarde para entablar una batalla decisiva, porque quedará poca luz del día. Las batallas que sólo duran dos horas no tienen demasiadas bajas, ni son decisivas -dijo Bruto, convencido de que ésa era una de las inspiraciones tácticas que habían impresionado incluso a Casio.

Cimbro lo miró, desconcertado.

– ¿Y qué me dices de Farsalia? Tú estabas allí, Bruto. Bastó con menos de una hora.

– Sí, pero murieron muy pocos. Haré sonar las cornetas dentro de una hora, ni un segundo antes -insistió Bruto con obstinación.

Así pues, a las tres sonaron las cornetas. El ejército triunviral lanzó vítores y cargó; el ejército de los Libertadores lanzó vítores y cargó. Volvía a ser una batalla de infantería; en la periferia del campo de batalla la caballería de ambos bandos hizo poco más que observarse.

Las dos grandes masas de soldados de a pie chocaron ferozmente, con gran fuerza y vigor. No hubo incursiones preliminares con pila o flechas, tal era el deseo de los hombres de abalanzarse unos sobre otros, de herirse con las cortas espadas. Desde el principio fue un combate cuerpo a cuerpo, ya que ambos bandos habían esperado demasiado. La matanza fue inmensa; ninguno de los bandos cedió un solo palmo. Cuando los hombres de las primeras filas caían, los siguientes ocupaban sus puestos pasando sobre los muertos y heridos con los escudos en alto, roncos de tanto gritar, asestando un golpe tras otro con la espada.

Las cinco mejores legiones de Octaviano formaron el ala derecha de Antonio, mientras que Agripa y su Cuarta legión se situaron más cerca de la Via Egnatia. Puesto que habían sido las huestes de Octaviano las que habían perdido el campamento, aquellas cinco legiones tenían una deuda pendiente con los veteranos de Bruto, colocados frente a ellos en el ala izquierda del ejército de éste. Después de casi una hora de lucha en la que nadie cedió ni ganó terreno, las cinco legiones de Octaviano empezaron a presionar de tal modo que obligaron al flanco izquierdo de Bruto a retroceder por pura fuerza bruta.

– ¡Oh! -exclamó Octaviano a Heleno, observando extasiado lo que ocurría-. Da la impresión de que empujan una máquina enorme. ¡Empuja, Agripa, empuja!

Lentamente los antiguos veteranos de César, ahora al servicio de Bruto, empezaron a ceder terreno, y cuando la presión que el enemigo ejercía sobre sus filas se hizo inaguantable, tuvieron que dispersarse. Aun así, no cundió el pánico, nadie huyó del campo de batalla. Cuando las filas de retaguardia se dieron cuenta de que las delanteras cedían, simplemente empezaron a retroceder también.

Pero una hora después del choque inicial, la tensión se hizo insufrible. De pronto la lenta retirada del ala izquierda de Bruto se convirtió en una desbandada, y las legiones de Octaviano siguieron al enemigo tan de cerca que estaba al alcance de sus espadas. Ajenos a la lluvia de piedras y dardos que llegaba de las murallas, los hombres de la Cuarta legión, con Agripa al frente, atravesaron la Via Egnatia y corrieron hacia la puerta principal y sus fortificaciones, cerrando el paso a los soldados fugitivos que buscaban refugio en el campamento de Bruto. Éstos, desperdigándose, escaparon a las marismas o a los barrancos de detrás de la colina.

El segundo enfrentamiento de Filipos duró muy poco más que la batalla de Farsalia, pero el número de bajas fue muy elevado; perecieron la mitad de los hombres del ejército de los Libertadores, o no volvió a saberse de ellos en el ámbito del Mare Nostrum. Más tarde correría el rumor de que algunos sobrevivieron para entrar al servicio del rey de los partos, pero diez mil soldados de Carres acabaron vigilando la frontera de Sogdiana contra las hordas esteparias de los masagetas, ya que el hijo de Labieno, Quinto Labieno, un acólito de confianza del rey Orodes, los invitó a ayudarle a adiestrar al ejército parto en las técnicas de combate romanas.

Bruto y su grupo habían observado las hostilidades desde lo alto de su colina; ese día habían gozado de buena visibilidad porque el polvo no se levantó por encima de la densa multitud de cuerpos. Cuando resultó evidente que la batalla estaba perdida, los tribunos de sus cuatro legiones veteranas acudieron a Bruto y le preguntaron qué debían hacer.

– Salvad vuestras vidas -dijo Bruto-. Intentad llegar hasta la flota de Neapolis, o a Tasos.

– Debemos escoltarte, Marco Bruto.

– No, prefiero ir solo. Ahora dejadme, por favor.

Estatilo, Estratón de Épiro y Publio Volumnio estaban con él; también lo acompañaban sus tres libertos más apreciados -sus secretarios Lucilio y Cleito y su escudero Dárdano- y otros más. Quizá serían veinte en total, incluidos los esclavos.

– Todo ha terminado -dijo Bruto, observando cómo la Cuarta de Agripa asaltaba las murallas-. Vale más que nos apresuremos. ¿Está hecho el equipaje, Lucilio?

– Sí, Marco Bruto. ¿Puedo pedirte un favor?

– Sí.

– Dame tu armadura y tu capa escarlata. Somos de la misma estatura y el mismo color de pelo. Puedo hacerme pasar por ti, y si cabalgo hasta sus filas y digo que soy Marco Junio Bruto, retrasaré la persecución -propuso Lucilio.

Bruto reflexionó por un momento y finalmente asintió.

– Muy bien, pero con una condición: ríndete a Marco Antonio. Bajo ningún concepto permitas que te lleven ante Octaviano. Antonio es un animal sin educación pero tiene sentido del honor. No te hará daño cuando descubra que ha sido engañado. Sospecho que Octaviano, en cambio, te haría matar en el acto.

Se intercambiaron la ropa. Lucilio montó a lomos del caballo público de Bruto y cabalgó ladera abajo hacia la puerta principal, en tanto que Bruto y su grupo descendían hacia la puerta trasera. Ya oscurecía, y los hombres de Agripa seguían destruyendo las murallas del campamento. Nadie los vio marcharse, penetrar en el desfiladero más cercano y alejarse por él hasta salir a la Vía Egnatia mucho más al este de la carretera de Neapolis, que Antonio había tomado unos días después de la primera batalla de Filipos.

Al acercarse el crepúsculo, Bruto optó por abandonar la carretera en el paso Corpilano, y subir por las pendientes densamente arboladas que bordeaban la garganta.

– Sin duda Antonio habrá enviado algunas partidas de caballería en busca de fugitivos -explicó Bruto-. Si pasamos la noche en estas alturas rocosas, por la mañana veremos mejor el camino.

– Si dejamos a alguien de guardia, podremos encender una fogata -dijo Volumnio, tiritando-. Está demasiado nublado para ver sin antorchas, de modo que sólo tendremos que apagar el fuego cuando nuestro vigilante vea acercarse la luz de unas teas.

– El cielo está despejándose -observó Estatilo, desolado.

Se apiñaron en torno a una viva hoguera de ramas secas y descubrieron que tenían demasiada sed para comer; pero nadie se había acordado de llevar agua.

– El Harpeso debe de estar cerca -dijo Rascupolis, levantándose-. Me llevaré dos caballos de reserva y traeré agua, si es que consigo vaciar el grano de estas ánforas y meterlo en sacos.

Bruto, tan abstraído que percibía la actividad a su alrededor como si la viera a través de una espesa niebla y la oyera con los oídos tapados, apenas se enteró de la propuesta del rey tracio.

Éste es el final de mi camino, el final de mi tiempo en este horrible y atormentado mundo. Nunca he tenido madera de guerrero, no lo llevo en la sangre. Ni siquiera conozco cómo funciona la mente militar. De lo contrario, habría comprendido mejor a Casio. ¡Tenía un espíritu tan entregado y agresivo! Por eso mi madre siempre lo prefirió a él, porque ella es la persona más agresiva que conozco. Más orgullosa que las torres de Ilium, más fuerte que Hércules, más dura que el adamas. Está destinada a sobrevivirnos a todos: a Catón, César, Silano, Porcia, Casio y yo. Nos sobrevivirá a todos menos, quizás, a esa serpiente de Octaviano. Fue él quien obligó a Antonio a perseguir a los Libertadores. De no ser por Octaviano, todos viviríamos en Roma, y habríamos sido cónsules a su debido tiempo. Este mismo año.

Octaviano posee la astucia de un hombre cuatro veces mayor. ¡El heredero de César! La tirada de dados de la Fortuna que ninguno de nosotros tomó en consideración. César, que fue quien inició todo esto cuando sedujo a mi madre, me avergonzó a mí, me arrebató a Julia para casarla con un viejo. César el interesado. Estremeciéndose, recordó una frase de la Medea de Eurípides y la pronunció en voz alta:

– «¡Zeus todopoderoso, recuerda quién es la causa de tanto dolor!»

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Volumnio, intentando grabárselo todo en la memoria hasta que tuviera ocasión de anotarlo en su diario.

Bruto no contestó, así que Volumnio tuvo que dar vueltas a la cita hasta que Estratón de Épiro lo ilustró. Pero Volumnio supuso que Bruto se refería a Antonio y no consideró siquiera que pudiera tratarse de César.

Rascupolis regresó con el agua. Excepto Bruto, todos bebieron ansiosamente, sedientos como estaban. Después comieron.

Un rato más tarde oyeron un ruido a lo lejos y apagaron precipitadamente la fogata. Permanecieron tensos mientras Volumnio y Dárdano iban a investigar. Una falsa alarma, dijeron al regresar.

De pronto Estatilo se levantó de un brinco y empezó a darse palmadas por el cuerpo para entrar en calor.

– ¡No lo soporto más! -exclamó-. Voy a volver a Filipos para ver qué ocurre. Si encuentro desierta la colina del campamento, encenderé la gran hoguera de señales. Desde esta altura la veréis bien. Al fin y al cabo, fue pensada para advertir a los vigilantes de estos dos pasos si los triunviros atacaban Neapolis. ¿Qué distancia hay, ocho kilómetros? Si me doy prisa, la veréis dentro de una hora. Entonces sabréis si los hombres de Antonio duermen o nos persiguen.

Se marchó, y los demás se apretujaron para ahuyentar el frío. Sólo Bruto se quedó aparte, sumido en sus pensamientos.

Éste es el final de mi camino, y todo ha sido en vano. Estaba convencido de que si César moría, recuperaríamos la República. Pero no ha sido así. Su muerte sólo ha servido para dar rienda suelta a enemigos aún peores. Mi corazón está ligado a la República; es lógico que yo muera.

– ¿Quiénes han muerto hoy? -preguntó de repente.

– Hemicilo -contestó Rascupolis desde la oscuridad-. El joven Marco Porcio Catón, peleando con gran valor. Pacuvio Labeo, quitándose la vida él mismo, creo.

– Livio Druso Nerón -añadió Volumnio.

Bruto se echó a llorar en silencio mientras los demás permanecían muy quietos, deseando estar en otra parte. Bruto no supo cuánto tiempo duró su llanto, pero cuando se secaron sus lágrimas, tuvo la sensación de haber salido de un sueño para entrar en otro sueño más hermoso y fascinante. Ya de pie, se dirigió al centro del claro y alzó la cabeza para mirar el cielo, donde las nubes se habían disipado y las estrellas brillaban a miles. Sólo Homero tenía las palabras adecuadas para describir el imponente espectáculo que contemplaban sus ojos:

– «Hay noches -dijo- en las que el viento no mueve el aire y las estrellas del firmamento lucen con todo su esplendor en torno a la brillante luna; noches en que las cumbres de las montañas, los cabos y los desfiladeros quedan a la vista a la vez que las infinitas profundidades del cielo se abren al firmamento.» *

Aquellas palabras ponían fin a una transición, todos lo supieron. Tensos y abriendo mucho los ojos ya perfectamente adaptados a la oscuridad, siguieron la sombra de Bruto que regresaba hacia ellos. Se acercó a los fardos que contenían sus pertenencias, cogió su espada y la desenvainó. Se la tendió a Volumnio.

– Hazlo, viejo amigo -dijo.

Sollozando, Volumnio negó con la cabeza y retrocedió.

Bruto ofreció la espada a todos ellos uno por uno, y todos se negaron a empuñarla. El último fue Estratón de Épiro.

– ¿Lo harás tú? -preguntó Bruto.

Todo acabó en un instante. Estratón de Épiro cogió el arma con un rápido movimiento y, como si prolongara ese mismo gesto, asestó una súbita estocada. La hoja penetró, hasta la empuñadura en forma de águila, bajo la caja torácica de Bruto por el costado izquierdo. Un golpe perfecto. Bruto murió antes de que sus rodillas tocaran la tierra cubierta de hierba.

– Me voy a casa -dijo Rascupolis-. ¿Quién viene conmigo?

Nadie, al parecer. El tracio se encogió de hombros, fue a por su caballo, montó y desapareció.

Cuando la herida dejó de sangrar -y de hecho sangró muy poco-, una lengua de fuego iluminó el oeste: Estatilo había encendido la hoguera del campamento. Así que esperaron allí mientras las constelaciones se desplazaban por el cielo y Bruto yacía plácidamente en la fragante hierba, con los ojos cerrados y la moneda en la boca: un denario de oro con su propio perfil en el anverso.

Finalmente Dárdano, el escudero, se movió.

– Estatilo no vuelve -dijo-. Llevémosle el cuerpo de Marco Bruto a Marco Antonio. Es lo que él habría deseado.

Cuando despuntaba ya el alba, cargaron el cadáver en el caballo de Bruto, e iniciaron el regreso hacia el campo de batalla de Filipos.


Les salió al paso un escuadrón de caballería que los escoltó hasta la tienda de Marco Antonio, donde el vencedor de Filipos estaba ya en pie, su robusta salud intacta tras el festejo de la noche anterior.

– Dejadlo ahí-ordenó Antonio señalando un triclinio.

Dos soldados germanos llevaron el pequeño fardo hasta el triclinio y lo depositaron en él con delicadeza, extendiendo los miembros hasta que de nuevo presentó forma humana.

– Mi paludamentum, Marsias-dijo Antonio a su ayuda de cámara.

El criado le llevó la capa escarlata del general y Antonio la extendió sobre Bruto, dejando al descubierto sólo su cara pálida, salpicada de las cicatrices de muchas décadas de acné, el cuero cabelludo coronado por sus rizos negros y despeinados como plumas de seda.

– ¿Tenéis dinero para volver a casa? -preguntó Antonio a Volumnio.

– Sí, Cayo Antonio, pero nos gustaría llevarnos también a Estatilo y Lucilio.

– Estatilo ha muerto. Unos centinelas lo sorprendieron en el campamento de Bruto y pensaron que había ido a saquear. He visto su cadáver. En cuanto al falso Bruto, tengo intención de tomar a Lucilio a mi servicio. La lealtad es difícil de encontrar -Antonio se volvió hacia su ayuda de cámara-. Marsias, prepara salvoconductos para todos los hombres de Bruto que deseen ir a Neapolis.

Dicho esto se quedó a solas con Bruto, mudo acompañante. Bruto y Casio estaban muertos. También Aquila, Trebonio, Décimo Bruto, Cimbro, Basilo, Ligario, Labeo, los hermanos Casca, unos cuantos más del grupo de asesinos. ¡Que todo hubiera acabado así cuando las cosas en Roma podrían haber seguido de la manera descuidada e imperfecta de siempre! Pero no, eso no complacía a Octaviano, el gran manipulador; aquel César, aquel mal sueño, había surgido de la nada para obtener una venganza completa y sangrienta.

Como si el pensamiento generara la realidad, Antonio alzó la vista y vio a Octaviano en el triángulo de luz formado por la entrada de la tienda, con su impasible y atractivo coetáneo Agripa justo detrás. Iba envuelto en una capa gris, y el cabello le brillaba a la luz de los candiles como la irregular superficie de un montón de monedas de oro.

– He oído la noticia -dijo Octaviano, acercándose al triclinio y mirando a Bruto. Con un dedo, rozó la mejilla exangüe como para verificar que era de carne y hueso y luego lo retiró y se lo limpió cuidadosamente en la capa gris-. Está encogido.

– La muerte nos consume a todos, Octaviano.

– A César no. A él la muerte le ha dado realce.

– Por desgracia eso es verdad.

– ¿De quién es ese paludamentum? ¿Suyo?

– No, es mío.

Octaviano se puso tenso, y sus grandes ojos grises se entornaron despidiendo llamas de fuego.

– Le rindes demasiados honores a este perro, Antonio.

– Es un noble romano, comandante de un ejército romano. Hoy le rendiré aún mayores honores en su funeral.

– ¿Funeral? No merece un funeral.

– Aquí mandó yo, Octaviano. Será incinerado con todos los honores militares.

– ¡No mandas tú! Es uno de los asesinos de César -respondió Octaviano con voz sibilante-. Échaselo a los perros, como Neoptoleno hizo con Príamo.

– Me da igual que aúlles, gimas, grites o maúlles -replicó Antonio con hosquedad-. Bruto será incinerado con todos los honores militares, y espero que tus legiones estén presentes.

El rostro joven y hermoso de Octaviano se tornó de piedra, y de pronto su parecido con César cuando estaba enojado fue tal que Antonio, sin querer, dio un paso atrás, horrorizado.

– Mis legiones pueden hacer lo que gusten -contestó-. Y si insistes en tu honorable funeral, llévalo a cabo. Pero la cabeza no. La cabeza es mía. ¡Entrégamela!

Antonio vio a César en el apogeo de su poder, vio una voluntad inquebrantable. Desconcertado, fue incapaz de imponerse, de gritar, de intimidar.

– Estás loco -dijo simplemente.

– Bruto asesinó a mi padre. Bruto fue el cabecilla de los asesinos de mi padre. Bruto es mi trofeo, no el tuyo. Enviaré su cabeza a Roma, donde la empalaré en una lanza y la colocaré a los pies de la estatua de Divus Julius en el Foro -declaró Octaviano-. Entrégame la cabeza.

– ¿Quieres también la cabeza de Casio? Llegas tarde, no está aquí. Puedo ofrecerte unas cuantas más de los que murieron ayer.

– Me basta con la cabeza de Bruto -respondió Octaviano en tono inflexible.

Perdida toda su ventaja sin saber cómo, Antonio se vio obligado a suplicar, luego a exhortar con su mejor oratoria y por último a llorar. Recurrió a toda la gama de las más tiernas emociones, ya que si había una cosa que aquella expedición conjunta le había demostrado era que Octaviano, el muchacho débil y enfermizo, no se dejaba dominar ni amilanar. Y con Agripa siempre tras él como su sombra, tampoco era posible matarlo. Además, las legiones no se lo perdonarían.

– ¡Si la quieres, llévatela! -dijo por fin.

– Gracias. ¡Agripa!

Agripa llevó a cabo la tarea con la velocidad de un rayo. Sacó la espada, dio un paso al frente, y partió el cuello de un solo tajo; el filo se hundió hasta los almohadones en los que reposaba la cabeza, provocando una lluvia de plumas de oca. Luego agarró los rizos negros entre los dedos y sostuvo la cabeza colgando a su costado sin cambiar de expresión en ningún momento.

– Se pudrirá antes de llegar a Atenas, y no digamos ya antes de llegar a Roma -dijo Antonio con repugnancia.

– He pedido una vasija con salmuera a los carniceros -contestó Octaviano fríamente, encaminándose hacia la entrada de la tienda-. No importa que el cerebro se deshaga mientras la cara sea reconocible. Roma debe saber que el hijo de César se ha vengado del principal asesino.

Agripa y la cabeza desaparecieron. Octaviano se quedó aún un momento.

– Ya sé quiénes han muerto, pero ¿quiénes han caído prisioneros? -preguntó.

– Sólo dos: Quinto Hortensio y Marco Favonio. Los demás optaron por arrojarse sobre sus espadas… y no es difícil saber por qué -añadió Antonio señalando el cuerpo decapitado de Bruto.

– ¿Qué piensas hacer con los cautivos?

– Hortensio cedió el gobierno de Macedonia a Bruto, así que Hortensio ha de morir sobre la tumba de mi hermano Cayo. Favonio es inofensivo; puede volver a casa.

– Insisto en que Favonio sea ejecutado de inmediato.

– En nombre de todos nuestros dioses, Octaviano, ¿por qué? -exclamó Antonio, mesándose los cabellos-. ¿Qué te ha hecho?

– Era el mejor amigo de Catón. Ésa es razón suficiente, Antonio.

Morirá hoy.

– No, se irá a casa.

– Ejecución, Antonio. Me necesitas, amigo mío. No puedes prescindir de mí. E insisto.

– ¿Alguna otra orden?

– ¿Quiénes han escapado?

– Mesala Corvino. Cayo Clodio, que asesinó a mi hermano. El hijo de Cicerón. Y todos los almirantes de la flota, claro está.

– Así pues, aún quedan unos cuantos asesinos con los cuales hay que hacer justicia.

– No descansarás hasta que estén todos muertos, ¿verdad?

– Así es.

Octaviano apartó la cortina de la entrada y desapareció.

– ¡Marsias! -bramó Antonio.

– ¿Sí, domine?

Antonio tiró de la capa escarlata para cubrir con un pliegue el horrendo cuello que rezumaba fluidos.

– Busca al tribuno superior de servicio y dile que prepare una pira funeraria. Incineraremos a Marco Bruto hoy con todos los honores militares…, y no digas a nadie que Marco Bruto está decapitado. Busca una calabaza o algo así y haz venir ahora a diez de mis germanos. Ellos pueden colocarlo en el féretro dentro de esta tienda, poner la calabaza en lugar de la cabeza y sujetar firmemente la capa. ¿Comprendido?

– Sí, domine -dijo Marsias, pálido.

Mientras los germanos y el tembloroso ayuda de cámara se ocupaban del cadáver de Marco Bruto, Antonio permaneció sentado de espaldas en silencio.

Sólo cuando sacaron a Bruto de la tienda volvió a moverse, parpadeando para limpiarse unas repentinas y inexplicables lágrimas.

El ejército tendría comida hasta su regreso a casa. Había alimentos de sobra en los dos campamentos de los Libertadores, y muchos más en Neapolis. Los almirantes habían zarpado al enterarse del resultado de la segunda batalla de Filipos, dejándolo todo allí: una casa llena de lingotes de plata, graneros a rebosar, saladeros, toneles de carne de cerdo escabechada, un almacén de garbanzos y lentejas. El botín ascendería como mínimo a cien mil talentos en monedas y lingotes, así que sería posible pagar las gratificaciones prometidas. Veinticinco mil soldados del ejército de los Libertadores se ofrecieron a unirse a las legiones de Octaviano. Nadie quería servir con Antonio, pese a que fue éste quien ganó las dos batallas.

¡Cálmate, Marco Antonio! No permitas que esa cobra de sangre fría hinque tus colmillos en ti. Tiene razón, y lo sabe. Lo necesito, no puedo prescindir de él. Tengo un ejército que llevar a Italia, donde los tres triunviros tendremos que empezar otra vez. Un nuevo pacto, una comisión ampliada para poner en orden Roma. Y será para mí un gran placer dejar todo el trabajo sucio en manos de Octaviano. Dejarle que encuentre tierras para cien mil veteranos y dé de comer a tres millones de ciudadanos romanos aunque Sexto Pompeyo sea el dueño de Sicilia y de los mares. Hace un año habría dicho que era incapaz de conseguirlo. Ahora no estoy tan seguro. ¡Agentes, por todos los dioses!

Octaviano ha soltado un pequeño ejército de serpientes para que propaguen rumores, espíen y pregonen sus deseos, que van desde imponer la veneración a César hasta asegurarse su propia posición. Pero no puedo vivir en la misma ciudad que él. Voy a buscar un lugar de residencia más agradable, unas tareas más placenteras que las de lidiar con un Erario vacío, con hordas de veteranos y con el aprovisionamiento de cereales.


– ¿Está preparada la cabeza para el viaje a Roma? -preguntó Octaviano a Agripa cuando éste entró en su tienda.

– Perfectamente, César.

– Dile a Cornelio Galo que la lleve a Anfípolis y alquile un barco. No quiero que viaje con las legiones.

– Sí, César -contestó Agripa, volviéndose para irse.

– ¡Agripa!

– ¿Sí, César?

– Has sido un excelente comandante al frente de la Cuarta. -Sonrió, relajado y respirando con facilidad-. Un valiente Diómedes para acompañarme en mi papel de Ulises. Ojalá sea siempre así.

– Así será siempre, César.

Y hoy también yo he conseguido una victoria. Me he enfrentado a Antonio y lo he derrotado. Dentro de un año no tendrá más elección que llamarme César ante todo el mundo romano. Yo me quedaré el oeste y le cederé a Antonio Oriente, donde labrará su ruina. Lepido puede quedarse con África y la Domus Publica; él no representa una amenaza para ninguno de los dos. Sí, tengo un sólido grupo de seguidores: Agripa, Estatilio Tauro, Mecenas, Salvidieno, Lucio Cornificio, Titio, Cornelio Galo, los Coceos, Sosio…, el núcleo de una nueva nobleza en expansión. Ése fue el gran error de mi padre. Quería conservar la antigua nobleza, quería que los de su partido llevaran todos los grandes apellidos de abolengo. No pudo establecer su autocracia dentro de un marco claramente democrático. Pero yo no cometeré ese error. Ni mi salud ni mis gustos me empujan al esplendor; nunca alcanzaré su magnificencia cuando se paseaba por el Foro ataviado de pontífice máximo con la corona del valor en la cabeza y aquel inimitable halo de invencibilidad. Las mujeres lo miraban y se derretían. Los hombres lo miraban y su propia inferioridad los corroía, su impotencia los impulsaba al odio.

Yo, en cambio, seré su pater familias, un padre amable, firme, afectuoso y sonriente. Les dejaré creer que son ellos mismos quienes gobiernan, y controlaré todas sus palabras y actos. Cambiaré los ladrillos de Roma por mármol. Llenaré los templos de Roma de grandes obras de arte, volveré a pavimentar las calles, engalanaré las plazas, plantaré árboles y construiré baños públicos, procuraré que las gentes del censo por cabezas tengan siempre el estómago lleno y todos los entretenimientos que deseen. Me llevaré el oro de Egipto para revitalizar la economía de Roma, soy muy joven y tengo tiempo para hacerlo.

Pero primero debo encontrar la manera de eliminar a Marco Antonio sin asesinarlo ni declararle la guerra. Todo es posible: la solución se esconde en las brumas del tiempo, esperando para manifestarse.

3

Cuando ningún capitán de barco de Anfípolis accedió a zarpar rumbo a Roma en pleno invierno a cambio de una suculenta suma, Cornelio Galo volvió con la gran vasija al campamento de Filipos, que el ejército aún seguía adecentando.

– En ese caso llévala hasta Dirraquio y contrata un barco allí-dijo Octaviano con un suspiro-. Ve ya, Galo, no quiero que la cabeza viaje con el ejército. Los soldados son supersticiosos.

Cornelio Galo y su escuadrón de caballería germana llegaron a Dirraquio a finales de ese memorable año. Allí encontró un barco cuyo capitán estaba dispuesto a atravesar el Adriático hasta Ancona. Brindisi no se hallaba ya bajo bloqueo, pero en los alrededores había muchas flotas que navegaban sin rumbo mientras los almirantes Libertadores discutían qué hacer. En su mayoría se unieron a Sexto Pompeyo.

Galo no tenía órdenes de viajar con la vasija. La dejó en manos del capitán y volvió con Octaviano. Pero antes de marcharse, un miembro de su grupo había revelado en qué consistía aquella carga, pues el recipiente había suscitado no poco interés. ¿Todo un barco, con el gran coste que eso suponía, sólo para transportar a Italia una gran vasija de loza? Aquello no adquirió sentido hasta que el rumor se propagó. ¡La cabeza de Marco junio Bruto, el asesino de Divus Julius! ¡Que los Lares Permarini nos protejan de tan perversa carga!

En alta mar el barco mercante sufrió los rigores de la peor tempestad que la tripulación hubiera visto nunca. ¡La cabeza! ¡Era la cabeza! Cuando apareció una grieta considerable en el robusto casco, la tripulación no tuvo ya dudas de que la cabeza estaba decidida a matarlos también a ellos. Así que los remeros y los marineros arrebataron la vasija de las manos del capitán y la tiraron por la borda. En cuanto ésta desapareció, amainó la tempestad.

Y la vasija que contenía la cabeza de Marco Junio Bruto se hundió como la pesada piedra que era, hasta yacer para siempre en el lecho lodoso del mar Adriático, en algún lugar entre Dirraquio y Ancona.

Загрузка...