XII

FINANCIAR UN EJÉRCITO

Desde enero hasta sextilis (agosto) del 42 a.C.

1

– No os planteéis invadir Italia sin una cantidad mucho mayor de dinero -advirtió Hemicilo a Bruto y a Casio.

– ¿Más dinero? -preguntó Bruto con un grito entrecortado-. ¡Pero si ya no hay de dónde sacar más!

– ¿Por qué? -preguntó Casio, frunciendo el entrecejo-. Entre lo que le he exprimido a Siria y lo que Cimbro y yo hemos recolectado en el camino hacia aquí, debo de tener dos mil talentos de oro. -Se volvió, malhumorado, hacia Bruto-. ¿Es que no has podido hacerte con nada, Bruto?

– Nada más lejos -contestó Bruto con frialdad, molesto por el tono-. Lo mío está todo en monedas, alrededor de dos tercios en plata y un tercio en oro que en total suman… -se volvió hacia Hemicilo con mirada inquisitiva.

– Doscientos millones de sestercios.

– Pues listo, tenemos cuatrocientos millones de sestercios -dijo Casio-. Suficiente para organizar una expedición de conquista al Hades.

– Olvidas -le indicó Hemicilo con paciencia- que no habrá botín, ése es el problema de la guerra civil. César optó por entregar a sus tropas donativos en dinero en lugar de botín. Sin embargo, lo que él les dio no es nada en comparación con lo que los soldados piden ahora. Octaviano prometió a sus legiones veinte mil por cabeza, cien mil para los centuriones de los rangos más altos y hasta cuarenta mil para los centuriones inferiores. El mundo avanza. Los hombres esperan grandes sumas.

Bruto se levantó y se dirigió hacia la ventana; contempló el puerto abarrotado de cientos de barcos de guerra y de transporte.

La apariencia de Bruto había sorprendido a Casio, acostumbrado a su aspecto de ratón triste y oscuro. Aquel Bruto era más enérgico, más… marcial. Su éxito contra los besios le había dado la confianza que necesitaba y la muerte de Porcia lo había endurecido. Como destinatario de la mayoría de las cartas de Servilia, Casio también se había sentido consternado por la insensibilidad con que ésta había aceptado el horrible suicidio de Porcia. Sin embargo, a diferencia de Bruto, Casio sí creía que había sido un suicidio. La Servilia que él amaba no era la mujer que Bruto había conocido y temido desde que tenía uso de razón. Y Bruto tampoco había confesado al favorito de Servilia, quien lo hubiera negado de forma categórica, su convicción de que se había tratado de un asesinato.

– ¿Qué le ha ocurrido a Roma? -preguntó Bruto contemplando la aglomeración de barcos-. ¿Dónde queda el patriotismo? ¿La lealtad?

– Sigue aquí -contestó Casio con sequedad-. ¡Por Júpiter, eres un necio, Bruto! ¿Qué saben los soldados rasos sobre las facciones antagónicas entre sus líderes? ¿Qué definición de patriotismo va a creer un soldado raso? ¿La tuya o la de los triunviros? Lo único que saben los hombres es que cuando desenfunden sus espadas, será contra iguales romanos.

– Sí, claro -admitió Bruto, volviéndose con un suspiro. Tomó asiento y miró a Hemicilo-. ¿Qué es lo que hacemos entonces, Cayo?

– Buscar más dinero -contestó Hemicilo, con sencillez.

– ¿Dónde?

– Para empezar, en Rodas -intervino Casio-. He estado hablando con Lentulo Spinter, que trató en varias ocasiones de arrancar barcos y dinero a los rodios sin conseguir ninguna de las dos cosas. Lo mismo que yo. Según las autoridades de Rodas, sus tratados con Roma no incluyen brindar ningún tipo de ayuda a un bando específico en una guerra civil.

– Y en otra parte de Asia Menor que nunca se ha explotado: Licia -añadió Hemicilo-. Los gobernadores de la provincia de Asia encuentran demasiado complicado llegar hasta allí como para molestarse en intentarlo.

– Rodas y Licia -repitió Bruto-. ¿He de suponer que tendremos que entrar en guerra para persuadirlos de que nos ayuden en nuestra empresa?

– En el caso de Rodas, sin duda alguna -asintió Casio-. Puede que una simple petición a, digamos, Xanthus, Patara y Mira sea suficiente si saben que la alternativa es la invasión.

– ¿Cuánto podríamos exigirle a Licia? -preguntó Bruto a Hemicilo.

– Doscientos millones de sestercios.

– Rodas -afirmó Casio con gravedad- puede entregarnos el doble y seguir conservando suficiente para ella.

– ¿Crees que mil millones bastarán para Italia? -preguntó Bruto. -Haré cálculos luego, cuando sepa con exactitud con qué efectivos contaremos -respondió Hemicilo.


Pasar el invierno en Esmirna era agradable, incluso en aquel año tan seco. No había nieve, tampoco hacía mucho viento y el ancho valle del Hermus permitía a los Libertadores extender su formidable ejército en una zona de cien kilómetros en campamentos separados, cada uno de los cuales pronto se hizo con una comunidad satélite que lo proveía de vino, prostitutas y entretenimiento para los soldados. Los pequeños granjeros llevaban verduras, patos, gansos, pollos y huevos para vendérselos a los compradores impacientes; dulces empalagosos de masa aceitosa y almíbar, y caracoles comestibles de la región, incluso ranas rollizas de los pantanos. Aunque los grandes mercaderes de los asentamientos urbanos no sacaban demasiado provecho de un ejército que contaba con sus propios alimentos, aquellos campesinos no versados en el comercio, aunque emprendedores y hundidos en la pobreza por las cargas fiscales, comenzaron a prever que les sería posible recuperar su prosperidad.

Para Bruto y Casio, quienes se alojaban en la residencia del gobernador junto al puerto de Esmirna, la ventaja principal de aquel emplazamiento invernal residía en la prontitud con la que llegaban las noticias procedentes de Roma. Así, habían sabido, aterrorizados, de la formación del Triunvirato y comprendieron que Octaviano consideraba a los Libertadores una amenaza mucho mayor para su Roma que Marco Antonio. La intención del Triunvirato era clara: Bruto y Casio deberían ser eliminados. Los preparativos para la guerra estaban llevándose a cabo en toda Italia y la Galia Cisalpina, y ninguna de las cuarenta y tantas legiones que los triunviros podían llamar a las armas habían sido retiradas del servicio. Los rumores decían que Lepido, en aquellos momentos cónsul superior junto a Planco como su inferior, se quedaría en Roma para gobernar, mientras que Antonio y Octaviano tratarían con los Libertadores. El plazo de inicio que más se barajaba para aquella campaña era mayo.

Aún más terrorífico que todo aquello eran las noticias de que César había sido oficialmente proclamado dios y que el culto de Divus Julio, como iba a ser conocido, sería propagado por toda Italia y la Galia Cisalpina con templos, sacerdotes y festividades. Octaviano se hacía llamar, ya sin reservas, Divi Filius, y Marco Antonio no había hecho ninguna objeción. ¡Si uno de los triunviros era el hijo de un dios, su causa tenía que ser la justa! La actitud de Antonio había cambiado tanto desde su propio y desastroso consulado que ahora se unía a Octaviano para forzar al Senado a jurar que respetaría y defendería todas las leyes y dictados de Divus julio. Además, se estaba erigiendo un templo imponente a Divus Julio en el Foro, allí donde su cuerpo había sido incinerado. El Pueblo de Roma había ganado la batalla y podía adorar a César.

– Aun cuando derrotemos a Antonio y nos hagamos con Roma, tendremos que soportar a Divus Julio para siempre -dijo Bruto con abatimiento.

– Roma ha ido de mal en peor -respondió Casio con el ceño fruncido-. ¿Podéis imaginaros a un patán violando a una virgen vestal?

También habían llegado ciertas noticias acerca de que las mujeres más reverenciadas de toda Roma, acostumbradas a pasear solas y en libertad por la ciudad, ahora tenían que llevar un lictor en calidad de guardaespaldas. Cornelia Merula había estado dirigiéndose sola a casa de Fabia en el Quirinal, cuando alguien la atacó y abusó sexualmente de ella; aunque "violación" era una palabra de Casio, y no se mencionaba en la carta de Servilia. En toda la historia de Roma, las vestales, envueltas en sus inconfundibles túnicas y velos blancos, habían sido libres de ir de un lado a otro sin temor.

– Representa un hito -opinó Bruto, con tristeza-. Los viejos valores y tabúes ya no se respetan. Ni siquiera estoy seguro de querer volver a entrar en Roma nunca más.

– Si Antonio y Octaviano tienen algo que decir sobre eso, tú no podrás entrar, Bruto. Lo único que sé es que tendrán que luchar para evitar que yo entre en Roma -sentenció Casio.


Con diecinueve legiones, cinco mil soldados de caballería y setecientos barcos a su disposición, Casio tomó asiento para estudiar el modo de extraer seiscientos millones de sestercios de Rodas y de las ciudades de Licia. Bruto estaba presente; no obstante, durante los últimos nundinae había aprendido a ser adecuadamente deferente cuando Casio estaba concentrado en planear las operaciones militares. Para Casio, Bruto sólo había disfrutado de un golpe de suerte en Tracia, en lugar de encabezar una verdadera campaña.

– Tomaré Rodas -anunció-, lo que, para empezar, como mínimo significa una guerra naval. Tú invadirás Licia, aunque tendrás que llevar tus tropas por mar. No creo que los caballos vayan a sernos de gran utilidad en ninguno de los dos casos, por eso sugiero que los enviemos a todos, menos a mil soldados de caballería, a Galacia a pasar la primavera y el verano. -Sonrió-. Que Dejotaro cargue con el coste.

– Ha sido muy generoso y servicial -apuntó Bruto con timidez.

– Ahora podrá ser aún más generoso y servicial -respondió Casio.

– ¿Por qué no puedo marchar por tierra desde Caria? -preguntó Bruto.

– Supongo que podrías, pero ¿por qué quieres hacerlo?

– Porque la infantería romana odia los viajes en barco.

– Está bien, haz lo que quieras, pero avanzarás a paso de tortuga y tendrás que superar unas cuantas montañas peliagudas.

– Ya lo sé -contestó Bruto con paciencia.

– Diez legiones y quinientos soldados de caballería para reconocer el terreno.

– Nada de carros de aprovisionamiento si hay montañas peliagudas. Las tropas tendrán que emplear mulas de carga, lo cual significa que no podrán estar en marcha durante más de seis nundinae. Tendré que confiar en que en Xanthus existan víveres suficientes para alimentarme cuando llegue allí. Creo que Xanthus debería ser mi primer objetivo, ¿no?

Casio pestañeó, un poco desconcertado. ¿Quién hubiera esperado tanto sentido común militar en un hombre como Bruto?

– Sí, Xanthus será el primero -concedió-. Sin embargo, no hay nada que te impida enviar comida por mar y recogerla cuando llegues a Xanthus.

– Buena idea -reconoció Bruto, sonriendo-. ¿Y tú?

– Como ya he dicho, batallas navales, aunque necesitaré cuatro legiones… que embarcarán en los barcos de transporte y soportarán el piélago tanto si les gusta como si no -decretó Casio.

2

Bruto emprendió la marcha con sus diez legiones y quinientos soldados de caballería en marzo, por un camino romano en buenas condiciones en dirección sur, a través del valle del río Meander hacia Ceramus, evitando la costa todo lo que pudo. La ruta le ofrecía forraje en abundancia, pues los graneros todavía contenían trigo de la pobre cosecha del año anterior y no le preocupaba si al confiscarlo dejaba a la gente del lugar hambrienta, pese a que era lo bastante sensato como para atender a sus ruegos y dejarles las semillas necesarias para plantar las cosechas del año siguiente. Por desgracia, las lluvias primaverales no habían llegado, un mal presagio; los campos tendrían que regarse a mano desde los ríos. Los granjeros preguntaron lastimeramente cómo iban a hacerlo si el hambre los debilitaba.

– Comed huevos y aves de corral -dijo Bruto.

– ¡Entonces no permitas que tus hombres nos roben los pollos!

Bruto consideró aquello razonable y endureció sus medidas contra la rapiña ilegal de animales de granja por parte de sus tropas, las cuales estaban comenzando a descubrir que su comandante era más duro de lo que parecía.


Los montes Solima de Licia eran formidables, se alzaban hasta ocho mil pies desde la orilla del río. Gracias a éstos, ningún gobernador de la provincia de Asia se había molestado en poner orden en Lidia, fijar un tributo o enviar legados para hacer cumplir sus edictos. Refugio de piratas durante largo tiempo, era un lugar donde los poblados sólo estaban ubicados en una serie de estrechos valles fluviales y toda comunicación entre ellos se llevaba a cabo por mar. La tierra de Sarpedón y Glauco daba comienzo en la ciudad de Telmessus, donde la calzada romana en buenas condiciones se detenía. Desde Telmessus en adelante lo único que había era un sendero de cabras.

Bruto, sencillamente, fue haciendo su propio camino a medida que avanzaba, obligando a sus legionarios a turnarse en la tarea de abrirse paso a machetazos y cavar con picos y palas. Sus hombres gruñían y se quejaban ante el trabajo, aunque se ponían manos a la obra en cuanto sus centuriones les azotaban con los extremos nudosos de sus varas de vid.

La sequía significaba buen tiempo, ningún riesgo de deslizamientos de tierras o presencia de barro que retrasara a las mulas de carga, aunque los campamentos eran cosa del pasado. Todas las noches, los hombres se hacían un ovillo allí donde se encontraran, sobre el camino de cascajos de diez pies de ancho, indiferentes al manto de estrellas titilantes del firmamento, a las espumosas cascadas de los borboteantes arroyuelos, a las cimas adornadas por pinos y en cuyas laderas se veían agujeros imponentes allí donde se habían desprendido faldas enteras, a las brumas perladas que se arremolinaban alrededor de los árboles verduscos al amanecer. Por otro lado, todos se habían fijado en los enormes y brillantes fragmentos de roca negra como el azabache que sus picos y palas descubrían en el suelo, aunque sólo porque los habían tomado por gemas raras. En cuanto les informaron de que se trataba de cristales sin valía alguna, los maldijeron y maldijeron a todo lo que tuviera que ver con aquella extenuante tarea de construir un camino a través de los montes Solima.

Sólo Bruto y sus tres filósofos contaban con el temperamento -y el tiempo libre- para apreciar la belleza que se revelaba durante el día y que continuaba cuando caía la noche misteriosa, cuando ciertas criaturas chillaban en el bosque, los murciélagos batían sus alas y las aves nocturnas planeaban recortadas contra la bóveda plateada por la luna. Además de apreciar el entorno, todos ellos disfrutaban de sus actividades preferidas: Estatilo y Estrato de Épiro, de las matemáticas; Romano Volumno, de un diario; mientras que Bruto escribía cartas a la difunta Porcia y al difunto Catón.

Apenas treinta kilómetros separaban Telmessus del valle del río Xanthus. Sin embargo, aquellos treinta kilómetros les ocuparon más de la mitad de los treinta días de marcha en los que tenían que recorrer doscientos cincuenta kilómetros. Las dos ciudades más grandes de Licia, Xanthus y Patara, se alzaban a la orilla del río; Patara; en la desembocadura; Xanthus, veinticinco kilómetros río arriba.

El ejército de Bruto prolongó aquel camino hecho a golpe de pico hacia el valle más cercano a Patara que a Xanthus, la población que era el primer objetivo de Bruto. Por desgracia para él, un pastor solitario había alertado a las dos ciudades, cuyos habitantes aprovecharon aquellas horas de ventaja: arrasaron los campos, evacuaron los barrios de las afueras y cerraron las puertas. Todos los graneros estaban en el interior, había arroyos de agua fresca y las murallas de Xanthus eran unos bastiones lo bastante macizos como para contener a los romanos.

Los dos jefes legados de Bruto eran Aulo Alieno, un soldado experimentado procedente de una sencilla familia de picentinos, y Marco Livio Druso Nerón, un aristócrata claudio adoptado por el clan de los Livio. Su hermana, Livia, había sido prometida a Tiberio Claudio Nerón, aunque todavía no contaba con la edad necesaria para casarse con aquel insufrible imbécil a quien César había aborrecido y Cicerón había deseado por yerno. Bruto, después de pedir consejo tanto a Alieno como a Druso Nerón colocó su máquina militar en la modalidad de asedio. Los campos quemados lo habían contrariado, pues eso eliminaba las verduras del menú de sus legionarios; no tenía intención de matar a los xanthianos de hambre, sino que trataría de hacerse con la ciudad de forma rápida.


Estimado por sus colegas como un erudito extraordinario, en realidad Bruto estaba muy versado sólo en unas cuantas materias: filosofía, retórica, algo de literatura… La geografía le aburría, al igual que la historia que no tenía que ver con Roma, salvo la escrita por maestros como Tucídides, de modo que nunca leía a viajeros como Herodoto. Por tanto, sabía poco acerca de Xanthus, aparte de que según la tradición había sido fundada por el rey homérico Sarpedón, que era adorado como el dios principal de la ciudad y que contaba con el templo más imponente. Sin embargo, Xanthus también gozaba de otra tradición que Bruto desconocía. Había sido asediada en dos ocasiones anteriores: la primera, por un general de Ciro el Grande de Persia llamado Harpago el Medo, y la segunda, por Alejandro Magno. Cuando cayó, pues lo hizo, toda la población de Xanthus se suicidó. Entre las actividades frenéticas a las que los xanthianos se habían dedicado durante el periodo de gracia que el aviso del pastor les había concedido, estuvo el aprovisionamiento de una enorme cantidad de leña. Mientras los romanos ponían en marcha el sitio, la gente de la ciudad apiló la leña en todos los espacios abiertos.

Las torres y los trabajos de preparación del terreno se llevaron a cabo a la manera romana de rigor, y las diversas piezas de artillería se colocaron en posición: ballestas y catapultas lanzaron una lluvia de proyectiles de todo tipo salvo fardos en llamas. La ciudad tenía que caer intacta. A continuación llegaron los tres arietes, las últimas piezas, arrastradas, por el camino nuevo. Estaban hechos de roble curado balanceado sobre sogas gruesas, aunque flexibles, unidas a un armazón portátil que fue rápidamente armado. Todos ellos tenían en la parte delantera una formidable cabeza de carnero de bronce bellamente esculpida, desde los cuernos curvados y la sonrisa socarrona hasta los ojos entornados y amenazadores.

Sólo había tres puertas en las murallas, aunque eran a prueba de arietes porque constaban de unos poderosos rastrillos de roble recubierto con hierro muy pesado. Cuando se las golpeaba, rebotaban como muelles. Impertérrito, Bruto colocó los arietes en las propias murallas, pero como éstas no habían sido construidas para soportar aquella tensión, poco a poco comenzaron a desmoronarse, aunque muy lentamente porque eran de gran grosor.

Cuando Alieno y Druso Nerón juzgaron que los xanthianos ya se sentían lo suficiente amenazados como para caer en la desesperación, Bruto retiró sus fuerzas dando a entender que estaba cansado de intentarlo y simuló dirigirse a Patara para ver lo que podía hacer allí. Pertrechados con antorchas, un millar de atribulados hombres salieron de Xanthus con la intención de prender fuego a la artillería y a las torres de asalto. El acechante Bruto saltó sobre ellos y los xanthianos huyeron en desbandada, aunque se encontraron atrapados fuera de la ciudad, pues los prudentes guardianes de la puerta habían bajado los rastrillos. El millar de asaltantes pereció.

Al mediodía del día siguiente, los xanthianos volvieron a intentarlo, esa vez asegurándose de que las puertas permanecían abiertas. Ejecutando una rápida retirada nada más lanzar las antorchas, descubrieron que la maquinaria de los rastrillos era demasiado lenta; los romanos, pisándoles los talones, entraron como un torrente hasta que los que manejaban las puertas cortaron las sogas del cabestrante y los rastrillos cayeron con estrépito. Aquellos que se encontraban debajo murieron al instante; sin embargo, dos mil legionarios habían conseguido entrar. No se dejaron llevar por el pánico. Se reagruparon en formación de tortuga y se dirigieron hacía la plaza principal para refugiarse en el templo de Sarpedón, en el que se atrincheraron.

La visión de aquellos rastrillos caídos causó una profunda consternación en los sitiadores. La camaradería legionaria era muy fuerte, la idea de que había dos mil compañeros atrapados dentro de Xanthus sacó de quicio al ejército de Bruto, que actuó movido por una rabia sensata y fría.

– Se habrán reagrupado y habrán buscado refugio -dijo Alieno a un grupo de centuriones superiores-, de modo que, por el momento, asumiremos que se encuentran a salvo. Lo que tenemos que hacer es encontrar la manera de entrar y rescatarlos.

– Por los rastrillos, no -advirtió primipilus Maleo-. Los arietes son inútiles y no disponemos de nada con lo que abrirnos paso a través de ese blindaje de hierro.

– Aun así podemos hacer ver que creemos que podemos atravesarlos -sugirió Alieno-. Lanio, tú primero. -Enarcó las cejas-. ¿Alguna otra idea?

– Escaleras y garfios por todas partes. No pueden cubrir todas las murallas con ollas de aceite hirviendo y esos idiotas no cuentan con suficientes lanzas para evitar el asedio -expuso Sudis.

– Adelante. ¿Qué más?

– Tratar de encontrar algún lugareño que quede por ahí fuera y… mmm… preguntarle, con toda cortesía, si existe alguna otra forma de entrar -propuso el pilus prior Cayo.

– ¡Así se habla! -exclamó Alieno, con una sonrisa.

Poco después, la partida de Cayo volvió con dos lugareños de una aldea cercana. No fue necesaria ninguna «cortesía», estaban muy enojados porque los de Xanthia habían arrasado sus huertas.

– ¿Veis allí? -preguntó uno, al tiempo que señalaba a lo lejos.

Una de las razones principales por la cual los bastiones de Xanthus eran tan inexpugnables radicaba en el hecho de que un tercio de la ciudad había sido construido contra los riscos de un precipicio.

– Lo veo, pero no veo a qué te refieres -repuso Alieno.

– El precipicio no es ni la mitad de peligroso de lo que parece. Os podemos mostrar unos cuantos senderos que os llevarán hasta la cara del despeñadero que da a la ciudad. Eso no equivale a entrar, lo sé, pero es un comienzo para tipos tan inteligentes como vosotros. No encontraréis patrullas, aunque sí defensas. -El hortelano escupió-. Unos cabrones de mierda, eso es lo que son. Nos han quemado los manzanos en flor y todos los repollos y las lechugas. Lo único que nos queda son cebollas y pastinacas.

– Amigo, ten por seguro que cuando nos hayamos apoderado del lugar, tu poblado será el primero en coger lo que sea que haya dentro -dijo Cayo-. Todo lo comestible, quiero decir. -Se protegió la frente del sol con los tupidos flecos de crin escarlata que colgaban del casco y se golpeó la pierna con la vara de vid-. De acuerdo, necesitaremos a los más ágiles para esta misión. Macro, Pontio, Cafo, vuestras legiones son jóvenes, pero no quiero alfeñiques que se mareen en las alturas. ¡Vamos, moveos!

A mediodía, numerosos soldados se habían encaramado a las rocas, a suficiente altura como para atisbar por encima de las murallas y ver lo que les esperaba dentro: una tupida empalizada de puntiagudos pilotes, de varios pies de ancho. Algunos hombres clavaron en la pared rocosa unas estacas de hierro a las que ataron unas cuerdas largas que quedaron colgando sobre el fondo del precipicio. Si un hombre se agarraba al extremo de la cuerda y sus compañeros se dedicaban a darle impulso -como un padre empujaría a un niño en un columpio-, conseguirían que ese péndulo humano trazara un arco tan grande que le permitiera salvar la mortífera empalizada y saltar al suelo detrás de ésta.

Durante toda la tarde, los soldados se fueron colando uno a uno tras las defensas interiores de la ciudad y se reagruparon formando un cuadrado. Cuando consideraron que su número era suficiente, se dividieron en dos cuadrados, se abrieron paso hasta las dos puertas más cercanas al ejército que esperaba al otro lado y comenzaron a derribar los rastrillos por medio de sierras, hachas, cuñas y mazas. La parte interior de aquellas rejas no estaba reforzada con placas de hierro, de modo que trabajaron con frenesí para tallar y trocear los barrotes de roble en un asalto soberbiamente organizado, hasta que el hierro del exterior quedó al desnudo. A continuación, armados de largas palancas doblaron las barras hasta que todo el rastrillo se vino abajo. El ejército lanzó ensordecedores gritos de júbilo y penetró en la ciudad.

Sin embargo, los xanthianos quisieron ser fieles a su tradición. Habían amontonado pilas de leña en todas las calles, así como en los patios de luces de todas las manzanas de casas y en los peristilos de todos los edificios. Los hombres mataron a sus mujeres e hijos, arrojaron sus cuerpos a las pilas de leña, les prendieron fuego y luego treparon hasta lo alto para darse muerte a sí mismos con los mismos cuchillos sanguinolentos.

Toda Xanthus ardió en llamas, no se salvó ni un pie cuadrado. Los soldados parapetados en el templo de Sarpedón consiguieron extraer casi todos los objetos de valor y otros grupos los imitaron, aunque de hecho Bruto obtuvo menos de Xanthus de lo que el sitio le había costado en tiempo, comida y vidas. Decidido a que su campaña lisia no comenzara cubierta de total ignominia, esperó a que las llamas se extinguieran e hizo que sus hombres peinaran pulgada a pulgada los restos chamuscados en busca de oro y plata fundidos.


Obtuvo mejor resultado en Patara, la cual desafió a los romanos cuando la artillería y el equipamiento de asalto apareció a la vista. Sin embargo, no contaba con una tradición suicida como Xanthus y acabó por rendirse sin tener que soportar un sitio prolongado. La ciudad resultó ser muy rica y proporcionó cincuenta mil hombres, mujeres y niños para la venta de esclavos.

El apetito mundial de esclavos era insaciable puesto que, como decía el refrán, o poseías esclavos o eras uno de ellos. Nadie desaprobaba la esclavitud, cuyas características variaban dependiendo del lugar y del individuo. Un esclavo doméstico romano recibía un salario y, por lo general, se le concedía la libertad al cabo de diez o quince años; mientras que un esclavo de las minas o de las canteras, al cabo de un año, por lo general, moría trabajando. La esclavitud también contaba con sus gradaciones sociales: si eras un griego ambicioso con alguna habilidad, te vendías como esclavo a un amo romano sabiendo que prosperarías y que acabarías siendo ciudadano romano; si eras un germano descomunal o cualquier otro bárbaro derrotado y capturado en el campo de batalla, acababas en las minas o en las canteras, donde perecías. Sin embargo, el mayor mercado de esclavos era, con diferencia, el reino de los partos, un imperio más extenso que las tierras del Mare Nostrum y la Galia juntas. El rey Orodes estaba impaciente por recibir tantos esclavos como Bruto quisiera enviarle, pues los licios estaban helenizados, eran cultos, hábiles en muchos oficios y eran tan bien parecidos que sus mujeres y niñas estarían muy solicitadas. Su majestad pagó en dinero contante y sonante a través de sus propios tratantes, que seguían a todos lados al ejército de Bruto (como los buitres siguen los despojos que va dejando una horda bárbara), en su propia flota de barcos.

Entre Patara y Mira, el siguiente puerto de escala, mediaban ochenta kilómetros del mismo exuberante, aunque difícil, terreno que las tropas habían atravesado para llegar hasta allí. Construir una nueva carretera estaba descartado. Bruto comprendía ahora por qué Casio había abogado por el transporte por mar, y requisó todos los barcos del puerto de Patara así como los de transporte que había enviado desde Mileto con comida. De aquel modo partió hacia Mira, en la desembocadura del bien llamado río Cataractus.

Aparte de la comodidad, desplazarse en barco desveló otra ventaja añadida. La costa licia era tan famosa a causa de los piratas como las de Panfilia y Cilicia Tracheia, pues en las entrañas de las majestuosas montañas se escondían cuevas cruzadas por arroyuelos idóneas para convertirse en guaridas de piratas. Allí donde veía una guarida de piratas, Bruto mandaba desembarcar una patrulla y recaudaba gran cantidad de botín. En realidad, el botín fue tan cuantioso que decidió no preocuparse por Mira, hizo dar media vuelta a su flota y puso rumbo hacia el oeste.

Con trescientos millones de sestercios recaudados en la campaña licia, la mayoría de éstos aportados por los piratas, Bruto llevó a su ejército de vuelta al valle del Hermus en junio. Aquella vez, sus legados y él se instalaron en la preciosa ciudad de Sardis, a setenta kilómetros tierra adentro y estéticamente más grata que Esmirna.

3

La costa de la provincia de Asia no sólo era escarpada, sino que también poseía una serie de penínsulas que salían hacia el mar Egeo, circunstancia que hacía muy fastidiosos los viajes para los mercaderes que navegaban bordeando el litoral, pues no les quedaba más remedio que sortear las prominencias rocosas una y otra vez. La última de esta clase de penínsulas en la ruta a Rodas era la de Cnidan Cheronese, en cuyo mismísimo extremo se hallaba el puerto de Cnidus; pero todo el mundo conocía la totalidad de la fina y alargada lengua de tierra simplemente con el nombre de la ciudad, Cnidus.

A Casio, Cnidus le vino muy bien. Llevó cuatro legiones procedentes del valle del Hermus y las hizo acampar allí mientras él dirigía a su flota de Mindus hacia el norte de la siguiente península, justo al oeste de la fabulosa ciudad de Halicarnaso. Empleaba un número ingente de enormes y lentas galeras, de quinquerremes hasta trirremes, pero ningún barco más pequeño que éstos, puesto que sabía que los rodios, verdaderos maestros en el arte de las guerras navales, los considerarían una presa fácil. Sus almirantes eran los mismos hombres de confianza que habían hecho picadillo a los hombres de Dolabella: Pastico, los dos Libertadores Casio Parmensis y Décimo Turulio, y Sextilio Rufo. Compartían el mando de su ejército de tierra Cayo Fanio Cepio y Lentulo Spinter.

Por supuesto, esta intensa actividad llegó a oídos de los rodios, quienes enviaron una pinaza de aspecto inofensivo para que espiase a Casio. Cuando la tripulación de ésta regresó e informó de la gigantesca flota capitaneada por Casio, los almirantes rodios se rieron de buena gana. Preferían tensos y esbeltos trirremes y birremes, por lo general sin cubierta, con dos hileras de remos en los costados y espolones de bronce muy eficientes para embestir. Los rodios nunca utilizaban marineros o soldados para abordar al enemigo, sino que se limitaban a dar vueltas a toda velocidad alrededor de los torpes navíos de guerra y, o bien obligaban a aquellos titanes a estrellarse unos contra otros, o bien tomaban una buena carrerilla y los embestían con tanta fuerza que les abrían una brecha en el casco. También eran expertos en acercarse a un barco y quebrarle los remos.

– Si Casio es lo bastante estúpido como para atacar con esos elefantes que tiene por barcos -le dijo el magistrado en jefe para asuntos de guerra, Alexander, al almirante en jefe Mnaseas- acabará igual que Poliorketes y que el rey Mitrídates, el llamado Magno, ¡ja, ja, ja! ¡Una derrota ignominiosa! Estoy de acuerdo con los viejos cartagineses: no ha nacido el romano capaz de combatir en el mar cuando el enemigo es un pueblo de marineros.

– Sí, pero al final los romanos aplastaron a los cartagineses -apuntó Arquelao el Retor, quien había sido llamado a la ciudad de Rodus de su idílico retiro rural porque había impartido retórica a Casio cuando éste era un joven en el Foro.

– ¡Sí, claro! -exclamó Mnaseas con sorna-. ¡Pero sólo tardaron ciento cincuenta años y tres guerras! Y además, los vencieron en tierra.

– No del todo -insistió tozudamente Arquelao-. Una vez que los romanos inventaron el puente con corvus y consiguieron transportar en los barcos un gran número de legionarios, las flotas de Cartago no salieron ya tan bien paradas.

Los dos líderes navales miraron a aquel viejo pedante y empezaron a desear haberlo dejado en sus bucólicos parajes.

– Enviad a Cayo Casio una misión diplomática -imploró Arquelao.

Así, los rodios enviaron una misión diplomática a Casio en Mindus, más para hacer callar a Arquelao que porque creyesen que la reunión fuese a dar frutos. Casio recibió a la delegación con arrogancia y les dijo con altivez a sus miembros que iba a darles una paliza.

– De modo que cuando volváis a casa -prosiguió-, decidle a vuestro Consejo que empiece a pensar en negociar un acuerdo de paz.

Los enviados regresaron para contarles a Alexander y a Mnaseas que Casio parecía completamente seguro de su victoria. ¿No sería quizá mejor negociar? Alexander y Mnaseas se echaron a reír a carcajadas, desdeñosamente.

– Nadie va a vencer a Rodas en el mar, eso es imposible -sentenció Mnaseas. Levantó el labio con gesto asqueado y se puso pensativo-. Para ilustrar lo que acabo de decir, quiero señalar que Casio saca a hacer maniobras a sus barcos todos los días, así que ¿por qué no le enseñamos lo que Rodas es capaz de hacer? Lo pillamos sentado en su letrina, soñando con que la instrucción romana puede vencer a la pericia roda.

– Eres un poeta-dijo Arquelao, quien de veras era un incordio.

– ¿Por qué no vas a ver a Casio personalmente? -le sugirió Alexander.

– De acuerdo, así lo haré -convino Arquelao.

Éste tomó una pinaza hasta Mindus para ver a su antiguo alumno, y desplegó ante él toda su brillantez retórica, sacándola de la chistera mágica de su oratoria, pero todo fue en vano. Casio lo escuchó sin inmutarse.

– Vuelve y dile a esos amigos tuyos que tienen los días contados. -Ésas fueron las palabras más prometedoras que Arquelao logró arrancarle.

– Casio dice que tenéis los días contados -les transmitió a los comandantes de guerra, y éstos lo enviaron de vuelta a su villa rústica como castigo.


Casio sabía exactamente lo que estaba haciendo, por difícil de creer que les resultase a los rodios. Su instrucción y sus maniobras proseguían de manera inexorable: las supervisaba él mismo, e infligía a sus hombres un severo castigo cada vez que sus barcos no estaban a la altura esperada. Empleaba buena parte de su tiempo yendo y viniendo entre Mindus y Cnidus, cosa que podía hacer mientras realizaba sus labores de supervisión, pues el ejército de tierra también debía estar preparado para la acción, y creía en el toque personal.

A principios de abril, los rodios escogieron sus treinta y cinco mejores barcos y les encomendaron la misión de atacar por sorpresa a la ajetreada flota de pesados quinquerremes de Casio, que seguía realizando continuas maniobras. Al principio pareció que los rodios iban a ganar sin dificultad, pero Casio, que de pie en su pinaza lanzaba órdenes a sus capitanes, no estaba en absoluto nervioso. Tampoco sus capitanes se dejaron arrastrar por el pánico ni chocaron unos contra otros ni les pusieron las cosas fáciles al enemigo. A continuación, los rodios advirtieron que los barcos romanos los estaban empujando hacia unas aguas cada vez menos profundas, de tal modo que al final ya no podían dar media vuelta, embestir al enemigo ni ejecutar ninguna de las brillantes maniobras que los habían hecho tan célebres. La oscuridad permitió a los rodios escurrirse y dirigirse a casa a toda velocidad, pero tras ellos dejaron dos barcos hundidos y tres capturados.


Rodas estaba magníficamente situada en el extremo inferior oriental del mar Egeo. Con una longitud total de ciento veinte kilómetros, la fértil y accidentada isla en forma de rombo era lo bastante grande como para autoabastecerse, así como para formar una barrera frente al tráfico marítimo que se dirigía a Cilicia, Siria, Chipre y todos los demás territorios situados hacia el este. Los rodios habían explotado aquella ventaja natural saliendo al mar y confiaban en su superioridad naval para proteger su isla.

El ejército terrestre de Casio zarpó en las calendas de mayo en cien barcos de transporte, con el propio Casio al frente de ochenta galeras de guerra que también transportaban legionarios navales. Estaba listo en todos los frentes.

Al ver acercarse aquella gigantesca armada, la totalidad de la flota roda salió a hacerle frente para sucumbir de inmediato ante las mismas tácticas que Casio había empleado en Mindus. Mientras la batalla naval se recrudecía, los barcos de transporte se deslizaban por su lado incólumes, permitiendo así a Fanio Cepio y a Lentulo Spinter desembarcar sin incidentes a sus cuatro legiones en la costa occidental de la ciudad de Rodus. Los veinte mil hombres completamente equipados y vestidos con cotas de malla no sólo avanzaban formados en filas y columnas, sino que mediante pasarelas y cabrestantes estaban descargando cantidades asombrosas de artillería y máquinas para proceder al sitio de la ciudad. ¡Oh, oh, oh! Los aterrorizados rodios no tenían ejército de tierra propio, ni tampoco la menor idea sobre cómo resistir a un sitio.

Alexander y el Consejo rodio quisieron enviar una misiva desesperada a Casio declarando que capitulaban, pero todavía no la habían despachado cuando el pueblo del interior de Rodus se puso a abrir todas las entradas y las puertas de las murallas para dejar paso a la legión romana.

La única víctima fue un soldado que se cayó y se rompió el brazo.


Y fue así cómo la ciudad de Rodus no fue saqueada y cómo la isla de Rodas sufrió escasos daños.

Casio formó un tribunal en el ágora. Con una corona de laureles sobre su cabello corto y claro, lo presidió ataviado con su toga de ribetes de color púrpura. Con él eran doce los lictores que llevaban túnicas carmesíes con las fasces entrecruzadas, y dos centuriones veteranos primipilus de pelo cano condecorados y vestidos con jubones de escamas doradas, uno de ellos empuñando una lanza ceremonial. Ante una seña de Casio, el centurión clavó la lanza en la mesa del tribunal, señalando con ese gesto que Rodas era prisionera de la máquina de guerra romana.

Casio ordenó al otro centurión, dueño de una voz célebre por estentórea, que leyera en voz alta una lista de cincuenta nombres en la que estaban incluidos los de Mnaseas y Alexander. Los cincuenta fueron conducidos ante aquel tribunal y ejecutados en el acto. A continuación, el centurión leyó veinticinco nombres más; éstos fueron condenados al exilio y sus propiedades fueron confiscadas, junto con las de los cincuenta hombres sacrificados. Tras esto, el improvisado heraldo de Casio anunció a voz en grito y en pésimo griego que toda clase de joyas, toda moneda, todo lingote de oro, plata, bronce, cobre u hojalata, todo tesoro del templo y toda pieza valiosa de mobiliario o tela debían ser traídos al ágora. Quienes obedeciesen por voluntad propia y con honradez no serían importunados, pero los que tratasen de huir u ocultar sus posesiones serían ejecutados. Se ofrecieron recompensas a cambio de información a los hombres libres, a los libertos y a los esclavos.

Fue un acto de terrorismo perfecto que cumplió los objetivos de Casio de inmediato. El ágora se abarrotó por completo con el botín, hasta el extremo de que los soldados no podían llevárselo con la rapidez suficiente. Casio tuvo la gentileza de permitir que Rodas conservara su obra de arte más venerada, el Carro de Fuego, pero nada más. Un legado entró en todas las viviendas de la ciudad para asegurarse de que sus habitantes habían llevado hasta el último objeto de valor al ágora, mientras el propio Casio conducía a tres de las legiones hacia el interior rural de la isla para saquearlo por completo, como aves carroñeras despojando un cadáver. Arquelao el Retor no perdió nada por una razón muy sencilla: no tenía nada.

Rodas aportó un increíble botín de ocho mil talentos de oro, que Casio tradujo como seiscientos millones de sestercios.


A su regreso a Mindus, Casio proclamó un edicto para toda la provincia de Asia por el que cada ciudad y distrito debía pagarle los tributos o impuestos de diez años por adelantado, y eso incluía a todas las comunidades que hasta entonces habían disfrutado de la condición de exentas de impuestos. El dinero debía serle entregado en Sardis.

Sin embargo, no salió de inmediato para Sardis. A través del regente de Chipre, el aterrorizado Serapion, habían llegado rumores de que la reina Cleopatra había reunido una enorme flota de barcos de guerra y mercantes para los triunviros, llegando a incluir en ella un lote de la preciosa cebada que les había comprado a los partos. Ni el hambre ni la peste le había impedido tomar aquella decisión, según Serapion, que se contaba entre quienes deseaban ver a Arsinoe en el trono.

Casio puso a Lucio Estafo Murco el Libertador al mando de sesenta enormes galeras y le ordenó que aguardase la llegada de los barcos egipcios en el cabo Tenarum, al pie del Peloponeso griego. Estaio Murco era un hombre eficiente y obedeció con celeridad, pero esperó en vano. Al final, recibió el mensaje de que la flota de Cleopatra había sido sorprendida por una terrible tormenta en la costa de Catabatmos y había dado media vuelta para iniciar el regreso a Alejandría.

Sin embargo, Estaio Murco envió una misiva a Casio en la que le decía que no creía poder ser muy útil en el extremo oriental del Mare Nostrum, por lo que iba a poner rumbo con sus sesenta galeras al Adriático, alrededor de Brindisi. Allí, aseguraba, podría crearles numerosos problemas a los triunviros cuando tratasen de cruzar el mar con sus tropas para llegar hasta la Macedonia occidental.

4

Sardis había sido la capital del antiguo reino de Lidia, y tan inmensamente rica que Creso, que había sido su rey quinientos años antes, seguía siendo el parámetro de referencia por el que se medía la riqueza. Lidia cayó ante los persas y luego pasó a manos de los atálidas de Pérgamo, cuyo último rey, Atalo, la legó en su testamento a Roma. En aquellos tiempos, buena parte de los territorios del Imperio romano le habían sido legados en testamentos.

A Bruto le hacía más bien gracia escoger la ciudad del rey Creso como cuartel general, el lugar desde el cual su ejército y el de Casio se embarcarían en su larga marcha hacia el oeste para cumplir su fabuloso proyecto liberador. A Casio, por el contrario, le resultó un inconveniente muy fastidioso en cuanto llegó.

– ¿Por qué no estamos en el mar? preguntó nada más despojarse de la coraza y el faldellín de cuero que utilizaba para viajar.

– ¡Estoy harto de ver barcos y de oler pescado! -exclamó Bruto, al que pilló desprevenido.

– ¡Y por eso tengo que hacer un viaje de ida y vuelta de ciento sesenta kilómetros cada vez que quiera visitar a mi flota, sólo para aliviar a tu olfato!

– ¡Si no te gusta, vete a vivir con tu dichosa flota!

No era el mejor principio para el fabuloso proyecto liberador.

Sin embargo, Cayo Flavio Hemicilo estaba de un humor excelente.

– Dispondremos de fondos suficientes -anunció tras estar varios días ocupado en compañía de numerosos empleados y muchos ábacos.

– Lentulo Spinter va a enviar más de Licia -dijo Bruto-. Escribe que Mira rindió numerosas riquezas antes de que la quemara. No sé por qué la quemó. Es una pena, la verdad… Era un lugar bonito.

Una razón más por la que Bruto le crispaba los nervios a Casio. ¿Qué importaba que Mira fuese bonito?

– Spinter parece haber sido mucho más eficiente de lo que fuiste tú -comentó Casio en tono malhumorado y agresivo-. A ti los licios no te ofrecieron pagar diez años de impuestos.

– ¿Cómo iba a pedir algo que los licios no han pagado nunca? No se me ocurrió -se quejó Bruto.

– Entonces se te debería haber ocurrido. A Spinter sí se le ocurrió.

– Spinter -dijo Bruto con altivez- es un tarugo insensible.

Pero ¿qué le pasa a este hombre?, se preguntó Casio. Tiene la misma idea sobre cómo dirigir una guerra que una vestal, y si vuelve a quejarse por la muerte de Cicerón una sola vez más, ¡juro que lo estrangulo! No tenía ni una sola cosa buena que decir sobre Cicerón meses antes de su muerte, y ahora, su fallecimiento es una tragedia que supera a la mejor de Sófocles. Bruto vive en su propio mundo, mientras que yo tengo que hacer todo el trabajo de verdad.

Sin embargo, no era sólo Bruto quien irritaba a Casio, sino que éste irritaba a Bruto de manera directamente proporcional, sobre todo porque no dejaba de insistir en el asunto de Egipto.

– Tendría que haber ido al sur a invadir Egipto cuando quise hacerlo -dijo, frunciendo el ceño-. Y en su lugar, me endilgaste Rodas: ¡unos míseros ocho mil talentos de oro, cuando Egipto nos habría dado un millar de millares de talentos de oro! ¡Pero no, no invadas Egipto! Ven al norte a reunirte conmigo, escribiste, como si Antonio fuese a llegar a las puertas de Asia en un nundinum. ¡Y yo te creí!

– Yo no dije eso. ¡Dije que era nuestra oportunidad de invadir Roma! Y de todos modos, tenemos dinero suficiente de Rodas y Licia -respondió Bruto fríamente.

Y así un día tras otro, discutían sin tregua el uno con el otro. Parte de las desavenencias se debían a la preocupación, y parte a las diferencias manifiestas de sus caracteres: Bruto, precavido, ahorrativo y poco realista; y Casio, en cambio, osado, ostentoso y pragmático. Puede que fuesen cuñados, pero en el pasado apenas habían residido varios días seguidos en la misma casa, y no demasiado a menudo, dejando aparte el hecho de que Servilia y Tertula siempre habían estado allí para echar agua sobre el fuego que encendía aquella mezcla explosiva.

Aunque no tenía ni idea de que no estaba contribuyendo a mejorar la situación, el pobre Hemicilo metía la pata al aparecer constantemente para comunicar los últimos rumores de cuánto dinero en metálico esperaban recibir las tropas. Él mismo estaba nervioso e inquieto porque tendría que volver a calcular sus gastos.


Más adelante, hacia finales de julio, Marco Favonio apareció en Sardis con la intención de sumarse a la aventura de los Libertadores. Tras escapar de las proscripciones, había ido a Atenas, donde había permanecido durante meses cavilando sobre lo que debía hacer. Cuando se le terminó el dinero, se dio cuenta de que lo único que podía hacer era volver a guerrear en nombre de la República de Catón. Su queridísimo Catón llevaba muerto cuatro años, él no tenía familia que mereciese la pena mencionar y tanto el hijo de Catón como el yerno de éste estaban en el ejército. Bruto se había alegrado enormemente de verlo, Casio no tanto, pero su presencia obligó a los dos Libertadores a encarar mejor sus diferencias constantes; esto es, hasta que Favonio se interpuso en medio de una terrible pelea.

– Algunos de nuestros legados inferiores se comportan de un modo espeluznante con los sardios -estaba diciendo Bruto, enfadado-. Su conducta no tiene excusa, Casio, ¡ninguna excusa en absoluto! ¿Quiénes se creen que son para expulsar a los sardios con malos modos de sus propios caminos? ¿Quiénes se creen que son para entrar en las tabernas, tragar litros y litros de vino carísimo y luego negarse a pagarlo? ¡Deberías castigarlos!

– No tengo ni la más mínima intención de castigarlos -contestó Casio, gruñendo-. Los sardios necesitan que les den una lección, pues son arrogantes y desagradecidos.

– Cuando mis legados y oficiales se comportan así, yo los castigo, y tú deberías castigar a los tuyos -insistió Bruto.

– ¡Métete tu castigo… -soltó Casio- por el culo!

Bruto se quedó boquiabierto.

– ¡Muy… muy… muy propio de un Casio! No hay un solo Casio vivo que no sea un zoquete… ¡pero tú eres el mayor de todos!

Favonio, que hasta entonces había pasado desapercibido junto a la puerta, decidió que era el momento de interrumpir la pelea, pero cuando se disponía a acercarse a ellos, Casio lanzó un puñetazo a Bruto, quien esquivó el golpe.

– ¡No, por favor! ¡Por favor, por favor! -gritó Favonio, agitando violentamente los brazos mientras Casio perseguía al encogido Bruto con evidentes intenciones asesinas. Desesperado por detener a Casio, Favonio correteó y gesticuló hasta interponerse entre los dos hombres, en una maravillosa e inconsciente imitación de un ave de corral presa del pánico.

O al menos fue así cómo el temperamental Casio vio a Favonio cuando se aplacó su ira; se echó a reír a carcajadas mientras el aterrorizado Bruto corría a esconderse tras una mesa.

– ¡La casa entera os ha oído! -gritó Favonio-. ¿Cómo podéis controlar un ejército cuando ni siquiera sois capaces de controlar vuestros propios sentimientos?

– Tienes toda la razón, Favonio -repuso Casio, al tiempo que se secaba las lagrimas de risa de los ojos.

– ¡Eres insoportable! -lo insultó Bruto, que seguía paralizado por el miedo.

– Insoportable o no, Bruto, no te queda más remedio que soportarme, igual que yo tengo que aguantarte a ti. Personalmente, opino que eres un cabrón sin agallas… ¡Siempre ofrecerás el orificio! Al menos yo soy quien empuja, cosa que me convierte en un hombre.

Como respuesta, Bruto salió de la habitación.

Favonio miró a Casio con gesto impotente.

– Anímate, Favonio, se le pasará -dijo Casio, dándole una palmadita en la espalda.

– Será mejor que se le pase, Casio, o vuestros planes se irán al garete. Toda Sardis habla de vuestras peleas.

– Por suerte, viejo amigo, muy pronto toda Sardis tendrá otras cosas de las que hablar. Gracias a todos los dioses, estamos listos para emprender la marcha.


La gran aventura de los Libertadores tuvo comienzo a los dos días de empezado sextilis, y el ejército avanzó por tierra hacia el Helesponto mientras las flotas navales zarpaban hacia la isla de Samotracia. Habían llegado noticias de Lentulo Spinter en el sentido de que se reuniría con ellos en el Helesponto en Abidos, así como de Rascupolis de los tracios, quien decía haber encontrado un lugar espléndido para acampar todas las tropas junto al golfo de Melas, a sólo un día de marcha de los estrechos.

Como no eran precisamente César cuando de moverse rápido se trataba, Bruto y Casio condujeron a sus tropas terrestres hacia el norte y hacia el oeste a un ritmo que les hizo tardar un mes entero en alcanzar el golfo de Melas, a apenas trescientos kilómetros de distancia de Sardis. Sin embargo, sólo necesitaron un nundinum para cruzar el Helesponto en barco. Una vez al otro lado, tomaron un paso que al nivel del mar discurría entre las escarpadas laderas del Chersonese tracio, y así bajaron a la maravillosa extensión del valle del río Melas, fabulosamente exuberante, donde establecieron un campamento más permanente. Los almirantes de Casio abandonaron sus buques insignia para incorporarse a la conferencia que mantenían los dos comandantes en la pequeña ciudad de Melan Afrodisias.

Y fue allí donde Hemicilo hizo su suma final, pues allí, según habían resuelto los Libertadores, era donde iban a pagar a sus fuerzas terrestres y navales las primas en metálico.

Pese a que ninguna de sus legiones se encontraba en condiciones de pleno rendimiento, Bruto y Casio tenían noventa mil soldados de infantería distribuidos en diecinueve legiones; también disponían de diez mil soldados de infantería extranjeros bajo las Águilas Romanas. En cuanto a la caballería, eran extremadamente poderosos, pues contaban con ocho mil caballos galos y germanos dirigidos por romanos, con cinco mil caballos gálatas del rey Dejotaro, con cinco mil caballos de la Capadocia del nuevo rey Ariarates, y con cuatro mil arqueros de caballería de los pequeños reinos y satrapías que había a lo largo del Éufrates. Un total de cien mil soldados de infantería y veinticuatro mil caballos. En el mar, disponían de quinientos barcos de guerra y seiscientos barcos de transporte amarrados alrededor de Samotracia, además de la flota de Murco de sesenta barcos y de la de Cneo Ahenobarbo de ochenta, que permanecían en el Adriático en los alrededores de Brindisi. Murco y Ahenobarbo en persona habían acudido a la conferencia en representación de sus hombres.

En la época de César, había costado veinte millones de sestercios equipar una legión completa con todo: ropa, armas y armaduras personales, artillería, mulas de carga, carros, parejas de bueyes, arreos, herramientas e instrumentos para los artificieros, suministros de madera, hierro, ladrillos refractarios, moldes, cemento y otros artículos que una legión podía necesitar para la fabricación de aparatos durante la marcha o el estado de sitio. Costaba doce millones más mantener una legión en el campo durante doce meses consecutivos en los años en que la cosecha de cereales había sido buena y abundante, en concepto de comida, prendas adicionales, reparaciones, recambios en general y pagos a la legión. La caballería era menos cara porque la mayor parte de los soldados de caballería eran regalos de reyes o jefecillos extranjeros, quienes pagaban para equiparlos y mantenerlos en el campo de batalla. En el caso de César, esto no había sido así a partir del momento en que decidió prescindir de los eduos y depender cada vez más de la caballería germana, que debía financiar él mismo.

Bruto y Casio tuvieron que sufragar los costes de formar y equipar por completo a la mitad de sus legiones, así como los gastos de los ocho mil soldados de caballería dirigidos por los romanos y los cuatro mil arqueros de caballería. Así pues, el dinero del que habían dispuesto antes de las campañas contra Rodas y Licia había sido utilizado para equipar las tropas. Pero con los frutos de estas dos campañas pudieron pagar a las tropas en Melas; de modo que juntando lo que Lentulo Spinter había logrado exprimir a Licia tras el paso de Bruto y lo que las ciudades y regiones del este habían conseguido reunir, los Libertadores contaban con mil quinientos millones de sestercios en sus arcas de guerra.

Sin embargo, además de remunerar a los legionarios y a los soldados de caballería, también tenían que pagar a los no combatientes del ejército, así como a los miembros de la flota, que incluía a remeros, marineros, infantes de marina, capitanes, marineros especialistas, artificieros y no combatientes. Alrededor de cincuenta mil hombres en total en el mar y de veinte mil no combatientes en tierra.

Si bien era cierto que Sexto Pompeyo no cobraba nada en absoluto por su ayuda en el oeste, donde ahora prácticamente controlaba las vías de tráfico marítimo de cereales que iban de las provincias productoras de grano hasta Italia, sí cobraba por el grano que vendía a los Libertadores a diez sestercios el modius (a los triunviros les cobraba quince por modius). Eran necesarios cinco modii para alimentar a un soldado durante un mes. Entre venderle a Roma el mismo trigo que le robaba a su flota de cereales y lo que les vendía a los Libertadores, Sexto Pompeyo se estaba haciendo inmensamente rico.


– He calculado -informó Hemicilo al Consejo, reunido en Melan Afrodisias- que podemos permitirnos pagar a los soldados rasos romanos seis mil a cada uno y hasta cincuenta mil a un centurión primipilus, por ejemplo, con lo que nos saldría una media (contando las complicadas gradaciones del rango de centurión) de veinte mil por centurión, y hay sesenta de ellos por legión. Seiscientos millones para los soldados rasos, ciento catorce millones para los centuriones, setenta y dos millones para la caballería y doscientos cincuenta millones para las flotas. Esto suma un total aproximado de mil millones, lo que nos deja con algo menos de cuatrocientos millones en las arcas de guerra para las provisiones y los gastos corrientes.

– ¿Cómo has calculado los seiscientos millones para los soldados rasos? -preguntó Bruto, frunciendo el ceño mientras realizaba las sumas mentalmente.

– Hay que pagar a los no combatientes mil por cabeza, y tenemos diez mil soldados de infantería no ciudadanos a los que también debemos retribuir. Lo que quiero decir es que las tropas necesitan agua para la marcha, sus necesidades deben ser cubiertas, porque no querrás correr el riesgo de que los no combatientes descuiden sus obligaciones, ¿verdad que no, Marco Bruto? También son ciudadanos romanos libres, no lo olvides. Las legiones romanas no utilizan esclavos -puntualizó Hemicilo, un tanto ofendido-. He hecho bien mis cálculos y te aseguro que, habiendo tenido muchas más cosas en cuenta de las que aquí he enumerado, mis cifras son del todo correctas.

– No te quejes, Bruto -intervino Casio en tono cansino-. Al fin y al cabo, el premio es Roma.

– El Erario estará vacío -repuso Bruto con desaliento.

– Pero en cuanto volvamos a poner a punto a las provincias, enseguida se llenará -aseguró Hemicilo. Lanzó una mirada furtiva a su alrededor para asegurarse de que no estaba presente ningún representante de Sexto Pompeyo y se puso a toser con disimulo-. Supongo que os dais cuenta de que, en cuanto hayáis derribado a Antonio y a Octaviano, tendréis que rastrear los mares en busca de Sexto Pompeyo, que puede que se llame a sí mismo patriota, pero se comporta como un burdo pirata ¡cobrándoles a los patriotas por el grano!

– Cuando derrotemos a Antonio y a Octaviano, dispondremos del contenido de sus arcas de guerra -dijo Casio con satisfacción.

– ¿Qué arcas de guerra? -exclamó Bruto, decidido a llevar la contraria-. Tendremos que registrar las pertenencias de todos los legionarios para encontrar su dinero, porque será ahí donde esté nuestro dinero: en los pertrechos de los legionarios.

– Pues, ahora que lo mencionas, precisamente iba a hablar de eso -terció el incansable Hemicilo, tosiendo de nuevo-. Recomiendo que, una vez hayáis pagado a vuestras legiones terrestre y naval, pidáis en préstamo esa misma cantidad a un interés simple del diez por ciento. De ese modo, yo podré invertirlo en ciertas empresas y ganar algo con él. Si simplemente lo pagáis, se quedará ahí, en los pertrechos de los legionarios sin arrojar ningún tipo de beneficios, lo cual sería una tragedia.

– ¿Quién puede permitirse el lujo de prestar dinero con semejante panorama económico? -preguntó Bruto con pesimismo.

– Dejotaro, para empezar. Ariarates, también. Hircano en Judea y montones de pequeños sátrapas en Oriente. Sé de unas cuantas empresas romanas que buscan activos líquidos y si pedimos un quince por ciento, ¿quién lo va a saber aparte de nosotros? -Hemicilo soltó una risita nerviosa-. A fin de cuentas, no va a resultarnos muy difícil recaudar las deudas, ¿verdad que no? No si nuestras tropas terrestres y navales son nuestros acreedores. También he oído que el rey Orodes de los partos está teniendo problemas de liquidez. El año pasado le vendió a Egipto un buen lote de cebada, aunque en sus propias tierras también reina la escasez. Creo que su crédito es suficientemente bueno como para considerarlo un posible candidato.

Bruto se había animado mucho al oír aquellas palabras.

– ¡Hemicilo, eso es fantástico! Entonces hablaremos con los representantes del ejército terrestre y naval y veremos lo que dicen. -Lanzó un suspiro-. ¡Nunca habría imaginado lo caro que es hacer la guerra! No me extraña que a los generales les gusten los botines.


Una vez zanjado ese asunto en particular, Casio se dispuso a dar sus órdenes.

– La base principal de las flotas será Taso -dijo con tono de eficiencia-. Es lo más cerca de Calcídica a lo que pueden llegar los barcos, sea cual sea su número.

– Mis patrullas -intervino Aulo Alieno con soltura, a sabiendas de que Casio lo respetaba, aunque Bruto lo considerase un arribista picentino- me han informado de que Antonio está avanzando hacia el este por la Vía Egnacia con unas cuantas legiones, pero que no está en condiciones de presentar batalla hasta que reciba refuerzos.

– Y hay pocas posibilidades -continuó Cneo Ahenobarbo con aire de suficiencia- de que eso vaya a ocurrir pronto. Murco y yo tenemos al resto de su ejército paralizado en Brindisi con nuestro bloqueo.

No es extraño, pensó Casio para sus adentros, que el hijo haya salido al padre; a Lucio Ahenobarbo también le gustaban el mar y los barcos de guerra.

– Buen trabajo. Seguid así -lo felicitó, guiñándole el ojo-. En cuanto a nuestra escuadra en Taso, intuyo que dentro de poco veremos a la armada del Triunvirato tratando de interrumpir nuestras líneas de suministros para quedarse con la comida. La sequía del año pasado ya fue lo bastante mala, pero este año no hay cereales en Macedonia ni Grecia, razón por la que espero no tener que librar ninguna batalla. Si adoptamos las tácticas de Fabio, conseguiremos que Antonio y los suyos se mueran de inanición.

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