Capítulo 10

Las aguas tranquilas del Mediterráneo brillaban, cristalinas, bajo el reflejo dominante del sol matinal. El viejo faro de Porto Antico se alzaba entre el espejo azulado de la ensenada y los veleros blancos anclados en el muelle; la Lanterna permanecía firme a la entrada de la bahía, un centinela del tiempo con la misión de vigilar aquel rincón apacible del mar de la Liguria. Las escarpas abruptas de los Apeninos rodeaban la costa, protegiendo el pacífico caserío bajo que orlaba la falda de los montes.

El taxi giró a la derecha y se sumergió en el laberíntico interior de la ciudad antigua, zigzagueando por la maraña de las callejuelas estrechas y agitadas de Génova.

– La Piazza Acquaverde -anunció el taxista, siempre locuaz, cuando entraron en la plaza. Señaló con la mano, con un gesto amplio, una enorme estatua en el centro con una figura humana en el extremo-. Questo é Cristoforo Colombo.

Por momentos, el tráfico congestionado obligó al coche a detenerse. Tomás miró desde la ventanilla y vio a Colón en lo alto, con la cabellera larga y ondulante, vestido con un corto tabardo español y una capa larga y abierta; la mano izquierda se apoyaba en un ancla, mientras que la derecha acariciaba el hombro de una india arrodillada. Otras cuatro figuras permanecían sentadas más abajo, en los rincones, sobre pequeños pedestales; entre ellas había bajorrelieves encuadrados con lo que parecían ser escenas de la vida del navegante. En la base del monumento, entre múltiples coronas de flores colocadas sobre la piedra, la dedicatoria «A Cristoforo Colombo, La Patria».

El tráfico retomó la marcha y el taxi siguió el flujo, llevado por la ruidosa corriente de automóviles. El taxista, un hombre jovial que dijo llamarse Mateo, de apellido terminado en «ini» y origen calabrés, empezó a contar detalles de su atribulada vida en un italiano nervioso y precipitado. En medio de aquella cerrada metralla de palabras, disparada en tropel por entre abundantes gotas de saliva y profusos movimientos con las manos, Tomás entendió que el conductor era divorziato, que tenía due bambini y buscaba compañía para il letto matrimoniale, incluso porque le gustaba mucho avere la colazione in camera. De ahí pasó a lo que prefería cenare. Sus preferencias, por lo visto, eran la zuppa di lenticchie y, sobre todo, los spaghetti alla puttanesca, plato cuyo nombre llevó al cliente a fruncir el ceño y a preguntarse si habría escondido allí algún traicionero doble sentido.

Il Palazzo Ducale -proclamó Mateo minutos más tarde, en medio de una frase sobre las cualidades terapéuticas del vino rosso, mientras apuntaba a un bonito edificio antiguo en la Piazza Matteotti, con la fachada cargada de columnas jónicas y ventanas altas-. Le piace?

– Si -asintió Tomás sólo por ser amable, con una mirada indiferente.

El taxista se dedicó, acto seguido, y casi sin hacer una pausa, a las milagrosas propiedades del vino bianco secco y a las ventajas del menu fisso de una trattoria de su agrado, por la Piazza Campetto, un poco más atrás, al mismo riempo que ridiculizaba a los que sólo comían piatti vegetariani. El taxi se internò por la Salita Poliamoli y giró a la izquierda en Vico Tre Re Magi, altura en que Mateo confesó, muy consternado, sono allergico alle noci. A medida que el pequeño Fiat recorría la Via Ravecca, el conductor discurría con lujo de detalles acerca de los efectos alérgicos que las nueces le provocaban en la piel, incluidas las manchas rosse que, aparentemente, trataba con carta igienica mojada con acqua calda, hasta que, para gran alivio de Tomás, llegaron por fin a la Piazza Dante.

– Eccoti qua! -proclamó Mateo con gran solemnidad, deteniéndose delante del semáforo verde.

Presionado por un coro de bocinazos de automóviles que querían avanzar, Tomás pagó deprisa y el taxista, ajeno a las protestas, se despidió con un a più tardi que hizo sentir al cliente un escalofrío recorriéndole el cuerpo: ésa era una promesa que sonaba como una amenaza. El plan original del paseo abarcaba sólo un simple paso por la Piazza Dante para observar el local histórico que se encontraba allí, pero la incontinente hemorragia verbal del italiano llevó al portugués a alterar apresuradamente los planes y a transformar el paso en parada, un buen pretexto para verse libre de aquel taxi infernal; siempre admiró el simpático carácter expansivo de los italianos, pero la verdad es que aquel conductor se pasaba dos pueblos.

Dos torres semicilíndricas, hechas de piedra en estilo gótico y unidas por un puente, imponían su presencia sobre la plaza. Era la Porta Soprana, la entrada oriental de la parte vieja de la ciudad. En la cima de las torres medievales, y entre las almenas, se agitaban dos banderas blancas rasgadas por una cruz de San Jorge encarnada, el estandarte de la ciudad. La insignia cruxata comunis Janue era testimonio de tiempos gloriosos, cuando Génova imperaba en el Mediterráneo y su presencia bastaba para hacer retroceder al enemigo, hasta el punto de que se decía que los mismos ingleses adoptaron la bandera de la ciudad para poder navegar bajo su protección. En la Edad Media, la imponente Porta Soprana formó parte de las murallas defensivas de Génova; durante la Revolución francesa, allí estaba la guillotina y uno de los verdugos vivía en la cima de una de las torres, transformada en prisión; su más famoso recluso fue el veneciano Marco Polo, encerrado allí después de la batalla de Korcula. En la base, por debajo del puente entre las dos torres, la gran puerta oval daba acceso a un parque cuya principal atracción eran las ruinas de los claustros del antiguo convento de Sant'Andrea, pero la atención del visitante no se dirigió a esas ruinas, sino a otro punto justo al lado.

Junto a la Porta Soprana, entre arbustos vigorosos, se encontraban unas ruinas miserables de piedra y cubiertas de hiedra; parecían los restos de una casa rústica tramontana, tosca y limpia, con una puerta ancha en la planta baja y dos ventanas estrechas en el primer piso. Tomás se acercó y observó el sitio. Un cartel indicaba que las ruinas estaban cerradas al público y una placa anunciaba:

Nessuna cusa luí nome più degno di questa.

Qui nell'abitazione paterna, Cristoforo Colombo trascorse l'infanzia e la prima giovinezza.

Era el número treinta y siete de la antigua Vico Diritto di Ponticello, el lugar donde, según un viejo libro de facturas y otro documento archivado en la Biblioteca Apostólica Vaticana, entre 1455 y 1470, vivió Dominicus Columbus y su familia, incluidos los hijos Bartholomeus, Jacobus y Christofforus. Fue en esa casa, en suma, donde Colón pasó su juventud.

Un autobús se detuvo junto a la acera y de él bajó una multitud de turistas japoneses. Los visitantes confluyeron en las ruinas con una batería de cámaras fotográficas y de vídeo, hormigueando frente a la puerta. Otro japonés gritaba instrucciones e informaciones, se trataba evidentemente del guía.

Non mi piace questo -le comentó un italiano a Tomás, con actitud cómplice, mientras miraba a la multitud de frenéticos turistas disputándose un palmo de terreno para la fotografía.

– Mi scusi -se disculpó Tomás-. Non parlo italiano. Parla lei inglese?

– Ah, perdón -dijo el italiano en inglés-. ¿Usted es estadounidense?

– No, portugués.

El italiano esbozó una expresión de sorpresa.

– ¿Portugués?

– Sí. ¿Qué decía?

– Pues… nada, nada.

– Venga, diga lo que quiera decir.

El hombre vaciló.

– Es que…, en fin…, me disgusta que engañemos a los turistas de este modo.

– ¿Por qué habla de engaño?

El italiano miró a su alrededor, bajó la voz y adoptó un tono conspirativo.

– ¿Sabe? Esta casa es muy fascinante, muy bonita. Pero Cristoforo Colombo, probablemente, nunca vivió aquí.

– ¿Ah, no?

– Es una atracción turística, nada más -dijo a modo de confidencia-. La casa es de la época de Cristoforo Colombo, sin duda, pero nada prueba que sea éste realmente el edificio mencionado en los documentos. Se sabe que Domenico Colombo, el padre de Cristoforo, les había alquilado a los monjes una casa junto a la Porta Soprana. Ahora bien, en aquel tiempo había por aquí muchas casas y no hay manera de saber cuál de ellas era la verdadera. Eligieron ésta, como podrían haber elegido cualquier otra de la zona.

– En otras palabras, todo esto es pura patraña.

El hombre dibujó un gesto vago en el aire y curvó los labios.

– Digamos que se facilitaron un poco las cosas, ¿comprende? Todo con fines turísticos y también para reivindicar con más solidez el origen genovés de Colombo. -Levantó el índice y adoptó una expresión grave, como haciendo una advertencia-. Lo que, por otra parte, es verdad. Que Cristoforo Colombo era genovés está científicamente probado y a ese respecto no hay dudas.

Tomás sonrió. Se habría sorprendido mucho de haber visto a un genovés defendiendo lo contrario.

– Sí -condescendió-. Pero ¿y la casa?

El italiano inclinó la cabeza, como si hiciera una concesión.

– Es improbable, realmente, que ésta haya sido la verdadera casa de Colombo…

El tráfico era intenso y Tomás quiso coger otro taxi, pero no encontró ninguno disponible. Decidió ir caminando rumbo a la Piazza Matteotti, con la esperanza de conseguir más adelante algún vehículo que lo llevase a los archivos que pretendía visitar, y se internó por la Via di Porta Soprana. Sintió hambre a mitad de camino y, sin buscar mucho, fue a almorzar a un restaurante de nombre apropiado: La Cantina di Colombo. Como pagaba la fundación, no anduvo con vueltas. Comenzó con papardelle al ragú di coniglio alia ligure, una entrada con una especie de macarrones planos con salsa de liebre; pidió después un filetto all'aceto balsamico di Modena, que consistía en unos filetes de carne de vaca a la parrilla acompañados de una ensalada con vinagre balsámico; y acabó con un postre delicioso, una degustazione di cioccolatini Domori e bicchiere di Rum. Toda la comida fue regada con vino tinto de Liguria, unafrutado Rossesc di Dolceacqua 1999 Giuncheo, y acompañada por un misto formaggi con confetture, una exquisita selección de quesos con mermelada.

Se pasó la tarde encerrado en la cabina de lectura de la Sala Colombiana del Archivio di Stato de Génova, instalado en el magnífico Palazzetto Criminale, en plena calle Tommaso Reggio. Era allí donde se encontraban el Archivio dei Banco di San Giorgio y el Archivio Notarile, que Tomás consultó pacientemente. Pasó horas observando microfilmes y hojeando parte de los ciento ochenta y ocho documentos de Génova y Savona, comprendidos entre 1429 y 1494, y algunos posteriores, siempre tomando notas. A las cinco y media de la tarde, los encargados de los archivos le anunciaron que iban a cerrar y el visitante se vio forzado a interrumpir su trabajo.

Anduvo esa noche paseando por la Piazza delle Erbe, donde visitó una estupenda librería con manuscritos antiguos y bebió una birra en el Berto Bar. Recorrió después la zona de los tendejones situados cerca de Porto Antico, yendo de tasca en tasca a degustar sabores de todo el mundo, hasta arroz perfumado tailandés, ouzo griego y alcuzcuz marroquí. Por la noche, instalado en el hotel Bristol Palace, llamó a Constanga. Su mujer seguía preocupada por el problema del profesor de educación especial de la hija, pero ni ella ni Tomás veían cómo resolver el problema. Margarida se aferró después al teléfono y arrancó de su padre la promesa de que le llevaría «una muñeca llo'ona' de regalo».

A la mañana del día siguiente, Tomás se sentó nuevamente en la Sala Colombina del Archivio di Stato de Génova. Concentró ahora su atención en dos volúmenes colosales, ambos titulados Colombo y publicados en 1932. Los libros, uno en italiano y el otro con el mismo texto en inglés y alemán, reproducían documentos en facsímile y eran considerados la última palabra de la Scuola Genovese, documentos de documentos, la suma del trabajo iniciado en 1614 por Gerolamo Bordoni y culminado en 1904 con la divulgación del Documento Assereto. Tomás tomó muchas notas e hizo copias de los textos más importantes. Consultó después la Nuova Raccolta Colombiana, hasta que, hacia las cuatro de la tarde, se dio por satisfecho y devolvió los dos grandes volúmenes. Había cumplido con lo que tenía que hacer y lo aguardaba ahora un nuevo viaje, otro destino y archivos diferentes.


La enorme torre morisca, escarpada como un peñasco que rasgase el cielo azul profundo, proyectaba su sombra protectora sobre los coches tirados por caballos y estacionados en la acera de la gran plaza Virgen de los Reyes. Tomás se había acercado a un naranjo de la calle Mateos Gago y miraba la figurilla de bronce colocada en la cúspide de la torre de La Giralda, que se erguía encima de la catedral y de todo el barrio de Santa Cruz, el viejo barrio judío pegado a El Arenal, en la margen izquierda del Guadalquivir. Aquélla era una zona pintoresca de la ciudad, llena de callejuelas blancas y patios coloridos, ventanas con rejas y jardines alegres, vibrando con cascadas y canales y jazmines y buganvillas, además de un lugar dominado por los imponentes monumentos que atestiguaban la grandeza de tiempos idos, cuando allí confluían las inconmensurables riquezas de las Américas.

El visitante acababa de llegar a Sevilla y tenía hambre. Cogió el bolso de mano y entró en el restaurante bar Giralda, situado justo al lado. Ahí dentro tuvo la impresión de haber penetrado en algún souq árabe; la decoración del restaurante consistía en arcos con arabescos y bóvedas de estilo morisco. Se sentó a una mesa y pidió el menú.

– Antiguamente había aquí unos baños moriscos, señor [6] -le explicó el camarero, un hombre delgado y de piel grasa, con un espeso bigote negro, la barba sin afeitar, esforzándose por hablar portuñol. Señaló con los ojos el menú y se rindió al castellano natal-. ¿Qué quiere comer usted?

Tomás cerró la carta con el menú. No le atraía nada.

– ¿Qué me recomienda?

– ¿Le gustan las tapas?

– No es mala idea. Tráigame unas tapas.

– Bueno. ¿Con jerez?

– ¿Jerez? ¿No será mejor con vino tinto?

– Con las tapas va mejor el jerez, señor.

– Pues traiga jerez.

En diez minutos, la mesa se llenó de pequeños platos y una copa de jerez amontillado, un fino blanco seco de aspecto fresco y con un brillo dorado. El camarero le explicó que era justamente la relación entre los platitos y la copa lo que estaba en el origen de aquel plato andaluz. Por lo que parece, todo había comenzado con el antiguo hábito de colocar un plato sobre una copa de jerez, para «taparlo». Con el tiempo, empezaron a servirse aceitunas o queso en el plato, práctica que se extendió más tarde a otros alimentos. Cuando los andaluces la incorporaron, ya las tapas abarcaban una vasta variedad de colores y sabores, tal como era ahora visible en la mesa del visitante portugués.

Tomás se pasó media hora picando de los diferentes platos sin dejar ni una sobra. No había duda, pensó, mientras contemplaba los manjares repartidos por la mesa e iba probando un poco de aquí y un poco de allá; viajar era una de las mejores cosas que existían, sobre todo si lo hacía a expensas de otros; rompía la rutina, paseaba, veía cosas nuevas, se llenaba con los mejores sabores de la vida. ¿Habrá en el mundo algo más agradable? Cómodamente sentado en el bar Giralda, disfrutó sobre todo de los mejillones a la marinera, mejillones servidos con una salsa de cebolla y ajos salteados, con vino blanco, aceite, zumo de limón y perejil; pero el salpicón de mariscos, con su mezcla de langosta, cangrejo y gambas a la vinagreta con cebollas y pimientos rojos, no le iba a la zaga, así como la mezcla de pescado, verduras aliñadas, huevos cocidos, gambas y aceitunas de las banderillas; el resto incluía jamón serrano, albóndigas, patatas bravas, ensalada de pimientos rojos y fritura de pescado, que devoró con el popular queso manchego y pan. Remató la comida con unos churros cubiertos de azúcar y, considerando que aún tenía que trabajar, un café colombiano bien fuerte.

Después del almuerzo salió a la calle y caminó por la imponente plaza Virgen de los Reyes, con el propósito de hacer mejor la digestión. Allí la vida parecía detenida y las personas indolentes, no había prisas ni carreras. Pasó delante del convento de la Encarnación y, contemplando el Palacio Arzobispal, del otro lado de la plaza, rodeó la catedral, doblando la esquina en la plaza del Triunfo, donde una columna barroca con la figura de la Virgen María celebraba la supervivencia de Sevilla al terremoto que arrasó Lisboa en 1755. Llegó a la esquina del compacto edificio del Archivo General de Indias, construido con los ladrillos de color marrón rojizo que tanto aprecian los españoles y que tanto le disgustaban a Tomás; se trataba de un tipo de material que le provocaba escalofríos, tal vez porque le hacía recordar las fábricas y hasta los mataderos y las plazas de toros.

Cruzó la calle y entró en la gran catedral por la puerta sur, una magnífica entrada tallada en piedra. Aquélla era la mayor catedral gótica de Europa. El primer impacto que sintió Tomás al recorrer el monumental santuario fue el de haber entrado en un lugar imponente pero sombrío, lúgubre incluso, como si lo hubiesen arrastrado hasta las entrañas de una caverna inmensa y tenebrosa. Al doblar el punto donde el transepto derecho se cruza con la nave, junto a la puerta de San Cristóbal, se encontró con un escenario que consideró a la vez siniestro y majestuoso.

Sobre un pedestal, en medio del patio, cuatro estatuas de bronce policromo, con el rostro de alabastro, ropas propias del siglo xvi, solemnes y suntuosas, cargaban un sarcófago en hombros. El pequeño ataúd, también de bronce y ornamentado con placas metálicas esmaltadas, estaba cubierto por un sudario y tenía un escudo dibujado en el lado derecho, que Tomás reconoció. Eran las armas de Colón. Observó por debajo del sarcófago y vio las armas heráldicas de España clavadas en la base y rodeadas por palabras escritas en letra gótica. Giró la cabeza, siempre observando de abajo hacia arriba, y leyó la inscripción:


AQUÍ YACEN LOS RESTOS DE CRISTÓBAL COLÓN DESDE 1796.

LOS GUARDÓ LA HABANA Y ESTE SEPULCRO POR R. D.TO DEL 26 DE FEBRERO DE 1891.


La tumba de Colón.

O, mejor dicho, el sitio donde se dice que se encontraban los huesos del gran navegante. Pero Tomás sabía que, hasta en la muerte, el descubridor de América se había revelado como un maestro en las artes del misterio, un supremo ilusionista. Todo comenzó cuando Cristóbal Colón fue a vivir a Sevilla después de sus cuatro viajes al Nuevo Mundo. Con la muerte de su protectora, la reina Isabel, en 1504, cayó en desgracia en la corte. Al año siguiente, para intentar recuperar el favor del rey Fernando, ya envejecido y enfermo, el Almirante de la mar océana se desplazó a Valladolid. La misión acabó en fracaso y Colón murió en esa ciudad el 20 de mayo de 1506. Después de permanecer casi un año en un convento franciscano de Valladolid, el cadáver fue trasladado al monasterio de la Cartuja de las Cuevas, en Sevilla, iniciando una complicada serie de viajes. Treinta años después, se decidió que los restos mortales de Cristóbal y de su hijo portugués, Diogo, que también había muerto, serían enterrados en La Española, por lo que los dos cuerpos fueron trasladados a la catedral de Santo Domingo. Más de doscientos años más tarde, en 1795, el Tratado de Basilea estipuló que la parte española de la isla sería entregada a Francia, por lo que los huesos del descubridor de América se llevaron a la catedral de La Habana en medio de una gran pompa. Pero la independencia de Cuba, en 1898, impuso un nuevo traslado, esta vez de regreso punto de partida, Sevilla. El problema es que, en medio de tantas mudanzas, puede haberse cometido un error en alguna parte, probablemente en Santo Domingo, y los restos que se encontraban tan majestuosa y solemnemente guardados en la catedral de Sevilla no serían, en definitiva, los de Cristóbal Colón, sino los de su hijo primogénito, el portugués Diogo Colom, o incluso los de otros descendientes.

Tomás se quedó un buen rato junto a la tumba, indiferente a la duda histórica. A fin de cuentas, su homenaje privado no se perdería; si aquél no era el gran navegante, por lo menos sería su hijo Diogo, un compatriota, y eso le bastaba. Acabó por fin volviendo la espalda a la tumba y alejándose en dirección a la nave del santuario. Deambuló lentamente por la catedral, admirando la bóveda y la Capilla Mayor, protegida por enormes rejas, y se desplazó hasta la puerta oeste, llamada puerta de la Asunción. A mitad de camino se encontró con una nueva tumba, esta vez más discreta; era la sepultura de Hernando Colón, el hijo español de Cristóbal, el autor de una de las obras más importantes sobre la vida del descubridor de América. Rodeó la lápida y se dirigió al ala izquierda de la nave, donde se abría otra puerta. La cruzó y sintió la luz débil del sol de invierno que entraba leve, a cielo abierto. Aquél era el patio de los Naranjos, un patio rectangular y cubierto de naranjos dispuestos geométricamente; en el centro se vislumbraba una pequeña fuente circular y, alrededor, largas galerías, como si aquél fuese un claustro cerrado. Junto con la torre de La Giralda, que no pasaba de ser un minarete disimulado, el patio era lo que quedaba de la antigua mezquita de los sarracenos, demolida para construir la catedral gótica.

Por encima de las galerías se encontraba el verdadero objetivo de Tomás. El profesor subió los escalones del edificio y se presentó en la Biblioteca Colombina. Después de identificarse y registrarse le permitieron el acceso al local. La biblioteca fue iniciada en el siglo XVI por Hernando Colón, el mismo que se encontraba sepultado en la catedral, delante de la puerta de la Asunción. El hijo español del descubridor de América reunió un total de doce mil volúmenes, incluidos libros y documentos que pertenecían a su padre. A su muerte, Hernando legó el precioso acervo a los dominicanos del monasterio de San Pablo, en Sevilla, y los manuscritos acabaron depositados en el edificio que circunda el patio de los Naranjos, en el lado izquierdo de la catedral.

Las obras de la Biblioteca Colombina se encontraban dispuestas en estanterías acristaladas, distribuidas en varias salas. Era en las vitrinas centrales donde estaban expuestas las joyas de la corona, los libros y documentos que pertenecieron al propio Colón. Provisto de una autorización especial, concedida en razón de la naturaleza del estudio y de las credenciales de la Universidad Nova de Lisboa y de la American History Foundation, que exhibió de inmediato, Tomás consiguió que le abriesen las estanterías y lo dejasen consultar las obras allí guardadas.

El historiador se pasó la tarde analizando los ejemplares que el Almirante poseyó y leyó quinientos años antes, comenzando por el Libro de los profetas, el documento que Colón citó profusamente en su diario y en sus cartas; por lo visto, el descubridor de América admiraba en especial al profeta Isaías, el más citado de todos. Recorrió también con los ojos la Imago Mundi, del cardenal Petrus d'Ailly, un texto sobre el mundo con notas al margen manuscritas por el propio descubridor; y la Historia natural, de Plinio, también llena de apuntes reveladores. Qué coincidencia, pensó el investigador, ese Plinio era posiblemente el mismo que había mencionado Constanza a propósito de las peonías. Tomás estudió con cuidado las anotaciones, la mayor parte de ellas en castellano y portugués, y sólo una en lo que parecía ser italiano. Concentró después su atención en las extrañas notas encontradas en la Historia rerum ubique gestarum, del papa Pío II, antes de volcarse en las restantes obras. Examinó el ejemplar de De consuetudinibus et conditionibus orientalium regionum, de Marco Polo, y también un libro de Plutarco, varias obras de Séneca y un volumen escrito por el judío ibérico Abraao Zacuto, el influyente consejero de don Juan II.

Salió de la Biblioteca Colombina al anochecer, con la búsqueda concluida y algunas fotocopias en la cartera. Giró a la izquierda, cogió la avenida de la Constitución hasta la puerta de Jerez, desde donde se dirigió hacia el río; siempre a pie, cruzó el Guadalquivir por el puente de San Telmo, desembocó en la plaza de Cuba y se internó en la calle del Betis, la pintoresca calle marginal donde se encontraba su hotel, El Puerto. Dejó las cosas en la habitación y, después de detenerse en la ventana para contemplar unos instantes el barrio histórico de donde había venido, con la Torre del Oro a la derecha, la blanca y amarilla plaza de toros de la Maestranza a la izquierda y la esbelta Giralda al fondo, se sentó en el borde de la cama y cogió el móvil. Llamó a Constanza, pero el teléfono de su mujer estaba desconectado. Dejó un recado en el buzón de voz y bajó a la calle.

Recorrió relajadamente la alegre calle del Betis, se sentó en una terraza a la orilla del río con una cerveza en la mano, con los ojos perdidos contemplando el movimiento lento de los barcos sobre el espejo oscuro del Guadalquivir. Del otro lado del río, en el paseo de Cristóbal Colón, era igualmente visible la agitación de la ciudad rebosante de vida. Pasó parte de la noche en aquella colorida calle tapeando, disfrutando del arte andaluz de ir de una tasca a otra para saborear las diferentes tapas, acompañadas de manzanilla, siempre a expensas de la fundación, claro. Se instaló después en otra terraza para leer un capítulo más de Vigiar e punir, en busca de pistas para el acertijo de Toscano, que se obstinaba en no dejarse descifrar; sin embargo, pronto, el brillo de las luces en el río, danzando a merced de la corriente, y el bullicio agitado de la ciudad lo disuadieron de seguir trabajando y decidió sumergirse en la alegre vida nocturna de Sevilla.

Bajo el cielo estrellado, la capital andaluza palpitaba con la cadencia vibrante del flamenco y de las sevillanas. Aquélla era la ciudad de Carmen y de don Juan, del baile y la corrida de toros, de los bohemios y de los juerguistas, y en ningún lugar era más visible que allí, en Triana, el barrio donde imperaban las tapas y los tablaos, las danzas sensuales y las noches calurosas. Abandonó la margen del río y fue a deambular por la calle de la Pureza, fascinado por sus ricas fachadas coloridas. Compró en una tienda de turistas una pequeña muñeca con un vestido rojo, lleno de lentejuelas, regalo para Margarida; para su mujer compró un vistoso álbum con reproducciones de los cuadros de El Greco. Con los regalos envueltos y guardados en una bolsa de plástico, junto con el libro de Foucault, recorrió Triana hasta que lo atrajo el fragor de un animado antro. Era un bullicioso tablao lleno de humo, donde el aire se agitaba con los acordes duros de la guitarra, la voz áspera del cantante en mangas de camisa y los golpes rápidos y profundos del zapateado y de las castañuelas que tocaban las «bailaoras», girando fervorosamente en el escenario, con los brazos extendidos, los gestos graciosos y la pose orgullosa, bailando al ritmo frenético del flamenco, de las palmas y de los soberbios olés arrancados a la multitud. Regresó agotado a El Puerto y se durmió segundos después de echarse en la cama, sin desvestirse del todo, con la bolsa de plástico, que guardaba los regalos y el libro de Michel Foucault, olvidada en el suelo.

Volvió por la mañana al barrio de Santa Cruz y se dirigió al Archivo General de Indias. El edificio color ladrillo, con una balaustrada en la terraza, tenía casi quinientos años y fue originalmente una lonja, el sitio donde los mercaderes hacían sus negocios. Pero desde el siglo XVIII se enviaron allí casi todos los documentos relacionados con el Nuevo Mundo. Se concentraban en el Archivo más de ochenta millones de páginas manuscritas y ocho mil mapas y dibujos, además de la correspondencia de Cortés, Cervantes, Felipe II y otros. A Tomás le interesaba uno de los «otros».

El investigador portugués se pasó toda la mañana consultando las cartas de Cristóbal Colón archivadas allí. Algunas eran inaccesibles, porque se las exhibía en un dispositivo giratorio, instalado para reducir los daños de la exposición a la luz. Tomás intentó persuadir a los responsables de que lo dejasen consultar directamente esos originales, pero ellos no cedieron, ni siquiera frente a las credenciales de la Universidad Nova de Lisboa y de la American History Foundation, alegando que no podían retirarlas ahora del expositor; le dijeron que hiciese una solicitud formal y le responderían al cabo de unos días. El investigador, por ello, tuvo que contentarse con los microfilmes y facsímiles de las cartas expuestas, de los que hizo copias. Pero su atención no sólo se limitó a la correspondencia de Colón sino también a la copia notarial de la minuta de la Institución de Mayorazgo, un crucial documento testamentario que también se encontraba depositado allí.

Terminó la investigación en el Archivo General de Indias a duras penas, en una auténtica lucha contra el tiempo: debía coger un avión a las tres de la tarde y aún quería comer algo. Tomó a toda prisa una deliciosa sopa cachorreña, con mucho pescado, almejas y cáscaras de naranja amarga, y unos fideos a la malagueña, regados con un montilla, en una tasca de la calle Romero Murube, antes de coger el taxi e ir a mata caballo a buscar las cosas al hotel, pagar la cuenta y salir finalmente en dirección al aeropuerto. Instalado en el asiento trasero del coche y aliviado por haber cumplido su maratón matinal, volvió a llamar al móvil de Constanza, pero de nuevo le respondió el buzón de voz.


Eran las diez de la noche cuando metió la llave en la cerradura. Llegaba cansado y quería darse una ducha, cenar e irse a la cama. Giró la llave hacia la izquierda, la cerradura obedeció, se abrió la puerta, Tomás entró en su casa y dejó pesadamente la maleta junto al aparador.

– ¡Chicas, he llegado! -anunció, con la muñeca del vestido rojo con lentejuelas en una mano y el libro de El Greco en la otra, dispuesto a entregar los regalos.

El apartamento permanecía oscuro, lo que le pareció francamente extraño. Encendió la luz y comprobó que se encontraba todo limpio y ordenado, pero no se veía ni un alma.

– ¡Chicas! -llamó de nuevo, intrigado-. ¿Dónde estáis?

Consultó el reloj y concluyó que era probable que ya hubiesen ido a acostarse; aún era temprano, pero a veces el trabajo resultaba más duro, el cansancio era superior a las fuerzas y a esa hora atacaba el sueño. Recorrió en pocos pasos el pequeño apartamento, evitando hacer ruido, y abrió la puerta de las dos habitaciones, la suya y la de su hija, pero estaban desiertas. Dejó la maleta sobre la cama de matrimonio y miró a su alrededor, como si estuviese desorientado. ¿Dónde demonios estarían? Se rascó la cabeza, intrigado. ¿Habría habido algún problema? Se quedó un buen rato pensando qué hacer. Podía llamar de nuevo al móvil, pero hacía cincuenta minutos, cuando llegó al aeropuerto, había marcado el número de Constanza y, una vez más, había respondido el buzón de voz. ¿Qué podría hacer ahora?

Salió de la habitación y se dirigió a la cocina; venía muerto de hambre, pues no soportaba la comida de los aviones. Consideró que, con el estómago más confortado, estaría en mejores condiciones para rumiar qué debería hacer a continuación. Probablemente, pensó, lo mejor era incluso esperar, ellas acabarían apareciendo. Al pasar de nuevo por el vestíbulo de entrada, camino de la cocina, reparó en el jarrón sobre el aparador, estaba lleno de flores, color amarillo y salmón, que asomaban en un conjunto de ramas largas y curvadas, mezcladas con otras flores amarillas, seguramente rosas, con sus pétalos de colores en medio de un racimo verde de hojas. Contempló por un momento las flores, pensativo; se acercó y las olió, le parecieron frescas. Vaciló un instante, acariciándose el mentón, rumiando una hipótesis que se le había ocurrido de repente. Cuanto más pensaba en ella, más creía que debía comprobarla. Decidió mudar el rumbo; en vez de a la cocina, se dirigió a la sala.

Los jarrones que adornaban los muebles mostraban las mismas flores. Sobre la mesa vio un papel. Lo cogió y lo analizó; era la factura de la florista, en la que se mencionaban rosas y digitales. Se quedó pensativo durante un buen rato. Después, con la factura en la mano, se dirigió a la estantería, consultó los títulos y acabó sacando un libro guardado en el anaquel más alto. Se trataba de El lenguaje de las flores, la obra favorita de Constanza. Abrió el volumen en las últimas páginas y consultó el glosario, buscando, en la «d», las digitales. Las encontró. El libro indicaba que las digitales o dedaleras representaban insinceridad y egoísmo. Levantó la cabeza, sobresaltado. ¿Sería aquél un mensaje? En un movimiento frenético, urgente y descontrolado, rayano en el pánico, hojeó de nuevo el libro y consultó la «r». Impaciente, buscó con el dedo la referencia a las rosas amarillas. Encontró «rosas» y llegó, casi de inmediato, a las «rosas amarillas». El dedo se inmovilizó en lo que simbolizaban.

Infidelidad.

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