Capítulo 6

La puerta sur del monasterio de los Jerónimos, en realidad formada por dos pesadas puertas de madera, se mantenía cerrada a los visitantes. Toda la entrada del pórtico, con su espectacular encaje de mármol blanco de Lioz, en un estilo gótico enriquecido por elementos platerescos y renacentistas, constituía una de las partes más hermosas de la aparatosa fachada del largo monasterio del siglo XVI; escenas religiosas y seculares, esculpidas en la piedra con primoroso detalle, decoraban los dos arcos sobre las puertas, dominadas por una estatua del infante don Enrique en el mainel central y guarnecidas además por múltiples columnas delgadas que, repletas de estatuas y relieves trenzados, se alzaban en dirección al cielo gris de la mañana.

Tomás rodeó toda la fachada sur del monasterio, de piedra blanca sólo salpicada, aquí y allá, por manchas marrones o grises de suciedad, y donde se destacaba una cúpula mitrada, de inspiración bizantina, sobre la torre de la campana. Giró en la esquina y se deslizó por la puerta axial, al poniente; ésta era la entrada principal, pero su situación, encajada en una galilea estrecha y a la sombra de una bóveda baja que oscurecía su rico encaje de estilo renacentista, disminuía su importancia. Cruzó el pasaje y entró en la grandiosa iglesia de Santa María, sus ojos de inmediato fueron atraídos hacia el firmamento del santuario, la monumental bóveda soportada por esbeltos pilares octogonales, de piedra ricamente labrada, que se abrían arriba como palmeras gigantes, mientras las hojas sostenían la cúpula y se enlazaban en una geométrica red de nervaduras.

Nelson Moliarti, entretenido en admirar las vidrieras de la iglesia, se encontró con el recién llegado y fue a reunirse con él; los pasos retumbaban en el santuario casi desierto.

– Hola, Tom -saludó-. ¿Cómo va todo?

Tomás le dio la mano.

– Hola, Nelson.

– Este es un monumento impresionante, ¿no? -preguntó haciendo un gesto amplio con la mano, como si quisiese mostrar todo lo que había alrededor-. Siempre que vengo a Lisboa me doy una vuelta por aquí. No puede haber obra tan magnífica para conmemorar los descubrimientos y el comienzo de la globalización. -Lo condujo hasta uno de los pilares octogonales y señaló uno de los relieves en la piedra-. ¿Ve eso? Es una cuerda de marinero. ¡Sus antepasados esculpieron en una iglesia una cuerda de marinero! -Señaló para otro lado-. Y allí hay peces, alcachofas, plantas tropicales, hasta hojas de té.

Tomás sonrió ante el entusiasmo del americano.

– Nelson, conozco bien el monasterio de los Jerónimos. Los temas marítimos esculpidos en la piedra son lo que hacen de este estilo, llamado estilo manuelino, algo único en la arquitectura mundial.

– Exactamente -asintió Moliarti-. Algo único.

– ¿Y sabe cómo se financió la construcción del monasterio? Con un impuesto sobre las especias, las piedras preciosas y el oro que las carabelas trajeron de todo el mundo.

– ¿Ah, sí?

– Lo llamaban el dinero de la pimienta.

– Fíjese -comentó el americano mirando a su alrededor-. ¿Y quién mandó hacerlo? ¿Fue Enrique el Navegante?

– No, el monasterio de los Jerónimos es posterior. Corresponde a la apoteosis de los descubrimientos.

– Pero ¿la apoteosis no fue con Enrique?

– Claro que no, Nelson. Enrique fue el hombre que planeó todo en el siglo xv; pero los descubrimientos sólo llegaron a su apogeo con el cambio de siglo, durante los reinados de don Juan II y don Manuel. Fue este último quien mandó construir el monasterio de los Jerónimos a finales del siglo xv. -Hizo un gesto amplio-. La iglesia en la que nos encontramos era, antiguamente, una ermita controlada por los templarios de la Orden Militar de Cristo, y fue aquí donde Vasco da Gama vino a rezar antes de partir para la India, en 1497. Don Manuel alimentaba entonces el sueño de ser el rey de toda la península Ibérica, instalando la capital en Lisboa, e hizo todo lo posible para convertirse en heredero de la Corona de Castilla y Aragón. Para alcanzar ese objetivo, tenía un plan que confiaba en la seducción de los Reyes Católicos. Se casó con dos hijas de los soberanos de Castilla y Aragón, además de expulsar, para complacerlos, a los judíos de Portugal. Por otro lado, ordenó construir este monasterio, que entregó, no a la Orden de Cristo, como sería natural, sino a la Orden de los Jerónimos, monjes que eran confesores de Isabel la Católica. La ambición de don Manuel casi resultaría premiada cuando, en 1498, fue consagrado heredero de los Reyes Católicos, pero el proyecto, como es evidente, acabó en la nada.

Deambularon por el recinto y fueron a admirar la tumba de Vasco da Gama, a la izquierda. Una estatua de mármol rosado en tamaño real, yacente con las manos elevadas en una plegaria, entre motivos de cuerdas, esferas armilares, carabelas, una cruz de la Orden de Cristo y símbolos marítimos, señalaba el sarcófago del gran navegante. En el lado derecho se encontraba el mausoleo de Luís de Camões; el gran poeta épico de los descubrimientos estaba igualmente representado por una estatua yacente sobre el sarcófago, con las manos unidas en actitud de oración, una corona de laureles sobre el cabello, la cabeza apoyada en una almohada de piedra.

– ¿Están realmente ahí? -preguntó Moliarti, con la mirada fija en el ataúd esculpido de Vasco da Gama.

– ¿Quiénes?

– Vasco da Gama y Camões.

Tomás se rio.

– Es lo que les decimos a los turistas.

– Pero ¿están o no están?

– Déjeme que se lo explique a mi manera -dijo Tomás, apoyando la mano en la tumba del gran navegante-. Los restos mortales que se encuentran en este sarcófago son casi con toda seguridad los de Vasco da Gama. -Señaló hacia el otro lado-. Pero los restos mortales que están depositados en aquel sarcófago casi con toda seguridad no son de Camões. Los guías, no obstante, les dicen a los turistas que Camões está realmente ahí. Parece que a ellos les gusta y hay muchos que aprovechan para comprar luego Los lusíadas.

Moliarti meneó la cabeza.

– Eso es deshonesto.

– Oh, Nelson, no seamos ingenuos. ¿Cómo alguien puede estar seguro de que los restos de una persona que murió hace quinientos años pertenecen realmente a determinada persona? Que yo sepa, hace quinientos años no existían pruebas de ADN, por lo que no podemos tener garantía alguna.

– Aun así…

– ¿Ha ido ya a Sevilla a ver la tumba de Colón?

– Sí.

– ¿Y está seguro de que Colón está realmente allí?

– Bueno, es lo que dicen, ¿no?

– ¿Y si yo le digo que puede ser una patraña, que los restos mortales que se encuentran en Sevilla tal vez no son los de Colón?

El estadounidense lo miró con actitud interrogante.

– ¿No lo son?

Tomás sostuvo la mirada y meneó la cabeza.

– Hay quien dice que no.

Moliarti se encogió de hombros.

– Who cares?

– Exactamente. ¿Cuál es el problema? Lo que interesa es el valor simbólico. Tal vez no sea Colón quien está allí, pero la verdad es que aquel cuerpo representa a Colón. Es un poco como la tumba del Soldado Desconocido, que, pudiendo ser de cualquier persona, hasta de un desertor o de un traidor, representa a todos los soldados.

Una multitud comenzó a avanzar por la puerta axial, como una creciente cada vez más copiosa, parloteando con un murmullo nervioso, excitado; eran turistas españoles traídos por un autocar que acababa de llegar a los Jerónimos y que se desparramaban por el santuario como hormigas voraces, con cámaras colgadas del cuello y pasteles de nata en la mano. La invasión española, con su alga/ara desordenada, caótica, aunque respetuosa, desasosegó a los dos historiadores, más interesados en encontrar un rincón tranquilo para conversar.

– Venga -dijo Moliarti haciéndole una seña con la mano-. Vamos a hablar allí dentro.

Salieron de la iglesia por la puerta axial, huyendo de los turistas; giraron a la derecha, compraron dos tiques en la taquilla, enfilaron por los cortos pasillos interiores y vieron abrirse frente a ellos el claustro real. Un pequeño jardín paisajístico francés coloreaba el eje del claustro, sencillo, sin flores, sólo con un césped rastrero recortado en formas geométricas alrededor de un pequeño lago circular; todo el patio central, formado por el césped y por el lago, estaba rodeado por los arcos y balaustradas de los dos pisos abovedados de los pasillos del monasterio, se veían cuatro tramos a cada lado con vértices achaflanados. Los visitantes giraron a la izquierda en la galería inferior, caminando por la sombra; observaron los encajes grabados en la piedra de las fachadas de los pasillos y contemplaron la riqueza de los detalles esculpidos en relieve; se percibían por todas partes símbolos religiosos, cruces de la Orden Militar de Cristo, esferas armilares, escudos y emblemas, cuerdas esculpidas, formas enlazadas, plantas, mazorcas, aves, animales fantásticos, lagartos, dragones marinos; entre la fauna y la flora exóticas aparecían medallones con bustos a la romana, aquí el perfil de Vasco da Gama, allá el de Pedro Alvares Cabral.

– Este claustro es extraordinario -comentó Moliarti.

– Fastuoso -coincidió Tomás-. De los más hermosos del mundo.

Contemplaron los arcos de la planta baja, por donde deambulaban sin rumbo aparente. Los arcos estaban divididos en dos, con columnitas sinuosas y escamadas; las pilastras exteriores exhibían una ornamentación suave y aplanada, mientras que el arco interior se destacaba por la decoración manuelina, afiligranada y compleja. Recorrieron distraídamente la galería, hasta que el estadounidense se desinteresó de los símbolos esculpidos en la piedra y miró a Tomás.

– Y bien, ¿ya tiene alguna respuesta para mí?

El portugués se encogió de hombros.

– No sé si tengo respuestas o si tengo más preguntas.

Moliarti hizo un chasquido con la lengua, disgustado.

– Tom, el reloj sigue su curso, no tenemos tiempo que perder. Hace dos semanas que usted fue a Nueva York y una semana que regresó a Lisboa. Necesitamos respuestas rápidas.

Tomás se acercó a la fuente del claustro. La fuente tenía un león esculpido, el animal heráldico de san Jerónimo, sentado con las patas delanteras erguidas y un hilo de agua manando de su boca, liberando un borboteo líquido, continuo y relajante. Pasó la mano por el agua fría y cristalina, pero no prestó atención a la estatua; tenía en su mente otros asuntos prioritarios.

– Mire, Nelson, no sé si lo que tengo le va a gustar, pero es lo que resultó del enigma que nos dejó el profesor Toscano.

– ¿Ya ha descifrado aquel mensaje? -preguntó Moliarti.

Tomás se sentó en la bancada de piedra de la galería, debajo de los arcos, dando la espalda al patio y frente el macizo bloque de mármol que señalaba la tumba de Fernando Pessoa. Abrió la cartera.

– Sí -dijo, sacó los documentos y buscó una hoja en especial; la encontró y se la mostró a Moliarti, que se sentó a su lado-. ¿Ve esto?

Señaló unas palabras manuscritas en mayúscula.

– «Moloc» -leyó Moliarti en la primera línea; después la segunda-: «Ninundia omastoos».

– Esta es una fotocopia de la cifra dejada por Toscano -explicó Tomás-. He estado dando vueltas a este galimatías, pensando que era un código o, eventualmente, una cifra de sustitución, aunque esto último me pareciese menos probable. Pero, en realidad, se trataba de una cifra de transposición. -Miró a Moliarti-. Un anagrama. ¿Sabe qué es un anagrama?

El estadounidense esbozó una mueca con la boca.

– No.

– Un anagrama es una palabra o frase formada a partir del reordenamiento de las letras de otra palabra o frase. Por ejemplo, «santos» es un anagrama de «tansos». [2] Ambas palabras usan las mismas letras, aunque en un orden diferente, ¿entiende?

– Ah -afirmó Moliarti-. ¿Eso también existe en inglés?

– Claro, en todas las lenguas con escritura alfabética -aclaró Tomás-. El principio siempre es el mismo.

– No conozco ningún caso.

– Claro que conoce. Hay anagramas en inglés que son famosos. Por ejemplo, «Elvis» es anagrama de «Uves». «Funeral» es anagrama de «real fun».

– Muy gracioso -comentó Moliarti sin sonreír-. Pero ¿qué tiene que ver eso con las investigaciones del profesor Toscano?

– Que él nos ha dejado un anagrama, por añadidura uno muy sencillo en la primera línea, de aquellos en que la primera letra se ha convertido en la última, la segunda en la penúltima, y así sucesivamente, como un espejo. -Volvió a mostrar la fotocopia del mensaje cifrado-. ¿Lo ve? «Moloc» debe leerse «Colom». Pero «ninundia omastoos» es un anagrama más complejo, cuyo desciframiento implica un cruce alfabético. Significa nomina sunt odiosa.

– La frase del romano.

– Ovidio.

– ¿Y qué significa?

– Como ya le he explicado, nomina sunt odiosa significa «los nombres son impropios».

– ¿Y Colom?

– Es un nombre.

– ¿Un nombre impropio?

– Sí.

– ¿Y quién es ese tipo?

– Cristoforo Colombo.

Moliarti se quedó un buen rato mirando a Tomás.

– Explíqueme, a ver si lo entiendo -dijo el americano, rascándose el mentón-. ¿Qué pretendía decir el profesor Toscano con ese mensaje cifrado?

– Que el nombre de Colom era impropio.

– Sí, pero ¿cuál es el significado de esa frase?

– Esa fue la parte más difícil de entender, dado que la frasees ambigua -reconoció Tomás; sacó otra hoja de la cartera y se la mostró al americano: era la fotocopia de un texto redactado en latín-. Fui a consultar el texto original de las Heroidas para intentar entender el sentido de esa cita. Aparentemente, lo que Ovidio quería decir es que no se debe citar en vano el nombre de personas cuando están en cuestión hechos vergonzosos o de gran gravedad.

Moliarti cogió la hoja y la estudió.

– ¿El nombre de Colón estaba relacionado con hechos vergonzosos o de gran gravedad?

– El de Colón, no. Pero el de Colom, sí.

– Gee, man -exclamó el americano, sacudiendo la cabeza-. No entiendo nada. Pero ¿no me dijo usted que Colom es Colón?

– Sí, pero por algún motivo el profesor Toscano quiso llamar la atención sobre el nombre Colom. Si el nombre fuese irrelevante, habría escrito simplemente Colón. Pero no, escribió Colom. Sólo puede deberse a que tiene un significado.

– ¿Cuál?

– Ese es el nombre impropio.

– Pero, Tom, ¿en qué medida ese nombre es impropio? No entiendo.

– Esa fue justamente la pregunta que yo me hice. ¿Qué tiene de especial el nombre Colom para que el profesor Toscano llame la atención sobre él, considerándolo impropio?

Los dos hombres se quedaron mirándose, con la pregunta suspendida ante sus mentes, como si esa interrogación fuese una nube y estuviesen esperando que se descargase en lluvia.

– Espero que haya encontrado una respuesta para esa cuestión -murmuró Moliarti por fin.

– Encontré una respuesta y varias preguntas nuevas. -Hojeó sus apuntes-. Lo que estuve haciendo estos días fue intentar entender el origen del nombre de Cristoforo Colombo. Como sabe, el descubridor de América vivió diez años en Portugal, donde aprendió todo lo que sabía sobre navegación en el océano Atlántico. Vivió en Madeira y se casó con Filipa Moniz Perestrelo, hija del navegante Bartolomeu Perestrelo, el primer capitán donatario de la isla de Porto Santo, en Madeira. Portugal era, en ese momento, la nación más avanzada del mundo, con los mejores barcos, los instrumentos más perfeccionados de navegación, las armas más sofisticadas, y donde se concentraba el conocimiento. El plan de la Corona, delineado desde Enrique el Navegante, era encontrar un camino marítimo hacia la India, para sortear el monopolio que detentaba Venecia en el comercio de las especias que venían de Oriente. Los venecianos tenían un acuerdo de exclusividad con el Imperio otomano, y, perjudicadas por ese acuerdo, las otras ciudades-estado italianas, especialmente Génova y Florencia, apoyaron el esfuerzo portugués. Fue en ese contexto cuando, en 1483, el genovés Colombo le planteó a don Juan II que, dado que la Tierra era redonda, navegaría hacia occidente hasta llegar a la India, en vez de ir hacia el sur, e intentar rodear África. El monarca portugués sabía muy bien que la Tierra es redonda, pero también tenía conciencia de que es mucho mayor de lo que Colón pensaba, por lo que el camino por occidente sería demasiado largo. Sabemos hoy que don Juan II tenía razón y Colón no. Fue entonces cuando el genovés, cuya mujer portuguesa, entre tanto, había muerto, fue a España a ofrecer sus servicios a los Reyes Católicos.

– Tom -cortó Moliarti-. Pero ¿por qué me está contando todo eso? Conozco muy bien la historia de Colón…

– Calma -recomendó Tomás-. Déjeme que analice el contexto de lo que tengo que revelarle. Es importante que hagamos un resumen sobre la historia de Colón, porque existe algo extraño relacionado con su nombre, algo que es pertinente en el contexto de la historia de su vida y del acertijo que nos ha dejado el profesor Toscano.

– All right, go on.

– Muy bien -dijo Tomás e hizo una pausa para intentar reanudar la narración en el punto donde la había interrumpido-. Como decía, Colón se fue a España. Es necesario recordar que España estaba entonces gobernada por la reina Isabel de Castilla y por el rey Fernando de Aragón, los llamados Reyes Católicos, que se habían casado, uniendo así las dos Coronas y los dos reinos. El país estaba en aquel momento envuelto en una campaña militar para expulsar a los árabes del sur de la península Ibérica, pero la reina manifestó su interés por escuchar a Colón, o Colombo. El navegante sometió su proyecto a una comisión de sabios del Colegio Dominicano. El problema es que los españoles se encontraban mucho más atrasados que los portugueses en materia de conocimiento, por lo que, después de cuatro años de estudiar la cuestión, los supuestos sabios españoles concluyeron que la idea de navegar hacia occidente en busca de la India era irrealizable, dado que la Tierra era, en su opinión, plana. En 1488, Colón regresó a Portugal y fue recibido por don Juan II, mucho más esclarecido, ante quien insistió en sus propuestas. Sólo que, cuando se encontraba en Lisboa, Colón asistió a la llegada de Bartolomeu Dias con la noticia de que había rodeado África y había descubierto el paso del Atlántico al índico, abriendo así el deseado camino hacia el viaje directamente hasta la India. El proyecto de Colón, naturalmente, quedó abortado. ¿Por qué motivo el rey portugués habría de invertir en la larga e incierta ruta por occidente si ya había descubierto el atajo por el sur? Desanimado, Colón regresó a España, donde se había casado, entre tanto, con Beatriz de Arana. Hasta que, en 1492, los árabes se rindieron en Granada y los cristianos comenzaron a controlar toda la Península. En medio de la euforia del triunfo, la reina de Castilla dio luz verde a Colón y el navegante partió hacia el viaje que culminaría con el descubrimiento de América.

– Cuénteme novedades, Tom -insistió el americano.

– Le he recordado esto para establecer de modo claro la relación de Cristoforo Colombo con los reinos ibéricos, no sólo con Castilla sino también con Portugal. No fue algo pasajero, sino, como ve, una relación profunda.

– Ya lo he entendido.

Tomás dejó de consultar los apuntes y documentos que había traído y miró a Moliarti.

– Entonces, si ya ha entendido, explíqueme sólo una cosa -pidió-. ¿Por qué razón los portugueses y los castellanos, si tenían una relación tan profunda con Colón, nunca lo llamaron Colombo?

– ¿Cómo?

– Durante el siglo xv, mientras el gran navegante estuvo en Portugal y en Castilla, nunca nadie llamó a Colón por su, en teoría, verdadero apellido: Colombo.

– ¿Nunca lo llamaron Colombo? ¿Qué quiere usted decir con eso?

– No hay un solo documento, portugués o castellano, que llame Colombo a Colón. El primer texto portugués en el cual aparece una referencia a «Colonbo», con «n», es la Crónica de D. Joao II, de Ruy de Pina, escrita a principios del siglo xvi. Hasta entonces, nunca ningún portugués lo había llamado Colombo.

– Entonces ¿cómo lo llamaban?

– Colom o Colon.

Moliarti permaneció unos momentos en silencio.

– ¿Qué significa eso?

– Ahí vamos -dijo Tomás, volviendo a hojear sus apuntes-. Fui a ver los documentos de la época y descubrí que Cristoforo Colombo es presentado como Christovam Colom, o Colon, el nombre propio abreviado a veces como «Xpovam». Cuando el navegante fue a España, los españoles comenzaron llamándolo Colomo, pero deprisa evolucionaron hacia Christóbal Colon, Christóbal abreviado como «Xpoval». Pero nunca Colombo. Nunca, nunca. -Buscó en el fajo de documentos-. Fíjese -dijo mientras sacaba la hoja que buscaba-: ésta es la fotocopia de una carta del duque de Medinaceli dirigida al cardenal Mendoza, fechada el 19 de marzo de 1493 y guardada con la referencia de documento catorce del Archivo de Simancas. Fíjese ahora en lo que aquí está escrito -dijo mientras señalaba una frase redactada en la hoja-: «Tuve en mi casa mucho tiempo a Cristóbal Colomo, que venía de Portugal y quería ir a ver al rey de Francia». -Alzó la cabeza-. ¿Lo ve? Aquí aparece Colomo. Pero lo extraño es que en la misma carta, más adelante, el duque lo llama de otra manera. -Señaló un segundo fragmento-. Aquí está: Cristóbal Guerra. -Volvió a mirar a Moliarti con una expresión interrogativa-. ¿Guerra? ¿Al final era Colombo, Colom, Colon, Colomo o Guerra?

– ¿Ese Guerra no podrá ser cualquier otro hombre que se llamase Cristóbal?

– No, la carta del duque es muy clara, este Guerra es nuestro Colón. Fíjese ahora. -Alisó la fotocopia para leerla mejor-. Escribió el duque: «En ese tiempo, Cristóbal Guerra y Pedro Alonso Niño se dispusieron a descubrir, y este testigo lo afirma así mismo, con la flota de Hojeda y Juan de la Cosa». -Miró a Moliarti-. Ahora bien, el Cristóbal que salió «dispuesto a descubrir» con Niño, Hojeda y de la Cosa fue, como usted bien sabe, Colón, es decir, Cristoforo Colombo.

– Puede ser una incongruencia, un error.

– Sin duda es una incongruencia, pero no creo que haya error. ¿Y sabe por qué? -Buscó nuevamente en el fajo, localizó dos fotocopias y le mostró la primera al americano-. Este es un extracto de la primera edición de la Legatio Babylonica, de Pietro Martire d'Anghiera, publicada en 1515. En este texto, D'Anghiera identificó a Colón de esta forma: «Colonus vero Guiarra». Como «vero» significa «en verdad», D'Anghiera estaba diciendo que Cristoforo Colombo, alias Colom, alias Colomo, alias Colon, alias Colonus, alias Guerra, se llamaba, en verdad, Guiarra. -Mostró la segunda fotocopia-. Y éste es un extracto de la segunda edición de la misma Legatio Babylonica, de D'Anghiera, esta vez titulada Psalterium y fechada en 1530. Aquí la misma identificación sufre una ligera alteración. Aparece «Colonus vero Guerra». -Buscó con frenesí una hoja más-. Y éste es el documento treinta y seis del Archivo de Simancas, fechado el 28 de junio de 1500. Este documento es una orden dirigida a un tal Afonso Alvares, a quien «sus altezas mandan ir con Xproval Guerra a la tierra nuevamente descubierta». -Miró una vez más a Moliarti-. Otra vez el apellido Guerra.

– Son tres documentos donde lo llaman Guerra -observó el estadounidense.

– Cuatro -corrigió Tomás, volviendo a centrar la atención en los apuntes-. Después de la muerte de Cristóbal Colón, su hijo portugués, Diogo Colom, inició un proceso judicial contra la Corona de Castilla, titulado «Pleyto con la Corona», en un esfuerzo por asegurar los derechos de su padre. Las audiencias comenzaron en 1512 en la isla de Santo Domingo, en las Antillas, y terminaron en 1515 en Sevilla. Todos los marineros y capitanes que participaron en el descubrimiento de América fueron escuchados en este proceso, prestando declaración bajo juramento con la mano sobre la Biblia. -Extrajo otra hoja del fajo-. Esta es una copia de la declaración del maestre-piloto Nicolás Pérez. Dijo él en el tribunal, con la mano apoyada sobre la Biblia, que el «verdadero apellido de Colon era Guerra».

– Por tanto, lo que me está diciendo es que, en su época, Cristoforo Colombo no era conocido como Colombo, sino como Guerra.

– No, no es eso lo que estoy, necesariamente, diciendo. Lo que estoy diciendo es que él, por algún motivo, tenía muchos nombres, pero Colombo no era ninguno de ellos. -Dibujó un gesto vago en el aire-. En realidad, prácticamente no existen documentos sobre el paso de Cristoforo Colombo por Portugal, hecho bastante misterioso, pero, por lo que he podido averiguar, fue conocido en este país por Colom y por Colon. Fue a España en 1484 y comenzó a ser llamado Colomo. Sólo ocho años después, los castellanos comenzaron a designarlo como Colon.

– ¿Ocho años después?

– Sí. El primer documento español donde aparece escrito el nombre Colon, sin tilde en la «o», es la Provisión, del 30 de abril de 1492. Sólo después de la muerte del navegante, en 1506, añadieron la tilde a la segunda «o» de Colon, que se convirtió en Colón.

– Cristóbal Colón.

– Sí. Pero atención, hasta el nombre propio del hombre que descubrió América alberga una historia. Los portugueses lo llamaban por lo general Cristofom o Cristovam, mientras que los italianos preferían Cristoforo. Pero es curioso que Pietro d'Anghiera, en las veintidós cartas que escribió hablando de Colón, lo llamara siempre Cristophom Colonus, y nunca Cristoforo. El propio papa Alejandro VI, con ocasión del Tratado de Tordesillas, lanzó dos bulas con la misma iniciación titular, la Inter caetera, donde incorporó la castellanización del nombre. En la primera bula, fechada el 3 de mayo de 1493, llamó al navegante Crhistofom Colon, y en la segunda, del 28 de junio, Crhistoforu Colon. Es interesante esta evolución, porque Crhistofom es, evidentemente, el Cristofom o el Cristovam portugués. Crhistoforu es el nombre en latín del que derivaron los antropónimos Cristovam, portugués, y Cristóbal, castellano.

– ¿Y Guerra, entonces?

– Entendámonos. Cristoforo Colombo era conocido en todas partes por Cristofom o Cristovam. El apellido era Colom o Colon, pudiendo ser también Collon, con doble «1». Llegó a España y comenzó a ser Colomo. A partir de 1492, los españoles comenzaron a llamarlo sobre todo Cristóbal Colon, aunque, aquí y allá, volvía a surgir, a veces, Colom. -Tomás sacó una fotocopia-. Por ejemplo, en esta edición en latín de la publicación de una de las cartas del descubrimiento del Nuevo Mundo, fechada en 1493, reaparece Colom. Hay más ejemplos iguales, pero vale la pena ver incluso éste. -Presentó otra fotocopia-. Es un extracto de la publicación de una petición hecha por el Almirante en Santo Domingo y presentada en 1498. También aparece aquí Colom -dijo acomodando las dos copias-. Y existen, como ya le he dicho, cuatro documentos que refieren, implícita o explícitamente, que Colom no era el verdadero nombre del navegante. El nombre correcto sería Guerra. Por tanto, tenemos Guiarra, Guerra, Colonus, Colom, Colomo, Colon y Colón.

– Pero ¿por qué tantos nombres?

Tomás hojeó la libreta de notas.

– Parece haber algún secreto -observó-. El hijo castellano, Hernando, hizo, a propósito del nombre de su padre, algunas referencias muy misteriosas. -Se fijó en una página anotada-. En un fragmento de su libro, Hernando escribió: «el sobrenombre de Colón, que él volvió a renovar». Y registró en otra parte esta frase enigmática, que intentaré traducir: «Podríamos referirnos a muchos nombres que, por ejemplo, no sin una causa oculta, fueron puestos para indicar lo que tendría que suceder según lo que estaba pronosticado». -Miró al americano-. ¿Ha visto? En primer lugar, este «volvió a renacer» sugiere que Cristoforo Colombo cambió varias veces de apellido. Si fuese sólo «renovar», sería una sola vez. Pero «volvió a renovar» implica que renovó de nuevo, o sea, que remite a más de una renovación. Y, en segundo lugar, ¿qué podremos decir de la frase «podríamos referirnos a muchos nombres que, por ejemplo, no sin una causa oculta»? ¿Muchos nombres? ¿Causa oculta? Pero ¿qué misterio del demonio es éste? ¿Qué nombres y qué causa oculta? ¿Y qué historia es esta de que esos varios nombres hayan sido puestos para «indicar lo que tendría que suceder según lo que estaba pronosticado»? ¿Estará insinuando que su padre adoptó sucesivos nombres falsos con el fin de relacionarlos con profecías? ¿Cuál es, al final, su verdadero nombre?

– Vaya -murmuró Moliarti-. Entonces ¿cómo aparece el nombre Colombo en medio de todo esto?

Tomás se sumergió de nuevo en sus anotaciones.

– La primera referencia en un texto al apellido Colombo se hizo en 1494. Todo comenzó con la carta que el navegante escribió desde Lisboa, el año anterior, anunciando el descubrimiento de América. Esa carta se publicó en varios sitios. En la última página de la edición de Basilea, que salió en 1494, un obispo italiano añadió un epigrama donde se lee «mérito referenda Columbo Gratia», latinizando así el apellido Colom. Esta nueva versión sería retomada por el veneciano Marcantonio Coccio, conocido popularmente como Sabellico, en las Sabellici Enneades, de 1498. Sabellico lo identificó como «Christophorus cognomento Columbus». Pero Sabellico no lo conocía personalmente, por lo que debe de haberse inspirado en aquel famoso epigrama. Después existe una carta enviada por el veneciano Angelo Trevisano a Domenico Malipero, fechada en agosto de 1501, en la que, citando la primera edición de las Decades, de Pietro d'Anghiera, fechada en 1500, refiere que el autor tenía gran amistad «con el navegante, a quien llamaba Christophoro Colombo Zenoveze». El problema es que, en otras cartas, D'Anghiera da la impresión de no conocer personalmente a Colombo, describiéndolo como «un tal Cristovam Colon». De esto se deriva la convicción de que Trevisano adulteró el texto de D'Anghiera para adaptarlo al gusto de los lectores italianos, italianizando su nombre. Existe igualmente una referencia a un libro de Trevisano, titulado Libretto di tutte le Navigationi di Re de Spagna, y que fue publicado en 1504 a partir de unas copias de cartas del vicario-capellán real.

Tampoco sobrevivió ningún ejemplar de ese libro, pero su contemporáneo Francesco da Montalboddo confirmó que Trevisano presentó a Colón como Cristoforo Colombo Zenoveze. El problema es que este texto de Trevisano no llegó hasta nosotros en su edición original. La crónica más antigua que poseemos con el nombre Colombo asociado al descubridor de América es el Paesi nuovamente retrovati, publicado en 1507 por Montalboddo, y que consulté en la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro. Fue un libro muy popular en su época, transformándose en lo que hoy llamaríamos un best seller. Incluyó hasta la primera descripción del descubrimiento de Brasil por Pedro Alvares Cabral y ayudó a difundir una segunda falsedad, la de que el descubridor del Nuevo Mundo era Américo Vespuccio.

– ¿Una segunda falsedad? ¿Cuál fue la primera, entonces?

Tomás miró a Moliarti con sorpresa.

– ¿No le parece obvio? La primera falsedad es la de que Colón se llamaba Colombo.

– ¿Cómo puede afirmar eso?

– Por el mero auxilio del sentido común. ¿Así que el hombre anduvo toda su vida recibiendo diversos nombres, pero sobre todo Colom y Colon, y sólo más tarde aparecieron unos italianos, que no lo conocían personalmente, y uno de ellos, citando oscuras copias de cartas del vicario general y una dudosa traducción de la ya desaparecida edición de las Decades, de D'Anghiera, llegaron a decir que él, al final, no se llamaba Colom sino Colombo? ¿Y cómo podríamos llamarlo Colombo si él mismo se llamó, en todos los documentos que llegó a firmar, Colom o Colon?

– ¿Qué?

– ¿No lo sabía? El descubridor de América nunca se refirió a sí mismo, en ningún documento conocido, como Colombo, y ni siquiera mencionó su versión latina: Columbus. Nunca. Ni siquiera existe un solo documento perteneciente a la historia marítima de Génova que mencione la existencia de un marino con ese nombre. Ni uno solo. El primer documento conocido en que Colón se presenta a sí mismo es la carta que le envió en 1493, poco después de regresar del descubrimiento de América, a un tal Rafael Sánchez para que se la entregase a los Reyes Católicos. En esa carta, se identificó como «Christofori Colom». Colom, con «m» al final. Y más tarde, en su testamento, explicó que pertenecía a la familia de los Colom, que presentó como siendo «mi linaje verdadero». Téngase en cuenta: dijo que su verdadero linaje era el de los Colom, no el de los Colombo. -Tomás sonrió-. ¿No está claro como el agua, entonces, que el nombre Colombo cayó del cielo a trompicones?

– Si es así, ¿por qué razón aún hoy se le sigue conociendo como Cristoforo Colombo?

– De la misma manera que aún hoy llamamos América a la tierra que Américo Vespuccio no descubrió. Por mera repetición de un error original. Veamos. Colón se identificó a sí mismo en todos los documentos como Colom o Colon. Sus contemporáneos, incluida gente que lo conocía personalmente, hicieron lo mismo o le dieron otros nombres, como Colomo, Colonus, Guiarra y Guerra. Pero vino un obispo italiano que pensó que Colom se traducía en latín como Columbo; después apareció el tal Sabellico, que no conocía a Colón de ninguna parte, nunca lo vio ni habló con él, y que, a partir de esa traducción errada, mantuvo el nombre Colombo. Poco después, otro veneciano, Trevisano, hizo lo mismo. Y otro italiano, Montalboddo, que tampoco conocía al personaje personalmente, cogió el texto de Trevisano y le dio gran visibilidad en Paesi nuovamente retrovati, publicado en 1507, un año después de la muerte del navegante. Paesi fue un éxito editorial, todo el mundo leyó a Montalboddo y, de repente, Colón comenzó a ser conocido como Colombo. Y se difundió tanto que hasta el cronista portugués Ruy de Pina, en la Crónica do Rei D. Jodo II, lo rebautizó con ese nuevo nombre.

– Pero ¿cómo sabe que el obispo italiano estaba faltando a la verdad?

– Porque en la misma página de la edición de Basilea, donde él escribió Columbo, también está escrito el nombre Colom. Ahora bien, Colom en catalán significa «paloma». -Hizo una seña con los ojos, interrogando a Moliarti-. Ahora dígame cómo se dice paloma en italiano…

– Colombo.

– ¿Y en latín?

– Columbus.

– ¿Lo ve? El obispo, que sabía catalán, pensó que Colom se traducía por «paloma». Como quiso latinizar el nombre, escribió Columbo.

– Justamente -respondió el americano-. Si Colom quiere decir «paloma», el nombre correcto de él en italiano es Colombo. Colom es una traducción de Colombo.

– Lo sería si no se diese el caso de que el nombre Colom no significa «paloma».

– ¿Ah, no? Entonces ¿qué quiere decir?

Tomás hojeó su libreta de notas.

– Una vez más es el propio hijo de Cristóbal Colón, Hernando, quien nos lo aclara: «Por consiguiente, le vino a propósito el sobrenombre de Colón», escribió, explicando cómo surgió ese apellido: «porque en griego quiere decir miembro».

– No entiendo.

– Nelson, ¿cómo se dice «miembro» en griego?

– Yo qué sé…

– Kolon.

– ¿Colon?

– Kolon, con «k». O sea, Colom no remite a Colombo, a paloma, sino a Kolon, el miembro. -Se fijó de nuevo en sus apuntes-. Por otra parte, el propio Hernando Colón, al mismo tiempo que revela que el apellido Colón viene de la palabra griega «kolon», es decir, miembro, explica que «si queremos reducir su nombre a la pronunciación latina, que es Christophorus Colonus». -Esbozó una sonrisa para Moliarti-. ¿Lo ve? Hernando explicó que la latinización de Colón no remite a Columbo o Columbus, como sería normal si viniese de Colombo y significase «paloma», sino a Colonus. Lo que, en definitiva, quiere decir que, cualquiera fuese su verdadero nombre, sin duda no sería Colombo.

– Sería Colonus, ¿no?

El historiador portugués inclinó la cabeza e hizo una mueca escéptica.

– Tal vez. Pero Colonus puede que sólo sea un seudónimo. Fíjese en que Hernando escribió que «podríamos referirnos a muchos nombres que, por ejemplo, no sin una causa oculta, fueron puestos para indicar lo que habría de suceder según lo que estaba pronosticado». Es decir, el navegante eligió nombres que profetizaban algo.

– ¿Y qué profecía implicaría el apellido Colonus?

– El propio Hernando responde a esa pregunta: «Pidiendo a Cristo su ayuda, y que lo favoreciese en aquel peligro de su viaje, pasó él y sus ministros para que se hiciesen, de las gentes indias, colonas y habitantes de la Iglesia triunfante de los Cielos; pues es de creer que muchas almas se harían colonas del cielo y habitantes de la gloria eterna del Paraíso». O sea, que el apellido Colonus fue elegido porque profetiza la colonización de la India por la fe cristiana.

– Hmm -murmuró Moliarti, algo contrariado-. En su opinión, ¿fue eso lo que descubrió el profesor Toscano?

– No tengo dudas en afirmar que, al dejar el mensaje «Colom, nomina sunt odiosa», Toscano estaba diciendo que el nombre Colom era impropio. Es decir, su referencia se volvió impropia.

– ¿Sólo eso?

– Pienso que hay más por descubrir. Como ya le he dicho, Ovidio, cuando escribió la frase «nomina sunt odiosa», la insertó en el contexto de que no se deben citar en vano nombres de personas cuando están en cuestión cosas vergonzosas o muy graves. Me parece evidente que el profesor Toscano está sugiriendo un vínculo entre Colom y un hecho de gran importancia.

– El descubrimiento de América.

– Pero ese vínculo ya lo conocemos, Nelson. Lo que supongo es que Toscano se estaba refiriendo a otra cosa, que no es aún de dominio público.

– ¿Qué?

– Si lo supiese, estimado amigo, ya se lo habría dicho, ¿no?

El estadounidense se revolvió en la bancada de piedra, incómodo e inquieto.

– ¿Sabe, Tom? -comenzó a decir-. Nada de esto tiene que ver con el descubrimiento de Brasil.

– Es evidente que no.

– Entonces ¿por qué razón el profesor Toscano perdió el tiempo con Colón?

– Colom.

– Whatever. ¿Por qué razón estuvo desperdiciando en esa investigación nuestro dinero?

– No lo sé. -Tomás se llevó la palma de la mano derecha al pecho-. Pero, para mí, una cosa está clara. No se vislumbra ninguna relación entre estas investigaciones del profesor Toscano y el descubrimiento de Brasil. Lo que nos plantea a nosotros un problema práctico. ¿Valdrá la pena que yo continúe haciendo esta investigación? Sea lo que fuere lo que Toscano descubrió, todo indica que no tendrá que ser publicado hasta el 22 de abril, dado que no tiene relación con los quinientos años del viaje de Pedro Alvares Cabral. -Miró a Moliarti a los ojos-. ¿Quiere que prosiga con la investigación?

El estadounidense no vaciló.

– Claro que sí -afirmó-. La fundación querrá saber en qué anduvo gastando el dinero todo este tiempo.

– Lo que nos lleva al segundo problema. Ya no tengo nada más que investigar.

– ¿Cómo? ¿Y los documentos y anotaciones del profesor Toscano?

– ¿Qué documentos y anotaciones? Ya he consultado todo lo que tenía en Brasil.

– Pero él estuvo investigando mucho más por Europa.

– Ah, ése es otro asunto. ¿Por dónde estuvo?

– Estuvo en la Biblioteca Nacional y en la Torre do Tombo, aquí en Lisboa. Después se fue a España e Italia.

– ¿En busca de qué?

– Nunca nos lo dijo.

Tomás permaneció pensativo, con la mirada perdida en el encaje de los arcos del claustro.

– Entiendo -murmuró-. ¿Y dónde están sus anotaciones?

– Supongo que están en su casa, en manos de su mujer.

– ¿Y ustedes han ido ya a pedirle esos documentos? Son cruciales para la investigación.

Moliarti sacudió la cabeza, cabizbajo.

– No.

– ¿No? -se sorprendió Tomas-. ¿Por qué?

El estadounidense hizo una mueca nerviosa con los músculos del rostro.

– Bueno, las divagaciones del profesor Toscano provocaron una gran tensión entre nosotros. Discutimos mucho con él, porque queríamos informes periódicos de su trabajo y se negaba a dárnoslos. Naturalmente, esa tensión se extendió también a su mujer, con quien la relación se hizo igualmente difícil.

Tomás se rio.

– O sea, que ella no quiere ni verles.

Moliarti suspiró, abatido.

– Exacto.

– Entonces ¿qué hacemos?

– Vaya usted.

– ¿Yo?

– Sí, claro. A usted, ella no lo conoce. No sabe que usted trabaja para la fundación.

– Disculpe, Nelson, pero no puede ser. ¿Tengo que ir a la casa del difunto a engañar a la viuda?

– ¿Cuál es la alternativa?

– Yo qué sé. Hablen con ella, aclaren las cosas, entiéndanse.

– No es tan fácil, las cosas entre nosotros llegaron a un punto sin retorno. Tendrá que ir usted.

– Oh, Nelson, no puede ser. Yo no voy a engañar a esa mujer…

Moliarti lo encaró con expresión dura, los ojos transfigurados, implacables; ya no era el simpático y relajado estadounidense, de modales afables y cálidos, sino el despiadado hombre de negocios.

– Tom, estamos pagándole dos mil dólares por semana y ofreciéndole un premio de medio millón de dólares si consigue recuperar la investigación oculta del profesor Toscano. ¿Quiere o no quiere ese dinero?

Tomás vaciló, conmovido por el tono frío de las palabras de su interlocutor.

– Pues… claro que lo quiero.

– Entonces vaya a la fucking casa del fucking Toscano y arranque de la fucking viuda todo lo que ella tenga -farfulló Moliarti, con una entonación agresiva, fulminante-. ¿Ha entendido?

Tomás, pasado el primer instante de sorpresa por el repentino cambio de humor de su interlocutor, sintió que algo se sublevaba bullendo en sus entrañas, trepando por su estómago, imparable. Tuvo ganas de levantarse e irse, no admitía que le hablasen en ese tono. Su rostro se sonrojó, era el rubor y el calor de una furia mal contenida. Se levantó de la bancada de piedra, despechado, sin saber adónde ir; vio el bloque de mármol de la tumba de Fernando Pessoa imponiéndose frente a él y, buscando una distracción, un escape, cualquier cosa, se acercó al monumento. Un poema de Ricardo Reis clamaba grabado en la piedra:


Para ser grande, sé íntegro: nada

tuyo exageres ni excluyas.

Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres

en lo mínimo que hagas.

Así en cada lago la luna toda

brilla, porque alta vive.


En aquel instante, Tomás quiso ser grande como Fernando Pessoa, mostrarse íntegro a Moliarti, sin excluir nada, poniendo todo cuanto era y sentía en las palabras que se le estrangulaban en la garganta. Pero instantes después, pasada la erupción inicial, más sereno, más racional, reflexionó. Ser grande, ser tan grande, era un lujo que no podía darse; no quien tenía una hija que necesitaba operarse del corazón y la ayuda de un profesor que el colegio no podía pagar; no quien veía su matrimonio desmoronarse en un mar de preocupaciones por el sombrío futuro de la hija y entre los irresistibles lances de una escandinava atrevida. Dos mil dólares por semana era mucho dinero; más aún lo era el premio de medio millón de dólares si lograba desenterrar toda la investigación de Toscano. Y Tomás sabía que lo lograría.

Se controló. Dio media vuelta y, vencido, resignado, encaró al estadounidense.

– De acuerdo.

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