Capítulo 7

Pequeñas gotas de agua se deslizaban por la superficie verde y lisa de las hojas y se acumulaban en el extremo, creciendo al punto de formar una gota grande; la gota engordaba, se hinchaba hasta hacerse demasiado nutrida; en ese momento, se inclinaba en la punta de la hoja y, después de una breve indecisión, pendiendo casi suspendida en el aire, caía pesadamente en la tierra fértil y húmeda. Tras ella venía otra, y otra más, y muchas más por todas partes; las hojas lobuladas y brillantes de la higuera goteaban agua, goteaban tanto que parecían llorar bajo el cielo agreste y cargado de la invernada.

Sentado a la mesa del desayuno y mirando por la ventana, Tomás fijaba la vista en aquella higuera lacrimosa; la miraba pero no la veía, absorto en sus problemas, engolfado en los dilemas de su vida. Constanza había salido hacía diez minutos, hoy le tocaba a ella llevar a Margarida al colegio. Tomás pensaba en las dos y pensaba en Lena; se interrogaba ahora, con alguna seriedad, sobre el camino que recorría, sobre el destino al que lo conducía aquel sendero incierto. Por primera vez en lo que llevaba de matrimonio era infiel y experimentaba sentimientos contradictorios en relación con su comportamiento. Por un lado, nutría un profundo sentimiento de culpa, de vergüenza, tenía una hija que necesitaba atención y una mujer que precisaba ayuda, y allí estaba él enrollado con una alumna casi quince años más joven; pero, por otro lado, había que considerar que aquélla no era una alumna cualquiera, se trataba de una mujer hermosa, dispuesta, que lo había seducido sin que él fuese capaz de resistirse. ¿Qué podía hacer? Era un hombre; ¿y cómo puede un hombre decir que no a una mujer como ésa?

Refunfuñó. Sí, argumentó para sus adentros, llamándose tímidamente a la responsabilidad; era un hombre, es cierto. Pero eso no significaba que se privase de su propia voluntad; que fuese una mera marioneta en manos de una mujer, por más guapa que fuese, por más tentadora que le pareciese; que se comportase de aquella manera, cediendo a los instintos más primarios, a un capricho al final fútil, a aquel devaneo liviano, incluso irresponsable.

Cerró los párpados y se pasó la mano por el pelo, como si con ese simple acto pudiese limpiar la sordidez que sentía que le ensuciaba la mente y le corrompía el alma. Sus motivaciones lo perturbaban, es verdad, pero era más que eso, mucho más; la conciencia lo martirizaba, implacable, despiadada, martilleándolo con preguntas, con dudas, con dilemas, atormentándolo con las decisiones que debía tomar y las realidades que debía enfrentar, torturándolo con la imagen de sus actos, de la relación adúltera en la que se había implicado, de la traición que cometía contra los suyos y, en última instancia, contra sí mismo. ¿Qué lo hacía realmente mantenerse enrollado con Lena? ¿Sería la tentación del fruto prohibido? ¿Sería la demanda de la juventud que se le escapaba a cada instante? ¿O sería el sexo, nada más que el sexo? Sacudió la cabeza, dialogando siempre consigo mismo, examinando sus pulsiones más profundas, más escondidas, más inconfesables.

No. No lo era. No era sólo el sexo, no podía serlo. Le gustaría que lo fuese, pero no lo era. Sería el sexo si se hubiese satisfecho con aquella primera vez, cuando fue a almorzar a la casa de ella y acabaron los dos aferrados el uno al otro, devorándose, liberando la lascivia que los consumía y disfrutando la carne dulce de sus cuerpos, sería el sexo si ambos se hubiese limitado solamente a algunas escapadas inconsecuentes, arrebatadas pero breves; sería el sexo, sólo el sexo, si se hubiese sentido vacío después de poseerla, después de descargar el deseo incontrolable que ella le despertaba y lo hacía arder. La verdad, no obstante, es que Tomás se había vuelto un visitante asiduo de la sueca, después del almuerzo se había habituado a pasar por su apartamento, el adulterio se había transformado en una rutina, cosa de hábito, itinerario apacible en un día de trabajo.

Había algo en ella que despertaba sus deseos más lúbricos. Siempre había oído decir que las mujeres de senos grandes no eran particularmente buenas en la cama; pero, si eso era verdad, Lena representaba sin duda la gran excepción. La sueca se había revelado como una mujer desinhibida, ávida, imaginativa, preocupada por darle placer y enfática cuando disfrutaba de su cuerpo. Además, se mostraba poco exigente en el día a día; le hacía innumerables preguntas sobre la investigación basada en el trabajo del profesor Toscano, pero no le interrogaba sobre su vida familiar, se contentaba con el simple hecho de tenerlo cerca casi todas las tardes. El hecho es que, de una forma casi sin ataduras, manteniendo una tranquilizadora independencia, Lena se había convertido en una parte de su vida, le otorgaba una válvula de escape, una fuga de los problemas diarios, una distracción lúdica.

Bebió el vaso de leche tibia y se repitió a sí mismo la expresión que había encontrado. Una distracción lúdica. Sí, era eso mismo. Lena se había convertido en un juguete; ella era el juguete que lo hacía volar, la muñeca que, aunque sólo fuera por una o dos horas, borraba de su memoria los eternos problemas de la salud de Margarida y las obligaciones frente a Constanza. Las preocupaciones cotidianas de Tomás eran el agua y Lena la esponja que la enjugaba; la amante se había convertido en una agradable diversión en su vida, la necesitaba para distraerse, para absorber las fuentes de ansiedad que se acumulaban en el curso cotidiano. Era con ella con quien Tomás reorganizaba sus experiencias y se volvía capaz de colocarlas bajo una perspectiva; Lena lo ayudaba a explorar sus sentimientos, a experimentar comportamientos diferentes, a escapar a las dificultades de su existencia, a atenuar en cierto modo las contrariedades, a distanciarse para comprenderlas mejor. A través de su amante, Tomás sentía que aliviaba las ansiedades que lo oprimían; su relación se había convertido en una especie de válvula de seguridad que lo protegía de la presión diaria de los problemas cotidianos.

De un modo extraño, misterioso, descubrió que, desde que se había unido a Lena, se había vuelto más atento con su hija y más cariñoso con su mujer; era como si una relación ayudase a la otra. Percibía que se trataba de una paradoja compleja, difícil de entender e imposible de explicar; y, sin embargo, muy real, palpable, vivida. La relación con su amante se había construido en la arena donde él, a través de una suspensión transitoria del tiempo, encontraba espacio para resolver sus dificultades personales. Relajaba su mente y los procesos cognitivos se activaban de una manera diferente, alterando su visión de los problemas, obligándolo a encararlos de un modo nuevo, más abierto, menos rígido. La verdad, la extraña verdad, es que, gracias a Lena, sentía revigorizarse su vínculo con la familia, se le volvieron más bellas las existencias de Constanza y Margarida.

Bebió de un trago la leche que le quedaba en el vaso. Consultó el reloj, eran las nueve y diez de la mañana, hora de irse. Se levantó de la mesa y se puso la chaqueta. Tenía una visita que hacer en Lisboa.


La calle estrecha hacia donde lo había llevado la dirección apuntada en la libreta de notas tenía una apariencia tranquila, de una paz casi provinciana, insulsa incluso, a pesar de encontrarse en pleno centro de la ciudad, justo detrás de Marqués de Pombal, perpendicular a la calle que subía hasta las Amoreiras. El edificio antiguo se abría entre construcciones más modernas; era un inmueble con uno de aquellos patios traseros que sólo se ven en el interior de Portugal, de aspecto rural, rudo, con un huerto lleno de hojas de lechuga, coles, plantaciones de patatas, gallinas cacareando, una pocilga pegada al gallinero; y un manzano erguido junto al muro como una torre, centinela silencioso, aunque exuberante, que proporcionaba el postre para las comidas que el huerto sin duda producía.

Tomás confirmó el número de la puerta. Coincidía. Miró a su alrededor, vacilante, casi sin creer que aquélla era la casa del profesor Toscano. Pero la dirección que llevaba escrita no dejaba margen para la duda, se trataba realmente de la que le habían dado en la Universidad Clásica. Aún no muy convencido, empujó la puerta de la cerca y se internó por el camino contiguo al huerto. Se detuvo, atento a los sonidos de alrededor; esperaba en todo momento que apareciese un perro ladrando, aquella casa daba la impresión de los espacios patrullados por los perros guardianes con sus dientes amenazantes; pero sólo oyó el cacareo distraído de las gallinas, tranquilo y familiar. Armándose de valor, dio unos pasos más y cobró confianza, no había señales de ningún feroz rotweiller ni de ningún vigilante pastor alemán.

La puerta de entrada estaba entreabierta. Penetró en el edificio, sumergiéndose en la oscuridad; buscó a tientas el interruptor de la luz y logró encontrarlo; lo pulsó, pero el recinto se mantuvo a oscuras; pulsó otra vez y la sombra se resistió.

– Joder -murmuró frustrado.

Dejó que sus ojos se acostumbrasen a la relativa oscuridad del local. La luz del día entraba por la puerta, difusa y suave; pero, como la mañana había amanecido gris, la luminosidad era débil, dispersa, y la sombra casi opaca. Aun así, comenzó gradualmente a distinguir las formas. A la derecha, la pared se abría a unas escaleras de madera vieja, deteriorada. A lado de éstas, una caja enrejada, como una jaula de pájaros, preservaba un ascensor antiguo y oxidado; por el aspecto, no debía de funcionar desde hacía mucho tiempo. Un aire fétido llenaba el vestíbulo del edificio; era un olor putrefacto, a cosa vieja, abandonada. Tomás comparó de inmediato el edificio con aquel donde vivía Lena; el de la sueca era antiguo, pero habitable; éste estaba transformado en una ruina, en una estructura al borde del derrumbe, un moribundo a punto de convertirse en un fantasma.

Buscó más referencias en la libreta de notas, pero la tiniebla había cubierto el papel con un manto impenetrable. Sin poder leer la dirección que había apuntado, dio un paso más para volver a la entrada, donde la luz era suficientemente fuerte para permitir consultar el apunte; se acordó, sin embargo, de que le habían dicho que la casa del profesor Toscano estaba en una planta baja. Buscó por el pasillo y encontró dos puertas. Tanteó la pared, en busca del timbre, pero no encontró nada. Apoyó el oído en la madera fría de la primera puerta y prestó atención; no oyó nada. En la segunda puerta, sin embargo, presintió algún movimiento. Golpeó la puerta. Oyó algo arrastrándose, era alguien que se acercaba. La puerta se entreabrió, revelando una cadena metálica tensa, sujeta a una cerradura; una mujer entrada en años, con bata azul sobre un pijama beis y pelo canoso desgreñado, miró por la rendija con una expresión interrogativa.

– ¿Dígame?

Tenía una voz frágil, trémula, recelosa.

– Buenos días. ¿La señora Toscano?

– Sí. ¿Qué desea?

– Vengo…, eh… vengo de la universidad, de la Universidad Nova…

Hizo una pausa, esperando que éstas fuesen credenciales suficientes. Pero los ojos negros de la mujer se mantuvieron inalterables, por lo visto Tomás no había pronunciado ningún «Ábrete, Sésamo».

– ¿Sí?

– Debido a las investigaciones de su marido.

– Mi marido ha muerto.

– Lo sé, señora. Mi más sentido pésame -vaciló, cohibido-. Pues…, yo venía justamente a concluir la investigación de su marido.

La mujer entrecerró los ojos, desconfiada.

– ¿Quién es usted?

– Soy el profesor Tomás Noronha, del Departamento de Historia dé la Universidad Nova de Lisboa. Me pidieron que concluyese la investigación del profesor Toscano. Fui a la Universidad Clásica y me dieron su dirección.

– Pero ¿para qué quiere concluir su investigación?

– Porque es muy importante. Es la última obra de la vida de su marido. -Sintió que había encontrado un argumento poderoso y se volvió más confiado, más firme-. Fíjese: la vida de una persona es su trabajo. Su marido murió, pero nos corresponde a nosotros revivir su última investigación. Sería una pena que no llegase a salir a la luz, ¿no?

La mujer frunció el entrecejo, como si estuviese pensando.

– ¿Cómo piensa revivir su obra?

– Publicándola, claro. Sería ése el más justo homenaje. Pero sólo es posible, evidentemente, si logro reconstruir la investigación de su marido.

La anciana se mantuvo pensativa.

– Usted no es de la fundación, ¿no?

Tomás tragó saliva y sintió que un sudor frío le invadía el borde de la frente.

– ¿Qué fundación? -titubeó.

– La de los estadounidenses.

– Yo soy de la Universidad Nova de Lisboa, señora -dijo sorteando el obstáculo de la pregunta-. Soy portugués, como puede ver.

La mujer pareció satisfecha con la respuesta. Quitó la cadena de la cerradura y abrió la puerta, invitándolo a entrar.

– ¿Le apetece un té? -preguntó llevándolo hacia la sala.

– No, gracias, he tomado hace poco el desayuno.

La sala tenía un aspecto decadente, obsoleto. Un papel pintado con motivos floridos y frisos xilográficos decoraba aquella parte de la casa; se veían cuadros de poca calidad estética que, colgados de las paredes, mostraban a hombres de aspecto austero, escenas campestres y barcos antiguos; sofás hundidos y sucios rodeaban un pequeño televisor; del otro lado de la sala, un aparador de pino con taraceas de bronce exhibía fotos en blanco y negro de un matrimonio y de varios niños sonrientes. En la casa olía a moho. Partículas brillantes, iluminadas por el claror del día, se cernían en el espacio junto a las ventanas; parecían luciérnagas minúsculas, puntitos de luz bailando con lentitud, etéreos y fluorescentes: era el polvo que planeaba en el aire estancado de la sala.

Tomás se acomodó en el sofá y su anfitriona le hizo compañía.

– No se fije en el desorden, por favor.

– Qué dice, señora. -Miró alrededor: todo tenía, de hecho, un aspecto descuidado; la limpieza era superficial, se veían manchas en las telas de las cortinas y de los sofás y un fino manto de polvo sobre los muebles-. Todo está muy bien, muy bien. No se preocupe.

– Ah, desde que murió Martinho me he sentido sin fuerzas para poner orden. Estoy muy sola.

Tomás se acordó del nombre del profesor. Martinho Vasconcelos Toscano.

– La vida es así, señora, qué se le va a hacer.

– Pues sí -coincidió la anciana con actitud resignada; tenía un aspecto de mujer educada, aunque muy abatida-. Pero mire que cuesta. ¡Ah, si cuesta!

– La vida son dos días. Cuando queremos acordar… ¡puf!

– Exacto. Son dos días. -Esbozó un gesto amplio, abarcando toda la sala-. Este edificio fue construido por el abuelo de mi marido a principios de siglo, ¿puede creerlo?

– ¿Ah, sí?

– Era de los edificios más bonitos de Lisboa. En aquel tiempo no había estos edificios que hay ahora, esas cosas horrorosas que han construido por aquí. No, en aquel tiempo todo estaba mejor hecho, con buen gusto. La Rotunda tenía unas viviendas hermosas, era algo muy agradable.

– Me imagino.

– Pero el tiempo no perdona. Mire esto. Está todo viejo, estropeado, cayéndose a pedazos. Unos años más y demolerán el edificio, ya le queda poco.

– Sí, tarde o temprano, es inevitable.

La mujer suspiró. Se acomodó la bata y se echó hacia atrás un mechón de pelo.

– Entonces dígame. ¿Qué necesita?

– Bien, necesito consultar los documentos y todos los apuntes que tomó su marido en los últimos seis o siete años.

– ¿La investigación que estaba haciendo para los estadounidenses?

– Pues…, eso… no lo sé bien. Lo que quiero es ver el material que fue compilando.

– Fue la investigación de los estadounidenses. -Tosió-. ¿Sabe? Martinho fue contratado por una fundación de Estados Unidos. Le pagaban una fortuna. Se metió en las bibliotecas y en la Torre do Tombo, a leer manuscritos. Leyó hasta el cansancio, hurgó entre tantos papeles viejos que llegaba a casa con las manos negras de polvo, tanto que daba impresión. A veces esas manchas sólo se iban con lejía. Después, hubo un día en que hizo un descubrimiento que lo dejó muy excitado, parecía un niño cuando llegó a casa. Yo estaba leyendo y él sólo me decía: «Madalena, he descubierto algo extraordinario, extraordinario».

– ¿Y qué era? -quiso saber Tomás, ansioso, inclinándose en el sofá, acercándose a su anfitriona.

– Nunca me lo contó. Martinho era una persona especial, le encantaban los códigos y los acertijos, se pasaba días llenando los crucigramas de los periódicos. Nunca me contaba nada. Sólo me dijo: «Madalena, esto ahora es secreto, pero cuando leas lo que tengo aquí te vas a quedar con la boca abierta, ya verás». Y yo lo dejaba, mientras estuviese entretenido en sus cosas era feliz, ¿no? Hizo varios viajes, fue a Italia y a España, anduvo de un lado a otro, a las vueltas con su investigación. -La mujer tosió nuevamente-. En cierto momento, los estadounidenses comenzaron a atormentarlo, querían saber lo que estaba haciendo, qué había descubierto, en fin, esas cosas. Pero Martinho no soltaba prenda, les decía lo mismo que me decía a mí: «Quédense tranquilos, cuando lo tenga todo listo ya sabrán qué es lo que hay». Pero ellos no se resignaban y la historia comenzó a enturbiarse. Un día, los estadounidenses llegaron y se armó un griterío tremendo, querían a toda costa que Martinho les mostrase lo que había descubierto. -La mujer se llevó las dos manos a su cara-. Mire, el enfado fue tan grande que pensamos que iban a dejar de pagar. Pero no fue así.

– ¿No le parece eso extraño?

– ¿Qué?

– Si insistían tanto en saberlo todo y el profesor Toscano no les decía nada, ¿no le parece extraño que no hayan dejado de pagarle?

– Sí. Pero Martinho me dijo que tenían mucho miedo.

– ¿Ah, sí?

– Sí, estaban asustados.

– ¿Asustados por qué?

– Ah, Martinho no me explicó eso. Eran cosas entre ellos, yo no quería meterme. Pero creo que los estadounidenses temían que Martinho se guardase el descubrimiento y no diese ninguna información a nadie. -Sonrió-. Eso significaba que no conocían a mi marido, ¿no? ¿Que Martinho, una vez concluido su trabajo, lo iba a dejar guardado en un cajón? ¡Ni pensarlo!

– Pero, después de morir su marido, ¿por qué usted no les entregó a los estadounidenses todo el material? Al fin y al cabo, era una manera de conseguir su publicación.

– No lo hice porque Martinho había reñido con ellos. -La viuda se rio y cambió de tono, como si añadiese un paréntesis-. El era profesor universitario, ¿sabe? Sin embargo, a veces, cuando se exaltaba, usaba unas expresiones muy groseras. -Afinó la voz-. Entonces mi marido, una vez, me dijo: «Madalena, ellos no verán nada antes de que esté todo listo. Ni una palabra. Y, si aparecen con palabritas mansas, échalos a escobazos. A escobazos». Conozco muy bien a Martinho: para que él me dijese eso, seguro que había una segunda intención de por medio. De modo que obedecí a su voluntad. Los estadounidenses incluso tienen miedo de poner aquí los pies. Una vez vino uno, que hasta habla portugués, con acento medio brasileño, y se plantó en la puerta, parecía un buitre. Decía que no se marcharía mientras yo no lo atendiese. Eso ocurrió cuando el viaje de Martinho a Brasil. En fin, el hombre se quedó allí varias horas, parecía que había criado raíces, válgame Dios. De manera que tuve que llamar a la policía, ¿sabe? Llegaron y lo obligaron a marcharse.

Tomás tuvo que reírse al imaginarse la escena: Moliarti arrastrado por los barrigudos policías de la PSP fuera del edificio.

– ¿Y él volvió?

– Cuando Martinho murió, ese hombre anduvo una vez más rondando por ahí, parecía un perdiguero en celo. Pero después desapareció, no volví a verlo nunca más.

Tomás se pasó la mano por el pelo, buscando una forma de conducir la conversación hacia el asunto que lo había llevado allí.

– Esa investigación de su marido me está despertando realmente mucha curiosidad -comenzó a decir-. ¿Sabe dónde guardó el material que había recogido?

– Ah, eso debe de estar en su despacho. ¿Quiere verlo?

– Sí, sí.

La mujer lo llevó por el pasillo de la casa, arrastrando la bata por la tarima de roble; algunas tablas estaban despegadas; en otras se abrían enormes rajas. Recorrieron todo el pasillo, sumergido en una penumbra fétida, y entraron en el despacho. Había libros apilados por todas partes, el desorden era general; se veían volúmenes en los estantes y en el suelo, los libros eran tantos que se hacía difícil circular por allí.

– No se fije en el desorden -dijo la anfitriona, deslizándose entre las obras esparcidas por la habitación-. Aún no he tenido tiempo ni disposición para ordenar el despacho de mi marido.

Madalena Toscano abrió un primer cajón y lo revisó rápidamente; abrió un segundo cajón y, después de un somero análisis, volvió a cerrarlo. Buscó dentro de un armario y soltó, por fin, una exclamación satisfecha: había descubierto lo que buscaba. Sacó de ahí una caja de cartón marrón claro, con el nombre de un fabricante japonés de electrodomésticos impreso en los lados; la caja contenía un gran volumen de documentos, encima de los cuales había una carpeta verde con la palabra «Colom» escrita en la tapa.

– Aquí está -dijo la mujer, arrastrando la caja fuera del armario-. Esta era la caja donde guardaba las cosas que fue acumulando.

Tomás cogió la caja como si contuviese un tesoro. Era pesada. La llevó hacia un rincón más despejado del despacho, la apoyó y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, inclinado sobre los documentos.

– ¿Puede encender la luz? -pidió.

Madalena pulsó el interruptor y una luz amarillenta y débil iluminó tenuemente el despacho, proyectando sombras fantasmagóricas por el suelo y sobre los armarios. Tomás se engolfó en los documentos, perdiendo la noción del tiempo y del espacio, olvidándose de dónde estaba, sordo a los comentarios de la mujer, transportado a una realidad lejana, perdido en un mundo sólo suyo; suyo y de Toscano. Las fotocopias y apuntes fueron volando ante sus ojos, dispuestos a la derecha cuando los consideraba relevantes, dejándolos a la izquierda si no le parecían pertinentes. Identificó reproducciones de la Historia de los Reyes Católicos, de Bernáldez; de la Historia general y natural de las Indias, de Oviedo; del Psalterium, de Giustiniani; de la Historia del Almirante, de fray Hernando Colón; además de los documentos de Muratori, de la Minuta de Mayorazgo, de la Raccolta, de las Anotaciones y del Documento Asseretto. Había también fotocopias de una carta de Toscanelli y de varias misivas firmadas por el propio Colón. Para completar aquella lista de documentos, faltaba Paesi nuovamente retrovati, de Francesco da Montalboddo, pero Tomás ya sabía que ése lo había consultado Toscano en Río de Janeiro.


El manto sombrío de la noche ya se había abatido sobre la ciudad cuando el visitante regresó al presente. Se dio cuenta de que se había olvidado de almorzar y que se encontraba solo en el despacho, sentado en el suelo, con los documentos desparramados alrededor. Ordenó las cosas en la caja y se levantó. Los músculos de la espalda y de las piernas tardaron en reaccionar; tensos y doloridos, trabaron sus movimientos. Casi cojeando recorrió el pasillo y fue a la sala. Madalena se encontraba tumbada en el sofá, dormitando, con un libro sobre el arte renacentista abandonado en el regazo. Tomás tosió, intentando despertarla.

– Señora -murmuró-. Señora.

La mujer abrió los ojos y se sentó, sacudiendo la cabeza para despertar.

– Disculpe -balbució, soñolienta-. Estaba echando un sueñecito.

– Ha hecho bien.

– ¿Encontró lo que buscaba?

– Sí.

– Pobrecito, debe de estar cansado. Incluso fui a ofrecerle algo de comer, pero usted no me oía, parecía hipnotizado en medio de toda aquella confusión.

– Le pido disculpas, no me di cuenta de su presencia. Supongo que cuando me concentro no me entero de lo que pasa a mi alrededor. Se puede estar acabando el mundo y yo sigo, ajeno a todo.

– Mi marido era igual, no se preocupe. Cuando se dedicaba a sus cosas, parecía ausentarse de la realidad. -Hizo un gesto en dirección a la cocina-. Pero, mire, le he preparado un bistec estupendo.

– Ah, gracias. No tenía por qué molestarse.

– No es molestia ninguna. ¿Quiere comerlo? Ahí lo tiene…

– No, no, gracias. Sólo quería pedirle una cosa.

– Dígame.

– ¿Puedo llevarme la caja para fotocopiar los documentos! Se los traeré mañana sin falta.

– ¿Quiere llevarse la caja? -preguntó la mujer, reticente-. Ah, no sé qué decirle.

– No tiene por qué preocuparse: se lo traeré todo de vuelta mañana. Todo.

– No lo sé…

Tomás llevó su mano al bolsillo y sacó la cartera. La abrió y mostró dos documentos personales, que le extendió a Madalena.

– Mire, le pido que se quede con mi carné de identidad y mi tarjeta de crédito. Se los dejo como garantía de que volveré mañana con sus cosas.

La dueña de casa cogió los documentos y los estudió con atención. Lo miró a los ojos y se decidió.

– Vale -dijo por fin, guardando los dos documentos en el bolsillo de su bata-. Pero tráigame todo mañana sin falta.

– Quédese tranquila -concluyó Tomás, dando media vuelta para regresar al despacho.

Cuando iba por la mitad del pasillo, oyó la voz de Madalena tras de sí, desde la sala, débil, pero suficientemente audible.

– ¿Y quiere también lo que está en la caja fuerte?

Se detuvo y volvió la cabeza.

– ¿Cómo?

– ¿Quiere también lo que está en la caja fuerte?

Tomás volvió a la sala y se detuvo bajo el marco de la puerta.

– ¿Qué me dice?

– Martinho también guardó documentos en la caja fuerte. ¿Quiere verlos?

– ¿Son documentos de la investigación?

– Sí.

– Naturalmente que quiero verlos -asintió Tomás con expresión intrigada-. ¿Qué documentos son ésos?

Madalena atravesó la sala y lo llevó hasta la habitación. La cama estaba sin hacer, había una bacinilla en el suelo, ropas desparramadas encima de una silla de mimbre y un desagradable olor agrio en el aire.

– No lo sé -dijo ella-. Pero Martinho me dijo que eran la prueba final.

– ¿La prueba final? ¿La prueba de qué?

– Eso no lo sé. Supongo que será la prueba de lo que él estaba investigando, ¿no?

Con creciente ansiedad, Tomás la vio abrir la puerta del armario y revelar una pesada caja metálica: la caja fuerte.

– ¿El guardó documentos en la caja fuerte?

– Sólo los más importantes. Me dijo una vez: «Madalena, aquí tengo la prueba de lo que he descubierto. Cuando la vean, se quedarán con la boca abierta». Martinho creía que esto era tan importante que hasta cambió el código de la cerradura.

Tomás se acercó y analizó la caja fuerte. Estaba empotrada en la pared y tenía los diez dígitos en la cerradura.

– ¿Y cuál es el código? -preguntó, conteniendo a duras penas la excitación.

Madalena sacó un papel de la mesilla de noche y se lo entregó.

– Aquí está.

Tomás abrió el papel, era un folio con diez grupos de letras y números escritos en dos columnas:



– ¿Éste es el código de la caja fuerte? -preguntó Tomás sorprendido-. Pero aquí casi sólo veo letras y la caja sólo tiene números…

– Sí -reconoció Madalena-, pero cada letra equivale a un guarismo. Por ejemplo, la «A» es el 1, la «B» es el 2, la «C» es el 3, y así sucesivamente. ¿Entiende?

– Entiendo, sí. -Señaló los dígitos en la columna de la derecha, abajo-. Pero ¿y estos números? Se transforman en letras, ¿sí?

La mujer analizó mejor el folio.

– Eso ya no lo sé -admitió-. Mi marido no me lo explicó.

Tomás copió el código de la caja fuerte en su libreta de notas. Después, a modo de prueba, decidió transformar las letras en guarismos, tomando el cuidado de conservar los tres guarismos constantes del código. Terminó las cuentas y contempló el resultado:



Marcó los números en la caja, un proceso que se reveló difícil. Cuando terminó, aguardó un instante. La puerta se mantuvo cerrada. No era para sorprenderse: el código debía de ser más complejo que una mera operación de transposición de letras a guarismos. Miró a Madalena y se encogió de hombros.

– Es más difícil de lo que parece -concluyó-. Voy a llevar los documentos a casa, para fotocopiarlos, y mañana le traigo todo, ¿vale? -Señaló el folio-. Volveré cuando entienda qué quiere decir este acertijo y, si no le importa, en ese momento trataremos de descubrir qué hay dentro de la caja fuerte, ¿puede ser?

Se fue directamente al Centro de Fotocopias Apolo 70, junto a la facultad, y ahí dejó la caja de cartón con los documentos del profesor Toscano. Le dijeron que se fuese tranquilo y volviera a última hora de la mañana siguiente, que todo estaría listo.

Esa noche, Tomás se mostró particularmente atento con su mujer y su hija. Las cubrió de besos, de caricias, de declaraciones amorosas y afectos protectores, mostraba una efusividad exuberante que las sorprendió; pero, aún más, que lo sorprendió a sí mismo, no se reconocía cariñoso hasta tal punto. Imaginó que se estaba manifestando su sentimiento de culpa, el deseo de compensarlas por la traición que cometía con Lena; lo cierto era que, confirmó de nuevo, la relación con su amante lo volvía mejor marido y mejor padre.

Constança había cambiado las flores de los jarrones. Había elegido ahora jacintos, que tiñeron el pequeño apartamento con una orgía de blanco angelical, puro; los pétalos ebúrneos surgían curvados, sinuosos, densos, acechando desde el extremo de los vasos de cristal. Después de cenar, y mientras su mujer acostaba a Margarida, Tomás fue a la sala a estudiar los apuntes que había tomado en la casa del profesor Toscano. Constanza volvió poco después y se sentó al lado de su marido. Tomás alzó los ojos, le acarició la cara pecosa y sonrió.

– ¿Ya está durmiendo?

– Como un angelito.

– ¿Qué tal te ha ido hoy?

– Bien, lo normal. Di clases, después fui a buscar a Margarida y estuvimos paseando un rato.

– ¿Adónde?

– Al Parque dos Poetas, junto al centro comercial. Estuve enseñándole a andar en bicicleta.

– ¿Y?

Constanza se rio.

– Y fue un desastre. Andaba un poco y se caía, no había manera de avanzar. En determinado momento se hartó, dijo: «¡Esto no si've pa'a nada!», y se montó en un triciclo de un niño de cuatro años.

– ¿Hizo eso?

– Sí.

– ¿Y no le dio vergüenza montarse en el vehículo de un niño más pequeño?

– ¡Oh, ya sabes cómo es! ¡No tiene vergüenza de nada!

Tomás meneó la cabeza, divertido. Realmente, si había algo que caracterizaba a su hija era la absoluta ausencia de timidez. Podían menoscabarla, hacer comentarios sobre su aspecto e intentar disminuirla, daba igual, ella miraba para otro lado y fingía que la cosa no iba con ella. En natación insistía en usar flotadores, algo que avergonzaría a otros niños de su edad, pero que a ella no la cortaba en absoluto. Era, en ese sentido, una persona sin miedo al ridículo.

Tomás se incorporó, se desperezó y bostezó.

– Bien, tengo que poner manos a la obra.

Volvió al sofá y, preocupado por resolver el enigma que lo desafiaba, recorrió con sus ojos el nuevo acertijo dejado por Toscano.

– ¿Qué es eso? -preguntó su mujer, extrañada ante las columnas de letras sin sentido aparente.

– Creo que es un mensaje cifrado -repuso Tomás sin levantar la cabeza-. Me está dejando seco el cerebro.

– ¿Es por el trabajo para los estadounidenses?

– Sí.

Tomás se abstrajo momentáneamente de la realidad, sumergido en los misterios del mensaje que encerraba el código de la caja fuerte. Consideró las distintas posibilidades de encarar la cifra, pero sabía que para llegar a buen puerto tenía que comenzar entendiendo qué tipo de cifra era aquélla. Y ésa no era, ante los datos de que disponía en aquel momento, una cuestión fácil de resolver. Se dispuso a explorar varias opciones, pero la cadena de raciocinio acabó interrumpida por una mano que le quitó la libreta de notas que tenía enfrente.

– Tomás -llamó una voz-. Tomás.

Era Constanza.

– ¿Sí? -preguntó, regresando al presente con expresión de aturdimiento-. ¿Qué pasa?

– Disculpa que interrumpa tu trabajo, sé cómo eres cuando te sumerges en ese mundo sólo tuyo. Pero quería contarte una cosa.

– ¿Qué? ¿Qué ocurre?

– Nada especial, fue algo desagradable que nos ocurrió cuando fui a buscar a Margarida al colegio.

– ¿Qué ocurrió?

– Como te he dicho, cuando terminé mis clases fui a buscarla y dimos un paseo. La llevé al Parque dos Poetas para que aprendiese a andar en bici. ¿Sabes? Ha estado demasiado encerrada, le hace bien tomar un poco de aire.

– Sí.

– Bien, después de la historia de la bici y del triciclo, la dejé jugando con unas niñas y fui a sentarme en un banco. Pues ¿sabes lo que ocurrió?

– ¿Qué?

– Llegaron las madres de las niñas, agitadísimas, y las sacaron de allí, porque no querían que jugasen con Margarida.

Tomás miró a su mujer, atónito. A Constanza le brillaban los ojos, haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas. Tomás la protegió con sus brazos.

– Oh, no te preocupes por eso. No hagas caso.

– La tratan como si tuviese una enfermedad contagiosa…

– Las personas son ignorantes, eso es lo que pasa. No hagas caso, no hagas caso.

Se besaron en la boca, mientras él le acariciaba la mejilla húmeda, mojada con las lágrimas que se deslizaban por su rostro pálido, las gotas cálidas que serpenteaban y se sacudían hasta detenerse en el mentón trémulo. La ayudó a levantarse del sofá y la llevó a la cama. La cubrió con la manta y prometió volver. Pasó por la habitación contigua, besó en la penumbra las mejillas suaves de su hija, acarició sus cabellos lisos sueltos sobre la almohada, regresó a su habitación, se desnudó, se puso el pijama, apagó las luces y acomodó el cuerpo en la posición fetal que Constanza había adoptado antes de dormirse.


Pasó la mañana en la Biblioteca Nacional consultando referencias que le parecieron útiles, a la luz de lo que había visto en la víspera en casa del profesor Toscano. En los intervalos de las consultas de los libros, y esforzándose por ejercitar la mente, realizaba experiencias sucesivas para intentar descifrar el mensaje con el secreto de la caja fuerte. Cerca del mediodía, se pasó por el Centro de Fotocopias Apolo 70 y recogió el trabajo que había encargado. Cogió la caja con los originales y la guardó en el coche. Fue hasta la casa de Madalena Toscano, le entregó la caja y recuperó el carné de identidad y la tarjeta de crédito que había dejado a modo de lianza. Se despidió de la viuda con la promesa de volver en cuanto descifrase el código secreto de la caja fuerte. Cuando salió a la calle, era ya la una, cogió el móvil y llamó a Lena, que le prometió salmón para el almuerzo.

Avanzó hasta la Rúa Latino Coelho y subió las escaleras del edificio en una carrera que acabó en los brazos de la sueca. Ambos se desnudaron frenéticamente cuando aún no se había cerrado la puerta de entrada. Temblaban anticipando el placer, con el deseo a flor de piel, llegaron a rasgarse la ropa en su impaciencia, en su prisa por sentir mutuamente sus cuerpos cálidos y jadeantes enlazados el uno en el otro, húmedos y sedientos de fluidos, encendidos, ardientes de deseo, trepidantes y ávidos; giraron juntos, rodando por el suelo de la sala, ora ella por encima, ora él montándola, suspirando y gimiendo, apretándole los voluminosos senos con un hambre hecha de lujuria, de lascivia erótica, las manos llenas e inquietas, hundiéndose en la superficie gelatinosa de los pechos hartos, sensuales, exprimiéndola alrededor de los pezones como si quisiera ordeñarla; se fundieron el uno en el otro y estallaron, por fin, en un alarido liberador de carnes en llamas, entre gritos incontrolados y gemidos jadeantes.

Almorzaron en bata, con sus cuerpos lánguidos, relajados, la carne saciada y el estómago necesitado de satisfacción. Por lo general, a Tomás no le gustaba el salmón, pero la sueca lo había preparado de una forma diferente, endulzándolo con un condimento escandinavo que atenuaba francamente el sabor fuerte del pescado.

– ¿Cómo se llama este plato? -quiso saber él mientras saboreaba el salmón.

– Gravad lax.

– ¿Cómo haces para que quede tan dulce?

– Oh, es una vieja receta sueca -dijo ella con una sonrisa-. He dejado macerar el salmón durante dos días en azúcar, en sal y…, huy…, en otra cosa que no sé decir en portugués.

– ¿Y la guarnición?

– Eso es gubbrdra.

– Gu… ¿qué?

– Gubbrdra. Es un plato del smorásbord, hecho con anchoas, remolacha, cebolla, alcaparras y yema de huevo. Y la salsa del gravad lax se prepara con mostaza agridulce y perejil. ¿Te gusta?

– Sí -confirmó, meneando la cabeza en gesto de aprobación-. Está bueno.

Se callaron y siguieron disfrutando de la comida. El salmón estaba realmente sabroso, nunca había comido pescado sazonado de esa manera. En la mesa sólo se oía el sonido de los cubiertos y de las mandíbulas masticando la comida. El silencio comenzó a hacerse pesado, embarazoso, como si el sexo hubiese agotado todo el combustible que los atraía, como si no quedase ya nada que decirse y la comida fuese un pretexto conveniente para sostener el silencio.

– ¿Tú me quieres? -preguntó por fin la sueca, observándolo entre los mechones brillantes de pelo rubio que caían sobre su cara.

– Claro, mi pequeña vikinga. Te quiero mucho.

Tomás ya no sabía si decía la verdad o mentía. Ella preguntaba y él respondía lo que pensaba que su amante quería escuchar. Como sabía que la convicción con que pronunciaba las palabras era importante, se había convencido de que la quería de verdad; la creencia imprimía mayor convicción a las palabras. Pero, en su fuero interno, no estaba seguro. Sabía que quería a Constanza, ni por asomo se planteaba abandonar a su mujer. Es cierto que, a veces, en los momentos de mayor arrebato con Lena, admitía la hipótesis, se imaginaba dejando a su mujer y sustituyéndola por su amante; en cuanto regresaba al estado normal, sin embargo, esa posibilidad se desvanecía, se transformaba en mera fantasía, un capricho de la pasión, de la fugaz e intensa exaltación de la voluptuosidad. Tal vez, más que amar a Lena, la deseaba; no deseaba sólo su cuerpo, aunque el cuerpo fuese una parte importante de la ecuación, sino que deseaba su compañía, el escape que ella le proporcionaba, la energía que le transmitía, paradójicamente, para dar nuevo vigor a su matrimonio. Amaba a Constanza y tal vez amase a Lena, pero de modo diferente, admisiblemente fingido. Es posible que confundiera el amor con el deseo de tenerla consigo, de llenar las manos con su cuerpo opulento, de dejar que lo llevase hacia una dimensión alternativa, una realidad donde no existía la trisomía 21, ni problemas cardiacos, ni tampoco la atención que su mujer le restaba para entregársela a la hija discapacitada.

– ¿Y? ¿Cómo va tu investigación? -preguntó la sueca agitando el tenedor con un trozo de salmón-. ¿Has avanzado algo?

El interés de ella por la investigación era genuino, y Tomás ya lo había comprobado. Al principio se sorprendió, no imaginaba que pudiera despertar su curiosidad algo tan oscuro; pero la atención que ella dedicaba a su trabajo lo halagaba; más importante aún, era algo que mantenía vivos sus diálogos, un tema de interés común que fortalecía el vínculo entre ambos.

– Imagínate que ayer fui a la casa del profesor Toscano y la viuda me dejó fotocopiar todos los documentos y apuntes que él había acumulado en sus últimos años.

– Bra -exclamó ella, satisfecha-. ¿Tenía buen material?

– Excelente. -Se inclinó en la silla, cogió la cartera, la abrió, sacó la libreta de notas y se puso a hojearla-. Pero aparentemente lo mejor está guardado en una caja fuerte. -Encontró el mensaje cifrado y se lo mostró a su amante-. El problema es que para acceder a la caja fuerte tendré que descifrar este galimatías.

Lena se inclinó y analizó la cifra.

– No entiendo nada. ¿Serás capaz de sacar algo en limpio de este misterio?

– Qué remedio -dijo Tomás, inclinándose de nuevo sobre la cartera-. Pero sólo veo un recurso. -Sacó de la cartera un libro azul-. Tendré que usar una tabla de frecuencias.

Apoyó el libro sobre la mesa; estaba escrito en inglés y se titulaba Cryptanalysis.

– ¿Eso es una tabla de frecuencias? -quiso saber Lena, mirando la cubierta, donde se destacaban unos cuadrados semejantes, según ella, a crucigramas.

– Este es un libro que contiene varias tablas de frecuencias. -Abrió el volumen y buscó la página; cuando la encontró, se la mostró a su amante-. ¿Lo ves? Tiene tablas de frecuencias en inglés, alemán, francés, italiano, español y portugués.

– ¿Y con esas tablas descifras cualquier mensaje?

Tomás se rio.

– No, mi reina. Sólo las cifras de sustitución.

– ¿Cómo?

– Hay tres tipos de cifras. Las de ocultación, las de transposición y las de sustitución. Una cifra de ocultación es aquella en que el mensaje secreto está escondido de tal modo que nadie se da cuenta siquiera de que existe. El sistema de ocultación más viejo que se conoce es uno que se utilizó en la Antigüedad, cuando se escribía el mensaje en la cabeza rapada de un mensajero, en general un esclavo. Los autores del mensaje dejaban que el pelo del mensajero creciese y sólo entonces le ordenaban ir al encuentro del destinatario. El mensajero pasaba fácilmente junto a los enemigos, que no se enteraban de que había un mensaje escrito bajo el pelo, ¿entiendes? De modo que el destinatario no tenía más que rapar al mensajero para leer el mensaje que llevaba escrito en la cabeza.

– Yo no podría -dijo con una sonrisa Lena, pasándose la mano por el abundante cabello rubio, largo y ondulado-. ¿Y los otros sistemas?

– La cifra de transposición implica la alteración del orden de las letras. Se trata, en el fondo, de un anagrama, como aquel que descifré en Río de Janeiro. Moloc es Colom leído de derecha a izquierda. Un anagrama simple. Es evidente que, para mensajes muy cortos, especialmente aquellos que sólo tienen una palabra, estas cifras son poco seguras, dado que existe un número muy limitado de posibilidades de reordenar las letras. Pero, si yo aumento el número de letras, el número de combinaciones posibles se dispara exponencialmente. Por ejemplo, una frase con sólo treinta y seis letras puede combinarse hasta trillones y trillones de formas diferentes. -Escribió en la libreta de notas «50 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000»-. ¿Lo ves? Este es el número de combinaciones posibles con sólo treinta y seis letras. -Dejó que ella digiriera aquel cinco con treinta y un ceros a la derecha-. Ahora bien, esto implica la existencia de algún sistema de ordenación de las letras, so pena de que este mensaje se vuelva indescifrable incluso para el destinatario. Es el caso del anagrama que descifré, «Moloc, ninundia omastoos». La frase tiene veintiuna letras, lo que significa que posee millones de combinaciones posibles. Acabé entendiendo que ese mensaje cifrado tenía, en la primera línea, donde estaba «Moloc», un sistema de ordenación basado en la simetría simple, en que la primera letra era la última, la segunda era la penúltima, y así sucesivamente, hasta llegar a «Colom». Ya en la segunda línea me encontré con un cruce simétrico según una ruta preestablecida, siendo necesario colocar las dos palabras, una encima de la otra, y cruzarlas alfabéticamente según esa ruta.

– Eres un genio -comentó Lena, acariciándole el rostro, y señaló el acertijo anotado por Tomás en la casa de Toscano-. ¿Y ésta? ¿Es una cifra de transposición?

– Lo dudo. Supongo que es una cifra de sustitución.

– ¿Por qué lo dices?

– Por el aspecto general del mensaje. Fíjate en la primera columna. Está formada por conjuntos de tres letras que parecen asociarse de manera aleatoria. ¿Lo ves? -Señaló la primera columna-. «Cuo, lae, doc.» Es como si las verdaderas letras hubiesen sido sustituidas por otras.

Lena se mordió el labio inferior.

– Pero ¿qué es exactamente eso, la sustitución?

– Se trata de un sistema en el que las letras verdaderas son sustituidas por otras según un orden imperceptible para quien no conoce el alfabeto de cifra usado. Por ejemplo, imagina la palabra «paz». Si se descubre que la «p» es una «t», que la «a» es una «x» y que la «z» es una «r», entonces «paz» se convierte, en el mensaje cifrado, en «txr». El problema es llegar a saber que la «t» es «p», que la «x» es «a» y que la «r» es «z». En cuanto se descubre el alfabeto de la cifra, el resto es fácil, cualquier persona puede descifrar el mensaje.

– Por tanto, si he entendido bien, el problema es descubrir el alfabeto de la cifra.

– Exactamente.

Terminaron de comer el salmón y Lena se fue a la cocina a buscar el postre. Apareció unos minutos más tarde con una especie de puré de manzanas, aunque más seco, con masa.

– Como el otro día hable de la appelkaka, decidí hacerte una -anunció, colocando el postre de manzanas en la mesa; sirvió dos porciones en sendos platos y le extendió una a Tomás-. Toma.

El portugués probo una cucharada.

– Hmm -murmuró-. Esta «appel» no es ninguna «kaka».

– Graciosillo. -Lena sonrió y señaló el libro-. Volviendo a nuestra conversación, ¿es común ese sistema de cifra de sustitución?

– Muy común. La primera cifra de sustitución que se conoce es la descrita por Julio César en su libro De bello gallico. La idea de esa primera cifra se basaba en un alfabeto de cifra que avanzaba tres lugares, por ejemplo, en relación con el alfabeto normal. Así, la «a» del alfabeto normal se transformaba en la letra correspondiente a tres lugares más adelante, la «d», mientras que la «b» se convertía en «e», y así sucesivamente. Este sistema se conoce como cifra de César. También el erudito brahmán Vatsyayana recomendó en el Kamasutra, en el siglo iv a. C., que las mujeres aprendiesen el arte de la escritura secreta, de modo que se pudiesen comunicar sin peligros con sus amantes. Una de las técnicas de la escritura que proponía era justamente la cifra de sustitución. Hoy en día, este sistema está muy desarrollado y estos mensajes, en los casos de gran complejidad, sólo pueden descifrarse mediante ordenadores capaces de probar millones de combinaciones por segundo.

Tomás comió más appelkaka.

– Hmm -volvió a musitar con placer-. Está realmente buena.

Lena no reparó en el elogio, absorta como estaba en contemplar el acertijo de Toscano.

– Si crees que esto responde a una cifra de sustitución, ¿cómo vas a descifrar el mensaje? ¿Tienes el alfabeto de la cifra?

– No.

– Entonces ¿cómo lo vas a hacer?

Tomás mostró el libro que había sacado de la cartera.

– Con las tablas de frecuencias.

Su amante lo miró fijamente, sin entender.

– ¿Las tablas de frecuencia tienen el alfabeto de la cifra?

– No -dijo sacudiendo la cabeza-. Pero ofrecen un atajo. -Comió el resto de la tarta de manzana-. Las tablas son una idea que nació de los eruditos árabes cuando estudiaban las revelaciones de Mahoma en el Corán. Los teólogos musulmanes, en un esfuerzo por establecer la cronología de las revelaciones del profeta, se pusieron a calcular la frecuencia con que aparecía cada palabra y cada letra. Descubrieron entonces que determinadas letras eran más comunes que otras. Por ejemplo, la «a» y la «1», que aparecen en el artículo definido «al», fueron identificadas como las letras más comunes del alfabeto árabe, diez veces más frecuentes que la letra «j», por ejemplo. Ahora bien, en el fondo, lo que hicieron los árabes fue crear la primera tabla de frecuencias, en la que se identificaba la frecuencia con que cada letra aparecía en su lengua. Basándose en este descubrimiento, el gran científico árabe del siglo xix Abu al- Kindi escribió un tratado de criptografía donde sostuvo que la mejor forma de descifrar un mensaje cifrado es identificar cuál es la letra más usada en la lengua de ese mensaje y ver cuál es la letra más común del propio mensaje. Muy probablemente, serían la misma.

– No entiendo.

– Imagínate que el mensaje cifrado está escrito originalmente en árabe. Si sabemos que la «a» y la «1» son las letras más comunes del árabe, nos basta con identificar cuáles son las dos letras más comunes del mensaje cifrado. Supongamos que son la «t» y la «d». Entonces, muy probablemente, si ponemos la «a» y la «1» en el lugar de la «t» y la «d», comenzaremos a descifrar el mensaje. Así opera el desciframiento con la tabla de frecuencias. Sabiendo cuál es el índice de frecuencia de cada letra en una determinada lengua, podemos, con algún margen de seguridad, y analizando el índice de frecuencia de cada letra en el mensaje cifrado, determinar cuáles son las letras del mensaje original.

– Ah, ya he entendido. Parece fácil.

– No necesariamente. Este sistema no es infalible. La tabla de frecuencias establece una lista-baremo de la media con que cada letra aparece en una lengua determinada. Naturalmente, los textos cifrados pueden contener letras que, por una razón u otra, no surgen con la frecuencia exacta registrada por la tabla. Esto sucede sobre todo en textos muy cortos. Por ejemplo, supongamos que el mensaje original es: «El ratón roe el corcho del garrafón del rey de Rusia». Como es evidente, en un mensaje de éstos la «r» aparece muchas más veces de lo que sería normal en la lengua, suscitando un desvío en la frecuencia-baremo de esta letra. Ahora bien, éste es justamente el tipo de contingencia que se da cuando se recurre a la tabla de frecuencias para analizar textos con menos de un centenar de letras. Los textos más largos tienen tendencia a respetar la frecuencia-baremo. Lamentablemente, no es el caso del acertijo que tengo entre manos.

– ¿Cuántas letras tiene?

– ¿El acertijo? -Consultó sus anotaciones-. Estuve contándolas anoche. Son sólo treinta. O, mejor dicho, veintisiete letras y tres guarismos. Es poco.

La sueca se levantó de la mesa y comenzó a quitar los platos.

– ¿Quieres café?

– Vale.

Tomás la ayudó a llevar los platos sucios a la cocina, pasándolos por agua y colocándolos en el lavavajillas. Después fue a retirar el mantel, mientras Lena se ocupaba del café; la sueca puso al fuego la cafetera de émbolo, una vieja Melior de cristal que pertenecía al equipamiento original de la casa, y, mientras se hacía el café, volvió a reunirse con él. Se sentaron en la sala, con los papeles de la investigación desparramados por el sofá.

– ¿Y ahora? -preguntó ella-. ¿Qué vas a hacer?

– Tengo que buscar un nuevo ángulo de ataque.

– Pero ¿no vas a aplicar el método de la tabla de frecuencias?

– Eso ya lo hice anoche y esta mañana, cuando estaba en la Biblioteca Nacional -dijo antes de suspirar.

– ¿Entonces?

Tomás frunció la nariz.

– No hubo ningún resultado palpable.

– ¿Ah, no? Muéstrame.

El abrió el libro sobre criptoanálisis y consultó las tablas de frecuencias.

– ¿Lo ves? -Le mostró las páginas a su amante-. Aquí hay varias tablas. -Cogió también la libreta de notas, localizó la página donde había reproducido el acertijo y dejó el cuaderno abierto sobre el regazo-. El primer problema es determinar en qué lengua está escrito el mensaje.

– ¿No está en portugués?

– Es posible que lo esté -asintió-. Pero no podemos olvidarnos de que el primer acertijo se encontraba en latín. Era la cita de Ovidio. Nada nos asegura que el profesor Toscano no haya elegido también el latín, o incluso cualquier otra lengua muerta, para este mensaje.

– ¿No tienes una tabla de frecuencias del latín?

– No, aquí no. Pero se puede conseguir si hiciera falta. -Volvió la atención hacia el libro con las tablas-. De cualquier modo, ya estuve analizando la tabla en portugués.

– ¿Y ?

– Lo primero que se puede decir es que el portugués tiene algunas características específicas. Por ejemplo, mientras que en inglés, en francés, en alemán, en español y en italiano la letra más frecuente es la «e», en el caso del portugués tiene primacía la «a».

– ¿Ah, sí?

Señaló los valores registrados en las tablas.

– La «a» representa el 13,5 por ciento de las letras usadas como media en un texto en portugués, y la «e» el 13 por ciento. Es verdad que en las demás lenguas latinas existe un equilibrio entre las dos letras, pero siempre con una ligera ventaja para la «e». En las germánicas, la primacía de la «e» es muy grande. En inglés, representa el 13 por ciento de todas las letras, mientras que la «a» se queda en el 7,8 por ciento, siendo incluso superada por la «t», que llega al 9 por ciento. Y en alemán la diferencia es aún más significativa. La «e» alcanza el 18,5 por ciento de frecuencia y la «a» sólo el 5 por ciento, siendo superada por la «n», la «i», la «r» y la «s».

– Por tanto, es imposible encontrar textos sin la letra «e», ¿no?

– Altamente improbable, sí. Pero no diría imposible. El escritor francés Georges Perec escribió en 1969 una novela de doscientas páginas, llamada La disparition, donde logró la proeza de utilizar sólo palabras que no tenían la letra «e». [3]

– ¡Vaya!

– Y lo más increíble es que esa novela fue traducida al inglés, con el título A void, y el traductor encontró la manera de eliminar también la letra «e» del texto en inglés.

Sonó la cafetera y Lena fue a la cocina a buscar el café. Volvió un minuto más tarde, sosteniendo una bandeja con la cafetera y dos tazas antiguas de porcelana blanca, con claras huellas de haber sido muy usadas. Dejó la bandeja en la mesita colocada junto al sofá, cogió la cafetera y llenó las dos tazas; ambos echaron dos dosis de azúcar y revolvieron con la cucharilla de metal, que tintineó en su contacto con la porcelana. Tomás bebió por el borde de la taza; el café llegaba corpulento, denso, cremoso, soltando un vapor caliente, con un fuerte aroma y un color de nuez levemente rojizo.

– ¿Está bueno? -preguntó ella.

– Una maravilla. Pero ¿no tienes nada para un carajillo?

– ¿Cómo?

– Un carajillo, como lo llaman en España: ¿no sabes lo que es?

– No.

– ¿No tienes por ahí coñac o, si no, algún aguardiente?

Lena se levantó y fue hasta la estantería. Abrió una puerta y sacó una botella de una bebida alcohólica; era un envase de cristal incoloro, con una etiqueta blanca que mostraba una carretera en el campo flanqueada por árboles sin hojas y el nombre «skane Akvavit» por debajo. Mientras sostenía la botella, se acercó de nuevo a Tomás.

– ¿Esto?

– ¿Qué es eso?

– Aguardiente sueco -explicó ella mostrando la botella.

– Normalmente se usa grappa, el aguardiente italiano, o si no un aguardiente portugués, pero supongo que el sueco servirá también.

– Vas a echar el aguardiente en el café, ¿no?

– Sólo un poquito. -Echó unas gotas en cada taza-. Los italianos lo llaman caffé corretto. Pruébalo.

Lena bebió un poco y sintió el vapor ardiente del alcohol mezclado con el aromático líquido cremoso. Hizo una mueca con la boca, en señal de aprobación.

– No está mal.

– Sólo te doy cosas buenas -dijo él sonriendo.

La sueca señaló la libreta de notas, reencauzando la conversación sobre el tema del mensaje cifrado.

– ¿Cuándo pretendes aplicar la tabla al acertijo?

Tomás dejó la taza caliente y adoptó una expresión resignada.

– Ya la he aplicado.

– ¿Y?

– Bien, he analizado las letras del acertijo y he descubierto que la más frecuente es la «e», que aparece cinco veces. La siguen la «a» y la «u», cada una de ellas con tres registros; la «o», que se repite dos veces; y la «i», sólo una vez. [4] Al ser la «e» la letra más frecuente, la sustituí por la «a». Después hice experimentos con la «a», la «u» y la «o», sustituyéndolas alternativamente por la «e», por la «s» y por la «r», las letras más frecuentes en los textos portugueses después de la «a».

– ¿No hubo ningún resultado?

– Nada.

Lena consultó la tabla.

– Pero entonces, si no hubo ningún resultado y la letra más frecuente es la «e», ¿por qué no suponer que el texto está escrito en otra lengua diferente del portugués?

– Bien, porque eso significaría que ésta no era una cifra de sustitución, sino…

Se interrumpió, sorprendido por lo que acababa de decir.

– ¿Sino qué? -intervino Lena, pidiéndole que completase el razonamiento.

Tomás se quedó callado un instante, considerando las inesperadas perspectivas que se le abrían con la conclusión a la que inadvertidamente había llegado. Se pasó la mano por la boca; sus ojos se perdieron en una reflexión sobre la posibilidad que ahora contemplaba.

– ¿Sino qué? -insistió olla, impaciente.

Tomás por fin la miró.

– Hmm, tal vez sea eso.

– ¿Eso qué?

Él volvió la atención al acertijo apuntado en el cuaderno.

– Tal vez ésta no es realmente una cifra de sustitución.

– ¿Ah, no? Entonces ¿qué es?

Tomás se puso a contar las letras del acertijo.

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… -murmuró en voz baja, con el dedo saltando de letra en letra, casi al azar-. Catorce -dijo por fin y anotó ese número en la libreta y reanudó el cómputo de letras-. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… -La letanía prosiguió hasta llegar a los trece-. Trece -concluyó y lo anotó en la libreta, por debajo del catorce. Después cogió el libro y consultó la tabla de frecuencias-. ¡Es eso! -exclamó cerrando el puño en señal de victoria.

– ¿Eso qué? -repitió Lena sin entender nada.

Tomás le señaló un valor registrado en la tabla de frecuencias.

– ¿Ves esto? El valor señalado frente al dedo era 48 por ciento.

– Sí -confirmó Lena-. Cuarenta y ocho por ciento. ¿Qué quiere decir eso?

Tomás sonrió.

– Es el índice de vocales en los textos portugueses.

– ¿Qué?

– Una media de 48 por ciento de las letras encontradas en un texto portugués son vocales -explicó él, excitado y señaló los valores que se veían al lado-. ¿Lo ves? Sólo los italianos usan tantas vocales como los portugueses. Los españoles tienen 47 por ciento, los franceses 45 por ciento, mientras que los ingleses y los alemanes se quedan en el 40 por ciento.

– ¿Y?

– ¿Sabes cuántas vocales tiene el acertijo del profesor Toscano?

– ¿Cuántas?

– Catorce. Y las consonantes son trece. Es decir, más de la mitad de las veintisiete letras del acertijo son vocales. -La miró a los ojos-. ¿Sabes qué significa eso?

– ¿Que el mensaje está escrito en portugués?

– Tal vez -admitió Tomás-. Pero el verdadero significado es otro. Un índice tan elevado de vocales, cuando se aplica a un mensaje cifrado cuya lengua original se supone que es europea, y en particular el portugués, sólo puede llevarnos a la conclusión de que la cifra utilizada no es de sustitución, sino de transposición.

– ¿De transposición?

– Sí. O sea, que estamos frente a un nuevo anagrama.

– Disculpa, no llego a seguir tu razonamiento.

– Es sencillo. Si la cifra fuese de sustitución, las letras más comunes que se encuentran en un texto, las vocales, estarían transformadas en consonantes. Por ejemplo, imagina que la «e» ha sido sustituida por la «x». Ocurriría que, después del análisis de frecuencias, descubriríamos que había un porcentaje anormalmente elevado de «x» en el texto. Pero no es eso lo que ocurre, ¿no? En este acertijo, las vocales mantienen un índice muy elevado. La conclusión que surge es que las vocales siguen siendo frecuentes porque no han sido sustituidas. Es decir, fueron transpuestas, cambiaron simplemente de lugar. Estamos frente a un anagrama.

– ¿Como el de Moloc?

– Exactamente. Sólo que esta vez con más letras y aún más complejo. -Consultó el acertijo-. Y usando un método que crea la impresión visual de que se trata de una cifra de sustitución.

Se bebieron el café.

– ¿La tabla de frecuencias puede ayudarte a descifrar el mensaje?

– No, la tabla de frecuencias sólo es útil en el caso de las cifras de sustitución. Con respecto a estos anagramas, sólo sirve para identificar que se trata de una cifra de transposición, no para descifrarlos.

– Entonces ¿qué vas a hacer?

– Tengo que comprobar los vínculos de las vocales con las consonantes para intentar ver si alguna cobra sentido. Si logro captar algo, podré deducir el tipo de ruta usado por el profesor Toscano. Por ejemplo, en el caso de Moloc él recurrió a una ruta simétrica, en espejo, en la que se tenía que leer de derecha a izquierda. -Mostró el acertijo-. Pero en este caso no parece funcionar simétricamente. Fíjate. -Empezó a leer la primera línea de la primera columna de derecha a izquierda-: «Ouc». -Se encogió de hombros-. No tiene sentido. -Leyó la primera línea de la segunda columna-: «Ele» -vaciló-. Bien, «ele» quiere decir algo. Pero si vamos a la segunda línea y utilizamos la misma ruta, queda «atf», lo que no quiere decir nada.

– ¿Y se puede intentar de abajo para arriba?

– La ruta puede ser cualquiera. De izquierda a derecha, de abajo para arriba o de arriba para abajo, en diagonal, a saltos, en zigzag, en fin…

– «Cldun» -murmuró Lena, leyendo las primeras letras de la primera columna de arriba para abajo; después intentó el sentido contrario-: «Nudlc».

Tomás analizó el acertijo y, después de un examen atento, cogió un lápiz.

– Vamos a hacer la prueba de juntar las dos columnas.

Reprodujo el acertijo en la página contigua; ya no en grupos de tres en sucesión horizontal, sino de seis. El resultado siguió siendo confuso:



«Cuoele» -continuó la sueca, susurrando, abarcando ahora todo el espectro horizontal, en este caso la primera línea; como el sonido no le resultaba familiar, leyó la misma línea, pero esta vez de derecha a izquierda-: «Eleouc».

– No tiene sentido -murmuró Tomás, meneando la cabeza.

– «Laefta» -insistió ella dedicándose a la segunda línea-: «Atfeal».

Mientras Lena proseguía con la lectura en diversas direcciones, Tomás se concentró en el orden de los diagramas y de los trigramas. En portugués, se pueden formar diagramas con «es», «os», «di», «as» y «ro», por ejemplo. Buscó en el acertijo los puntos donde estas letras se encontraban unas junto a otras, formando esos pares. Falló con los «es», «os», «as» y «ro» y sólo encontró un «di» invertido en «id» en medio de la última línea horizontal. Leída de derecha a izquierda, esa última línea se pronunciaba «5ndien», lo que no parecía tener ningún significado. Desanimado, se dedicó a los trigramas. En los textos portugueses, los conjuntos más comunes de tres letras asociadas son «que», «ien», «nte», «des» y «est». Los buscó en el acertijo y falló el «que», el «nte», el «des» y el «est» y sólo encontró un «ien», justamente en la misma última línea, leída de derecha a izquierda: «5ndien».

– Vaya -murmuró casi imperceptiblemente-. Otra vez esta misma línea.

La coincidencia le llamó la atención. Uno de los diagramas, «di», se encontraba en la misma línea donde estaba uno de los trigramas más comunes, el «ien». Tomás se esforzó en recordar palabras que usasen la secuencia «dien». Había muchas: «Diente. Ardiente. Sediento».

– «Dun» -continuaba Lena, al lado, concentrándose ahora en las tres últimas letras de las líneas verticales-: «Nud».

Claro que estaba el problema del dígito cinco y de la «n» ligados al «dien»: «5ndien». El cinco allí no tenía sentido, aunque la «n» sí. En vez de «dien», «ndien», una secuencia frecuente en varias lenguas europeas. No había dudas de que aquel «ndien», asociando un diagrama y un trigrama más o menos comunes, difícilmente podía ser una coincidencia. El problema es que las líneas de encima, leídas en la misma secuencia, no parecían tener ningún significado. La penúltima línea horizontal, leída de derecha a izquierda, daba «eucau» y la antepenúltima se leía «doctp». Nada claro.

La mano de Lena, acariciándolo entre las piernas, interrumpió su raciocinio.

– Esta parte me está excitando -le dijo con voz lánguida.

– ¿Qué?

– Aquí. -Señaló las tres últimas letras de la penúltima línea vertical, leída de arriba para abajo-: «Pen». -Esbozó una sonrisa lasciva-. ¿Será el principio de «pene»?

Tomás se rio.

– Cabrita -dijo y se inclinó sobre el acertijo, en busca de una eventual «e» que pudiese asociar a «pen».

Leyó de arriba para abajo y luego siguió hacia la izquierda. Su sonrisa se deshizo y abrió la boca de asombro. «Pendien», leyó. Asociando «pen» al «dien» que ya había identificado, casi completaba una palabra: «Pendien». Buscó una «t» y una «e» que pudiese ligar a la «n» final y las encontró, respectivamente, en la segunda línea y en el extremo de la primera línea. Escribió de nuevo todo el acertijo, destacando la palabra que ahora había descifrado:



– ¡Es esto! -exclamó casi gritando-. ¡Aquí está!

– ¿Qué? ¿Qué?

– El acertijo. He descubierto una brecha en la cifra. -Señaló las letras subrayadas-. ¿Lo ves? «Pendiente.» Aquí está escrita la palabra «pendiente».

Lena construyó la palabra leyendo las letras subrayadas.

– Mira, claro. Qué gracioso, es verdad: se lee «pendiente». -Frunció el ceño, extrañada ante el extraño recorrido de la secuencia-. Pero la «t» y la «e» final están separadas del resto de la palabra…

– Se debe a la ruta elegida -repuso Tomás, excitado-. La ruta es vertical, de arriba para abajo, y simultáneamente horizontal, de derecha a izquierda, ensanchándose a medida que avanza de izquierda a derecha. -Cogió el lápiz y consultó el acertijo-. Déjame ver. Después de «pendiente», y siguiendo la última columna de arriba para abajo, está «a545». Esto, si no me equivoco, debe de ser «pendiente a 545». -Se detuvo en las líneas anteriores-. Y aquí atrás da «efoucault». -Se detuvo a pensar-. Vaya. -Se rascó la nariz-. Tal vez debe leerse «e foucault pendiente a 545».

Retrocedió a la primera línea y siguió toda la hilera de las letras desde el principio, desplegándolas según la ruta que había detectado. Hacia abajo y hacia la izquierda, hacia abajo y hacia la izquierda, como un ovillo que se deshace en un hilo. Escribió el texto descifrado:


CUALECODEFOUCAULTPENDIENTEA545


Analizó la línea y la rescribió, intentando ahora abrir espacios lógicos entre las palabras. Cuando terminó, contempló el trabajo y miró a su amante, con una sonrisa triunfal esbozada en sus labios.

Voilá -dijo, como si fuese un ilusionista y hubiese concluido un truco de magia.

Lena miró la frase escrita y admiró la forma en que aquella amalgama imperceptible, ilegible, complicada, se había transformado, quién sabe si por arte de encantamiento, en una frase inteligible, simple, clara.


¿CUÁL ECO DE FOUCAULT PENDIENTE A 545?

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