Capítulo 9

El estremecimiento lascivo del trepidante secreto fue perdiendo gradualmente fulgor, como una prohibición que, de tanto ser transgredida, se transforma en un hábito discreto, reprobable, es cierto, pero tolerable como vicio. Al cabo de casi dos meses, la relación de Tomás con Lena se encarriló en la rutina de manera definitiva. El vendaval del deseo, que los había fustigado con vientos incontrolables de lujuria y voluptuosidad, que los había llevado a la cúspide del éxtasis irrefrenable, tanta energía consumió, y tan deprisa, que acabó por consumirse a sí mismo. La tempestad dejó de soplar tan fuerte, se volvió brisa y se mitigó con sorprendente rapidez; ahora era un simple céfiro cálido y dulce en la planicie amodorrada de lo cotidiano.

Fue ya sin el trémulo ardor de la anticipación que lo había agitado en los primeros encuentros como Tomás subió las escaleras del edificio de la Rúa Latino Coelho y se presentó frente a la puerta de su amante. Lena lo recibió con calor, pero ya sin aquella excitación de la novedad, a fin de cuentas las visitas del profesor se habían institucionalizado, se tornaron un hábito placentero de sus tardes lisboetas. Las primeras veces, el reencuentro los precipitaba prontamente en la fusión de los cuerpos; rebosaban ambos de tanto deseo y ansiaban de tal modo la liberación de esa turbulenta energía retenida en la cama que apenas se podían contener cuando se tocaban y luego consumían el fuego en una embriagadora explosión de los sentidos. Después del amor, sin embargo, Tomás comenzaba a ser invadido por una desagradable sensación hueca, de vacuidad, como si hubiese sido despojado de las ganas que minutos antes lo cegaban; aquel cuerpo terriblemente excitante de la sueca sele volvía indiferente de manera inesperada, no entendía incluso cómo había podido estar tan ávido hacía sólo unos instantes, y se instalaba entre ellos cierto embarazo. Por ello, comenzaron pronto a controlar aquella imparable ansia inicial y a realizar pequeñas experiencias con la rutina; en vez de satisfacer de inmediato el instinto animal que llevaban reprimido en los cuerpos, como una inquieta fiera sedienta de sangre pero acorralada en una jaula demasiado pequeña, comenzaron a prolongarlo, a mantener viva la tensión sexual, ampliándola, dilatándola, postergando lo inevitable hasta el límite, hasta el punto en que la liberación del deseo ya no podía ser contenida.

Esta vez, Lena se le apareció con un vestido blanco de seda, más o menos transparente en el pecho, dejando adivinar, como siempre, los gruesos pezones rosados, su botón turgente y las curvas voluptuosas de los senos, tan grandes que daban la impresión de estar casi rebosantes de leche. En una reacción casi animal, Tomás sintió el deseo de satisfacer instantáneamente sus ganas y le palpó el pecho harto como quien exprime un fruto suculento y espera que de él mane el zumo lechoso, pero la sueca lo apartó con una sonrisa cargada de picardía.

– Ahora no, glotón -lo amonestó-. Si te portas bien, mamá te dará después la papa. -Le apoyó el índice en la punta de la nariz, como quien hace una advertencia-. Pero sólo si te portas bien…

– Oh, déjame probar sólo un poquito…

– No -dijo y se fue por el pasillo, meneando el cuerpo para provocarlo; miró luego hacia atrás, llena de malicia y sonrió-. No puedes tenerlo todo a la vez. Como solemos decir en Suecia, nos acordamos del beso prometido, nos olvidamos de los besos recibidos.

Se instalaron en el sofá, junto al calefactor de la sala. Lena había preparado una infusión de tila, que humeaba en la tetera, y había puesto galletitas tradicionales suecas de jengibre en un plato junto a las tazas, sobre una bandeja; Tomas bebió la infusión y probó una de las galletas marrones.

– Está bueno -comentó con actitud aprobadora, disfrutando del sabor dulzón y algo picante del bizcocho de jengibre.

Lena se fijó en la bolsa de plástico.

– ¿Aún tienes ahí a Foucault?

El profesor se inclinó y sacó un libro de la bolsa.

– Sí -confirmó-. Pero ya no Les mots et les choses. -Mostró la cubierta del nuevo libro, titulado Vigiar e punir-. Esta es la traducción brasileña de Surveiller et punir. De hecho, en Portugal aún no han hecho ninguna edición de este libro. [5]

– Pero es lo mismo, ¿no?

– Claro.

– Y el otro, ¿ya lo has acabado?

– Sí.

– ¿Entonces?

Tomás se encogió de hombros, con una expresión de resignación.

– Ahí no había nada. -Apoyó el nuevo libro en el regazo y abrió la primera página, aún masticando el bizcocho-. Vamos a ver si aquí encuentro algo.

En esta cuestión era en la que se encontraba el gran punto en común entre ambos, como se dio cuenta Tomás. Además del sexo, claro. Podían no prestar atención a las mismas cosas, pero, en lo que se refería a la investigación sobre Toscano, compartían el mismo interés, y la sueca se revelaba de una enorme utilidad: hacía preguntas, se implicaba en el trabajo, lo ayudaba en las investigaciones, interrogaba a compañeros que cursaban filosofía, intentaba encontrar pistas que lo ayudasen a desvelar el enigma, había llegado hasta a llevar ensayos sobre Michel Foucault con la esperanza de atisbar algún vestigio inadvertido. Fue así, pues, como fue a parar a sus manos The Cambridge Companion to Foucault, de Gutting, así como The Foucault Reader, de Rabinow, y The Lives of Michel Foucault, de Macey. La dedicación de la amante era tal que incluso había decidido leer, por su cuenta, la Historia de la locura en la época clásica, traducción de la Historie de la folie a l'âge classique, siempre en busca de los guarismos 545 o de palabras que tuviesen algo que ver con el acertijo que lo atormentaba.

– Todos los locos son hermanos -comentó al abrir el libro al lado de Tomás.

– ¿Qué? -preguntó él, alzando los ojos de Vigiar e punir.

– Es otro refrán sueco -aclaró Lena y mostró el volumen de la Historia de la locura en la época clásica repitiendo la frase-. Todos los locos son hermanos.

Con el lápiz afilado bailando entre los dedos, Tomás centró de nuevo su atención en el libro y se abstrajo del mundo que tenía a su alrededor. Las páginas iniciales lo dejaron inmediatamente angustiado, pálido, llegando al punto de interrumpir la lectura con un rictus de náusea; nunca había leído nada tan violento, tan brutalmente gratuito.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Lena, intrigada por aquella reacción.

– Esto es algo horroroso -dijo él revirando los ojos.

– ¿Qué?

– Esta historia al comienzo del libro.

– ¿Qué historia? -Lena se incorporó y miró la obra-. Cuéntame.

Tomás se rio y meneó la cabeza.

– No sé si la querrás escuchar…

– Claro que quiero -insistió la sueca, perentoria-. Anda, cuenta.

– Mira que no te va a gustar.

– Anda, déjate de tonterías. Cuenta.

El reabrió el libro sin apartar los ojos de su amante.

– Te he avisado, después no te quejes. -Bajó la mirada hacia las primeras palabras del texto-. «Este es un documento que describe la ejecución pública en París de Robert Damiens, un fanático que intentó asesinar a Luis XV en Versalles en 1757. La ejecución fue llevada a cabo por un grupo de verdugos dirigidos por un tal Samson y preveía que se le aplicase tormento en las tetillas, los brazos, los muslos y las pantorrillas. La mano derecha, sujetando el cuchillo del crimen, debería ser quemada con fuego de azufre y a las partes sometidas a tortura se les echaría plomo derretido, aceite hirviendo, brea caliente, cera y azufre derretidos a la vez; el cuerpo, finalmente, sería descuartizado por cuatro caballos. Este era el plan. Su ejecución acabaría siendo relatada en detalle por el jefe de policía, Bouton, quien lo presenció todo.» -Volvió a mirarla-. ¿Estás segura de que realmente quieres escuchar?

– No -respondió Lena quitándole el libro de las manos.

– ¿Qué haces? Necesito leerlo…

– Lo leerás después.

La muchacha se acercó al equipo de sonido y puso un CD; la voz de Bono inundó el apartamento con los sonidos melodiosos de Joshua Tree, creando una atmósfera sensual en el apartamento. Comenzaron intercambiando sonrisas cómplices, cada vez más provocadoras, hasta convertirse en miradas lascivas, de gula, lúbricas. Cuando acabaron la infusión y los bizcochos, Lena retiró la bandeja y, desabrochándose el cuello, le anunció que era la hora del postre. Se quitó el vestido de seda blanco y se inclinó, desnuda, sobre Tomás, con su piel nívea latiendo por anticipado, caliente de deseo, ávida de carne. El profesor cogió a la muchacha y se poseyeron ahí, sobre el sofá, al lado del calentador, Michel Foucault abierto en el suelo, tal vez revelando el secreto que Toscano se había esforzado por ocultar. El sexo fue tumultuoso, como solía ser entre los dos, hecho sin palabras, sólo sensaciones, con gritos y gemidos hasta la liberadora eclosión de fluidos; y, cuando el huracán se agotó en el vértigo voraz de los cuerpos hambrientos, ambos se dejaron estar tumbados en el sofá, exhaustos, vacíos, abandonados al estertor de los sentidos satisfechos, complacidos, embriagados por el meloso sopor del placer. Lena estiró perezosamente los brazos, se apoyó en uno de sus codos y se inclinó sobre Tomás, con los abundantes senos de pezones rozados pendientes sobre el pecho jadeante del hombre.

– Tú no haces el amor con tu mujer, ¿no?

Despertando del letargo al que lo habían sumergido las impetuosas olas de lascivia, Tomás la miró perplejo.

– No -repuso, meneando la cabeza; jamás habría esperado tal pregunta-. Claro que no.

La muchacha suspiró, resignada, y se dejó caer sobre el sofá, tendida con los cabellos rubios sueltos sobre el cojín y los ojos azules fijos en el techo.

– Tendré que creer en ti.


Las flores gruesas se aglomeraban en los jarrones de cerámica, estirándose por encima de las hojas como si estuviesen de puntillas, ansiando aire fresco; los pétalos eran finos, ligeros como plumas, resplandecían en diferentes tonalidades de color rosa y se doblaban sobre el centro como conchas rasgadas. Eran flores hermosas, voluptuosas, sensuales.

– ¿Son rosas? -preguntó Tomás con un vaso de whisky en la mano.

– Parecen rosas -respondió Constanza-. Pero son peonías.

Habían terminado de cenar y estaban relajados en la sala, aprovechando una pausa, mientras Margarida se ponía el pijama en su habitación.

– Nunca he oído hablar de las peonías -murmuró él-. ¿Qué flores son ésas?

– Peonio era el médico de los dioses griegos. Dice la leyenda que curó a Plutón con las semillas de unas flores especiales. En homenaje a Peonio, fueron bautizadas con el nombre de peonías. Plinio el Viejo sostenía que las peonías podían curar veinte enfermedades, pero nunca pudo probarse tal afirmación. No obstante, las raíces de las peonías se usaron en el siglo xviii para proteger a los niños de la epilepsia y de las pesadillas, lo que sirvió para relacionar estas flores con la infancia.

Tomás mantuvo los ojos fijos en las flores.

– Juraría que son rosas.

– En cierto modo, lo son. Pero sin las espinas. ¿Sabes? La falta de espinas llevó a los cristianos a comparar las peonías con la Virgen María. Decían que ambas eran rosas sin espinas.

– ¿Y qué representan?

– La timidez. Los poetas chinos siempre recurrieron a las peonías para describir el rubor embarazoso de las muchachas, asociando esta flor a cierta inocencia virginal.

La voz de Margarida irrumpió en la sala, lanzada a la distancia, desde la habitación, como una súplica.

– Mamá, ven a conta'me una histo'ia.

Constanza miró con aspecto cansado a su marido.

– Esta vez ve tú. Ya he cerrado la tienda por hoy.

Tomás fue a la habitación de su hija y la encontró mirándose al espejo. La acostó en la cama, la tapó con la manta y se inclinó; besó sus mejillas rosadas y le acarició su fino cabello, ambos ronroneando con deleite.

– ¿Qué historia quieres hoy?

– Cenicienta.

– ¿Otra vez la misma historia? ¿No quieres mejor una nueva?

– Que'o Cenicienta.

Apagó la luz central y sólo mantuvo encendida la lámpara de la mesilla de noche; la luminosidad amarilla era mortecina, huidiza, ideal para el efecto de indolencia que pretendía obtener. Se acomodó al borde de la cama, cogió la mano de su hija y, con un susurro hipnótico, comenzó a contar la historia de la Cenicienta, la niña que había perdido a su madre, después a su padre, hasta que no tuvo más remedio que quedarse a vivir con la madrastra malvada y sus dos hijas consentidas. Margarida mantuvo los ojos muy abiertos hasta la escena del baile, cuando Cenicienta conoció al príncipe, momento en que, tranquilizada por el encuentro previsto, sintió que los párpados le pesaban y dejó de luchar contra ellos, se entregó al ritmo cadencioso de las palabras susurradas por su padre y se abandonó a la dulce molicie que invadió su cuerpo. Los párpados se cerraron y la respiración se hizo por fin acompasada, profunda. Tomás volvió a besar a su hija y apagó la lámpara. De puntillas, casi sin respirar, salió de la habitación, cerró la puerta con suavidad y regresó a la sala.

Constanza dormía sobre el sofá, con la cabeza inclinada sobre un hombro; en el televisor encendido emitían un concurso que no solían ver. Cogió a su mujer y la llevó en brazos hasta la habitación; le quitó la chaqueta con una mano, la descalzó y la acostó sobre las sábanas, cubriéndola con la manta hasta el mentón. Ella murmuró algo imperceptible y se volvió, aferrada a la almohada, con el calor de la manta que le enrojecía las mejillas pecosas sobre su piel blanca, parecida a un bebé. Tomás apagó la luz e hizo ademán de volver a la sala. Pero vaciló. Se detuvo en el umbral de la puerta y dio media vuelta, mirando a su mujer, que ahora dormía profundamente. Se acercó despacio, con cuidado para no hacer ruido, la miró un instante y se sentó al borde de la cama; se quedó contemplándola en silencio, viendo cómo la manta subía y bajaba, suavemente, siguiendo el ritmo de la respiración.

La pregunta de Lena aún resonaba en su mente, ahora más alto que nunca. «Tú no haces el amor con tu mujer, ¿no?», le había preguntado con un asomo de ansiedad. En realidad, ya llevaba algún tiempo sin hacer el amor con su mujer; nunca lo había hecho desde que iniciara la relación extraconyugal. Pero ¿cómo podría él asegurar que no lo haría un día? ¿Cómo podría prometer tal cosa? Aquella pregunta, así formulada, en el rescoldo de la intensa refriega amorosa, lo arrancó del sueño irreal en que flotaba y, despertándolo con brutalidad, como si le hubiese sumergido la cabeza en agua helada, lo llevó a la dura confrontación con la realidad. Fue como si algún interruptor se hubiese encendido dentro de sí. O quizás apagado. ¿Qué tenía ahora por delante? ¿Haría el amor con ambas mujeres, engañando no sólo a una, sino a las dos al mismo tiempo? ¿Qué futuro, a fin de cuentas, quería para sí, para su mujer, para su hija, para su amante? ¿Qué destino los aguardaba? ¿Estaría jugando con fuego? ¿Sería señor de su suerte o eran las circunstancias las que lo controlaban ahora? ¿Quería vivir en la verdad? Pero ¿qué verdad? ¿No fue Saraiva quien le dijo que la verdad objetiva es inaccesible? Tal vez. Sin embargo, como ser humano, siempre tenía la alternativa de acceder a otra verdad, la verdad subjetiva. La verdad moral.

La honestidad.

Y lo cierto es que no vivía en la verdad moral; vivía en la ilusión, en la duplicidad, en la mentira. Mentía a su mujer y, dentro de poco, estaría mintiendo a su amante. ¿Era ése el futuro que deseaba para él y para las tres mujeres con las que estaba ligado? La pregunta de Lena, aparentemente tan inocua y fortuita, puso en marcha una compleja cadena de pensamientos, desencadenó un tumulto en la mente de Tomás, lo colocó frente a frente consigo mismo, mirándose por primera vez a los ojos, mareado por el vértigo frente al abismo que era su espejo, viéndose como realmente era, interrogándose sobre lo que quería ser, cuestionándose en cuanto al camino incierto por el que ahora transitaba.

¿Qué extraña historia, miradas bien las cosas, le revelaba la aventura en que se había metido? Tal vez fuese la historia de una parte suya sumergida en la sombra, escondida en un remoto rincón de la mente, sobre la cual sentía las mayores incertidumbres y alimentaba los mayores temores. ¿Qué era Lena, al fin y al cabo, para él? ¿Una mera hazaña sexual? ¿Una busca de algo indefinible? ¿Una veleidad irresponsable? ¿Un gusto por el riesgo en el que el peligro sólo servía de afrodisíaco? Tal vez, consideró, tal vez ella representase algo diferente. Un desvío, un subterfugio, una demanda.

Una fuga.

Balanceó la cabeza afirmativamente, como si hubiese encontrado la palabra exacta, aquella que mejor definía la lucha que lo desgarraba. Una fuga. Quién sabe, tal vez Lena, más que la química del sexo, le ofrecía la química de la fuga, la fuga de sí mismo, la fuga del cansancio de su mujer, la fuga de las dificultades de Margarida, la fuga de los problemas generales por la falta de dinero, la fuga de la desilusión frente a la vida. Lena era una escapatoria, una salida, una evasión. Una fantasía. Pero una fantasía que día tras día perdía misterio, una quimera a la que ya comenzaba a faltarle brillo, un capricho que había consumido casi todo su esplendor. ¿Qué le quedaba entonces?

Se había rendido a los encantos de la sueca para escapar a la complicada tela de sus innúmeras dificultades. La ilusión funcionó; por lo menos en algunos momentos. Pero ahora veía que los problemas no habían desaparecido nunca de verdad, sólo se habían camuflado con el fulgor deslumbrante de la relación embriagadora con Lena. Se sentía como un conejo paralizado por los faros de un automóvil; permanecía estático en medio de la carretera, fascinado por aquel brillo asombroso, maravillado por los centelleantes focos de luz que despuntaban por el manto pardusco de la noche, olvidando que, por detrás de la bella llamarada luminosa, surgiendo disimuladamente de la tiniebla oscura, asomaba un bulto invisible, enorme y furtivo, tremendo y amenazador, que saltaría de la sombra como un felino y lo aplastaría en el asfalto. Ésa era, al fin y al cabo, la terrible elección que tenía frente a sí. ¿Querría él ser aplastado por ese bulto escondido? ¿Sería capaz de ver más allá del brillo deslumbrante de los faros? ¿Lograría romper el peligroso hechizo que lo hipnotizaba en medio de la carretera?

Miró a Constanza. Su mujer dormía aferrada a la almohada, con aspecto inocente, la expresión frágil, los cabellos dibujando rizos sobre la almohada y la sábana. Suspiró. Tal vez, pensó, el adulterio tenía menos que ver con Lena que consigo mismo; era quizá algo que hablaba más acerca de su forma de ser, de los miedos que lo dominaban, de las expectativas que alimentaba, de la forma en que administraba los conflictos y encaraba los problemas de su vida. Constanza era la fuente de ansiedad, el rostro de las dificultades de las que pretendía huir; Lena representaba la concha protectora, el anhelado billete que prometía arrancarlo de aquel turbulento mar de obstáculos y soltarlo en las vastas planicies de la libertad. Pero, ahora tomaba conciencia, ese billete, en resumidas cuentas, no lo llevaría a lugar alguno, no lo transportaría al destino que él suponía, porque la verdad era que tal destino no existía, por lo menos no para él; si se embarcase en aquel viaje, se descubriría en otro apeadero, acaso más complicado, aún con los viejos problemas y además con nuevas contrariedades.

Pasó los dedos por los rizos del cabello de Constanza, jugando distraídamente con ellos. Sintió su respiración suave y admiró el espíritu con que la mujer enfrentaba las dificultades ante las cuales él claudicaba. Acariciando las líneas de su rostro, sintiendo su piel cálida y suave, imaginó que disponía de dos billetes en la mano, uno para quedarse, el otro para partir, y tendría que tomar una decisión. Miró alrededor, como quien quiere retener en la memoria las sombras de la habitación, el soplido bajo y armonioso de la respiración de su mujer, el leve aroma a Chanel 5 que flotaba en el aire. Respiró hondo y allí mismo, en aquel instante, mientras acariciaba con ternura el semblante plácido de Constanza, su línea de raciocinio llegó a su fin.

Tomó una decisión.


El hormigueo nervioso de la multitud apresurada era lo que más lo perturbaba siempre que tenía que ir al Chiado. Después de dar muchas vueltas por la Rúa do Alecrim buscando dónde aparcar, dejó el coche en el aparcamiento subterráneo de Camões y bajó por la plaza hasta la entrada de la Rúa Garrett, esquivando a los transeúntes que iban y venían, unos subían en dirección al Bairro Alto, otros descendían hasta la Baixa; todos, con la mirada perdida en un punto infinito, pensaban en el dinero, suspiraban por su novia, odiaban a su jefe, se ocupaban de sus asuntos.

Cruzó la perpendicular empedrada y anduvo, por fin, por la amplia acera de la Rúa Garrett. El espacio era amplio, es cierto, pero se volvía exiguo por todas aquellas mesitas y sillas que hervían de clientes ociosos, el más famoso de los cuales era Fernando Pessoa, con la carne hecha de bronce, igual que el sombrero, las gafas de aros redondos y las piernas cruzadas. Tomás observó el espacio a su alrededor, intentando vislumbrar el oro de los cabellos de Lena, pero ella no estaba allí. Giró a la izquierda, en dirección a la gran puerta con figura de arco del café, A Brasileira anunciada en la parte cimera, lugar predilecto de la antigua Lisboa bohemia y literaria.

El primer paso al cruzar la puerta del café constituyó un salto en el tiempo, había retrocedido a la década de los veinte. A Brasileira era una cafetería estrecha y larga, ricamente decorado al estilo art nouveau, con el techo y la parte alta de las paredes forrados de madera labrada, decorados con cornucopias, líneas curvas y cuadros de época. El suelo era ajedrezado, en blanco y negro, y del centro de los dibujos esculpidos en el techo colgaban varias lámparas de aspecto antiguo, parecían arañas con las patas arqueadas hacia abajo y hacia arriba que sujetaban pequeñas velas en las puntas. Una sensación de amplitud provenía del lado izquierdo; toda la pared se abría al café, una ilusión creada por los hermosos espejos dorados que, distribuidos hasta el fondo del establecimiento, le otorgaban el doble de su real anchura. Las mesitas del interior estaban dispuestas junto al enorme espejo, mientras que el lado derecho estaba ocupado por un largo mostrador lleno de hierros finos curvilíneos estilo art nouveau; una batería de botellas de vino, aguardiente, orujo, whisky, brandy y licor, dispuestas unas encima de las otras, decoraba la pared por detrás del mostrador. Al fondo, marcando las once, se destacaba un reloj antiguo con números romanos.

Tomás encontró un lugar libre en una mesa parcialmente ocupada y se acomodó, apoyando el hombro derecho en el espejo, con los ojos vueltos hacia la entrada. Pidió un pastel de nata y una infusión de jazmín. Mientras aguardaba, se mantuvo atento al periódico que leía el hombre sentado a su lado. Era A Bola y traía una entrevista a dos páginas con el truculento presidente del Benfica, repleta de acusaciones contra el sistema y noticias de fantásticas contrataciones, que no planeaba pagar, para la «espina dorsal» del equipo. Observó a su vecino de reojo, era un hombre casi calvo, sólo poseía mechones de pelos canosos detrás de la oreja, se trataba probablemente de un jubilado, sin duda un hincha del Benfica. El camarero reapareció con su actitud afanosa y gestos nerviosos, como si tuviese muchas cosas que hacer y no le alcanzasen las manos; venía con una bandeja equilibrada sobre las yemas de los dedos, de la que sacó una pequeña tetera metálica, una taza, un platito con un pastel de nata, dos sobres de azúcar y uno de canela, además de la cuenta, y depositó todo sobre la mesa con destreza de profesional. Tomás pagó y el camarero, después de un breve saludo, se esfumó.

Mientras esperaba, sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de Nelson Moliarti. El estadounidense atendió con voz de sueño, era evidente que la llamada había actuado de despertador. Después de las habituales cortesías introductorias, Tomás le comunicó que necesitaría hacer unos viajes para su investigación, que estaba apuntando en un sentido que requería una comprobación cuidadosa. Nelson quiso saber cuál era el rumbo al que apuntaban las pistas, pero Tomás se negó a adelantar detalles, alegando que le gustaba hablar de certidumbres, y en ese momento sólo tenía muchas dudas. Aunque reticente al principio, el estadounidense acabó concediéndole su acuerdo y los fondos disponibles necesarios para la misión; a fin de cuentas, aquél era un trabajo por el que apostaba la fundación. Enseguida, dada la luz verde para seguir adelante, Tomás llamó a la agencia de viajes y reservó los vuelos y los hoteles.


Se dio cuenta de que Lena acababa de entrar en el café cuando vio las cabezas de todos los clientes volverse al mismo tiempo hacia la puerta, como si estuviesen en el ejército y hubieran obedecido a una orden silenciosa. Llevaba un vestido negro de licra muy ajustado, con el dobladillo por encima de la rodilla y un exuberante lazo amarillo ceñido a la cintura; había cubierto sus altas piernas con medias de nailon gris oscuro, muy finas, y las curvas de su cuerpo escultural estaban realzadas por unos zapatos de tacón alto, de un negro reluciente. Llevaba grandes bolsas de boutiques que dejó a los pies de la silla cuando se inclinó sobre la mesa para besar a Tomás.

– Hej -saludó-. Disculpa por el retraso, he estado haciendo compras.

– No tiene importancia.

Tomás sabía que el Chiado era una tentación para muchas mujeres, con sus tiendas de marca y sus tiendas de moda que, abiertas por todo el barrio, atraían a clientes y otorgaban alegría a las calles empedradas y empinadas de aquella zona antigua de la ciudad.

– ¡Puf! -exclamó echándose el largo pelo rubio hacia atrás-. Estoy agotada y el día acaba de comenzar.

– ¿Has comprado muchas cosas?

Ella se inclinó y cogió una bolsa apoyada en la silla.

– Algunas -confirmó, abrió la bolsa y dejó asomar una prenda roja de encaje-. ¿Te gusta?

– ¿Qué es eso?

– Un sostén, tonto -explicó moviendo las cejas con expresión maliciosa-. Para volverte loco.

El jubilado del Benfica observó por encima del periódico, fijando ostensiblemente su mirada en la sueca. Lena le devolvió la mirada, como intimándolo a que no se metiese en lo que no le importaba, y el hombre encogió el cuello y se ocultó detrás de A Bola.

– ¿Así que te has pasado la mañana haciendo compras?

– Sí. Y fui también a aquel ascensor antiguo en la Rúa do Ouro.

– ¿El ascensor de Santa Justa?

– Ése. ¿Has ido alguna vez?

– No, nunca.

– No me cabe ninguna duda -dijo sonriendo-. La mirada del extraño ve más lejos en el país que la mirada de sus habitantes.

– ¿Eh?

– Es un refrán sueco. Significa que los extranjeros visitan más sitios en una tierra que las personas que viven en ella.

– Es una gran verdad -asintió Tomás.

Se acercó el camarero con uniforme blanco, siempre con su apariencia afanosa, y miró con actitud interrogativa a los dos clientes.

– ¿Tomas algo? -preguntó Tomás.

– No, ya he comido.

El profesor le hizo una señal negativa al camarero, que desapareció enseguida por el pasillo, ahora apiñado de gente, el trajín era inmenso y no había tiempo que perder. Tomás cogió la taza y bebió un poco.

– Esta infusión es una delicia.

Lena se inclinó sobre la mesa y buscó su mirada.

– ¿Qué ocurre? -preguntó con una expresión intrigada en sus ojos azules-. Hace dos días que no te veo y te noto muy misterioso, pareces estar en la Luna. ¿Qué tienes?

– Nada.

– Es el agobio del acertijo el que te está perturbando, ¿no?

– No.

– ¿Entonces?

Él se pasó la mano por el pelo, algo incómodo. Giró la cabeza con un gesto nervioso, observando de reojo todo el café, y acabó fijando los ojos en su amante.

– ¿Sabes? Creo que no he sido justo contigo.

Lena alzó las cejas, asombrada.

– ¿Ah, no? ¿Y entonces?

– El otro día me preguntaste si hacía el amor con mi mujer…

– ¿Y lo haces?

– No, no he vuelto a hacerlo desde que nosotros nos conocemos. Pero la cuestión, para ser honesto, es que no te puedo asegurar que nunca más lo haré.

Ella entrecerró los ojos, mirándolo con una expresión repentinamente severa. -Ah.

– ¿Entiendes? Vivimos en la misma casa, estamos casados, tarde o temprano algo puede pasar.

– ¿Y?

– Bien, entonces os estaré engañando a las dos, ¿no?

La sueca observó el café a su alrededor, pareció interesarse por algunos cuadros, pero, después de unos instantes recorriendo el bar con la vista, miró de nuevo a Tomás.

– A mí no me importa.

El profesor entreabrió la boca, pasmado.

– ¿No te importa?

– No, no me importa. Puedes estar al mismo tiempo con las dos, para mí no es un problema.

– Pero… -vaciló, confuso-. ¿No tienes problemas en que yo haga el amor contigo y con mi mujer al mismo tiempo?

– No -repitió ella, meneando la cabeza para enfatizar su posición-. No tengo ningún problema.

Tomás se recostó en la silla, sorprendido, aturdido. No sabía francamente qué decir, todo aquello era demasiado inesperado y poco convencional, nunca imaginó escuchar a una mujer, y para colmo una mujer como ella, decir que no tenía problemas en formar parte de lo que, para todos los efectos, sería un harén.

– Bien, pues… no sé si a mi mujer le sentará bien…

– ¿Tu mujer?

– Sí, mi mujer.

La sueca se encogió de hombros.

– Es evidente que nunca estará de acuerdo.

– Pues eso.

– Entonces no debes decirle nada, ¿no?

El profesor volvió a pasarse la mano por el pelo, nervioso.

– Pues…, sí…, ése también es un problema. Es que no puedo vivir así…

– ¿Cómo que no puedes vivir así? Has estado casi dos meses viviendo con dos mujeres y nunca te vi para nada preocupado por ello. ¿Qué bicho te ha picado ahora?

– Tengo dudas sobre lo que estamos haciendo.

Ahora le tocaba a Lena abrir la boca por el asombro.

– ¿Dudas? Pero ¿qué dudas? ¿Eres tonto o qué? Tienes una familia en tu casa que no sabe nada. Tienes una novia, disculpa la falta de modestia, que le gustaría tener a cualquier hombre y que no trae ningún problema. Aún más: una novia a la que no le importa que conserves la vida tan cómoda que llevas. ¿Cuál es, al fin y al cabo, tu problema? ¿Dónde está la duda?

– El problema, Lena, es que no sé si quiero seguir viviendo tan cómodamente.

La sueca desorbitó los ojos y abrió más la boca.

– No sabes si… -Frunció el entrecejo, intentando encontrar un sentido a lo que él decía-. Tomás, de verdad, ¿qué ocurre?

– Ocurre que no quiero seguir así.

– Entonces ¿qué quieres?

– Quiero acabar con esto.

Lena bajó los hombros y se apoyó en la silla, atónita. La boca se mantenía abierta, con una expresión incrédula en los ojos; observaba a Tomás con la actitud de quien cree estar ante un loco. -¿Quieres que nos separemos? -preguntó por fin, casi deletreando las palabras.

El profesor meneó afirmativamente la cabeza.

– Sí. Discúlpame.

– Pero ¿tú estás chiflado? Así que yo te estoy diciendo que no me importa nada que sigas con tu mujer, que no tendrás ningún problema, ¿y tú quieres que nos separemos? ¿Por qué?

– Porque no me veo bien en esta situación.

– Pero ¿por qué?

– Porque vivo en la mentira y quiero la verdad.

– ¡Vaya! -exclamó ella-. La chaqueta de la verdad está muchas veces forrada de mentiras.

– No me vengas con más refranes.

Lena se inclinó sobre la mesa y le sujetó las manos con fuerza.

– Dime qué puedo hacer para que te sientas mejor. ¿Quieres más espacio? ¿Quieres más sexo? ¿Qué quieres?

Tomás se sintió admirado por la forma en que la sueca se aferraba a su relación. Había imaginado que ella, al sentirse rechazada, abandonaría el café furiosa y el asunto quedaría zanjado. Pero no era eso, evidentemente, lo que estaba ocurriendo.

– ¿Sabes, Lena? No puedo andar con dos mujeres al mismo tiempo. No puedo, ya está. Me siento deshonesto. Me gustan las situaciones claras, transparentes, inequívocas, y lo que estamos viviendo es todo menos eso. Me gustas mucho, eres una chica formidable, pero también me gusta mi familia; mi mujer y mi hija son muy importantes para mí. Cuando me preguntaste, hace días, si hacía el amor con mi mujer, hubo algo dentro de mí que estalló, no sé explicar qué. En un momento estaba deslumbrado contigo, y en el instante siguiente, después de que hicieras esa pregunta, volví en mí y empecé a cuestionar nuestra relación. Fue como si hubieses pulsado sin querer un interruptor y la luz se hubiera encendido y yo hubiese empezado a ver claro donde antes sólo andaba a ciegas. Esa luz me despertó a la realidad, a una serie de preguntas que comencé a plantearme a mí mismo. En el fondo, fue como interpelar a mi conciencia sobre las cuestiones verdaderamente fundamentales.

– ¿Qué cuestiones?

– Yo qué sé. -Miró a su alrededor, como si en algún punto del café pudiera encontrar respuesta a la pregunta-. Me pregunto, por ejemplo, sobre los motivos que me llevan a poner en peligro mi vida familiar. ¿En nombre de qué? ¿Por qué lo hago? ¿Merece realmente la pena? A fin de cuentas, tengo problemas en mi vida que debo afrontar, no puedo estar escapándome de ellos. Por eso me parece que es mejor que primero resuelva esos problemas, mi vida. Tengo que darle a mi matrimonio una segunda oportunidad, se la debo dar a mi mujer y a mi hija. Si las cosas se dan bien, encantado. Si se dan mal, tendré que recomenzar de otra manera. Ahora, lo que no es justo, lo que no es honesto, es que esté engañándoos a las dos a la vez. Eso no.

– O sea que me dejas. ¿Es eso?

– No merece la pena que dramaticemos. Soy un hombre casado y tengo que cuidar de mi familia. Tú eres una muchacha joven, soltera y muy hermosa. Como tú misma has dicho, basta con que levantes un dedo y tienes a tu alrededor a los hombres que quieras. Por tanto, no vamos a complicar las cosas. Cada uno hace su vida y tan amigos.

La muchacha sacudió la cabeza, desalentada.

– No creo en lo que estoy escuchando.

Tomás la miró y pensó que, de ahora en adelante, sólo se repetiría. Ya había tomado su decisión y había dicho lo que tenía que decir. Después de un compás de espera, se levantó de la mesa y le tendió la mano a Lena. La sueca miró la mano, aún atónita y conmovida, y devolvió el saludo. El la retiró torpemente y se volvió hacia la salida.

– Nos vemos en la facultad -dijo a modo de despedida.

Lena lo siguió con los ojos.

– Gallo que canta por la mañana -le lanzó entre dientes- estará por la tarde en el pico del halcón.

Sin embargo, Tomás ya había salido de A Brasileira y subía por Rúa Garrett, a paso acelerado, en dirección al Largo Luís de Camões.

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