Capítulo 14

Suaves.

Como los pasos de una bailarina deslizándose graciosamente por un escenario, como el arrullar de un bebé consolado junto al seno cálido y acogedor de su madre, comenzaron siendo suaves los movimientos de las hojas que se alzaban del suelo, revoloteando en saltos intermitentes hasta ponerse a remolinear, girando y girando sobre un eje invisible, sopladas por una brisa calurosa que poco a poco empezó a agitarse; la brisa se transformó así, de ese modo gradual, casi imperceptible, en un remolino de polvo, un torbellino de aire que arrastraba las hojas amarillas y rojizas por la calle, rodando en una extraña danza de vida, de un rumbo tan incierto que muy pronto el vórtice ventoso abandonó la acera e invadió la ajetreada calle que bordeaba las murallas de la ciudad vieja. Tomás evitó la columna de vientos giratorios, que, en forma de embudo, erraba sobre el asfalto, y aceleró el paso, cruzando la calle Sultán Suleyman junto a la Kikar Shaar Shkhem y mezclándose con la multitud. Piedras antiguas, milenarias, asomaban por los rincones, guardando memorias que, en aquella ciudad, estaban hechas de sangre y dolor, de esperanza, fe y sufrimiento. Piedras fuertes como metales y lisas como marfil.

Suaves.

El día había amanecido fresco y seco, aunque el sol se revelase inclemente e insoportable para quien se sometía a él sin protección en la cabeza. Una masa de gente surgía de todos lados y bajaba la vasta escalinata, convergiendo en la gran puerta en una aglomeración creciente, como hormigas golosas que afluyeran hacia una gota de miel, cada vez más y más, concentradas frente a la mirada atenta y vigilante de los hombres con uniformes verde oliva y casco, los soldados del Tsahal que paraban a un transeúnte aquí e interpelaban a otro allí, siempre para pedir los documentos y revisar las bolsas con los M-16 que se balanceaban en bandolera. Las armas parecían descuidadas, pero todos sabían que eso era pura apariencia. El movimiento en torno a la monumental puerta de Damasco era nervioso, compacto, con personas y más personas hormigueando en dirección a la gran entrada, rodeando los puestos ambulantes con frutas, verduras y panes dulces, murmurando palabras imperceptibles, insultando, dándose codazos las unas a las otras; y Tomás ahí en el medio, junto a los árabes que lo rodeaban con los olores a sudor de quienes habían venido de lejos a hacer compras al souk o a rezar a Alá en la gran mezquita de Al Aqsa. Apretado por la mole humana que lo arrastraba hacia la gran entrada norte de la ciudad vieja de Jerusalén, alzó la cabeza y vio, arriba, a dos soldados israelíes instalados en la cima de la puerta de Damasco, acechando a la multitud entre las almenas de la muralla, escrutando cada figura humana, una a una, en busca de señales que desencadenasen la alerta.

La corriente humana lo transportó por la gran puerta, pero el camino enseguida volvió a estrecharse, entrando en el caserío bajo del barrio musulmán. Tomás se sentía como si lo arrastrasen las aguas, incapaz de resistirse a su tremenda fuerza, siguiendo la marea en una actitud de abandono, dejándose llevar hacia una calle estrecha y bulliciosa; se veía allí una tienda de artesanía y, al lado, puestos con frutas: reconoció naranjas, plátanos y dátiles, e incluso frascos con almendras y aceitunas negras.

Enfrente se le abrían tres caminos; se dispersaba la multitud de modo que se volvía menos denso el flujo de gente que brotaba sin cesar por la puerta de Damasco. Buscó con la mirada el nombre de las calles; la de la derecha era la Souk Khan El-Zeit, donde se vislumbraban pequeñas panaderías, pastelerías y tiendas de comestibles, y la de la izquierda tenía un cartel que indicaba el hospicio Indiano y la puerta de las Flores. Consultó el mapa y tomó una decisión; le interesaba la del centro, por lo que siguió avanzando hacia el sur. Pasó por debajo de un edificio en arco sobre la calle y, en un ligero declive, se encontró con una nueva bifurcación. En la esquina se alzaba el complejo del hospicio Austríaco y la callejuela que desembocaba allí, por la izquierda, tenía en una pared, en hebreo, árabe y latín, un nombre que lo hizo detenerse.

Vía Dolorosa.

Tomás no era un hombre religioso, pero no pudo dejar de imaginar, en aquel instante, la figura de Jesús encorvada arrastrándose por aquella calle estrecha con una cruz a cuestas; el reo escoltado por legionarios romanos y con hilos de sangre que se le escurrían de la cabeza y goteaban en la piedra. La imagen era, en aquel sitio, un reflejo condicionado, casi un cliché; tantas veces había visto reproducciones de aquel recorrido fatídico que, una vez llegado allí, al enfrentarse con el nombre de la Vía Dolorosa en la pared de la calle, sus ojos fueron inundados por secuencias imaginadas de los hechos ocurridos dos mil años atrás.

El mapa le indicaba que tendría que atravesar toda la ciudad vieja por la larga callejuela que tenía por delante. Entró por la El-Wad, por donde momentáneamente zigzagueaba la Vía Dolorosa, pasó por el Yeshivat Torat Chaim y siguió avanzando, dejando atrás la calle que Cristo recorriera en sus últimas horas de vida. En la primera bifurcación a la izquierda, soldados del Tsahal, el ejército israelí, habían montado un puesto y controlaban el acceso al Bar Kuk, la estrecha calle que conducía al complejo sagrado de Haram El-Sharif y de la mezquita de Al Aqsa, impidiendo el paso a todos los no musulmanes; aparentemente, se celebraba allí una ceremonia religiosa islámica que nadie quería perturbar. Ceñida por los edificios que la bordeaban y cruzando sucesivos túneles y arcos, la El-Wad estaba protegida del sol; una brisa fresca la recorría de punta a punta, haciendo que Tomás se estremeciese de frío mientras hollaba su sombra a paso rápido, ignorando las múltiples tiendas de toda clase, aunque lanzase fugaces miradas curiosas a los locales con vasijas de cobre y bronce amontonadas a la entrada. Después de pasar por Hammam El-Ain se metió por la Rechov Hashalshelet en dirección al barrio armenio, al oeste, pero en la esquina del edificio Tashtamuriyya giró a la izquierda y entró en el barrio judío.

Algo muy diferente sustituyó aquí al murmullo de las callejas árabes; los espacios eran más abiertos y tranquilos, casi bucólicos, y no se veía ni un alma, sólo se oía el arrullo alegre de los pájaros y el rumor plácido de los árboles con las copas sacudidas por el viento. El visitante identificó la calle Shonei Halakhot y buscó el número de la puerta. Junto al timbre brillaba una placa dorada, escrita en hebreo y con el título en inglés por debajo, en letras más pequeñas: «The Kabbalah Jewish Quarter Center». Pulsó el botón negro y oyó un eléctrico «t» zumbando en el interior. Unos pasos se acercaban y la puerta se abrió; un chico joven, con gafas redondas y barba rala muy fina, lo miró interrogante.

– Boker tov -saludó el muchacho, dando los buenos días en hebreo y preguntando en qué podía ser útil-. Ma uchal laasot lemaancha?

– Shalom -respondió Tomás y consultó la libreta de notas, en busca de la frase que había escrito en el hotel indicando que no sabía hablar en hebreo-. Pues…, einene yode'a ivrit. -Miró al joven judío intentando comprobar si lo había entendido-. Do you speak English?

– Ani lo mevin anglit -repuso el chico, meneando la cabeza.

Era evidente que no entendía inglés. El portugués lo miró con intensidad, cavilando sobre cómo resolver el problema.

– Pues…, Solomon…, eehh -titubeó intentando preguntar por el rabino con quien había quedado en encontrarse-. ¿Rabi Solomon Ben-Porat?

– Ah, ken -asintió el israelí, abriendo la puerta e invitándolo a entrar-. Be'vakasha!

El joven anfitrión lo condujo a una salita pequeña, decorada con sobriedad, soltó un breve «slach li», haciéndole una seña para que esperase, se inclinó en una suave reverencia y desapareció por el pasillo. Tomás se sentó en un sofá oscuro y observó la sala. Los muebles eran de madera oscura y las paredes estaban repletas de cuadros pintados con caracteres hebraicos; se trataba seguramente de citas del Antiguo Testamento; se cernía en el aire cierto tufo a alcanfor y a papel viejo, mezclado con el olor ácido de la cera y del barniz. Un ventanuco daba a la calle, pero los cortinajes sólo dejaban pasar alguna luz difusa, suficiente para hacer brillar los granitos de polvo que floraban en la sala.

Minutos después, oyó voces que se acercaban y un hombre corpulento, robusto a pesar de aparentar casi setenta años, apareció en la puerta de la salita. Iba vestido con un talit de algodón blanco, con listas moradas y flecos blancos y azul celeste que pendían de los bordes, traje que, por lo visto, no se había quitado desde la shacharit matinal; lucía una abundante barba gris, talmúdica, como si fuese Papá Noel o un rey asirio, y un solideo de terciopelo negro sobre la cabeza calva.

– Shalom aleichem -saludó el recién llegado, extendiendo la mano con elegancia-. Soy el rabino Solomon Ben-Porat -dijo en un inglés pausado, con un notorio acento hebreo-. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

– Soy el profesor Tomás Noronha, de Lisboa.

– ¡Ah, profesor Noronha! -exclamó efusivamente. Se dieron un vigoroso apretón de manos. Tomás notó que el rabino tenía una mano carnosa pero firme, que estuvo a punto de comprimir la suya-. Na'im le'hakir otcha!

– ¿Cómo?

– Mucho gusto en conocerlo -repitió ahora en inglés-. ¿Ha tenido un buen viaje?

– Sí, estupendo.

El rabino le hizo una seña para que lo acompañase y lo llevó por el pasillo a otra sala, parloteando sobre la maravilla que eran los aviones hoy en día, fantásticos inventos que permitían viajar más deprisa que la paloma de Noé. Caminaba con alguna dificultad, balanceando su enorme cuerpo en una y otra dirección, y su andar era tan lento que el trayecto se hizo largo. Al fondo del pasillo, entró en lo que parecía ser una biblioteca con una gran mesa de roble en el centro; invitó a Tomás a sentarse en una de las sillas que había junto a la mesa y él mismo ocupó otra silla en el lado opuesto.

– Ésta es nuestra sala de reuniones -explicó, con la voz ronca y tronante, con un acento gutural, arrastrando las «r» con su inglés con dejo hebreo: la expresión «meeting room» sonó como «meeting rrroom»-. ¿Quiere tomar algo?

– No, gracias.

– ¿Ni agua?

– Bien…, agua podría ser.

El rabino miró la entrada de la sala.

– Chaim -gritó-. Ma'im.

A los pocos minutos apareció junto a la puerta otro hombre con una jarra de agua y dos vasos en una pequeña bandeja. Aparentaba tener unos treinta y pocos años. Era delgado, tenía una larga barba oscura y un pelo castaño rizado, con un solideo tejido en la cabeza. Entró en la sala y depositó la jarra y los vasos sobre la mesa.

– Este es Chaim Nassi -dijo el rabino, presentando al hombre. -Se rio-. El Rey de los judíos.

Tomás y Chaim intercambiaron shaloms y un apretón de manos.

– ¿Usted es profesor en Lisboa? -preguntó Chaim en inglés. -Sí.

– Ah… -exclamó. Se notaba que tenía ganas de añadir algo más, pero se contuvo-. Muy bien.

– Chaim es de origen portugués -explicó el rabino-. ¿No, Chaim?

– Sí -dijo bajando la cabeza con modestia.

– ¿Ah, sí? -se admiró Tomás-. ¿Judío portugués?

– Sí -confirmó Chaim-. Mi familia es sefardita.

– ¿Sabe lo que es un sefardita? -preguntó el rabino.

– No.

– Es un judío de la península Ibérica.

– Ah, sefardí.

– Sí. Sefardíes o sefarditas, es lo mismo. -Se encogió de hombros-. Los sefardíes fueron expulsados de la península Ibérica alrededor de 5250.

– ¿De 5250? -preguntó Tomás sin entender.

– Sí, 5250, año más, año menos. -Hizo una pausa y sus ojos se desorbitaron en una expresión comprensiva, como si hubiese sido iluminado en aquel instante: había entendido ahora la extrañeza del portugués-. Año judaico, claro.

– Ah, vale. Es que, según el calendario cristiano, ellos salieron a finales del siglo XV.

– Tal vez, pero nosotros hacemos siempre las cuentas según nuestro calendario. -Bebió un trago de agua-. Si no me equivoco, los sefardíes expulsados sumaban, en total, casi doscientas cincuenta mil personas. Abandonaron la península Ibérica y se dispersaron por el norte de África, por el Imperio otomano, por Suramérica, por Italia y por Holanda.

– Mire -interrumpió Tomás-. Espinosa era un judío portugués y su familia huyó a Holanda.

– Sí -asintió el rabino-. Los sefardíes eran muy cultos, tal vez de los judíos con más conocimientos que vivían en aquel entonces. Fueron los primeros en irse a vivir a Estados Unidos y aún hoy se consideran el linaje más prestigioso del judaísmo.

El historiador portugués apoyó el codo izquierdo en la mesa sosteniéndose la cara.

– ¿Sabe? La expulsión de los judíos fue una gran estupidez, posiblemente de los mayores disparates alguna vez cometidos en Portugal -exclamó con expresión melancólica-. Y no sólo debido a la cuestión humana. Su salida está directamente relacionada con el declive del país.

Solomon Ben-Porat pareció interesarse.

– ¿Ah, sí? ¿En qué sentido?

Tomás lo miró con atención.

– Dígame una cosa: en su opinión, ¿qué hace que una persona o un país sean ricos?

– Pues… el dinero, supongo. Quien tiene dinero es rico.

– Parece lógico -asintió el portugués-. Pero hace unos años se publicó en Portugal el libro de un profesor de Harvard, titulado La riqueza y la pobreza de las naciones, que definía la riqueza de un modo diferente. Por ejemplo, ¿será Arabia Saudí un país rico? Basándonos en su definición, sí, porque tiene mucho dinero. Pero, cuando los saudíes necesitan construir un puente, ¿qué hacen? Llaman a unos ingenieros alemanes. Cuando quieren comprar un coche, ¿adónde se dirigen? A Detroit, en Estados Unidos. Cuando pretenden usar un móvil, van a comprarlo a Finlandia. Y así sucesivamente. -Hizo un gesto en dirección al rabino, interpelándolo-. Ahora, dígame: ¿qué ocurrirá el día en que se acabe el petróleo?

– ¿Cuando se acabe el petróleo?

– Sí. ¿Qué le ocurrirá a Arabia Saudí cuando se acabe el petróleo?

– No lo sé -contestó riéndose el rabino-. Volverán a ser pobres, supongo.

Tomás lo apuntó con el índice en un gesto rápido.

– Exactamente. Volverán a ser pobres. -Abrió las manos como si expusiese una evidencia-. Por tanto, lo que hace la riqueza de un país no es el dinero. Es el conocimiento. Gracias al conocimiento se genera dinero. Puedo no tener petróleo, pero, si sé construir puentes y fabricar automóviles y diseñar móviles, soy capaz de generar riqueza de una forma duradera. Es eso lo que vuelve ricos a una persona o a un país.

– Entiendo.

– Ahora bien, ¿qué ocurrió en Portugal en la época de los descubrimientos? El país se abrió al conocimiento. El infante don Henrique reunió a grandes cerebros de su tiempo, portugueses y extranjeros, que se dedicaron a inventar nuevos instrumentos de navegación, a crear un nuevo tipo de barcos, a desarrollar armas más sofisticadas, a avanzar en la cartografía. Fue, en fin, un periodo de gran riqueza intelectual. Muchos de esos portugueses y extranjeros eran cristianos, pero no todos.

– Algunos eran judíos…

– Precisamente. Había judíos entre los cerebros que concibieron los descubrimientos, y algunos fueron muy importantes. Trajeron nuevos conocimientos al país, abrieron puertas, establecieron contactos, encontraron financiaciones, señalaron nuevas perspectivas. Mientras que los castellanos perseguían a los judíos, los portugueses los protegían. Pero, a finales del siglo xv, las cosas comenzaron a cambiar. Los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de España en 1492 y muchos buscaron refugio en Portugal, siendo protegidos por el rey don Juan II. El problema es que su sucesor, el rey don Manuel I, comenzó, en cierto momento, a alimentar el sueño de convertirse en rey de toda la península Ibérica, y designar a Lisboa como capital, y encaró una campaña de seducción de los Reyes Católicos. Uno de los pasos fundamentales de ese plan era la boda de don Manuel con una hija de los Reyes Católicos, para facilitar una eventual unión dinástica, pero la propia novia, fanática católica, puso una condición para contraer matrimonio.

– Quería la expulsión de los judíos -adivinó el rabino.

– Eso es. No quería judíos en Portugal. En condiciones normales, don Manuel habría mandado a la novia y a los Reyes Católicos a paseo. Pero aquellas no eran condiciones normales. El rey portugués quería ser rey de toda la península Ibérica. Enfrentado a la condición impuesta por la novia, y presionado también por la Iglesia portuguesa, el necio de don Manuel cedió. Intentó, no obstante, un subterfugio. En vez de expulsar a los judíos, pensó en convertirlos a la fuerza. En una gigantesca operación desatada en 1497, el rey los bautizó contra su voluntad. Fueron cristianizados así setenta mil judíos portugueses, que comenzaron a llamarse cristianos nuevos. Pero la mayoría siguió profesando la religión judaica en secreto. En consecuencia, se efectuó en 1506 la primera matanza de judíos en Lisboa, un pogromo conducido por el populacho que acabó con dos mil muertos. Esas acciones eran comunes en España, donde la intolerancia se había generalizado desde hacía mucho tiempo, pero no en Portugal. El resultado fue catastrófico. Los judíos comenzaron a huir del país, llevándose consigo un precioso tesoro: sus conocimientos, su curiosidad, su espíritu inventivo. Ese primer paso se prolongó en la década de 1540 con la instalación de la Inquisición en Portugal, y el desastre se hizo completo cuarenta años después, cuando se concretó finalmente la unión dinástica con España soñada por don Manuel, pero bajo dominio español. España se valió de métodos oscurantistas aún más radicales. Portugal se cerró a las influencias extranjeras y al conocimiento. Se prohibieron los textos científicos, la educación pasó a ser controlada exclusivamente por la Iglesia, el país se hundió en la ignorancia del fanatismo. Con la prohibición del judaísmo, Portugal entró en un periodo de declive que sólo puntualmente consiguió compensar.

– Esa es una manera interesante de conocer la historia de un país -comentó el rabino con una sonrisa-: a través de las decisiones equivocadas.

– Pequeñas causas, grandes efectos -observó Tomás.

El rabino colocó la mano sobre el hombro de Chaim, en un gesto afectuoso, pero mantuvo la mirada en el portugués.

– Chaim, el Rey de los judíos, es descendiente de una de las familias sefarditas más importantes de Portugal. -Volvió el rostro hacia su protegido-. ¿No es así, Chaim?

Chaim balanceó afirmativamente la cabeza, en un gesto humilde.

– Sí, maestro.

– ¿Cómo se llamaban sus antepasados? -quiso saber Tomás.

– ¿Quiere el nombre en portugués o en hebreo?

– Pues… los dos, creo yo.

– Mi familia adoptó el nombre Mendes, pero se llamaba, en realidad, Nassi. Años después de haber comenzado las persecuciones en Lisboa, mis antepasados huyeron a Holanda y después a Turquía. La matriarca de la familia era Gracia Nassi, que recurrió a su influencia sobre el sultán turco y a sus múltiples contactos comerciales para ayudar a los cristianos nuevos a huir de Portugal. Llegó hasta el punto de organizar un boicot comercial a los países que perseguían a los judíos.

– La señora Gracia Nassi se hizo famosa entre nuestro pueblo -añadió el rabino-. El poeta Samuel Usque le dedicó un libro en portugués, Consolagam as tribulaqoes de Ysrael, y la consagró como «el corazón de los judíos».

– El sobrino de Gracia, José Nassi, también huyó de Lisboa a Estambul -dijo Chaim retomando su relato-. José llegó a ser un famoso banquero y estadista, que trabó amistad con monarcas europeos y fue consejero del sultán, quien lo nombró duque. José y Gracia fueron los judíos que asumieron el control de Tiberíades, en Israel, incentivando a los demás judíos para que viniesen a establecerse aquí.

Tomás sonrió.

– ¿Usted está insinuando que fueron dos judíos portugueses, sus antepasados, quienes iniciaron el conflicto de Oriente Medio?

Los dos israelíes también esbozaron una sonrisa.

– Es una manera de ver las cosas -consideró Chaim, acariciándose la barba rizada-. Prefiero pensar que fueron instrumentos de Dios para devolvernos la Tierra Prometida.

– Pero usted no sabe lo mejor -señaló el rabino-: que losé Nassi se volvió tan rico, tan rico que aún hoy es conocido como el Rey de los judíos. -Alzó un dedo-. Era rey también porque la palabra nassi significa rey en hebreo. -Acarició el cabello de Chaim-. Por ello, por ser descendiente de la familia de José y por tener el nombre Nassi, yo llamo a Chaim el Rey de los judíos.

– Ejemplo de una gran pérdida para mi país -observó Tomás-. Imagínense qué haríamos si la familia de Chaim se hubiese quedado en Portugal.

Solomon miró el gran reloj de pared de la biblioteca.

– Esa y muchas otras familias -comentó melancólicamente y respiró hondo-. Pero nosotros estamos aquí hablando, hablando, y aún no hemos tocado el tema de nuestra reunión, ¿no?

Había dado pie para que Tomás cogiese su vieja cartera y sacase un fajo de fotocopias.

– Muy bien -exclamó-. Como le dije por teléfono, necesito su ayuda para analizar estos documentos. -Puso el fajo sobre la mesa y lo empujó hacia el rabino; destacó una hoja en especial-: El más intrigante es éste.

Solomon se ajustó unas gafas pequeñas y se inclinó sobre la fotocopia para analizar las letras y señales que allí estaban reproducidas.


– ¿Qué es esto? -preguntó el rabino, sin apartar la vista de la hoja.

– La firma de Cristóbal Colón.

El viejo judío acarició su abundante barba blanca, pensativo; se quitó las gafas y miró a Tomás.

– Esta firma da para decir muchas cosas -comentó.

El portugués meneó afirmativamente la cabeza.

– Me parecía -dijo-. ¿Cree que tiene que ver con la cábala?

Solomon volvió a ponerse las gafas y estudió de nuevo la hoja.

– Es posible, es posible -asintió al cabo de unos minutos. Dejó la fotocopia en la mesa, se acarició sus finos labios con los dedos, observando en silencio las posibilidades contenidas en aquella estructura de letras y señales y suspiró-. Necesito que me dé algunas horas para consultar unos libros, hablar con unos amigos y estudiar mejor esta firma. -Miró el reloj de pared-. Son las once de la mañana…, pues…, a ver… Vaya a dar un paseo y vuelva a eso de…, pues…, a eso de las cinco de la tarde… ¿Puede ser?

– Claro que sí.

Tomás se levantó y el rabino le hizo una seña a Chaim.

– Chaim va con usted. Es un buen guía y lo llevará a pasear por la ciudad vieja. -Hizo un gesto vago de despedida con la mano-. Lehitra'ot.

Y, olvidándose de inmediato de los dos hombres que se iban de la sala, como si no fuesen más que fantasmas que se volatilizaran en el aire, el viejo cabalista se sumergió en los signos de la hoja y se internó en los misterios de la firma de Cristóbal Colón.


El aire seguía fresco y seco en la calle, a pesar del fuerte sol que bañaba el caserío y las plazoletas del barrio judío. Al salir del edificio, Tomás cerró la cremallera de su abrigo y siguió a Chaim.

– ¿Qué le gustaría visitar? -preguntó el israelí.

– Lo habitual en estas ocasiones, creo. El Santo Sepulcro y el Muro de las Lamentaciones.

– ¿A cuál quiere ir primero?

– ¿Cuál está más cerca?

– El Muro Occidental -dijo Chaim señalando hacia la derecha-. Está a unos cinco minutos de aquí.

Decidieron comenzar por el muro sagrado del judaísmo. Giraron hacia el sur, cogieron la Yeshivat Etz Chaim hasta la plaza Hurva. Este era el primer espacio amplio que Tomás encontraba en la ciudad vieja; se veían cafés, terrazas, tiendas de souvenirs y algunos árboles, en una plaza dominada por las cuatro sinagogas sefardíes, construidas por los judíos españoles y portugueses en el siglo xvi, por las ruinas de la sinagoga Hurva y por el esbelto minarete de la desaparecida mezquita Sidna Ornar. Los dos giraron hacia el este, entrando por los pasajes arqueados de la agitada Tiferet Yisrael, y zigzaguearon por entre un laberinto de callejuelas repletas de tiendas de souvenirs.

– ¿Cree que el rabino podrá descifrar la firma? -preguntó Tomás, caminando al lado de Chaim, mientras sus ojos recorrían la calle.

– ¿Quién? ¿El maestro Solomon?

– Sí. ¿Cree que descubrirá el verdadero sentido cabalístico de aquel documento?

– El maestro Solomon Ben-Porat es uno de los mejores cabalistas del mundo. Viene a consultarlo gente de todas partes para desvelar los secretos de la Tora. ¿Sabe? El no es ningún Chelmer chochem.

– ¿Ningún qué?

– Chelmer chochem.

– ¿Qué es eso?

– ¿Chelmer chochem? Significa hombre sabio de Chelm.

Tomás miró a su compañero con expresión interrogativa.

– ¿El rabino Solomon no es un hombre sabio?

– Lo es, sí -dijo Chaim y se rio-. Pero no es un sabio de Chelm.

El portugués no entendió la gracia.

– ¿No es un sabio de Chelm? ¿Qué quiere decir con eso?

– Disculpe, es un chiste nuestro -explicó el judío, divertido-. Chelm es una ciudad de Polonia cuyos habitantes son objeto de burla entre los judíos. ¿No cuentan los ingleses anécdotas sobre los irlandeses y se divierten los franceses a costa de los belgas? Pues nosotros contamos anécdotas sobre los sabios de Chelm. Decimos que una persona es un sabio de Chelm cuando tiene ideas necias.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo, por ejemplo?

– Mire, un rabino de Chelm prometió cierta vez que acabaría con la pobreza en la ciudad. De entonces en adelante, prometió, los pobres se llenarían de carne y los ricos tendrían que conformarse con pan. Los fieles preguntaron cómo, admirados ante el proyecto. ¿Cómo haría el maestro ese milagro? El rabino respondió: «Muy sencillo. A partir de ahora llamaremos carne al pan y pan a la carne».

Ambos soltaron una carcajada.

– Eso es pasarse de listo -comentó Tomás-. ¿Hay más ejemplos?

– Oh, las historias de Chelm son infinitas -observó Chaim-. Una vez los sabios judíos se reunieron para discutir cuál era el astro más importante: el Sol o la Luna. El rabino de Chelm no tuvo dudas: «La Luna», dijo. «¿Ah, sí?», se admiraron los demás rabinos. «¿Y por qué?» El rabino de Chelm fue concluyente: «¿Quién necesita del Sol a la luz del día? Nos hace falta la luz de la Luna, por la noche, cuando está todo oscuro».

Nuevas carcajadas.

– ¿Ustedes cuentan muchas anécdotas?

– Muchas, muchas.

– ¿Sobre los sabios de Chelm?

– Pues… sí, aunque, mirándolo bien, contamos anécdotas sobre nosotros mismos. Nos encanta hacer bromas sobre los judíos, sobre sus peculiaridades, su mentalidad. -Alzó la mano, como quien hace una advertencia-. Pero, atención, nos molesta cuando lo hacen otros.

– Ocurre lo mismo con los portugueses -intervino riéndose Tomás-. Que un portugués hable mal de un portugués está bien. Que lo haga un extranjero, no.

– Ah, no le quepa la menor duda de que han heredado eso de nosotros -comentó Chaim-. Nos gusta reírnos sobre todo de una cosa: del chutzpah de los judíos.

– ¿Qué es eso?

– ¿El chutzpah? Sí…, pues…, no lo sé, es una especie de descaro, una insolencia de la que sólo los judíos son capaces. Por ejemplo, un judío fue a juicio por haber asesinado a sus padres. Como era judío y, en consecuencia, tenía mucho chutzpah, decidió suplicar clemencia al juez alegando que era huérfano de padre y de madre.

Más carcajadas.

Pasaron por la sinagoga Yeshivah y llegaron a una amplia plaza. Al fondo se alzaba una alta muralla, con enormes bloques de piedra caliza, y se veían filas de judíos abajo, con kipah en la cabeza, balanceando el tronco hacia delante y hacia atrás, junto a la gigantesca pared de aspecto rudo y viejo. La zona de las oraciones estaba protegida por una cerca ornamental que, formada por bloques de piedra con una menorah de hierro forjado en la parte superior y con todas las estructuras metálicas ligadas unas a otras por una cadena negra, separaba el espacio de oración del resto de la plaza.

– El Koyel Hamaaravi -anunció Chaim-. El Muro Occidental.

Tomás se quedó un instante contemplando la escena que tantas veces había visto en la televisión o en fotografías de revistas.

– ¿Por qué razón éste es el lugar más santo del judaísmo? -preguntó el portugués.

Chaim señaló una cúpula áurea, que resplandecía en el monte por detrás de la muralla.

– Todo comenzó allí, debajo de aquella cúpula dorada. La cúpula protege la piedra sobre la cual el patriarca Abraham, obedeciendo una orden de Dios, se preparaba para matar a su hijo Isaac. En el último instante, sin embargo, un ángel le trabó el brazo. Esa roca se llama «even hashetiah» y es la piedra fundamental del mundo, la piedra primordial, en ella se apoyó el Arca de la Alianza. Toda esta elevación, donde se encuentra la piedra de Abraham, es el monte Moriah, el monte del Templo, dado que fue aquí donde el rey Salomón hizo construir el primer templo. Pero, cuando Salomón murió, varios conflictos llevaron a la división de la nación judaica, la cual, después de ser derrotada por los asirios, fue dominada por los babilonios, que destruyeron el templo en cuestión. Los babilonios acabaron derrotados por los persas y a los judíos se les autorizó a regresar a sus tierras. Entonces se construyó el segundo templo. El paso de Alejandro Magno dejó las semillas de un periodo de dominación griega en Oriente Medio, más tarde sustituida por la dominación romana. Si bien no abandonaron el control de la situación, los romanos permitieron que los judíos fuesen gobernados por reyes judíos. Fue así como, poco antes del nacimiento de Cristo, el rey Herodes ensanchó el templo y construyó una gran muralla exterior, de la que sólo se conserva una parte, el llamado Muro Occidental. Pero en el año 66 de la era cristiana, los judíos se sublevaron contra la presencia romana e iniciaron las llamadas guerras judaicas. En respuesta a ello, los romanos conquistaron Jerusalén y en el año 68 arrasaron el templo, un acontecimiento que llegó a revelarse como profundamente traumático para nuestra nación. -Hizo un gesto en dirección a la gran muralla-. Por ello el Muro Occidental es también conocido como Muro de las Lamentaciones. Los judíos vienen aquí a lamentase por la destrucción del templo.

Entraron en la gran plaza y caminaron hacia el muro. Tomás observó su superficie ruda, de donde surgían, aquí y allá, matas verdes de beleño y, en la cima, entre las grietas de las rocas, vestigios de boca de dragón. Las piedras de abajo eran enormes, sin duda pertenecientes a la muralla original, mientras que las de arriba, mucho más pequeñas, mostraban añadidos posteriores. En los espacios entre las piedras vislumbró incluso dos nidos, posiblemente de las golondrinas o gorriones que sobrevolaban la plaza, llenándola con un delicioso duelo de celestiales píos y gorjeos.

– Pero ¿por qué razón es tan importante este templo para ustedes? -preguntó el visitante, deteniéndose en medio de la plaza para apreciar la muralla.

– El templo es sagrado.

– Pero ¿por qué?

– El templo era el centro del universo espiritual, el lugar por donde entraba la bondad en el mundo. En este sitio había respeto por Dios y por su Tora. Fue aquí donde Abraham casi sacrificó a Isaac y donde Jacob soñó con una escalera capaz de alcanzar el Cielo. Cuando los romanos arrasaron el templo, los ángeles bajaron a la Tierra, cubrieron esta parte de la muralla con las alas y la protegieron, diciendo que nunca sería destruida. Por esta razón los profetas afirman que la presencia divina jamás abandonará los últimos vestigios del templo, el Muro Occidental. Jamás. Según ellos, el muro nunca será destruido, porque es eternamente sagrado. -Señaló las enormes piedras en la parte baja de la muralla-. ¿Ve esas piedras? La mayor de ellas pesa cuatrocientas toneladas. Cuatrocientas. Es la mayor piedra que haya cargado alguna vez un hombre. No existen piedras de este tamaño en los monumentos antiguos de Grecia ni en las pirámides de Egipto, ni siquiera en los modernos edificios de Nueva York o Chicago. No hay ninguna grúa moderna que tenga fuerza para levantar esa piedra, fíjese. -Respiró hondo-. El Talmud enseña que, cuando el templo fue destruido, Dios cerró todas las puertas del Cielo. Todas, menos una. La puerta de las Lágrimas. El Muro Occidental es el sitio donde los judíos vienen a llorar, aquí está la puerta de las Lágrimas, el sitio de las lamentaciones. Todas las oraciones rezadas por judíos de todo el mundo convergen en el Muro Occidental y es en este punto, a través de la puerta de las Lágrimas, donde ascienden al Cielo y llegan a Dios. El Cantar de Cantares evoca Su presencia, entonando: «helo ahí, detrás de nuestro muro».

– Pero si este templo es tan importante, ¿por qué razón no lo reconstruyen?

– La reconstrucción comenzará cuando venga el Mesías. El tercer templo será edificado exactamente en el lugar donde se alzaron el primero y el segundo. El midrash dice que este tercer templo ya fue erigido en el Cielo y está sólo aguardando sus preparativos en la Tierra. Todo indica que ese tiempo se avecina. Una señal muy fuerte es el regreso del pueblo judío a la Tierra Prometida. El Mesías construirá el templo en el monte Moriah, el monte del Templo.

– ¿Y cómo saben ustedes que el Mesías es realmente el Mesías y no un impostor?

– Justamente por la reconstrucción del templo. Una señal de que se trata del verdadero Mesías es su responsabilidad en su reconstrucción.

– Pero allí está la mezquita de Al Aqsa y la Cúpula de la Piedra -dijo señalando las bóvedas islámicas detrás del muro-. Para construir el tercer templo, ustedes tendrán que derribar las mezquitas, que son las terceras más sagradas del islam, y todo lo que hay allí. El Haram El-Sharif es un recinto venerado por los musulmanes. ¿Cómo cree que van a reaccionar?

– El problema será resuelto por Dios y por su emisario, el Mesías.

El portugués hizo un gesto de escepticismo.

– Pagaré para verlo -comentó e hizo un movimiento para mirar el monte Moriah-. Chaim, explíqueme cómo es posible que, habiendo tantos montes, los judíos y los musulmanes hayan elegido precisamente el mismo monte para el lugar sagrado.

– La respuesta a esa pregunta está en la historia, claro. Los romanos expulsaron a los judíos de Jerusalén y emprendieron también grandes persecuciones contra los cristianos. Hasta que, en el siglo iv después de Cristo, el emperador romano Constantino se convirtió al cristianismo. La madre de Constantino, Helena, vino a Jerusalén y mandó construir las primeras iglesias cristianas en los lugares relacionados con la vida de Cristo. Jerusalén recuperó su importancia. En el año 614, el ejército persa invadió esta región y, con el apoyo de los judíos, diezmó a los cristianos. Los romanos, que ahora eran bizantinos, reconquistaron Palestina en 628, el mismo año en que un ejército encabezado por el profeta Mahoma tomó La Meca e hizo surgir en el mundo una nueva fuerza religiosa, el islam. Diez años después, ya muerto Mahoma, su sucesor, el califa Ornar, derrotó a los bizantinos y conquistó Palestina. Como el islam reconoce a Abraham y el Antiguo Testamento, sus seguidores consideraron también que Jerusalén era un lugar sagrado. Para colmo, los musulmanes creían que Mahoma, años antes, había subido al Cielo desde la even hashetiah, la piedra donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo y sobre la cual los judíos habían construido sus dos templos. Se retiraron los escombros dejados por los romanos en el monte Moriah y los musulmanes construyeron aquí sus dos santuarios, la Cúpula de Piedra, en 691, y la mezquita de Al Aqsa, en 705, integrados en el recinto sagrado de Haram El-Sharif. -Hizo un movimiento con el brazo, abarcando toda la elevación por detrás del Muro de las Lamentaciones, incluida la cúpula dorada que brillaba al sol, a la izquierda, como si fuese la corona real de la ciudad vieja-. A cristianos y judíos se les prohibió entrar en este recinto construido en el monte Moriah, pero siguieron viviendo en Jerusalén. Hubo un periodo de convivencia relativamente tolerante, hasta que, en el siglo xi, los musulmanes cambiaron de política y prohibieron el acceso de los cristianos y de los judíos a Jerusalén. Fue el comienzo de los problemas. La Europa cristiana reaccionó mal y organizó las Cruzadas. Los cristianos reconquistaron Jerusalén y llegaron incluso a formar una orden religiosa con el nombre del Templo.

– La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo del Rey Salomón.

– Exacto. Los caballeros de la Orden del Temple, también conocidos como templarios. Se instalaron en el Haram El-Sharif y se pusieron a hacer excavaciones. Se sabe que encontraron reliquias importantes, pero se desconoce cuáles. Hay quien habla del descubrimiento del Arca de la Alianza y del cáliz sagrado que usó Cristo para beber vino en la Ultima Cena y en el que se recogió su sangre mientras agonizaba en la cruz.

– El Santo Grial.

– Sí. Y hay quien dice que los templarios también encontraron aquí el Santo Sudario, supuestamente la manta usada para cubrir el cuerpo de Cristo después de la crucifixión. Son misterios que siguen sin ser desvelados y que contribuyeron a transformar el monte Moriah en un lugar mítico también para los cristianos.

Los dos hombres se acercaron al lugar de las oraciones. Se quedaron observando a los fieles que se lavaban las manos en una jofaina, concentrados en las abluciones para eliminar impurezas antes de irse a rezar junto al muro, y la mechitzah, que separaba la zona masculina, a la izquierda, de la femenina. Frente a la muralla, hombres de un lado y mujeres del otro balanceaban la cabeza y el tronco en una plegaria ritmada, hacia atrás y hacia delante, a veces sujetando un pequeño libro en las manos.

Dieron después media vuelta, se internaron por el rincón norte de la plaza, cogiendo la calle Hashalshelet en la esquina de la biblioteca Khalidi, donde fue sepultado el brutal emir tártaro Barka Khan, y siguieron hasta la calle David. Ya eran más de la dos de la tarde y sintieron hambre. Chaim llevó a su invitado a un restaurante del tranquilo barrio judío. Comieron una entrada de humus, hecha con carne picada sobre puré de garbanzos y aceite, ajo y limón, y tabuleh, una mezcla de trigo sazonada con menta, perejil, cebolla, tomate y pepino, aceite y limón; de plato principal pidieron dos kebabs en pita, aliñados con salsa picante harif, que el israelí regó con un vino tinto local, un Kibbutz Tsora vagamente pesado, mientras que Tomás prefirió probar la cerveza judía más consumida por aquella zona, la Maccabee. Chaim le explicó que, al contrario de los musulmanes, se alentaba a los judíos a beber vino; en la fiesta de Purim, por ejemplo, se recomendaba que los judíos bebiesen alcohol hasta embriagarse, estado que se consideraba cumplido cuando ya no lograban entender quién era el héroe y quién el bandido de la historia de Esther. De postre, el portugués probó una baklawa, unos pasteles finos rellenos con nueces y pistachos pasados por miel, mientras que Chaim prefirió una halvah, un dulce hecho con semillas de sésamo. La comida concluyó con un katzar, un café fuerte servido en recipientes de cobre.

Hicieron la digestión recorriendo tranquilamente la calle David, que separa el barrio armenio del barrio cristiano, admirando su aspecto de bazar alegre, atiborrado de tiendas de ropa, alfombras, bagatelas y estatuillas religiosas esculpidas en madera de olivo, todo lo imaginable para atraer el interés de los turistas y la devoción de los peregrinos. Poco antes de la ajetreada puerta de Jaffa y de la ciudadela giraron a la derecha en la calle Muristan, poblada de peleterías, y entraron por fin en el barrio cristiano; pasaron ante la estructura neorromántica de la iglesia del Redentor y desembocaron en el Souk El-Dabbagha, donde giraron a la izquierda hasta dar con la construcción oscura y siniestra de la iglesia del Santo Sepulcro. Un árabe se ofreció para servir de guía, pero Tomás, presintiendo que el tipo buscaba dinero, se negó.

Cruzaron los escalones de la entrada y pasaron por debajo de las puertas arqueadas, sostenidas por pilares de mármol; giraron a la derecha y ascendieron hasta el Calvario, la gran piedra sobre la cual los romanos crucificaron a Cristo. La estructura de las dos capillas ocultaba la piedra del Calvario. La capilla latina, a la derecha, marcaba la décima y la undécima estación, el lugar donde los verdugos clavaron a Jesús a la cruz; un arco al lado registraba el Stabat Mater, donde María lloró a los pies de la cruz; la capilla ortodoxa, al otro lado, señalaba el sitio donde fue alzada la cruz; dos cajas de cristal, instaladas junto al altar ortodoxo, dejaban ver la superficie irregular del Calvario surgiendo del suelo.

– ¡Impresionante! -comentó Tomás en voz baja, inclinándose para observar mejor la piedra donde se llevó a cabo la crucifixión-. Este es el lugar exacto donde murió Jesús.

– No es necesariamente el lugar exacto -repuso Chaim, nada impresionado con aquel lugar de culto de los cristianos.

– ¿No?

– ¿Se acuerda de que hablamos de Constantino, el emperador del Imperio romano de Oriente que se convirtió al cristianismo?

– Sí.

– Constantino convocó en el año 325 un concilio ecuménico para discutir la naturaleza de la Santísima Trinidad. Estaba presente en ese concilio el patriarca de Jerusalén, el obispo Macario, que convenció a la madre de Constantino, Helena, para que viniese a Tierra Santa a identificar los descuidados lugares por donde Cristo pasó. Helena vino y localizó, por aproximación, la gruta donde nació Jesús, en Belén, y la gruta del monte de los Olivos, en la cual profetizó la destrucción de Jerusalén. La madre de Constantino llegó a la conclusión de que el Gólgota, la gran roca donde Cristo fue crucificado, se encontraba por debajo de los templos paganos construidos por Adriano, emperador de Roma, doscientos años antes, en el noroeste de la ciudad vieja.

– ¿Gólgota?

– Es el nombre hebreo de la piedra, significa «El lugar de la calavera». En latín es Calvario -vaciló-. ¿Por dónde iba?

– Por el momento en que Helena descubrió que el Calvario se encontraba debajo de los templos romanos.

– Bien. Hizo demoler esos templos, destruyó parte de la piedra que se encontraba por debajo y edificó una basílica en este lugar. Helena determinó, de manera arbitraria, cuáles eran los lugares exactos donde Jesús se preparó para la ejecución, donde fue clavado a la cruz y donde ésta fue alzada, es decir, la décima, la undécima y la duodécima estación. Pero lo que hizo fue mera conjetura y la verdad es que no hay certidumbre absoluta de que esta piedra, que se sitúa por debajo de la basílica, sea realmente el Gólgota, aunque todo indique que sí. Se sabe por los Evangelios que Cristo fue crucificado en una piedra situada fuera de las antiguas murallas de la ciudad, al pie de un pequeño monte con grutas usadas como catacumbas, y todo lo que se puede decir es que las investigaciones arqueológicas revelan que este lugar corresponde exactamente a esa descripción.

Aún tuvieron tiempo de ponerse en la fila para entrar en el Santo Sepulcro, la parte de la catacumba donde se depositó supuestamente el cuerpo de Cristo después de su muerte y que ahora estaba protegido dentro de un santuario erigido en pleno centro de la Rotunda, el majestuoso salón circular construido en estilo romano justo por debajo de la gran cúpula blanca y dorada de la basílica, con sus pasajes arqueados, en el patio y en la primera planta, rodeando la pequeña estructura fúnebre. Chaim, como buen judío, no quiso entrar, prefirió quedarse admirando el Catholikon, la cúpula vecina que cubría la nave central de la iglesia de los Cruzados y que la Iglesia ortodoxa consideraba el centro del mundo; cuando llegó su vez en la fila, Tomás bajó la cabeza, traspuso el pequeño pasaje y observó la cámara calurosa y húmeda del Santo Sepulcro; miró con inesperado respeto la losa de mármol que cubría el sitio donde se supone que estuvo extendido el cuerpo de Jesús y contempló los bajorrelieves que decoraban la claustrofóbica cripta mortuoria y reproducían una escena de la Resurrección. Sólo se quedó allí unos segundos, tan grande era la presión para que, saliendo, dejase entrar a los que se encontraban atrás, esperando en la fila; a la salida, el israelí lo esperaba con la muñeca extendida, mostrando el reloj, y le indicó la hora.

– Son las cuatro y media de la tarde -dijo-. Tenemos que volver.


El cuerpo voluminoso de Solomon Ben-Porat se encontraba de espaldas a la puerta, con el solideo muy visible en su cabeza calva, conversando con un hombre delgado y huesudo, de ojos pequeños, luenga barba negra y puntiaguda, vestido con un bekeshe, un sombrío traje jasídico. El rabino sintió la presencia de los dos recién llegados y se volvió en la silla, con una sonrisa de satisfacción que dejaba entrever su abundante barba gris.

– ¡Ah! -exclamó-. Ma shlomcha?

– Tov -respondió Chaim.

– Entren, entren -los invitó Solomon en inglés y haciendo bailotear los dedos de su mano izquierda-. Profesor Noronha -dijo en voz muy alta acentuando mucho las erres, como siempre: «Prrrofesorrr Noronha», y se volvió hacia el hombre sentado a su derecha-. Permítame que le presente a un amigo, el rabino Abraham Hurewitz.

El hombre delgado se levantó y saludó a Tomás y a Chaim.

– Yom tov -dijo dando las buenas tardes.

– El rabino Hurewitz ha venido a echarme una mano -explicó Solomon, mientras se acariciaba distraídamente su barba blanca-. ¿Sabe? He estado estudiando los documentos que me dio y he hecho algunas llamadas a unos amigos. He descubierto que el rabino Hurewitz había estudiado hace tiempo los textos de Cristóbal Colón, en especial el Libro de las profecías y su diario, y, después de ponerme en contacto con él, se mostró dispuesto a hacerle las aclaraciones necesarias.

– Ah, muy bien -afirmó Tomás con un gesto de aprecio, sin quitar los ojos de Hurewitz.

– Pero primero me parece muy importante hacer una pequeña introducción. -Solomon Ben-Porat observó a Tomás con curiosidad-. Profesor Noronha, disculpe la pregunta, pero ¿qué sabe usted de la cábala?

– Pues… muy poco, me parece -balbució, mientras pre paraba su vieja libreta de notas para registrar todo lo que le dirían a continuación-. Tengo unas nociones generales, pero nada muy sólido, ésta es la primera vez que me enfrento con la cábala en una investigación.

– Right -asintió Solomon, pronunciando «rrright» con su habitual parsimonia gutural-. Sepa, profesor Noronha, que la cábala encierra la codificación simbólica de los misterios del universo con Dios en el centro. La expresión «cábala» deriva del verbo lecabel, que significa «recibir». Estamos entonces ante un sistema de transmisión y de recepción, un método de interpretación, un instrumento para descifrar el mundo, la clave que permite acceder a los designios de Aquel que no tiene nombre. -Solomon hablaba con gran elocuencia, con su voz lenta y profunda, como si fuese Moisés y estuviera anunciando los Diez Mandamientos-. Hay quien dice que la cábala se remonta al primer hombre, Adán. Otros ven su origen en el patriarca Abraham, aunque hay muchos que apuntan a Moisés, el presunto autor del Torat Mosheh, el Pentateuco, como el primer cabalista. Pero, por lo que sabemos, este conocimiento místico sólo comenzó a sistematizarse más tarde. -Bajó el tono de voz y adoptó una actitud cercana a la confidencia, como si no quisiera que Dios escuchase la frase siguiente-: Para facilitar su comprensión, profesor, haré todas las referencias cronológicas según la era cristiana. -Se enderezó-. Los primeros vestigios sistematizados de la cábala surgieron en el siglo I a.C. Este sistema conoció, a través del tiempo, un total de siete fases. La primera fue la más larga y se prolongó hasta el siglo x. Esa etapa inicial fue dominada por la meditación como medio para alcanzar el éxtasis espiritual que permite acceder a los misterios de Dios, y las obras cabalísticas de este periodo describen los planos superiores de la existencia. La segunda fase transcurrió entre 1150 y 1250 en Alemania, con la práctica del ascetismo absoluto, por el que el sabio renunciaba a las cosas mundanas y practicaba un altruismo extremo. La etapa siguiente se prolongó hasta principios del siglo xiv y marcó el nacimiento de la cábala profética, sobre todo gracias al trabajo de Abraham Abulafila. Fue entonces cuando se desarrollaron los métodos de lectura e interpretación de la naturaleza mística de los textos sagrados, con la introducción de la combinación de las letras hebreas y de los nombres de Dios. La cuarta fase transcurrió durante todo el siglo XVI y estuvo en el origen de la más importante obra mística del movimiento cabalístico, el Seferr HaZohar o Libro del esplendor. Este texto riquísimo apareció en la península Ibérica a finales del siglo XII y se atribuye la autoría a Moisés de León.

– ¿De qué habla?

– ¿El Sefer HaZohar? Es una vasta obra sobre la Creación y la comprensión oculta de los misterios del universo y de Dios. -Se aclaró la garganta, preparándose para retomar su discurso-. La quinta fase también comenzó en la península Ibérica, con la prohibición del judaísmo en España en 1492 y en Portugal en 1496. Su mayor intérprete fue Isaac Luria, el cual, en un esfuerzo para encontrar una explicación mística de las persecuciones, elaboró la teoría del exilio, aproximando la cábala al mesianismo, con la esperanza de la redención colectiva. Por ello la sexta fase, entre los siglos XVII y XVIII, estuvo marcada por el seudomesianismo, que promovió muchos errores y abrió camino a la séptima y última etapa, la del jasidismo, proveniente de la Europa oriental y surgida como una reacción contra el mesianismo. El movimiento jasídico, encabezado por Israel Baal Shem-Tov, permitió popularizar la cábala, volviéndola menos hermética y elitista y dejando que sus conceptos se hiciesen más accesibles a la comprensión común.

– ¿Y lo del recuento de las letras y el Árbol de la Vida? -preguntó Tomás, mientras escribía afanosamente en su libreta-. ¿Dónde encaja eso?

– Profesor Noronha, está hablando de dos cosas diferentes -repuso Solomon- Lo que usted llama recuento de letras es, supongo, la gematría. Esta técnica consiste en la obtención del valor numérico de las palabras después de establecer la correspondencia entre las letras del alfabeto hebreo y los guarismos. En la gematría, las nueve primeras letras se asocian a las nueve unidades, las nueve letras siguientes están ligadas a las nueve decenas y las cuatro restantes representan las cuatro primeras centenas. -Abrió las manos y las hizo girar, como si con ese movimiento lograse abarcar toda la Creación-. Dios creó el universo con números y cada número contiene un misterio y una revelación. Todo lo que existe en el universo está encadenado por un sistema de causas y efectos y forma una unidad que se multiplica hasta el infinito. Los matemáticos, hoy en día, usan la teoría del caos para comprender ese complejo funcionamiento de las cosas, mientras que los físicos optan por el principio de incertidumbre para justificar el extraño comportamiento de las macropartículas en el estado cuántico. Nosotros, los cabalistas, preferimos la gematría. Hace miles de años años, entre los siglos II y VI de la era cristiana, apareció una pequeña obra enigmática y metafísica titulada Sefer Yetzirah o Libro de la Creación, donde se describe cómo Dios hizo el mundo usando números y palabras. Tal como los matemáticos y los físicos actuales, el Sefer Yetzirah sostenía que era posible penetrar en el divino poder creador a través de la comprensión de los números. Eso es, en el fondo, la gematría. Este sistema atribuye poder creador a la palabra y a los números y parte del principio de que el hebreo fue el idioma usado por Dios en el acto de la Creación. Los números y el hebreo tienen naturaleza divina. A través de la gematría, es posible transformar las letras en números y hacer descubrimientos muy interesantes. -Insistió hablando de verrry interrresting discoverrñes, lo que le otorgó un aire misterioso a la frase-. Por ejemplo, la palabra hebrea shanah, año, suma 355, que es justamente el número de días del año lunar. Y la palabra heraryon, embarazo, suma 271, o sea el equivalente, en días, a nueve meses, el periodo que dura el embarazo.

– Como si fuese un anagrama.

– Precisamente, un anagrama divino entre números y palabras. Veamos otros ejemplos. En la gematría, av, padre, suma 3, y em, madre, suma 41. Ahora bien, 3 más 41 da 44, que es justamente el número de ieled, hijo. La suma del padre y de la madre da el hijo. Uno de los nombres de Dios, Elohim, vale 86, y la palabra naturaleza, hateva, también vale 86. Lo cual implica que Dios equivale a la naturaleza.

– Curioso.

– Pero más curioso, profesor Noronha, es lo que resulta de la aplicación de la gematría a las Sagradas Escrituras. Uno de los nombres de Dios, Yhvh elohei Israel, suma 613. Pues Moslu'h rabeinu, nuestro maestro Moisés, también suma 613. Este es, además, el número de preceptos de la Tora. Esto significa que Dios transmitió a Moisés las 613 leyes de la Tora. -Esbozó un gesto circular con las manos-. Las Sagradas Escrituras tienen una complejidad holográfica, se multiplican dentro de su texto varios sentidos. Otro ejemplo. El Génesis dice que Abraham llevó 318 siervos a una batalla. Pero los cabalistas, al estudiar el valor numérico del nombre de su siervo Eliezer, descubrieron que era 318. En consecuencia, se supone que Abraham, en realidad, sólo se llevó consigo a su único siervo.

– ¿Está diciendo que la Biblia contiene mensajes subliminales?

– Si quiere llamarlos así -dijo afable Solomon-. ¿Sabe cuál es la primera palabra de las Sagradas Escrituras?

– No.

– Bereshith. Quiere decir «En el principio». Si dividimos bereshith en dos palabras, queda bere, o sea «creó», y shith, que significa «seis». La Creación duró seis días y El descansó el séptimo. Todo el mensaje de la Creación está contenido, pues, en una sola palabra, justamente la primera de las Sagradas Escrituras. Bereshith. «En el principio.» Bere y shith. «Creó y seis.» El seis corresponde al hexagrama, al doble triángulo del sello de~Salomón, la que ahora llamamos estrella de David y que vemos en la bandera. -Señaló el paño blanco con trazos azules de la bandera de Israel, colocada en un rincón del escritorio-, Pero también se encuentran anagramas en las Sagradas Escrituras. Por ejemplo, Dios reveló en el Exodo: «te enviaré mi ángel». La expresión «mi ángel» se dice, en hebreo, melaji, un anagrama de Mijael, el ángel protector de los judíos. Es decir, Dios envió al ángel Mijael.

– ¿Y ese sistema de interpretación también se aplica al Árbol de la Vida?

– El Árbol de la Vida es otra cosa -corrigió el cabalista-. Durante mucho tiempo, dos cuestiones dominaron la relación del hombre con Dios. Si Dios hizo el mundo, ¿qué es el mundo sino Dios? Y la segunda cuestión, derivada de la primera, es saber por qué el mundo es tan imperfecto si el mundo es Dios. Para dar, en parte, respuesta a esas dos preguntas, apareció el Sefer Yetzirah, que mencioné hace un momento como el texto místico que describe de qué manera creó Dios el universo usando números y palabras. Esta obra se atribuyó originalmente a Abraham, aunque probablemente la haya escrito el rabino Akiva. El Sefer Yetzirah revela la naturaleza divina de los números y los relaciona con los treinta y dos caminos de la sabiduría recorridos por Dios para crear el universo. Los treinta y dos caminos son la suma de los diez números primordiales, las sephirot, con las veintidós letras del alfabeto hebreo. Cada letra y cada sephirah simbolizan algo. Por ejemplo, la primera sephirah representa el espíritu de Dios vivo, expresándose por la voz, por el aliento y por el habla. La segunda sephirah denota el aire emanado del espíritu; la tercera sephirah expresa el agua emanada del aire, y así sucesivamente. Las diez sephirot son emanaciones manifestadas por Dios en el acto de la Creación y se articulan en el Árbol de la Vida, que es la unidad elemental de la Creación, la menor partícula indivisible que contiene los elementos del todo. Naturalmente, este concepto ha evolucionado y el Sefer HaZohar, el gran libro cabalístico que apareció en la península Ibérica a finales del siglo XIII, definió las sephirot como los diez atributos divinos. La primera sephirah es keter, la corona. La segunda es chokhmah, la sabiduría. La tercera es binah, la comprensión. La cuarta es chesed, la misericordia. La quinta es gevurah, el arrojo. La sexta es tipheret, la belleza. La séptima es netzach, la eternidad. La octava es hod, la gloria. La novena es yesod, el fundamento. Y la décima sephirah es malkhut, el reino.

– Más despacio -suplicó el portugués, escribiendo con frenesí en su esfuerzo por registrar en la libreta de notas toda esta información-. Más despacio.

A esas alturas, sin embargo, Tomás ya había perdido el hilo, extraviándose en las redes de aquella sucesión de palabras hebreas, pero Solomon se mantuvo imperturbable en la exposición de los principios básicos de la cábala. Hizo una breve pausa, dejando que el historiador completase la estructura del Árbol de la Vida en el papel, y retomó su discurso.

– El Sefer Hazohar estableció muchas posibilidades de interpretación del Árbol de la Vida, con lecturas de las sephirot en los sentidos horizontal, vertical, descendente y ascendente. Por ejemplo, el sentido descendente constituye el trayecto del acto de la Creación, cuando la luz llenó la primera sephirah, keter, y se difundió hacia abajo hasta llegar a la última, malkhut. El sentido ascendente representa el acto evolutivo que conduce a la criatura al Creador, partiendo de la materia para alcanzar la espiritualidad. Cada sephirah abarca uno de los diez nombres de Dios. Keter, por ejemplo, es Ehieh, y malkhut es Adonai. Cada sephirah está gobernada por un arcángel. A keter le corresponde el arcángel Metatrón. El Árbol de la Vida se aplica a todo. A los astros, a las vibraciones, al cuerpo humano.

En cuanto Solomon abandonó las herméticas expresiones hebreas, Tomás pareció despertar ante los argumentos del cabalista.

– ¿El cuerpo humano?

– Sí, la cábala sugiere que el ser humano es un microcosmos, un simulacro en miniatura del universo, y lo integró en el Árbol de la Vida. Keter es la cabeza; chokhmah, chesed y netzach son el lado derecho del cuerpo; binah, gevurah y hod son el lado izquierdo; tipheret es el corazón; yesod son los órganos genitales y malkhut los pies. -Respiró hondo y levantó las manos, esbozando un gesto amplio-. Mucho, muchísimo más se podría decir sobre la cábala. Créame: su estudio lleva toda una vida y no es posible, en esta breve reseña, expresar todos los misterios que encierra, todos los enigmas místicos que oculta. Pienso, no obstante, que por ahora es mejor que lo dejemos aquí, ya le he dado las pistas suficientes que le permitirán comprender nuestra interpretación de los documentos y de la firma que me entregó esta mañana.

Tomás dejó momentáneamente de tomar notas y se inclinó en la mesa. Le parecía que la conversación había llegado a su punto crucial.

– Sí, vamos a la interpretación de la firma de Cristóbal Colón. En su opinión, ¿es cabalística?

Solomon sonrió.

– Tenga calma -dijo-. La paciencia es una virtud de los sabios, profesor Noronha. Antes de entrar en la cuestión especifica de la firma, pienso que hay algunas cosas que tiene que saber sobre Colón.

– Mire que algo ya sé -dijo riéndose el portugués.

– Tal vez -admitió el viejo cabalista-. Pero creo que le gustará saber también lo que tiene que contarle el rabino Abraham Hurewitz.

Ben-Porat se volvió hacia la derecha, haciéndole una seña a Hurewitz para que hablase. El cabalista delgado aguardó un instante, recorrió con sus ojitos negros las figuras de los tres hombres que lo observaban, y se llenó los pulmones de aire antes de tomar la palabra.

– Señor profesor Noronha -comenzó Hurewitz con una voz susurrante, muy suave, en absoluto contraste con la atronadora voz gutural de Solomon-. Le he oído decir que ya sabe algunas cosas sobre Cristóbal Colón. ¿Tendría la amabilidad de informarme acerca de la fecha de partida con ocasión de su primer viaje a América?

– Pues… ¿el primer viaje? ¿El que lo llevó al descubrimiento del Nuevo Mundo?

– Sí, señor profesor. ¿Qué día partió el señor Colón para ese viaje?

– Bien… Creo que zarpó del puerto de Palos, en Cádiz, el día 3 de agosto de 1492.

Tomás sonrió, como si se hubiese lucido frente a un examinador. Pero el cabalista mantuvo una expresión impasible, con el semblante de quien ya había previsto esa respuesta.

– Y ahora, señor profesor, ¿puede decirme cuál era la fecha límite que fijó el decreto de los Reyes Católicos para que los judíos abandonasen España?

– Pues… -se atolondró el portugués-. Eso…, eso ya no lo sé. Fue ese año, en 1492.

– Sí, señor profesor, pero ¿cuál era el día exacto?

– No lo sé.

El rabino hizo una pausa teatral. Mantuvo sus ojos fijos en Tomás, atento a su reacción a las palabras que siguieron.

– ¿Y si yo le dijese que los decretos reales impusieron a los judíos sefardíes, como fecha límite para salir de España, el 3 de agosto de 1492?

El portugués lo miró con los ojos desorbitados.

– ¿Cómo? ¿El día 3 de agosto? ¿Quiere decir…, quiere decir el día en que Colón inició su primer viaje?

– Ese mismo día.

Tomás meneó la cabeza, sorprendido.

– No tenía ni idea -exclamó-. Es…, es una coincidencia curiosa.

Los labios finos del rabino Hurewitz se curvaron en una sonrisa sin humor.

– ¿Le parece? -preguntó, casi desdeñando la palabra elegida por Tomás para definir la simultaneidad de las fechas-. El rabino Shimon Bar Iochay escribió que todos los tesoros del Rey Supremo están guardados bajo una sola llave. Eso significa, señor profesor, que no existen coincidencias. Las coincidencias son formas sutiles elegidas por el Creador para transmitir sus mensajes. ¿Será coincidencia que el nombre de Dios y el nombre de Moisés tengan el mismo número de las leyes de la Tora? ¿Será coincidencia que Cristóbal Colón haya partido de España exactamente el mismo día en que los judíos fueron expulsados de ese país? Entonces, si llama a eso coincidencia, señor profesor, explíqueme esta otra extraña cuestión. -Consultó un librito depositado sobre la mesa con el rostro de Colón en la cubierta y un título en hebreo-. Estos son los diarios del descubrimiento de América, escritos por el propio Colón. Ahora escuche lo que él dijo en la primera entrada del diario. -Hurewitz leyó en voz baja el texto en hebreo y lo fue traduciendo al inglés-: «Así que, después de haber expulsado a todos los judíos de vuestros reinos y dominios, en el mismo mes de enero mandaron Vuestras Altezas que yo me dirigiese, con suficiente flota, a las referidas regiones de la India». -Alzó los ojos y volvió a mirar a Tomás-. ¿Qué opina de este fragmento del diario de Colón?

El portugués, que mientras tanto había retomado sus anotaciones, se mordió el labio inferior.

– Ya he leído el diario, pero confieso que no había prestado mucha atención a esa frase.

– Está escrita casi al comienzo del diario -especificó el rabino-. En realidad, señor profesor, esta frase nos dice varias cosas. La primera es que la decisión de mandar a Colón a las Indias se tomó en enero de 1492. La segunda es que la decisión de expulsar a los judíos, impuesta por el decreto del 30 de marzo que dio a los sefardíes hasta el 3 de agosto para abandonar España, se tomó en el mismo mes de enero de 1492. -Inclinó la cabeza-. ¿Le parece una coincidencia, señor profesor?

– No lo sé -repuso Tomás, meneando la cabeza sin apartar la vista de la libreta donde escribía-. Sinceramente, no lo sé, no había caído en la cuenta de que esos acontecimientos estaban transcurriendo de forma paralela.

– Nada de esto es coincidencia -afirmó el cabalista con convicción-. Algo más revela esta frase que le he leído. Se trata de la intención de Colón. Como ha escrito el rabino Shimon Bar Iochay, no es la acción la que genera recompensa para los hombres, sino la intención que la ha guiado. ¿Cuál es la intención de Colón al mencionar la expulsión de los judíos en el principio de su diario? ¿Habrá sido un mero capricho? ¿Una futesa inconsecuente? ¿Una vulgar referencia mundana a un tema de actualidad? -Alzó las cejas, como si desaprobase tal interpretación-. ¿O acaso fue a propósito? -Levantó los dos índices y los juntó-. ¿No está claro que intentó relacionar ambos acontecimientos?

– ¿Cree que están relacionados?

– Sin ninguna duda. ¿Usted sabía, profesor, que, en la víspera de la partida para el primer viaje, Colón exigió que todos los tripulantes estuviesen a bordo de sus barcos a las once de la noche?

– ¿Y?

– Eso era muy poco común, contradecía los hábitos de los marineros en aquella época. Pero el señor Colón insistió en que todos se recogiesen en sus barcos a las once. Y una hora después, ¿sabe lo que ocurrió?

– No.

– Entró en vigor el edicto por el que se expulsaba a los judíos. -El hombre esbozó una sonrisa-, O sea, que los dos acontecimientos están relacionados. Había judíos en la flota.

– El propio Colón, quiere usted decir.

– Exacto. -El cabalista hojeó de nuevo el diario-. Fíjese en lo que escribió Colón el día 23 de septiembre a propósito de la aparición de vientos que pusieron fin a una peligrosa bonanza. -Comenzó a traducir-: «De modo que me fue muy providencial la mar alta, que no aparecía, a no ser en el tiempo de los hebreos, cuando huyeron de Egipto encabezados por Moisés, que los libró del cautiverio…». -Miró a Tomás-. No le parece extraño que un católico cite de este modo el Pentateuco, para colmo recurriendo a la descripción del Éxodo, un hecho de muy poco interés para los cristianos, pero de suprema importancia para los judíos? Además, señor profesor, este hábito de ilustrar una situación de la vida con una cita bíblica constituye una inequívoca costumbre judaica. Esto es algo que nosotros, los judíos, hacemos todos los días y que, por lo visto, Colón también hacía. -Consultó un gran cuaderno lleno de apuntes en hebreo-. En la investigación que dirigí hace unos años sobre Colón encontré asimismo otras cosas curiosas. La primera fue que, en la antevíspera de la partida para el primer viaje, recibió de Lisboa las llamadas Tablas de declinación del sol, un instrumento de navegación hecho por el señor Samuel Zacuto para el rey de Portugal.

– Don Juan II.

– Sí. Ese instrumento, también llamado Derrotero calendario, está ahora expuesto en el Museo Hebreo de Nueva York. Me fui de viaje a Nueva York y lo consulté. ¿Sabe lo que descubrí?

– Ni idea.

– Descubrí que las Tablas de declinación del sol están escritas en hebreo -afirmó sonriendo-. ¿Ha oído? En hebreo. -Dejó que la revelación se asentase-. Lo que suscita una pregunta: ¿dónde aprendió Colón a leer hebreo?

– Buena pregunta -comentó Tomás; luego bajó el tono de la voz y no se resistió a decir en un aparte, hablando consigo mismo-. Sobre todo si consideramos que era un humilde tejedor de seda.

– ¿Perdón?

– No me haga caso, estaba hablando solo -replicó el portugués, mientras registraba en sus notas todo lo que el rabino le transmitía-. Pero hay otra pregunta que nos obliga a formular esa historia. ¿Cómo es posible que le enviaran a Colón un instrumento de don Juan II en la antevíspera de la partida para un viaje que, supuestamente, iba contra los intereses de Portugal?

– Eso ya no lo sé responder, profesor -vaciló el cabalista.

– No hace falta, señor rabino. No hace falta. Se trata sólo de un misterio adicional, que sugiere relaciones próximas entre el Almirante y el rey portugués.

El rabino Hurewitz volvió a fijar la mirada en su cuaderno.

– Hay además otras cosas que me llamaron la atención -dijo, revisando los apuntes escritos en hebreo-. Existe una carta enviada a la reina Isabel la Católica por su confesor, Hernando de Talavera, bastante curiosa. La carta está fechada en 1492 y en ella Talavera cuestiona la autorización dada por los Reyes Católicos para la expedición de Colón. En un pasaje de ese documento, Talavera pregunta: «¿cómo podrá el viaje condenable de Colón dar la Tierra Santa a los judíos?». -Alzó la cabeza y esbozó una expresión intrigada-. ¿Dar la Tierra Santa a los judíos? ¿Por qué razón el confesor de la reina vinculó explícitamente a Colón con los judíos? -Dejó la pregunta flotando un momento en el aire-. Pero hay más. En su Libro de las profecías, Colón se basó casi exclusivamente en profetas del Pentateuco, con profusas referencias a Isaías, Ezequiel, Jeremías y muchos otros, comportamiento que es también característico de los judíos. Y su hijo Hernando Colón, en la obra sobre su padre, llegó a afirmar que Colón era de familia «con sangre real de Jerusalén». -Volvió a mirar al portugués-. ¿Sangre real de Jerusalén? -El hombre se rio de modo discreto, casi ocultando la boca-. Difícilmente se puede llegar a ser más directo.

El rabino Hurewitz cerró el cuaderno, indicando con ello que había terminado su exposición. Solomon Ben-Porat cogió el fajo de folios que Tomás le había entregado por la mañana, aclaró la garganta y reanudó la conversación.

– Profesor Noronha -bramó y su inglés gutural retumbó en la sala, en marcado contraste con el habla suave de Hurewitz-. He estado leyendo con mucho interés las fotocopias que me dio y he detectado algunas cosas también muy reveladoras. -Sacó un folio y se lo mostró a Tomás-. ¿Qué es esto?

El portugués dejó de escribir, se inclinó en la mesa y observó la fotocopia.

– Esa…, ésa es una página de la Historia rerum ubique gestarum, del papa Pío II, uno de los libros que pertenecieron a Cristóbal Colón y que se encuentra ahora guardado en la Biblioteca Colombina de Sevilla.

Solomon señaló una nota escrita en el margen del texto.

– ¿Y quién escribió esto?

– Fue el propio Colón.

– Muy bien -exclamó el rabino-. ¿Ya reparó en que él convirtió la fecha cristiana 1481 en el año judaico 5241? -Agachó la cabeza-. Dígame, señor Noronha, ¿es habitual que los cristianos se dediquen a convertir las fechas cristianas en fechas judaicas?

– No.

– Lo que nos lleva a una segunda pregunta: ¿cuántos católicos son capaces de hacer esa conversión?

Tomás se rio.

– Ninguno, que yo sepa. Y mucho menos los tejedores de seda.

– ¿Cómo?

– Nada -dijo mientras garrapateaba afanosamente en la libreta de notas-. No me haga caso.

Solomon indicó con el dedo otra anotación marginal en la Historia rerum.

– Fíjese incluso en este detalle. Refiriéndose a la caída del segundo Templo de Salomón, Colón habla aquí de «la destrucción de la segunda Casa» y, a través de una alusión implícita, establece que ese acontecimiento se produjo en el año 68 después de Cristo.

El rabino miró a Tomás a los ojos y éste, sin entender adonde quería llegar su interlocutor, se encogió de hombros.

– ¿Y?

– Esta anotación es muy reveladora -sentenció Solomon-.

En primer lugar, sólo hay un pueblo que se refiere al Templo de Salomón como una casa. ¿Sabe qué pueblo es ése?

– ¿El judío?

– Exacto. Por otro lado, en aquel tiempo los cristianos se referían a la destrucción de Jerusalén, nunca del templo y mucho menos de la «casa», algo que sólo hacían los judíos. Y, además, existe una discrepancia histórica en cuanto al año de la destrucción del templo. Los judíos dicen siempre que fue en el año 68, pero los cristianos se inclinan más por el 70, en apariencia con mayor rigor. -Alzó las cejas-. Ahora dígame, profesor, ¿qué identidad nos revela Colón al referirse al templo como «casa», al hablar de la destrucción de la casa en vez de la destrucción de Jerusalén, y al establecer el 68 como el año en que se produjo ese acontecimiento?

Tomás sonrió.

– Puedo adivinarlo…

El viejo cabalista sacó un segundo folio del fajo.

– Y en esta otra fotocopia se encuentra otra extraña nota al margen.

El portugués observó la hoja.

– Esa nota también fue manuscrita por Colón -confirmó Tomás-. ¿Qué quiere decir eso?

– Gog Magog.

– ¿Eh?

– Gog Magog. O, más correctamente, Gog uMagog.

– No entiendo.

Solomon miró de reojo a los otros dos judíos. Chaim y Hurewitz observaban la hoja con admiración, como si fuese una reliquia, algo capaz de producir asombro.

– Rey de los judíos -dijo el rabino dirigiéndose a Chaim-, tú que eres un sefardí de origen portugués, explícale a nuestro amigo de Lisboa qué quiere decir Gog uMagog.

– Gog uMagog es una referencia a una profecía del profeta Ezequiel sobre Gog, de la tierra de Magog -indicó Chaim, rompiendo el silencio que mantenía desde el comienzo de la reunión-. Esa profecía revela que en el periodo que precede inmediatamente a la venida del Mesías, habrá una gran guerra de Gog y Magog contra Israel, que provocará una gran destrucción. -Miró a Tomás-. Lo curioso es que, al ser expulsados los judíos de la península Ibérica, los sefardíes vieron en ese acto una señal de que la profecía estaba cumpliéndose en el momento previsto. Los Reyes Católicos asumían el papel de Gog y Magog y los judíos eran Israel.

Solomon agitó la fotocopia.

– Mi pregunta, profesor Noronha, es qué llevó a un católico como Colón a invocar en esta nota al margen, y en aquella época de persecución a los judíos, los nombres Gog uMagog.

Tomás escribía con gran intensidad en su libreta, lo que llevó a Solomon a hacer una pausa. Mientras esperaba, se dedicó a buscar otra fotocopia. El portugués concluyó, por fin, sus anotaciones y miró al rabino.

– ¿Y qué más?

– He estado viendo las cartas de Cristóbal Colón a su hijo Diogo y he descubierto algo muy interesante.

Mostró la hoja, señalando lo que se encontraba escrito en la parte superior.



– ¿«Muy caro fijo»? -dijo amable Tomás-. Eso es un portuguesismo. Los castellanos dicen «hijo» y los portugueses «filho». Colón quería escribir en castellano, pero caía con frecuencia en portuguesismos de ese calibre. En vez de escribir «hijo», escribió «fijo». -Se encogió de hombros-. Llamamos portuñol a ese lenguaje.

– Profesor Noronha -farfulló Solomon-. Para mí, lo revelador no es la expresión «muy caro fijo», no me dice nada. Lo que es sorprendente es la señal que hay arriba.

– ¿La señal? -se sorprendió Tomás-. ¿Qué señal?

– Ésta -indicó señalando el garabato sobre la frase del encabezamiento.

– ¿Qué es eso?

– Es un monograma judaico.

– ¿Un monograma judaico?

– Sí, aunque escrito de forma extraña: esta «e» es un garabato que junta dos letras hebreas, la hei y la beth. Como el hebreo se lee de derecha a izquierda, debe decirse: beth hei. Esta es una referencia tradicional judaica, correspondiente al saludo Baruch haschem, que significa «loado sea el Señor». Está colocada sobre la primera palabra del texto, como era habitual entre los judíos piadosos. En el caso de los sefardíes convertidos a la fuerza al cristianismo, constituía una contraseña secreta, que quería decir: «no te olvides de tu origen». Y es interesante que yo haya encontrado sólo este monograma en las fotocopias de las cartas de Cristóbal Colón a su hijo Diogo. En ninguna de las otras cartas puso Colón el beth hei. Sólo en las de su hijo. Es decir, Colón le pedía a Diogo que no se olvidase de su origen, recurriendo a un monograma hebreo. -Inclinó la cabeza-. No es difícil imaginar cuál sería ese origen, ¿no?

Tomás escribía afanoso en la libreta.

– ¿Y qué más? -preguntó cuando concluyó sus apuntes.

– Vamos entonces, finalmente, a lo que más despertó su curiosidad -anunció-. La firma de Colón.

– ¡Ah, sí! -exclamó el profesor-. Así pues, ¿qué puede decirme de esa firma?

– Lo primero: que es cabalística, sí.

El rostro de Tomás se abrió en una sonrisa triunfal.

– Lo sabía.

– Pero es importante, profesor Noronha, que usted comprenda que la cábala es un sistema abierto de interpretación. Las cifras y los códigos tradicionales, cuando se descifran, revelan un texto preciso. La cábala, sin embargo, no funciona así; remite más bien a dobles sentidos, a significados subliminales, a mensajes sutilmente ocultos.

Cogió la fotocopia con la firma de Cristóbal Colón y la colocó sobre la mesa, a la vista de todos.



Tomás señaló las letras.

– ¿Qué son esas iniciales?

– Como buen mensaje cabalístico, esta firma tiene diversas lecturas -consideró Solomon-, En este caso, parecen coexistir varios textos en el mismo espacio, mezclando la tradición hebrea con innovaciones introducidas por los templarios cristianos.

El portugués lo miró con sorpresa.

– ¿Los templarios?

– Sí. Poca gente lo sabe, pero hubo muchos místicos, magos y filósofos cristianos que se dedicaron al estudio de la càbala. Entre ellos se cuenta la Orden del Temple, que desarrolló en Jerusalén análisis cabalísticos que se incorporaron más tarde en las corrientes tradicionales judaicas. Colón estaba, por lo visto, familiarizado con esas innovaciones. -Señaló las «s» del extremo-. La lectura cristiana, o templaría, debe ser hecha en latín. Estas eses, dispuestas en triángulo, representan la trinidad de los santos. Sanctus, Sanctus, Sanctus. La «a» corresponde a Altissimus y permite la lectura ascendente a partir de la tercera línea, aquella que parte de la materia y asciende al espíritu. Así, la «x», la «m» y la «y» deben leerse hacia arriba. La «x», unida a la «s», la «m» a la «a» y a la «s» del extremo y la «y» a la «s» de la derecha. O sea, «XS» es Xristus, «MAS» es Messias y «YS» es Yesus. Siendo así, la interpretación templaría, en latín, es Sanctus, Sanctus, Altissimus Sanctus. XristusMessias Yesus. Sobre esto no hay dudas, es inequívocamente una firma cristiana.

– ¿Cristiana? -se sorprendió el portugués-. Pero, al fin y al cabo, ¿él no era judío?

– Ahí vamos -respondió Solomon, haciendo un gesto con la mano para que Tomás tuviese paciencia-. ¿Se acuerda de que le dije hace poco que la cábala encara las Sagradas Escrituras como poseedoras de una complejidad holográfica, en la que se cruzan varios sentidos? Pues precisamente eso ocurre con esta firma de Colón. La cuestión es que, por debajo de la firma cristiana templaría, en latín, surge de hecho un mensaje cabalístico judaico subliminal, concebido en hebreo. Uno de los mayores cabalistas de siempre, el rabino Elazar, observó cierta vez que existen dos mundos: uno oculto y otro revelado, pero ambos forman, en realidad, uno solo. -Golpeó la fotocopia con el índice-. Es el caso de esta firma, que tiene un sentido revelado, el cristiano, y uno oculto, el judaico. La interpretación cabalística comienza justamente con la comprobación de que estas iniciales de la firma poseen correspondencia con palabras hebreas. Si consideramos que la letra «a» corresponde al aleph hebreo de Adonai, uno de los nombres de Dios, y la «s» es el shin hebreo de Shaday, otro nombre de Dios, o Señor, obtenemos Shaday. Shaday Adonai Shaday. Esto se traduce como: «Señor. Señor Dios Señor». ¿Y qué ocurre si cojo la última línea, «XMY», y leo de derecha a izquierda, como es correcto hacer en hebreo? «Y» de Yehovah, «m» de maleh y «x» de xessed: Yehovah maleh xessed. «Dios lleno de piedad.» En conclusión, por debajo de la oración cristiana en latín tenemos una plegaria judaica en hebreo. Los dos mundos, el oculto y el revelado, forman uno solo.

– Ingenioso.

– No se imagina hasta qué punto, profesor Noronha -observó Solomon-. No se imagina hasta qué punto. Todo esto se complica si leo el XMY de izquierda a derecha, considerando que la «y» corresponde a la letra hebrea ain. En ese caso se obtiene shema, es decir, «oye», la primera palabra del versículo cuatro del sexto capítulo del Deuteronomio, que dice: «oye, oh, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno». Entre los judíos, a esta plegaria se la conoce por el nombre shema y es recitada toda la mañana y toda la tarde durante las oraciones del shacharit y del arvit, y también antes de dormir y antes de morir. El shema es la oración que afirma el monoteísmo, la existencia de un único Dios, y se supone que este verso se escribió en el estandarte de batalla de las diez tribus perdidas. Al recitarlo, cada judío asume el dominio del Reino del Cielo y de los Mandamientos. Pues justamente es ésta la palabra hebrea que Colón colocó en su firma. -Alzó un dedo-. Pero fíjese ahora en el doble sentido. Si la «y» corresponde a la yud hebrea, «XMY» se puede leer como xmi, o shmi, que significa «mi nombre». Probablemente, el nombre del autor de la firma: Colón. -El viejo cabalista se inclinó sobre la hoja, como si se aprestase a hacer una gran revelación-. Preste atención, profesor Noronha, porque esto es muy importante. Vamos ahora a leer «XMY» de derecha a izquierda, a la manera hebrea. Como ya hemos visto, queda «YMX». Considerando una vez más que la «y» es yud, surge una nueva palabra. Ymx. Ymach. En conjunción con la lectura de izquierda a derecha, da ymach shmo. ¿Sabe lo que quiere decir?

– Lo ignoro.

– Significa que mi nombre sea borrado.

Tomás abrió la boca, estupefacto.

– ¿Cómo?

– Que mi nombre sea borrado.

– ¡Dios mío! -exclamó, con los ojos vidriosos, completándose el rompecabezas en su mente-. Colom, nomina sunt odiosa.

– ¿Perdón?

– Nomina sunt odiosa. Los nombres son impropios. Es una frase de Ovidio. Adaptada a esta situación, significa que el nombre del descubridor de América es impropio. Basándome en lo que usted me está diciendo a partir de la interpretación cabalística de esta firma, resulta claro que no fueron sólo los contemporáneos del Almirante quienes quisieron generar confusión en cuanto a su identidad, sino el propio Colón quien, por algún motivo, quiso borrar su nombre original. -Se rascó el mentón, pensativo-. Ahora entiendo. Colón o Colom no era su verdadero nombre, sino solamente un apodo deliberado, un…, digamos…, disfraz. El nombre original fue borrado por él mismo.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Pero, por lo visto, lo borró. Nomina sunt odiosa. Los nombres son impropios.

– Ymach shmo. Que mi nombre sea borrado. Encaja.

– Su verdadero nombre era impropio y, por tanto, tuvo que ser borrado -recapituló Tomás, sintetizando la expresión latina y la expresión hebrea-. Pero ¿cuál sería el verdadero apellido?

– Eso no sé decírselo -afirmó el rabino-. Pero puedo darle otra pista. Colón borró su apellido y no paró ahí. Renegó también de su nombre propio.

– ¿Cuál de ellos? ¿Cristóbal o Cristoforo?

– Los dos.

– ¿Cómo los dos?

Solomon cogió la fotocopia con la firma de Colón y señaló el triángulo de las eses.

– ¿Ve estos puntitos entre las eses?

– Sí.

– No fueron colocados allí por casualidad -declaró el cabalista-. En hebreo, los puntos junto a las letras pueden significar varias cosas. Pueden ser la señal de que la letra se trata de una inicial o de que la letra pide una vocal. Ya hemos visto que los puntitos dan el indicio de letras que representan iniciales. El shin de Shaday y el aleph de Adonai. Pero en las lenguas antiguas los puntitos servían igualmente para mostrar la dirección y, más importante aún, podían ser una señal de lectura de arriba para abajo. La cábala establece que todo en el universo está unido por un lazo mágico y que las cosas inferiores traen el sigilo de las superiores. El rabino Shimon Bar Iochay, que era un gran cabalista, observó que el mundo inferior fue hecho a imagen del mundo superior, y que el inferior no es sino el reflejo del superior. El rabino Yossef, otro gran cabalista, escribió que para que se produzcan las acciones de lo alto es necesario comenzar por un movimiento desde abajo. El Libro de los misterios cabalísticos estableció que el mundo que habitamos está invertido en relación con el inundo donde se eleva el alma. Y el axioma grabado sobre la tabla de esmeralda de Hermes reveló que lo que está encima es como lo que está abajo. La verdad es que las palabras «reflejo» e «invertido», «arriba» y «abajo», nos remiten a la noción de espejo, muy cara a la cábala. Como los puntitos señalan la necesidad de leer de arriba para abajo, decidí hacer el experimento de invertir las letras de la firma, viéndolas como si estuviesen reflejadas en un espejo. -Cogió una hoja que había garrapateado y se la mostró a Tomás-. El resultado fue sorprendente.

El portugués contempló las señales que se encontraban en la parte de abajo.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– El Árbol de la Vida sin Cabeza.

– ¿Éste es el Árbol de la Vida?



– Sí. Ahora fíjese. -Abrió un libro y mostró una figura estructurada en círculos-. Éste es el Árbol de la Vida.


– Tiene diez círculos -observó Tomás.

– Sí, son las diez sephirot. La representación tradicional del Árbol de la Vida tiene, como estamos viendo, diez sephirot. Este es el principal Árbol de la Vida. Pero el segundo más importante es el de las siete sephirot. En este caso, eliminando la parte de arriba de la firma, resulta un Árbol de la Vida sin Cabeza, también conocido como Hombre Sentado.

Cortó las tres sephirot superiores, keter, chockmah y binah, y mostró el Árbol de la Vida sin Cabeza, colocándola al lado del reflejo de la firma de Colón.


– ¡Ah! -exclamó el portugués, comparando las dos estructuras completamente absorto-. Son…, son parecidas.

– Sí -asintió el cabalista-. La firma cabalística de Cristóbal Colón reproduce el Árbol de la Vida sin Cabeza. Cada letra de la firma es una sephirah. Como hay siete letras, eso quiere decir siete sephirot.

– Pero la reducción a siete sephirot, ¿no significa que el Árbol de la Vida está incompleto?

– No. Incluso existen Árboles de la Vida con cinco y cuatro sephirot. Pero el de los siete es particularmente significativo, se trata del más relevante después del Árbol de la Vida de los diez sephirot. El siete es un número cabalístico muy importante, es el guarismo que representa la naturaleza en su estado original, intacto. Dios se tomó seis días para crear el universo y al séptimo descansó. -Señaló con el dedo el reflejo de la firma del navegante-. Mirando la imagen reflejada por el espejo, resulta claro que fue ésta la forma que Colón usó para revelar su verdadera identidad. Es que la línea de arriba, como puede ver, está ocupada por «XWX». La «X» remite a la chet de chessed, la sephirah que significa brazo derecho y simboliza la bondad. La «A,» remite a guímel, la primera letra de la sephirah gevurá, o brazo izquierdo, y simboliza la fuerza. En medio de las dos se encuentra «W», que el alfabeto hebreo identifica con tet, la primera letra de la sephirah tipheret, la belleza, que representa la síntesis entre la bondad y la fuerza. Colón quitó la cabeza del Árbol de la Vida y lo configuró a partir de los miembros medios e inferiores. La intención cabalística es inequívoca. -Solomon volvió a señalar la primera línea de la firma, «XWX»-. Ahora fíjese bien en esto, profesor Noronha. Leyendo esta línea de derecha a izquierda, como es correcto hacer en hebreo, se obtiene «Á.WX». Se lee Yeshu. -Miró a Tomás y frunció el ceño-. Ah, esto es algo terrible.

– ¿Terrible? -preguntó el portugués-. ¿En qué sentido? ¿Qué quiere decir con eso?

– Para poder traducir la palabra Yeshu, primero tengo que hacerle una pregunta, si no le importa.

– ¿Sí?

– ¿Qué sabe usted de la forma en que los judíos ven a Jesucristo?

– Bien…, pues…, le confesaré que no mucho. -Tomás se rio-. En honor a la de verdad, no sé nada.

– Entonces permítame que se lo aclare -indicó Solomon-. Los judíos encaran a Cristo de una forma muy diferente a la de los cristianos. -Hizo un gesto con las manos, como si pretendiese enfatizar la idea-. Muy diferente, de verdad. Las leyendas judaicas representan a Jesús como a un mamzer, un niño resultante de una relación adúltera entre una judía y un legionario romano. Cristo fue excomulgado por un rabino debido a un malentendido y decidió rendir culto a los ídolos, alejándose de la verdadera fe. Estudió magia en Egipto, pero acabó siendo derrotado por los rabinos. Fue condenado a muerte como hechicero y ahorcado en una planta de berza. La deificación de Jesús por los cristianos es considerada idolatría por los judíos.

– ¿Esa es la forma en que los judíos cuentan la historia de Jesús?

– Sí, eso es lo que dicen las leyendas judaicas.

– ¡Caramba! -exclamó en portugués.

– Le he contado esta historia para hacerle ver qué visión negativa tienen los judíos de Cristo. -Explicó el cabalista-. Lo que nos lleva a la lectura de la línea «AWX», que aparece en el reflejo de la firma de Colón. En hebreo, el nombre Jesús se pronuncia Yeshua. Pero como a los judíos no les gustaba ese nombre, decidieron quitarle la letra aleph final, de tal modo que quedó Yeshu. Así es como debe leerse la línea «AWX». Yeshu. Pero Yeshu no es un nombre inocente. Se trata de una forma peyorativa y ofensiva de nombrar a Yeshua, Jesús. Es que Yeshu es una abreviatura muy usada por los judíos. Significa ymach shmo vezichro, es decir: «que sean borrados su nombre y su memoria».

– ¡Vaya!

– Profesor Noronha -dijo Solomon-. Lo que intento decirle es que el cristiano y católico Cristóbal Colón colocó en su firma cabalística el nombre hebreo Yeshu, haciendo así votos para que sean borrados el nombre y la memoria de Jesús.

El portugués se quedó un instante callado. Estaba atónito.

– Pero… ¿por qué? -balbució por fin-. ¿Cómo es posible que Colón hubiera hecho eso?

– No se olvide de que él vivió a finales del siglo xv en la península Ibérica. Si era judío, como todo parece indicar, la vida en aquel tiempo y en aquella región de Europa no debía de ser fácil. Cualquier judío sefardí tenía razones de sobra para odiar a los cristianos en general y a Jesús en particular. Él no era una excepción. Lo que nos lleva al nombre propio de Colón. -Cogió la hoja con la firma del Almirante-. En la base de la firma cabalística está su nombre, Xroferens. ¿Sabe decirme qué significa este nombre?

– ¿Xroferens? Xro, en griego, significa Cristo, mientras que ferens es una forma del verbo latino fero, que quiere decir «transportar». Xroferens es Cristoferens. El que transporta a Cristo. Cristo está en la raíz del nombre Cristóbal y del nombre Cristoforo.

– Y ése es un nombre que jamás usaría un judío -continuó el rabino-. Cristo. Nadie en Israel llama Cristo a su hijo. ¿Cómo es posible que Colón, siendo judío, usase el nombre cristiano Cristóbal y firmase Cristoferens? -Levantó el índice derecho-. Sólo hay un tipo de judío capaz de hacerlo.

– ¿Cuál?

– Un judío desesperado por hacerse pasar por cristiano. Un hombre que quisiese aparentar que era cristiano, pero que continuase profesando la fe judaica en secreto. Tal hombre podría asumir el nombre de Cristo, pero para asegurar la paz con Dios incluiría en su firma cabalística un inequívoco rechazo del nombre de Jesús, borrando ese nombre y su memoria. Yeshu. Quiero decir con esto, profesor Noronha, que la expresión ymach shmo, o «que mi nombre sea borrado», significa simultáneamente un rechazo del nombre Colón y del nombre Cristóbal. El descubridor de América se presentó al mundo con esos nombres, Cristóbal Colón. -Señaló a Chaim, del otro lado de la mesa-. Sin embargo, tal como la familia sefardí de Chaim no se llamaba Mendes, sino Nassi, tampoco Colón se llamaba Colón, tenía más bien otro nombre, un apellido que borró y no nos reveló. -Golpeó con la palma de la mano la fotocopia de la firma-. A juzgar por todo lo que he visto aquí, puedo decirle que el hombre que hoy conocemos como Cristóbal Colón era, con toda probabilidad, un judío sefardí que poseía originalmente un nombre que permanece oculto. Ocultó su verdadera religión bajo una capa cristiana, pero no se convirtió en un cristiano nuevo. Era un marrano.

Solomon Ben-Porat, considerado el mayor cabalista de Jerusalén, apoyó los codos en la mesa de roble y se calló. Había terminado su exposición. Un silencio pesado se abatió sobre el escritorio, sólo roto por el sonido del bolígrafo de Tomás dibujando frenéticos garabatos en su libreta de notas en su afán de registrar la extraordinaria argumentación del viejo rabino. El profesor apuntó las ideas con trazos apresurados, corridos, en apariencia ininteligibles, hasta que terminó sus anotaciones con la última palabra pronunciada por Solomon.

Marrano.

Iba a cerrar la libreta de notas, pero algo lo hizo detenerse. Era aquel «marrano» lo que atraía su mirada, como si fuese un imán irresistible, un escollo incómodo, perturbador, un inquietante borrón de tinta que se hubiera atravesado en la fluidez de la escritura. Se quedó mirando la palabra, pensativo. Levantó, al fin, la cabeza y miró al cabalista.

– ¿Qué quiere decir con «marrano»? -preguntó.

– ¿Marrano? -se sorprendió Solomon-. Usted debería saberlo. ¿Qué significa esa palabra en portugués?

– Es otra manera de decir «cerdo».

– Eso es. Pues «marrano» el nombre dado en Portugal y en España a los cristianos nuevos que siguieron siendo judíos en secreto. Los llamaban «marranos» porque, como todos los buenos judíos, se negaban a comer cerdo por ser un animal impuro, no kasher, cuyo consumo está prohibido por las leyes dietéticas.

– Hmm -murmuró Tomás, engolfado en sus pensamientos-. ¿Marrano era un judío que fingía ser cristiano? -Sí.

– ¿Y Colón era marrano?

– Sin duda.

– ¿Podría ser un marrano genovés?

El rabino se rio.

– La expresión marrano remite a un judío ibérico -explicó-. De cualquier modo, y siendo judío, Colón jamás podría ser genovés…

– ¿Ah, no? ¿Y por qué?

– Porque desde el siglo xii, los judíos tenían prohibido quedarse en Génova más de tres días. En el siglo xv, en la época de Colón, esa prohibición seguía en vigor. O sea, si era genovés, no podía ser judío. Si era judío, no podía ser genovés.

– Entiendo.

– Además, hay algo muy interesante que usted tiene que saber. Existe una curiosa tradición judaica según la cual, en los siglos xv. y xvi, la palabra «genovés» era un eufemismo para designar a un «judío».

– Está bromeando…

– No, de ninguna manera. Era común en aquel tiempo, cuando alguien quería decir «aquel hombre es judío», que dijese «aquel hombre es de nación». Nación judaica, se entiende. Pero, al parecer, en aquella época de persecuciones antisemitas, muchos judíos, cuando un cristiano los interrogaba, se llamaban también genoveses. Por ello a veces se afirmaba que tal persona era «de nación genovesa», una forma irónica o discreta de indicar que era judía. ¿Entiende?

– Pero ¿hay pruebas de eso?

– Esto es algo que se sabe a partir de la tradición oral hebraica, no hay documentos que afirman tal cosa textualmente.

Pero existe una confirmación implícita en una carta enviada en 1512 por el padre Antonio de Aspa, de la Orden de los Jerónimos, al gran inquisidor de Castilla. En esa carta, Aspa escribió que, en la primera expedición al Nuevo Mundo, Colón llevó a bordo a «cuarenta genoveses». Pero hoy se sabe que casi todos los tripulantes de la primera expedición eran castellanos, aunque entre éstos hubiese algunas decenas que serían de nación judaica, probablemente marranos. Es decir, Aspa estaba realmente informando a la Inquisición de que habían ido cuarenta judíos a bordo. Pero, según hacían algunos en aquel tiempo, no los llamó judíos. Por ironía o pudor, los llamó genoveses.

– Hmm -volvió a murmurar el historiador, perdido en un mundo únicamente suyo, reviendo en la memoria una pregunta mil veces formulada y jamás respondida-: ¿Cuál Eco de Foucault pendiente a 545?

– ¿Cómo?

Tomás se agitó, repentinamente acalorado.

– Es una pregunta que me hicieron una vez. «¿Cuál Eco de Foucault pendiente a 545?» -Se levantó de la mesa, la excitación galopaba en su interior; se sentía totalmente incapaz de quedarse quieto-. Basándome en una revelación de Umberto Eco, creía que la respuesta era «judío portugués» o «cristiano nuevo». Pero, al final, no. La respuesta correcta es otra. ¿Sabe cuál es?

El rabino negó con la cabeza.

– No tengo la menor idea.

Tomás sonrió.

– Es «marrano».

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