Capítulo 17

El móvil sonó cuando Tomás se preparaba para salir de casa. Pretendía ir a la Torre do Tombo a revisar documentos donde localizar referencias a los Colona; habían neutralizado el Códice 632, pero pensó que ahora que conocía el verdadero nombre de Cristóbal Colón sería más fácil, sin duda, seguirle el rastro. La absoluta inexistencia de documentos sobre la vida de Colón en Portugal era un enigma finalmente explicado; a fin de cuentas, el navegante vivió en el país con otro nombre, el genuino, por lo que, entendida y superada por fin esa dificultad, se sentía ahora confiado en que algo habría de encontrar entre los viejos manuscritos, recibos, facturas, certificados, misivas y todo lo que se hubiera acumulado por debajo del polvo del mayor archivo portugués de documentos del siglo XVI.

– ¿Sí? ¿Tomás?

Era la voz de Constanza.

– Ah, hola -saludó Tomás con un tono mesurado; se sentía al mismo tiempo sorprendido y feliz por aquel telefonazo, pero seguía herido por dentro y no quería demostrar el alivio que experimentaba al recibir, finalmente, una llamada de su mujer-. ¿Qué tal estás?

– No lo sé -vaciló Constanza-. El doctor Oliveira quiere hablar con nosotros esta mañana.

– ¿Esta mañana? No puedo, tengo que ir ahora a la Torre do Tombo…

– Dice que es urgente. Tenemos que estar en el hospital de Santa Marta a las once.

Tomás consultó automáticamente el reloj. Eran las nueve y media de la mañana.

– Pero ¿por qué tanta prisa?

– No lo sé. Ayer llevé a Margarida al hospital para hacerle unos análisis y él no me habló de nada.

– ¿Y cuál es el resultado de esos análisis?

– Quedaron en dármelo hoy.

– Hmm -murmuró Tomás, frotándose los ojos, repentinamente cansado.

– ¿Crees que los análisis mostrarán que algo no anda bien? -preguntó Constanza con mal disimulada aprensión.

– No lo sé. Vamos a ver.


Se encontraron en la rampa de las consultas externas hora y media más tarde. Constanza llevaba un tailleur gris ajustado que realzaba las curvas de su cuerpo y le daba cierto aspecto de ejecutiva. Subieron la rampa y, en el extremo, entraron por una puerta a la izquierda para desembocar en los claustros del antiguo convento, ahora transformado en hospital para enfermedades cardiacas; ignoraron los antiguos y hermosos azulejos azules que decoraban el claustro, sumidos en la preocupación que los dominaba, y se internaron en el largo pasillo que los llevó al bloque siguiente.

Por el camino, Constanza le explicó que en la víspera había llevado a la hija al hospital para un análisis de rutina que el médico le había pedido ya hacía algún tiempo; al médico de cabecera le había extrañado la palidez y la relativa postración que Margarida manifestaba desde su fiebre, por Navidad, y quería comprobar que todo iba bien. Como la niña no tenía la piel azulada, que habría indicado un agravamiento de la situación cardiaca, el médico no manifestó gran urgencia, aunque hubiera insistido en la necesidad de hacer análisis de sangre y de orina, lo que llegó a concretarse el día anterior.

Cogieron el ascensor y subieron a la tercera planta, donde estaba situada la sala de cardiología pediátrica. Encontraron al médico junto a la unidad de cuidados intensivos; Oliveira les hizo una señal para que lo siguiesen y los llevó a su despacho, en el ático, un espacio soleado y con buena ventilación.

– Aquí tengo los análisis de Margarida -dijo Oliveira, entrando directamente en la cuestión que lo había llevado a citar a los padres de la niña.

– ¿Sí?

El médico se revolvió en la silla, como si estuviese incómodo, y movió nerviosamente una hoja blanca.

– Las noticias no son buenas -advirtió el médico con gesto sombrío-. Los resultados están francamente alterados y… En fin…, estamos ante un cuadro característico de…, pues…, de leucemia.

Se hizo un silencio absorto en el despacho; Tomás y Constanza intentaban asimilar la noticia.

– ¿Leucemia? -se sorprendió Tomás.

Oliveira meneó la cabeza afirmativamente.

– Sí.

– Pero ¿eso tiene algo que ver con el problema del septo?

– No, nada. No es un problema de tipo cardiaco. Es un problema de hematología.

– ¿Un problema de qué?

– Hematología. Tiene que ver con la sangre -mostró la hoja con los datos proporcionados por el laboratorio que hizo los análisis-. ¿Ven estos resultados? Los análisis muestran más de doscientos cincuenta mil glóbulos blancos por milímetro cúbico.

– ¿Y eso?

– Lo normal es que no exceda los diez mil. Margarida tiene una cantidad excesiva de glóbulos blancos. -Señaló otra cifra-. Y aquí está la hemoglobina. Tiene siete gramos, cuando lo normal serían doce. Es una señal de anemia.

– La leucemia es el cáncer de la sangre -observó Constanza con la voz trémula, reprimiendo a duras penas los sollozos-. Eso es… grave, ¿no?

– Muy grave. A decir verdad, este tipo de leucemia se conoce como leucemia aguda, cuyo índice de incidencia es mayor en niños con el síndrome de Down que en niños normales.

– Pero ¿tiene tratamiento? -preguntó Tomás, sintiéndose presa del pánico.

– Sí, claro.

– ¿Entonces qué tenemos que hacer?

– En realidad, éste es un problema que está fuera de mi ámbito específico. La leucemia aguda sólo puede tratarse en el IPO, el Instituto Portugués de Oncología, pero quédense tranquilos porque conozco excelentes profesionales que podrán resolver esta situación. Después de ver estos resultados, me tomé la libertad de consultar a una colega en el instituto y estuvimos pensando en qué hacer a continuación. -Fijó su mirada en Constanza-. ¿Por dónde anda Margarida ahora?

– ¿Margarida? Está en el colegio, claro.

– Muy bien. Vayan ahora a buscarla y llévenla al IPO para que la ingresen inmediatamente.

Tomás y Constanza se miraron, conmovidos.

– ¿Vamos a buscarla ahora?

– Ahora -insistió el médico, desorbitando los ojos para subrayar la urgencia-. Ya. -El médico escribió un nombre en la libreta de notas-. Cuando lleguen al IPO pregunten por la doctora Tulipa, con quien ya he hablado. Ella se está ocupando de todo y va tomar las riendas del caso.

– Pero Margarida se pondrá bien, ¿no?

– Como les he dicho, ésta no es mi especialidad, pero estoy seguro de que se le dará una respuesta eficaz al problema -repuso el médico, intentando encontrar palabras de consuelo. Entregó a los padres la hoja con el nombre de la médica-. De cualquier modo, tendrá que ser la doctora Tulipa la que haga el diagnóstico, les explique en qué consiste la enfermedad y les presente las soluciones más adecuadas.


Fue como si el mundo se hubiese derrumbado nuevamente. Constanza lloró durante todo el viaje hasta el colegio, sonándose con un pañuelo de encaje; a su lado, aferrado firmemente al volante, Tomás iba callado, quebrantado por el desánimo, vencido por el desaliento. Ambos se daban cuenta de que aquél era sólo el inicio de un proceso que ya conocían, una terrible experiencia que se verían obligados a vivir otra vez, un carrusel de devastadoras emociones, y no sabían si serían capaces de sobrevivir a ello. Después de la pesadilla en que se transformó el perturbador periodo después del nacimiento de la hija, reconsideraban preparados para todo; pero ahora descubrían que no lo estaban, eran al fin y al cabo sólo dos personas desorientadas, perdidas en un laberinto de angustias sin fin, padres desesperados ante la partida a la que el destino los desafiaba de nuevo, y el impulso de sublevarse latía en sus entrañas, interrogándose mil veces sobre qué demonios habían hecho para merecer tan aciaga suerte.

Al llegar al colegio, Tomás le hizo prometer a Constanza que no derramaría una sola lágrima delante de su hija; con el corazón oprimido por la ansiedad, sonriendo con un nudo en la garganta, ambos le explicaron que tenía que ir al hospital.

– Es po' el cor'azón, ¿no? -preguntó Margarida, con una súplica temerosa en la mirada, presintiendo nuevas torturas en manos de los médicos-. ¿Estoy enfe'mita ot'a vez?

El viaje hasta el Instituto de Oncología fue penoso, con Margarida gritando que no quería ir; se cansó deprisa, sin embargo, y la parte final del recorrido se hizo casi en silencio, sólo roto por un gemido ocasional de la pequeña y el arrullar mimoso de la madre; Constanza rodeaba a su hija con un abrazo protector, fundiéndose ambas en el asiento trasero, encerrándose en una concha de afectos.

Entregaron la niña a los cuidados de la doctora Tulipa, una mujer de mediana edad, con gafas de alta graduación y el cabello canoso, delgada y enérgica. La médica dio sus órdenes y llevó a la niña a lo que parecía ser una pequeña sala de operaciones, lo que asustó a sus padres.

– Calma, no vamos a operarla ya -les dijo Tulipa-. Lo que pasa es que estuve estudiando el resultado de los análisis de sangre que me mandó Oliveira y he visto que tenemos que hacerle un mielograma.

– ¿Qué es eso?

– Vamos a aspirarle células de la médula ósea, en este caso de la pelvis, para confirmar el diagnóstico y determinar exactamente qué tipo de problema tiene su hija.

El mielograma se realizó con anestesia local y en presencia de los padres, que no pararon de confortar y dar ánimos a la niña. Cuando el examen terminó, se depositaron partículas de médula ósea en láminas de cristal y fueron llevadas al laboratorio. La médica interrogó a Constanza y a Tomás sobre los problemas manifestados por su hija el último mes, incluidas las descripciones de su palidez, fatiga, fiebre y hasta hemorragias nasales, pero evitó dar explicaciones detalladas sobre lo que ocurría, alegando que sólo el mielograma podría aportar certidumbres.

Horas después, Tulipa llamó a los padres a su austero despacho.

– Ya han visto los resultados del mielograma -anunció-. Margarida tiene una leucemia mieloblástica aguda.

– ¿Qué es eso, doctora?

– Es un grupo de neoplasias malignas de la médula ósea de los precursores mieloides de los leucocitos.

Tomás y Constanza mantuvieron la mirada fija en la médica, ambos ansiosos y angustiados.

– Disculpe, doctora -intervino Constanza, en el límite de la paciencia-. Evite usar ese galimatías con nosotros. Explíquenos lo que ocurre en palabras llanas, por favor.

La médica suspiró.

– Saben seguramente qué es una leucemia…

– Es el cáncer de la sangre.

– Es una manera de definirla. -Se levantó de la silla y mostró un mapa del cuerpo humano en un cuadro pegado a la pared-. En el centro del problema está la médula ósea, que se encuentra en la cavidad de los huesos y tiene la función de formar las células sanguíneas. Lo que ocurre es que han aparecido células blásticas anormales en el cuerpo de la niña que han invadido la médula, y ésta ha dejado de formar células sanas. El ataque de las células cancerígenas a los glóbulos rojos ha provocado anemia y es responsable de la palidez de Margarida. A su vez, el ataque a los glóbulos blancos ha causado las infecciones que ha sufrido, dado que el cuerpo ha perdido resistencia, mientras que el ataque a las plaquetas ha producido las hemorragias en la nariz, ya que son las plaquetas las que producen las coagulaciones, y sin plaquetas no hay coagulación. Como son los glóbulos rojos que transportan el oxígeno a las células y retiran el dióxido de carbono de los tejidos para llevarlos hacia los pulmones, donde son expelidos, su carencia implica que las células no reciben oxígeno suficiente y retienen el dióxido de carbono demasiado tiempo, lo que es muy peligroso.

– Y usted dice que Margarida tiene una leucemia aguda -intervino Tomás.

– Una leucemia mieloblástica aguda -precisó-. De hecho, hay varios tipos de leucemia. Las hay crónicas, que se extienden en el tiempo gracias a la maduración parcial de las células, y las agudas, que son repentinas y muy peligrosas debido al hecho de que las células permanecen inmaduras. Su hija tiene una leucemia aguda. -Alzó dos dedos-. La aguda se caracteriza por dos tipos dominantes, el linfoide y el mieloide. Entre los niños, la más común es la leucemia linfoide aguda, mientras que los adultos tienden a tener leucemia mieloide aguda. La mieloide, que es la que nos preocupa, incluye varios subtipos. Está la promielocítica, la mielomonocítica, la monocítica, la eritrocítica, la megacariocítica y la mieloblástica. Margarida tiene la mieloblástica, que es relativamente común entre los niños con trisomía 21 y que implica el crecimiento descontrolado de los mieloblastos, células inmaduras que anteceden a los glóbulos blancos. -Consultó la hoja con los resultados del mielograma-. Fíjese, Margarida tiene doscientos cincuenta mil mieloblastos por milímetro cúbico, cuando sólo debería tener un máximo de diez mil.

– Usted dice que esta leucemia es peligrosa. ¿Muy peligrosa?

– Puede provocar la muerte.

– ¿En cuánto tiempo?

– Unos días.

Los padres miraron fijamente a la médica; escucharon y no querían creerlo.

– ¿Unos días?

– Sí.

Constanza se llevó la mano a la boca, con los ojos ya húmedos.

– Pero ¿no hay nada que podamos hacer? -preguntó Tomás aterrorizado.

– Claro que sí. Vamos a comenzar de inmediato la quimioterapia para intentar estabilizar la situación.

Tomás y Constanza tuvieron una sensación de esperanza recorriéndoles el cuerpo.

– ¿Y…, y eso la curará?

– Con un poco de suerte…

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Mi deber es ser clara con respecto a la situación de su hija. No puedo, por ello, ocultarles el hecho de que existe un elevado índice de mortalidad en estos casos.

Los padres se miraron; la pesadilla era mucho más tenebrosa de lo que habían previsto. Ambos tenían plena conciencia de que su hija, con los problemas cardiacos que la afectaban desde su nacimiento, vivía al borde del abismo, pero no estaban, de modo alguno, preparados para la posibilidad de perderla de un modo tan repentino, para colmo a causa de una enfermedad que no poseía ninguna relación con las dificultades a que se habían habituado. Todo les parecía ahora arbitrario e injusto, la vida de su hija entregada a un cruel capricho del azar, como si el destino fuese una partida de dados, prepotente y aleatoria. La posibilidad de muerte se había vuelto surrealistamente real, palpable, amenazadora.

– ¿El índice de mortalidad es muy elevado, doctora? -murmuró Tomás, horrorizado por la pregunta y temiendo la respuesta, temiéndola como nunca había temido las palabras de alguien.

– El "índice global de supervivencia a una leucemia mieloblástica aguda anda, aproximadamente, entre el treinta y cinco y el sesenta por ciento. -La doctora suspiró de nuevo, deprimida por las malas noticias que se veía obligada a dar-. Tienen que ser fuertes y estar preparados para lo peor. Es necesario que sepan que sólo una de cada dos personas sobrevive a una leucemia de este tipo.

Constanza y Tomás se quedaron asolados por la información, la situación de su hija era mucho más grave de lo que alguna vez habían imaginado. Delante de Margarida, no obstante, mantuvieron una actitud positiva, intentando estimularla a enfrentar el tratamiento violento a la que la niña fue sometida de inmediato.

Los médicos le aplicaron una agresiva poliquimioterapia, asociando varios medicamentos a una acción de control de las complicaciones infecciosas y hemorrágicas. Se le efectuó una punción lumbar para aspirar el líquido destinado a un examen citológico e inyectar de medicinas directamente en la médula espinal. La idea era destruir por completo las células cancerígenas, en un intento de obligar a la médula ósea a producir nuevamente células normales. También le implantaron un catéter venoso central en una vena profunda, con el fin de evitar el recurso a nuevas y dolorosas punciones lumbares para la aplicación de medicamentos, además de hacerle varias transfusiones de sangre.


Al cabo de algún tiempo, Margarida perdió todo el pelo y pareció consumirse. Sin embargo, la poliquimioterapia comenzó a dar resultados. A medida que se efectuaban los exámenes de control, se comprobó que el número de mieloblastos estaba sufriendo una considerable reducción. Cuando quedó claro que la situación se estabilizaría en breve, la doctora Tulipa volvió a reunirse con Constanza y Tomás.

– Preveo que Margarida entrará en remisión la próxima semana -anunció.

Los padres la miraron, desconfiados, temiendo que aquella nueva palabra fuese signo de una nueva catástrofe.

– ¿Qué quiere decir con eso, doctora?

– Que el número de mieloblastos será el normal -explicó-. Pero, según mi análisis, la situación seguirá siendo inestable y la remisión será temporal. Por ello, sólo veo una manera de salvar a la niña.

– ¿Cuál?

– Con un trasplante de médula ósea.

– ¿Y es posible hacerlo?

– Sí.

– ¿En Portugal?

– Sí.

Constanza y Tomás se miraron, como si buscasen mutuo consentimiento, y volvieron a dirigirse a la médica.

– ¿Entonces qué estamos esperando? Vamos a por ello.

Tulipa so quitó las gafas y se frotó los ojos con la punta de los dedos. Se sentía cansada.

– Tenemos un problema.

Se hizo silencio.

– ¿Qué problema, doctora? -susurró, por fin, Tomás.

– Nuestras unidades de trasplante están congestionadas de tanto trabajo. Sólo dentro de un mes será posible operar a Margarida.

– ¿Entonces?

– No sé si ella resistirá un mes. Mis colegas creen que sí, pero yo tengo mis dudas.

– Cree que Margarida no puede esperar un mes, ¿no?

– Poder, puede. Pero es arriesgado. -Se puso las gafas y miró a Tomás-. ¿Usted quiere arriesgar aún más la vida de su hija?

– No. De ninguna manera.

– Entonces sólo hay una opción. Margarida tiene que ser operada en el extranjero.

– Hagámoslo, doctora. -Pero es una operación cara.

– Siempre he oído decir que el Estado pagaba.

– Sí, es verdad. Pero no en este caso. Habiendo posibilidades de hacer la operación en Portugal, y no estando comprobada la urgencia, el Estado entiende que no está obligado a pagar operaciones en el extranjero.

– Pero ¿no está comprobada la urgencia de esta operación?

– En mi opinión, sí que lo está. Pero no en la opinión de mis colegas. Lamentablemente, ésa es la opinión que prevalece para el Estado, de modo que no se pagará nada.

– Voy a hablar con ellos.

– Puede hablar todo lo que quiera, pero va a perder un tiempo precioso. Entre intercambio de recursos y requerimientos, el tiempo se va agotando. Y el tiempo es un lujo del que su hija en este momento no puede disfrutar.

– Pagamos nosotros, pues.

– Es caro.

– ¿Cuánto?

– He hecho una prospección y he encontrado un hospital pediátrico de Londres que está dispuesto a operar a Margarida la próxima semana. Les he enviado las referencias genéticas del cromosoma seis de Margarita y ellos han hecho exámenes de histocompatibilidad que les permitirán detectar un donante compatible. En cuanto la niña entre en remisión, lo que preveo que sucederá la semana próxima, estará en condiciones de ser trasladada a Londres y operada de inmediato.

– Pero ¿cuánto cuesta eso? -insistió Tomás.

– Los costes de trasplante, más la estancia en el hospital, los viajes y los hoteles para los padres, todo eso debe de rondar los cincuenta mil dólares.

– ¿Cuánto?

– Diez millones de escudos.

Tomás bajó la cabeza abatido, impotente.

– No tenemos ese dinero.

La médica se recostó en la silla y pareció desinflarse.

– Entonces sólo nos queda rezar -concluyó-. Rezar para que mis colegas tengan razón y Margarida aguante un mes.


El azul turquesa de la piscina relucía al sol, sereno e incitante, templando el verdor que rodeaba la terraza del Pabellón, el restaurante al aire libre del hotel da Lapa. El cielo se abría rebosante de luz, esplendoroso y acogedor, con aquel añil profundo característico de la primavera; el día había nacido tan radiante que Nelson Moliarti eligió la terraza para el encuentro urgente solicitado por Tomás. El historiador cruzó el jardín y se encontró con el estadounidense vestido con unos pantalones beis impecablemente planchados y un polo amarillo, la piel bronceada por el sol, sentado en una mesa, bajo una sombrilla blanca, saboreando un zumo de naranja natural.

– Usted no tiene buen aspecto, no -comentó Moliarti, observando la palidez de su rostro y las ojeras que marcaban los ojos-. ¿Está enfermo?

– Es mi hija -explicó Tomás. Se sentó al lado del estadounidense y miró el infinito-. Tiene un problema muy serio.

– Ah -exclamó Moliarti, bajando los ojos-. Lo lamento mucho. ¿Es realmente grave?

– Sí, es grave.

Un camarero se acercó a la mesa con un bloc en la mano.

– ¿Desea algo, caballero?

– ¿Tiene té verde?

– Claro que sí. ¿Cuál desea?

– No lo sé. Cualquiera.

– Si le parece bien, le traeré un Ding Gu Da Fang chino. Es un té claro y vaporizado.

– Vale.

El camarero se alejó y los dos hombres se quedaron solos en la mesa, bajo la sombrilla. Ninguno de ellos quería retomar la conversación, por lo que siguieron un largo rato observando a una chica delgada, de pelo negro y piel trigueña, piernas largas y grandes gafas de sol en su rostro fino, que pasaba en bikini rojo por el borde de la piscina con una toalla al hombro; lanzó la toalla sobre una tumbona, se quitó las gafas y se echó lánguidamente a lo largo, vuelta hacia el sol, boca arriba, entregada al placer ocioso de quien vive sin preocupaciones.

– Necesito dinero -dijo finalmente Tomás, rompiendo el silencio.

Moliarti bebió un trago de zumo.

– ¿Cuánto?

– Mucho.

– ¿Cuándo?

– Ahora. Mi hija tiene un problema muy, pero que muy grave. Tienen que operarla de urgencia en el extranjero. Necesito pasta.

Moliarti suspiró.

– Como sabe, tenemos que pagarle medio millón de dólares. Pero hay una condición.

– Lo sé.

– ¿Está dispuesto a firmar el contrato de confidencialidad?

Tomás clavó la vista en Moliarti, furioso y resignado.

– ¿Qué alternativas tengo? ¿Eh? ¿Qué alternativas?

El estadounidense se encogió de hombros.

– Usted sabrá.

– Entonces muéstreme ese maldito contrato y acabemos con esta fantochada.

Moliarti se inclinó en la silla y cogió una pequeña cartera apoyada en el suelo. La puso sobre la mesa, la abrió y sacó de allí un documento jurídico.

– Cuando me llamó, supuse que querría firmar -observó el estadounidense-. Aquí está el contrato.

– Léamelo.

El texto estaba redactado en inglés y Moliarti lo leyó de cabo a rabo en voz alta. Era un contrato entre el profesor Tomás Noronha y la American History Foundation, en el que ésta se comprometía a pagar quinientos mil dólares al historiador a cambio de la promesa de sigilo en cuanto a las investigaciones que el académico había llevado a cabo al servicio de la institución. El documento era tan detallado que hasta mencionaba las diversas formas de publicación. Quedaba prohibida la difusión de los descubrimientos en artículos, ensayos, entrevistas y hasta ruedas de prensa, y jamás podría ser revelado el nombre de los participantes en el proceso. El contrato preveía también una cláusula de penalización en caso de violación de lo estipulado por un valor que doblaba el que la fundación pagaba por el sigilo. O sea, que la fundación entregaba medio millón de dólares a Tomás como premio por sus servicios. Si el historiador, sin embargo, revelaba las conclusiones de la investigación por los medios que el contrato prohibía, tendría que devolver ese importe y pagar el mismo valor como penalización. Sería, en total, un millón de dólares. Era un documento blindado.

– ¿Dónde firmo?

– Aquí -indicó Moliarti señalando los espacios en blanco.

El estadounidense le dejó un bolígrafo y Tomás firmó en dos copias, una para la fundación y otra para él. Devolvió el bolígrafo y guardó su copia en la cartera.

– Falta el cheque.

Moliarti sacó un talonario de su cartera y comenzó a rellenarlo.

– Medio millón de dólares, ¿eh? Se va a volver rico -dijo Moliarti con una sonrisa-. Va a poder tratar a su hija y reconquistar a su mujer.

Tomás se quedó mirándolo con expresión interrogativa.

– ¿Mi mujer?

– Sí, va a poder reconquistarla, ¿no? Con toda esa pasta…

– ¿Cómo sabe usted que estoy separado de mi mujer?

Moliarti dejó de escribir, su mano quedó suspendida sosteniendo el bolígrafo y lo miró, cohibido.

– Bueno…, usted me lo ha contado.

– No se lo he contado, no. -Su tono de voz se volvió más agresivo-. ¿Cómo lo supo?

– Pues… deben de habérmelo contado…

– ¿Quién? ¿Quién se lo ha contado?

– No…, no lo recuerdo. Vaya, hombre, no tiene por qué enfadarse…

– No me venga con gilipolleces, Nelson. ¿Cómo ha sabido que estoy separado de mi mujer?

– Pues… lo he oído por ahí.

– Usted está mintiendo, Nelson. Pero no me voy de aquí mientras no me lo explique todo muy bien. ¿Cómo supo que estoy separado de mi mujer?

– Ah, no lo sé. No importa, ¿no?

– Nelson, ¿ustedes están espiándome?

– ¡Vaya, hombre! ¡Espiar es una palabra demasiado fuerte! Digamos que nos hemos mantenido informados.

– ¿Cómo?

– No interesa.

– ¿Cómo? -dijo Tomás casi gritando.

Las personas próximas, ante la agresividad de la discusión, se dieron la vuelta para ver qué pasaba. Moliarti se dio cuenta y le hizo un gesto a Tomás para que se calmase.

– Tom, no se irrite.

– ¡No me irrito, caramba! No me iré de aquí sin saberlo.

El estadounidense suspiró. Tomás estaba al borde del descontrol y no veía modo de calmarlo. Sólo había una salida.

– Okay, okay. Se lo contaré todo, pero usted tiene que prometerme algo, ¿vale?

– ¿Prometerle qué?

– Que no se va a enfadar cuando le cuente la verdad. Okay?

– Depende.

– Depende, no. Se lo contaré con la condición de que no se enfade. Si se enfada, no se lo contaré. ¿Está claro?

– Muy bien.

– ¿No se va a enfadar?

– No.

– ¿No va después a soltarse de la lengua y decirle a todo el mundo que fui yo quien se lo contó?

– No.

– ¿Me lo promete?

– Sí. Hable de una vez.

Moliarti volvió a respirar hondo. Bebió un trago más de zumo de naranja, justo en el momento en que el camarero reapareció con el té verde. Colocó la tetera en la mesa y una taza de porcelana, echando en ella el líquido claro y humeante.

– Té Ding Gu Da Fang -anunció, antes de desaparecer.

Tomás bebió un sorbo caliente. La tisana tenía un sabor ligeramente picante y afrutado, muy agradable.

– Esta operación era muy importante para nosotros -comenzó a explicar Moliarti-. La investigación del profesor Toscano, inicialmente dirigida al descubrimiento de Brasil anterior a Cabral, tropezó por casualidad con un documento desconocido.

– ¿Qué documento?

– Probablemente el que usted encontró.

– ¿El Códice 632?

– Ese.

– ¿El que ustedes adulteraron, el otro día, cuando asaltaron la Biblioteca Nacional?

– No sé de qué me está hablando.

– Claro que lo sabe. No se haga el angelito conmigo.

– ¿Quiere escuchar la historia o no?

– Cuéntela ya.

– Pero no se enfade, ¿eh?

– Y bien…

– Bueno…, pues… entonces, a causa de ese hallazgo, que no llegó a revelarnos, el profesor se puso a investigar justamente aquello que la fundación jamás quiso que él investigase. El verdadero origen de Cristóbal Colón. Intentamos corregir el camino, encauzándolo hacia el tema de Brasil, pero él se obstinó y empezó a hacer todo en secreto. Cundió el pánico en la fundación. El tipo estaba fuera de control. Incluso consideramos la posibilidad de prescindir de él, pero eso no iba a impedir que continuase con la investigación: aquel descubrimiento era demasiado impactante. Y, además, estaba el problema del documento: no sabíamos cuál era ni en qué sitio se encontraba archivado. Cuando el profesor murió, en circunstancias extrañamente providenciales, en mi opinión, intentamos enterarnos de dónde se ocultaba la prueba que él había descubierto. Registramos los documentos que el profesor guardaba, pero sólo nos topamos con algunas cifras incomprensibles. Fue entonces cuando surgió la idea de contratarlo a usted. Necesitábamos a alguien que fuese a la vez portugués, historiador y criptoanalista, con el fin de penetrar mejor en la mente del profesor y desvelar el secreto, y usted era el único que reunía esas tres condiciones. Pero, como le he dicho, ésta era una operación muy importante para nosotros. Al reconstruir toda la investigación, se hizo evidente que usted también llegaría a la conclusión de que Colón no era genovés y no podíamos correr el riesgo de que se repitiera lo que había ocurrido con el profesor Toscano. Fue entonces cuando John tuvo una idea. El tenía amigos de las empresas petrolíferas estadounidenses que operan en Angola y les preguntó si conocían a alguna prostituta de lujo que hablase bien portugués. Le presentaron a una muchacha despampanante y John la contrató en el acto.

Tomás abrió la boca, estupefacto. No quería creer en lo que estaba escuchando.

– Lena.

– Su verdadero nombre es Emma.

– ¡Hijos de puta!

– Usted prometió que no se enfadaría. -Hizo una pausa, mirando a su indignado interlocutor-. ¿Se va a enfadar?

Tomás hizo un esfuerzo para controlar la furia. Respiró hondo e intentó relajarse.

– No. Continúe.

– Tiene que comprender que, para la fundación, era muy importante que las cosas no se desbaratasen otra vez. Realmente muy importante. Para ello era fundamental que tuviésemos inside Information. ¿Entiende? Usted me hacía los informes regularmente, pero ¿qué garantías teníamos de que nos estaba contando todo? -Dejó que esta pregunta se asentase-. Emma era nuestra garantía. Ella vivió varios años en Angola, donde se relacionaba con los big shots extranjeros de la industria petrolífera, personas con mucha pasta que se pasaban la vida en Luanda y Cabinda. Era una hooker de lujo, cosa fina, rechazaba clientes que no le gustaban, fueran quienes fuesen. Emma usaba Rebecca como nombre artístico y fingía ser estadounidense, pero, en realidad, nació en Suecia. Era una ninfómana y, por ello, hacía de hooker por placer, no por necesidad. Le mostramos una fotografía suya, le gustó y aceptó el negocio. Estuvo una semana estudiando la asignatura para convertirse en una estudiante creíble y se fue a Lisboa antes incluso de que nosotros lo contactásemos. Ligó con usted y se dedicó a seguir la investigación, de cuyo progreso me hacía informes semanales.

– Pero yo acabé con ella.

– Sí, eso fue un gran problema -observó Moliarti balanceando afirmativamente la cabeza-. ¡Vaya por Dios! ¡Hay que tener big balls para separarse de una guapetona como ella! Usted me produjo admiración, ¿entiende? Hay millones de hombres babeándose por una muñeca así, una verdadera bombshell, y usted la despidió sin pensarlo dos veces. -Se llevó dos dedos a la frente-. ¡Tiene mérito! -Hizo un gesto amplio con las manos-. Y nos trajo un dolor de cabeza tremendo, dado que perdíamos así nuestra fuente más fiable de información. Fue entonces cuando a John se le ocurrió la idea de que se presentase ante su mujer. Podía ser que, si su mujer rompía la relación, usted llamara a Emma de nuevo. No le gustó la idea y se opuso, pero las cosas son como son, ¿no? John le explicó ciertas realidades y ella aceptó contarle todo a su mujer. Como estaba previsto, su mujer cogió las cosas y desapareció y nosotros nos quedamos esperando a que usted aceptase a Emma de vuelta. Le dimos la orden de que fuese a clase, pero, por lo visto, usted no se volvió atrás.

– ¿Dónde está ella ahora?

– Le dijimos que se fuera, no sé por dónde anda ahora. Ni interesa.

Tomás respiró hondo, agobiado y asqueado de toda aquella historia.

– Qué juego más sucio, ¿eh? Realmente qué bajeza… Moliarti agachó la cabeza y siguió rellenando el cheque. -Sí -admitió-. No ha sido nuestro momento mejor, no. Pero ¿qué quiere? Es la vida.

Terminó de rellenar el cheque y se lo entregó a Tomás. Trazados con tinta azul, se veían los guarismos correspondientes. Medio millón de dólares. El precio del silencio.

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