Prólogo

Cuatro.

El viejo historiador no sabía, no podía saber, que sólo le quedaban cuatro minutos de vida.

El ascensor del hotel lo esperaba con las puertas abiertas y el hombre pulsó el botón de la planta duodécima. Inició el viaje y se admiró frente al espejo. Se encontró acabado: se vio calvo en la coronilla, sólo le quedaba pelo detrás de las orejas y en la nuca; y eran pelos quebradizos, blancos como la nieve, tan blancos como la barba rala que escondía su cara delgada y enjuta, surcada por arrugas profundas. Estiró los labios y analizó sus dientes descuidados, amarillos de tan opacos, con excepción de los implantes, los únicos que reflejaban una salud nívea de marfil.

Tres.

Un «tin» suave fue la forma que encontró el ascensor para anunciarle que habían llegado a su destino, era necesario que el ocupante saliera y se enfrentase a su muerte, porque él, el ascensor, tenía más huéspedes que atender. El viejo pisó el pasillo, giró a la izquierda, buscó la llave en el bolsillo con la mano derecha y la encontró; era una tarjeta blanca de plástico con el nombre del hotel en un lado y una cinta oscura en el otro; la cinta contenía el código de la llave. El viejo colocó la tarjeta en la ranura de la puerta, se encendió una luz verde en la cerradura, giró el picaporte y entró en la habitación.

Dos.

Le recibió el vaho seco y helado del aire acondicionado y se le erizó el vello por aquel frío agradable; pensó en lo bueno que era sentir aquella frescura después de toda una mañana sometido al calor abrasador de la calle. Se inclinó sobre el frigorífico, abrió la puerta, sacó el vaso con el zumo y se acercó al ancho ventanal. Con un suspiro tranquilo admiró los edificios altos y anticuados de Ipanema. Justo enfrente se erguía un pequeño bloque blanco de cinco pisos; bajo el sol caliente del comienzo de la tarde centelleaba en la terraza una piscina de agua azul turquesa, incitadora y refrescante. Al lado se alzaba un edificio oscuro más alto, con amplios balcones llenos de sillas y tumbonas; los morros, al fondo, formaban una barrera natural que rodeaba la selva de cemento con sus curvos contornos verdes y grises; el Cristo Redentor saludaba de perfil en el Corcovado, figurilla esbelta y ebúrnea que abrazaba a la ciudad desde lo alto, frágil y minúscula, manteniendo el equilibrio sobre el abismo del macizo arbóreo del morro más alto de la ciudad, cerniéndose en la cresta del mirador, encima de un pequeño manojo blanquecino de nubes que se había adherido a la cima del promontorio.

Uno.

El viejo se llevó el vaso a la boca y sintió bajar suavemente el líquido anaranjado por la garganta, dulce y fresco. El zumo de mango era su bebida favorita, especialmente porque el azúcar acentuaba el regusto meloso del fruto tropical. Además, las fábricas de zumos producían un zumo puro, sin agua, con la fruta pelada en el momento; de este modo, el zumo de mango llegaba compacto, las hebras del fruto mezcladas con el líquido espeso y vigorizante. El viejo bebió el zumo hasta el final, con los párpados cerrados, saboreando el mango con una lenta gula. Cuando acabó, abrió los ojos y observó con placidez el azul resplandeciente de la piscina en la terraza del edificio frontero de la habitación. Fue la última imagen que contempló.

Dolor.

En ese instante, le estalló en el pecho un dolor desgarrador; se retorció convulso, se dobló sobre sí mismo y se agitó en un espasmo imposible de controlar. El dolor se hizo insoportable y el hombre cayó al suelo, fulminado; reviró los ojos, que acabaron fijos y vidriosos en el techo de la habitación, inmóviles, el cuerpo boca arriba, los brazos abiertos y las piernas estiradas, temblando en una postrera contracción.

Ese mundo, el suyo, había llegado a su fin.

Загрузка...