Capítulo 2

Una nube de vapor se elevó desde el suelo con inusitado fulgor, como si la hubiese expelido un volcán oculto en el asfalto, y se disolvió rápidamente en el aire frío y seco de la noche. Tomás sintió el olor nauseabundo a fritos que había liberado la nube, reconoció el olor peculiar del chao min chino, pero pronto pudo no hacerle caso; en su mente tenía otras prioridades, la principal de las cuales era conservar el calor del cuerpo, defenderse del vaho polar que lo helaba. Acomodó un botón que se había soltado y se encogió aún más en el abrigo, sumergiendo firmemente las manos en los bolsillos. Nueva York es una ciudad desagradable cuando el viento fustiga las calles al comienzo de la estación fría, peor aún si el abrigo es ligero, de aquellos adecuados a las condiciones amenas del clima mediterráneo de Lisboa, pero permeables al soplo helado del invierno en la costa este de Estados Unidos: aquella brisa venida del norte anunciando la llegada de la nieve se revelaba excesivamente ruda para una tela tan delicada.

Tomás había desembarcado horas antes en el JFK. Una soberbia limusina negra, colocada a su disposición por la American History Foundation, lo había llevado del aeropuerto al Waldorf-Astoria, el magnífico e imponente hotel art decó que ocupaba una manzana entera entre Lexington y Park Avenue. Demasiado excitado para ser capaz de apreciar los primorosos detalles de la decoración y arquitectura de aquel edificio monumental, el visitante recién llegado dejó apresurado el equipaje en la habitación, le pidió un mapa de la ciudad al concierge y salió a la calle, renunciando a los servicios de la limusina. Fue un error. Quería conocer a fondo las calles de la ciudad, siempre había oído decir que sólo conoce Nueva York quien la recorre a pie, pero se olvidaron de advertir de que eso sólo es verdad cuando no hace frío. Y el frío en Nueva York es algo que no se olvida; es tan intenso que todo lo que hay alrededor desaparece, la visión se turba, lo importante se vuelve irrelevante, lo interesante se transforma en vulgar, sólo importa cómo resistir el frío.

La noche ya había caído sobre aquella inusitada selva de asfalto; al principio, aún con calor en el cuerpo, el frío no lo afectaba; se sentía de tal modo a gusto que, al internarse por la East 50th Street, fue apreciando los gigantescos edificios que buscaban el cielo, en particular el vecino General Electric Building, en Lexington Avenue, otro monumento art decó. Pero, cuando cruzó la Avenue of the Americas y llegó a la Séptima Avenida, el frío comenzaba ya a afectarlo seriamente; le dolía la nariz, los ojos se le enturbiaban y el cuerpo temblaba con convulsiones incontrolables, aunque el mayor sufrimiento fuese el de las orejas, que parecían estar a punto de que la hoja de un cuchillo las desgarrase, de que las cortase una fuerza invisible, unas manos crueles.

La visión del resplandor de luz de Times Square, a la izquierda, dio momentáneo calor a su alma y le suministró fuerzas para proseguir. Bajó por la Séptima Avenida y se internó en el corazón del Theatre District. La animación iluminada de Times Square lo recibió en la confluencia de la Séptima con Broadway; un espectáculo de luz invadió sus sentidos, se sintió asaltado por sucesivas explosiones cromáticas e inundado por aquella embriagante orgía de claridad; allí se hacía el día, múltiples soles expulsaban la sombra de la noche y teñían de colores la agitada plaza. El tráfico era intenso, caótico; los transeúntes se amontonaban como hormigas, algunos caminaban con un propósito definido, otros sólo paseaban y llenaban sus ojos con aquel espectáculo prodigioso, irreal. Brillaban neones de colores en todos los edificios, desfilaban apresuradamente enormes palabras por los grandes billboards, gigantescas pantallas difundían anuncios o incluso programas de televisión, en una animada bacanal tumultuosa hecha de una panoplia interminable de imágenes y colores.

Tomás sintió la vibración del móvil en los pantalones. Sacó el teléfono del bolsillo y se lo acercó al oído.

– ¿Dígame?

– ¿Profesor Noronha?

– Sí, soy yo.

– Le habla Nelson Moliarti. ¿Cómo está? ¿Qué tal el viaje?

– Hola; muy bien, gracias.

– ¿El chófer lo trató bien?

– Estupendamente bien.

– ¿Y le gusta el hotel?

– Una maravilla.

– Sí, el Waldorf-Astoria es una de nuestras atracciones. ¿Sabía que todos los presidentes americanos se hospedan allí cuando vienen a Nueva York?

– ¿Ah, sí? -se admiró Tomás, sinceramente impresionado-. ¿Todos?

– Claro. Desde 1931. El Waldorf-Astoria tiene mucho prestigio. Estadistas, grandes estrellas del cine, artistas de renombre, hasta los reyes se alojan allí. El duque y la duquesa de Windsor, por ejemplo, no se conformaron con dormir allí unas noches. Vivieron en el hotel -enfatizó la palabra «vivieron»-. Vivieron, fíjese…

– Pues nunca se me habría ocurrido. Si es así, sólo puedo agradecerles la atención de haberme hospedado en el Astoria.

– Qué dice, no tiene nada que agradecer. Lo único que nos importa es que se sienta cómodo. ¿Ya ha cenado?

– No, aún no.

– Si quiere, entonces, puede ir a uno de los restaurantes del hotel, le aconsejo el Bull and Bear Steakhouse, si le gusta la carne, o al Inagiku, en caso de que prefiera comida japonesa. También puede llamar al room-service, muy apreciado, del Waldorf-Astoria; salió destacado en la revista Gourmet, fíjese.

– Vale, gracias, pero no hará falta. Picaré alguna cosa por aquí, en Times Square.

– ¿Usted está en Times Square?

– Sí.

– ¿En este momento?

– Sí, claro.

– Pero hace mucho frío. ¿El chófer se encuentra con usted?

– No, le dije que podía irse.

– ¿Y cómo ha ido hasta Times Square?

– A pie.

– Holly cow! Estamos a cinco grados bajo cero. Y hace poco dijeron en la televisión que, con el wind-chill, llegará a los quince bajo cero. Al menos espero que esté bien abrigado…

– Pues…, más o menos.

Moliarti lanzó un chasquido de reprobación con la lengua.

– Tiene que cuidarse. Si lo necesita, basta con que me llame y le digo al chófer que vaya a buscarlo. ¿Tiene mi teléfono?

– Imagino que habrá quedado grabado en la memoria de mi móvil.

– Good! Si me necesita, llámeme, ¿vale?

– Oh, no hará falta. Cogeré un taxi.

– Como quiera. De cualquier modo, sólo lo he llamado para darle la bienvenida a Nueva York y para decirle que tendremos una reunión a las nueve de la mañana en nuestra oficina. El chófer lo estará esperando a las ocho y media en el vestíbulo de Park Avenue para traerlo. La oficina no está lejos del hotel, pero me imagino que ya sabe que el tráfico por la mañana es un verdadero hell.

– Quédese tranquilo. Nos vemos mañana.

– Pues muy bien. Hasta mañana.

Cuando guardó el móvil en el bolsillo, se dio cuenta de que había perdido la sensibilidad en los dedos; tenía la mano helada, ya no obedecía a las órdenes del cerebro; parecía dormida, distante, era como si la mano ya no fuese suya. La metió en el bolsillo del pantalón, en una desesperada busca de calor, pero no mejoró mucho. Se dio cuenta de que no debía seguir en la calle. Vio la puerta de un restaurante a la izquierda y la empujó deprisa, francamente angustiado; entró y recibió el calor del local con alivio, como quien descubre la redención después de la amenaza del infierno; se frotó las manos con frenesí, intentado darse energía y activar la circulación, hasta que sintió que la sensibilidad volvía a la yema de los dedos.

– Can I help you? -preguntó el waiter, un chico joven y sonriente.

Tomás dijo que venía solo y fue a sentarse junto a la ventana; el movimiento de Times Square, congestionado y nervioso, constituía un espectáculo bien visible desde su mesa. El waiter le entregó la carta y el cliente descubrió que había entrado en un restaurante mexicano. Después de examinar el menú, pidió unas enchiladas de queso y carne de vaca y un margarita on the rocks. Cuando el joven se alejó, sumergió los crujientes nachos en una salsa de tomate y cebolla, mordió el aperitivo picante y se recostó en la silla, apreciando la vista. Reconoció que no llevaba una ropa que le permitiese seguir deambulando de aquella forma por la ciudad, por lo que no le quedaban alternativas; después de la cena, cogería un taxi y volvería a refugiarse en el hotel.


La diferencia de cinco horas con Lisboa tuvo su impacto esa noche. Eran las seis de la mañana cuando Tomás se despertó, la oscuridad reinaba al otro lado de la ventana; intentó volver a dormirse, volviéndose y revolviéndose entre las sábanas, pero, al cabo de media hora, entendió que no podría dormir y se sentó en el borde de la cama. Consultó el reloj e hizo el cálculo: eran las once y media de la mañana en Lisboa, no era de sorprender que ya se le hubiese pasado el sueño.

Miró a su alrededor y, por primera vez, pudo apreciar la habitación; el motivo cromático era el bordeaux, bordado en oro y estampado por todas partes, en las cortinas, en la colcha doblada al pie de la cama, en el sofá, en los cojines decorativos. El suelo estaba cubierto de una mullida alfombra de color rojo oscuro; al lado de la cama, una botella de Sauternes tinto esperaba que alguien la abriese; unas plantas vigorosas alegraban los rincones.

Cogió el teléfono y marcó el número del móvil de Constanza.

– Hola, pecosita -dijo usando el petit nom que le había atribuido en su época de noviazgo-. ¿Cómo estás?

– ¿Qué tal Nueva York?

– Hace un frío de morirse.

– Pero ¿es bonita?

– Es una ciudad extraña, pero sí, tiene encanto.

– ¿Qué me vas a traer?

– Chis, chis -susurró él con tono de reprobación-. Siempre has sido una interesada…

– ¡Qué valor! O sea, que el señorito está paseando por Estados Unidos y yo soy una interesada.

– Vale, vale. Te voy a llevar el Empire State, con King Kong y todo.

– No necesito tanto -dijo ella riéndose-. Prefiero el MoMA.

– ¿Qué?

– El MoMA. El Museum of Modern Art.

– Ah.

– Tráeme La noche estrellada, de Van Gogh.

– ¿Cuál? ¿Ese donde se ven las estrellas muy redondas? ¿Está aquí?

– Sí, está en el MoMA. Pero también quiero Los lirios, de Monet; Las señoritas de Avignon, de Picasso; y el Diván japonés, de Toulouse-Lautrec.

– ¿Y King Kong?

– Oye, ¿para qué quiero yo a King Kong si ya te tengo a ti?

– ¡Cabrita! -dijo sonriendo-. ¿Y te basta con unas copias de esos cuadros que quieres?

– No, quiero que vayas a robar los originales. -Hizo una breve pausa-. Claro que quiero unas reproducciones, tontín, ¿qué otra cosa había de ser?

– Vale, iré. ¿Cómo está la niña?

– Bien. Ella está bien -respondió-. Tragona, como siempre.

– Puf, ya me imagino.

– Pero ayer me dijo algo desagradable.

– ¿Qué fue?

– Me dijo durante la cena: «Mamá, los chicos dicen que yo soy subnormal». Y yo le respondí: «No, has oído mal, dicen que tú eres Margarida». Y ella: «No, mamá. Se hablan entre ellos al oído, me señalan y dicen: ésa es subnormal».

Tomás suspiró.

– Ya sabes cómo son los chicos…

– Lo sé, son crueles los unos con los otros. Y el problema es que ella entiende todo y le duele. Cuando se fue a la cama, antes de contarle un cuento, volvió a preguntarme qué era una subnormal.

– Es desagradable, pero ¿qué le vamos a hacer?

– Iré más temprano al colegio para hablar con la profesora.

– No sé si servirá de mucho…

– Bueno, siempre puede explicarles algunas cositas a los niños, ¿no?

– Supongo que sí.

– Y tú deberías ir conmigo.

– Ya empezamos. ¿No ves que estoy fuera del país?

– Esta vez tienes disculpa -admitió ella, antes de cambiar de tema-. Oye, ¿ya te han dicho los americanos lo que pretenden de ti?

– No, tendré una reunión con ellos dentro de poco. Veremos.

– Seguro que quieren hacer el peritaje de algún manuscrito.

– Es probable.

Tomás oyó un timbre sonando al fondo, del otro lado de la línea.

– Es el primer toque -dijo ella-. Voy a colgar: tengo una clase. Además, esta llamada va a costar una fortuna. Besitos y pórtate bien, ¿vale?

– Besitos, pecosita.

– Ten cuidado con las americanas, pillín. He oído decir que son muy lanzadas.

– Vale.

– Y tráeme flores.

Tomás colgó y, como no tenía nada que hacer, encendió el televisor; pasó de canal en canal, NBC, CBS, ABC, CNN, CNN Headline News, MSNBC, Nick'at'Nite, HBO, TNT, ESPN, una sucesión de cacofonías llenó la habitación hasta provocarle bostezos de tedio; miró hacia la entrada y reparó en un periódico sobre la alfombra, probablemente un empleado del hotel lo había deslizado por debajo de la puerta durante la noche. Se levantó y fue a recogerlo; era el New York Times, con el presidente Bill Clinton en la primera página y el alcalde Rudolph Giuliani observando desde un rincón; hojeó distraídamente el periódico, ora leyendo, ora pasando páginas, con una lenta modorra.

Cuando terminó de leer, se duchó, se afeitó y se vistió. Eligió un traje azul oscuro con rayas verticales blancas, trazadas como si fuesen tiza, y se puso una corbata roja con cornucopias doradas. Salió de la habitación y bajó al Oscar's American Brasserie, el amplio salón donde se servía el desayuno. Por regla general, a Tomás no le gustaba comer mucho por la mañana, se sentía empachado; pero, siempre que viajaba al extranjero, lo que era raro, el apetito se le volvía insaciable, devoraba todo con ansiedad. «Tal vez es la inseguridad de estar fuera de casa, de no saber cuándo podré volver a comer», pensó. Lo cierto es que atacó con placer las tortitas con syrup y el eggs benedict, un plato con dos huevos escalfados, una tostada con English muffin y beicon canadiense con salsa holandaise, una dieta de colesterol puro susceptible de provocar una crisis nerviosa a su médico de cabecera. Se sació también con salchichas y baked beans, regados con zumo de naranja natural, y hasta se relamió, goloso, con un delicioso chocolate-hazelnut waffle, antes de, ya ahíto, rendirse y darse por satisfecho.

Terminó el desayuno cerca de las ocho y media. Sin perder tiempo, se dirigió al vestíbulo del hotel, al comienzo de Park Avenue, según las instrucciones de Moliarti. Mientras esperaba, se quedó contemplando el enorme vestíbulo de mármol beis, con columnas y techo falso labrado; una vistosa araña colgaba del mismo, iluminando los motivos del mosaico incrustado en el suelo de mármol. Las paredes resplandecían gracias a varios murales al óleo, todos los cuales reproducían motivos alegóricos.

– Good morning, sir -dijo una voz, saludándolo con cortesía-. How are you today?

Tomás se volvió y reconoció al chófer de la víspera, un negro de aspecto jovial, vestido con un uniforme azul.

– Good morning.

– Shall we go?-preguntó el chófer invitándolo, con la mano enguantada, a seguirlo.

La mañana había amanecido helada, pero un sol glorioso iluminaba la ciudad. «Qué pena que no llegue hasta aquí abajo», pensó Tomás, admirando la cima de los rascacielos. Los edificios de la ciudad eran tan altos que la luz del sol no lograba besar el suelo; como consecuencia, las calles y aceras de Nueva York vivían en una sombra eterna. El visitante se acomodó en el Cadillac, aparentemente era la misma larga limusina negra con la que lo había ido a buscar al aeropuerto en la víspera. El chófer ocupó su lugar al volante. El cristal de separación interior bajó con un zumbido suave, el chófer miró hacia atrás e indicó un pequeño televisor y un estante al lado del pasajero donde relucían una botella de Glenlivet y otra de Moët Chandon dentro de un cubo helado.

– Enjoy the ride -exclamó con una sonrisa.

La limusina arrancó y Tomás se dispuso a contemplar la ciudad. Nueva York se deslizaba ahora frente a él, trepidante y agitada. Subieron por Lexington Avenue y giraron a la izquierda, pasando por el Racquet Club, cuya fachada de estilo palazzo renacentista sorprendió al visitante: era el último estilo arquitectónico que habría esperado encontrar allí. Llegaron a Madison; el Cadillac recorrió varias manzanas de la ancha avenida, siempre en medio de un tráfico denso, hasta que, al llegar al edificio de Sony, reconocible por la parte superior de estilo chippendale, el coche redujo la marcha y se detuvo en la esquina siguiente.

– The office is here -anunció el chófer, señalando la puerta de un rascacielos-. Mister Moliarti is expecting you.

Tomás bajó del coche y observó el edificio. Era una vistosa torre de granito gris verdoso reluciente, con más de cuarenta plantas y un trazado moderno, casi aerodinámico. Un viento helado recorrió la acera y un hombre bien abrigado salió apresuradamente de la entrada del edificio y se le acercó.

– ¿Profesor Noronha?

Tomás reconoció el portugués con acento brasileño americanizado de quien lo había llamado por teléfono.

– Buenos días.

– Buenos días, profesor. Soy Nelson Moliarti, de la American History Foundation. Encantado de conocerlo.

– Igualmente.

Se dieron un apretón de manos. Moliarti era un hombre bajo y delgado, con pelo canoso rizado; parecía un ave de rapiña, los ojos pequeños y la nariz fina y con forma de gancho puntiagudo.

– Bienvenido -dijo el anfitrión.

– Gracias -repuso Tomás y miró a su alrededor-. Hace una rasca impresionante, ¿no?

– ¿Cómo ha dicho?

– Hace frío.

– Sí, sí, mucho frío. Venga, vamos adentro -añadió con un gesto.

Dieron unos pasos y entraron en el cálido refugio del sofisticado edificio. Tomás admiró el vestíbulo de mármol, adornado con una sorprendente escultura, un bloque de granito que parecía suspendido dentro de un tanque de acero; por debajo corría un hilo de agua. Moliarti lo vio observando la escultura y sonrió:

– Es curioso, ¿no? Es obra de un escultor estadounidense.

– Interesante.

– Venga, nuestro office está en el piso 23.

Cogieron el ascensor y subieron con sorprendente velocidad; las puertas se abrieron en pocos segundos y ambos salieron al piso que ocupaba la fundación. La puerta principal era de cristal opaco con un marco de acero reluciente y tenía el logotipo de la institución impreso por delante. Un águila real sostenía en una pata un ramo de olivo, con la otra agarraba una banda con una inscripción en latín: «Hos successus alit: possunt, quia posse videntur». Las iniciales AHF aparecían caligrafiadas en cancillería por debajo.

Tomás leyó la frase musitando e hizo memoria.

– Virgilio -comentó por fin.

– ¿Cómo?

– Esta frase -dijo el portugués señalando la banda sujeta por el águila del logotipo- es una cita de la Eneida de Virgilio. -Releyó la frase y tradujo-: «El triunfo los alienta: pueden porque piensan que pueden».

– Ah, sí. Es nuestro lema -sonrió Moliarti-. El éxito genera éxito: no hay obstáculo que nos frene por más grande que sea. -Miró a Tomás con respeto-. ¿Usted sabe latín?

– Naturalmente -exclamó de pronto-. Latín, griego y copto, aunque no los practique lo suficiente -suspiró-. Quiero ahora abordar el hebreo y el arameo, porque me abrirían nuevos horizontes.

El estadounidense silbó, impresionado, pero no hizo más comentarios. Tras pasar la puerta, llegaron a la recepción y Moliarti lo guio por el pasillo; arribaron a un despacho moderno ocupado por una sexagenaria de modales antipáticos.

– Nuestro invitado -dijo señalando a Tomás.

La señora se levantó y lo saludó con un ademán de la cabeza.

– Hi.

– La señora Theresa Racca, secretaria del presidente de la fundación.

– Helio -saludó el portugués dándole la mano.

– ¿Está John? -preguntó Moliarti.

– Yes.

Moliarti golpeó la puerta y, casi al instante, la abrió. Detrás de un pesado escritorio de caoba labrada estaba sentado un hombre casi calvo, con sus pocos pelos grises echados hacia atrás y una papada bajo el mentón. El hombre se levantó y abrió los brazos.

– Nel, come in.

Moliarti entró y señaló al invitado.

– El profesor Noronha, de Lisboa -dijo en inglés presentándolos-. Profesor, John Savigliano, presidente del executive board de la American History Foundation.

Savigliano se apartó del escritorio y extendió las dos manos en dirección al portugués, con una amplia sonrisa acogedora grabada en su rostro.

– Welcome! Welcome! Bienvenido a Nueva York, profesor.

– Gracias.

Se dieron las manos con entusiasmo.

– ¿Ha tenido un buen viaje?

– Sí, estupendo.

– ¡Espléndido! ¡Espléndido! -Hizo un gesto con la mano izquierda, señalando unos confortables sofás de piel situados en un rincón del despacho-. Por favor, siéntese.

Tomás se acomodó en un sofá y observó rápidamente la sala. Estaba amueblada de manera convencional, con madera de roble embutida en las paredes y en el techo y los espacios ocupados por muebles europeos del siglo xviii, probablemente franceses o italianos. Una enorme ventana revelaba la selva de edificios que se extendían por Manhattan; el visitante comprobó que la vista daba al sur, ya que, entre los múltiples rascacielos levantados en la ciudad, se reconocían a la izquierda los radiantes arcos de acero del espectacular Chrysler Bulding, y a la derecha la estructura escalonada y la larga aguja del Empire State Building; más al fondo, como si fuesen gigantescas miniaturas, las amplias fachadas acristaladas de las torres gemelas del World Trade Center. La tarima del despacho del presidente de la fundación era de nogal barnizado; había enormes plantas en los rincones y un hermoso cuadro abstracto, con formas de un rojo vivo sobre un fondo de curvas de color verde aceituna, completaba la decoración del despacho.

– Es un Franz Marc -explicó Savigliano, al reparar en el interés de su invitado por aquella pintura-. ¿Lo conoce?

– No -dijo Tomás, meneando la cabeza.

– Era un amigo de Kandinsky; ambos formaron el grupo Der Blaue Reiter en 1911 -explicó-. Compré este cuadro, hace cuatro años, en una subasta en Múnich -soltó un leve silbido-. Una fortuna, créame. Una fortuna.

– John es un amante de los buenos cuadros -explicó Moliarti-. Tiene en su casa un Pollock y un Mondrian, imagínese.

Savigliano sonrió y bajó la mirada.

– Bueno, es un pequeño vicio que tengo. -Miró a Tomás-. ¿Quiere beber algo?

– No, gracias.

– Como quiera. ¿Café? Tenemos un capuchino que es una delicia…

– Pues… vale, un capuchino puede ser.

El presidente de la fundación volvió la cabeza hacia la puerta.

– ¡Theresa! -llamó.

– ¿Sí, señor presidente?

– Traiga tres capuchinos y unas cookies.

– Right away, señor presidente.

Savigliano se frotó las manos y sonrió.

– Profesor Tomás Noronha -dijo-, ¿puedo llamarlo Tom?

– ¿Tom? -sonrió Tomás-. ¿Como Tom Hanks? Vale.

– Espero que no le moleste. ¿Sabe una cosa?: nosotros, los estadounidenses, somos muy informales. -Se señaló a sí mismo-. Por favor, llámeme John.

– Y yo soy Nel -dijo Moliarti.

– Entonces estamos de acuerdo -sentenció Savigliano, que miró los rascacielos que se extendían al otro lado de la ventana-. ¿Es la primera vez que viene a Nueva York?

– Sí, nunca antes había salido de Europa.

– ¿Y le gusta?

– Bien, aún no he visto mucho, pero, por el momento, me resulta agradable. -Tomás vaciló-. ¿Sabe? Me sorprendo al mirar las calles y se me ocurre pensar que Nueva York parece la escenografía de una película de Woody Allen.

Los dos estadounidenses se echaron a reír.

– ¡Qué bueno! -exclamó Savigliano-. ¿Una película de Woody Allen?

– Sólo un europeo podría decir algo semejante -comentó Moliarti, meneando la cabeza con expresión divertida.

Tomás se quedó quieto, sonriente, pero sin entender dónde estaba la gracia.

– ¿No les parece?

– Bien, es una cuestión de perspectiva -replicó Savigliano-. Es posible que piense así quien sólo conoce Nueva York a través del cine. Pero recuerde que no es Nueva York la que se parece a una película, sino las películas las que se parecen a Nueva York. Capisce? -añadió, guiñando un ojo.

La señora Racca entró en el despacho con una bandeja, colocó las tazas en la mesita baja frente a los sofás; las llenó con café humeante, dejó unos sobrecitos de azúcar y unas galletas de chocolate y se fue. Los tres bebieron a sorbos sus capuchinos. Savigliano se recostó en el sofá y carraspeó.

– Vamos a hablar entonces. Tom, del motivo que lo ha traído aquí. -Miró a Moliarti de reojo-. Supongo que Nel le habrá explicado qué es nuestra institución…

– Sí, me ha dado una pincelada.

– Muy bien. La American History Foundation es una organización sin fines de lucro que se financia con fondos privados. La fundación nació aquí, en Nueva York, en 1958, con el propósito de incentivar estudios sobre la historia del continente americano. Hemos creado un scholarship para estudiantes estadounidenses y de todo el mundo, destinado a premiar investigaciones innovadoras, estudios que revelen nuevas facetas de nuestro pasado.

– Es el Columbus Scholarship -precisó Moliarti.

– Exacto. Además, hemos financiado investigaciones realizadas por arqueólogos e historiadores profesionales. Muchos de esos trabajos están publicados y podrá encontrarlos en cualquier buena librería de la ciudad.

– ¿Qué tipo de trabajos? -quiso saber Tomás.

– Todo lo que concierne a la historia del continente americano -aclaró el presidente de la fundación-. Desde estudios sobre los dinosaurios que vivieron en este continente hasta investigaciones relativas a los native-americans, a las ocupaciones coloniales europeas y a los movimientos migratorios.

– Native-americans?

– Sí -sonrió Savigliano-. Es una expresión políticamente correcta que usamos en Estados Unidos. Se refiere a los pueblos que se encontraban aquí cuando llegaron los europeos. -Ah.

Savigliano suspiró.

– Bien, vamos a hablar entonces, específicamente, de nuestro problema. -Hizo una pausa, pensando por dónde comenzar-. Como usted sabe, en 1992 se celebró el quinto centenario del descubrimiento de América. Las ceremonias fueron magníficas y, me enorgullezco de decirlo, la American History Foundation desempeñó un papel relevante en el éxito de esas celebraciones. Cuando terminaron los actos conmemorativos y todo volvió a la normalidad, nos reunimos para decidir cuál sería nuestro siguiente proyecto. Mirando el calendario, hubo una fecha que nos saltó a los ojos. -Miró a Tomás con intensidad-:;Sabe cuál es?

– No .

– El día 22 de abril de 2000. Dentro de tres meses.

Tomás calculó.

– El descubrimiento de Brasil.

– ¡Bingo! -exclamó Savigliano-. Los quinientos años del descubrimiento de Brasil. -Bebió un sorbo más de café-. Ahora bien, lo que hicimos fue convocar una reunión con nuestros asesores para pedirles ideas. El desafío era saber qué podríamos hacer para darle a la fecha el relieve que se merece. Uno de los asesores presentes fue Nel, que ya había dado clases de historia en una universidad brasileña y conocía muy bien el país. Nel nos hizo una propuesta que consideramos interesante. -Miró a Moliarti-: Nel, creo que es mejor que tú mismo expliques tu idea.

– Claro, John -asintió Moliarti-. En lo fundamental, la idea que presenté parte de una polémica que ha recorrido la historiografía a través del tiempo: ¿Pedro Alvares Cabral descubrió Brasil accidentalmente o a propósito? Como sabe, los historiadores sospechan que los portugueses ya sabían que Brasil existía y que Cabral sólo llegó a formalizar un hecho que ya se había producido. Pues bien, yo propuse al executive board que financiase un estudio que diese la respuesta definitiva a esa cuestión.

– El board estuvo de acuerdo y la máquina se puso en marcha -añadió Savigliano-. Decidimos contratar a los mejores expertos en ese ámbito, pero queríamos personas que, aunque rigurosas, fuesen audaces, tuviesen el valor de enfrentarse a las ideas ya consabidas, fuesen capaces de ir más allá de la mera consulta de fuentes y que tuviesen la agilidad mental para entender lo que no se decía explícitamente en los documentos, pero se daba por sobreentendido.

– Como sin duda sabe -explicó Moliarti-, se descubrieron y mantuvieron en secreto muchas cosas: había informaciones que se consideraban secreto de Estado.

– Portugal era el campeón del secreto -asintió Tomás-. Precisamente existía la llamada «política de sigilo».

– Exacto -confirmó Moliarti-. Claro que, con descubrimientos hechos a escondidas y mantenidos en secreto, no tiene sentido que los historiadores carezcan de capacidad v disposición para ir más allá de los documentos oficiales. Pues si los documentos oficiales se destinaban a esconder la verdad, no a revelarla, no se los puede encarar con confianza. Por ello queríamos investigadores audaces.

Tomás hizo un gesto cargado de escepticismo.

– Dicho así suena muy bien, pero no es posible quedarse esperando a que un historiador serio decida ignorar las fuentes documentales, sin más ni más, y emprenda la aventura de la fabulación. Tiene que apoyar su trabajo en los documentos que existen, no en la especulación desenfrenada. No es posible confiar en un historiador que da rienda suelta a su imaginación; en caso contrario, ya no estamos hablando de historia sino de ficción histórica, ¿no?

– Sin duda.

– Es evidente que los documentos deben estar sujetos a la crítica -insistió Tomás-. Hay que entender la finalidad de los manuscritos, comprender su intención y evaluar su respectiva fiabilidad. Esa es, al fin y al cabo, la crítica de las fuentes. Pero no me cabe duda de que la investigación histórica debe basarse en fuentes documentales.

– Eso es lo que nosotros también creemos. -Moliarti se apresuró en aclararlo-. Por ello queríamos historiadores sólidos. Pensamos que tendrían que ser personas capaces de establecer conceptos más allá del corsé de los documentos, que fueron concebidos, bajo la política de sigilo vigente en Portugal en el siglo xv, para ocultar. Eso implica que nuestros investigadores tendrían que ser sólidos, por un lado, pero al mismo tiempo audaces. -Cogió una galleta de chocolate y la mordió-. El board me ha encomendado que encuentre historiadores con ese perfil; he estado investigando unos meses, viendo currículos, haciendo preguntas, leyendo trabajos, consultando a amigos. Hasta que descubrí a un hombre que se correspondía con el briefing que me habían entregado.

Moliarti hizo una pausa tan larga que Tomás se vio en la obligación de preguntar.

– ¿Quién?

– El profesor Martinho Vasconcelos Toscano, de la Facultad de Letras de la Universidad Clásica de Lisboa.

Los ojos de Tomás se desorbitaron.

– ¿El profesor Toscano? Pero él…

– Sí, amigo -cortó Moliarti con expresión grave-. Murió hace dos semanas.

– Fue eso lo que me dijeron. Hasta salió la noticia en los periódicos.

Moliarti suspiró pesadamente.

– El profesor Toscano atrajo mi atención por sus innovadores estudios sobre Duarte Pacheco Pereira, en particular sobre su obra más conocida, el enigmático Esmeraldo de Situ Orbis. Leí sus trabajos y me dejó muy impresionado su inteligencia sagaz, su capacidad para ir mucho más allá de las apariencias, demostrada al desafiar las verdades establecidas. Por otra parte, su obra era muy respetada en el Departamento de Historia de la PUC.

– ¿PUC?

– La Universidad Católica de Río de Janeiro, donde di clases -aclaró Moliarti-. De modo que fui a Lisboa a hablar con él y lo convencí para que dirigiera ese proyecto -dijo con una sonrisa en los labios-. Creo que también contribuyeron un poco a convencerlo los buenos honorarios que le pagamos.

– La American History Foundation se enorgullece de ser la institución que mejor paga a sus colaboradores -presumió Savigliano-. Exigimos lo mejor y pagamos mejor.

– Nos parecía que el profesor Toscano, pues, tenía el perfil adecuado -prosiguió Moliarti-. No escribía muy bien, es verdad, un problema frecuente entre los historiadores portugueses, según parece, pero no era un obstáculo insuperable. Para ocuparse del estilo tenemos aquí buenos especialistas, unos Hemingway que serían capaces de hacer que el profesor Toscano se pareciese a John Grisham.

Los dos estadounidenses se rieron.

– ¿Y por qué no a James Joyce? -preguntó Tomás-. Dicen que es el mejor escritor de lengua inglesa…

– ¿Joyce? -exclamó Savigliano-. Jesús Christ, ¡ése debe de escribir aún peor que Toscano!

Nuevas carcajadas.

– Vale, basta de bromas -dijo por fin Moliarti-. ¿Por dónde iba?

– El profesor Toscano tenía el perfil adecuado, pero escribía mal -acotó Tomás.

– Ah, sí -respiró hondo-. Bien, no diría que el profesor Toscano tenía el perfil adecuado. Sucede que se correspondía con el perfil que me habían trazado.

– ¿No es lo mismo?

Moliarti hizo una mueca.

– No es exactamente lo mismo. De hecho, el profesor Toscano planteaba algunos problemas, según tuve oportunidad de descubrir. -Bebió un sorbo de café-. En primer lugar, no era una persona que se ciñese a los límites de su ámbito de investigación. Se trataba de un hombre indisciplinado, seguía pistas que, aunque interesantes, acababan siendo irrelevantes para el estudio que tenía entre manos, lo que le llevaba a desperdiciar mucho tiempo en cosas accesorias. Además, no le gustaba rendir cuentas sobre el trabajo que hacía. Yo quería seguir la marcha de la investigación y le pedí informes regulares, pero no me decía nada, sólo farfullaba algunas frases sin sentido. Llegó a anunciarme que había hecho un descubrimiento importantísimo, algo que cambiaría todo lo que sabemos sobre los descubrimientos, una verdadera revolución. Cuando le pregunté qué era, se cerró en banda y dijo que tendría que esperar para verlo.

Se hizo un silencio.

– ¿Y esperaron?

– Esperar, esperamos. No teníamos alternativa, ¿no?

– ¿Y después?

– Y después murió -afirmó Savigliano sombríamente.

– Ya -murmuró Tomás pensativo-. Sin explicar qué descubrimiento era ése.

– Exacto.

– Estoy entendiendo -dijo recostándose en el sofá-. Y ése es, para ustedes, el problema pendiente.

Moliarti carraspeó.

– Ese es también nuestro problema. -Alzó el dedo índice-. Pero no es el único, tal vez ni siquiera el mayor.

– ¿Ah, no? -se admiró el portugués.

– No -replicó Moliarti-. El mayor problema es que el plazo para presentar la investigación expira dentro de tres meses y no tenemos qué mostrar.

– ¿Cómo?

– Lo que oye. Dentro de tres meses se celebran los quinientos años del descubrimiento de Brasil y el trabajo de la American History Foundation no será visible. Como le he explicado, el profesor Toscano era aficionado al secretismo y no nos entregó ningún material, por lo que estamos con las manos vacías. No tenemos nada. -Juntó el índice con el pulgar, simulando un cero-: Cero.

– Será la primera vez en su existencia que la fundación no haga ninguna contribución en una gran efeméride de la historia de nuestro continente -añadió Savigliano.

– Una vergüenza -comentó Moliarti, meneando la cabeza.

Los dos miraron al portugués, expectantes.

– Por eso hemos contactado con usted -explicó Savigliano-. Necesitamos que recupere el trabajo de Toscano.

– ¿Yo?

– Sí, usted -confirmó, señalándolo con el dedo-. Tiene mucho que hacer y tiene que hacerlo con rapidez. Necesitamos que el manuscrito esté listo, a lo sumo, dentro de dos meses. Nuestra editorial es capaz de sacar el libro en sólo un mes, pero no hace milagros. Es fundamental que tengamos las cosas terminadas a mediados de marzo.

Tomás lo miraba con estupefacción.

– Disculpe, disculpe, pero aquí debe de haber un error. -Se inclinó hacia delante y apoyó la palma de la mano en su pecho-. Yo no soy experto en el ámbito de los descubrimientos. Mi especialidad es otra. Soy un paleógrafo y un criptoanalista, mi trabajo consiste en descifrar mensajes ocultos, interpretar textos y determinar la fiabilidad de los documentos. En eso soy bueno, el mejor en mi campo. Si necesitan un especialista en el periodo de los descubrimientos, vale, puedo indicarles nombres. En mi departamento, en la Universidad Nova de Lisboa, hay profesores más que preparados para ayudarlos en la investigación. Incluso, si les interesa, ya estoy pensando en una o dos personas adecuadas para ese trabajo. Pero yo, amigos míos, no. -Miró a los dos americanos-. ¿He sido claro?

Los dos interlocutores se miraron.

– Tom, usted ha sido muy claro -dijo Savigliano-. Pero es a usted a quien queremos contratar.

Tomás se quedó inmóvil observándolo durante dos intensos segundos.

– Creo que no me he explicado bien -dijo por fin.

– Se ha explicado muy bien, Tom; Crystal clear. Se me ocurre que nosotros no nos hemos explicado muy bien.

– ¿Cómo?

– Oiga, no necesitamos un experto en el ámbito de los descubrimientos -aclaró Savigliano-. Para eso tenemos a Nel -dijo señalando a Moliarti con el pulgar-. Lo que necesitamos es alguien que nos ayude a reorganizar todo lo que el profesor Toscano investigó sobre el descubrimiento de Brasil.

– Pero es eso lo que les estoy diciendo -insistió Tomás-. Ya me he dado cuenta de que no quieren un historiador para seguir investigando, sino alguien que coja lo que ya está investigado y reorganice el material para su publicación. Muy bien. Pero ¿quién mejor que un verdadero especialista en el tema de los descubrimientos para hacer ese trabajo, eh? Yo no soy la persona adecuada, ¿entienden? Yo soy un experto en paleografía y criptoanálisis, no puedo ayudarlos. ¿Han comprendido?

– No, es usted el que aún no nos ha comprendido -replicó Savigliano, que miró a Moliarti-. Explíquele todo, Nel; de lo contrario, nunca más saldremos de aquí.

– Vamos a ver, el problema es -comenzó Moliarti-, como le he dicho hace poco, que el profesor Toscano era una persona que prefería mantener las cosas en secreto. No nos entregaba informes periódicos, no nos decía nada, nos mantenía siempre en la oscuridad. Cuando yo le preguntaba cosas, optaba por las evasivas, escapaba siempre a las preguntas. Llegamos incluso a enfadarnos por esa razón -respiró hondo-. Pero la manía de los secretos llegó a extremos verdaderamente absurdos. Se empecinaba en que nadie debía saber lo que había descubierto y, como vivía con la paranoia de que todos querían robar sus secretos, decidió ocultar toda la información que había reunido.

– ¿Cómo?

– Es lo que le estoy diciendo -exclamó Moliarti-. Lo ocultó todo. Todo. Dejó enigmas cifrados con una clave para los descubrimientos que fue haciendo, pero la verdad es que no tenemos disponible esa información. -Se inclinó en dirección a Tomás-. Tom, usted es portugués, tiene conocimientos básicos sobre los descubrimientos y es un experto en criptoanálisis. Usted es la solución.

Tomás volvió a recostarse en el sofá, sorprendido.

– Bien…, pues…, eso es realmente…

– Y además podrá contar con mi ayuda -dijo Moliarti-. Yo mismo iré a Lisboa a investigar imágenes y estaré siempre a su disposición para lo que haga falta -insistió-. En honor a la verdad, me interesa tener informes regulares sobre el avance de su trabajo.

– Calma -interrumpió Tomás-. No sé si tengo tiempo para eso. Doy clases en la facultad y, además, tengo problemas que conciernen a mi…

– Estamos dispuestos a pagar lo que sea necesario -se adelantó Savigliano, sacando el as de la manga-. Dos mil dólares por semana, más los gastos extra que usted necesite. Si llega a buen puerto en el plazo que hemos establecido, tendrá incluso un premio de medio millón de dólares. -Casi deletreó la suma-. ¿Ha oído? Medio millón de dólares. -Extendió la mano-: Take it or leave it.

Tomás no tuvo necesidad de hacer muchas cuentas. Dos mil dólares eran casi equivalentes a dos mil euros. Cuatrocientos mil escudos por semana. Un millón seiscientos mil escudos por mes. Medio millón de dólares era igual a medio millón de euros, céntimo más, céntimo menos. Cien millones de escudos. Allí se presentaba la solución para todos sus problemas. Las múltiples consultas de Margarida, el profesor de educación especial, una casa mejor, un futuro más seguro, incluso aquellas pequeñas cosas que deseaban tener, cosas simples como ir a cenar a un restaurante, dar un paseo hasta Óbidos sin preocuparse por el gasto de gasolina o incluso ir a pasar un fin de semana a París para llevar a Constanza al Louvre y a la pequeña a Eurodisney. En realidad, se preguntó, ¿por qué la duda? La propuesta era irrenunciable.

Se inclinó hacia delante y miró a su interlocutor en los ojos.

– ¿Dónde firmo? -preguntó.

Se dieron un apretón de manos con entusiasmo, el negocio había quedado sellado.

– Tom, welcome aboard! -bramó Savigliano con una gran sonrisa-. Vamos a hacer grandes cosas juntos. ¡Grandes cosas!

– Espero que sí -asintió el portugués, con la mano a punto de ser triturada por el eufórico estadounidense-. ¿Cuándo comienzo?

– Inmediatamente.

– ¿Y por dónde?

– El profesor murió hace dos semanas en un hotel de Río de Janeiro -dijo Moliarti-. Tuvo un síncope cardiaco mientras bebía un zumo, fíjese. Sabemos que estuvo consultando documentos en la Biblioteca Nacional y en la biblioteca portuguesa de Río. Ahí podrán estar las pistas que tendrá que deslindar.

El rostro de John Savigliano adoptó una irónica expresión pesarosa.

– Tom, es mi penoso deber anunciarle que mañana cogerá un avión rumbo a Río de Janeiro.

Загрузка...