Capítulo 11

El teléfono cobró vida y sonó, zumbando con urgencia, como si estuviese impaciente. Tomás apartó la cabeza de la almohada, medio aturdido, y sintió la luz del día que entraba por la ventana y lo encandilaba al dar en sus ojos. Levantó la muñeca y consultó el reloj; eran las nueve y cinco de la mañana. El móvil chirriaba en sus oídos. Aún adormilado, estiró el brazo y, tanteando en la mesilla de noche, encontró el aparato, lo sintió vibrar en su mano mientras sonaba, miró la pantalla y reconoció el número.

– Constanza, ¿por dónde andáis? -Fue la primera pregunta que soltó en cuanto pulsó el botón verde.

– Estamos en casa de mis padres -respondió su mujer, con un tono muy frío y distante, como si no tuviese la obligación de rendirle cuentas sobre su paradero.

– ¿Todo está bien?

– Magnífico.

– Pero ¿qué estáis haciendo ahí?

– ¿Qué te parece? -repuso ella, acentuando en la voz el desafío-. Ocupándome de mi vida, claro.

– ¿Cómo? ¿Ocupándote de tu vida? -insistió Tomás, fingiendo que no se había dado cuenta de nada, que era ella la que se encontraba en falta. Alimentaba la secreta esperanza de que, si se hacía el desentendido, si fingía que aquellas flores no estaban en los jarrones ni significaban lo que aparentemente significaban, el problema se esfumaría-. Que yo sepa, tu vida está aquí.

– ¿Ah, sí? ¿Y la tuya dónde está?

– ¿La mía? -preguntó él simulando sorpresa-. Mi vida está aquí, claro, ¿dónde querías tú que estuviese?

– ¿Ah, sí? ¿Has visto por casualidad las flores que te he dejado?

– ¿Qué flores?

Ella hizo una pausa, vacilante. Tomás pensó que había obtenido un punto a su favor y se sintió más confiado.

– No te hagas el tonto -exclamó Constanza al cabo de unos instantes; se había dado cuenta de que su marido fingía no enterarse para no tener que afrontar la situación; lo conocía demasiado bien para caer en ese juego-. Has visto las digitales y las rosas amarillas y sabes muy bien lo que significan.

A esas alturas, Tomás entendió que su táctica evasiva no resultaría, pero, por una cuestión de coherencia, mantuvo la versión.

– No las he visto, no -repitió-. ¿Qué significan?

– ¿El nombre Lena no te dice nada?

La frase fue lanzada con una calma glacial y Tomás sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Era evidente, si aún quedaban dudas, que Constanza estaba realmente al tanto de todo. -Es una alumna mía.

– ¡Bonita alumna! -exclamó Constanza con ironía-. ¿Y qué materia le estabas enseñando, si es que puede saberse?

Esta vez fue Tomás quien hizo una pausa. ¿Cómo rayos se había enterado? Intentó reordenar las ideas e inmediatamente concluyó que las evasivas no lo conducirían a ningún lado, tenía que asumir la situación e intentar medir las consecuencias. Si es que eso aún era posible.

– Hubo realmente una historia con esa alumna -admitió con una entonación débil, sumisa-. Duró poco y ya acabó, de modo que…

– ¿Una historia? -preguntó Constanza, subiendo el tono de su voz, llena de indignada firmeza-. ¿Una historia? ¿Llamas «historia» a echar unos polvos con una alumna?

Se avecinaba un ataque frontal, presintió Tomás, encogiendo la cabeza desde el otro lado de la línea, en un gesto reflejo.

– Bien…, pues…

– ¿Así que yo ando como una esclava de un lado para el otro ayudando a nuestra hija, luchando por el profesor de educación especial, yendo a toda hora al Ministerio de Educación a hacer solicitudes y a presentar reclamaciones, enseñándola a leer y a escribir, llevándola a los exámenes médicos que jamás se acaban, quedándome exhausta, y el señorito se pasa las tardes en un apartamento de Lisboa echándole unas intrépidas historias a una puta sueca? ¿Cómo te atreves tú, después de andar metido con esa ordinaria, a venir a casa hecho un corderito, eh? ¿Cómo te atreves a hacerme eso a mí, que ando hecha unos zorros, haciendo lo posible y lo imposible para que el barco siga adelante? ¿Cómo te atreves…?

Los gritos de despecho, lanzados en un tropel de ansiedad, se ahogaron en un torbellino de sollozos. Constanza lloraba.

– Ya está, mi amor. Ya está.

– Hijo de puta -murmuró ella en medio de un gemido doloroso-. ¡Maldito cabrón!

– Disculpa, disculpa. Te juro que estoy arrepentido.

– ¿Cómo has podido hacerme esto…?

– Constanza, escucha. Hice algo de lo que ya me he arrepentido y que ya se ha acabado. No puedo deshacer lo que he hecho, pero puedo prometerte que nunca volveré a hacerlo y que te quiero mucho.

Ella dejó de llorar y pareció haber recuperado la compostura.

– ¡Vete a la mierda! ¿Has oído? ¡Vete a la mierda, maldito cabrón!

Tomás se sintió hundido; la situación asumía un cariz muy grave, los acontecimientos se precipitaban y amenazaban con quedar fuera de control.

– Oh, mi amor. Sé que he hecho mal, nunca me lo perdonaré.

– ¡Ni yo, ni yo, hijo de puta!

– Basta, serénate.

– Yo estoy serena, ¿has oído? -gritó ella, nuevamente alterada-. ¡Incluso muy serena!

– Basta, basta.

– Sólo te he llamado para informarte de que puedes venir a casa de mis padres el próximo sábado, a las tres de la tarde, a buscar a Marga riela. Y ella tiene que regresar el domingo a las cinco. ¿Has entendido? Quien te la entregará será mi madre, porque no te quiero ver la cara. ¿Has entendido, canalla?

Tomás se agitaba en la cama, frotándose el pelo con la mano libre, muy alarmado por el rumbo que habían tomado las cosas.

– Pero, mi amor…

Tres señales sonoras anunciaron el enmudecimiento del móvil: su mujer había colgado. Aturdido, Tomás se quedó sentado en la cama mirando el móvil, su mente hundida en un torbellino de ideas, de miedos, de angustias. Y, entre aquel caos que ahora le pesaba en el alma, aquel vendaval que amenazaba con transformar su vida, volvió a interrogarse sobre un punto que no había podido aclarar.

¿Cómo diablos se había enterado Constanza de todo?


Pasó los días siguientes intentando hablar de nuevo con su mujer, pero su suegra le dejó claro que ella no quería ni verlo. Cuando llegó el sábado, fue a Sao Joao do Estoril y se presentó en la casa de sus suegros a las tres menos diez. Doña Teresa, la madre de Constanza, lo recibió con una frialdad poco sorprendente dada la situación; lo dejó plantado en el portón, soportando la llovizna del final de la mañana, a la espera de que Margarida se preparase. La hija se mostró radiante cuando lo vio, más aún cuando le dio la muñeca con las lentejuelas.

Fueron a almorzar a una pizzería del Cascaishopping y decidieron pasar la tarde viendo una película. Margarida eligió Toy Story 2 y Tomás no tuvo más remedio que soportar estoicamente dos horas de Woody y Buzz Lightyear. Sólo por la noche, arrellanados en el sofá de la sala y con un libro de Anita en las manos, logró que su hija le contase algunas novedades.

– Mamá está muy enfadada contigo, papá -le confirmó Margarida-. No pa'a de llo'á', de llo'á', dice que e'es un canalla. -Frunció el ceño-. ¿Qué es un canalla, papá?

– Es alguien que se porta mal.

– ¿Y tú te po'taste mal?

Tomás suspiró, desalentado.

– Sí, hija.

– ¿Qué hiciste?

– Mira, no comí toda la papa.

– Ah -exclamó la pequeña, meditando sobre la gravedad de semejante crimen-. Estás castigado, ¿no?

– Sí, estoy castigado.

– Pob'ecito. Tienes que comé' todo.

– Pues sí. ¿Y qué más dice tu madre?

– Que e'es un ca'bón.

– ¿Un carbón?

– Sí, un ca'bón.

– Ah, un cabrón.

– Pues eso, un g'andísimo ca'bón. Y la abuela le ha dicho que vaya a hablá' con un abogado amigo suyo.

Tomás se incorporó de golpe, se enderezó y miró a su hija, alarmado.

– ¿Un abogado?

– Sí, dice la abuela que es muy bueno, que te va a 'ompé' la c'isma.

– ¿Ah, sí?

– Sí. ¿Qué es c'isma?

– No es nada, hija. ¿Y qué dice tu mamá?

– Que se lo va a pensá'.

Nada más pudo sonsacarle a Margarida. La entregó a la tarde siguiente, dejándola en el portón de la casa de Sâo João do Estoril; le dio un beso en la mejilla, ella rehusó el segundo, y la vio desaparecer tras la puerta de la casa de sus suegros. Durante varios días, y a pesar de las esperanzas que alentaba, no recibió noticias de su mujer.

En compensación, volvió a encontrar a Lena en el aula. El tema de esa mañana se centraba en las cuestiones relacionadas con el arte de los pergamineros y el trabajo de los copistas en los scriptoria, con un amplio análisis de algunas caligrafías dominantes, especialmente la carolingia y la uncial, además de los diferentes tipos de gótico, comenzando por el primitivo y pasando por el fraktur, por el textura, el rotunda, el cursivo y el bâtarde. La sueca se sentó, como era habitual, en el fondo de la sala, pero venía más provocadora que nunca. El vestido, muy ajustado al cuerpo y de un rojo chillón, se abría en un amplio escote en el que abultaban los macizos senos, comprimidos el uno contra el otro y dibujando un surco profundo; era difícil mirarla sin que los ojos bajasen a la altura de ese pecho opulento. No intercambiaron palabra, pero, en determinado momento, Tomás se sintió tentado de retomar la conversación en el punto en el que se había interrumpido; a fin de cuentas, las circunstancias habían cambiado profundamente desde la última vez que se vieron, en el Chiado; él ahora vivía solo y la joven sueca, apetitosa como siempre, seguía estando disponible. El profesor controló, no obstante, sus instintos, dominó la tentación que lo asaltaba en aquel momento de debilidad y dejó que las cosas siguieran como estaban.

Tomás pasó las noches solitarias leyendo a Michel Foucault, siempre empeñado en la desesperante tarea de encontrar una pista para el irritante acertijo de Toscano. Pero la mente deprisa abandonaba los temas de Vigiar e punir y se engolfaba en la confusión que dominaba su vida desde que Constanza se fuera de casa con su hija. Todas las horas de aislamiento en casa, pasadas como si fuese un ermitaño retirado del mundo, lo llevaron a repensar profundamente en la relación con su mujer y la opción de la escapada con la amante. Más que una aventura sexual, consideró, el adulterio fue tal vez un síntoma de la forma en que se aisló de Constanza, un aislamiento posiblemente resultante de la depresión provocada por el derrumbe de las elevadas expectativas que había alimentado para su futuro común. Fruto de esa desilusión, que, a pesar de racionalizada, nunca acabó de resolver emocionalmente, cargaba en su pecho un indecible resentimiento, una rebelión silenciosa, tal vez hasta esa desesperación de quien se ha visto arrojado a un callejón sin salida.

Echado en la cama o arrellanado en el sofá, siempre a la espera de una llamada que Constanza se resistía a hacer, Tomás volvió innúmeras veces al mismo pensamiento, en un esfuerzo de titánica introspección para reconstruir los pasos que, lenta pero inexorablemente, lo habían llevado a aquel desenlace. El devaneo con Lena, según lo veía ahora, no había sido otra cosa, en resumidas cuentas, que un mensaje oculto, un texto escrito en un código invisible sobre aquella rebelión latente que cargaba en el alma. En un viaje hacia el descubrimiento de sí mismo, exploró los continentes que seguían vírgenes en un rincón de su existencia, intentando oír las voces mudas que le gritaban desde las entrañas más remotas, en algún lugar entre las profundidades del inconsciente. El adulterio fue, entendió, el único sonido que lograron emitir, y era ese sonido el que ahora trataba de entender, escuchándolo como si fuese la más significativa narración emocional alguna vez escrita sobre su persona. ¿Y qué le decía aquel grito que repercutía en su mente y martillaba su conciencia?

Enfrentado a esta interrogación, innúmeras veces se levantó y deambuló por el pequeño apartamento, en pijama y sin afeitarse, hablando en voz alta consigo mismo. ¿Cómo interpretar su adulterio? La respuesta, se dijo, radicaba en la profunda decepción que siguió al nacimiento de Margarida. Había proyectado en su hija todos los sueños y aspiraciones que no había logrado para sí mismo, y la revelación de sus limitaciones había sido un golpe demasiado duro, un revés que, a pesar de las apariencias, jamás había podido digerir. Constanza había enfrentado la decepción con arrojo, haciéndole frente al problema. Pero él había reaccionado de modo diferente. Al cabo de nueve años de resistencia, huyó. Lena había sido su fuga, la válvula de escape que le había servido de refugio, evitando el mundo de los conflictos y viviendo en la ilusión de un paraíso. Había creído inconscientemente que, de ese modo, las dificultades desaparecerían sin más ni más, pero ahora sabía que no era así; ellas seguían allí, más vivas que nunca, palpables, ineludibles. En el fondo, concluyó, la escapada con la alumna no tenía nada que ver con ella, con su cuerpo formidable, con el sexo embriagador, sino consigo mismo, con los problemas que lo asolaban, con las expectativas que la vida había frustrado, con los miedos que no lograba afrontar. En busca de bienestar, deambuló solo por la carretera de la ilusión, como un borracho, perdido en las telas anestesiantes del adulterio.

Sabía ahora que fue miedo lo que le impidió enfrentarse con los problemas de su vida. No el miedo a alguien en particular, sólo el miedo a sentir qué se escondía dentro de sí, el miedo al sufrimiento y a la ansiedad que provoca exponerse a sus propios sentimientos. El miedo al dolor del crecimiento, el miedo a la desaprobación, el miedo a elegir y asumir responsabilidades, el miedo a bregar con las consecuencias, el miedo a ser asfixiado por las dificultades y ansiedades de su matrimonio. Lena fue, mirándolo bien, el desvío de la carretera de lo cotidiano, el atajo que creyó que podría tomar para eludir todos aquellos temores que lo atormentaban; fue la droga que ingirió para liberarse de la ansiedad que lo oprimía, como si tuviese los movimientos trabados por una invisible camisa de fuerza y necesitase alguna poción mágica que le diese energía para romper las amarras que lo sujetaban. El adulterio no fue, en fin, más que el caparazón bajo el cual se refugió, con la ilusión de que así se protegía del mundo, como si la vida fuese el mar y Lena una concha.

Tomás se sorprendió hablando solo frente al espejo del cuarto de baño, buscando metáforas sobre sí mismo y sobre su matrimonio. Su favorita era la de que él era un iceberg y la relación con Constanza amenazaba con convertirse en un Titanio. Tal como el iceberg de la célebre tragedia en el Atlántico, la mayor parte de sí mismo, aquella amalgama tenebrosa y desconocida de que estaba hecho el inconsciente, permanecía oculta bajo el agua, más allá de las miradas, alejada del escrutinio de su atención. Era una parte que ignoraba, que regía sus emociones y comportamientos, que buscaba soluciones a problemas de cuya existencia no tenía noción siquiera. Fue por evitar ese mundo subterráneo del inconsciente, de las frustraciones reprimidas y de las expectativas malogradas, por lo que buscó un refugio en otra alcoba, dejando que ese gigante escondido bajo el manto helado del agua rasgase sin querer el combés de su matrimonio. El barco se hundía ahora, herido de muerte por ese monstruo invisible, y él, como el capitán de la trágica historia, se dejaba sumergir, arrastrado hacia el fondo del mar por la incontrolable corriente del destino.

Freud observó cierta vez que el amor es un redescubrimiento. A través del amor intentamos recuperar la inocencia perdida de la felicidad que antaño sentimos, cuando éramos bebés y vivíamos en paz con el mundo. El amor, mirándolo bien, tenía que ver con una voluntad indefinible, etérea e imperceptible, de retornar a la infancia y al afecto materno y se alimentaba de la vana esperanza de reencontrar esa felicidad desaparecida en los primeros tiempos de la existencia. Tomás concluyó que fue eso lo que vio en el rostro pálido y pecoso de Constanza cuando la conoció en Bellas Artes y paseó con ella por la playa de Carcavelos. El matrimonio no fue más que el deseo de reencontrar un paraíso que, en resumidas cuentas, sólo existía en un rincón beatífico de la memoria. No era a Constanza a quien había visto frente a él, sino más bien una idealización, un sueño, una figura inventada por la nostalgia de la infancia, un espejismo construido por el recuerdo inconsciente de tiempos felices. Fue esa idealización la que Margarida, con todas las limitaciones resultantes de su condición, había destruido sin querer. En silencio, sin formular nunca la idea de un modo claro, sin tomar jamás plena conciencia del drama que lo consumía, Tomás se extenuaba frente a la desilusión, incapaz de recuperarse del trauma que había representado la aniquilación del sueño. Destruida una ilusión, buscó enseguida confortarse en otra.

Cada día traía un progreso en la meditación de Tomás, resuelto a hurgar en lo más profundo de su ser para encontrar las respuestas que buscaba. Enfrentado con las consecuencias de sus acciones y con la soledad que lo rodeaba, entendía en este momento, de modo más claro, lo que se había dado mal. Había proyectado en el mundo lo que el mundo no era; es decir, no vivía con Constanza y con Margarida, sino con una imagen que había construido a partir de ellas por anticipado, vivía con una fantasía que no era posible realizar. La fragmentación de esa imagen fantasiosa, provocada por las circunstancias de la vida, constituyó un golpe demasiado duro para su universo de expectativas; en vez de aceptarlas tal como eran, huyó y buscó refugio en otra ilusión, liberándose de la tensión negativa que acumulaba en el silencio tumultuoso del inconsciente. En esta fase, el problema que tenía frente a sí ya no era tanto entender lo que se había dado mal, sino determinar qué podría hacer ahora para enmendar la plana. Y para ello fue necesario que diese un paso más en la introspección en la que se había sumergido.

La respuesta estaba, quería creer, en la creación de intimidad. Cuando se casaron, arrebatados por los poderosos vientos de la esperanza y resplandeciendo bajo la luz celestial emanada de sus sueños, no sabían hacer otra cosa que compartir. Su relación, tal como se desarrolló en los primeros años, hizo que Tomás recordase el mito de Aristófanes, relatado por Platón en su Symposium. Según ese mito, el hombre primordial tenía cuatro brazos y cuatro piernas; las cosas comenzaron a estropearse cuando esa criatura fundadora decidió desafiar a los dioses; Zeus, para castigarla, la cortó en dos, dividiendo al hombre en una parte masculina y en otra femenina, ambas condenadas a vivir en la ilusión de que un día restablecerían la unión primordial perdida. Ése era, en el fondo, el estado de espíritu en el que se encontraban cuando se casaron; los dos querían ser eternamente uno, buscaban fundirse en uno solo, y era en ese vano anhelo donde se inscribía su intimidad.

Fue Margarida, con su interminable sarta de problemas, quien deshizo el sueño de fusión y volvió extraños a quienes antes eran íntimos. Nació la hija y la dura realidad sustituyó a la dulce ilusión. Había una nueva prioridad para sus vidas: ayudarla a vivir lo más normalmente posible. Ya no era cuestión de hacer de ella la figura extraordinaria con la que antes fantaseaban, sino de sostenerla simplemente para que fuese una mera figura normal; tendrían que contentarse ahora con mucho menos de lo que antes ambicionaran. El choque los dejó conmovidos y, en la dolorosa convalecencia de la brutal caída en la realidad, rodeados por las trizas del sueño destruido, no les quedó espacio para volver a reconstruir el ser primordial dividido por Zeus. Asumieron la tarea de ayudar a su hija con obstinada resignación, evitando verbalizar entre ellos la desilusión que los corroía, como si el mero acto de poner en palabras lo que sentían tuviese el poder de agravar la situación. Reprimieron, por ello, la rebelión muda que fustigaba sus entrañas, se convirtieron en actores de una pieza de disimulaciones, sangraban por dentro y sonreían por fuera. Él, más que ella, vio que el mundo se desmoronaba, era como si sus sueños fuesen un castillo de arena y la realidad una ola desaforada. Por el camino, se perdió la intimidad, sumergida bajo la marea de las dificultades cotidianas, sofocada por el súbito corte de las líneas de comunicación, estrangulada por el golpe que les había asestado la frustración de las expectativas cuando se dieron cuenta de que su hija jamás sería como los otros niños.

Encerrado en casa, enfrentado con los recuerdos de su matrimonio destrozado, Tomás se mostraba ahora firmemente convencido de que tenía que recuperar esa intimidad y aceptar esa realidad si quería tener algún vislumbre, aunque fuera muy remoto, de volver a construir la vida con Constanza.


Cuando sonó el teléfono, Tomás pulsó de inmediato el botón verde, siempre con la esperanza de que aquélla fuese la llamada que tanto deseaba de Constanza, hacía casi una semana que la esperaba, una sola, aunque más no fuese, pero tuvo una nueva decepción.

– Hi, Tom -lo saludó Moliarti.

– Hola, Nelson -repuso Tomás con un tono pesado, consiguiendo disimular a duras penas su desilusión.

– Hace mucho tiempo que no llama para dar noticias, hombre. ¿Qué pasa?

El portugués lanzó con la lengua un chasquido resignado.

– La cosa no está fácil -se disculpó-. El profesor Toscano ha dejado un acertijo que me está costando mucho descifrar.

– Pero la fundación le ha pagado el viaje a Génova y a Sevilla. Seguramente habrá avanzado algo, ¿no?

– Sí, sin duda -reconoció. El estadounidense tenía razón en protestar por la falta de novedades en la investigación y Tomás se maldijo por haber dejado que el trabajo quedase relegado a segundo plano, por no decir incluso casi abandonado-. He consultado documentos preciosos y he traído copias de todos los que me parecieron relevantes. Pero mi problema, en este momento, es entrar en la caja fuerte del profesor Toscano. Ahora bien, para hacerlo, tengo que resolver este acertijo complicado que dejó y que, supuestamente, me dará la clave del código.

– ¿Usted no puede hacer un… cómo se dice? Eh… ¿un break in?

– ¿Forzar la caja fuerte? -Tomás se rio, divertido con la mentalidad práctica de los estadounidenses-. No puede ser, la viuda no lo permitiría.

– Fuck her!-exclamó Moliarti-. ¿Por qué no hace el break in a escondidas?

– Oh, Nelson, usted está loco. Yo soy un profesor universitario, no un chorizo. Si usted quiere forzar la caja fuerte sin autorización de la viuda, vaya al Cais do Sodré y contrate a un profesional para que le haga ese trabajo. Yo no lo haré.

Moliarti suspiró del otro lado de la línea.

– Okay, okay. Olvídelo. Pero necesito que me entregue un briefing.

– Claro -asintió Tomás y miró de reojo su documentación, desparramada sobre la mesita de la sala-. ¿Nos encontramos mañana?

– De acuerdo.

– ¿Dónde? Voy al hotel, ¿vale?

– No, en el hotel no. Yo estaba pensando en ir a almorzar al restaurante Casa da Aguia. ¿Sabe dónde queda?

– ¿La Casa da Aguia? ¿No está en el Castelo de Sao Jorge?

– Exacto. Nos vemos a la una de la tarde, sharp. Okay?

Con todos los problemas que se habían acumulado últimamente en su vida, distrayéndolo del trabajo, Tomás descuidó la lectura de Michel Foucault. La llamada de Moliarti tuvo el mérito de hacer volver al primer puesto de sus prioridades la resolución del acertijo de Toscano, por lo que centró de nuevo su atención en la lectura de Vigiar e punir. Ya iba por las últimas páginas, por lo que pudo terminarlo esa misma noche. Cerró el volumen y se quedó contemplándolo; se sentía abatido una vez más, a pesar del enorme esfuerzo que hizo para concentrarse en los detalles, por no haber logrado detectar ninguna pista que lo llevase a responder a la enigmática pregunta formulada por el difunto historiador. Sabiendo que no tenía la opción de desistir y que existía un premio suculento al final del camino, en caso de que lograse llevar a buen término la investigación, se puso una chaqueta y salió de casa; había más libros que consultar y mucho trabajo aún por delante.

Se dirigió al centro comercial y fue a la librería, en busca de nuevos títulos de Michel Foucault. Encontró un ejemplar de Les mots et les chases y lo cogió, esperanzado en descubrir allí la solución del enigma. Antes de pasar por caja, no obstante, decidió aprovechar que estaba allí para recorrer la librería, que siempre era una forma de relajar el cuerpo y despejar la mente, escapando, aunque sólo fuera por unos momentos, de la tensión nerviosa acumulada durante la última semana. Consultó la sección de historia y se quedó hojeando un largo rato el clásico de Samuel Noah Kramer, La historia comienza en Sumer; ya lo había leído en la facultad, pero le gustaría tenerlo en la estantería de la sala, al lado de la edición de la Gulbenkian de O livro, de Douglas McMurtrie, y de los varios volúmenes de la Historia de la vida privada, otro de sus favoritos.

Pasó después a la sección de literatura, no siempre una de sus pasiones, salvo en lo que se refería a la novela histórica, lo único que consideraba de interés en el terreno de la ficción, como historiador que era. Encontró dos obras de Amin Maalouf que hojeó con atención; una era La roca de Tanios; la otra, Samarcanda. Había conocido a Maalouf cuando leyó Los jardines de luz, una notable reconstrucción ficticia de la vida de Mani, el hombre de la Mesopotamia que fundó el maniqueísmo. Se sintió tentado de comprar las dos novelas del autor libanés, pero controló el impulso, su vida era demasiado complicada para andar ahora perdiendo el tiempo con la literatura. Aun así, se quedó en aquella sección y se entretuvo consultando los títulos. Pasó sus dedos por obras tan diferentes como Nación criolla, de José Eduardo Agualusa, y Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa. El escritor peruano lo condujo hasta la autora chilena Isabel Allende, de modo que se encontró enseguida hojeando la Hija de la fortuna. En la estantería siguiente, su mirada se detuvo en un título enigmático, en una hermosa cubierta, El dios de las pequeñas cosas, de Arundhati Roy, pero sólo volvió a sonreír cuando vio El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Gran libro, pensó; difícil, pero interesante. A fin de cuentas, jamás nadie había ahondado de aquel modo en la mentalidad medieval.

Al lado del clásico se encontraba la última obra del mismo autor, El péndulo de Foucault. Tomás hizo una mueca con la boca; allí había andado otro empecinado más a las vueltas con Foucault. Qué suerte la de Eco, consideró, esbozando una sonrisa cómplice; no tuvo que soportar al filósofo Michel Foucault, sino más bien al físico Léon Foucault, sin duda mucho más accesible. Si mal no recordaba, Léon fue el hombre que, en el siglo xix, demostró el movimiento de rotación de la Tierra mediante un péndulo, que se encuentra ahora expuesto en el Observatorio de Artes y Oficios, en París. Mirando la cubierta del libro, sin embargo, tres palabras resaltaron a los ojos de Tomás. Eco, péndulo, Foucault. Alzó las cejas y se quedó paralizado durante un momento eterno, mirando intensamente las mismas palabras que clamaban en la cubierta.

Eco, péndulo, Foucault.

Llevó su mano al bolsillo interior de la chaqueta, sacó la cartera con un gesto precipitado, febril, excitado, y sacó, entre los billetes de quinientos y de mil escudos, la pequeña hoja donde había copiado el acertijo de Toscano. La pregunta del historiador estaba allí, interrogándolo con todo el esplendor de un enigma que ya había comenzado a creer irresoluble:


¿CUÁL ECO DE FOUCAULT PENDIENTE A 545 ?


Los ojos se movieron entre la cubierta del libro y la pregunta escrita en esa hoja de papel. El libro se llamaba El péndulo de Foucault y lo había escrito Umberto Eco. El profesor Toscano le preguntaba «¿cuál Eco de Foucault pendiente a 545?». Como si lo hubiese alcanzado un rayo divino, Tomás sintió que se iluminaba.

Fiat lux.

No era en los libros de Michel Foucault donde se encontraba la clave del acertijo, sino en aquella novela de Umberto Eco sobre el péndulo del otro Foucault: Léon. Se maldijo por haber sido tan estúpido. La respuesta al enigma había estado siempre frente a sus propias narices, tan simple y evidente, tan fácil, tan lógica, y fue sólo su absurda preocupación por Michel Foucault lo que lo distrajo de la respuesta correcta. Cualquiera habría captado enseguida que aquélla era una referencia explícita al péndulo de Foucault, pero no él, el hombre de letras, el profesor doctorado, el amante de la filosofía. El idiota.

Volvió a contemplar el libro y el papel, sin que sus ojos parasen de ir de uno a otro, hasta que su atención se detuvo en el último elemento de la pregunta: los tres guarismos antes del signo de interrogación. 545.

Con un movimiento atolondrado, ejecutado como si estuviese muriéndose de hambre y le hubieran ofrecido un banquete digno de reyes, hojeó deprisa el libro, con la ansiedad nerviosa de quien quiere descubrir finalmente la solución, y sólo se detuvo cuando encontró la página 545.

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