Capítulo 13

Los golpes en la puerta no eran lo de siempre. Madalena Toscano se había habituado a reconocer los golpes rutinarios, como las llamadas impacientes de su hijo mayor, un hombre de cuarenta años que había hecho un doctorado en Psicología; el tamborileo nervioso de los dedos del menor, un amante de las artes que se ganaba la vida haciendo crítica de cine para un semanario; y el toque acompasado del señor Ferreira, el hombre de la tienda de comestibles que regularmente abastecía el pequeño y viejo frigorífico. Pero esta manera de llamar le parecía diferente; fue rápida y fuerte. Aunque habían llamado sólo una vez, como si el autor intentase aparentar tranquilidad, ocultaba, en el fondo, una urgencia apenas contenida.

– ¿Quién es? -preguntó la vieja señora con su voz trémula, envuelta en su bata, con la cabeza inclinada hacia la puerta-. ¿Quién está ahí?

– Soy yo -respondió un hombre desde el otro lado-. El profesor Tomás Noronha.

– ¿Quién? -insistió ella desconfiada-. ¿Qué profesor?

– El que está retomando la investigación de su marido, señora. Estuve aquí el otro día, ¿no se acuerda?

Madalena entreabrió la puerta, manteniendo la cadena de seguridad, y observó por la rendija, como era su costumbre. Lisboa ya no era la aldea de antaño, solía ella decir ahora, estaba llena de rateros y gente violenta, vagabundos de la peor calaña, bastaba ver las noticias en la televisión. Paralizada por el terror ante todo lo que venía de fuera, toda precaución le parecía poca. Del otro lado de la puerta, no obstante, no vislumbró ninguna amenaza; la miraba desde el pasillo un hombre de pelo castaño oscuro y ojos verdes cristalinos, un rostro sonriente que enseguida reconoció.

– Ah, es usted -exclamó amablemente; luego hizo bastante ruido al quitar la cadena de seguridad y abrió la puerta-. Entre, entre.

Tomás entró en el viejo apartamento. Lo recibió el mismo.lire cerrado, con olor a moho, y la misma luminosidad sombría, con los haces de sol que irrumpían con dificultad por los cortinajes pesados, incapaces de vencer la penumbra oscura de los rincones. Le extendió a su anfitriona un envoltorio blanco, doblado y atado con una cuerda.

– Es para usted.

Madalena miró el pequeño paquete.

– ¿Qué es?

– Son unos dulces que he traído de la pastelería. Para usted.

– Oh, válgame Dios. No tenía por qué molestarse…

– Lo he hecho con mucho gusto.

La mujer lo llevó a la sala y abrió el paquete. Dentro de la cajita de cartón había una trufa, un duchaise caramelizado con Chantilly y huevos hilados y un palmière.

– ¡Qué maravilla! -exclamó Madalena. Sacó un piatito del armario de la sala y colocó allí los tres pasteles-. ¿Cuál le apetece?

– Son para usted.

– Ah, es demasiado, no puedo comérmelos todos. Además, el médico se pondría hecho una furia conmigo si supiese que estoy comiendo estas golosinas llenas de colesterol. -Extendió el plato-. Coja uno, vamos.

Tomás cogió el duchaise, le parecía francamente apetitoso y hacía mucho tiempo que no le hincaba el diente a uno de aquellos pasteles tiernos y dulces. Madalena se quedó con el palmière crujiente.

– No es por jactarme, pero he elegido muy bien, ¿no le parece? -preguntó él casi chupándose los dedos.

– Sí, sí. Está buenísimo. ¿Le apetece un te?

– No, gracias.

– Ya está hecho -insistió ella.

– Bien, si ya está hecho…

La mujer fue a la cocina y minutos después volvió con una bandeja en sus manos, ocupada con una tetera verde, dos tazas de porcelana antigua y una azucarera metálica. Dejó la bandeja en la mesa y se sirvieron. Era té negro, que a Tomás no le gustaba demasiado, prefería las tisanas más suaves, pero bebió e hizo un gesto indicando que le parecía muy bueno.

– El otro día pensé en usted -comentó Madalena cuando acabó el palmiére.

– ¿Ah, sí?

– Sí, sí. Le dije a mi hijo el mayor: «Manel, me gustaría ver el trabajo de tu padre publicado en libro». Le conté que había venido aquí un muchacho de la facultad en busca de los documentos y que no había vuelto a dar noticias.

– Pues aquí estoy para darle noticias.

– Así es. ¿Ya tiene lo que quería?

– Tengo casi todo. Solamente me falta ver lo que hay dentro de su caja fuerte.

– Ah, sí, la caja fuerte. Pero ya le he dicho que no sé la clave.

– Es una clave con números, ¿no?

– Sí.

– Y usted me dijo, cuando estuve la otra vez, que descubriendo las palabras clave bastaba convertir cada letra en un dígito, según el orden alfabético.

– Sí, era eso lo que mi marido hacía siempre.

– El uno es la «a», el dos es la «b», el tres es la «c», y así sucesivamente.

– Exacto.

– ¿Y en alfabeto portugués?

– ¿En alfabeto portugués?

– Sí, el alfabeto sin «k», sin «y» ni «w».

– Ah, claro. Martinho sólo usaba nuestro alfabeto, no ponía esas letras extranjeras como ahora se ve en los periódicos.

Tomás sonrió.

– Entonces ya sé cuáles son las palabras clave.

– ¿Lo sabe? -se sorprendió Madalena-. ¿Cómo lo sabe?

– ¿Se acuerda de aquel acertijo que me dio?

– ¿Aquel enredo de letras?

– Sí.

– Me acuerdo, sí. Lo tengo allí.

– Lo he descifrado y tengo la respuesta.

– ¿Ah, sí?

– ¿Podemos ir a ver la caja?

Madalena Toscano llevó al invitado hasta la habitación. Tal como la otra vez, todo se veía desordenado. La cama seguía sin hacer, había ropas desparramadas por el suelo y en la silla, flotaba el mismo olor ácido en el aire, tal vez un poco menos intenso que la vez anterior, pero igualmente desagradable. Se acuclillaron frente a la caja fuerte y Tomás sacó la libreta de notas de la cartera; hojeó la libreta hasta encontrar los apuntes que buscaba. Las palabras clave estaban escritas en el papel y, debajo de cada una de ellas, aparecía el guarismo respectivo:



El profesor se inclinó ante la caja fuerte y marcó los números. No ocurrió nada. El visitante y la anfitriona intercambiaron una breve mirada de desánimo, pero Tomás no desistió. Lo intentó con sólo la segunda secuencia de números, correspondiente a la palabra «portugués», y nuevamente la puerta de la caja fuerte no se movió.

– ¿Está seguro de que ésa es la clave del código?

– Uno nunca está seguro del todo, ¿no? Pero estaba convencido de que era ésa.

– ¿Cómo llegó a esa clave?

– Descubrí que el acertijo era una pregunta.

– ¿Ah, sí? ¿Una pregunta? ¿Qué pregunta?

– La pregunta contenida en el acertijo era: «¿cuál Eco de Foucault pendiente a 545?». Después de mucho investigar, me pareció que la respuesta era «judío portugués». -Se encogió de hombros, reprimiendo la irritación por sentirse frustrado-. Pero, por lo visto, no lo es.

– ¿No hay ningún sinónimo? A veces, Martinho jugaba con sinónimos…

– ¿Ah, sí? -se sorprendió Tomás, que se acarició el mentón, pensativo-. Bien, a partir del siglo xvi comenzaron a llamar «cristianos nuevos» a los judíos cristianizados…

Sacó el bolígrafo del bolsillo de la chaqueta, cogió la libreta de notas y escribió las dos palabras. Después, contando con los dedos, señaló por debajo los guarismos correspondientes:


Marcó las dos secuencias en el código de la caja fuerte y aguardó un momento. De nuevo no ocurrió nada, la pequeña puerta seguía cerrada. Suspiró y se pasó la mano por el pelo, desanimado y ya sin ideas.

– No -exclamó meneando la cabeza-. No es ésta tampoco.


El palacio se alzaba por encima de la niebla, como si estuviese suspendido sobre las nubes, cerniéndose melancólicamente en la sombría cuesta de la sierra de Sintra. La fachada de piedra de Ança clara, repleta de esfinges, figuras aladas y extraños animales asombrosos, todos inscritos en nudos manuelinos o envueltos en hojas de acanto, hacía recordar un monumento del siglo xvi con toda su magnificencia de gótico manuelino, pero, en este caso, con un toque tenebroso, incluso siniestro, de fortaleza maldita, un monstruo macizo que asomase por entre los vapores parduscos de la neblina. Flotando sobre los copos rodeados de vapor que se pegaban al verde del monte, el palacete resplandecía bajo el gris de la luz refractada de la tarde brumosa; parecía un castillo fantástico, una mansión embrujada, un solar misterioso con su encaje de cimborrios, pináculos, merlones, torres y torreones, un lugar irreal y perdido en el tiempo.

Con los ojos fijos en el palacete pendiente sobre la niebla, Tomás aún no había decidido qué pensar sobre aquel enigmático lugar. Había momentos en que la Quinta da Regaleira le parecía un sitio hermoso, trascendente, sublime; pero, bajo el manto encapotado de las nubes, la belleza que irradiaba de aquel espacio místico se transformaba en algo que asustaba, lúgubre, un refugio de sombras y un laberinto de tinieblas. Sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y consultó el reloj, eran las tres y cinco de la tarde, Moliarti se retrasaba. La quinta se encontraba desierta, era un día entre semana, a mediados de marzo, decididamente a aquella altura del año y de la semana no podía esperar que hubiese visitantes deambulando por allí. Deseó ardientemente que Nelson llegase de una vez, no le apetecía quedarse mucho más tiempo solo en aquel sitio que en otros momentos le parecía placentero y que ahora se le antojaba tan aterrador.

Sentado en un banco frente al jardín, junto a la galería central que conectaba la quinta con la calle, apartó los ojos del palacio siniestro y miró un momento la estatua que tenía delante. Era Hermes, el mensajero del Olimpo, el dios de la elocuencia y del arte de hablar bien, pero también la divinidad capciosa y sin escrúpulos que llevaba al Infierno a las almas de los muertos, el nombre que fundó el hermetismo, el símbolo de los dominios de lo inaccesible. Tomás miró alrededor y pensó que aquél era, sin duda, uno de los dioses más apropiados para vigilar la Quinta da Regaleira, el sitio de Hermes, el lugar donde las propias piedras guardaban secretos, donde hasta el aire se cerraba en enigmas.

– Hi Tom -saludó Moliarti, con la cabeza que asomaba gradualmente por las escaleras del jardín-. Disculpe el retraso, pero me ha costado encontrar este sitio.

Tomás se levantó del banco y saludó al recién llegado, aliviado por tener, al fin, compañía.

– No importa. He aprovechado para admirar el paisaje y aspirar este aire puro de la sierra.

El estadounidense miró a su alrededor.

– ¿Qué lugar es éste? Me causa… creeps. ¿Cómo se dice en portugués?

– Escalofríos.

– Eso. Me causa escalofríos.

– La Quinta da Regaleira es, tal vez, el lugar más esotérico de Portugal.

– Really? -se admiró Moliarti, mirando el palacete desierto-. ¿Por qué?

– En el paso del siglo xix al siglo xx, aún en tiempos de la monarquía, esta propiedad fue adquirida por un hombre llamado Carvalho Monteiro. Era conocido como Carvalho dos Milhões porque, con sus negocios en Brasil, era una de las personas más ricas del país. Carvalho Monteiro era también uno de los hombres más cultos de su tiempo y decidió transformar la quinta en un lugar esotérico, alquímico, el sitio donde podría encarar el fantástico proyecto de resucitar la grandeza de Portugal basada en la tradición mítica nacionalista y en la gesta de los descubrimientos, yendo a las raíces de los fundamentos del Quinto Imperio. -Señaló el palacete, a la derecha, que asomaba por entre la neblina, taciturno, altivo, casi amenazador-. Mire esta arquitectura. ¿A qué le recuerda?

Moliarti estudió la estructura argéntea y ornamentada de la mansión.

– Hmm -murmuró-. Tal vez a la Torre de Belém…

– Precisamente. Estilo neomanuelino. ¿Sabe? La quinta fue construida en una época de revival, de recuperación de valores antiguos. Por toda Europa imperaba entonces el neogòtico. Ahora bien, el gótico portugués era el manuelino, por lo que el neogòtico sólo podía ser el neomanuelino. Pero este lugar fue más lejos e intentó recuperar también las fuentes de los descubrimientos. Encontramos por ello múltiples referencias a la Orden Militar de Cristo, que en Portugal sucedió a la Orden del Temple y fue fundamental en la expansión marítima. Los símbolos mágicos distribuidos aquí, según una fórmula alquímica, surgen del cristianismo templario y de la tradición clásica renacentista, con raíces profundas en Roma, en Grecia, en Egipto. -Hizo un gesto amplio hacia la izquierda-. ¿Ve aquellas estatuas?

El estadounidense contempló la hilera de silenciosas figuras esculpidas en piedra de Angá, asentadas en estructuras que bordeaban un jardín geométrico francés, lleno de rectas y de ángulos.

– Sí.

– Le presento a Hermes, el dios que dio origen a la palabra hermetismo -dijo señalando la estatua más próxima. Fue después moviendo el dedo cada vez más hacia la izquierda, a medida que nombraba cada una de las estatuas-. Éste es Vulcano, el hijo deforme de Júpiter y Juno; aquél es Dioniso; el otro es el dios Pan, un sátiro habitualmente representado con patas de macho cabrío y cuernos en la cabeza, como si fuese el diablo, aquí afortunadamente más humanizado. Después están Deméter, Perséfone, Venus, Afrodita, Orfeo y, allá al fondo, en último lugar, Fortuna. Todos ellos son guardianes de los secretos esotéricos de este lugar, centinelas vigilantes que protegen los misterios encerrados en la Quinta da Regaleira. -Hizo un gesto-. ¿Vamos andando?

Comenzaron ambos a recorrer el camino que bordeaba las estatuas, en dirección a la galería del fondo del jardín.

– Dígame, pues, ¿qué tenía la caja fuerte de la vieja?

Tomás meneó la cabeza.

– No pude abrirla.

– ¿Aquélla no era la clave?

– Por lo visto, no.

– Qué extraño.

– Pero estoy seguro de que estamos cerca. La pregunta del profesor Toscano nos remite, sin sombra de dudas, a aquel fragmento de El péndulo de Foucault.

– ¿Está seguro?

– Completamente. Fíjese, el profesor Toscano se dedicó a investigar los orígenes de Cristóbal Colón, planteando dudas sobre su nacimiento en Génova, y el fragmento en cuestión menciona justamente que Colón era un judío portugués. Claro como el agua, ¿no? -Se pasó la mano por el pelo-. Lo que creo, no obstante, es que hemos cometido algún error en la formulación de la palabra clave.

Pasaron delante de Orfeo y Fortuna y, ya junto al pórtico ornamentado de la galería, giraron a la derecha y escalaron el declive. El jardín geométrico dio lugar a un jardín romántico, donde se mezclaban el césped, las piedras, los arbustos, los árboles, en una integración continua, armoniosa. Se veían magnolias, camelias, helechos arbóreos, palmeras, secuoyas, plantas exóticas traídas de todo el mundo. Entre el verdor vigoroso surgió un lago extraño, su superficie cubierta por un denso manto verde esmeralda, que parecía una sopa de musgo quedos patos, entretenidos con su melancólico parpar, rasgaban mientras se deslizaban, abriendo surcos oscuros que luego se cerraban detrás de ellos, sellados por la espesa cubierta vegetal.

– El Lago da Saudade -anunció Tomás y señaló unos enormes arcos oscuros contiguos al lago y bajo tierra, como cavidades sombrías de una calavera, con hilos de hiedras y helechos pendientes de lo alto-. La Gruta de los Cátaros, por donde el lago se extiende.

– Asombroso -comentó Moliarti.

Recorrieron el camino que bordeaba el lago, rodeado de piedras verdeantes de musgo. Cruzaron un pequeño puente arqueado sobre las aguas, tapado por una magnolia gigante, y se toparon con una casucha cubierta de cuarzo y otras piedras embutidas en la pared. En el centro, una concha gigante llena de un caldo de agua límpida.

– Esta es la Fuente Egipcia -dijo Tomás señalando la concha invertida, como si fuese una jofaina-. ¿Ve estos dibujos? -Indicó dos pájaros representados en la pared con las piedras embutidas-. Son ibis. En la mitología egipcia, el ibis personifica a Thot, el dios de la palabra creadora y del saber oculto, el que dio origen a los jeroglíficos. ¿Sabe cuál es el nombre de Thot en el Olimpo griego?

Moliarti meneó la cabeza.

– No tengo idea.

– Hermes. De la asociación entre Thot y Hermes nacieron los misteriosos tratados esotéricos y alquímicos de Hermes Trismegisto. -Señaló el pico del ibis de la izquierda, que parecía sostener una lombriz gigante-. Este ibis tiene en el pico una serpiente, el símbolo de la gnosis, del conocimiento. -Esbozó un gesto amplio-. Le estoy mostrando esto para explicarle que aquí nada fue puesto al azar. Todo encierra un significado, una intención, un mensaje oculto, un enigma que se remonta a los principios de la civilización.

– Pero el ibis no tiene nada que ver con los descubrimientos.

– Aquí todo, estimado Nelson, tiene que ver con los descubrimientos. El ibis representa, como le he dicho, el conocimiento oculto. En el Libro de Job, donde esta ave interpreta el poder de la previsión, aparece la pregunta: «¿Quién le dio alibis la sabiduría?». ¿Qué era, al fin y al cabo, el mundo de los siglos xv y xvi sino un lugar oculto, un oráculo dispuesto a ser leído, un misterio que había que desvelar? -Miró las paredes del palacete flotando al fondo en la bruma-. Los descubrimientos están relacionados con los templarios que encontraron refugio en Portugal huyendo de las persecuciones decretadas en Francia y aprobadas por el papa. En realidad, los templarios trajeron a Portugal el saber necesario para la gran aventura marítima de los siglos xv y xvi. Por ello existe una cultura mística en torno a los descubrimientos, un misticismo con raíces en la época clásica y en la idea del renacimiento del hombre. -Alzó cuatro dedos-. Hay cuatro textos que son fundamentales para leer la arquitectura de este lugar de misterio: la Eneida, de Virgilio; su equivalente portugués, Los lusiadas, de Luís de Camões; la Divina comedia, de Dante Alighieri; y un texto esotérico del Renacimiento, igualmente lleno de enigmas y alegorías, llamado Hypnerotomachia Poliphili, de Francesco Colonna. Todos ellos, de una manera u otra, fueron eternizados en las piedras de la Quinta da Regaleira.

– I see.

El profesor portugués señaló un banco frente al lago y al lado de la Fuente Egipcia.

– ¿Vamos a sentarnos?

– Sí.

Se acercaron al banco esculpido en mármol de Lioz, con dos galgos instalados en los extremos en actitud de vigilancia, y una estatua femenina en el centro, con una antorcha en las manos.

– Este es el banco del 515 -explicó Tomás deteniéndose frente a la estructura-. ¿Sabe qué es el 515?

– No.

– Es un código de la Divina comedia de Dante. El 515 es el número que corresponde al mensajero de Dios que vendrá a vengar el fin de los templarios y anunciar la tercera edad de la cristiandad, la Edad del Espíritu Santo, que traerá la paz universal a la Tierra-. Citó de memoria-: «En el cual un quinientos quince, mensajero de Dios, va a matar a la barragana con el gigante que con ella peca». -Tomás sonrió-. Es un fragmento del «Purgatorio», la segunda parte de la Divina comedia. -Esbozó un gesto en dirección al banco de piedra-, Como ve, del mismo modo que todo lo que hay en la Quinta da Regaleira, también este banco es una alegoría.

Se sentaron sobre la superficie fría del mármol, el estadounidense observó el galgo sentado a su lado y la mujer de la antorcha, al centro.

– ¿Quién es ella?

– Beatriz, la figura que condujo a Dante al Cielo.

– ¡Vaya, vaya! Aquí todo tiene historia.

Tomás abrió su inseparable cartera y sacó la libreta de notas.

– Es como le decía -murmuró-. Pero traigo aquí otra historia para contarle.

– ¿Ah, sí?

Hojeó la libreta y se recostó en el duro banco.

– La referencia de Umberto Eco a Colón, atribuyéndole un origen portugués, tuvo el mérito de reorientarme en la investigación. Me puse a buscar otros elementos, consultando sobre todo las muchas fotocopias que saqué de los documentos de su puño y letra, y descubrí algunas cosas que sin duda le parecerán interesantes. -Recorrió las anotaciones con la vista-. Lo primero que se puede decir es que el debate sobre la nacionalidad de Colón no puede hacerse según los moldes actuales, dado que en la época en que vivió el navegante no existían países en el sentido moderno. Por ejemplo, España era toda la península Ibérica. Los portugueses se consideraban, a sí mismos, españoles, y protestaron cuando los castellanos se apropiaron abusivamente de ese nombre. No había tampoco, en el sentido que hoy le atribuimos, navegantes portugueses, sino navegantes al servicio del rey de Portugal o de la reina de Castilla. Fernando de Magallanes, por ejemplo, era un experimentado navegante portugués que dio la vuelta al mundo en una flota castellana. Mientras lo hacía, era castellano.

– ¿Como Von Braun?

– ¿Perdón?

– Von Braun era alemán, pero planificó el viaje a la Luna como estadounidense.

– Exacto -coincidió Tomás-. El segundo asunto que hace falta comentar es que el gran debate sobre la verdadera nacionalidad de Colón se produjo hacia 1892, que no sólo era el año del cuarto centenario del descubrimiento de América, sino también una época de nacionalismo exacerbado. Los historiadores españoles comenzaron a detectar incongruencias en la argumentación genovesa y plantearon dos hipótesis: la de que Colón sería gallego o catalán. Los italianos, en pleno periodo de fervor nacionalista y de afirmación política y cultural de su recién creado país, se opusieron tenazmente a tal posibilidad. Data de este periodo la aparición, en ambos lados, de documentos falsos.

– Eso no es así. A los italianos sólo les interesaba la verdad.

– ¿Le parece? -Tomás sacó un pequeño libro de la cartera, titulado Sails of Hope, y se dedicó a buscar una referencia subrayada-. Éste es un estudio realizado por el famoso «cazanazis» judío Simón Wiesenthal sobre la verdadera identidad de Colón. Wiesenthal cuenta que conversó con un historiador italiano sobre la investigación que estaba llevando a cabo y escuchó la siguiente respuesta. -Tomás se dispuso a traducir directamente del libro las palabras del italiano a Wiesenthal-: «Poco importa lo que llegue a descubrir. Lo esencial es que Cristóbal Colón no se vuelva español». -Miró a Moliarti-. En otras palabras, para este historiador italiano la cuestión no era el descubrimiento de la verdad, sino la necesidad nacionalista de preservar la identidad italiana de Colón, costara lo que costase.

– ¡Vaya, vaya! -dijo entre risas el estadounidense-. ¿No es eso lo que usted también está haciendo, sólo que en sentido contrario?

– Se equivoca, Nelson. Como ya le he explicado, lo que estoy haciendo es reconstruir la investigación del profesor Toscano: ustedes me han contratado para eso. Pero, si quiere que lo deje, dígalo, no se corte.

– Hmm -farfulló Moliarti-. No merece la pena dramatizar. -Se pasó la mano por la cabeza, como si intentase reordenar sus pensamientos-. Dígame, Tom, ¿le parece realmente sostenible que Colón fuese de origen español?

– No, no me lo parece. Es cierto que el papa Alejandro VI, en una carta a los Reyes Católicos, describió a Colón como un «hijo dilecto de la Hispania», pero la verdad es que, en aquel tiempo, por Hispania no se entendía sólo Castilla y Aragón, sino, como ya le he dicho, todos los territorios de la península Ibérica, incluido Portugal. Por otro lado, tal expresión no implica necesariamente que hubiese nacido allí, aunque ello este de algún modo implícito. Podría darse el caso, sin embargo, dique se estuviese refiriendo a una especie de hijo adoptivo de Hispania.

– De la misma manera que Von Braun es un hijo adoptivo de América.

– ¿Y lo es?

– Bien…, pues…, en cierto modo, sí.

– Con un poco de buena voluntad, ése también podrá ser el caso del significado de esta referencia. Pero, claro, con un poco de buena voluntad… -Guiñó el ojo, provocador-. Dejémoslo así. Para el caso, lo que interesa es que hay fuertes indicios de que Colón no nació en Castilla ni en Aragón. El primer documento que certifica la presencia de Colón en España data del 5 de mayo de 1487 y se refiere a un pago hecho a, literalmente, «Cristóbal Colomo, extrangero». Por otra parte, la procedencia extranjera del navegante quedó incluso probada en un tribunal español cuando su hijo portugués, Diogo Colom, demandó a la Corona por no respetar las cláusulas del contrato que los Reyes Católicos habían firmado con Colón en 1492. En ese proceso, varios testigos indicaron, bajo juramento, que Colón hablaba castellano con acento extranjero. El tribunal acabó desestimando la queja con el argumento de que los reyes, pudiendo conceder tales favores a ciudadanos españoles, no lo podrían haber hecho con un extranjero que no llevase dieciocho años de residencia en el país. -Consultó sus anotaciones-. La sentencia del proceso está guardada en el códice V.II.17, que se encuentra en la biblioteca de El Escorial, y dice lo siguiente: «el dicho don Cristóbal era extrangero, no natural ni vecino del Reino, ni morador en él». En conclusión, Colón era un extranjero.

– Genovés -precisó el estadounidense.

– Usted es pertinaz -intervino Tomás con una sonrisa-. Tal vez fuese realmente genovés, ¿quién sabe? Pero hay que considerar también la hipótesis portuguesa, por lo visto defendida por el profesor Toscano y asumida por Umberto Eco.

I lizo una pausa, buscando las anotaciones en la página siguiente de la libreta-. Quien aportó el primer gran indicio fue uno de los mayores cosmógrafos y geógrafos del siglo xv, Paolo Toscanelli, de Florencia. Este gran científico mantuvo correspondencia con el canónigo portugués Fernam Martins y con Colón. Es especialmente curiosa una carta enviada a Lisboa en latín y fechada en 1464. En esa misiva dirigida al navegante, Toscanelli comienza diciendo «recibí tus cartas», en plural, dando así a entender que Colón había tomado la iniciativa de escribirle más de una carta, aparentemente sobre el camino occidental hacia la India. La carta de Toscanelli explora detalladamente la hipótesis de ese viaje, pero es la conclusión la que me parece relevante para nuestro diálogo. Toscanelli afirma allí lo siguiente. -Afinó la garganta-: «No me sorprende, pues, por éstas, y por muchas otras cosas que aún podrían decirse sobre el asunto, que tú, que estás dotado de un alma tan grande, y la muy noble Nación Portuguesa, que en todos los tiempos ha sido tan ennoblecida por los más heroicos hechos de tantos hombres ilustres, tengas tan gran interés en que ese viaje se realice».

– ¿Y? -preguntó Moliarti con cierto desdén.

– ¿Y? ¡Pues que esta carta es muy reveladora! Mire, tiene por lo menos cuatro elementos curiosos. El primero es que demuestra que Colón se escribía con uno de los mayores científicos de su tiempo.

– No veo lo que eso pueda tener de curioso…

– Nelson, ¿no es la tesis genovesa la que afirma que Colón no era más que un tejedor de seda sin instrucción? ¿Cómo es posible que un personaje semejante mantuviese correspondencia con Toscanelli? -Hizo una pausa, como quien refuerza su pregunta-. ¿Eh? -Volvió la atención de nuevo a la libreta de notas-. El segundo problema es que Toscanelli dejó entrever que su interlocutor era portugués al escribir: «tú, que estás dotado de un alma tan grande, y la muy noble Nación Portuguesa». ¿O sea, que el italiano Toscanelli no sabía que Colón también era italiano? -Inclinó la cabeza-. ¿O no lo era? -Sonrió-. El tercer problema es que la carta, enviada a Lisboa, está fechada en 1474.

– ¿Y?

– ¿No se da cuenta del enorme problema que eso plantea (-Agitó la copia en la mano-. Mi estimado Nelson, recuerde que la documentación notarial refiere que el tejedor de seda Cristoforo Colombo no llegó a Portugal hasta 1476. ¿Cómo hubiera sido posible que Toscanelli le escribiera a Colón a Lisboa, recibiendo y enviando cartas, si él hubiese desembarcado en la ciudad sólo dos años después?

– ¿No habrá ahí algún error?

– No hay ningún error. La presencia del navegante en Lisboa en 1474 aparece confirmada en otra fuente. El historiador Bartolomé de las Casas, reproduciendo un encuentro entre Colón y el rey Fernando, en Segovia, en mayo de 1501, citó afirmaciones del Almirante acerca de los catorce años que pasó intentando convencer a la Corona portuguesa de que apoyase su proyecto. Ahora bien, considerando que Colón abandonó Portugal en 1484, si a 1484 le quitamos catorce obtenemos… -garrapateó las cuentas en la libreta-, obtenemos 1470. -Miró al estadounidense-. Por tanto, si De las Casas es correcto en este detalle, Colón estaría incuestionablemente en Lisboa en 1470. Cuatro años después, en 1474, recibió en la capital portuguesa la carta de Toscanelli. Pero ¿cómo es posible tal cosa si, de acuerdo con los documentos notariales genoveses, él, en ese momento, aún no había llegado a Portugal, pues el traslado se produciría en 1476?

– Pues…, bien…, es un detalle…

– Nelson, éste, y al contrario de lo que pueda parecer, no es un detalle menor, una cosa sin importancia, sino un problema muy, pero que muy grande. Tan grande que los historiadores se pasaron todo el siglo xix debatiendo estas extrañas discrepancias, incapaces de ponerse de acuerdo con respecto a una cuestión aparentemente tan simple como la de determinar la fecha de la llegada de Cristóbal Colón a Portugal. Y esto porque durante algunos años hubo dos Colón que coexistían en el tiempo. Un Colombo en Génova tejiendo seda, el otro Colom en Lisboa intentando convencer al rey portugués de ir hacia la India por el oeste y escribiéndose con Toscanelli, que lo consideraba portugués.

Moliarti se movió, incómodo, en el banco de piedra.

– Pues…, bien…, adelante. ¿Cuál es el cuarto problema?

– La carta de Toscanelli está escrita en latín.

– ¿Ah, sí? ¿Y?

– Nelson -lo interpeló Tomás, como si estuviese explicando algo a un niño-. Toscanelli era italiano y Colón supuestamente también. Siendo ambos italianos, sería normal que se escribiesen en toscano, la lengua hablada entre italianos de ciudades diferentes, y no en una lengua muerta, ¿no?

– Es aceptable. Pero no era imposible que dos italianos se escribiesen en aquella época en latín: ambos venían de ciudades diferentes y, siendo eruditos, el latín era una forma de revelar su erudición.

– ¿Cristoforo Colombo era un erudito? -preguntó con una sonrisa Tomás-. Y yo que creía que no era más que un tejedor de seda sin instrucción…

– Bueno… -titubeó Moliarti-. Habrá aprendido en algún sitio, sin duda.

– Es posible, Nelson, es posible. Pero recuerde que, en aquel tiempo, las clases más bajas no tenían fácil acceso a la educación. Si aún hoy es difícil, imagínese en el siglo xv…

– Pudo haber conseguido un protector.

– ¿Un protector?

– Sí, alguien que le pagase los estudios.

– Pero ¿cómo es posible si el nombre de Cristoforo Colombo no consta en la lista de los alumnos de las escuelas de Génova de aquella época?

– Pues…, tal vez fue a otras escuelas…, o…, o le consiguieron un tutor…

– ¿Otras escuelas? ¿Un tutor? -Tomás se rio-. Tal vez, quién sabe. Permítame, no obstante, que llame su atención sobre el hecho de que no fue sólo con Toscanelli con quien Colón, supuestamente italiano, no se escribió en una lengua italiana viva. La verdad es que Colón casi nunca escribió nada en italiano.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Lo que quiero decir es que Colón, por lo visto, era un italiano que no escribía en italiano. Su correspondencia era toda en castellano o en latín.

– Bien…, pues… supongo que eso es natural. Segura mente sus interlocutores españoles, como los Reyes Católicos, no entendían italiano…

– Nelson -cortó Tomás con un tono pausado, pero afirmativo-. El italiano Cristóbal Colón no escribió ni una sola vez en italiano cuando mantuvo correspondencia con italianos. Ni una sola vez.

El estadounidense esbozó una expresión interrogativa.

– No lo creo.

– Pues puede creerlo. -El profesor sacó fotocopias de cartas manuscritas-. ¿Lo ve? -Mostró un folio-. Esta es una copia de una carta de Colón a Nicolo Oderigo, embajador de Génova en España, fechada el 21 de marzo de 1502. Está archivada en el Palazzo Municipale de Génova. Es la carta de un presunto genovés a otro genovés. Pues, fíjese bien, está escrita en cas-te-lla-no -deletreó la palabra sílaba a sílaba, para enfatizarla y cogió otra fotocopia-. En esta otra carta, para el mismo Oderigo, también en castellano, Colón llega a pedirle a su interlocutor genovés que traduzca la misiva a otro genovés, un tal Giovanni Luigi. -Miró a un Moliarti boquiabierto-. Convengamos en que esto es extraño, ¿no? No sólo Colón le escribe a un genovés en castellano, sino que, consciente de que un segundo destinatario genovés no sabe castellano, en vez de redactar la carta en italiano o en el dialecto genovés para que lo comprenda inmediatamente ese segundo destinatario, le pide a Oderigo que le traduzca la carta. Es extraordinario, ¿no le parece? Sobre todo si consideramos que Colón era, supuestamente, genovés. -Una fotocopia más-. Esta es una de las cartas dirigidas a otro destinatario genovés, en este caso una institución bancaria, el Ufficio di San Giorgio. La misiva también está escrita en castellano. -Sonrió-. O sea, que tenemos aquí a un genovés que vivió en Génova hasta los veinticuatro años de edad, pero que no escribió una línea en italiano o en el dialecto genovés en las cartas dirigidas a sus interlocutores genoveses. -Una última fotocopia-. Y ésta es una carta a otro italiano, el sacerdote Gaspar Gorricio. Una vez más, sorpresa, sorpresa, en castellano. Y, no se olvide, además está la carta que le habrá enviado a Toscanelli. Esa carta desapareció, pero, por la respuesta de Toscanelli, domina la idea de que Colón le escribió en portugués o en latín. En resumidas cuentas, estamos frente.1 una correspondencia mantenida con cinco interlocutores italianos, de los cuales tres son genoveses, siempre en lenguas que no son el italiano ni el dialecto genovés. Curioso, ¿no?

– No entiendo, Tom. A fin de cuentas, usted mismo me dijo que creía que Colón no era español…

– No lo creía ni lo creo.

– Y, no obstante, me está diciendo que sólo escribía en cas- l el laño o en latín.

– Es verdad, eso he dicho.

– Entonces, si hablaba castellano y no era español, ¿adonde quiere llegar? Que yo sepa, en Portugal no se hablaba castellano…

– Pues no.

– ¿Entonces en qué quedamos?

– Es que aún no le he contado todo.

– Ah, vale.

– Permítame que le aclare una cuestión previa -dijo Tomás-. Los documentos personales de Cristóbal Colón se perdieron en el tiempo. Cuando su hijo portugués, Diogo Colom, murió, la correspondencia del Almirante pasó a manos de la mujer de Diogo, Maria, y de su hijo, Luís, que se lo llevaron todo a las Antillas. Después de la muerte de éstos, la correspondencia regresó a España y fue entregada a los monjes de Las Cuevas. Después, una querella jurídica los dividió entre Muño Colón y la familia del duque de Alba. Parte de los documentos pasaron posteriormente al segundo duque de Veragua, descendiente del Almirante. En ese momento, ya sólo quedaban algunas cartas de Colón a Diogo. -Levantó la mano izquierda-. Preste atención a lo que voy a decirle ahora, Nelson, porque es importante. En todo este proceso desaparecieron casi todos los documentos. El propio diario de Colón no fue conservado, y de él sólo nos queda una copia manuscrita, descubierta en el siglo xix, que «se supone» fue hecha por Bartolomé de las Casas. Claro que, en medio de toda esta confusión, aparecieron muchas falsificaciones. En algunos casos, los falsificadores se limitaron a alterar pequeños detalles del texto, destinados a reforzar sus tesis, y probablemente destruyeron los originales que las habrían desmentido. En otros inventaron completamente los documentos. En ciertas situaciones, eso ocurrió para apropiarse de la nacionalidad de Colón. En otras, fue simplemente para hacer dinero. He hablado con expertos en manuscritos auto grafos, habituados a adquirir cartas raras en subastas, que me revelaron que, si llegase a aparecer una carta manuscrita de Colón y se tuviera la certidumbre de que es auténtica, costana cerca de medio millón de dólares. Solamente el precio sería mayor, me dijeron esos expertos, medio en broma, medio en serio, si apareciese una carta firmada por el propio Jesucristo, fíjese. Como debe imaginar, estas cifras astronómicas alentaron, y de qué manera, las falsificaciones.

– ¿Me está diciendo que todo es falso?

– Estoy diciendo que, probablemente, muchas de las cartas atribuidas a Colón son falsificaciones, parciales o totales.

– ¿Incluidas las cartas a los genoveses?

– Sí.

Moliarti sonrió.

– Entonces eso resuelve el problema que usted me planteó hace un momento, ¿no le parece? Si esas cartas son falsas, el hecho de que estén escritas en castellano no prueba nada. Son inventadas…

– Esas cartas prueban varias cosas, Nelson. Prueban que ni los falsificadores se atrevieron a escribir las cartas de Colón a genoveses en italiano, motivo más que suficiente para quitarles credibilidad. Prueban que los originales en que se basaron, cuando había originales, también estaban escritos en castellano. Y, finalmente, prueban que hubo, en efecto, una conspiración para hacer del descubridor de América un genovés.

– Qué disparate.

– No es un disparate, Nelson. Hubo muchos documentos falsificados donde se intercaló deliberadamente el nombre de Génova.

– ¿Quiere decir que los documentos notariales encontrados en los archivos de Savona y Génova fueron falsificados?

– No, ésos son probablemente verdaderos. El tejedor de seda Cristoforo Colombo existió realmente, sobre eso no caben iludas. Las falsificaciones afectan solamente a algunos documentos del navegante Cristóbal Colón y a todos los documentos que intentan ligar Colombo con Colón, como el Documento Assereto y estas cartas del Almirante enviadas a genoveses. No se olvide, Nelson, de que todo lo que sabemos sobre Colón fue escrito por italianos y españoles, en unos casos de forma inocente, en otros con premeditación.

– Bien, adelante -exclamó Moliarti impaciente, apuntando con un gesto la libreta de notas de su interlocutor-. ¿No hay ningún texto del que podamos decir que fue escrito por la mano de Colón?

– Sólo hay dos cosas en las que la certidumbre es absoluta. La primera son las cartas a su hijo Diogo, dado que las conservaron personas o instituciones debidamente identificadas a lo largo del tiempo y con un recorrido que es posible reconstruir con exactitud.

– ¿El recorrido que usted mencionó hace un momento?

– Sí, ése. La segunda son las anotaciones hechas en los márgenes de los libros que pertenecieron a Cristóbal Colón y que, donados por su hijo español, Hernando, se conservan en la Biblioteca Colombina, en Sevilla. Aunque sea posible que, en este caso, algunas de las anotaciones hayan sido hechas por el hermano de Cristóbal, Bartolomeo. Pero, de cualquier modo, hay algunas de las que tenemos la certidumbre de que fueron redactadas por el propio Almirante.

– ¿Y esas cartas y anotaciones en qué lengua están escritas?

– Sobre todo en castellano. Hay algunas en latín y dos en italiano, pero sólo una de las dos en italiano es seguramente de Cristóbal Colón.

– ¿Lo ve? Al final, siempre escribió en italiano y el resto fue en castellano y en latín. Por lo visto, no hay nada en portugués, ¿no? Así, pues, como Colón no era español y no escribía en portugués, sólo podía ser italiano.

Tomás mantuvo su mirada fija en Moliarti, al tiempo que sus labios esbozaban una leve sonrisa.

– Nelson.

El estadounidense contrajo los músculos de la cara, con un tic nervioso. Entendió de inmediato, por el tono de voz de Tomás y por su expresión facial, que había un detalle traicionero acechando en la sombra, dispuesto a echar abajo su razonamiento.

– ¿No es así?

– Nelson.

– Dígame…

– Todos estos textos, manuscritos por Colón, aunque estén en castellano, latín o italiano, están llenos de portuguesismos.

– ¿Perdón?

– Los textos escritos por Colón están llenos de portuguesismos. En realidad, no escribía en español, escribía en portuñol, escribía como escriben los portugueses que quieren expresarse en castellano. ¿Me entiende?

Moliarti se recostó en el banco, con los ojos perdidos en la alfombra verde que cubría el Lago da Saudade.

– ¡No puede ser! -exclamó, pronunciando pausadamente las palabras, y miró a Tomás con actitud interrogante-. ¿Qué quiere usted decir cuando habla de portuguesismos?

– Los portuguesismos son palabras o expresiones típicas de la lengua portuguesa, pero insertadas en otra lengua. Si yo llegase a Madrid y dijese, incluso imitando el acento castellano, «olha, hombre, quiero apañar un carro para ir al palacio», cualquier madrileño me miraría y se daría cuenta enseguida de que soy portugués; en castellano no se dice «olha» ni «carro», que son portuguesismos. Los españoles dicen «mira» y «coche».

– ¡Ah! -admitió-. ¿Y qué portuguesismos utilizó Colón?

Tomás soltó una carcajada de buen humor.

– Creo que ha formulado mal la pregunta, Nelson. La verdadera pregunta no es qué portuguesismos utilizó Colón, pues han sido tantos… La pregunta es: ¿cuándo no utilizó portuguesismos? -Le guiñó el ojo, con actitud bromista-. Los no portuguesismos son casi más raros, ¿entiende?

Moliarti no se rio.

– Sí, pero deme ejemplos de portuguesismos que haya utilizado.

El profesor hojeó sus anotaciones.

– Vamos a comenzar por la única incursión en el italiano que, con toda certeza, proviene de la mano del Almirante. Se trata de una nota escrita al margen del Libro de las profecías, al comienzo del salmo 2.2. Son en total veintiséis palabras, seis de las cuales son portuguesas del siglo xv o españolas. Por ejemplo, escribió «el» en vez de «il», «delli» en vez de «degli», en» y no «in», «simigliança» en vez de «somiglianza» y como» en vez de «come». En la Historia natural de Plinio se encuentran veintitrés anotaciones marginales. Veinte están en castellano, dos en latín y la última en italiano. Hay dudas sobre i esta anotación en italiano pertenece a Cristóbal o a otra persona, eventualmente su hermano Bartolomeo, pero es relevante destacar que se trata de un nuevo y risible intento de escribir en italiano, dado que su autor llenó el texto de palabras castellanas o portuguesas del siglo xv como «cierto», «tierra», «pieça», «como», «él», «y», «parda» y «negra».

– ¿Y las demás anotaciones?

– Están generalmente en castellano aportuguesado. -Volvió a las anotaciones-. Hasta tal punto que el investigador español Altolaguirre y Duval afirmó que «el dialectismo colombino es seguramente portugués», y otro español, el conocido historiador y filólogo Menéndez Pidal, llegó a la misma conclusión, reconociendo que «su vocalismo tiende al portugués» y que «el Almirante conserva ese lusismo inicial hasta el fin de su vida».

– Deme ejemplos.

– Mire, comienza por algo muy portugués, que es colocar el diptongo «ie» en palabras españolas. No sé si lo sabe, pero hay muchas palabras portuguesas y castellanas que son casi iguales, con la diferencia de que en español se escriben con «ie» y en portugués sólo con «e». En Colón ocurrían dos cosas que sólo hacen los portugueses cuando intentan hablar castellano. La primera es no poner «ie». Por ejemplo, el Almirante escribió «se intende» en lugar de «se entiende» y «quero» en vez de «quiero». La segunda es poner «ie» cuando en castellano no hay «ie». Es el caso de la palabra española «depende», que Colón escribió «depiende». Todos los españoles saben que sólo los portugueses, en su precipitado intento de hablar castellano, meten a veces «ie» donde no existe.

– ¿Y el vocabulario en general?

– Lo mismo. Por ejemplo, Colón escribía «algún» cuando en castellano correspondía «alguno» y en italiano «alcuno». Decía «ameagaban», mientras que los españoles dicen «amenazaban» y los italianos «minacciávano». Otra palabra es «arriscada», que en castellano se dice «arriesgada» y en italiano «rischiosa». Están también «boa» y «bon», mientras que los españoles dicen «buena» y «bueno», y los italianos «.buona» y «buono». Colón usaba también «crime», que en castellano es «crimen» y en italiano «crimine». Utilizaba la palabra «despois», que para los españoles es «después» y para los italianos «dopo» o «poi». Colón decía «dizer», mientras que el español usa «decir» y el italiano «diré». Por otro lado, escribía «falar», que en castellano es «hablar» y en italiano «parlare»; «perigo», frente al castellano «peligro» y el italiano «periculo». Recurría a la palabra portuguesa «aberto», que los españoles dicen «abierto» y los…

– Basta, basta. Enough. Listo. Ya he entendido.

– La lista de portuguesismos es interminable, Nelson. Interminable.

– Eso no prueba nada.

– ¿No prueba nada?

– Puede haber un sinfín de razones para que él no escribiese en italiano. Por ejemplo, el dialecto florentino, del que deriva el toscano, era en aquel tiempo la nueva lengua neolatina italiana, utilizada sólo por los dotti, los más instruidos. Colón no era instruido.

– ¿Ah, no? ¿Entonces cómo hacía para saber latín y cosmografía?

– Eh… habrá aprendido después.

Tomás se rio.

– Debe de haber sido en un curso por correspondencia. O si no navegando en Internet…

– No interesa -interrumpió Moliarti.

– … donde, en vez de descubrir América, se dio de narices con un site en latín y se puso a memorizar declinaciones.

– ¡Basta! -insistió el estadounidense, irritado por el sarcasmo-. Basta. -Respiró hondo-. Vamos a retomar la cuestión de la lengua, que me parece importante. -Afinó la voz-. Tiene que haber una explicación lógica para esas anomalías, para el hecho de que escribiese en ese…, en ese castellano…, pues… aportuguesado.

– ¿Una explicación lógica? ¿Qué explicación? -Se inclinó en la mesa-. ¿Sabe lo que me dijeron en el Archivio di Stato de Génova?

– ¿Qué?

– Me dijeron que, en aquel tiempo, los italianos que vivían en el extranjero usaban entre sí sobre todo el toscano como lengua franca.

– Es verdad -confirmó Moliarti.

– ¿Entonces por qué razón no escribió él las cartas en toscano para los otros italianos?

– Tal vez no sabía…

– Pero usted mismo, y también el Archivio di Stato de Génova, han reconocido que el toscano era la lengua franca utilizada en aquel tiempo por los italianos que vivían en el extranjero…

– Sí, pero tal vez él fuese una excepción, quién sabe. Pudiera ser que Colón sólo hablase el genovés. Como ese dialecto no se escribía, no lo podía usar para comunicarse con los demás genoveses, ¿no?

– Esa explicación, qué quiere que le diga, me parece muy rebuscada e imaginativa. De entrada ya es falsa la afirmación de que el dialecto genovés no se escribía. Comprobé con un profesor genovés de lenguas y me aseguró que el dialecto de Génova ya se escribía en la Edad Media. Hay registros de genovés en los poetas provenzales, por ejemplo, y en muchos poemas de la época, incluso rimas y versos inspirados en la Divina comedia de Dante. -Alzó el dedo índice y el del corazón-. Lo que nos plantea dos cuestiones: ¿Colón no sabía toscano porque no tenía instrucción, pero sabía latín, que sólo conocían los más cultos? ¿No escribía en genovés, hablado por todos los genoveses y escrito por los más educados, pero no se cansaba de redactar textos en un castellano aportuguesado? -Torció la nariz-. Hmm… Todo esto me huele a chamusquina, estimado amigo.

– Pero hay otra cosa que no ha tenido en cuenta -expuso Moliarti.

– ¿Qué?

– Las semejanzas entre el dialecto genovés y el portugués. Muchas de esas palabras escritas por Colón, que según usted son portuguesas, son probablemente genovesas.

– ¿Usted cree?

– Estoy casi seguro.

– Pues lo persigue la mala suerte. -Sonrió con malicia-. Ocurre que ya había escuchado ese argumento por boca de un defensor de la tesis genovesa y quise comprobarlo con el profesor genovés de lengua al que consulté. Le pedí la correspondencia entre las palabras portuguesas que le he citado, y que fueron usadas por Colón, y la respectiva traducción al genovés. -Tomás volvió a las anotaciones-. Ahora fíjese. «Algún» se dice «quarche», «arriscada» es «reiszegosa», «boa» y «bon» son «bónna» y «bon», «crime» es «corpa», «despois» da «doppó» y «dizer» es «di». Como ve, con excepción de «bon», que es semejante al portugués, ninguna de las otras expresiones usadas por Colón remite al genovés, sino exclusivamente al portugués. -Alzó el índice-. Lo que nos conduce a la cuestión esencial. Mi experiencia como criptoanalista me dice que, cuando estamos ante una explicación complicada y una explicación sencilla para un determinado enigma, la explicación sencilla tiende a ser la verdadera. ¿Por qué no concluir simplemente que, si Colón no escribía en ninguna lengua itálica, ni siquiera en genovés, que ya se escribía en aquel tiempo, se debía a la lógica razón de que él, en realidad, no las sabía hablar? Y, si no sabía lenguas itálicas, es fácil concluir que, probablemente, no era italiano.

– El era italiano, sobre eso no hay dudas. Era genovés. Tiene que haber alguna explicación para el hecho de que nunca escribiera en una lengua itálica. Probablemente ni sabía toscano…

– Usted es tozudo, ¿eh? Eso de que no sabía toscano, la lengua franca de los italianos en el extranjero, me parece una explicación bastante poco elaborada…

– Okay, admito que sí, tal vez supiera toscano, listo. Pero como Colón se fue muy joven de Génova, tal vez se olvidó.

– ¿Se olvidó del toscano? -El portugués soltó una carcajada-. ¡Nelson, francamente! Eso no se lo cree nadie. -Meneó la cabeza, con expresión divertida-. Mire, ¿se acuerda de que yo le dije, hace poco, que el historiador y filólogo español Menéndez Pidal observó que «ese lusismo inicial lo conserva el Almirante hasta el fin de su vida»? -Sí.

– Pues bien, aquí estamos frente a una situación insólita. Colón vivió veinticuatro años en Italia y, en un abrir y cerrar de ojos, se olvidó del toscano y de su genovés natal. Vivió solamente diez añitos en Portugal y, ¡zas! Nunca más se olvidó del portugués, lo mantuvo hasta el final de su vida. Es fantástico, ¿no? -Señaló al estadounidense-. ¿Usted quiere realmente convencerme de que él tenía mala memoria para todo lo que fuesen lenguas itálicas, que supuestamente eran las de su país natal, y una fantástica memoria para la lengua portuguesa que, a juzgar por ciertas opiniones, era para él extranjera? ¿Eh?

– Pues…, bien…, sí.

– Nelson, francamente, lo que usted está diciendo no tiene ningún sentido -exclamó Tomás, volviendo a menear la cabeza, ahora con un asomo de impaciencia-. Todas esas frases no son una explicación lógica, son una fantasía desesperada, no hay por dónde cogerlas. Escúcheme, vamos a ver si nos entendemos. El hombre, si creemos en las actas notariales genovesas, dejó Génova a los veinticuatro años de edad. Veinticuatro. En aquel tiempo, un hombre de veinticuatro años, para su información, ya no era joven. Si fuese hoy, esa edad sería equivalente a unos treinta y cinco años o más. Ahora, que yo sepa, nadie olvida su lengua a los veinticuatro años de edad. Nadie. Para colmo vivía con su hermano Bartolomeo, que supuestamente era también genovés, y, por tanto, tenía ocasión de practicar con él la lengua materna. Por otro lado, y como usted mismo ha acabado reconociendo, sabría muy probablemente toscano, dado que era la lengua franca utilizada por los italianos que se encontraban en el extranjero. Pero el único intento que, con seguridad, hizo Colón de escribir en italiano es de una inepcia apabullante. Y lo cierto es que, cuando estaba escribiendo en castellano y le faltaba una palabra, para sustituirla no recurría a italianismos, como sería natural y previsible en un italiano, sino a portuguesismos. Además, los únicos textos de Colón sin portuguesismos son aquellos que fueron copiados, porque, en esas situaciones, los copistas corrigieron las expresiones portuguesas rescribiéndolas en castellano.

– Pero, Tom, ¿no había realmente italianismos en sus textos en castellano?

– No, no los había. Cuando no encontraba la expresión en castellano, por lo visto sólo se le ocurrían palabras en portugués.

– Hmm…

– Y hay más, Nelson. Hay más.

– ¿Qué?

– No tuve oportunidad de leer todo lo que dijeron sobre el Almirante todos los testigos que lo conocieron, sobre todo en el proceso judicial del «pleyto con la Corona» y del «pleyto de la prioridad», en que se determinó que era extranjero. Pero dos investigadores que consulté, el judío Simón Wiesenthal y el español Salvador de Madariaga, encontraron algunos testimonios asombrosos. -Examinó una vez más sus anotaciones-. Wiesenthal escribió: «unos testigos dicen que Cristóbal Colón hablaba castellano con acento portugués». Y Madariaga, por su parte, también observó que Colón «hablaba siempre en castellano con acento portugués». -Miró a Moliarti y sonrió, triunfante; le brillaban los ojos, parecía un jugador de ajedrez que acabara de hacer jaque mate y estudiaba la expresión aturdida del adversario derrotado-. ¿Entiende?

El estadounidense se quedó un largo rato mudo, con la mirada perdida y la fisonomía ausente.

– Holy shit! -exclamó, por fin, con un susurro, como si hablase sólo para sí mismo-. ¿Está seguro?

– Fue lo que ellos escribieron. -Se levantó del banco y se desperezó para desentumecer los músculos-. Hay muchas cosas en Colón que no encajan, Nelson. Fíjese, cuando llegó a España, presumiblemente en 1484, ¿sabe cuál fue la primera persona con la que se puso en contacto?

Moliarti también se levantó e hizo una contorsión con su tronco, intentando relajar el cuerpo, ya dolorido de estar tanto tiempo sentado en el asiento de piedra; el banco del 515 era bonito pero incómodo.

– No tengo idea, Tom.

– Un fraile llamado Marchena. ¿Sabe cuál era su nacionalidad?

– ¿Era portugués?

– Claro. -Sonrió-. ¿Se ha fijado en que, cuando vamos al extranjero, tenemos tendencia a buscar personas de nuestra nacionalidad? Podría haber buscado genoveses u otros italianos, los había en Sevilla, incluso en el propio monasterio donde se alojaba Marchena. Pero no, fue a ver a un portuguesito.

– ¡Vaya! Eso no prueba nada.

– Claro que no, pero no deja de ser curioso, ¿no? -Comenzó a andar por un sendero de tierra, deambulando entre los árboles con Moliarti al lado-. Hay aquí muchas preguntas que requieren respuesta. Por ejemplo, ¿por qué razón Colón, si era genovés, hacía de su origen un misterio? A fin de cuentas, los castellanos tenían, en aquella época, buenas relaciones con Génova, y no se vislumbra motivo alguno para que desconfiasen de un genovés. Por el contrario, trabar relación con un genovés daba incluso prestigio, los propios ingleses navegaban por el Mediterráneo bajo la protección de la bandera genovesa de San Jorge, aquel estandarte blanco con una cruz roja que después adoptaron como bandera de Inglaterra. Ahora, y atendiendo a la rivalidad entre portugueses y castellanos, la presencia de un portugués al frente de tripulaciones castellanas ya podría ser un problema, de la misma manera que lo opuesto también era verdadero. Por otra parte, basta ver lo que sufrió el portugués Magallanes cuando dirigió la flota castellana que dio la primera vuelta al mundo. Siendo genovés, Colón no tenía ninguna razón para esconder su origen. Pero siendo portugués…

– Mera especulación.

– Pues sí. La verdad, sin embargo, es que no se entiende muy bien por qué motivo Colón hizo un misterio de su origen, ¿no? Y créame que aún hay muchas más preguntas que hacer. Por ejemplo, ¿por qué razón no escribía en italiano, toscano o en dialecto genovés cuando mantenía correspondencia con italianos, especialmente con Toscanelli? ¿Por qué motivo hablaba castellano con acento portugués? Siendo un tejedor de seda sin instrucción, ¿dónde aprendió latín y cosmografía? ¿Qué decir de las flagrantes discrepancias de fechas? ¿Cómo explicar que, en 1474, la carta de Toscanelli lo localizaba en Lisboa y actas notariales genovesas lo situaban, en ese mismo momento, muy lejos de Portugal? En fin, hay tantas preguntas que hacer, tantas, tantas, que sería muy capaz de pasarme aquí toda la tarde formulándolas, y lo cierto es que responder a todas ellas requiere un gran esfuerzo de imaginación y recurrir sin cesar a la especulación.

Moliarti no respondió; caminaba con los ojos fijos en el suelo, medio cabizbajo, con los hombros caídos y el semblante cargado. Subieron la rampa inclinada del camino de tierra con expresión meditativa, sumergidos en los misterios que Toscano había hallado en viejos manuscritos, secretos cubiertos por el tiempo por una espesa capa de polvo y de extraños silencios, contradicciones y omisiones. Magnolias rojas y amarillas coloreaban el camino verde, por entre troncos de hayas, palmeras, pinos y robles; el aire se respiraba fresco, leve, perfumado por los románticos arriates de rosas y de tulipanes, cuya gracia femenina contrastaba con la belleza carnal de las orquídeas, sensuales y lascivas. La tarde se prolongaba, amodorrada, al ritmo lento del gran vals de la naturaleza; el bosque se animaba y pulsaba de vida, con las copas de los árboles farfullando con un rumor suave bajo la brisa que descendía blanda por la sierra, como si la soplase el manto rastrero y pardusco de las nubes; de las ramas lujuriosas venían notas más agudas y alegres, eran los jilgueros que trinaban exultantes, envueltos en un intenso duelo de respuesta al arrullo bajo de los colibríes y al gorjeo melodioso de los ruiseñores.

El estrecho sendero entre el verdor se abrió, de pronto, en lo que parecía ser una especie de balcón cortado en un rellano, con una pared de un lado, de donde manaba una fuente, y un arco de medio punto esculpido por delante.

– La Fuente de la Abundancia -anunció Tomás-. Pero, en realidad, y a pesar del nombre, es otra cosa mucho más dramática. A ver si la adivina…

El estadounidense analizó la estructura abierta en el bosque. El arco de medio punto tenía un tiesto en cada uno de sus extremos, cada tiesto con la cabeza de un sátiro y de un carnero esculpida en los lados.

– ¿Son unos demonios?

– No. El sátiro es el ser que invade la isla de los Amores, representa el caos. El carnero es el símbolo del equinoccio de primavera, representa el orden. Con un sátiro en un lado y un carnero en el otro, cada uno de estos tiestos significa: ordo ab chao, el orden después del caos.

En medio del arco de medio punto se asentaba un enorme sillón de piedra y, frente a éste, una gran mesa. Del otro lado, la fuente ostentaba una concha incrustada, con el dibujo de una balanza labrada.

– No me hago idea de qué puede ser eso.

– Eso, Nelson, es un tribunal.

– ¿Un tribunal?

– Allí está el trono del juez. -Señaló el gran sillón embutido en la piedra-. Allí la balanza de la Justicia. -Indicó el dibujo labrado en la fuente-. En el simbolismo templario y masónico, la luz y las tinieblas se igualan en el equinoccio de primavera, lo que representa la justicia y la equidad y, por ello, justamente en ese día entra en funciones el nuevo gran maestre, que asume el mando al sentarse en el trono. -Hizo un gesto hacia la pared de la fuente, donde eran visibles otros dibujos labrados-. Este muro reproduce decoraciones del Templo de Salomón, en Jerusalén. ¿Nunca ha oído hablar de la justicia salomónica? -Alzó los ojos hacia los dos obeliscos piramidales asentados en la cima de la pared de la fuente-. Los obeliscos ligan la tierra con el cielo, como si fuesen dos columnas a la entrada del Templo de Salomón, verdaderos pilares de la justicia.

Se internaron por una nueva senda abierta entre los árboles y desembocaron en una nueva plaza, mayor aún que la Fuente de la Abundancia. Era el Portal de los Guardianes, protegido por dos tritones. Tomás guio a su invitado por un camino que rodeaba esta nueva estructura y zigzaguearon por el bosque inclinado en la ladera de la sierra; escalaron el declive hasta toparse con lo que parecía ser un menhir o anta, un conjunto megalítico formado por gigantescas piedras cubiertas de musgo. El profesor condujo al estadounidense hasta el menhir, pasaron por debajo de unos arcos formados por las rocas dispuestas unas sobre otras, como en Stonehenge, y Tomás empujó una gran piedra. Para sorpresa de Moliarti, la piedra se movió, girando sobre su eje, y reveló una estructura interior. Cruzaron el pasaje secreto y vieron un pozo; se inclinaron sobre el brocal y miraron hacia abajo, se veían las escaleras en espiral con el pasamanos excavado en la piedra, abriéndose en arcos sostenidos por columnas, zonas de sombra excavadas en las paredes, la luz natural que asomaba desde lo alto.

– ¿Qué es esto? -quiso saber Moliarti.

– Un pozo iniciático -explicó Tomás, con la voz que reverberaba por las paredes cilíndricas-. Estamos dentro de un anta, de una reproducción de un monumento funerario megalítico. Este lugar representa la muerte de la condición primaria del hombre. Tenemos que descender al pozo en demanda de la espiritualidad, del nacimiento del hombre nuevo, del hombre esclarecido. Descendemos al pozo como si descendiésemos dentro de nosotros mismos, en busca de nuestra alma más profunda. -Hizo un gesto con la cabeza, invitando al estadounidense a seguirlo-. Ande, venga.

Comenzaron a bajar las escaleras estrechas, rodeando las paredes del pozo en una espiral, girando en el sentido de las agujas del reloj, siempre hacia abajo. El suelo estaba mojado y los pasos retumbaban por los escalones de piedra como si emitiesen un sonido metálico, cascado y tintineante, mezclándose con el gorjear de los pájaros que invadía el abismo por la abertura celeste y que resonaba a lo largo del agujero oscuro y caracoleante. Las paredes se veían cubiertas de musgo y humedad, y lo mismo ocurría con las balaustradas. Se inclinaron en el pasamanos y observaron el fondo, el pozo les parecía ahora una torre invertida. Tomás pensó en la Torre de Pisa excavada en la tierra.

– ¿Cuántos niveles tiene este pozo?

– Nueve -dijo el profesor-. Y ese número no es casual. El nueve es un guarismo simbólico, en muchas lenguas europeas presenta semejanzas con la palabra «nuevo». En portugués, nove y novo. En francés, neuf y neuve. En inglés, nine y new. En italiano, nove y nuovo. En alemán, neun y neu. Nueve significa, por ello, la transición de lo viejo a lo nuevo. Fueron nueve los primeros templarios, los caballeros que fundaron la Orden del Temple, los mismos que están en el origen de la Orden Portuguesa de Cristo. Fueron nueve los maestros que Salomón envió en busca de Hiram Abbif, el arquitecto de su templo. Deméter recorrió el mundo en nueve días en busca de su hija Perséfone. Las nueve musas nacieron de Zeus como consecuencia de las nueve noches de amor. Son necesarios nueve meses para que nazca un ser humano. Por ser el último de los números primarios, el nueve anuncia a la vez, y en esa secuencia, el fin y el principio, lo viejo y lo nuevo, la muerte y el renacimiento, la culminación de un ciclo y el comienzo de otro, el número que cierra el círculo.

– Curioso…

Llegaron, por fin, al fondo y observaron el centro del pozo iniciático. Se dibujaba allí un círculo decorado por mármoles blancos, amarillos y rojos cubiertos por pequeños charcos de barro. Dentro del círculo de mármol surgía una estrella octogonal con una cruz orbicular insinuada en el interior; era la cruz de los templarios, la orden que trajo el ala octogonal a los templos cristianos de Occidente. Una de las puntas amarillas de la estrella indicaba un agujero oscuro excavado en el fondo del pozo.

– Esta estrella es también una rosa de los vientos -explicó Tomás-. La extremidad de la rosa apunta hacia Oriente. Es en Oriente donde nace el sol, y es en su dirección donde se construyen las iglesias. El profeta Ezequiel dijo: «La gloria del Señor viene del Oriente». Sigamos, pues, por esta gruta.

El profesor se sumergió en las tinieblas abiertas en la pared de piedra y Moliarti, después de una breve vacilación, lo siguió. Caminaron cautelosamente, casi tanteando las paredes, moviéndose como ciegos en las entrañas sombrías del túnel irregular. Una hilera de lucecitas amarillas que surgió en el suelo, a la izquierda, después de la curva, los ayudó a caminar. Avanzaban ahora con mayor confianza, serpenteando por aquel largo agujero excavado en el granito. Se abrió otra sombra oscura a la derecha, era un nuevo camino en la gruta, el indicio de que aquello, más que una conexión subterránea, era un laberinto. Familiarizado con el recorrido, sin embargo, Tomás ignoró ese trayecto alternativo y siguió adelante, manteniéndose en el camino principal hasta que una rendija de luz le anunció el mundo exterior. Siguieron en dirección a la luz y vieron un arco de piedra sobre un lago cristalino, con un hilo de agua que caía sobre la superficie líquida en cascada, produciendo un sonido mojado a borbotones. Se detuvieron bajo el arco, donde el camino se bifurcaba frente al lago; allí se tenía que decidir qué rumbo tomar.

– ¿Izquierda o derecha? -preguntó Tomás, queriendo saber por dónde ir.

– ¿Izquierda? -arriesgó Moliarti, poco seguro de sí mismo.

– Derecha -repuso el portugués, indicando el trayecto correcto-. El final del túnel es una reconstrucción de un episodio de la Eneida, de Virgilio. Representa la escena en que Eneas desciende a los infiernos en busca de su padre y se le plantea el dilema de elegir el rumbo al enfrentarse a una bifurcación. Quienes cogen la vía de la izquierda son los condenados, los destinados al fuego eterno. Sólo el camino de la derecha conduce a la salvación. Eneas optó por el de la derecha y atravesó el río Leteo, que le permitió llegar a los Campos Elíseos, donde se encontraba su padre. Debemos, por ello, imitar sus pasos.

Siguieron por la derecha y el túnel se volvió más oscuro, estrecho y bajo. En un punto determinado, las tinieblas se abatieron sobre ambos, completas, totales, y se vieron obligados a avanzar cautelosamente, palpando las paredes húmedas, inseguros, vacilantes. El túnel se abrió finalmente al exterior, inundándose de luz en un camino de piedras sobre el lago, como peldaños que asomasen del agua. Saltaron de piedra en piedra hasta la otra margen y se encontraron de regreso al bosque, rodeados de color, respirando el aire perfumado de la tarde y oyendo el trinar suave de los pardillos que volaban de rama en rama.

– Qué sitio más extraño -comentó Moliarti, que experimentaba en ese instante una sensación de irrealidad-. Pero es fascinante.

– ¿Sabe, Nelson? Esta quinta es un texto.

– ¿Un texto? ¿Qué quiere decir con eso?

Bajaban ahora por las veredas abiertas entre los árboles.

Desembocaron nuevamente en el Portal de los Guardianes; Tomás guio a su invitado por una escalera en espiral construida dentro de una estrecha torre de estilo medieval, con almenas en el extremo.

– Antiguamente, en tiempos de la Inquisición y del oscurantismo, en que la sociedad vivía dominada por una Iglesia intolerante, había obras prohibidas. Los artistas eran perseguidos, los nuevos pensamientos silenciados, los libros quemados, los cuadros rasgados. De ahí surgió la idea de esculpir un libro en la piedra. Eso es, a fin de cuentas, la Quinta da Regaleira. Un libro esculpido en la piedra. Es fácil quemar un libro de papel o rasgar la tela de una pintura, pero es mucho menos fácil demoler toda una propiedad. Esta quinta es un espacio donde se encuentran construcciones conceptuales que reflejan pensamientos esotéricos, inspiradas en el laberinto de ideas sugerido por Francesco Colonna en su hermético Hypnerotomachia Poliphili y basadas en los conceptos que yacen bajo el proyecto de expansión marítima de Portugal y en las grandes leyendas clásicas. Si se prefiere, y de alguna forma a través de los mitos transmitidos por la Eneida, por la Divina comedia y por Los lusíadas, éste es un gran monumento a los descubrimientos portugueses y al papel que desempeñaron en él los templarios, rebautizados en Portugal como caballeros de la Orden Militar de Cristo.

Llegaron a la base de la torre medieval y se internaron por un camino más ancho, pasando por la Gruta de Leda en dirección a la capilla. Marchaban ahora en silencio, atentos al sonido de sus pasos y al rumor delicado del bosque.

– ¿Y ahora? -preguntó Moliarti.

– Vamos a la capilla.

– No, no es eso lo que le estoy preguntando. Lo que quiero saber es lo que falta para concluir la investigación.

– Ah -exclamó Tomás-. Voy a estudiar con atención aquel párrafo de Umberto Eco, para ver si encuentro la clave que me abrirá la caja fuerte del profesor Toscano. Necesito también aclarar unas cosas sobre el origen de Colón. Tendré que hacer, para ello, un último viaje.

– Muy bien. Tenemos fondos para eso, ya lo sabe.

Tomás se detuvo junto a un gran árbol, a unos pasos de la capilla. Abrió la cartera y sacó una hoja de papel.

– Éste es otro misterio sobre Colón -dijo mostrando la hoja.

– ¿Qué es eso?

– Es una copia de una carta encontrada en el archivo de Veragua.

El estadounidense extendió la mano y cogió la fotocopia.

– ¿Qué carta es ésa? -Estudió el texto y sacudió la cabeza, mientras le devolvía la hoja a Tomás-. No entiendo nada, está escrito en portugués del siglo xv.

– Yo se la leeré -se ofreció Tomás-. Ésta es una carta que se descubrió entre los papeles de Cristóbal Colón después de su muerte. Está firmada, fíjese, por el gran don Juan II, apodado el Príncipe Perfecto, el rey portugués del Tratado de Tordesillas, el hombre que le dijo a Colón, y con razón, que el camino a las Indias era más corto rodeando África que navegando hacia occidente, el monarca que…

– Sé muy bien quién fue don Juan II -interrumpió Moliarti impaciente-. Le escribió a Colón, ¿no?

– Sí. -Tomás fijó su atención en el reverso de la hoja y señaló unas líneas horizontales y verticales-. ¿Ve estas líneas? Son los pliegues de la carta. -Comenzó a doblarla-. Si la doblamos siguiendo los pliegues, forma un sobre donde se lee la identificación del destinatario. -Mostró la hoja debidamente doblada-. La carta está dirigida «a xpovam collon noso espicial amigo en Sevilla». -Volvió a desplegar la hoja para leer el texto, en el reverso-. Dice lo siguiente: «Xpoval Colon. Nos don Juan por gracia de Dios Rey de Portugall y de los Algarves, de aquende y de allende el mar en África, Señor de Guinea os enviamos muchos saludos. Vimos la carta que nos escribisteis y la buena voluntad y afección que por ella mostráis tener a nuestro servicio. Os agradecemos mucho. Y en cuanto a vuestra venida acá, ciertamente, así por lo que apuntasteis como por otros respectos para que vuestra industria y buen ingenio nos será necesario, la deseamos y nos placerá mucho que vengáis porque en lo que vos toca nos dará la ocasión de que debáis estar contento. Y porque por ventura tuviereis algún recelo de nuestras justicias por razón de algunas cosas a que seáis oblígalo. Nos por esta carta os aseguramos por la venida, estada y vuelta, que no seréis preso, retenido, acusado, citado, ni demandado por ninguna cosa sea civil o de crimen, de cualquier cualidad. Y por la misma mandamos a todas nuestras justicias que lo cumplan así. Y por tanto os rogamos y encomendamos que vuestra venida sea pronta y para eso no tengáis óbice alguno y os lo agradeceremos y tendrémoslo mucho en cuenta. Escrita en Avis a veinte de marzo de 1488. El rey».

– Carta extraña, ¿eh? -comentó Moliarti intrigado.

– Menos mal que está de acuerdo.

– ¿Entonces el rey portugués invitó a Colón a regresar a Portugal en 1488?

– No es exactamente eso lo que dice.

– ¿No?

– Lo que dice aquí es que Colón envió una carta al rey don Juan II ofreciéndole nuevamente sus servicios. En esa carta, Colón habría manifestado sus temores en cuanto a la posibilidad de tener que enfrentarse a la justicia del rey portugués.

– Pero ¿por qué?

– Algo habrá hecho en Portugal. No se olvide de que Colón salió de Portugal de forma precipitada, algún día del año 1484, cuatro años antes de este intercambio de correspondencia. Algo ocurrió que habrá forzado la fuga del hombre que descubriría América y de su hijo Diogo a España, pero no sabemos qué. Uno de los misterios que rodean al Almirante es, justamente, la falta de documentos sobre su vida en Portugal. Ocurrieron ahí cosas muy importantes, y, no obstante, no ha quedado nada que nos las aclare. Es como si existiese un agujero negro en ese periodo. Pero, por esta carta, se deduce que ocurrió algo que forzó su fuga.

– ¿Dónde está la carta de Colón a don Juan II?

– Nunca fue encontrada en los archivos portugueses.

– Qué pena.

– Y hay otro detalle curioso.

– ¿Cuál?

– La forma casi íntima en la que don Juan II se refiere a Colón antes de que el navegante se hiciese famoso: «nuestro espicial amigo en Sevilla». No es una carta formal entre un soberano poderoso y un tejedor extranjero sin instrucción, es una carta entre personas que se conocen bien.

Moliarti alzó la ceja derecha.

– No parece que esa carta tenga ninguna relevancia para el problema del origen de Colón.

Tomás sonrió.

– Tal vez no -admitió-. O tal vez la tenga. En este caso, demuestra, por lo menos, que ambos se conocían mucho mejor de lo que pensamos y que Colón había frecuentado la corte portuguesa, lo que plantea la hipótesis de que se tratase de un noble, posibilidad que encaja con otras dos cosas. La primera es, como ya hemos visto, su casamiento con la noble doña Filipa Moniz, algo que en aquel tiempo era impensable para un plebeyo. Pero, si él también era noble, cobra un nuevo sentido.

– ¿Está seguro de que no era posible que un plebeyo se casase con una noble?

– Absolutamente seguro -confirmó Tomás con un movimiento categórico de la cabeza-. He hablado con un compañero mío de la facultad, experto en historia de los descubrimientos, y me dijo que no conocía ningún caso, ni un solo caso, de matrimonio de un plebeyo con una noble en el siglo xv. Conocía dos casos en el siglo XVI, unos burgueses ricos que se casaron con dos mujeres nobles, pero no en el siglo XV. En aquel entonces era imposible.

– Hmm -farfulló el estadounidense-. ¿Y cuál es la otra cosa que encaja con la hipótesis de que Colón fuese un noble?

El historiador sacó de la cartera un papel más.

– La segunda es este documento, del que aún no le he hablado. Se trata de la provisión de Isabel la Católica, fechada el 20 de mayo de 1493, por la que se le concedía el escudo de armas a Colón, que dice lo siguiente. -Señaló ese pasaje en la hoja que tenía en sus manos-: «Y en otro cuadro bajo a la mano izquierda las armas vuestras que sabíades tener». -Miró a Moliarti con expresión interrogativa-. ¿Las armas vuestras que sabíades tener? ¿Entonces Colón ya tenía blasón de armas? Y yo que pensaba que él no era más que un tejedor de seda, humilde y sin instrucción. ¿Cómo puede ser que un tejedor de Génova tuviese blasón, eh? -Sacó una hoja más de la cartera y mostró el anverso, con una imagen heráldica en el lado izquierdo-. Ahora fíjese, éste es el escudo de Colón. Como ve, está compuesto por cuatro imágenes. Encima, un castillo y un león que representan los reinos de Castilla y León; a la izquierda, abajo, unas islas en el mar que representan los descubrimientos de Colón. -Apoyó el dedo en el último cuarto del escudo, abajo a la derecha-. Y ésta es la imagen que, según dijo Isabel la Católica, correspondía a las «armas vuestras que sabíades tener». ¿Y qué muestra? -Hizo una pausa antes de responder a su propia pregunta-: Cinco anclotes de oro dispuestos en sotuer sobre un campo azul. Ahora mire esto.

Mostró una imagen del escudo portugués, a la derecha.



– Como ve, la imagen de los cinco anclotes de oro del último cuarto del blasón de Colón, aquí a la izquierda, es extraordinariamente parecida a las armas reales de Portugal, donde los cinco escudetes están compuestos por cinco besantes también dispuestos en sotuer, dibujo que aún hoy puede encontrarse en la bandera portuguesa.

– Holy cow !

– Es decir, el blasón de Colón remite directamente a los símbolos de León, Castilla y Portugal.

– Increíble…

– Lo que encaja con la declaración de Joan Lorosano.

– ¿Quién es ése?

– Joan Lorosano era un jurisconsulto español contemporáneo de Colón. -Consultó sus anotaciones-. Lorosano se refirió al Almirante como «alguien del que se dice que es lusitano».

– Hmm -murmuró Moliarti pensativo-. ¡«Se dice», comenta él! Pero ese tal Lorosano no está seguro…

– ¡Oiga, Nelson, no se haga el desentendido! Lo que está claro, lo relevante de esta afirmación es que el origen portugués de Colón era, por lo visto, fuente de comentarios.

– Pero ¿hay alguien en aquella época que afirmase tajantemente que Colón era portugués?

Tomás sonrió.

– Casualmente, sí. En el llamado «pleyto de la prioridad», dos testigos, Hernán Camacho y Alonso Belas, se refirieron a Colón como «el infante de Portugal».

– ¡Ah! -gimió el estadounidense, como si le hubiesen clavado un cuchillo en el pecho.

– Y aún hay algo más que quiero contarle -añadió Tomás, volviendo a consultar la libreta de notas-. En el momento culminante del conflicto entre historiadores españoles e italianos acerca del verdadero origen de Cristóbal Colón, uno de los españoles, el presidente de la Real Sociedad de Geografía, Ricardo Beltrán y Rózpide, escribió un texto que terminó con una frase críptica. Dijo: «el descubridor de América no nació en Génova y fue oriundo de algún lugar de la tierra hispana situado en la banda occidental de la Península entre los cabos Ortegal y San Vicente». -Miró a Moliarti a los ojos-. Esta es una observación extraordinaria, sobre todo considerando que la hizo un prestigioso académico español en un periodo de gran debate nacionalista español sobre el Almirante.

– Disculpe -dijo el estadounidense-, pero no llego a ver qué tiene eso de extraordinario…

– Nelson, el cabo Ortegal está en Galicia…

– Precisamente. Es natural que, en aquel periodo, un español defendiese el origen español de Colón.

– … y el cabo de San Vicente se encuentra en el extremo sur de Portugal.

Moliarti desorbitó los ojos. -Ah…

– Como ha observado, es perfectamente natural que, en un ambiente de gran debate nacionalista, un historiador español defendiese que Colón provenía de Galicia. Pero que mencionase explícitamente toda la costa portuguesa para explicar el origen del Almirante, en aquel contexto ya no me parece normal. -Alzó el índice-. A no ser que supiese algo que se resistía a revelar.

– ¿Y sabía algo?

Tomás sonrió y movió la cabeza afirmativamente.

– Por lo visto, algo sabía. Rózpide tenía un amigo portugués llamado Afonso de Dómelas, que era también amigo del célebre historiador Armando Cortesão. En el lecho de muerte, el investigador español reveló a su amigo portugués que entre los papeles de Joao da Nova, existentes en un archivo particular de Portugal, hay uno o varios documentos que aclaran por completo el origen de Cristóbal Colón. Dómelas le preguntó varias veces cuál era ese archivo particular. Rózpide le dijo que, dada la carga emocional con que se debatía en España la cuestión colombina, se arriesgaría a provocar un escándalo si le revelase dónde podría encontrar tal documento o documentos. Poco después, el historiador español murió, llevándose el secreto a la tumba.

Se volvió y reanudó la marcha, dirigiéndose a la catedral en miniatura que era la capilla, un misterioso lugar más que la Quinta da Regaleira encerraba dentro de sus muros, un nuevo capítulo en aquel libro extraordinario excavado en la piedra.


Con el corazón rebosante de esperanza, Tomás apareció el sábado siguiente ante el portal de la casa de Sao Joao do Estoril. Llevaba en los brazos un vistoso bouquet de cinias, unas blancas, otras rojas, otras amarillas, con sus pétalos anchos que, abiertos a la luz como si abrazasen el mundo, revelaban pequeños tubitos blanquecinos en el núcleo. Había leído en el libro de Constanza que las cinias significaban el pensamiento puesto en quien estaba ausente; que expresaban mensajes melodramáticos, del estilo «estoy de luto por tu ausencia» o, simplemente, «te echo de menos»; sentimientos que él consideró adecuados para la ocasión. Pero su suegra, que salió al portal a atenderlo, contempló las flores con desprecio y meneó la cabeza cuando él le preguntó si podía hablar con su mujer.

– Constanza no está en casa -le dijo con un tono seco.

– Ah -repuso Tomás decepcionado-. No puedo realmente hablar con ella, ¿no?

– Ya le he dicho que no está en casa -repitió la suegra con una actitud brusca, casi deletreando las palabras, como si le estuviese hablando a un niño.

– ¿Y Margarida?

– Está dentro. Voy a llamarla.

Antes de que doña Teresa se volviese para ir a buscar a su nieta, Tomás le extendió el ramo.

– ¿Puede, al menos, entregarle estas flores?

La suegra vaciló, lo miró de arriba abajo, como quien quiere decirle al otro que no abuse, y volvió a menear la cabeza, íntimamente satisfecha por poder negarle algo una vez más.

– Usted no es flor que se huela.

Margarida ya había almorzado, así que fueron directamente al sitio que quería visitar. El Jardín Zoológico. Pasaron la tarde deambulando por el parque y comiendo palomitas y algodones de azúcar. Las serpientes y otros reptiles hicieron que se enroscase en su padre para que la tuviese en brazos, igual que frente a las jaulas de las fieras; el espectáculo de los delfines, en cambio, fue diferente, y la niña no se cansaba de saltar y aplaudir sus habilidades en el agua. Tomás se descubrió pensando en qué diferente era el parque zoológico a la Quinta da Regaleira: uno se agitaba en un bullicio alegre; la otra se recogía bajo un aura tenebrosa y taciturna. Tan diferentes y tan semejantes, ambos parques temáticos, los dos creados por el mismo hombre, Carvalho Monteiro, el millonario que, algún día de principios del siglo xx, había reunido animales salvajes en Lisboa y misterios esotéricos en Sintra.

El cielo adquirió una tonalidad púrpura y dorada, era el sol que descendía para besar el horizonte. Sintiendo que el frío del crepúsculo invadía la sombra creciente y entraba en sus ropas, salieron del Jardín Zoológico y se refugiaron en el calor del coche. En el viaje a casa, pasaron por el centro comercial de Oeiras e hicieron las compras para abastecer el frigorífico. Margarita quiso un disco de dibujos animados y llenó el carrito de chocolates. «Es pa'a mis amigos», explicó. Tomás ya había renunciado a oponerse a estos ataques de generosidad, a su hija le encantaba comprar regalos para todo el mundo y hasta llegaba al extremo de dar algo suyo cuando a alguien le gustaba. Salieron del hipermercado y fueron a un restaurante de comida rápida, donde pidieron dos hamburguesas con patatas fritas y gaseosa.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Margarida, observando desde la barra al chico ocupado en envolver la comida.

– ¿Eh? -se sorprendió el camarero, levantando la cabeza para mirar a aquella chica de aspecto extraño que le había dirigido la palabra junto a la caja registradora.

– ¿Cómo te llamas?

– Pedro -respondió, siempre dominado por la prisa en atender.

– ¿Estás casado?

El chico soltó una carcajada, divertido con la inesperada indiscreción de la niña.

– ¿Yo? No.

– ¿Tienes novia?

– Pues… sí.

– ¿Es bonita?

– Matgarida -interrumpió Tomás, que ya veía que el interrogatorio se salía de la raya y que el camarero se sonrojaba-. Deja al señor en paz, no ves que está trabajando.

La niña se calló un instante. Pero fue sólo un instante.

– Le das besos en la boca, ¿no?

– ¡Margarida!

Se llevaron a casa la comida envuelta. Cenaron en la sala viendo televisión, con los dedos sucios del kétchup y la grasa de la comida rápida. Hacia las once de la noche fueron a acostarse, pero Tomás se vio en la obligación de leerle, por enésima vez, la historia de Cenicienta, ritual del que ella no podía prescindir.

– ¿Qué hiciste durante la semana? -le preguntó su padre cuando cerró el libro y Cenicienta ya vivía feliz con su príncipe en el palacio.

– Fui al colegio y a vé' al docto' Olivei'a.

– ¿Ah? ¿Y qué te ha dicho?

– Que tengo que hacé' más análisis.

– ¿De qué?

– De sangue.

– ¿De sangre? Eso es nuevo. ¿Por qué?

– Po'que estoy muy pálida.

Tomás la contempló. Realmente, tenía la piel muy blanca, de una blancura desvaída, poco saludable.

– Hmm -murmuró mientras la observaba-. ¿Y qué más ha dicho?

– Que tengo que hacé' dieta.

– Pero tú no estás gorda. Margarida se encogió de hombros.

– El ha dicho eso.

Tomás se volvió hacia la mesilla de noche y apagó la luz de la lámpara. Se acercó a su hija y la abrigó mejor.

– ¿Y mamá? -preguntó en la oscuridad-. ¿Cómo está?

– Está bien.

– ¿Sigue llorando?

– No.

– ¿No llora?

– No.

Tomás se quedó callado un momento, decepcionado.

– ¿Crees que ya no me quiere? -preguntó para ver si se enteraba de algo más. -No.

– No me quiere, ¿eh?

– No.

– ¿Por qué dices eso, hija?

– Po'que ella tiene aho'a un amigo nuevo. Tomás se incorporó en la cama, sobresaltado.

– ¿Cómo?

– Mamá tiene un amigo nuevo.

– ¿Un amigo? ¿Qué amigo?

– Se llama Ca'los y la abuela dice que es muy guapo. Es mucho mejó' pa'tido que tú.

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