Capítulo 18

La fachada neoclásica del Museo Británico desfiló a la izquierda, imponente, majestuosa, como si aquél fuese el más imperial de todos los museos. El espacioso taxi negro recorrió la estrecha y acogedora Great Russell Street y dobló la esquina en Montague, acercándose a su destino. Margarida, con la cara apoyada en la ventanilla y la nariz aplastada contra el cristal, formaba manchas empañadas; permanecía ajena a la enorme gorra azul que le cubría la cabeza y ocultaba su calvicie, era como si hubiese optado por ignorar lo que le estaba ocurriendo y prefiriera más bien el grandioso espectáculo del mundo; miraba con interés aquellas calles extrañas, que le parecían de un exotismo, frío y blanco, pero sentía que había algo de hospitalario en aquella ciudad, con sus espacios ordenados, la traza elegante de los edificios, los árboles bien cuidados con alfombras de hojas por el suelo, las personas de aspecto altivo que cruzaban las aceras envueltas en gabardinas color crema y que enarbolaban sombríos paraguas.

Del cielo caían gotas minúsculas cuando Tomás abrió la puerta del taxi y contempló el enorme edificio de enfrente. El Russell Square NHS Hospital for Children era un vasto complejo con más de cien años, lleno de enfermerías distribuidas por las cuatro plantas de sus varias alas. Margarida salió por sus pies y Constanza le dio la mano. Traspasaron la puerta de entrada y se dirigieron a la recepción, donde la empleada comprobó en el ordenador la reserva de registro de la niña. Tomás firmó el formulario titulado Undertaking to Pay y entregó un cheque para depósito por valor de cuarenta y cinco mil dólares, correspondiente a la previsión de costes del tratamiento.

– Si los gastos exceden esta previsión, tendrá que pagar luego la diferencia -advirtió la empleada con actitud muy profesional, como si trabajase en una agencia de seguros y todo aquello no fuese más que una simple transacción comercial-. ¿Está claro?

– Sí.

– Tres días después de acabado el tratamiento, recibirá una factura final que tendrá que saldar en el plazo de veintiocho días.

Comportándose ahora como una recepcionista de hotel, la inglesa le dio las direcciones, indicándoles la enfermería y la habitación donde se instalaría Margarida. Cogieron el ascensor y subieron a la segunda planta; salieron a un pequeño vestíbulo y vieron un cartel que apuntaba en tres direcciones; siguieron la que indicaba el Grail Ward, donde la niña sería ingresada. Tomás no pudo dejar de sonreír ante el nombre de la enfermería, que invocaba el Grial, el cáliz que recogió la sangre de Cristo y cuyo contenido daría vida eterna a quien lo bebiese; pensó que aquel nombre era perfecto para una unidad de enfermedades de la sangre dedicada a renovar la esperanza de vida. El Grail Ward era un pasillo tranquilo en el área de hematología con puertas que se abrían a ambos lados hacia habitaciones individuales. Se dirigieron a la enfermera de servicio y ella los guio hasta su destino. La habitación de Margarida tenía dos camas, una para la paciente y otra para su madre, separadas por una mesita con una lámpara y un búcaro de flores que mostraba abundantes pétalos púrpura sumergidos en el agua.

– ¿Qué es esto, mamá? -preguntó Margarida señalando las flores.

– Son violetas.

– Cuéntame la histo'ia -pidió la pequeña, acomodándose en la cama con actitud expectante.

Tomás dejó las maletas y Constanza se sentó al lado de su hija.

– Había una vez una hermosa niña llamada lo. Era tan guapa que el gran dios de los griegos, Zeus, se enamoró de ella. Pero a la mujer de Zeus, que se llamaba Hera, no le gustó nada este romance y, dominada por los celos, le preguntó a Zeus porqué razón estaba prestando tanta atención a aquella muchacha. Zeus dijo que todo era mentira y, para disimular, transformó a la hermosa lo en una becerra y le cedió un campo de deliciosas violetas color púrpura para pastar. Pero Hera no dejó de desconfiar y envió un animal para que la atormentase. Desesperada, lo se arrojó al mar, hoy conocido como mar Jónico, en homenaje a ío. Hera convenció a ío para que no volviese a ver nunca más a Zeus y, a cambio, la transformó nuevamente en una muchacha.

– Ah -murmuró Margarida-. ¿Y las flo'es qué quie'en decí?

– La palabra violeta viene de ío. Estas flores representan el amor inocente.

– ¿Po' qué?

– Porque ío era inocente. Ella no tenía la culpa de gustarle a Zeus, ¿no te parece?

– Hmm, hmm -confirmó la niña meneando la cabeza.

La enfermera, que había salido en busca de un formulario, regresó a la habitación para rellenar el cuestionario preliminar. Era una señora de mediana edad, con el cabello peinado hacia atrás y vestida con una bata blanca y azul claro. Su nombre era Margaret, pero pidió que la llamasen Maggy. La enfermera se acercó a la cabecera de la cama de Margarida e hizo preguntas sobre sus hábitos rutinarios, sobre lo que le gustaba comer y sobre su historia clínica; mandó a la niña que subiese a una balanza, registró el peso y midió su altura junto a la pared; le tomó también la temperatura, el pulso y el ritmo respiratorio, además de comprobar su tensión. La llevó después al cuarto de baño y no paró hasta que no le extrajo muestras de orina y heces, así como de su corrimiento nasal y su saliva, que llevó de inmediato al laboratorio para que las analizasen.

La pareja se quedó ordenando las cosas. Margarida había llevado poca ropa; sólo tres blusas, un par de pantalones, un suéter, una falda y dos pijamas, además de la ropa interior. Colocaron en el cuarto de baño los elementos necesarios para la higiene. Su muñeca favorita, una pelirroja que lloraba cuando se la inclinaba, ocupó un espacio en la cama. También distribuyeron la ropa de Constanza en los cajones; al fin y al cabo, ella dormiría dos noches en la cama de al lado, hasta el día de la operación.

Un hombre con una bata blanca, con la coronilla calva y una barriga que denunciaba su afición a la cerveza, entró en la habitación.

– Hello! -saludó tendiendo la mano-. Soy el doctor Stephen Penrose y me encargaré de operar a su hija.

Se saludaron y el médico efectuó de inmediato un nuevo examen a Margarida. Hizo más preguntas sobre su historia clínica y llamó a la enfermera para pedirle que le hiciese a la niña un mielograma; quería confirmar todos los datos que le habían enviado desde Lisboa. Maggy llevó a Margarida de la mano y Constanza se preparó para acompañarlas, pero el médico hizo una seña con la mano, pidiéndole que se quedase en la habitación.

– Pienso que éste es el momento adecuado para aclarar todas las dudas que aún puedan tener -explicó-. Supongo que conocen los detalles de la operación…

– No muy bien -admitió Tomás.

El médico se sentó en la cama de Margarida.

– Lo que vamos a hacer es sustituir la médula ósea enferma, eliminando todas las células que contiene e inyectándole células normales, de tal modo que se llegue a formar una nueva médula. Este es un trasplante alogénico, dado que las células normales provienen de un donante cuya compatibilidad está comprobada.

– ¿Quién es él?

– Es un chap cualquiera que va a ganar algún dinero para que le aspiremos el diez por ciento de la médula. -El médico sonrió-. No tiene consecuencias para su salud y tendrá disponibles unas libras más para gastar en el pub.

– ¿Y ese diez por ciento de médula está destinado a nuestra hija?

– Sí. La médula de su hija será totalmente destruida y recibirá la nueva médula como quien recibe una simple transfusión sanguínea. La nueva médula está llena de unas células que llamamos progenitoras y que, una vez que han entrado en la circulación sanguínea, se alojan en los huesos y desarrollan una nueva médula.

– ¿Es tan sencillo como parece?

– El procedimiento es sencillo, pero todo el proceso es tremendamente complicado y hay grandes riesgos. Ocurre que el proceso de desarrollo de la nueva médula lleva unas dos semanas, como mínimo, y éste es el periodo crítico. -Cambió el tono de voz, como quien quiere subrayar la importancia de lo que va a decir-. Durante estas dos semanas, la médula de Margarida no va a desarrollar glóbulos blancos, glóbulos rojos ni plaquetas en la cantidad adecuada. Eso significa que está muy sujeta a hemorragias e infecciones. Si las bacterias la atacan, su cuerpo no producirá glóbulos blancos suficientes para neutralizar ese ataque. -Alzó las cejas, acentuando este aspecto-. ¿Lo han entendido? Va a quedar muy vulnerable.

Tomás se frotó la frente, digiriendo lo que acababa de escuchar.

– Pero ¿cómo se logra impedir que una bacteria entre en su cuerpo?

– Instalando a la niña en aislamiento en una habitación esterilizada. Es lo único que podemos hacer.

– ¿Y si, aun así, ella coge una infección?

– No tendrá defensas.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que no podrá sobrevivir.

Tomás y Constanza sintieron que se abatía un peso sobre sus hombros. Venían advertidos desde Lisboa acerca de los riesgos de la operación, aunque tuviesen conciencia de que no hacer el trasplante constituía una opción aún más arriesgada. Pero eso no los consolaba; por más que la razón les indicase que aquél era el camino acertado, el corazón dudaba, prefería posponerlo todo, olvidar el problema, fingir que no existía, arrojarlo a un rincón perdido de la existencia.

– Pero hay una buena noticia -añadió el médico, intuyendo la necesidad de introducir una nota positiva, de esperanza-. La buena noticia es que, pasadas esas dos semanas críticas, la nueva médula comenzará a producir células normales y en gran cantidad, de modo que Margarida quedará probablemente curada de la leucemia. Claro que después será necesario un trabajo de acompañamiento y vigilancia, pero para ello todavía hay tiempo.

La perspectiva de la cura reanimó a los padres, que se sentían sumergidos en una montaña rusa de emociones, ora muy abajo, ora más arriba, con la esperanza sustituida por la desesperanza y después por la esperanza, en una sucesión infernal, casi todo en el mismo aliento, forzados a vivir con los dos sentimientos contradictorios a la vez.

Esperanza y desesperanza.


A las siete y media de la mañana del tercer día, Maggy entró en la habitación de Margarida y le dio un tranquilizante. Constanza y Tomás habían pasado la noche sin pegar ojo, sentados en la cama contigua contemplando el sueño sereno de su hija. Quien dormía así no podía morir, sintieron, esperando contra la esperanza.

La llegada de la enfermera los devolvió a la realidad; Constanza miró a Maggy y pensó, casi sin querer, por asociación de ideas, en un condenado a muerte a quien los guardias vienen a buscar para el fusilamiento. Casi tuvo que pellizcarse para imponerse a sí misma la idea de que la enfermera no venía en busca de su hija para matarla, sino más bien para salvarla. «Es para salvadla», se repitió Constanza a sí misma, buscando consuelo en ese pensamiento redentor.

Es para salvarla.

Acostaron a Margarida en una camilla y la llevaron por los pasillos del Grail Ward hasta la sala de operaciones. La pequeña iba consciente, pero soñolienta.

– ¿Voy a soñá', mamá? -murmuró adormilada.

– Sí, hija. Sueños color de rosa.

– Coló' de 'osa -repitió, casi canturreando.

Encontraron al doctor Penrose en la puerta de la sala. Tuvieron dificultad en reconocerlo porque llevaba una máscara en la cara y la cabeza cubierta.

– No se preocupen -dijo Penrose con la voz ahogada por la máscara-. Todo saldrá bien.

Se abrieron las dos hojas de la puerta y la camilla se perdió en el interior de la sala, empujada por Maggy y con Penrose al lado. La puerta se cerró y la pareja se quedó un largo rato mirándola, como si les hubiesen robado a Margarida. Tomás y Constanza volvieron después a la habitación y se entretuvieron haciendo las maletas, ya que la niña ya no volvería allí después de la operación. Se esforzaron por hacerlo lentamente, para prolongar la distracción; sin embargo, el tiempo era más lento era y pronto se vieron sentados en la cama, con las maletas preparadas, sin nada que hacer, ansiosos y angustiados, con la mente deambulando por la sala de operaciones, imaginando el trasplante que se concretaba en ese momento.


La tortura acabó dos horas después. Penrose apareció frente a ellos ya sin máscara, con una sonrisa confiada que de inmediato los alivió.

– Todo ha ido bien -anunció-. Se ha completado el trasplante y todo se ha desarrollado como estaba previsto, sin complicaciones.

La montaña rusa de las emociones volvía a moverse: donde un minuto antes reinaba la angustia, imperaba ahora la alegría.

– ¿Dónde está mi hija? -quiso saber Constanza, después de reprimir una voluntad casi irresistible de besar al médico.

– La han trasladado a una habitación de aislamiento en el otro extremo de la misma ala.

– ¿Podemos ir a verla?

Penrose hizo un gesto con las manos, pidiendo calma.

– Por el momento, no. Está dormida y es mejor dejarla tranquila.

– Pero ¿vamos a poder verla esta semana?

El médico se rio.

– Van a poder verla esta tarde, quédense tranquilos. Si yo estuviese en su lugar, saldría a dar una vuelta, almorzaría en algún sitio y volvería a las tres de la tarde. A esa hora ya habrá despertado y podrán visitarla.

Salieron del hospital invadidos por una agradable sensación de esperanza, como si estuvieran suspendidos en el aire, transportados por una suave brisa primaveral. «Todo ha ido bien», había dicho el médico. Todo ha ido bien. Qué palabras tan maravillosas, tan benignas, tan alentadoras. Nunca imaginaron que una simple frase tuviese tanto poder, era como si aquellas cuatro palabras fuesen mágicas, capaces por sí solas de alterar la realidad, de imponer un final feliz.

Todo ha ido bien.

Deambularon por las calles casi a saltos, riéndose de cualquier cosa, los colores brillaban con más fuerza, el aire les parecía más puro. Entraron por la Southampton Row hasta Holborn y giraron a la derecha, por donde cogieron New Oxford Street. Atravesaron el gran cruce con Tottenham Court Road y Charing Cross y se sumergieron en la agitada confusión de Oxford Street; se distrajeron mirando los escaparates y observando el flujo incesante de la multitud que llenaba la acera. Sintieron hambre a la altura de Wardour Street, doblaron hacia el Soho y fueron a comer un teriyaki en un restaurante japonés que atraía con unos precios razonables. Hicieron la digestión recorriendo el Soho hasta Leicester Square, donde giraron en dirección al Covent Garden hasta coger la Kingsway más adelante y volver hacia Souphampton Row y Russell Square: eran ya casi las tres de la tarde.


La enfermera Maggy les anunció que los llevaría a la habitación donde se encontraba Margarida. Tomás se mostraba preocupado por la posibilidad de llevar microbios al lugar, pero la inglesa sonrió. Pidió a la pareja que se lavase las manos y la cara y les entregó batas, guantes y máscaras, que tuvieron que ponerse antes de iniciar la visita.

– Deben mantener cierta distancia con la niña -les aconsejó Maggy mientras caminaba delante, mostrando el camino.

– Pero, cuando la puerta se abra, ¿no hay riesgo de que entren bacterias? -preguntó Constanza, afligida por la posibilidad de que la visita representase un peligro para su hija.

– No hay problema. El aire de la habitación está esterilizado y se mantiene a una presión atmosférica superior a la normal, de tal modo que, cuando se abren las puertas, el aire exterior no llega a entrar.

– ¿Y cómo come ella?

– Con la boca, claro.

– Pero… ¿no hay peligro de infecciones en la comida?

– La comida también está esterilizada.

Llegaron al área de aislamiento del postoperatorio de la unidad de hematología y Maggy abrió la puerta de una habitación.

– Es aquí -anunció.

El aire era fresco y tenía un olor aséptico. Tumbada en la cama, apoyada en un almohadón, Margarida parloteaba con su muñeca pelirroja. Miró hacia la entrada y sonrió al ver a sus padres.

– Hola, papis -saludó.

La enfermera hizo una seña para que mantuviesen distancia y la pareja se quedó al pie de la cama.

– ¿Cómo estás, hija? ¿Estás bien? -preguntó Constanza.

– No.

– ¿Qué pasa? ¿Te duele algo?

– No.

– ¿Entonces?

– Tengo hamb'e.

Constanza y Tomás se rieron.

– Tienes hambre, ¿eh? ¿Aún no has almorzado?

– Sí, he almo'zado.

– Y te has quedado con hambre.

– Sí. Me die'on pollo con maca'ones.

– ¿Estaba bueno?

– Ho'ible.

– ¿No lo comiste todo?

– Me lo zampé todo. Pe'o que'o más, tengo hamb'e.

– Papá va a hablar con el médico para que te traigan más comida -intervino Tomás-. Pero es que tú también eres toda una comilona, ¿eh? Si trajéramos un camión lleno de comida, seguro que te lo comerías todo… y después te quejarías diciendo que tienes hambre.

La niña acomodó la muñeca en la mesita de la cabecera y estiró los brazos en dirección a sus padres.

– Dadme unos besos, bonitos.

– Me gustaría, hija, pero el médico dice que no puedo -explicó la madre.

– ¿Po' qué?

– Porque en mi cuerpo hay unos bichitos y, si te diera un beso, te los pasaría a ti.

– ¿Ah, sí? -se sorprendió Margarida-. ¿En tu cue'po hay unos bichitos?

– Sí.

– ¡Huy! -exclamó la niña, esbozando una mueca de asco-. ¡Qué ho'ible!

Se quedaron en la habitación conversando con Margarida. Pero Maggy volvió una hora después y les pidió que saliesen. Fijaron una hora para las visitas diarias y se despidieron de su hija con muchos gestos y besos lanzados con la yema de los dedos.


Tomás sentía que su corazón se aceleraba cada vez que se acercaba la hora de la visita. Aparecía en el hospital media hora antes y se sentaba nervioso en el sofá de la sala de espera, con los ojos atentos a cualquier movimiento, conteniendo a duras penas la ansiedad que lo sofocaba. Ese permanente desasosiego, acompañado de un leve regusto amargo que no lograba definir, sólo se atenuaba cuando Constanza traspasaba la puerta, generalmente diez minutos antes de la hora de la visita. La inquietud era entonces sustituida por una tensión latente, incómoda pero extrañamente deseada: aquél se había convertido en el momento cumbre del día, un motivo central para vivir. Siguió así la evolución de la convalecencia de su hija, siempre expansiva y de buen humor, a pesar de los sucesivos accesos de fiebre, que Penrose calificó de normales. Pero era incuestionable que no era sólo por Margarida por lo que aquél se había convertido en el mejor instante del día.

Estaba Constanza.

Las conversaciones de la pareja en la sala de espera llegaban a ser, sin embargo, tensas, ásperas, llenas de silencios embarazosos y molestos sobrentendidos, alusiones sutiles, gestos ambiguos. Al tercer día, Tomás se sorprendió planeando por anticipado los temas que debía abordar; mientras se duchaba o tomaba el desayuno, armaba una especie de guión, apuntando mentalmente los asuntos que encararía durante la espera para ir a ver a Margarida. Cuando Constanza aparecía en la sala para la visita del día, devanaba aquella lista de temas como un alumno que hablara en una prueba oral; al agotarse un tema, saltaba al próximo y así sucesivamente; hablaban sobre películas, sobre libros que habían visto en la Charing Cross, sobre una exposición de pintura en la Tate, sobre las flores a la venta en el Covent Garden, sobre el estado de la enseñanza en Portugal, sobre el rumbo que estaba tomando el país, sobre poemas y sobre amigos, sobre historias de su pasado común. Dejó de haber silencios.

Al sexto día se armó de valor y decidió plantear la cuestión que más lo atormentaba.

– ¿Y tu amigo? -preguntó, esforzándose por adoptar la actitud más desenvuelta posible.

Constanza alzó los ojos y esbozó una sonrisa discreta. Hacía ya mucho tiempo que esperaba que la conversación tocase ese punto y era importante analizar el rostro de su marido cuando el tema se plantease. ¿Estaría nervioso? ¿El asunto lo perturbaba? ¿Tendría celos? Escrutó con discreción la expresión en apariencia impasible de Tomás, observó su mirada y el gesto de su cuerpo, reparó en la forma en que él había formulado la pregunta y sintió que su pecho hormigueaba de excitación. Satisfecha, pensó que estaba resentido: «Intenta disimularlo, pero se lo noto a la legua. Incluso el tema lo atormenta».

– ¿Quién? ¿Carlos?

– Pues sí, ese tipo -dijo Tomás, recorriendo la sala con la mirada-. ¿Te va bien con él?

«Lo corroen los celos», confirmó ella, disimulando a duras penas una sonrisa.

– Lo de Carlos va. A mi madre le gusta mucho. Dice que está hecho para mí.

– Ah, muy bien -farfulló Tomás, sin poder reprimir su irritación-. Muy bien.

– ¿Por qué? ¿Te interesa?

– Nada, nada. He preguntado por preguntar.

El silencio se instaló ese día en la salita de espera, pesado, ensordecedor. Se quedaron largo rato callados, mirando las paredes, jugando un juego de nervios, de paciencia, de amor propio herido, ninguno quería ser el primero en esbozar el gesto inicial, en demostrar su debilidad, en vencer el orgullo, en cauterizar las heridas abiertas, en coger los trozos sueltos y reparar lo que aún podía ser reparado.

Llegó la hora de la visita y fingieron no haber notado nada, se quedaron sentados en el sofá a la espera de que el otro cediese. Hasta que uno de ellos tomó conciencia de que alguien tendría que retroceder, alguien tendría que dar la primera señal, a fin de cuentas, Margarida los esperaba al otro lado del pasillo.

– La opinión de mi madre no es necesariamente la mía -murmuró por fin Constanza, antes de levantarse para ir a ver a su hija.


Dedicaron la mañana del día siguiente a hacer compras. Tomás salió a la calle con un sentimiento de creciente confianza, estaba claro que las cosas se iban recomponiendo poco a poco. A pesar de las fiebres intermitentes, Margarida resistía a los efectos del trasplante; y Constanza, aunque se mantenía orgullosamente distante, parecía dispuesta a una aproximación; sabía que tendría que actuar con tacto, es cierto, pero ahora estaba convencido de que, si jugase bien sus cartas, la reconciliación sería posible.

La recuperación de la hija se había convertido en su única preocupación. Para distraer la mente, decidió recorrer la pintoresca Charing Cross, yendo de librería en librería para consultar la sección de historia; estuvo en la Foyle's, la Waterstones y visitó las librerías de viejo en busca de textos antiguos sobre Oriente Medio, alimentando así el viejo proyecto de estudiar hebreo y arameo para abrir nuevos horizontes a su investigación.

Fue a comer unas gambas al curry en un restaurante indio al final de la calle, en la dirección de Leicester Square, y regresó por Covent Garden. También anduvo por el mercado y compró, en el puesto de una florista, un ramo verde de salvia; Constanza le había dicho que esta flor debía su nombre al latín salvare, salvar, y significaba deseos de salud y larga vida, un voto apropiado para Margarida. Se quedó después observando a un payaso que hacía acrobacias en medio de una multitud ociosa, pero, impaciente por ver a su hija y a su mujer, acabó por coger Neal Street y después Coptic Street, en dirección al hospital. Desembocó frente al Museo Británico y, como aún faltaba hora y media para la visita, decidió echar un vistazo allí dentro.

Tras atravesar la entrada principal, en Great Russell Street, subió por la escalinata exterior; el museo estaba en obras en la parte de la antigua biblioteca, demolida para edificar un ala central de líneas modernas y audaces, pero Tomás, después de solicitar información, giró a la izquierda. Pasó por el salón de las esculturas asirías y entró en el pasillo del arte egipcio, una de las joyas del museo. Las momias, que estaban en la primera planta, despertaban una fascinación morbosa en los visitantes, pero Tomás buscaba otro tesoro. Deambulando entre los obeliscos y las extrañas estatuas de Isis y Amón, sólo se detuvo cuando vio la roca oscura y reluciente que mostraba tres series de misteriosos símbolos esculpidos en la superficie lisa: eran mensajes enviados por civilizaciones hace mucho tiempo desaparecidas y que habían viajado por el tiempo hasta llegar allí, transmitiendo a Tomás, en aquel lugar y en aquel instante, noticias de un mundo que ya no existía. La piedra de Rosetta.

Salió del museo cuando faltaban veinte minutos para la hora de la visita y, poco después, se presentó con el ramo de salvia frente a la enfermera de servicio en el área de servicio de hematología y pidió ver a Margarida. La inglesa aparentaba ser una muchacha joven, con un pelo rubio bonito pero una piel muy grasosa; en el pecho una tarjeta la identificaba como Candace Temple. La enfermera consultó el ordenador y, después de una vacilación, se levantó del lugar y fue hasta la puerta.

– Sígame, por favor -dijo entrando en el pasillo-. El doctor Penrose quiere hablar con usted.

Tomás siguió a la inglesa rumbo al despacho del médico. Candace era pequeña y caminaba a pasos cortos y rápidos, con un movimiento poco elegante. La enfermera se detuvo frente al despacho, golpeó la puerta y la abrió.

Doctor, mister Thomas Norona is here.

Tomás sonrió al escuchar su nombre pronunciado así.

– Come in -dijo una voz desde dentro.

Candace se alejó y Tomás entró en el despacho, sonriente, aún pensando en el «Thomas Norona» pronunciado por la enfermera. Vio a Penrose levantarse detrás del escritorio, un bulto pesado, lento, con el rostro serio y los ojos cargados.

– ¿Quería hablar conmigo, doctor?

El médico hizo un gesto señalando el sofá y se sentó al lado de Tomás. Mantuvo el cuerpo inclinado hacia delante, como si intentara levantarse en todo momento, y respiró hondo.

– Me temo que tengo malas noticias para usted.

La expresión sombría en el rostro del médico parecía decirlo todo. Tomás abrió la boca, horrorizado, se le aflojaron las piernas, su corazón latió desordenadamente.

– Mi hija… -balbució.

– Lamento decírselo, pero acaba de producirse el peor de los desenlaces, aquel que más temíamos -anunció Penrose-. La ha infectado una bacteria, una bacteria cualquiera; se encuentra en estado muy crítico.


Pegada al cristal que se abría a la habitación de Margarida, Constanza tenía los ojos empañados, la nariz roja, una mano en la boca, ahogando sus sollozos. Tomás la abrazó y ambos se quedaron observando a su hija tumbada en la cama más allá de la ventana, con la cabeza brillante, calva, durmiendo un sueño agitado, luchando entre la vida y la muerte. Las enfermeras circulaban afanosas y Penrose apareció un poco más tarde para orientar el trabajo. Después de analizar a Margarida y dar nuevas instrucciones, fue al encuentro de la acongojada pareja.

– ¿Se salvará, doctor? -lanzó Constanza, presa de la ansiedad.

– Estamos haciendo lo que podemos -indicó el médico con expresión grave.

– Pero ¿se salvará, doctor?

Penrose suspiró.

– Estamos haciendo lo que podemos -repitió-. Pero la situación es muy grave, la nueva médula aún no ha madurado y ella no tiene defensas. Tienen que prepararse para lo peor.

Los padres de la niña no pudieron abandonar la ventana que les mostraba lo que ocurría en la habitación. Si Margarida tenía que morir, decidieron, no moriría sola, sus padres estarían lo más cerca posible de ella. Pasaron la tarde y toda la noche pegados al cristal; una enfermera les llevó dos sillas y allí se sentaron, junto a la ventana, con los ojos fijos en la niña agonizante.

Hacia las cuatro de la mañana, notaron un súbito tumulto en la habitación y se levantaron de la silla, ansiosos. La niña, que durante tanto tiempo se había agitado en medio de un sueño febril, se veía ahora inmovilizada, con el rostro ya sereno, y una enfermera se apresuró en llamar al médico de guardia. De este lado de la ventana, todo transcurría en silencio, como si Tomás y Constanza estuviesen viendo una película muda, pero una de terror, tan conmovedora que ambos temblaban de miedo, sentían que había llegado el momento más terrible de sus vidas.

El médico apareció unos minutos más tarde, soñoliento, como si acabara de despertarse; era un hombre gordo, con una gran papada bajo el mentón y el nombre visible en el pecho: Hackett. Se inclinó sobre la paciente, palpó su temperatura, le midió el pulso, le levantó un párpado para observar el ojo, consultó el registro de una máquina y habló unos instantes con las enfermeras. Cuando se preparaba para salir, una de las enfermeras le señaló con un gesto la ventana donde se encontraban los padres, como si le dijese que tendría que comunicarles la noticia, y el médico, después de una fugaz vacilación, fue hacia ellos.

– Buenas noches, soy el doctor Hackett -se presentó, cohibido.

Tomás apretó a su mujer con más fuerza, preparándose mentalmente para lo peor.

– Lo siento mucho…

Tomás abrió la boca y la cerró, sin poder emitir un sonido, ni uno solo. Horrorizado, paralizado, incapaz de pronunciar una palabra, tan aturdido que no sentía aún el dolor que empañaba ya su mirada, se le aflojaron las piernas, el corazón latió desordenadamente, captó en ese instante la expresión de compasión que había en los ojos del médico y comprendió, al fin, que aquella expresión encerraba una noticia brutal, que la pesadilla que más temía se había hecho realidad, que la vida no era más que un frágil suspiro, un fugaz instante de luz en las eternas tinieblas del tiempo, que su pequeño mundo se había quedado insoportablemente pobre, que se había perdido para siempre aquella aureola pura y honesta que tanto le encantaba en el rostro ingenuo de Margarida. Y en aquel momento de perplejidad, en aquella suprema fracción de agonía entre el choque de la noticia y la explosión de sufrimiento, se asombró por no ver brotar dentro de sí un justo sublevarse contra la cruel traición del destino, sino más bien, y a duras penas, una terrible pena, una tremenda añoranza por su niña perdida, la nostalgia dolorosa y profunda de un padre que sabe que jamás ha habido una hija tan hermosa como la suya, que nunca un cardo así se pareció tanto a la más bonita flor del prado.

– Sueños color de rosa, querida.

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