17 Identidad equivocada

Mientras Tasslehoff recordaba con nostalgia su viaje con Gerard, podría afirmarse con certeza que en ese momento Gerard no recordaba ni poco ni mucho al kender. El caballero daba por hecho que no tendría nada que ver con kenders nunca más y había olvidado a Tasslehoff. Tenía asuntos mucho más importantes en los que pensar.

Gerard deseaba desesperadamente regresar a Qualinesti, ayudar al gobernador Medan y a Gilthas a preparar la ciudad para la batalla contra los ejércitos de Beryl. En su fuero interno se encontraba con ellos; en la realidad, estaba sobre el lomo de un Dragón Azul, Filo Agudo, volando hacia el norte, justo en dirección contraria a Qualinesti, dirigiéndose a Solanthus.

Sobrevolaban una zona de Abanasinia —desde el aire, Gerard divisaba la vasta extensión de agua del Nuevo Mar— cuando Filo Agudo empezó a descender. El dragón le informó que necesitaba descansar y comer. El vuelo sobre el Nuevo Mar era largo y, una vez que empezaran a cruzarlo, no tendrían dónde hacer un alto hasta que alcanzaran la otra orilla.

A pesar de que detestaba el retraso, Gerard estaba completamente de acuerdo en que el reptil debía encontrarse descansado antes de la travesía. El Azul extendió las alas para frenar el descenso y empezó a volar en círculos, cada giro llevándolos más cerca del suelo, a su destino, una amplia playa arenosa. El panorama del mar desde lo alto resultaba fascinante; la luz del sol se reflejaba en el agua, dándole el aspecto de fuego fundido. El vuelo del dragón le pareció pausado a Gerard hasta que Filo Agudo se acercó más a tierra o, más bien, hasta que el suelo salió precipitadamente a su encuentro.

El caballero no se había sentido tan aterrado en toda su vida. Tuvo que apretar los dientes para no gritarle al dragón que frenara. En los últimos metros, el suelo se alzó, el dragón cayó a plomo y Gerard supo que todo había acabado para él. Se consideraba tan valiente como el que más, pero no pudo evitar cerrar los ojos, y los mantuvo así hasta que sintió un suave y apagado golpe que lo meció ligeramente hacia adelante en la silla. El dragón acomodó su musculoso corpachón, plegó las alas y echó la cabeza hacia atrás con placer.

El caballero abrió los ojos y se dio unos segundos para recobrarse del mal trago, tras lo cual bajó de la silla, agarrotado. No se había movido durante gran parte del vuelo por miedo a caerse, por lo que tenía el cuerpo dolorido y acalambrado. Paseó un poco, cojeando, gimiendo y estirando los músculos contraídos. Filo Agudo lo observaba con expresión divertida, aunque respetuosa.

El dragón se alejó para buscar algo de comer. Comparado con sus movimientos en el aire, en tierra parecía torpe. Confiando en que Filo Agudo estaría vigilante, Gerard se envolvió en una manta y se tendió sobre la arena caldeada por el sol. Su intención era tomarse un corto descanso...

Gerard despenó del sueño que nunca estuvo en su ánimo echar y encontró al dragón descansando, disfrutando del sol y oteando el mar. Al principio, pensó que sólo había dormido unas pocas horas, pero después cayó en la cuenta de que el sol se encontraba en una posición muy distinta.

—¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó mientras se levantaba y sacudía la arena de las prendas de cuero.

—Toda la noche y parte de la mañana —contestó el reptil.

Maldiciendo por haber perdido tiempo durmiendo, y advirtiendo que había dejado al dragón con la carga de la silla de montar, que ahora estaba muy ladeada, Gerard empezó a disculparse, pero Filo Agudo le quitó importancia a su descuido.

A decir verdad, el Azul parecía inquieto, como si algo le causara zozobra. Dirigía frecuentes miradas a Gerard, dando la impresión de que iba a decir algo y luego, aparentemente, decidía lo contrario. Cerraba las fauces con un seco chasquido y agitaba la cola con aire irritado. Al caballero le habría gustado animar al dragón a que le confiara lo que le preocupaba, pero le parecía que no se conocían lo bastante bien para eso, de modo que no dijo nada.

Pasó un mal rato dando tirones de la silla para volver a colocarla en su posición y luego reajustando parte del arnés, siendo plenamente consciente del valioso tiempo que estaban perdiendo. Por fin tuvo la silla en su posición correcta, o eso esperaba al menos. Imaginó sus grandiosos planes acabando en un estrepitoso fracaso al soltarse la silla en medio del vuelo y precipitándolo a una muerte ignominiosa.

Sin embargo, Filo Agudo lo tranquilizó afirmando que él sentía la silla bien asegurada, y Gerard confió en la experiencia del dragón ya que él era un novato en esas lides. Alzaron el vuelo cuando la luz empezaba a declinar en el horizonte. A Gerard le preocupaba volar de noche, pero, como el Azul comentó juiciosamente, con los tiempos que corrían, el vuelo nocturno era más seguro.

A medida que avanzaba el ocaso, el aire pareció cargarse de neblina, de manera que el sol se tornó de un color rojo oscuro conforme se hundía tras la línea del borroso horizonte. De pronto, el olor a quemado en el aire hizo que Gerard dilatara las aletas de la nariz. Debía de ser humo, y se espesaba por momentos; el caballero se preguntó si habría un bosque incendiado en alguna parte. Miró hacia abajo para localizarlo, pero no distinguió nada. La penumbra aumentó y ocultó las estrellas y la luna, de modo que volaron a través de una neblina teñida de humo.

—¿Puedes orientarte con esto, Filo Agudo? —gritó el caballero.

—Aunque parezca mentira, puedo, señor —contestó el dragón. Se sumió de nuevo en otro incómodo silencio, y luego dijo inesperadamente—: Me siento en la obligación de confesar algo, señor. Una negligencia en el cumplimiento del deber.

—¿Qué? —preguntó Gerard, que sólo oía una palabra de cada tres—. ¿Deber? ¿Qué pasa con eso?

—Ayer, alrededor de mediodía, mientras esperaba que despertaras, oí una llamada. Era como un toque de trompeta que emplazaba a la batalla, Nunca había oído nada semejante, ni siquiera en los viejos tiempos. Yo... Casi la obedecí. Estuve a punto de olvidar mi deber y marcharme, abandonándote a tu suerte. Cuando regresemos, me entregaré para someterme a las medidas disciplinarias oportunas.

De haber estado hablando con otro humano, Gerard habría respondido que debía de haber soñado para tranquilizarlo. No obstante, no podía decirle tal cosa a un ser que era siglos mayor que él y que tenía más experiencia, de modo que acabó comentando que el dragón se había quedado y que eso era lo que contaba. Al menos ahora sabía por qué Filo Agudo se había mostrado tan inquieto.

La conversación acabó en ese punto. Gerard no distinguía nada en aquella oscuridad y esperaba fervientemente no chocar contra una montaña. Debía confiar en Filo Agudo, el cual parecía capaz de ver hacia dónde iba, ya que volaba con seguridad y rapidez. Finalmente el caballero se relajó lo bastante como para aflojar los dedos cerrados sobre la perilla de la silla.

Gerard perdió la noción del tiempo; tenía la impresión de que llevaban horas volando, e incluso volvió a quedarse dormido; despertó sobresaltado y bañado en sudor frío de un espantoso sueño en el que se precipitaba al vacío, y comprobó que el sol estaba saliendo.

—Señor —dijo el dragón—, Solanthus a la vista.

El caballero divisó las torres de una gran ciudad asomando en el horizonte. Ordenó a Filo Agudo que aterrizara a cierta distancia de la urbe, que buscara un lugar donde descansar y que se mantuviera escondido, no sólo de los caballeros solámnicos, sino de Skie, más conocido por Khellendros, el gran Dragón Azul, que había conservado una fuerte posición a pesar de Beryl y Malystryx.

Filo Agudo encontró lo que consideraba un sitio apropiado. Bajo la cobertura de un banco nuboso, realizó un aterrizaje sin complicaciones, descendiendo en amplios círculos hasta una amplia pradera, próxima a un bosque denso.

El dragón aplastó y pisoteó la hierba donde se posó, abriendo agujeros en el suelo con las garrudas patas y azotando el pasto con la cola. Cualquiera que se acercara por allí supondría enseguida que una enorme criatura había caminado por la zona, pero era un lugar apartado. Se divisaban algunas granjas en claros abiertos en el bosque. Una única calzada se extendía, sinuosa como una serpiente, entre la alta hierba, y estaba a varios kilómetros de distancia.

Gerard había avistado un arroyo desde el aire, y lo que más deseaba en ese momento era zambullirse en agua fría. Olía tan mal que casi le revolvía el estómago, y le picaba el cuerpo por la arena y el sudor seco. Se bañaría y se cambiaría de ropa; al menos, se libraría de las prendas de cuero, que lo identificaban como un caballero negro. Tendría que entrar en Solanthus como un mozo de labranza, descamisado, vestido sólo con los calzones. No tenía modo de demostrar que era un caballero solámnico, pero eso no le preocupaba. Su padre tenía amigos en la Orden, y casi con toda seguridad encontraría a alguien que lo conocería.

En cuanto a Filo Agudo, si el dragón preguntaba por qué habían ido allí, había preparado la explicación de que seguía las órdenes de Medan de espiar a la caballería solámnica.

El Azul no hizo ninguna pregunta. Estaba mucho más interesado en encontrar un sitio donde esconderse y descansar; ahora se encontraba en territorio de Skie. El enorme Dragón Azul había descubierto que podía conseguir fuerza y poder alimentándose con los de su propia especie, y los reptiles le temían y lo odiaban.

Gerard estaba ansioso de que el dragón encontrara un escondite. El Azul era grácil en el aire; volaba en silencio, casi sin mover las alas, aprovechando las corrientes ascendentes. En el suelo, era un monstruo torpe y pesado que pisoteaba y aplastaba todo bajo las enormes patas, tronchaba arbolillos con la fustigadora cola y hacía huir aterrorizados a los animales. Abatió a un ciervo de una dentellada y, asiéndolo por el cuello roto con los dientes, lo llevó consigo para devorarlo cuando le viniese bien.

Aquello no facilitó la conversación, pero el dragón respondió a las preguntas de Gerard referentes a Skie con gruñidos y gestos de asentimiento. Habían circulado extraños rumores sobre el poderoso Dragón Azul, que era el dirigente nominal de Palanthas y alrededores. Se contaba que el dragón había desaparecido, dejando al mando a un subalterno. Filo Agudo había oído los rumores, pero los descartó.

Tras examinar una depresión en una rocosa escarpa para ver si serviría como un lugar adecuado para descansar, Filo Agudo soltó el cadáver del ciervo junto a la orilla del arroyo.

—Creo que Skie está implicado en alguna oscura intriga que será su perdición —le dijo a Gerard—. En tal caso, será el castigo por matar a sus semejantes. Incluso si somos de su propia especie —añadió, con una ocurrencia tardía.

—Es un Azul, ¿verdad? —preguntó el caballero, que contemplaba anhelante la fresca corriente, esperando que el dragón se acomodara pronto.

—Sí, señor. Pero ha crecido tanto que es mucho más grande que cualquier Azul jamás visto en Krynn, más incluso que los Rojos, excepto Malystryx. Es un hinchado monstruo. Mis congéneres y yo lo hemos comentado a menudo.

—Sin embargo, combatió en la Guerra de la Lanza —dijo Gerard—. ¿Es apropiado este lugar? No parece que haya cuevas.

—Cierto, señor. Fue un leal servidor de nuestra desaparecida reina. Pero uno no puede menos de hacerse preguntas.

Al no encontrar una cueva lo bastante amplia para meterse en ella, Filo Agudo decidió que la depresión era un buen comienzo, y explicó que se proponía ensancharla arrancando trozos de roca de la cara de la escarpa.

Convencido de que el ruido de piedras resquebrajándose, el estallido de las explosiones y las retumbantes sacudidas debían de oírse en Solanthus, Gerard temió que se enviara a una patrulla para investigar.

—Si los solanthinos oyen algo, señor, creerán que es una tormenta que se aproxima, simplemente —dijo el dragón durante un descanso.

Una vez que hubo creado su cueva, que el polvo se posó y los numerosos y pequeños desprendimientos cesaron, Filo Agudo entró en la oquedad para descansar y disfrutar de su comida.

Gerard se dispuso a quitarle la silla, proceso que le llevó un buen rato puesto que no estaba familiarizado con el complejo arnés. El dragón le ofreció ayuda y, una vez conseguido el objetivo, el caballero arrastró la silla hasta un rincón de la cueva y dejó al Azul para que comiera y descansara.

Gerard recorrió un buen trecho corriente abajo, hasta encontrar un remanso para darse un baño. Se quitó las ropas de cuero y la ropa interior y penetró, desnudo, en el susurrante arroyo.

El agua estaba fría. Jadeó, tiritó y, apretando los dientes, se zambulló de cabeza. No era muy buen nadador, de modo que se mantuvo lejos de la parte profunda del arroyo, donde la corriente era rápida. El sol irradiaba calor; el frío le producía hormigueos en la piel, que resultaban tonificantes. Empezó a chapotear y a saltar, al principio para reanimar la circulación de la sangre y después porque disfrutaba haciéndolo.

Durante unos minutos, al menos, fue libre. Libre de todas las preocupaciones y ansiedades; libre de responsabilidades, de que cualquiera le dijera lo que tenía que hacer. Durante unos pocos minutos se permitió volver a ser un niño.

Intentó atrapar un pez con las manos. Chapoteó al estilo de un perro bajo las ramas colgantes de los sauces. Flotó boca arriba, disfrutando del cálido roce del sol en su piel y del refrescante contraste frío del agua. Se restregó los pegotes de barro y la sangre encostrada con un puñado de hierba, echando de menos un trozo de jabón de sebo de su madre.

Una vez limpio, pudo examinarse las heridas. Estaban inflamadas, pero sólo ligeramente infectadas. Las había tratado con el ungüento proporcionado por la reina madre, y se estaban curando bien. Torció el gesto al contemplar su imagen reflejada en el agua y se pasó la mano por la mandíbula. Tenía barba de varios días, de un color castaño oscuro, no rubia como su pelo. Su rostro ya era bastante feo sin barba, que le había crecido a trozos, de forma irregular, como manchones, y parecía una especie de planta maligna que trepaba por las mandíbulas.

Recordó cuando en su juventud intentó en vano dejarse crecer el sedoso y largo bigote que era el orgullo de la Orden solámnica. Resultó que su bigote crecía duro y tieso, saliendo en todas direcciones, como su rebelde cabello. Su padre, cuyo bigote era espeso y largo, se había tomado el fracaso de su hijo como una afrenta personal, culpando irracionalmente a lo que quiera que hubiese de rebelde dentro de Gerard y que se manifestaba a través de su pelo.

Gerard se volvió para vadear hasta donde había dejado las prendas de cuero y la mochila, con intención de coger la navaja y afeitarse. Un destello del sol reflejándose en metal casi lo cegó. Alzó la vista a lo alto del banco de la ribera y vio a un Caballero de Solamnia.

El caballero llevaba un coselete de cuero acolchado encima de una túnica, larga hasta la rodilla y ceñida a la cintura. El destello de metal procedía del casco, que le cubría la cabeza pero que no tenía visera. Una cinta roja ondeaba en la cimera del morrión, y el coselete acolchado estaba decorado con una rosa roja. Un arco largo asomaba detrás de sus hombros, indicando que el caballero había salido de caza, como demostraba el cadáver de un ciervo, cargado a lomos de una mula. El corcel del caballero se encontraba cerca, con la cabeza agachada, paciendo en la hierba.

Gerard se maldijo por haber bajado la guardia. De haber estado atento, en lugar de hacer el tonto como un colegial, habría oído acercarse al caballo y a su jinete.

Uno de los pies del caballero, que calzaba botas, estaba plantado firmemente sobre el talabarte y la espada de Gerard. El caballero empuñaba un espadón en la enguantada mano; en la otra sostenía un rollo de cuerda.

Gerard no veía el rostro del otro hombre a causa de las sombras de los árboles, pero estaba seguro de que su expresión sería severa e indudablemente triunfante.

Plantado en mitad del arroyo, que se volvía más frío por momentos, reflexionó sobre la extraña peculiaridad de la naturaleza humana que hacía sentirse a las personas más vulnerables estando desnudas que si llevaban ropas. Una camisa y unos calzones no habrían detenido flecha, cuchillo o espada, y, sin embargo, de haber estado vestido, Gerard habría sido capaz de enfrentarse a ese caballero con confianza en sí mismo. Tal como estaban las cosas, permaneció en el arroyo, mirando boquiabierto al caballero con, más o menos, tanta inteligencia como el pez que nadaba velozmente entre sus piernas desnudas, rozándole al pasar.

—Eres mi prisionero —dijo el solámnico, hablando en Común—. Sal despacio y mantén las manos alzadas para que pueda verlas.

La incomodidad de Gerard fue absoluta. La voz del supuesto caballero era profunda y melodiosa e inequívocamente femenina. En ese momento, la mujer giró la cabeza para mirar cautelosamente en derredor, y Gerard atisbo dos largas y gruesas trenzas de un cabello lustroso e intensamente negro que salían por debajo del morrión.

El joven sintió que la piel le ardía de tal modo que le extrañó que el agua alrededor no estuviese hirviendo.

—Dama de Solamnia —dijo, cuando por fin fue capaz de hablar—, no tengo reparos en admitir que soy tu prisionero, al menos por ahora, hasta que pueda explicar las inusitadas circunstancias, y obedecería tu orden, pero, como puedes ver, estoy... desnudo.

—Puesto que tus ropas se encuentran aquí, en la orilla, no esperaba otra cosa —replicó la mujer—. Sal del agua ahora mismo.

Gerard se planteó la posibilidad de huir hacia la otra orilla, pero la corriente era rápida y profunda, y no era muy buen nadador. Dudaba que pudiera conseguirlo, y se imaginó a sí mismo pataleando en el agua, ahogándose, pidiendo ayuda y acabando con la poca dignidad que aún le quedaba.

—Supongo que no querrías volverte, señora, y permitirme que me vistiera —comentó.

—¿Y dejar que me acuchilles por la espalda? —Rió y se inclinó hacia adelante—. ¿Sabes una cosa, Caballero de Neraka? Me parece divertido que tú, un campeón del Mal, que sin duda has masacrado un sinnúmero de inocentes, incendiado pueblos, robado a los muertos, saqueado y violado, seas un pudoroso lirio.

Su broma le hacía gracia, obviamente. El emblema de los caballeros negros sobre el que reposaba su pie era la calavera y el lirio.

—Si hace que te sientas mejor —continuó la dama—, te diré que he servido en la caballería durante doce años, he combatido en batallas y torneos y he visto cuerpos masculinos no sólo desnudos, sino abiertos en canal. Que será como veré el tuyo si no me obedeces. —Alzó la espada—. O sales o entro a sacarte.

Gerard empezó a caminar, salpicando agua, hacia la orilla. Ahora estaba furioso por el tono burlón de la mujer, y su rabia paliaba en parte su turbación. Estaba ansioso por coger su mochila y mostrar la carta de Gilthas, demostrando a esa guasona mujer que era un verdadero Caballero de Solamnia con una misión urgente y que probablemente la superaba en rango.

Ella lo vigiló atentamente, su rostro trasluciendo una mayor y manifiesta jocosidad al ver su desnudez, cosa que no era de extrañar habida cuenta de que tenía la piel arrugada como una ciruela pasa, que estaba aterido y tiritando de frío. Al llegar a la orilla, le asestó una mirada furiosa y extendió la mano hacia su ropa. Ella seguía con el pie plantado sobre su espada, en tanto que mantenía la suya enarbolada y presta.

Gerard se puso los pantalones de cuero; iba a pasar por alto la túnica, que estaba tirada en la orilla, arrugada, confiando en que la mujer no reparara en el emblema cosido en la pechera. La dama levantó la prenda con la punta de la espada, sin embargo, y se la echó.

—No querrás que te queme el sol. Póntela —dijo—. ¿Tuviste un buen vuelo?

A Gerard se le cayó el alma a los pies, pero intentó disimular.

—No sé a qué te refieres. He caminado...

—No pierdas el tiempo, «Neraka» —lo interrumpió—. Vi al Dragón Azul. Lo vi aterrizar. Localicé el rastro, lo seguí y te encontré. —Lo miró con interés, sin dejar de apuntarlo con la espada y agitando el rollo de cuerda—. Bien, ¿qué te proponías, Neraka? ¿Espiarnos, quizá? ¿Fingir ser un granjero patán que va a la ciudad a divertirse? Lo de patán pareces haberlo pillado bien.

—No soy un espía —replicó, prietos los dientes para evitar que le castañetearan—. Sé que no vas a creerlo, pero no soy un Caballero de Neraka, sino un solámnico, como tú.

—¡Oh, eso sí que es bueno! Un solámnico amoratado montado en un Dragón Azul. —La dama rió con ganas, luego movió la mano y, con presteza, le echó el lazo de la cuerda por la cabeza—. No te preocupes, que no pienso colgarte aquí, Neraka. Voy a llevarte a Solanthus, y podrás contar tu historia ante una admirada audiencia. El inquisidor lleva unos días muy alicaído. Estoy segura de que lo animarás. —Dio un tirón a la cuerda y sonrió al ver que Gerard la agarraba para no asfixiarse—. Que llegues vivo, medio vivo o apenas respirando depende de ti.

—Demostraré que digo la verdad —manifestó Gerard—. Deja que abra mi mochila...

Bajó la vista al suelo. La mochila no se encontraba allí. Gerard escudriñó frenéticamente a lo largo de la ribera. Ni rastro de la mochila. Y entonces se acordó. La había dejado colgada de la silla del dragón. Y la silla, la mochila y la carta estaban en la cueva, con el Dragón Azul.

Inclinó la cabeza, que chorreaba agua, demasiado abrumado hasta para maldecir. Las palabras punzantes ardían en su corazón, pero no podían pasar el nudo de la garganta para llegar a su lengua. Alzó la cabeza y miró a la Dama de Solamnia, directamente a los ojos que, advirtió, tenían el color verde de las hojas de un árbol.

—Te juro, señora, por mi honor de caballero, que soy solámnico. Me llamo Gerard Uth Mondor Estoy destacado en Solace, donde soy uno de los guardias de honor de la Tumba de los Últimos Héroes. No puedo darte pruebas de lo que digo, lo admito, pero mi padre es muy conocido en la Orden. Estoy seguro de que hay caballeros entre los mandos de Solanthus que me reconocerán. He sido enviado con noticias urgentes para el Consejo de Caballeros en Solanthus. En mi mochila tengo una carta de Gilthas, rey de los elfos...

—Oh, sí —le interrumpió—, y en la mía tengo una carta de Morera Muchabarza, la reina de los kenders. ¿Dónde está esa mochila con la maravillosa carta?

Gerard masculló algo entre dientes.

—¿Qué has dicho, Neraka? —preguntó, acercando la cabeza.

—Que está colgada de la silla del... Dragón Azul —respondió, sombrío—. Podría ir a buscarla. Te doy mi palabra de honor de que regresaré y me entregaré.

—¿No tendré, por casualidad, pajas enredadas en el cabello, verdad? —inquirió la mujer tras fruncir ligeramente el ceño.

Gerard le lanzó una mirada fulminante.

—Pensé que tal vez sí —siguió ella—, porque obviamente crees que acabo de caerme del carro del heno. Sí, dulce Neraka, aceptaré la palabra de honor de un jinete de Dragón Azul, y te dejaré ir corriendo a recoger tu mochila y a tu dragón. Y luego agitaré mi pañuelito para despediros cuando alcéis el vuelo. —Le amagó con la espada en la tripa—. Sube al caballo.

—Escucha, señora —insistió Gerard, cuya rabia y frustración aumentaban por momentos—, sé que no es fácil de creer, ¡pero si utilizas esa cabeza tuya cubierta de acero para pensar, te darás cuenta de que estoy diciendo la verdad! Si fuera realmente un Caballero de Neraka, ¿crees que estarías aquí azuzándome con esa espada tuya? A estas alturas servirías de alimento a mi dragón. Tengo una misión urgente. Miles de vidas están en juego... ¡Deja de hacer eso, maldita seas!

La mujer no había dejado de azuzarlo con la espada cada dos por tres, obligándolo a retroceder hasta que chocó contra el caballo. Furioso, apartó la espada con la mano, abriéndose un tajo en la palma.

—Me encanta oírte hablar, Neraka. Podría estar escuchándote todo el día, pero, por desgracia, entro de servicio dentro de pocas horas, así que monta de una vez y pongámonos en marcha.

Gerard estaba ahora tan encorajinado que faltó poco para que llamase al dragón. Filo Agudo despacharía en un santiamén a esa exasperante mujer, que parecía haber nacido con acero sólido dentro de la cabeza, en lugar de llevarlo puesto encima. Sin embargo, controló la ira y montó en el caballo. Plenamente consciente de lo que pensaba hacer con él, puso las manos a la espalda, con las muñecas juntas.

Tras envainar la espada, y manteniendo firmemente agarrada la cuerda ceñida a la garganta de Gerard, le ató las muñecas con la misma cuerda, ajusfándola de manera que si el joven movía los brazos o cualquier parte de su cuerpo acabaría estrangulándose a sí mismo. Y durante el proceso no dejó de hacer sus bromas jocosas, llamándolo Neraka, «dulce Neraka», «Neraka de mi corazón» y otras ternezas satíricas que eran irritantes en extremo.

Cuando todo estuvo listo, cogió las riendas del caballo y condujo al animal a través del bosque a buen paso.

—¿No vas a amordazarme? —demandó Gerard.

Ella miró hacia atrás.

—Tus palabras son como música en mis oídos, Neraka. Habla. Cuéntame más sobre el rey de los elfos. ¿Viste con tules verdes y le crecen alas en la espalda?

—Podría llamar al dragón —adujo Gerard—. No lo hago porque no deseo que sufras daño alguno, Dama de Solamnia. Eso prueba todo lo que he dicho, con que sólo lo pensaras un poco.

—Quizás —admitió ella—. Puede que estés diciendo la verdad, pero también es posible que no. Tal vez no llamas al dragón porque esas bestias son notoriamente imprevisibles y no son de fiar, y podría matarte a ti en lugar de a mí, ¿verdad, Neraka?

Gerard empezaba a entender por qué no lo había amordazado. No se le ocurría nada que decir que no lo incriminara o empeorara las cosas. El argumento de la mujer sobre la naturaleza maligna de los Dragones Azules era el mismo que él habría hecho antes de conocer a Filo Agudo. No le cabía duda de que si llamaba al dragón para que se ocupara de la dama solámnica, el reptil acabaría rápidamente con la mujer sin tocarle un pelo a él. Pero, aunque Gerard habría preferido tener a Filo Agudo como compañero de viaje cualquier día en lugar de esa irritante mujer, no toleraba la idea de que una compañera de caballería sufriese tan horrible muerte, por muy detestable que fuera.

—Cuando llegue a Solanthus, enviaré a una compañía para que mate al dragón —continuó la dama—. No puede encontrarse muy lejos de aquí. A juzgar por las explosiones que oí, no tendremos problemas en descubrir su escondrijo.

Gerard estaba razonablemente seguro de que Filo Agudo sabría cuidar de sí mismo, y eso le hizo preocuparse por la buena salud de sus compañeros de caballería. Decidió que el mejor curso de acción que podía adoptar era esperar hasta encontrarse ante el Consejo. Una vez allí, explicaría quién era y la misión que tenía. Estaba convencido de que el Consejo le creería, a pesar de la falta de credenciales. Sin duda habría alguien en el Consejo que lo conocería a él o a su padre. Si todo iba bien, regresaría junto a Filo Agudo, y los dos, junto con una fuerza de caballeros, volarían a Qualinesti. Después de que la Dama de Solamnia le hubiese ofrecido sus más humildes disculpas, por supuesto.

Dejaron atrás la arbolada ribera del arroyo y entraron en una pradera, no muy lejos de donde el dragón había aterrizado. Gerard veía a lo lejos la calzada que conducía a Solanthus. La parte alta de las torres de la ciudad asomaban justo por encima de la alta hierba.

—Allí está Solanthus, Neraka —dijo la mujer, señalando—. Aquel edificio alto, a tu izquierda, es...

—No me llamo Neraka. Mi nombre es Gerard Uth Mondor. ¿Cómo te llamas tú? —preguntó, añadiendo entre dientes:— Además de terrible.

—¡Te he oído! —entonó ella, que miró de nuevo hacia atrás—. Me llamo Odila Cabrestante.

—Cabrestante. ¿No es eso un tipo de artefacto mecánico a bordo de un barco?

—Lo es. Los míos son gente de mar.

—Piratas, sin duda —comentó él en tono cáustico.

—Tu ingenio es tan pequeño y arrugado como otras ciertas partes de tu cuerpo, Neraka —replicó, sonriendo ante su turbación.

Ya habían llegado a la calzada, y el ritmo del paso aumentó. Gerard tuvo oportunidad sobrada para estudiarla mientras caminaba a su lado, conduciendo por las riendas al caballo y a la mula. Era alta, bastante más que él, con una constitución musculosa y bien proporcionada. Su piel no tenía el color oscuro de los marinos ergothianos, sino un tono que recordaba la caoba, lo que indicaba una mezcla de razas entre sus antepasados.

Su cabello era largo y le caía en dos trenzas hasta la cintura. Gerard nunca había visto un pelo tan negro, tanto que tiraba al azul, como ala de cuervo. Sus cejas eran anchas, y la mandíbula angulosa. Los labios eran su mejor rasgo, llenos, en forma de corazón, muy rojos, y propensos a la risa, como ya había demostrado.

Gerard nunca admitiría que tenía algún rasgo bonito. Las mujeres no eran santo de su devoción, y las consideraba maquinadoras, intrigantes y materialistas. De las mujeres que más desconfiaba y que más le desagradaban, decidió que las damas de caballería de cabello negro y tez oscura que se reían de él ocupaban el primer lugar de su lista.

Odila siguió hablando, señalando las vistas de Solanthus basándose en la teoría de que el joven no vería mucho de la ciudad desde su celda en las mazmorras. Gerard no le hizo caso. Reflexionó sobre lo que iba a decir al Consejo de Caballeros, y cómo dar un mejor cariz a las circunstancias aparentemente siniestras —tenía que reconocer—, de su llegada. Ensayó las palabras elocuentes que utilizaría para presentar la petición de los asediados elfos. Esperó contra toda esperanza que alguien lo conociera. No tuvo más remedio que admitir que tampoco él, de haber estado en lugar de la irritante dama, le habría creído. Había sido un necio por olvidar la mochila.

Al recordar la desesperada situación de los elfos, se preguntó cómo les irían las cosas. Pensó en el gobernador Medan, en Laurana y en Gilthas, y se olvidó de sí mismo y de sus propios problemas, seriamente preocupado por aquellos que habían llegado a ser sus amigos. Tan ensimismado estaba, que no prestó atención a lo que lo rodeaba y se sorprendió al alzar los ojos y caer en la cuenta de que había caído la noche mientras iban de camino y que se encontraban ante la muralla exterior de Solanthus.

Gerard había oído que Solanthus era la ciudad mejor fortificada de todo Ansalon, superando incluso a la gran capital, Palanthas. Ahora, contemplando las enormes murallas, negras al perfilarse contra el cielo estrellado, murallas que sólo eran el anillo exterior de las defensas, estuvo completamente de acuerdo con esa opinión.

Lienzos de muralla rodeaban toda la urbe; su construcción consistía en varias hileras superpuestas de piedras, con arena embutida en los resquicios, revestidas con una gruesa capa de barro y luego cubiertas con más piedras. Al otro lado de los lienzos, en los que había poternas en varios puntos, se abría un foso, que podía salvarse a través de grandes puentes levadizos. Detrás del foso se alzaba otra muralla, ésta jalonada con troneras y aspilleras para los arqueros. Situadas a intervalos regulares, se veían enormes marmitas que podían llenarse de aceite hirviendo. Al otro lado de esta segunda muralla se habían plantado árboles y matorrales para que si cualquier enemigo conseguía tomar esa muralla, tuviera obstáculos para saltar desde el muro a la ciudad. Más allá se encontraban las calles y los edificios de la población, la mayoría de ellos construidos también de piedra.

Aun a una hora tan tardía, había gente en la torre de guardia de la puerta, esperando para entrar en la ciudad. Los guardias paraban a todos y les hacían preguntas, pero conocían bien a lady Odila, de manera que la mujer no tuvo que ponerse en la cola, sino que pasó entre jocosas chanzas sobre la magnífica «presa abatida» y su éxito en la caza.

Gerard soportó las bromas y los groseros comentarios sumido en un digno silencio. Odila aguantó con buen talante la chacota hasta que uno de los guardias, en el último puesto, gritó:

—Veo que habéis tenido que atar de pies y manos a este hombre para que no se os escape, lady Odila.

La sonrisa de la mujer se borró, los verdes ojos centellearon. Se volvió y asestó al guardia una mirada que le hizo ponerse colorado como un tomate, antes de regresar precipitadamente al interior de la garita.

—Imbécil —rezongó Odila, que sacudió las negras trenzas y fingió reír, pero a Gerard no le pasó inadvertido que el dardo verbal había acertado de lleno en algo íntimo y vital.

La mujer condujo al caballo entre la multitud que abarrotaba las calles. La gente miraba a Gerard con curiosidad, y cuando se fijaba en el emblema de la pechera, se mofaba y hacía alusiones en voz alta al filo ensangrentado del hacha del verdugo.

Una pequeña duda provocó en Gerard una momentánea inquietud, casi un instante de pánico. ¿Y si no era capaz de convencerlos de que decía la verdad? ¿Y si no le creían? Se imaginó conducido al tajo, clamando ser inocente, la negra capucha cubriéndole la cabeza, la pesada mano empujándole la cabeza contra el ensangrentado tajo, los momentos finales de terror esperando que cayera el hacha.

Gerard se estremeció. La escena era tan vivida que lo empapó un sudor frío. Recriminándose por dar suelta a su imaginación, se obligó a concentrarse en el presente.

Había supuesto, por alguna razón, que lady Odila lo llevaría inmediatamente ante el Consejo de Caballeros. En cambio, la mujer condujo al caballo a lo largo de un oscuro y estrecho callejón, al final del cual se alzaba un gran edificio de piedra.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En la cárcel —contestó Odila.

El joven se quedó estupefacto. Había estado tan concentrado en lo que diría al Consejo de Caballeros que en ningún momento se le pasó por la cabeza la idea de que lo llevara a otro sitio.

—¿Por qué me traes aquí?

—Te daré dos opciones, Neraka. A ver si adivinas. Una, que asistimos a un cotillón, vas a ser mi pareja de baile, beberemos vino y haremos el amor toda la noche. Y dos —sonrió dulcemente—, vas a quedarte encerrado en una celda.

Frenó al caballo. En las paredes ardían antorchas; a través de una ventana cuadrada y con reja salía el brillo de la luz de un fuego. Los guardias, al oírlos aproximarse, salieron presurosos para hacerse cargo del prisionero. El jefe de la prisión salió limpiándose la boca con el dorso de la mano. Obviamente habían interrumpido su cena.

—Puesto a elegir, me quedo con la celda —dijo Gerard con acritud.

—Me alegro —contestó Odila mientras le daba una palmadita en el muslo—. Detestaría tener que desilusionarte. Ahora, muy a mi pesar, debo dejarte, dulce Neraka. Entro de servicio. No dejes que te consuma la añoranza echándome de menos.

—Por favor, lady Odila, si pudieras ser seria por una vez, tiene que haber alguien aquí que conozca el nombre de Uth Mondor. Pregunta por ahí respecto a mí. ¿Querrás hacerlo?

Odila lo miró un momento en silencio, intensamente.

—Podría resultar divertido —comentó.

Se volvió para hablar con el jefe de la prisión, y Gerard tuvo la sensación de que le había causado impresión, pero si era buena o mala, si haría lo que le había pedido o no, lo ignoraba por completo.

Antes de marcharse, Odila dio una detallada explicación de todos los delitos de Gerard: que lo había visto volar en un Dragón Azul, que había aterrizado a bastante distancia de la ciudad, que el dragón se había tomado muchas molestias para poder esconderse en una cueva. El jefe de la prisión asestó una mirada torva a Gerard y dijo que tenía una celda de seguridad en el sótano que estaba hecha a la medida de jinetes de Dragones Azules.

Con una última burla de despedida y agitando la mano, lady Odila montó en su caballo, agarró las riendas de la mula y salió del patio, dejando a Gerard a merced del jefe de la prisión y sus guardias.

En vano Gerard protestó, argumentó y exigió ver al caballero comandante o algún otro oficial. Nadie le hizo el menor caso. Dos guardias lo llevaron dentro con inflexible eficacia mientras otros dos guardias vigilaban, armados con gruesas porras rematadas con pinchos, por si intentaba escapar. Le cortaron las ataduras para reemplazarlas inmediatamente por grillos.

Lo condujeron a través de habitáculos exteriores, donde el jefe de la prisión tenía la oficina y el carcelero su banqueta y su mesa. Las llaves de las celdas colgaban en ganchos, alineadas en ordenadas hileras a lo largo de la pared. Gerard sólo pudo echar un fugaz vistazo a todo eso antes de que lo bajaran a empujones y tropezando por una escalera que llevaba directamente a un angosto corredor, en el subterráneo del edificio. Lo condujeron a su celda con antorchas —al parecer era el único prisionero en ese nivel— y lo metieron de un empellón. Le informaron que había un cubo para sus necesidades y un jergón de paja para dormir. Le darían dos comidas al día, por la mañana y por la noche. La puerta, una gruesa hoja de roble con un ventanuco en la parte superior, empezó a cerrarse. Todo ello ocurrió tan deprisa que Gerard, aturdido e incrédulo, no reaccionó.

El jefe de la prisión estaba en el corredor, delante de su celda, para asegurarse de que el prisionero quedaba a buen recaudo. Gerard se lanzó hacia adelante, interponiendo el cuerpo entre el muro y la puerta.

—¡Señor! —suplicó—. ¡He de hablar con el Consejo de Caballeros! ¡Diles que Gerard Uth Mondor está aquí! ¡Traigo noticias urgentes! ¡Información de...!

—Cuéntaselo al inquisidor —lo interrumpió fríamente el jefe de la prisión.

Los guardias dieron a Gerard un brutal empujón que lo lanzó hacia atrás trastabillando, en medio del tintineo de los grillos. La puerta se cerró, y el joven oyó los pasos subiendo la escalera. La luz de las antorchas disminuyó y desapareció. Otra puerta se cerró de golpe al final de la escalera.

Gerard se quedó solo en una oscuridad tan absoluta y en un silencio tan profundo que habríase dicho que lo habían expulsado del mundo, dejándolo flotando en la vacía nada que se decía había existido mucho antes de la llegada de los dioses.

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