27 La ciudad dormida

Sentado en la plancha de madera que era su cama de la celda, en medio de la oscuridad, mientras escuchaba por cuarta vez la aventura de tío Saltatrampas en el transcurso de una hora, Gerard se preguntó si estrangular a un kender estaría penado con la muerte o si se consideraría un acto meritorio, digno de encomio.

—Tío Saltatrampas viajó a Flotsam en compañía de otros cinco kenders, un gnomo, un enano gully, cuyo nombre no recuerdo. Creo que era Fudge. No, ése era un gully que conocí antaño. ¿Rolf? Quizá. Bueno, digamos que era Rolf. Eso no importa, porque tío Saltatrampas nunca volvió a verlo. Siguiendo con la historia, tío Saltatrampas se había encontrado esa bolsa con monedas de acero, no se acordaba dónde, y pensó que alguien debía de haberla perdido. De ser así, nadie había ido a reclamársela, de modo que decidió que, puesto que lo que contaba para la ley y las nueve vidas de un gato era quién estaba en posesión de un objeto, se gastaría parte de las monedas en objetos mágicos, como anillos, amuletos, y una poción o dos. A tío Saltatrampas le gustaba sobremanera la magia. Solía decir que uno nunca sabía cuándo podría serte útil una buena poción, y que sólo había que acordarse de taparse la nariz al bebérsela. Fue a una tienda de productos mágicos, pero en el momento que cruzó la puerta ocurrió algo maravilloso. El propietario de la tienda resultó ser un mago, y éste le contó al tío Saltatrampas que no muy lejos de Flotsam había una cueva en la que vivía un Dragón Negro, y que el dragón poseía la colección de objetos mágicos más fabulosa de todo Krynn, por lo que el mago no podía aceptar dinero del tío Saltatrampas cuando estaba en sus manos, con un pequeño esfuerzo, matar al Dragón Negro y conseguir todos los objetos mágicos que quisiera. A tío Saltatrampas le pareció una idea estupenda y pidió indicaciones del lugar donde estaba la cueva, que el mago le facilitó amablemente, y él...

—¡Cierra el pico! —instó Gerard, prietos los dientes.

—¿Cómo? —preguntó Tas—. ¿Decías algo?

—He dicho que cierres el pico. Intento dormir.

—Pero si ahora es cuando llega la parte buena de la historia, cuando tío Saltatrampas y los otros cinco kenders van a la cueva y...

—Si no te callas, iré ahí y te haré callar yo —amenazó Gerard en un tono que dejaba claro que hablaba en serio. Se tumbó de costado.

—Dormir es una verdadera pérdida de tiempo, si quieres saber mi opinión...

—No te la he pedido. Cállate.

—Pero yo...

—Chitón.

Gerard oyó rebullir el pequeño cuerpo del kender sobre la dura plancha de madera, la cama situada al lado opuesto de la suya. Para torturarlo, lo habían encerrado en la misma celda que el kender y habían puesto al gnomo en la siguiente.

«Los ladrones se enzarzarán», había comentado el carcelero. Gerard nunca había odiado tanto a nadie como a ese tipo.

El gnomo, Acertijo, se había pasado sus buenos veinte minutos refunfuñando sobre mandatos judiciales y órdenes de arresto y «Klein-hoffel frente a Mencklewink», y bastante más mascullando sobre alguien llamada Miranda, hasta que finamente acabó dormido, arrullado por su cháchara. Al menos, eso era lo que Gerard suponía que había pasado. Se había oído una gárgara y un golpazo procedentes de la celda del gnomo, seguidos de un bendito silencio.

Gerard había estado a punto de dormirse también cuando Tasslehoff —que se había dormido en el mismo momento que el gnomo abrió la boca— se despertó justo cuando el gnomo guardó silencio, y se lanzó a torturarlo con su tío Saltatrampas.

Gerard lo había soportado un buen rato, principalmente porque los relatos del kender tenían un efecto atontador en él, casi como golpearse repetidamente la cabeza contra un muro de piedra. Frustrado, furioso —con los caballeros, consigo mismo, con el destino que lo había llevado a esa situación insostenible—, yació sobre la dura plancha de madera, incapaz de volver a conciliar el sueño, preocupado por lo que estaría sucediendo en Qualinesti. Se preguntó qué pensarían de él Medan y Laurana. Debería estar de vuelta a esas alturas, y sospechaba que llegarían a la conclusión de que era un cobarde que huía cuando la batalla era inminente.

En cuanto al aprieto personal, el caballero coronel había dicho que enviaría un mensajero de lord Vivar, pero sólo los dioses sabían cuánto tiempo tardaría esa gestión. ¿Podrían encontrar a lord Vivar? Quizá se había retirado de Solace con la guarnición. O quizás estuviese luchando contra Beryl. Los lores caballeros habían dicho que harían indagaciones por Solanthus para dar con alguien que conociese a su familia, pero no veía muchas posibilidades en eso. Para empezar, alguien tendría que realizar las indagaciones, y con su estado de ánimo actual, cínico y pesimista, dudaba que los caballeros se tomasen la molestia. En segundo lugar, si alguien conocía a su padre, podría ocurrir que esa persona no lo conociese a él. En los últimos diez años, Gerard había hecho todo lo posible por evitar regresar a su casa.

Dio vueltas y más vueltas y, como suele ocurrir en una noche agitada y en vela, dejó que sus temores y sus dudas adquirieran una importancia desmedida. La voz del kender había sido una distracción bienvenida a sus negras ideas, pero ahora se había convertido en algo tan molesto y constante como el goteo de la lluvia a través de un agujero en el techo. Agotado por la preocupación, Gerard se volvió de cara a la pared. Hizo caso omiso del rebullir del kender, que sin duda tenía por finalidad hacer que se sintiese culpable y le pidiera que le contase otra historia.

Flotaba en la superficie del mar del sueño cuando oyó, o imaginó oír, a alguien entonando lo que parecía una nana:

Duérmete, amor, que todo duerme.

Cae en brazos de la oscuridad silente.

Velará tu alma la noche vigilante.

Duérmete, amor, que todo duerme.

La canción era relajante, acariciadora. Tranquilizado por el canto, Gerard empezaba a sumergirse bajo las acogedoras olas cuando una voz sonó en la oscuridad. La de una mujer.

—¿Señor caballero? —llamó.

Gerard despertó, con el corazón latiéndole desbocado. Permaneció tendido, quieto. Su primer pensamiento fue que era lady Odila, que había ido a atormentarlo un poco más. Sin embargo, enseguida comprendió lo absurdo de la idea. La voz tenía un timbre distinto, más musical, y el acento no era solámnico. Además, lady Odila jamás lo habría llamado «señor caballero».

Una luz cálida, amarilla, ahuyentó la oscuridad. Rodó sobre el costado para ver quién había ido a verlo a la prisión en mitad de la noche.

Al principio no la localizó. La mujer se había parado al pie de los escalones en espera de su respuesta, y la pared del hueco de la escalera la tapaba. La luz que sostenía titiló un momento y luego empezó a moverse.

La mujer rodeó la esquina y entonces Gerard la vio claramente. Su cabello era oro y plata hilados.

—¿Señor caballero? —llamó de nuevo mientras miraba a un lado y otro.

—¡Goldmoon! —gritó Tasslehoff mientras agitaba la mano—. ¡Aquí!

—¿Eres tú, Tas? Baja la voz. Busco al caballero, a sir Gerard.

—Estoy aquí, Primera Maestra —contestó Gerard.

Se levantó de la plancha de madera, sin salir de su asombro, y cruzó la celda para acercarse a los barrotes a fin de que la mujer lo viese. El kender llegó a su lado de un salto y sacó los brazos y casi toda la cara entre los barrotes. El gnomo también se había despertado y se levantaba del suelo. Acertijo parecía grogui, con cara de sueño, y su aire era extremadamente desconfiado. Goldmoon sostenía en la mano una bujía, larga y blanca. Alzó la luz hacia el rostro de Gerard y lo estudió durante varios segundos, con expresión escrutadora.

—Tasslehoff —dijo luego, volviéndose hacia el kender—, ¿es éste el Caballero de Solamnia del que me hablaste, el mismo que te llevó a reunirte con Palin en Qualinesti?

—¡Oh, sí, es el mismo caballero, Goldmoon! —contestó el kender.

Gerard se puso colorado.

—Sé que os debe de resultar difícil de creer, Primera Maestra, pero en esta ocasión el kender dice la verdad. El hecho de que me encontraran luciendo el emblema de un Caballero de Neraka...

—Por favor, no digáis nada más, señor caballero —lo interrumpió bruscamente Goldmoon—. Creo a Tas. Lo conozco. Lo conozco desde hace muchos años. Me contó que erais valiente y un buen amigo para él.

El sonrojo de Gerard aumentó. El «buen amigo» de Tas se había preguntado, apenas unos minutos antes, cómo podría deshacerse del cadáver del kender.

—El mejor —intervino Tasslehoff—. El mejor amigo que tengo en el mundo. Por eso vine a buscarlo. Ahora nos hemos encontrado y estamos encerrados juntos, como en los viejos tiempos. Le contaba a Gerard las aventuras de tío Saltatrampas...

—¿Dónde estoy? —preguntó de repente el gnomo—. ¿Quiénes sois todos vosotros?

—Primera Maestra, debo explicaros... —lo intentó de nuevo Gerard.

Goldmoon levantó la mano en un gesto imperioso que los hizo callar a todos, incluido Tasslehoff.

—No necesito explicaciones. —De nuevo sus ojos estaban prendidos intensamente en Gerard—. Volasteis hasta aquí a lomos de un Dragón Azul.

—Sí, Primera Maestra. Es lo que iba a contaros. No tuve más remedio que...

—Sí, sí. Eso da lo mismo. Lo que cuenta es la rapidez. La dama solámnica comentó que el dragón continuaba por los alrededores, que lo habían buscado pero no daban con él, si bien sabían que se hallaba cerca. ¿Es eso cierto?

—Eh... Lo ignoro, Primera Maestra. —Gerard no salía de su asombro. Al principio había pensado que se proponía acusarlo y luego, quizá, rezar por él o lo que quiera que los místicos hicieran. Ahora sabía lo que quería—. Supongo que debe de ser así. El Dragón Azul me prometió que esperaría mi regreso. Había planeado entregar mi mensaje al Consejo de Caballeros y después volar a Qualinesti para ayudar a los elfos en la batalla en todo lo que pudiera.

—Llevadme, señor caballero.

Gerard la miró de hito en hito, desconcertado.

—He de ir —continuó la mujer, con un timbre de desesperación en su voz—. ¿No lo entendéis? Tengo que encontrar un modo de ir allí, y vos y vuestro dragón me llevaréis. Tas, recuerdas cómo volver, ¿verdad?

—¿A Qualinesti? —inquinó el kender, muy excitado—. ¡Claro, conozco el camino! Tengo todos estos mapas...

—A Qualinesti no —lo interrumpió Goldmoon—. A la Torre de la Alta Hechicería. A la torre de Dalamar, en Foscaterra. Dijiste que estuviste en ella, Tas. Tú nos guiarás allí.

—Primera Maestra —titubeó Gerard—, estoy prisionero. Ya oísteis los cargos presentados contra mí. No puedo ir a ninguna parte.

Goldmoon cerró la mano alrededor de uno de los barrotes de la celda y apretó hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—El jefe de la prisión duerme bajo los efectos del conjuro que le lancé. Él no me detendrá. Nadie me detendrá. He de ir a la Torre. Tengo que hablar con Dalamar y con Palin. Podría ir caminando, y caminaré si no me queda más remedio, pero el dragón es más rápido. Me llevaréis, ¿verdad, sir Gerard?

La mujer había sido la cabecilla de su pueblo; había sido una líder toda su vida y estaba acostumbrada a mandar y a que la obedecieran. Su belleza conmovió al solámnico, su dolor le llegó al corazón. Además, le ofrecía la libertad. Libertad para volver a Qualinesti, a tomar parte en la batalla, a vivir o a morir con aquellos a los que había llegado a apreciar.

—La llave de la celda está en el aro que lleva el jefe de prisión... —empezó.

—No me hace falta —dijo Goldmoon.

Agarró los barrotes con ambas manos y el hierro empezó a derretirse como la cera de la vela. Se hizo un agujero en el centro cuando los barrotes se reblandecieron, ondulándose sobre sí mismos. Gerard no salía de su asombro.

—¿Cómo...? —Su voz fue un ronco graznido.

—Aprisa —urgió Goldmoon.

El caballero no se movió y siguió mirándola fijamente.

—No sé cómo —dijo ella, y una nota de desesperación hizo temblar su voz—. Ignoró cómo tengo poder para hacer lo que hago. Ignoro dónde aprendí la letra de la canción de encantamiento que entoné. Sólo sé que se me da lo que deseo, sea lo que fuere.

—¡Ah, ahora recuerdo quién es esta mujer! —Acertijo soltó un suspiro—. Gente muerta.

Gerard no entendía nada; claro que eso no era nuevo para él. No entendía casi nada de lo que le había ocurrido durante el último mes.

—¿Por qué iba a empezar a comprender ahora? —rezongó mientras pasaba entre los barrotes. Se preguntó dónde habrían guardado su espada.

—Vamos, Tas —dijo muy seria Goldmoon—. No es momento para juegos.

En lugar de saltar alegremente a la libertad, el kender había retrocedido de repente, inexplicablemente, hasta el rincón más alejado de la puerta.

—Gracias por pensar en mí, Goldmoon —contestó Tasslehoff, mientras se situaba en el rincón—. Y gracias por derretir los barrotes de la celda. Fue maravilloso, algo que no se ve todos los días. Normalmente me habría encantado ir contigo, pero sería muy descortés por mi parte abandonar aquí a mi buen amigo Acertijo. Es el mejor amigo que tengo en el mundo...

Con un expresivo sonido de exasperación, Goldmoon tocó los barrotes de la celda del gnomo. Se derritieron como los otros, y Acertijo salió por el agujero. Fruncido el entrecejo, se puso en cuclillas, con las manos sobre las rodillas, y empezó a raspar los churretes fundidos al tiempo que mascullaba entre dientes algo sobre fundición.

—Nos llevaremos al gnomo, Tas —instó la mujer con impaciencia—. Sal de una vez de ahí.

—Más vale que nos demos prisa, Primera Maestra —advirtió Gerard. Él habría dejado al gnomo y al kender de mil amores—. El relevo del carcelero viene dos horas después de media noche...

—Esta noche no vendrá —contestó Goldmoon—. Dormirá hasta bien pasado su turno. Pero tenéis razón, debemos darnos prisa, porque me llaman. Tas, sal de esa celda de inmediato.

—¡No me obligues, Goldmoon! —suplicó el kender con tono lastimero—. No me hagas regresar a la Torre. No sabes lo que quieren hacer conmigo. Dalamar y Palin tienen intención de matarme.

—No seas tonto. Palin jamás... —Goldmoon calló y su gesto severo se suavizó—. Ah, entiendo. Lo había olvidado. Es por el artefacto de viajar en el tiempo.

Tasslehoff asintió enérgicamente con la cabeza.

—Creí que se había roto —dijo—. Palin lanzó partes de él a los draconianos, y explotó, y supuse que ya no tendría que preocuparme por eso. —Soltó un suspiro acongojado.

»Entonces metí la mano en el bolsillo y ¡allí estaba! Todavía en trozos, pero con todas las piezas dentro mi bolsillo. Las he tirado una y otra vez. Incluso he intentado regalarlas, pero siempre vuelven conmigo. Incluso roto, el artilugio vuelve conmigo. —Tas miró con gesto suplicante a Goldmoon—. Si regreso a la Torre, lo descubrirán, lo arreglarán, tendré que dejar que me aplaste un gigante y moriré. ¡No quiero morir, Goldmoon! ¡No quiero! Por favor, no me obligues.

Gerard estuvo a punto de sugerir a Goldmoon que le permitiera atizar al kender un puñetazo en la mandíbula y sacarlo a la fuerza, pero lo pensó mejor y guardó silencio. Tas parecía tan abatido que Gerard se encontró sintiendo lástima por él. Goldmoon entró en la celda y se sentó al lado del kender.

—Tas —empezó suavemente mientras le retiraba un mechón que se había soltado del copete y le colgaba sobre la cara—. No puedo prometerte que esto tendrá un final feliz. Ahora mismo me parece que acabará muy mal. He venido siguiendo un río de espíritus, Tas, que fluye hasta Foscaterra, donde se están agrupando. No van allí por voluntad propia; son prisioneros, Tas. Se encuentran bajo algún tipo de terrible coacción. Caramon está con ellos, y Tika, y Riverwind, y mi hija; quizá todos los que amamos. Quiero descubrir por qué. Quiero saber qué pasa. Me dijiste que Dalamar se halla en Foscaterra. He de verlo, Tas. Quizás él es la causa...

—No lo creo —la interrumpió el kender al tiempo que sacudía la cabeza—. Dalamar también está prisionero, o eso fue lo que le dijo a Palin. —Tas agachó la cabeza y empezó a dar tirones de la pechera de la camisa, con nerviosismo—. Hay algo más, Goldmoon. Algo que no le he contado a nadie. Algo que me pasó en Foscaterra.

—¿Qué te pasó, Tas? —Goldmoon parecía preocupada.

El kender había perdido su desenfadada alegría. Estaba alicaído, pálido y tembloroso; tembloroso de miedo. Gerard no daba crédito a sus ojos. A menudo había pensado que recibir un buen susto sería beneficioso para un kender, que enseñaría a esos pillos cabezas huecas que la vida es algo más que ir de excursión a la tumba, tomar el pelo a los alguaciles y escamotear baratijas. La vida era dura, un asunto serio que no podía tomarse a broma. Ahora, al ver a Tas cabizbajo y asustado, Gerard desvió la mirada. Ignoraba el porqué, pero tenía la sensación de haber perdido algo; que el mundo y él habían perdido algo.

—Goldmoon —dijo Tas en un susurro angustiado—, me vi a mí mismo en ese bosque.

—¿A qué te refieres? —le preguntó afablemente la mujer.

—¡Vi mi propio fantasma! —repuso Tas, y se estremeció—. No fue excitante en absoluto. No como había imaginado que sería ver el fantasma de uno mismo. Estaba solo y perdido y buscaba a alguien o algo. Sé que puede parecer ridículo, pero siempre pensé que después de morir me reuniría con Flint en alguna parte, que saldríamos de aventuras juntos, o quizá que descansaríamos, simplemente, y yo le contaría historias. Pero mi fantasma no iba de aventuras. Y estaba solo, perdido... y triste.

Alzó la vista hacia la mujer, y Gerard dio un respingo al reparar en una única lágrima resbalando por la sucia mejilla del kender.

—No quiero estar muerto así, Goldmoon. Por eso no quiero regresar.

—¿Es que no te das cuenta, Tas? —dijo ella—. Por eso precisamente tienes que volver. No sé explicártelo, pero estoy convencida de que lo que hemos visto tú y yo está mal. La vida en este mundo se supone que es una etapa de un viaje más largo. Nuestras almas deben pasar al siguiente plano, para seguir aprendiendo y desarrollándose. Tal vez nos demoremos un tiempo, esperando a nuestros seres queridos, como mi amado Riverwind me espera en alguna parte y, quizá, Flint te espera a ti. Pero, al parecer, ninguna puede marcharse. Tú y yo juntos debemos intentar liberar a esas almas prisioneras que están encerradas en la cárcel del mundo, tan cierto como tú estabas encerrado en esta celda. El único modo de conseguirlo es regresar a Foscaterra. El quid del misterio se encuentra allí. —Tendió la mano a Tasslehoff—. ¿Vendrás conmigo?

—¿No les dejarás que me hagan volver? —negoció, vacilante.

—Prometo que la decisión de volver, o no, será tuya —contestó—. No les dejaré que te envíen al pasado en contra de tu voluntad.

—De acuerdo —accedió Tas, que se puso de pie, se sacudió el polvo de la ropa y comprobó si tenía todos sus saquillos—. Te conduciré a la Torre, Goldmoon. Resulta que tengo una brújula corporal realmente fiable...

En ese momento, Acertijo, que había acabado de rascar el hierro fundido, empezó a disertar sobre cosas tales como brújulas, bitácoras e imanes y de la teoría de su tataratío de por qué el norte se encontraba en el norte y no en el sur, una teoría que había resultado ser muy polémica y que seguía siendo motivo de discusión.

Goldmoon no prestó atención a los argumentos del gnomo ni a las respuestas desganadas de Tasslehoff. Estaba embebida en un propósito concreto y siguió adelante para llevarlo a cabo. Sin miedo, tranquila y serena, los condujo escalera arriba, ante el dormido carcelero, recostado sobre la mesa, y fuera de la prisión.

Caminaron a buen paso por Solanthus, una ciudad de sueño, silencio y media luz, ya que el cielo tenía el gris perlino que anuncia la llegada del alba. Al gnomo se le iba acabando la cuerda, como un muelle desgastado, y Tasslehoff estaba inusitadamente callado. Sus pisadas no hacían ruido. Habríase dicho que también eran fantasmas deambulando por las calles vacías. No vieron a nadie y nadie los vio. No se encontraron con patrullas. No se cruzaron con ningún granjero que se dirigiese al mercado, ni con juerguistas que regresaran tambaleándose a sus casas desde las tabernas. Ningún perro ladró. Ningún bebé lloró.

Gerard tenía la extraña sensación de que Goldmoon, a su paso por las calles, con la capa ondeando tras ella, arropaba la ciudad y cerraba ojos que empezaban a abrirse, que arrullaba a quienes despertaban para sumirlos de nuevo en un dulce sueño.

Abandonaron Solanthus por las puertas principales, donde no había nadie despierto para impedírselo.

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