32 Estrella perdida

Hubo un tiempo en el que pensó que los dragones eran hermosos. Los dragones enemigos, los dragones de la diosa Takhisis. Eran hermosos, sí, y letales. Los Rojos, cuyas escamas lanzaban destellos llameantes con la luz del sol y cuyo aliento era fuego. Los Azules, con su vuelo rápido y grácil, girando entre las nubes, elevándose en las corrientes térmicas. Los Blancos, fríos y resplandecientes, y los Negros, brillantes, sinuosos, y los Verdes, la muerte esmeralda. Les temía, los odiaba y los despreciaba, pero jamás había matado a uno sin sentir una intensa punzada de remordimiento al ver a una criatura tan magnífica caer del cielo mortalmente herida.

Ese dragón no era hermoso. Beryl era fea, gorda e hinchada; horrenda. Sus alas apenas podían soportar el inmenso cuerpo. Su cabeza estaba mal formada, con la frente sobresaliendo por encima de los ojos, que eran inexpresivos y opacos. Tenía la mandíbula inferior colgante, y los dientes montados unos sobre otros y podridos. El color de sus escamas no era el verde brillante de las esmeraldas, sino el de una carne putrefacta, de carne comida por gusanos. Sus ojos no brillaban con inteligencia, sino que titilaban con la débil llama de la codicia y la astucia artera. Fue entonces cuando Laurana supo con certeza que ese dragón no era de Krynn. Beryl no era una criatura tocada por la mente de los dioses. No rendía culto a nada salvo a su propio deseo salvaje, no veneraba a nadie salvo a sí misma.

La sombra de las alas de Beryl se deslizó sobre Qualinost, cubriendo la ciudad de oscuridad. Laurana se mantuvo erguida, orgullosamente, en el balcón, contemplando la ciudad, y vio que la oscuridad no hacía languidecer a los álamos ni marchitaba las rosas. Eso podría llegar después, pero ahora el pueblo elfo y la tierra elfa se erguían desafiantes.

—Libraremos al mundo de un monstruo, al menos —musitó Laurana en el mismo instante en que la primera ráfaga de viento provocada por las alas del dragón le sacudía el cabello—. Estabas equivocado, Kelevandros. Éste no es el momento de nuestra perdición. Es nuestra hora de gloria.

Beryl voló pesadamente hacia ella, con las fauces abiertas en una babeante mueca de triunfo. El miedo al dragón irradiaba de la bestia en oleadas, pero ya no afectaba a Laurana. Había experimentado el sobrecogimiento generado por una deidad, y ese monstruo mortal no tenía nada de aterrador para ella, por espantosa que fuese su apariencia.

Un antepecho de oro bruñido, que le llegaba a la cintura, bordeaba el balcón de la Torre del Sol. Era un antepecho grueso y sólido, pues había sido moldeado del núcleo de la propia Torre por antiguos hechiceros elfos. El balcón sobresalía en una línea voladiza de suave trazo y el pretil rodeaba protectoramente a quien estuviese detrás. Era lo bastante amplio para acoger una delegación de elfos. Una elfa sola, en el centro, parecía muy pequeña, casi perdida. Tendría que haber habido dos personas en él, conforme al plan. Beryl esperaría a dos: el gobernador Medan y su prisionera, la reina madre.

Nada de lo que Laurana pudiese decir o hacer, ninguna mentira que se le ocurriera, despejaría las sospechas de Beryl. Hablar sólo le daría tiempo a la Verde para pensar y reaccionar.

Los rojizos ojos de Beryl recorrieron el balcón. Ahora se encontraba lo bastante cerca para distinguir detalles y, aparentemente, lo que veía no la conformaba, porque su mirada fue de un lado a otro del balcón varias veces. La saliente frente se arrugó y los perversos ojos se estrecharon; las fauces, repletas de dientes, se torcieron en una mueca, como si ya hubiese previsto que ocurriría algo así.

Eso ya no importaba. No importaba nada salvo que en ese día los qualinestis y quienes eran sus amigos y aliados dedicarían hasta su último aliento en destruir a aquella despreciable bestia.

Laurana llevó la mano al broche de la capa blanca y lo soltó. La prenda cayó al suelo del balcón. La armadura de Laurana, la del Áureo General, brilló con la luz del sol. El viento de las alas del dragón agitó su cabellera, que ondeó hacia atrás como un estandarte dorado.

Beryl se encontraba ya peligrosamente cerca de la Torre. Unos pocos impulsos más con las alas y la inmensa cabeza estaría tan cerca de Laurana que podría tocarla extendiendo el brazo. La elfa sufrió una arcada por los gases del nocivo y mortífero aliento del dragón. Medio asfixiada, temió perder el sentido. El viento —un viento frío, con un indicio de trueno— cambió de dirección y sopló desde el norte, alejando los gases venenosos.

Laurana asió la empuñadura de la espada, Estrella Perdida, y la desenvainó. La hoja centelleó al reflejar la luz del sol, y la gema resplandeció.


Beryl vio la espada en manos de la mujer elfa y la imagen le resultó divertida. Sus fauces se abrieron en lo que podría ser una espantosa risa, pero entonces la Verde percibió la magia. Los ojos rojizos brillaron enardecidos, y la saliva escurrió entre los colmillos. Los crueles ojos se desviaron hacia la Dragonlance, una llama argéntea bajo los rayos del sol, y se abrieron de par en par. Beryl inhaló con sobrecogimiento y deseo.

La legendaria Dragonlance, perdición de dragones. Forjadas por Theros Ironfeld, el del Brazo de Plata, valiéndose del sagrado Mazo de Kharas, las lanzas tenían el poder de atravesar las escamas de los reptiles y penetrar a través de músculos, tendones y huesos. Los dragones nativos de ese insignificante mundo hablaban de la lanza con miedo y sobrecogimiento. Beryl se había reído con desdén, pero se había despertado su curiosidad y su ansia de ver una, de poseerla, porque las lanzas eran mágicas.

Una espada mágica, una lanza mágica, una reina elfa, una ciudad elfa... Rica recompensa para el trabajo de ese día.

Asiendo la espada por debajo de la empuñadura, Laurana caminó hasta el borde del balcón y sostuvo en alto a Estrella Perdida. Levantó la voz y clamó como un himno enardecedor de desafío y orgullo:

—¡Soliasi Arath!


Abajo, a gran distancia del balcón de la Torre del Sol, Dumat se agazapaba en las sombras del tejado de una casa elfa. Ocultos tras el camuflaje de las ramas de álamo, veinte elfos lo observaban, esperando la señal. Al lado de Dumat se encontraba su esposa elfa, Ailea, lista para traducir si el oficial tuviese que impartir órdenes. Dumat hablaba un poco el elfo, y Ailea se reía siempre por su acento. Una vez le dijo que era como oír a un caballo hablando elfo. Él le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, ambos seguros de sí mismos, ambos dispuestos. Se habían despedido la noche anterior.

Desde su ventajosa posición, Dumat veía el balcón de la Torre. No podía mirar durante mucho tiempo el edificio iluminado por el sol. La luz reflejada hacía que le llorasen los ojos. Echaba un vistazo, parpadeaba, desviaba la vista a otro lado, volvía a mirar la Torre, esperando que el gobernador Medan y Laurana aparecieran. La llegada de la escuadrilla de los reptiles sicarios, sobrevolando la ciudad, había conmocionado a Dumat, haciendo que perdiera momentáneamente de vista la Torre cuando el miedo al dragón le nubló los ojos y lo hizo temblar de pies a cabeza.

Los elfos apostados en el tejado también sufrieron los efectos, pero ellos, al igual que Dumat, apretaron los dientes para aguantar la embestida. Nadie gritó, nadie se dejó dominar por el pánico. Cuando Dumat pudo ver de nuevo, divisó claramente la Torre, ya que las alas de los dragones tapaban la luz del sol.

El balcón se encontraba vacío. Ni rastro de Laurana ni del gobernador.

Dumat empezó a preocuparse. No sabía por qué, no podía explicarlo. Tal vez era su instinto de soldado veterano. Algo iba mal. Dumat se planteó por un momento la posibilidad de correr hacia la Torre para ver si había algo que él pudiese hacer, pero rechazó la idea casi de inmediato. Sus órdenes eran quedarse allí y esperar la señal. Obedecería esas órdenes.

Los dragones menores se marcharon y, como Laurana, Dumat se dio cuenta de que no era una buena señal. Beryl debía de venir de camino. Se puso en tensión, contemplando la Torre que de nuevo resplandecía cegadoramente con el sol. No se atrevía a apartar la vista por miedo a pasar por alto la señal, y se vio obligado a parpadear casi continuamente para librarse de las lágrimas. Cuando divisó a Laurana, soltó un suspiro de alivio y esperó ver al gobernador.

Medan no apareció.

Dumat contó diez para dar tiempo al gobernador, y después contó diez otra vez, tras lo cual renunció. Había adivinado la verdad antes de empezar a contar. Laurana jamás habría salido a ese balcón sola si Medan estuviese en condiciones de encontrarse junto a ella, o si estuviese vivo. Dumat se despidió del gobernador, una despedida de soldado, breve y silenciosa, pero sentida. Se agazapó y esperó, pendiente de la flecha encendida de la señal.

Tales eran las órdenes. Dumat, los elfos que quedaban, los contados caballeros negros y los enanos que conformaban la fuerza defensiva de Qualinost debían esperar la flecha encendida para lanzar el ataque. Corriendo un gran riesgo, asomó la cabeza entre las ramas para tener un radio de visibilidad más amplio. Ailea le pellizcó la pierna para que volviera a agacharse, pero él no hizo caso. Tenía que ver.

Beryl apareció, volando hacia la Torre. El miedo al dragón irradió de ella en grandes oleadas, pero el hecho de haber enviado primero a sus servidores actuó en su contra. Los que habían de sucumbir al miedo al dragón ya lo habían hecho y se estaban recuperando, y los que no, no iban a empezar a sentirlo ahora. Los astutos ojos de la Verde iban de un lado a otro, lanzando rápidos vistazos, desconfiando de los informes de Medan sobre que la ciudad estaba abandonada.

«Escudriña todo lo que quieras, gran zorra Verde —le dijo Dumat en silencio—. Estás aquí, justo sobre nosotros. Ya no hay salida.»

Dumat se resguardó de nuevo tras las ramas instantes antes de que los ojos del dragón pudieran localizarlo. Ailea le asestó una mirada que él conocía muy bien. Significaba que iba a ganarse un rapapolvo. Esperó contra toda esperanza seguir vivo para que le echase la regañina, pero no contaba con ello. Volvió a mirar hacia la Torre.

Su vista era buena, y divisó a Laurana aproximándose al borde del balcón. No distinguía su cara desde tan lejos —la elfa era una pequeña pincelada blanca en contraste con el oro— pero dedujo que no estaba asustada cuando la reina madre salió al encuentro del dragón.

—Bien hecho, señora —musitó—. ¡Bravo!

Beryl se encontraba ahora muy cerca de la torre. Dumat veía su vientre y la parte inferior de las alas, las enormes patas colgando y la ondeante cola. Su piel escamosa era de un color verde asqueroso y estaba cubierta del cieno de su revolcadero.

Al desarrollar su plan, el rey Gilthas había pensado primero en intentar atravesar esa piel con flechas, pero después descartó la idea. El pellejo de la Verde era grueso, y las escamas, fuertes. Quizá se la podría derribar con flechas, pero sólo si se disparaba un número ingente, y los elfos no tenían tantas. Además, Beryl esperaría un ataque así y estaría preparada para ello. Dumat confió en que no hubiese previsto lo que se le vendría encima.

El oficial ya sólo esperaba la señal de la flecha, que tenía que disparar el elfo Kelevandros. Kelevandros... Entonces Dumat supo lo que había ocurrido; lo supo con tanta certeza como si lo hubiese presenciado. Kelevandros había vengado a su hermano. Medan estaba herido o muerto. Y ahora Laurana se encontraba sola allí arriba. No tenía a nadie que lanzara la señal.

La vio levantar los brazos.

El sol en ese nuevo cielo podría parecer pálido y extraño a las gentes de Krynn, pero quizás habían conseguido ganarse su favor. Mientras Dumat observaba la escena, el astro irradió un rayo, directo como una flecha, hacia Laurana. En ese instante, al oficial humano le pareció que la elfa sostenía una estrella.

Se produjo un estallido blanco, un resplandor tan intenso y deslumbrante que Dumat tuvo que entrecerrar los ojos de nuevo y apartar la vista, como si hubiese estado contemplando al propio sol. Ésa era la señal, y lo supo más en su corazón que en su cerebro.

Con un grito salvaje, se levantó entre las ramas y las apartó bruscamente a los lados. Alrededor, los elfos se incorporaron de golpe, aprestaron hondas y arcos y ocuparon sus puestos. Dumat miró a los otros tejados. No estaba solo, no era necesario hacer otra señal. Todos los oficiales de tropa habían visto el destello de luz y lo reconocieron por lo que era.

Dumat no oyó el grito desafiante de Laurana porque estaba lanzando el suyo propio, como hacían los elfos en derredor. Dumat dio la orden y los elfos dispararon.


—¡Soliasi Arath! —gritó Laurana como hiciera tantos años atrás, desafiando a los dragones que atacaban la Torre del Sumo Sacerdote para que volaran hacia su muerte. Sostuvo la espada, con la gema Estrella Perdida por encima de su cabeza, con la mano izquierda. Si la gema no funcionaba, si las leyendas se equivocaban, si la magia de la espada se había debilitado como mucha de la magia del mundo durante la Era de los Mortales, sus planes, sus esperanzas y sus sueños acabarían con la muerte.

El sol incidió en la gema, y ésta pareció estallar en una deflagración de fuego blanco. Laurana musitó una plegaria de gracias al alma de Kalith Rian y a la del desconocido herrero elfo que había encontrado la piedra preciosa entre las cenizas de la forja.

Beryl contempló la espada con una ansiedad desmedida, porque su magia era poderosa y la deseaba desesperadamente. La gema de la empuñadura era la más fabulosa que había visto jamás. No podía apartar los ojos de ella. Seguro que Malys no poseía nada tan valioso en su tesoro oculto. La Verde no podía dejar de mirarla...

Beryl estaba atrapada.

Laurana comprendió que el hechizo había funcionado cuando vio el brillo de la gema arder en los ojos del dragón, penetrar en su cerebro. Sostuvo la espada en alto, sin moverla.

Hipnotizada, Beryl flotaba casi inmóvil por encima de Qualinost, agitando suavemente sus alas para mantenerse suspendida en el aire, con la mirada embelesada fija en la Estrella Perdida.

El arma era pesada, y Laurana la sostenía en una postura forzada con la mano izquierda, pero no osaba ceder al cansancio, a tener que bajarla. Incluso temía moverse por miedo a romper el hechizo. Una vez libre del encantamiento, Beryl atacaría ferozmente. Laurana experimentó un instante de desesperación mientras esperaba en vano oír algún indicio de que los elfos habían lanzado el ataque. Su plan había fracasado. Dumat esperaba la señal de la flecha que nunca se produciría.

El clamor y los gritos de desafío, alzándose desde los tejados, sonaron en sus oídos más dulces que los cantos de los bardos y dieron a sus músculos cansados una fuerza renovada. Los elfos aparecieron en los puentes en arco que marcaban los límites de Qualinost. Elfos y caballeros surgían entre las ramas de las copas de los árboles como una floración de plantas mortíferas. Las balistas que habían permanecido ocultas con enredaderas se movían para situarse en posición. Los lanzadores de hondas se incorporaron al ataque. Una única orden clamada en voz alta dio paso a cientos más. Los elfos se lanzaban al ataque.

Lanzas disparadas con las balistas surcaron el aire hacia lo alto, volaron en un grácil arco sobre el cuerpo de Beryl. Atadas a las lanzas, cuerdas ondeantes siguieron su trazado; eran cuerdas hechas con vestidos de boda, con ropas de bebés, con delantales de cocinar y atuendos ceremoniales de senadores. Los centenares de lanzas transportaron las cuerdas hacia arriba y por encima de Beryl. Cuando las lanzas se precipitaron hacia el suelo, las cuerdas se posaron sobre el dragón, a través de su cuerpo, sus alas y su cola.

Los que manejaban las hondas se sumaron al ataque, lanzando proyectiles al aire. Atados a ellos iban más cuerdas que pasaron por encima del dragón. Cargadas de nuevo, las balistas dispararon otra vez. Los que manejaban hondas repitieron los lanzamientos una y otra vez.

Los hechiceros elfos ejecutaron conjuros, pero no sobre el dragón, sino sobre las cuerdas. Los lanzaron sin saber si la magia errática y caprichosa funcionaría o no, movidos por la desesperación más que por la certeza de que el resultado respondiese a sus expectativas. En algunos casos, los hechiceros realizaban los conjuros tal como los conocían en la Cuarta Era, y en otros utilizaban los de la magia primigenia de la era actual. Y todos, unos y otros, funcionaron a la perfección. Los magos elfos estaban atónitos; jubilosos, pero atónitos.

Algunos hechizos reforzaban la cuerda y hacían que la tela adquiriese la resistencia del acero. Otros causaban que la cuerda ardiera con fuego mágico. Las llamas encantadas se propagaban a lo largo de la soga, quemando al dragón pero sin consumir el material con el que estaba tejida. Algunos conjuros la hacían tan pegajosa como una telaraña, de manera que se adhería firmemente a las escamas del dragón. Otros conjuros hicieron que la cuerda se enrollara en espiral, como si estuviese viva, y se enroscó una y otra vez sobre las patas del dragón, atándolo como un pollo camino del mercado.

A continuación, algunos elfos tiraron las armas y agarraron los extremos de las cuerdas, a la espera de la última orden. Más y más cuerdas surcaron el aire hasta que Beryl tuvo el aspecto de una colosal polilla atrapada en la telaraña tejida por millares de arañas.

Beryl no podía hacer nada, a pesar de ser consciente de lo que le ocurría. Laurana miraba directamente a los ojos del reptil, y primero vio en ellos jocosidad ante los ridículos esfuerzos por atraparla de aquellos insignificantes seres; después irritación, cuando Beryl se dio cuenta de que sus movimientos se entorpecían progresivamente con las cuerdas. La irritación dio paso rápidamente a la furia, cuando comprobó que no podía hacer nada para remediarlo. Lo único que podía hacer era mirar fijamente a la gema.

El cuerpo del dragón tembló de rabia e impotencia, la saliva goteó entre sus fauces, los músculos del cuello se hincharon y se tensaron al intentar, sin éxito, apartar los ojos de la joya. Las cuerdas siguieron cayendo sobre su cuerpo, añadiendo sobrepeso a las alas y enredándole la cola. Le era imposible mover las patas traseras, ya que las tenía atadas. Las espantosas cuerdas se estaban enroscando alrededor de las patas delanteras. También sentía que estaban tirando de ella hacia abajo, y de repente sintió miedo. No podía hacer nada para salvarse.

Ése era el momento, mientras Beryl seguía retenida por la gema y atrapada por las cuerdas, en el que Laurana había planeado atacarla con la Dragonlance, hundir el arma en el cuello de la bestia para impedir que expulsara su aliento mortífero. La estrategia había sido que ella arremetiera con la lanza al mismo tiempo que Medan utilizaba la espada para matar al dragón.

Era un buen plan, pero Medan estaba muerto y ella se encontraba sola. Para empuñar la lanza tendría que soltar la espada, y el dragón se liberaría del encantamiento. Sería un momento muy peligroso.

La elfa empezó a retroceder, todavía sosteniendo la espada firmemente a pesar de que los músculos le temblaban por el esfuerzo. Paso a paso, reculó hacia la pared donde había dejado la Dragonlance para tenerla al alcance. Tanteó tras de sí con la mano derecha, ya que no se atrevía a apartar la vista de Beryl. Al principio, Laurana no encontró la lanza y el miedo se apoderó de ella. Entonces sus dedos tocaron el metal, cálido por la caricia del sol, y su mano se cerró sobre el arma al mismo tiempo que ella soltaba un profundo suspiro de alivio.

Allá abajo, Dumat gritaba a los que agarraban las cuerdas que tiraran de ellas con fuerza. Los elfos y los caballeros que habían manejado las balistas y las hondas dejaron las armas y corrieron a agarrar las sogas, añadiendo su esfuerzo al de los que ya tiraban de ellas. Lenta pero inexorablemente, empezaron a bajar al enredado dragón hacia el suelo.

Laurana respiró hondo, haciendo acopio de todas sus fuerzas. Pronunciando el nombre de Sturm para sus adentros, buscó en su interior el valor, la determinación y la voluntad que habían acompañado al caballero en la Torre cuando la muerte se abalanzó sobre él. El único temor de la elfa era que Beryl la atacara en cuanto se liberara del hechizo y exhalara el mortífero aliento sobre ella antes de que tuviese tiempo de matar a la bestia. Si ocurría así, si Laurana moría antes de lograr su cometido, los elfos de allá abajo perecerían sin haber llevado a buen fin su meta, ya que Beryl les lanzaría su aliento venenoso y acabaría con ellos en un instante.

Laurana jamás se había sentido tan sola. No había nadie para ayudarla; ni Sturm, ni Tanis, ni el gobernador. Ni los dioses.

«Todos estamos solos al final, sin embargo —se recordó a sí misma—. Aquellos a quienes amé me tomaron de la mano en el largo viaje, pero cuando llegamos al momento de la separación definitiva, me soltaron y siguieron adelante, dejándome atrás. Ahora me ha llegado el turno de dar ese paso adelante. De caminar sola.»

Laurana alzó la espada con la gema Estrella Perdida y la arrojó por encima del parapeto. El hechizo se rompió. Los ojos de Beryl parpadearon y después ardieron por la ira.


Beryl tenía dos objetivos. El primero era liberarse de la irritante red que la sujetaba. El segundo, matar a la elfa que la había engañado, inmovilizándola con la trampa mágica que hasta una cría recién salida del cascarón habría tenido el sentido común de evitar. Beryl podía ocuparse de una cosa o de la otra. Estaba a punto de matar a la elfa cuando un tirón de las cuerdas, especialmente violento, la arrastró hacia abajo.

Oyó risas. Pero no provenían del suelo, de los elfos, sino de arriba, del cielo.

Dos de sus subordinados, ambos Rojos, y de los que había sospechado que conspiraban contra ella, volaban en círculo entre las nubes, muy, muy arriba, y se reían. Beryl supo al instante que se reían de ella, disfrutando de su humillación.

Jamás se había fiado de ellos, de esos dragones nativos. Sabía muy bien que la servían simplemente por miedo, no por lealtad. Atribuyéndoles motivos para la traición conformes a su lógica, llegó a la irracional conclusión de que los Dragones Rojos estaban conchabados con los elfos y que esperaban que ella se encontrara completamente atrapada con las cuerdas para acercarse y matarla.

Beryl dejó de tener en cuenta a Laurana. Una elfa sola, ¿qué daño podía hacerle, comparado con los dos Dragones Rojos traidores?

Como Medan había dicho, en el fondo Beryl era cobarde. Nunca había estado atrapada como en ese momento, indefensa, y se sintió aterrorizada. Tenía que soltarse de la red, tenía que remontar el vuelo. Sólo allí arriba, donde podía girar y lanzarse en picado y sacar ventaja de su enorme peso y su inmensa fuerza, estaría a salvo de sus enemigos. Una vez en el cielo, destruiría a esos despreciables elfos con una sola vaharada de aliento venenoso. Una vez en el cielo, podría ocuparse de sus traidores subordinados.

Ardía en cólera, y se debatió para librarse de las enredadas cuerdas que le obstaculizaban los movimientos y le impedían volar. Arqueó los hombros, levantó las alas y agitó la cola en un intento de romper las ataduras. Les dio zarpazos con las afiladas uñas y giró la cabeza para morderlas y partirlas con los dientes. Había creído que podría romper fácilmente las ridículas cuerdas, pero no había contado con la fuerza de la magia ni con la firme voluntad de quienes habían tejido su amor por su pueblo y por su tierra en aquellas cuerdas.

Se rompieron unas pocas, pero la mayoría resistió. Los violentos giros y sacudidas consiguieron que algunos elfos perdieran el agarre, y otros salieron lanzados al vacío desde los tejados o acabaron estrellándose contra los edificios.

Beryl echó una ojeada a los Dragones Rojos y vio que se habían aproximado. El miedo se convirtió en pánico. Enloquecida, la gran Verde aspiró hondo, con intención de destruir a esos insectos que tanto la estaban humillando. Con el rabillo del ojo vislumbró un centelleo plateado...


Laurana contemplaba con espanto los frenéticos esfuerzos de Beryl para soltarse. El dragón sacudía violentamente la testa, bramaba maldiciones y lanzaba dentelladas a las cuerdas. Espantada por la ferocidad de la ira de la bestia, Laurana se quedó paralizada, temblorosa, asiendo la lanza con las manos resbaladizas por el sudor. Sus ojos fueron hacia el umbral que conducía al cuarto abovedado, a la seguridad. Vio a Beryl inhalar hondo, llenando los pulmones paca sembrar la muerte entre los suyos. Asió la Dragonlance con las dos manos.

—¡Quisalan elevas! —gritó a Tanis, a Sturm y a aquellos que la habían precedido en el último viaje. «Nuestros lazos de amor eterno.»

Apuntando con la lanza a la cabeza del dragón, Laurana cargó contra Beryl.

La Dragonlance resplandecía como plata a la luz del extraño sol. Poniendo toda la fuerza de su cuerpo, de su alma y de su corazón en la arremetida, Laurana hundió la Dragonlance en el cráneo de la gran Verde.

Saltó un gran chorro de sangre que salpicó a Laurana. Aunque las manos de la elfa estaban húmedas y resbaladizas con la sangre del dragón, Laurana se aferró desesperadamente a la lanza, empujándola para hundirla más y más, hasta donde fuera posible.

El dolor —un dolor abrasador e intensísimo— estalló en el cerebro de Beryl como si alguien le hubiese abierto un agujero en el cráneo, permitiendo que el ardiente sol prendiese fuego a su alma. Se atragantó con su propio aliento venenoso. En un intento de librarse del espantoso dolor, dio un brusco tirón con la cabeza.

El repentino y convulso movimiento del dragón alzó a Laurana en el aire, suspendida peligrosamente cerca del borde del repecho. Perdió el agarre de la lanza y cayó al balcón, aterrizando violentamente sobre la espalda. Sonó el chasquido de huesos rotos, hubo un intenso y repentino dolor, pero después, extrañamente, no sintió nada. Intentó incorporarse, pero sus miembros no obedecían la orden de su cerebro. Incapaz de moverse, sólo pudo contemplar las fauces abiertas del dragón.

El dolor de Beryl no cesó, sino que se hizo más intenso. A pesar de estar medio cegada por la sangre que resbalaba sobre sus ojos, aún pudo ver a su atacante. Intentó exhalar el aliento mortífero sobre la elfa, pero sin éxito, y se atragantó con su propio aliento venenoso.

Consumida por el miedo, enloquecida de dolor, pensando únicamente en vengarse de la elfa que tanto daño le había hecho, Beryl descargó la inmensa cabeza contra la Torre del Sol.

La sombra de la muerte cayó sobre Laurana. Apartó los ojos de la muerte y miró al sol.

El extraño sol, suspendido en el cielo. Parecía desamparado, desconcertado... Como si estuviese perdido.

Una estrella perdida...

Laurana cerró los ojos a la creciente sombra.

—Nuestros lazos de amor...


Aferrado a una de las cuerdas, tirando de ella con todas sus fuerzas, Dumat no podía ver qué había pasado en la Torre, pero supo, por el asustado chillido de Beryl y por el hecho de que no estaban todos muertos con el aliento venenoso de la bestia, que Laurana tenía que haber asestado un golpe a la gran Verde. Una repugnante lluvia de sangre y saliva del dragón cayó sobre él y todo alrededor. La bestia estaba herida. Ahora era el momento de aprovechar su debilidad.

—¡Tirad, maldita sea! ¡Tirad! —bramó Dumat con voz enronquecida, casi afónico por el esfuerzo—. ¡No está muerta! ¡Ni mucho menos!

Elfos y humanos, que sentían menguar sus fuerzas en el forcejeo con el dragón, recuperaron el ánimo y estiraron con renovadas fuerzas de las cuerdas, teñidas por la sangre que manaba de las manos despellejadas. El dolor de los nervios en carne viva era intenso, y algunos gritaron al tiempo que seguían tirando, en tanto que otros apretaban los dientes y tiraban.

Dumat contempló con espanto el ataque de Beryl a la Torre, descargando la cabeza contra el edificio. Sintió una gran pena por Laurana, que debía de estar atrapada allí arriba, y esperó por el bien de la elfa que ya estuviese muerta. La cabeza del dragón golpeó el balcón y lo desgajó de la Torre, haciendo que se precipitara al suelo. Los que estaban debajo miraron con horror. Algunos reaccionaron y salieron corriendo; otros, paralizados por el miedo, no se movieron. El balcón cayó con un espantoso estruendo, haciendo pedazos edificios y resquebrajando el pavimento. Los cascotes volaron por el aire, matando y mutilando. El polvo se alzó en una nube inmensa y se extendió.

Dumat, tosiendo, se volvió hacia Ailea para decirle unas palabras de consuelo, ya que su esposa estaría llorando la muerte de la reina madre. No llegó a pronunciarlas. Ailea yacía mirándolo fijamente, pero sus ojos ya no podían verlo. Una esquirla de piedra le había atravesado el pecho. Ni siquiera había tenido tiempo de gritar.

Dumat volvió la vista hacia el dragón, que se encontraba a la altura de las copas de los árboles en ese momento. Las patas delanteras rozaron el suelo. Sintiéndose vacío, Dumat redobló sus esfuerzos con la cuerda.

—¡Tirad, maldita sea! —gritó—. ¡Tirad!

La violenta arremetida de Beryl contra la Torre había acabado con su atacante, pero eso era todo lo que había conseguido. Por fin podía respirar de nuevo, aunque de un modo superficial, siseante; sin embargo, el golpe no había sacado la Dragonlance, como la Verde había esperado que ocurriera. Lejos de soltarla, parecía que el impacto la había hundido más en su cabeza. El mundo era un dolor abrasador para Beryl, y lo único que deseaba era acabar con él.

Se agitó, intentando librarse de las cuerdas, de sacarse la lanza. Sus sacudidas derribaron edificios y árboles. Su cola se descargó contra la casa de Dumat, y el oficial humano siguió sujetando la cuerda hasta el último momento. Cuando el dragón aplastó la casa, Dumat cayó por el tejado destrozado, y el edificio se desplomó sobre él. Enterrado vivo, Dumat yació atrapado entre los escombros, aplastado bajo una pesada rama de árbol, incapaz de moverse. Saboreó sangre en su boca. Al atisbar entre la maraña de hojas y ramas rotas y retorcidas, vio al dragón sobre él. Se había soltado las alas, aunque las cuerdas todavía colgaban de ellas. La bestia se esforzaba por ganar altura, por elevarse por encima de las copas de los árboles. Pero por cada cuerda que se rompía, aguantaban otras dos, y más cayeron sobre su cuerpo. Elfos y humanos habían muerto, pero eran más los que habían sobrevivido y no cejaban en su empeño.

—¡Tirad, maldita sea! —susurró Dumat—. ¡Tirad!


Los elfos vieron morir a la reina madre, a sus seres queridos. Vieron al dragón destruir la Torre del Sol, el símbolo de la esperanza y el orgullo elfos. Emplearon la fuerza que les proporcionaban el dolor y la rabia para tirar de la bestia hacia abajo.

Beryl luchó para librarse de las cuerdas y del espantoso dolor, pero cuanto más se revolvía más se enredaba en la telaraña elfa. Las sacudidas de sus miembros, su cabeza y su cola aplastaban edificios y derribaban árboles. Se debatía ferozmente para soltarse, porque sabía que cuando cayese al suelo sería vulnerable. Los elfos se acercarían con lanzas y flechas para rematarla.

Los elfos advirtieron que el dragón empezaba a debilitarse. Sus sacudidas se tornaron menos violentas, menos destructivas.

La bestia estaba muriendo.

Convencidos de ello, los elfos tiraron con todo su empeño y, finalmente, tuvieron éxito. Consiguieron arrastrar el colosal cuerpo de Beryl al suelo.

La gran Verde aterrizó con un golpe demoledor que aplastó edificios y a todos los que no habían podido escabullirse. La fuerza del impacto causó temblores en el subsuelo, zarandeó a los enanos que esperaban en los túneles, desprendió rocas y polvo sobre sus cabezas, haciendo que alzaran la vista, consternados, a las vigas que apuntalaban las paredes e impedían que los túneles se desplomaran.

Cuando los temblores cesaron y el polvo se posó, los elfos empuñaron sus lanzas y corrieron a rematar al dragón. Después de haberlo destruido, estarían preparados para enfrentarse a su ejército. Los elfos empezaron a hablar de victoria. Qualinost había sufrido graves daños, muchos habían muerto, pero la nación elfa sobreviviría. Enterrarían a sus muertos y los llorarían. Entonarían cantos triunfales por la muerte del dragón.

Sin embargo, Beryl no estaba muerta; ni mucho menos, como había dicho Dumat. La Dragonlance le había causado un intenso dolor que la había trastornado, ofuscando su mente, pero ahora el dolor empezaba a remitir. Su pánico desapareció y dio paso a una furia que era fría, calculadora y peligrosa, mucho más peligrosa que sus destructoras sacudidas. Sus tropas se estaban agrupando en masa en las orillas de las dos corrientes —dos afluentes del río de la Rabia Blanca— que rodeaban y protegían la ciudad. En esos momentos estarían preparándose para cruzar esas corrientes. Los elfos habían echado abajo los puentes, pero los soldados de Beryl habían llevado cientos de balsas y pontones flotantes por los que el ejército cruzaría las torrenteras de treinta metros de anchura.

A no tardar, sus soldados invadirían Qualinost y pasarían a cuchillo a los elfos. La sangre elfa fluiría por las calles, más dulce para Beryl que el vino de mayo. La llegada de sus tropas le planteaba una nueva dificultad: no podría utilizar sus gases venenosos para matar a los elfos, o acabaría también con sus soldados. Pero eso sólo era un pequeño inconveniente, nada por lo que preocuparse. Simplemente mataría elfos a decenas, no a centenares.

Obligándose a relajarse, Beryl fingió debilidad y yació despatarrada ignominiosamente sobre el suelo. Sintió una sombría satisfacción al sentir que los árboles —tan amados por los elfos— se hacían astillas bajo su gigantesco cuerpo. Parpadeó para librarse de la sangre que le resbalaba por los ojos y contempló la destrucción que había ocasionado en la otrora hermosa ciudad; aquello bastó para levantarle considerablemente el ánimo. Nunca había odiado tanto a nadie ni a nada —ni siquiera a su pariente Malys— como ahora odiaba a los elfos.

Éstos empezaban a salir de sus agujeros, acercándose para mirarla. Sostenían lanzas y arcos, con las flechas apuntadas en su dirección. Beryl los observó con desprecio. No se había forjado la lanza que pudiera acabar con ella, ni siquiera la legendaria Dragonlance. Tampoco podían hacerle nada las flechas, que eran como aguijones de abejas para su tamaño. Vio a elfos rodeándola por doquier, criaturas necias, insignificantes, que la contemplaban con sus pequeños ojillos entrecerrados, parloteando en su lenguaje untuoso.

Que parlotearan lo que quisieran. Pronto tendrían algo de lo que hablar, de eso estaba segura.

El dolor en la cabeza seguía menguando. Tumbada en el suelo, Beryl estudió cuidadosamente la situación. Había roto o soltado algunas de las cuerdas, y podía sentir que otras se iban aflojando. Los conjuros también comenzaban a perder fuerza. Muy pronto, estaría libre para matar elfos, para acabar con ellos de uno en uno, aplastándolos y partiéndolos en dos. Su ejército se le uniría y, entre ambos, al final no quedaría un solo elfo vivo en el mundo. Ni uno solo.

La Dragonlance seguía siendo irritante. De vez en cuando, una abrasadora punzada de dolor le atravesaba la cabeza, con lo que su ira se acrecentaba. Yació en el suelo, con los elfos a la altura de los ojos, observándolos a través de los párpados entrecerrados. A lo lejos, oyó el toque de cuernos, la llamada de su ejército en marcha. Debían de haber visto su caída. Quizá pensaban que había muerto. Quizá sus comandantes despilfarraban ya, en sus obtusos cerebros, la parte del botín que se habrían visto obligados a compartir con ella. Pues se llevarían una sorpresa. Todos iban a llevársela...

Lanzando un rugido de desafío y triunfo, Beryl levantó la cabeza. Sus inmensas garras se hundieron en el suelo. Con un impulso de las gigantescas patas, se puso de pie.

Los túneles de los enanos, una colmena laberíntica construida debajo de Qualinost, se combaron y hundieron bajo el peso del dragón. El suelo cedió.

El rugido de Beryl se transformó en un grito de sobresalto. Luchó para salvarse, arañando con las patas, batiendo frenéticamente las alas para elevarse del hundimiento. Pero las alas seguían enredadas con las cuerdas y sus pies no encontraron apoyo. Una mano inmortal rompió los huesos del mundo, resquebrajó la tierra. Beryl se precipitó por la fisura abierta.


Torvald Granito Blanco, primo del thane de Thorbardin y cabecilla del ejército de enanos que había acudido a Qualinost para combatir a los Caballeros de Neraka, oyó la batalla que se dirimía sobre su cabeza aunque no podía verla. Torvald se encontraba al pie de una escalera de mano que conducía a la superficie, unos seis metros más arriba. Esperaba la señal que significaba que el ejército invasor había empezado a vadear los ríos. Su propio ejército, compuesto por un millar de enanos, emergería entonces de ese túnel y de otros, excavados debajo de la ciudad, para atacar.

El túnel estaba tan oscuro como una noche negra, ya que los gusanos excavadores y sus brillantes larvas habían sido enviados de vuelta a Thorbardin. La oscuridad, el espacio confinado y el olor a tierra recién removida y a desperdicios de los gusanos no molestaban a los enanos, sino que les resultaban familiares y agradables. Sin embargo, estaban deseosos de abandonar los túneles, ansiosos de enfrentarse a sus enemigos, de batallar, y toqueteaban sus hachas y hablaban de la próxima gloria con sombría expectación.

Cuando los enanos sintieron los primeros temblores del suelo bajo sus pies, lanzaron un vítor que levantó ecos por los túneles, ya que esperaban que aquello significara que la estrategia de los elfos estaba funcionando. Al dragón se le había hecho bajar del aire y yacía indefenso en el suelo, enredado en cuerda mágica de la que no podría escapar.

—¿Qué pasa? —bramó Torvald al explorador, que se encontraba agazapado cerca de la salida, con la cabeza asomada entre las ramas de un lilo arbustivo.

—La tienen —fue la lacónica respuesta—. No se mueve. Está en las últimas.

Los enanos volvieron a vitorear. Torvald asintió con la cabeza; iba a dar la orden para que sus hombres empezaran a trepar por la escalera de mano cuando un feroz rugido puso de manifiesto que el explorador se había equivocado. El suelo se sacudió bajo los pies de Torvald; el temblor fue tan fuerte que los puntales que sostenían las paredes crujieron de manera ominosa. El polvo cayó sobre sus cabezas.

—¿Qué demo...? —empezó a gritar Torvald al explorador, pero luego cambió de opinión y empezó a trepar él mismo por la escalera de mano.

Otro temblor sacudió el suelo y el techo del túnel se abrió. La intensa luz del sol que penetró a raudales por el agujero casi cegó a los enanos. El horrorizado Torvald vio el ojo rojo del furioso dragón mirándolo, y a continuación las vigas que sostenían el techo del túnel se partieron y la escalera se astilló. El ojo desapareció en medio de una inmensa nube de polvo y escombros. El techo se vino abajo.

El mundo se desplomó sobre Torvald, derribándolo de la escalera. Los aterrorizados gritos de sus compañeros moribundos se alzaron entre el estruendo de los huesos de Krynn al quebrarse. Lo último que oyó fue el ruido de toneladas de rocas precipitándose sobre él, aplastándole el cráneo y la caja torácica.

La piedra, en la que los enanos habían confiado desde antaño para buscar cobijo y protección contra sus adversarios, se convirtió en su enemiga. En su asesina. En su tumba.


Rangold de Balifor, un hombre de cuarenta años, había sido mercenario desde que tenía catorce. Luchaba por una sola razón: el pillaje. No tenía lealtad a nada ni a nadie, no sabía de política, cambiaba de bando en medio de la batalla si alguien hacia que la oferta mereciera la pena. Se había unido al ejército de Beryl porque había oído comentar que iba a marchar contra Qualinost. Llevaba mucho tiempo esperando con ansia el saqueo de la ciudad elfa. Hombre previsor, Rangold llevaba consigo varios sacos de arpillera en los que se proponía llevar a casa la fortuna que obtuviese.

El mercenario se encontraba a la orilla del río, comiendo pan rancio y carne seca de vaca, esperando a que llegara su turno de cruzar la corriente. Los malditos elfos habían cortado los puentes. Las cuerdas colgaban a gran altura, porque la torrentera era profunda y el caudal del río era bajo en esa época del año. Los exploradores mantenían la vigilancia, pero informaban que no veían elfos. Las primeras unidades habían empezado a cruzar, algunos de los hombres cargando los equipos sobre la cabeza y otros las armas. Saltaba a la vista la inquietud de los que no sabían nadar a medida que vadeaban más y más profundamente en el agua. Estaba fría, pero corría tranquila en esa época. En primavera, alimentado por el deshielo de las nieves, el río habría sido infranqueable.

De vez en cuando, se veía un Dragón Rojo volando en círculos por encima del ejército, vigilando. A los hombres no les gustaban los Rojos, no confiaban en ellos aunque lucharan en el mismo bando, y no dejaban de echar ojeadas a lo alto, confiando en que la bestia se alejara. A Rangold le importaban un bledo los dragones; temblaba cuando el miedo al dragón se apoderaba de él, se lo sacudía de encima cuando había pasado, y seguía engullendo su comida. La idea de matar elfos y robar sus riquezas despertaba su apetito.

Su primera punzada de inquietud surgió cuando el suelo se combó repentinamente bajo sus pies, haciéndole perder el equilibrio y provocando que tirara el pan y la carne que tenía en las manos. Una rama cayó con un crujido. Un árbol se desplomó. Las aguas del río se agitaron y encresparon, rompiendo contra la orilla. Rangold se aferró al árbol y miró en derredor, intentando descubrir qué estaba pasando. En el aire, el Dragón Rojo extendió las alas y sobrevoló el bosque a poca altura a la par que lanzaba gritos que parecían advertencias, pero nadie entendió lo que decía.

Los temblores continuaron y se volvieron más fuertes. Una nube enorme de polvo y escombros se alzó en el aire, tan densa que ocultó la luz del sol. Los que cruzaban el río perdieron el equilibrio y cayeron al agua. Los que se encontraban en la orilla empezaron a chillar y a correr hacia uno u otro lado, presas del pánico y el desconcierto, mientras el suelo seguía combándose y sacudiéndose bajo sus pies.

—¿Cuáles son vuestras órdenes, señor? —gritó el capitán.

—No ceder terreno —respondió lacónicamente su superior, un Caballero de Neraka.

—Eso es más fácil decirlo que hacerlo —replicó el capitán, iracundo, mientras se esforzaba por mantener el equilibrio—. ¡Creo que deberíamos salir pitando de aquí!

—¡Te he dado una orden, capitán! —gritó el caballero—. Esto acabará dentro de...

En medio de un crujido ensordecedor, una rama enorme se rompió y cayó con un golpe estruendoso, enterrando al caballero y al capitán bajo sus ramas secundarias. De los restos salieron gritos y gemidos, súplicas de ayuda a las que Rangold hizo oídos sordos. El mercenario ignoraba lo que el resto del ejército pensaba hacer, y tampoco le importaba. Como el capitán había sugerido, Rangold iba a salir pitando de allí.

Empezó a trepar por el banco de la orilla, pero en ese momento oyó un retumbo ominoso, creciente, atronador. Se giró para ver el origen del ruido y se encontró con un espectáculo horripilante. Un muro de agua, borboteante y espumajosa, se abalanzaba sobre ellos. Los bancos del río de la Rabia Blanca se desmoronaron a causa de las sacudidas del terreno. Se abrieron fisuras en las rocosas torrenteras por las que discurría la corriente. Libre de los límites que la confinaban, violentamente agitadas por los repetidos temblores de tierra, las aguas se desbordaron con un ímpetu que arrasaba todo a su paso.

La crecida arrancó de cuajo árboles, desprendió enormes rocas de las caras de la torrentera por la que avanzaba fragorosamente, llevándose por delante piedras y restos.

Rangold miró de hito en hito, horrorizado, y luego se dio media vuelta y empezó a correr. Tras él, los que estaban atrapados en el agua pedían auxilio a gritos, pero la crecida ahogó rápidamente sus voces al arrastrarlos corriente abajo. Rangold intentó trepar a lo alto de la ribera, pero ésta era empinada y resbaladiza. Experimentó un momento de terrible pánico, y después el agua se estrelló contra él con una fuerza que le aplastó el esternón y paró el latido de su corazón. Su cuerpo, desmadejado y ensangrentado, se convirtió en uno más de los restos que el río arrastró corriente abajo.


Bramando y aullando de rabia, Beryl se hundió más y más a medida que el terreno cedía. La tierra se resquebrajaba bajo su peso. Las grietas se extendieron e irradiaron hacia fuera. Edificios, árboles y hogares se desmoronaron y cayeron por las fisuras que se ensanchaban progresivamente. El cuartel general de los Caballeros de Neraka, aquel feo edificio bajo y achaparrado, se derrumbó sobre sí mismo con un estruendo atronador. Los escombros llovieron sobre el dragón y le golpearon la cabeza y perforaron sus alas. El palacio del rey, construido de álamos vivos, se destruyó cuando los árboles se arrancaron de raíz, las ramas se rompieron y los inmensos troncos se retorcieron y se hicieron pedazos.

Los qualinestis que se habían quedado para defender su tierra murieron entre los escombros de las casas que habían cincelado con tanto esmero o en los jardines que tanto habían amado. Aunque sabían que la muerte era inminente y que no había escapatoria posible, siguieron luchando contra su enemigo hiriendo a Beryl con lanzas y espadas hasta que el pavimento se abrió bajo sus pies. Murieron con esperanza, porque a pesar de haber perecido, creían que su ciudad sobreviviría y volvería a levantarse de las ruinas.

Fue mejor que murieran antes de saber la verdad.

Beryl comprendió de repente que no iba a sobrevivir, que no podía escapar a su destino, y dicha certidumbre la dejó perpleja. No era así como se suponía tenía que acabar aquello. Ella —la fuerza más poderosa que jamás había visto Krynn— iba a morir de un modo ignominioso, en un agujero en el suelo. ¿Cómo podía haber ocurrido tal cosa? No lo entendía...

Bloques de piedra cayeron sobre ella, rompiéndole el cráneo y la columna vertebral. Árboles astillados le hicieron desgarrones en las alas. Las rocas le partieron los tendones, le abrieron tajos en el vientre con las afiladas aristas. La sangre salió a chorros por debajo de sus escamas. El sufrimiento era insoportable y gritó para que la muerte llegara y la librara de él. La bestia que había matado a tantos gimió y se retorció de dolor a medida que rocas, árboles y edificios se desplomaban sobre ella. La enorme y mal formada cabeza se hundió más y más. Los ojos rojos se giraron hacia atrás en las órbitas. Las alas rotas y la restallante cola dejaron de moverse. Entre estertores y maldiciendo amargamente, Beryl exhaló su último aliento.


Los temblores sacudieron el suelo en torno a la ciudad elfa a medida que el puño inmortal se descargaba con odio. La tierra se quebró y se abrió. Las grietas se ensancharon, las fisuras partieron el lecho rocoso sobre el que se había construido Qualinost. Los Dragones Rojos, contemplando lo que ocurría desde el cielo, vieron un gigantesco agujero donde otrora se alzaba la hermosa ciudad. Los Rojos no les tenían aprecio a los elfos, ya que habían sido enemigos desde el albor de los tiempos, pero aquel panorama era tan horrible, exponente de un poder atroz, que los Rojos no pudieron regocijarse. Contemplaron el desastre e inclinaron la cabeza en un gesto de reverencia y respeto.

Los temblores cesaron, el suelo dejó de combarse y sacudirse. El río de la Rabia Blanca se desbordó de su cauce y se vertió en la inmensa sima abierta donde antes se levantaba la ciudad elfa de Qualinost. Mucho después de que el terremoto acabara, el agua seguía burbujeando, espumajeando, creando grandes olas que rompían contra las orillas recién creadas. Poco a poco, el río se calmó y sus aguas lamieron trémulamente las nuevas riberas que ahora lo rodeaban, que lo abrazaban estrechamente, como si lo espantara su propia furia y lo apabullara la destrucción que había ocasionado.

La noche llegó sin luz de luna ni de estrellas, cual una mortaja tendida sobre los muertos que descansaban a gran profundidad bajo las oscuras y temblorosas aguas.

Загрузка...