20 La marcha a través de Foscaterra

El pequeño ejército de Mina, un contingente de sólo unos pocos cientos de soldados, estaba formado por el grupo de caballeros que la había seguido desde el espantoso valle de Neraka primero hasta Sanction, posteriormente a Silvanesti y ahora a esa extraña tierra.

Los dragones volaban en medio de una oscuridad tan profunda que Galdar no veía al capitán Samuval, que volaba en otro dragón muy cerca de él. El minotauro ni siquiera distinguía la larga cola o las alas de su dragón en las tinieblas que los envolvían como un sudario. Sólo vislumbraba un reptil y era la extraña criatura que montaba Mina, el dragón de la muerte, porque irradiaba un fantasmal brillo iridiscente, terrible y hermoso por igual: rojo, azul, verde, blanco; rojo azulado o blanco verdoso cuando dos de las almas de los dragones muertos se combinaban, cambiando constantemente hasta que Galdar se sintió mareado y se vio obligado a apartar la vista.

Pero de nuevo su mirada era atraída hacia el dragón de la muerte, maravillada, sobrecogida. Se preguntó cómo tenía Mina valor para volar en una criatura que parecía tan insustancial como la niebla del amanecer, porque el minotauro podía ver a través del dragón la oscuridad que había más allá. Aparentemente, Mina no sentía ningún reparo, y su fe era justificada porque el dragón la transportó, sana y salva, a través del cielo de Ansalon y la depositó suave y reverentemente en el suelo.

Los demás reptiles aterrizaron en una vasta llanura y esperaron a que sus jinetes desmontaran para levantar de nuevo el vuelo.

—Acudid a mi llamada —les dijo Mina—, porque os necesitaré.

Los dragones —gigantescos Rojos y ágiles Azules, taimados Negros, solitarios Blancos y astutos Verdes— inclinaron las cabezas, extendieron las alas y doblaron los cuellos orgullosos ante ella. El dragón de la muerte la sobrevoló en círculo una vez y después desapareció como si la oscuridad lo hubiese absorbido. Los demás reptiles batieron las alas y se alejaron volando en distintas direcciones. Su marcha creó una ventolera que por poco no derribó a los hombres. Una vez que los dragones se hubieron marchado, se quedaron a pie, sin caballos, en una tierra extraña, sin tener la más ligera idea de dónde se encontraban.

Fue entonces cuando Mina se lo comunicó.

—Foscaterra —dijo simplemente.

Antaño, esa región había sido el feudo de un Caballero de Solamnia llamado Soth. Los dioses le habían dado la oportunidad de detener el Cataclismo, pero lord Soth había fracasado y acarreó sobre sí mismo y sus tierras una maldición. Desde la época del Cataclismo, otras almas condenadas, tanto vivas como muertas, habían encontrado en Foscaterra un refugio y habían ido allí para morar entre sus profundas sombras. Informados de que la región se había convertido en la guarida de los que huían de la ley, los Caballeros de Solamnia, que gobernaban esa tierra, habían llevado a cabo varios intentos de limpiar la zona. Sus esfuerzos fueron inútiles, y a no tardar los solámnicos renunciaron a entrar en los bosques, dejándolos en manos de Soth, el caballero maldito. Foscaterra era una tierra de nadie, en la que no entraba ningún ser vivo si podía evitarlo.

Tenía fama de ser un lugar maligno, incluso entre los Caballeros de Neraka, pues los muertos no guardaban lealtad a ningún gobierno de los vivos. Los caballeros y soldados de Mina formaron en filas y marcharon tras ella sin pronunciar una sola queja. Ahora tenían tal confianza en la muchacha, su fe en ella —y en el Único— era tan firme, que no cuestionaron su decisión.

Entraron en Foscaterra impunemente. No hubo encuentros hostiles con enemigos, ni vivos ni muertos. Marcharon bajo los enormes cipreses que ya eran viejos en la época en que se forjó la Gema Gris. No vieron ninguna criatura viva, ni ardillas ni pájaros ni ratones ni venados ni osos. Tampoco vieron muertos, pues ninguno poseía magia y, en consecuencia, no despertaron su interés. Pero soldados y caballeros percibían a los espíritus a su alrededor, del mismo modo que uno percibe que está siendo vigilado por ojos ocultos. Tras varios días de marcha a través del espeluznante bosque, a los hombres que sin vacilar habían seguido a Mina al interior de Foscaterra les empezaron a entrar dudas.

El pelaje de la nuca de Galdar se erizaba, y el minotauro no dejaba de girar la cabeza para ver si alguien se acercaba sigilosamente a él. El capitán Samuval se quejó —en voz baja y sólo cuando Mina no podía oírlo— de que le estaban dando «pasmos». Al preguntarle qué enfermedad era ésa, sólo pudo explicar que los pies y las manos se le quedaban tan helados que ningún fuego podía calentarlos y que tenía retortijones. El seco chasquido de una rama al romperse hacía que los hombres echaran cuerpo a tierra y se quedaran tendidos, tiritando de pavor, hasta que alguien les decía lo que había causado el ruido. Rojos de vergüenza, se levantaban y seguían adelante.

Por la noche se doblaban las guardias, aunque Mina les decía que no era necesario apostar centinelas. No explicó por qué, pero Galdar supuso que los guardaban aquellos que ya no necesitaban dormir. Eso no le resultaba precisamente tranquilizador, y a menudo despertaba de un sueño en el que estaba rodeado de cientos de personas que lo contemplaban con ojos vacíos de todo, salvo de dolor.

Mina mantuvo un extraño silencio durante esa marcha. Caminaba a la cabeza de la fila, rehusando la compañía de nadie, sin dirigir la palabra a ninguno de ellos, y sin embargo, Galdar la veía mover los labios a veces, como si estuviese hablando. Cuando se aventuró a preguntarle en una ocasión con quién hablaba, la muchacha contestó «Con ellos», e hizo un gesto señalando en derredor.

—¿Con los muertos, Mina? —inquirió, vacilante, Galdar.

—Con las almas de los muertos. Ya no necesitan los cuerpos que antaño los albergaban.

—¿Puedes verlos?

—El Único me ha dado ese poder.

—Yo no los veo.

—Puedo hacer que los veas, Galdar —comentó Mina—, pero te resultaría muy desagradable y desconcertante.

—No, Mina, no quiero verlos —se apresuró a decir—. ¿Cuántos...? ¿Cuántos hay?

—Millares —contestó la joven—. Miles de millares multiplicados por miles más. Las almas de todos los que han muerto en este mundo desde la Guerra de Caos, Galdar. Ése es su número. Y más se suman a sus filas a diario: elfos que mueren en Silvanesti y en Qualinesti; soldados que mueren defendiendo Sanction; madres que mueren al dar a luz; niños que mueren de enfermedades; los viejos que mueren en sus lechos. Todos esos espíritus fluyen en un vasto río hacia Foscaterra, traídos aquí por el Único, preparados para cumplir la voluntad del Único.

—Dices que desde la Guerra de Caos. ¿Dónde iban las almas antes?

—Las almas benditas iban a otros reinos del más allá. Las almas malditas eran condenadas a permanecer aquí hasta que aprendían las lecciones que debían aprender en vida. Entonces, también ellas partían hacia el siguiente estadio. Los antiguos dioses alentaban a los espíritus a partir, no les daban opción, ignoraban el hecho de que las almas no querían marcharse. Ansiaban permanecer en el mundo y hacer lo que pudieran para ayudar a los vivos. El Único lo entendió y les concedió el don de seguir en el mundo y servirle. Y así lo hacen, Galdar. Así lo hacen. —Los ojos ambarinos de Mina lo miraron—. Tú no querrías marcharte, ¿verdad, Galdar?

—No querría separarme de ti, Mina —contestó el minotauro—. Eso es lo que más temo de la muerte, que tendré que dejarte.

—Nunca lo harás, Galdar —le dijo la joven con voz suave. El ámbar adquirió calidez. Su mano rozó el brazo del minotauro y su roce fue tan cálido como el ámbar—. Eso te lo prometo. Jamás lo harás.

Galdar se sentía intranquilo. Vaciló antes de decir lo siguiente por temor a contrariarla, pero era su segundo al mando, y responsable no sólo de ella sino de quienes estaban a su mando.

—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí, Mina? A los hombres no les gusta estar en el bosque. Y no los culpo por ello. Los vivos no tienen sitio aquí. No se nos quiere aquí.

—No mucho —repuso—. He de hacer una visita a alguien que vive en este bosque. Sí, que vive —repitió, poniendo énfasis en la palabra—. Un hechicero llamado Dalamar. ¿Has oído hablar de él?

Galdar sacudió la cabeza. Tenía el menor contacto posible con los magos y no le interesaban ni ellos ni sus asuntos.

—Después —continuó Mina—, debo marcharme durante un corto tiempo...

—¿Marcharte? —repitió Galdar, levantando inconscientemente la voz.

—¿Marcharse? —El capitán Samuval se acercó presuroso—. ¿Qué es eso? ¿Quién se marcha?

—Mina —contestó Galdar, que tenía la garganta constreñida.

—Mina, la única razón de que las tropas soporten este lugar eres tú —dijo Samuval—. Si te vas...

—No estaré ausente mucho tiempo —repuso ella, fruncido el entrecejo.

—Sea mucho o poco, Mina, no estoy seguro de que podamos controlar a los hombres —manifestó el capitán. No dejaba de girar la cabeza a un lado y a otro, echando continuamente ojeadas hacia atrás—. Y no los culpo. Esta tierra está maldita. Los muertos pululan por doquier. ¡Los siento deslizándose alrededor! —Lo sacudió un estremecimiento y se frotó los brazos al tiempo que miraba con temor aquí y allí—. Sólo se los atisba con el rabillo del ojo y, cuando los miras directamente, han desaparecido. Eso basta para volver loco de remate a un hombre.

—Hablaré con los hombres, capitán Samuval —repuso Mina—. También vosotros debéis hablarles y dar ejemplo, demostrar que no estáis asustados.

—Aunque lo estemos —gruñó el minotauro.

—Los muertos no os harán daño. Se les ha ordenado congregarse aquí con un único propósito. El Único los manda. Ellos sirven al Único y, por intercesión del Único, me sirven a mí.

—¿Qué propósito es ése, Mina? No dejas de repetir lo mismo, pero no nos dices nada.

—Todo os será revelado. Debéis ser pacientes y tener fe —dijo la joven. Los ojos ambarinos se habían tornado fríos y duros.

Galdar y Samuval intercambiaron una mirada. El capitán se mantuvo inmóvil, sin volver la cabeza a un lado y a otro y sin frotarse los brazos, temeroso de ofender a Mina.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó Galdar.

—Vendréis conmigo hasta la torre del hechicero. Después continuaré hacia el norte, para hablar con el dragón que dirige Palanthas, el dragón conocido como Khellendros o, como prefiero llamarlo, Skie.

—¿Skie? Ni siquiera está ya por esta zona. Todos saben que partió a una extraña búsqueda.

—Se encuentra aquí —afirmó Mina—. Me espera, aunque él no lo sabe.

—Espera para atacarte, quizás —adujo Samuval con un resoplido—. No es como uno de nuestros Dragones Azules, Mina. El tal Skie es un carnicero. Devora a los de su propia especie para incrementar su poder, exactamente igual que Malys.

—No deberías ir sola, Mina —instó, tajante, el minotauro—. Llévate a algunos de nosotros.

—La mano del Único abatió a Cyan Bloodbane —replicó severamente ella—. La mano del Único abatirá a Skie si no se somete el mandato del dios. Skie obedecerá. No tiene opción. No puede evitarlo. Y vosotros también me obedeceréis a mí, Galdar, Samuval —añadió tras una pausa—. Al igual que los hombres. —Su tono y su mirada se suavizaron—. No tenéis por qué temer. El Único recompensa la obediencia. Estaréis a salvo en el bosque de los muertos. Ellos os guardan, no van a haceros daño. Que se reanude la marcha, Galdar.

Hemos de darnos prisa. Los acontecimientos en el mundo se suceden rápidamente, y se nos está emplazando.

—Se nos está emplazando —rezongó el minotauro después de que Mina se hubiese alejado, internándose más en el bosque—. Al parecer nunca dejan de emplazarnos.

—De emplazarnos a la victoria —observó el capitán Samuval—. De emplazarnos a la gloria. A mí eso no me molesta. ¿A ti sí?

—No, esa parte no —admitió Galdar.

—Entonces, ¿qué hay de malo... aparte de que este sitio nos aterra hasta la náusea? —Samuval miró el sombrío bosque con un estremecimiento.

—Supongo que me gustaría pensar que tengo algo que opinar en el asunto —murmuró Galdar—. Que tengo elección.

—¿En el ejército? —rió Samuval—. ¡Si crees eso, es que tu mamá debió dejarte caer de cabeza cuando eras un chotillo! —Miró hacia el camino. Mina ya se había perdido de vista—. Vamos —dijo, inquieto—, pongámonos en marcha. Cuanto antes salgamos de este sitio, mejor.

Galdar reflexionó sobre aquello. Samuval tenía razón, naturalmente. En el ejército uno obedecía órdenes. Un soldado no opinaba si le gustaba o no tomar por asalto una ciudad, si le apetecía o no afrontar una andanada de flechas o que le vertieran sobre la cabeza un caldero de aceite hirviendo. Un soldado hacía lo que le mandaban sin preguntar. Galdar lo sabía y lo aceptaba. ¿Por qué, entonces, era eso diferente?

Galdar lo ignoraba. No conocía la respuesta.

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